En un texto escrito cuando se publicó en 1998 la novela,1 Daniel Link sostiene que “Vivir afuera quiere ser tan definitiva como Respiración artificial”, pero la ocurrencia no es enteramente suya sino que está vinculada con algo que el propio Fogwill le ha sugerido:
Si Respiración artificial fue leída como la novela de su década, no fue tanto por su capacidad para explicar la realidad sino porque la máquina paranoica que ponía en marcha servía como espejo de un estado de la imaginación (o de la conciencia). ¿Podrá alcanzar Vivir afuera, se pregunta hoy Fogwill, ese mismo estatuto privilegiado: la novela de una década? (2006: 187)
Más allá del carácter ambiguo de la categoría novela de una década,2 lo que resulta interesante señalar es que, en el caso de Vivir afuera, la vocación de constituirse en el libro que dé con la clave de una época -los años noventa en Argentina-,3 que capture la esencia de un tiempo histórico en el preciso momento de su desenvolvimiento -porque la novela es escrita antes de que se termine, cronológicamente, la década-, esa vocación está en el origen de la escritura. La forma de dar cauce a un programa que se asume ambicioso es trabajar, en palabras de Link, “con una cierta idea de totalidad”, y esto significa no solamente que Vivir afuera dote de mayor unidad al corpus de Fogwill mediante la recurrencia de ciertos temas y personajes, sino que además procure ordenar el texto social de una época: “Vivir afuera quiere decirlo todo y ése es su mayor impulso heroico” (2006: 186).4
En línea con la interpretación del impulso totalizador que caracterizaría a esta novela, proponemos leer Vivir afuera -sobre los noventa- como la ficción que marca el punto culminante del recorrido de transformaciones urbanas que la obra de Fogwill traza junto con En otro orden de cosas -sobre los setenta y comienzos de los ochenta- y Nuestro modo de vida -sobre los ochenta. La decisión de analizarla como el eslabón final de una cadena se debe no solo a que el presente de la acción novelesca sea 1996 -en tanto la acción de las otras dos novelas tenía lugar en los setenta y ochenta, por lo que Vivir afuera podría ser pensada como su novela más “contemporánea”- sino fundamentalmente porque alude a fenómenos histórico-políticos, entre los que se incluyen las transformaciones urbanas, cuyo desarrollo se consuma -en el sentido de que cobra su figura definitiva- en esta novela. Alterando la cronología de la publicación de las obras, proponemos ubicar a Vivir afuera en el cierre de ese recorrido textual.
La novela narra el cruce de un territorio a otro: de Florencio Varela al shopping Alto Palermo, de un puesto caminero en la noche oscura de zona Sur a las luces de los bares caros de avenida Libertador. La de Vivir afuera es la ciudad que, en cierto sentido, ha ido al encuentro de su destino latinoamericano: si Buenos Aires se pensó a sí misma en relación con una discursividad que la emparentaba a Europa y, en consecuencia, su desarrollo urbano tomó prestadas características propias del modelo adoptado -como la inclusión social y la homogeneización, dos rasgos que definieron un perfil duradero para la ciudad-, sobre el último cuarto del siglo XX la capital argentina comenzó a revelarse cada vez más próxima a la modalidad de “ciudades superpuestas” que constituyó la matriz de urbanización en el resto de América Latina.5
De manera congruente, la Buenos Aires de Vivir afuera también va al encuentro de su destino -podríamos decir- metropolitano. Porque si el “sistema dual” (Gorelik 2016) sobre el que se constituyó la entidad cultural llamada Buenos Aires se dividía en dos polos representados, de un lado, por el centro y, del otro, por la villa miseria, lo que oculta ese sistema es la inmensa periferia que se conformó por fuera de los bordes de la avenida General Paz, desde que esta fue fijada como límite jurisdiccional de la capital. Este tipo de distribución física de la desigualdad es una de las marcas de la ciudad en la época de la globalización.6 Si la ciudad de los negocios privatiza el espacio público, generando islas de modernización, y, simultáneamente, se desinteresa de las políticas expansivas, provocando que vastos sectores de la sociedad sean arrojados a un proceso de pauperización creciente, entonces los recorridos urbanos que narra Vivir afuera ponen al descubierto esa naturaleza dual.
