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CELEHIS (Mar del Plata)

versión On-line ISSN 2313-9463

CELEHIS  no.46 Mar del Plata dic. 2023

 

MISCELÁNEA

Los comienzos de la infección. Escritura y enfermedad en Cerbero son las sombras de Juan José Millás

The beginnings of the infection. Writing and illness in Cerbero son las sombras of Juan José Millás

Sofía Macarena Dolzani1 

1 Instituto de Humanidades y Ciencias Sociales del Litoral - CONICET

RESUMEN

El trabajo se propone abordar el lugar de la enfermedad en Cerbero son las sombras, la primera novela de Juan José Millás. La misma despliega sentidos que permiten un tratamiento de la violencia con la que el régimen franquista se inscribe en los cuerpos en términos de una fisurainfectada e infecciosa. Esa zona de infección funciona, asimismo, como espacio donde se gestan movimientos narrativos que dan lugar a los comienzos de la obra de este autor. En este sentido, nuestra hipótesis sostiene que en la primera novela de Millás la enfermedad configura el inicio de una concepción de escritura en clave de infección. La misma se territorializa en una fisura que se expande sobre los cuerpos y la lengua, señalando un lugar de enunciación donde se inscriben mecanismos de poder y resistencia. De tal forma, lejos de suturar las heridas, Millás hace de la infección el motor de su escritura y la búsqueda por liberar, desde la creación literaria, la violencia vuelta carne.

PALABRAS CLAVES: Enfermedad; infección; escritura; Millás; franquismo

ABSTRACT

This work analyzes the place of the disease in Cerbero son las sombras, the first Juan José Millás’ novel. The disease discourse makes it possible to signify the violence of the Franco dictatorship in the infection of the bodies. Also, the infection operates as a space where narrative movements are gestated and the beginnings of this author's writing have a place. In this sense, our hypothesis holds that in Millás' first novel the disease configures the beginning of an infectious writing. The infection is located in a fissure that expands over the bodies and the language, and indicates a place of enunciation where mechanisms of power and resistance are inscribed. In this way, far from suturing the sores, Millás makes infection the impulse of his writing and the search to liberate, from literary creation, violence turned flesh.

KEYWORDS: Disease; infection; writing; Millás; Francoism

“Escribir o hablar no es transmitir información, sino contaminar.

La escritura es siempre infección.”

Paul B. Preciado

La escritura, explica Paul Preciado en su último libro, no es únicamente una herramienta artificial destinada a comunicar, sino que sigue los movimientos orgánicos de nuestros cuerpos; una especie de teclado bioquímico impulsado por una fuerza febril (Preciado: 71). En sintonía con este lenguaje patológico, Millás escribe en La vida a ratos que sus novelas “tienen fiebre […] un rasgo estilístico que no todos los lectores advierten” (2019: 45). Con dicha afirmación nos invita a reflexionar sobre un aspecto recurrente en su literatura, pero no por ello suficientemente explorado: el espacio en que la inscripción de la enfermedad adquiere en la escritura rasgos propios. Siguiendo estos indicios, nos proponemos aquí comenzar a desentrañar qué sentidos reúne eso que se advierte como síntoma de y en la escritura, ese motor que impulsa la maquinaria narrativa millaseana y que aparece tempranamente en Cerbero son las sombras, su primera novela. En otras palabras, la inscripción de la enfermedad en tanto zona problemática convoca, en la literatura de Millás, las siguientes preguntas: ¿De dónde proviene esa fiebre que se enuncia años después pero que ya está presente en Cerberos son las sombras? ¿Qué significa que la enfermedad funciona como rasgo estilístico? ¿De qué manera esto se manifiesta en ese salto discursivo que abre la primera publicación? ¿Cómo comienza a entramarse allí una concepción de escritura?

En el libro Érase una vez. Relatos del comienzo, Premat sostiene que “el comienzo puede ser el primer libro publicado, el primer cuento, el primer poema, el texto que singulariza una palabra literaria identificable” (148). Nos interesa, entonces, esa lengua que inaugura Cerbero son las sombras, el comienzo que viene a distinguir y particularizar el devenir de la escritura de este autor. De acuerdo con el estudio realizado por Germán Prósperi en Juan José Millás. Escenas de metaficción, “si nos posicionamos en el sintagma ‹‹primera novela››, estamos tentados de ver allí el germen de una escritura, una especie de suma introductoria donde ya está toda la obra” (111). Este rasgo inaugural que Prósperi reconoce en Cerbero son las sombras como condensación de lo que se desplegará en el resto de los textos millaseanos resulta pertinente porque permite divisar, en sintonía con lo planteado por Premat, la impronta de un estilo, las obsesiones semánticas, las insistencias léxicas y formales que hacen a la obra de Millás y que entraman un modo de posicionarse en y frente a la escritura.

Este lenguaje que insiste sobre la fiebre como rasgo temático y formal da a leer una zona sobre la que nuestro trabajo buscará indagar: la de los movimientos que originan la fiebre; el lugar donde la infección se configura como territorio corporal y escriturario. En un proceso dialéctico que va de la infección a la escritura y de la escritura a la infección, Millás trabaja en la construcción de una lengua literaria a partir de la cual configura las claves de una poética, el espacio desde el que se desencadenan los procesos narrativos que hacen a su literatura. Y es esta singularidad constitutiva del universo narrativo millaseano la que encontramos ya presente en su primera novela.