La novela explora el punto donde se reúnen los brillos de Palermo y las tinieblas de zona Sur, ya que estos dos ámbitos son el anverso y el reverso de una misma hoja de papel, o, para decirlo con Gilles Deleuze, los dos lados de un pliegue: “La «duplicidad» del pliegue se reproduce necesariamente en los dos lados que él distingue, pero que al distinguirlos los relaciona entre sí: escisión en la que cada término relanza el otro, tensión en la que cada pliegue está tensado en el otro” (1989: 45). Una de las formas del pliegue barroco es la técnica pictórica del claroscuro, que se funda en la inseparabilidad de lo claro y lo oscuro.7 El claroscuro conlleva la desaparición de los contornos, aunque no la indiferenciación de los dos lados del pliegue.8
Precisamente, simultaneidad narrativa y conjunción espacial constituyen, para Gabriel Giorgi, dos elementos destacables de Vivir afuera. Según el crítico, la novela formula una apuesta singular desde el momento en que, en un contexto que se caracterizaría por su condición posnacional, diaspórica y globalizadora, “afirma la posibilidad de algo así como un topos, una territorialidad, y una localización en la que efectivamente se cruzan personajes ‘flotantes’ o ‘sueltos’ en el mapa de lo social; un espacio o un perímetro que conjuga las trayectorias heterogéneas, singulares, de personajes muy diversos” (Giorgi 2009: 21).9 La novela se constituye como un relato simultáneo en el que seis personajes comparten no solamente un lapso temporal de once horas sino también trayectorias espaciales que se van entrelazando. Giorgi sostiene que el agente que permite hilvanar las distintas historias es el personaje de Mariana, la portadora del virus del SIDA - “la pudrición total”. En ese sentido, su interpretación está en línea con la que realiza Judith Filc, para quien Mariana “constituye el elemento de articulación entre las vidas de los tres hombres” (2003: 192), ya que es la única de las tres protagonistas femeninas que se vincula con el Pichi, Wolff y Saúl. Para Carolina Grenoville (2014), que también analiza los desplazamientos de los personajes por la superficie de una ciudad que ha perdido sus contornos, los personajes se definen tanto por su extracción social como por su procedencia geográfica. Desde la perspectiva de la autora, los dos agentes que conectan los diversos espacios a partir de sus recorridos son Wolff y Mariana, debido a que son los que atraviesan la frontera entre la capital y el conurbano. Pero esta función textual que permite enhebrar las trayectorias de los demás personajes también tiene, según Grenoville, una razón semántica: “Son también los personajes actuales por antonomasia, sujetos esculpidos por los atributos emblemáticos de la época: la razón cínica y el afán por el consumo. El viajero y el consumidor, entonces, convergen en estos dos personajes para delinear el nuevo mapa cultural” (2014: 77-78).
Tomemos, en primer lugar, el motivo del viaje, puntualmente el desplazamiento desde los márgenes hacia el centro. El conurbano está asociado, desde el comienzo de la novela, con el submundo de la delincuencia, los negocios espurios, la corrupción de las fuerzas de seguridad, el narcotráfico. El hecho de que las primeras escenas de Vivir afuera transcurran durante la madrugada le añade un componente sombrío a lo que ya de por sí tiene lugar en el vasto espacio de los suburbios: la periferia de Buenos Aires se afirma en su condición de “territorio fronterizo” (Filc 2003), una terraincognita cuya complexión porosa remite no solamente a cuestiones físicas sino también simbólicas. En la novela, la dimensión referencial es inescindible de la simbólica: con decir “Avenida del Libertador” o “Florencio Varela” se alude a lugares concretos, existentes, y a la vez a una urdimbre de sentidos que es colectiva y social. De ese modo, la ciudad es también el conjunto de relatos con los que se la nombra, como se verifica en lo que dice Mariana: “yo soy una chica humilde de Florencio Varela, del lado bueno del ferrocarril, pero igual, de Varela: el fango” (Fogwill 2012 [1998]: 348).
Aquí se produce un diálogo intertextual con la canción popular del arrabal que, a su vez, entra en conversación intratextual con la poesía del personaje que es portador de VIH. La resonancia del tango “Flor de fango”, que cuenta la historia de una mujer entregada desde su juventud a la “mala vida”, conecta este fragmento con un imaginario del arrabal también presente en el texto escrito por Fox, el poeta seropositivo, quien se autofigura por medio de esta imagen: “yo un libro roto, recogido del fango de una vereda rota del barrio de Almagro” (Fogwill 2012 [1998]: 288).10 En el escrito de Fox, Almagro es barrio de fango y barrio de tango, costureras y pensiones. Se configura la marginalidad a través del diálogo con los márgenes barrosos de la literatura y con una retórica que está por fuera de toda intención de romantizar lo periférico. Sin ir más lejos, cuando Susi fantasea con pasar una temporada en Mar del Plata, contrapone el aroma de mar y sábanas limpias con los olores de Varela: “¿No te das cuenta cuando vas para Buenos Aires o cuando andás por San Isidro que el olor es distinto?” (Fogwill 2012 [1998]: 163).11
Desde otro lado, se puede evaluar la figuración de los márgenes también en relación con la alta literatura. Además del tango, el barro de la zona metropolitana vincula Vivir afuera con la imaginería borgeana del Sur. En cierta medida, Fogwill hizo del trabajo intertextual con la obra de Borges una de las marcas de su escritura.12 Si en “Help a él”, como señala Max Gurian, “el pudor borgeano se transforma en pornografía -índice de despersonalización-; el anagrama en fluctuación sexual; lo visual se hace táctil” (2007: s/p),13 un mecanismo semejante es identificable en Vivir afuera, pero esta vez en relación con otros textos del corpus borgeano. La zona sur por la que circulan los personajes de la novela de Fogwill es también un territorio mitológico que Borges construyó minuciosamente desde su primer poemario hasta Los conjurados, pasando por el cuento “El Sur”, que constituye la condensación de los múltiples sentidos que adquiere en su obra el espacio de las orillas. Las “orillas” borgeanas son un territorio construido e inventado por la mirada del escritor. Se puede afirmar, ciertamente, que el sur es para Borges “algo más que un punto geográfico” (Pellicer 2004: 210).14 Entonces, si “Help a él” literalizaba y llevada al paroxismo aquello que en el texto de Borges quedaba apenas sugerido,15Vivir afuera toma la barbarie mitológica del sur, es decir, el sur mítico de los cuchilleros y del culto al coraje, y lo convierte en el sur del delito organizado, las mafias policiales, la proliferación de delatores y la pobreza material.
Luego de hacer un pacto con la policía para convertirse en informante -le piden que brinde precisiones sobre las actividades del Pichi-, Mariana se sube al colectivo en Florencio Varela y viaja hasta Constitución. En el camino, el chofer del ómnibus le cuenta historias sobre los asaltos en la autopista Buenos Aires-La Plata: “desde los puentes elevados tiraban bulones para romper el parabrisas de los ómnibus y cuando el chofer se detenía para sacar las astillas y pedir auxilio a bocinazos le entraban por el parabrisas y se robaban todo” (Fogwill 2012 [1998]: 75). A medida que avanza en su relato, la violencia de los hechos referidos crece:
después contó que ponían alambres de púa disimulados entre ramas, en las zonas de los pozos, y que cuando el ómnibus pinchaba una goma lo rodeaban, lo prendían fuego y a los pasajeros, a medida que iban saliendo, los desnudaban en la banquina y les robaban hasta la ropa. A veces violaban a las mujeres. (Fogwill 2012 [1998]: 76)
Estas palabras, en boca del chofer de colectivo, dan cuenta de una determinada ideología acerca la periferia urbana. Las imágenes seleccionadas por el relato (bulones que rompen parabrisas, alambres de púa, incendios de colectivos, robos y violaciones) hablan de un arrabal delictivo, brutal y oscuro, en el que la propia oscuridad constituye un elemento necesario para la perpetuación de la criminalidad. Reparemos también en que poco antes, desde el Peugeot 505 en el que Wolff y los demás exalumnos del Liceo regresan a la capital, la percepción del peligro que se tiene en las inmediaciones de la autopista es la misma y la imagen de los suburbios no resulta menos amenazante: “Esas casuchas están un poco iluminadas por el reflejo de las luces de la ciudad contra las nubes bajas y otro poco por lo que debo recordar de esta zona” (Fogwill 2012 [1998]: 37). Un helicóptero sobrevuela la zona para supervisar los trabajos de erradicación de villas; más adelante, otro operativo está llevándose a cabo a la luz de los reflectores, esta vez no provenientes de un helicóptero sino de los asistentes de cámara de un canal de televisión. El texto de la novela sigue aquí el fluir de consciencia de Wolff en el preciso momento en que está pensando en la continuidad de ciertos procesos, o lo que podríamos denominar la sobrevida del Proceso:
Trataba de recordar y en su memoria se confundían distintas imágenes nocturnas e invernales: el año sesenta y ocho, el año setenta y tres, el setenta y siete, el ochenta y cinco: siempre hubo épocas disponibles para situar estas apariencias de patetismo nocturno e invernal. Razonablemente podía calcular que nunca había asistido a escenas como éstas: latinoamericanizadas, televisadas, supervisadas desde el cielo. Pero sentía que sí, que ya lo había visto y que quizás estuviese escrito en alguna parte y que podría encontrarlo si valiera la pena revisar sus papeles (Fogwill 2012 [1998]: 55).
Esta memoria hecha de un tiempo discontinuo señala un fondo de horror común a diferentes épocas que, por incluir escenas similares, se confunden en el recuerdo del personaje. La escena completa se sostiene sobre el manejo de las tonalidades, que prepara la atmósfera para la reflexión de Wolff. En efecto, el texto muestra plásticamente el juego de luces y sombras que se produce durante el operativo de erradicación en las villas que ya mencionamos. Por la iluminación del reflector, los árboles de pronto recobran su verdor en plena madrugada, “convirtiéndose en imágenes diurnas”, al tiempo que la ciudad vira a los colores blancos y grises. Precisamente, el claroscuro de estas escenas latinoamericanizadas, televisadas desde una perspectiva cenital, arroja un haz de luz sobre el tipo de ciudad que Vivir afuera construye, al igual que esta otra imagen que se compone en la mente del personaje: “Se asombraba por la cantidad de autos que corrían a esa hora por la avenida Libertador. Pensaba: tengo un agujero de veinte años en la memoria, lleno de imágenes de autos que corren sobre la avenida Libertador mojada” (Fogwill 2012 [1998]: 64-65). Se trata, en definitiva, de una ciudad en la que convergen, de un lado, la sensualidad estética que emana de los faroles de los autos cuando refulgen sobre la avenida y, del otro, la violencia estridente de los reflectores que se proyectan sobre lo que se prefiere ocultar o, llegado el caso, erradicar.
Los trayectos de Wolff y Mariana diseñan dos modos de ligar el centro con la periferia y representan, asimismo, dos maneras de entrar a Buenos Aires. Por caso, Mariana dice ser oriunda de Retiro, barrio en el que vivió hasta que su familia decidió mudarse a Florencio Varela. Allí, vive con una amiga, “pero frente a la ruta de modo que viviendo con la amiga y enfrente mismo de la ruta tenía la sensación de estar más cerca de todo” (Fogwill 2012 [1998]: 99). Sin embargo, estos personajes actúan como agentes que enlazan los territorios no solamente por sus desplazamientos físicos sino también porque actúan a modo de traductores culturales.De hecho, la exterioridad no puede ser interpelada si no es a través del lenguaje, tal como lo formula Fermín Rodríguez:“Porque además de un espacio social y político, el afuera es un espacio verbal y narrativo que, bajo la forma del discurso indirecto libre, saca la lengua de los personajes del campo de la enunciación personal para darla vuelta como un guante” (2016: 35). La novela postula la existencia de dos códigos diferentes que requieren de un ejercicio de traducción: una lengua de la provincia, otra de la capital. Llevada por la conversación acerca de libros -Wolff le habla de Emilio Milia, que escribe libros “más o menos”, “cualunques”-,16 Mariana le confiesa que está por comprarse American Psycho y luego le cuenta que tiene un amigo escritor, un tal Zunino, que en verdad trabaja de “zorro gris”. Wolff desconoce el sentido de la expresión, por lo que ella debe actuar de traductora: “Claro. En la Capital no existen. Pero en provincia los zorros son inspectores de tránsito que vigilan los estacionamientos y los escapes” (Fogwill 2012 [1998]: 136). A continuación, pasan a hablar de la pareja que está sentada en una mesa cercana del bar; Wolff opina que están drogados, por eso cuando Mariana inquiere acerca de si es ácido, él responde que le parece “pasta”: “Hablás como un pendejo… En provincia ya nadie más les dice ‘pasta’ a las pastillas… Les dicen ‘Pepes’. ¡Vos hablás como un pendejo de Capital…!” (Fogwill 2012 [1998]: 138).
Una atención similar por el uso de la lengua se manifiesta en Saúl pero como reflejo de un cierto malestar. Le irrita que su mujer diga “negocio” en lugar de “local” o “shopping”, sobre todo porque el negocio de ropa Guess en el que ella trabaja ocupa, precisamente, un local en el shopping. Pero además le perturba la pronunciación que Diana le imprime a la ce de “negocio” porque sigue la moda de un estrato social alto al que pertenecen, en palabras de Saúl, “chicas frívolas adineradas” (Fogwill 2012 [1998]: 93) que ya constituyen un estereotipo representado en las telenovelas del momento.
Cuando la pareja está en camino hacia el hospital Fernández, aparece por primera vez la imagen -en este caso, distante- del shopping:17
Desde esa esquina, a unos quinientos metros, se divisaba parte del frente del shopping. Los decoradores lo habían cubierto de una malla de cables con pequeñas lucecitas halógenas que daban un efecto de tul, mezcla de envoltorio de fantasía de regalos de Navidad y de lámpara kitsch de mesa de noche de dormitorio de clase media. (…) La forma del shopping, por la decoración y su contraste con la niebla que envolvía los últimos pisos de las torres de departamentos, se destacaba exponiendo mejor que nunca su carácter monstruoso. (Fogwill 2012 [1998]: 237-238; las cursivas son nuestras)
El edificio se revela monstruoso para la mirada de Saúl, que siente que la mole del centro de compras ha sido erigida en su contra. ¿Cómo se explica ese sentimiento perturbador? Poco antes Diana le ha comunicado que sus amigos opinan de él que piensa “como un tipo de los años sesenta” (Fogwill 2012 [1998]: 231). La mirada de Saúl, podríamos decir, está educada en otra época y conserva de aquel momento una determinada concepción del espacio público contra la cual el shopping atenta. De ahí que su mera existencia constituya una amenaza -si bien se trata de una amenaza de índole abstracta- para el médico infectólogo. En relación con esta visión del edificio monstruoso, los textos críticos sobre Vivir afuera -en particular, Grenoville (2014) y Rodríguez (2016)- han destacado la escena hacia el final del texto en que los cuatro personajes van al shopping; en efecto, es sintomático que, en cuanto destino final, la peripecia de Wolff, Saúl, Mariana y Cecilia culmine dentro del edificio emblema de la ciudad de los negocios, adonde presumiblemente irán a “reventarse la guita” (Fogwill 2012 [1998]: 390).
La incursión de los cuatro personajes en el shopping tiene la peculiaridad de ser narrada desde el punto de vista de los empleados a cargo de la vigilancia, que mediante las cámaras de seguridad pueden seguir los movimientos de la clientela en la pantalla de control.18 Esta perspectiva brinda, por ejemplo, informaciones sobre la apariencia física de los personajes que hasta ese momento eran desconocidas; pero lo relevante es que el dispositivo de la novela se presente, desde el momento en que entran al centro comercial, como si fuera una cámara de vigilancia. Se puede conjeturar que no hay mejor manera de narrar un paseo de compras por el Alto Palermo que asumiendo el punto de vista de los sistemas de vigilancia. Aun así, ¿qué expresan acerca de la ciudad estos ambientes hipercontrolados? Sarlo (2009) sostiene que hay una conexión íntima entre shopping y miedo de la ciudad que se puede hacer extensiva al fenómeno de los countries -el tipo de desarrollo inmobiliario en el que tienen su casa los protagonistas de Nuestro modo de vida. El éxodo de ciertos sectores de la población hacia barrios cerrados en la periferia que garantizan la posibilidad de una vida bajo control, simulacros de aldeas de las que el peligro ha sido desterrado, también tienen que ver con el temor a la ciudad.19 Entre los elementos en común que existen entre el barrio cerrado y el shopping sin duda hay que destacar los sistemas de vigilancia, que brindan una sensación de cuidado sin la cual esos espacios no serían pensables.
Pero el punto de vista narrativo en ese pasaje final de Vivir afuera no acentúa únicamente el factor de control y vigilancia implícito en la dinámica de circulación por el interior de un shopping, sino que además exhibe una comprensión económica del fenómeno, en correspondencia con la visión materialista de lo real que caracteriza la estética de Fogwill. Cuando uno de los vigilantes toma la palabra, dice que el funcionamiento del centro comercial depende del “flujo”, ya sea de personas, ya de operaciones comerciales:
Lo más estable es el flujo: flujo bruto de gente y flujo neto de operaciones, corren siempre parejo y si ves algo raro es porque es miércoles y cuesta menos la entrada. Aumenta el flujo y de siete de la tarde a once de la noche se hace todo flujo neto porque, claro, si entraron a la hora del cine, todos terminan pagando aunque sea el valor de la entrada. Si querés una imagen más gráfica, pedí que te lleven a conocer la consola. (Fogwill 2012 [1998]: 381-382)
El mecanismo entero se sostiene sobre un oxímoron: la estabilidad del flujo. Con esta escena final pareciera que la novela se cierra con una nota que recuerda la sentencia de SzeTsungLeong sobre la cultura contemporánea: “Al final, nos quedará poca cosa más que hacer que ir de compras” (cit. en Jameson 104).
Si Olivier Mongin (2006) identifica como el aspecto central de la urbanización moderna -y que la contemporaneidad no hace más que intensificar- el predominio de los “flujos” sobre los “lugares”, podríamos afirmar que En otro orden de cosas es la novela en la que Fogwill expresa su visión materialista de los proyectos de renovación urbana que se implementaron en los setenta, centrados en el trazado de autopistas urbanas, y que prometían que la nueva experiencia de la ciudad iba a ser provechosa para la población en su conjunto. Se trata de las autopistas que en Vivir afuera no pueden estar sino asociadas a la percepción del peligro, de modo que el arco temporal cubierto por las novelas de Fogwill señala que la utopía modernizadora de la planificación tecnocrática no solamente actuaba sobre una omisión -la demolición de lo antiguo, la erradicación de los obstáculos, la presencia invariable de los barrios pobres al costado de las autopistas nuevas- sino que, en la práctica, acabó por acentuar la segregación.
Juan José Guerra es Profesor y Licenciado en Letras por la Universidad Nacional del Sur (UNS). Es becario doctoral del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) y doctorando en Letras por la UNS, donde además se desempeña como Jefe de Trabajos Prácticos de la asignatura “Teoría y Crítica Literaria I”.