Ahora bien, la aparición de Cerbero son las sombras en 1975 no resulta menor. Tras cuatro décadas de dictadura, la muerte de Francisco Franco en dicho año y el previo asesinato del almirante Luis Carrero Blanco en 1973 señalan, siguiendo a Teresa Vilarós, el fin del régimen franquista y el inicio del período transicional hacia la democracia española (1998: 37). En este contexto, los discursos en torno a la enfermedad adquieren un énfasis particular porque signan, en un doble gesto, los cuerpos que la dictadura buscó corregir y erradicar, y, también, el lugar de una herida que se abre en el cuerpo de la sociedad española tras la muerte de Franco, donde lo reprimido del pasado traumático retorna en el devenir transicional: “ante la realidad absoluta de la muerte de este ‘padre’ simultánea y divididamente amado y odiado con pasión durante lo que ahora, de pronto, ya no es eternidad, el país revienta, como pústula infectada, en explosión encontrada de alegría y duelo” (1998: 54).1 La metáfora de la infección con la que Vilarós enuncia este momento clave de la historia política y cultural de la España contemporánea adquiere suma importancia, porque conduce a interrogarse por los modos en que la discursivización de la enfermedad en una novela como la de Millás inscribe un horizonte biopolítico. Ese lugar en el que la enfermedad en la literatura, de acuerdo con Daniel Link, “se deja leer como cultura y, en última instancia, como objeto de una política” (248).

Por los motivos indicados, pensar los sentidos con que la enfermedad se inscribe en Cerbero son las sombras implica atender a dos variables que operan de modo articulado. Por un lado, una dimensión literaria y metapoética de la lengua millaseana, donde la enfermedad se vincula con la creación y posibilita la emergencia de un concepto de escritura que comienza a gestarse en la primera novela. El despliegue de esta variante de sentidos es lo que aquí denominamos decir literario de la enfermedad. Por otro lado, estudiar la inscripción de la enfermedad supone profundizar en los modos en que en dicha lengua se imprimen los signos de un decir (bio)político: allí donde la enfermedad se revela como infección y permite leer la somatización de la violencia franquista encarnada en las formas biopolíticas de conducción los cuerpos. Es desde la articulación de esta doble valencia, (meta)poética y (bio)política, que el lugar de la enfermedad requiere ser estudiado en un texto como Cerbero son las sombras. Desde allí se formula la siguiente hipótesis: en la primera novela de Millás la enfermedad configura el inicio de una concepción de escritura en clave de infección. La misma se territorializa en una fisura que se expande sobre los cuerpos y la lengua, señalando un lugar de enunciación donde se inscriben mecanismos de poder y resistencia. En este sentido, la infección funciona no solo como aquello que vuelve visible la herida abierta en el cuerpo del régimen, sino también, como un espacio de bio-resistencia que, lejos posibilitar la sutura, hace de la infección el motor de la escritura y la búsqueda por liberar, desde la creación literaria, la violencia vuelta carne. De manera tal que escribir será, para Millás, trabajar sobre esa fisura y hacer de la infección un lugar de enunciación que denuncie la violencia de eso que permanece en el cuerpo y atraviesa la lengua.

El decir de la enfermedad y la fisura transicional

Como se expuso anteriormente, estudiar la enfermedad en la escritura de Millás requiere atender a su carácter doble: la articulación entre un decir literario, metapoético, por un lado; y los sentidos biopolíticos que la discursivización de la enfermedad despliega, por otro.Este carácter doble permite, asimismo, reconstruir y sistematizar -aquí resumidamente-2 el enfoque desde el que pretendemos pensar el problema.

Con decir literario de la enfermedad entendemos las derivas con las que la discursivización de la enfermedad aparece en la literatura vinculada a aquello que sirve al proceso creador. Un tópico que ha tenido lugar desde la locura de DonQuijote, pasando por las figuras románticas de las novelas de Thomas Mann, hasta su problematización en los escritos de Virginia Woolf y su clásico ensayo De la enfermedad. El lugar en el que se articulan las relaciones entre lo patológico y los procesos creativos ha sido estudiado, a partir de ciertas obras y autores claves de la literatura europea del siglo XIX y XX, por Susan Sontag en La enfermedad y sus metáforas, por Jochen Hörish en “Las épocas y sus enfermedades. El saber patognóstico de la literatura” y por Utrera Torremocha en Poéticas de la enfermedad en la literatura moderna, por citar algunos casos. Estos escritos coinciden en que la relación entre enfermedad y creación adquiere mayor énfasis sobre todo en aquellas producciones de la literatura moderna vinculadas a una vertiente romántica, en las que la imagen del artista parte de un sujeto caracterizado por una sensibilidad extrema, capaz de percibir los excesos y el caos del mundo, y dejarse afectar en el orden corporal (Sontag: 36-37; Hörish: 51; Utrera Torremocha: 19). Bajo esta lupa, la enfermedad otorga al sujeto que la vivencia un rasgo que lo singulariza (Woolf: 36), que lo individualiza, en tanto lo patológico involucra un proceso de extrañamiento que permite al enfermo adquirir “una visión más aguda de la realidad” (Utrera Torremocha: 35). Es en esa diferencia del cuerpo enfermo donde se inscribe, asimismo, la puesta en tensión de un orden social dominante, la materia corporal vuelta territorio estético en la que se escenifica la desestabilización de un sistema de valores morales y una idea de sujeto.

Ahora bien, así como la enfermedad puede devenir un terreno de exploración estética en tanto dispone otro tipo de sensibilidad en la relación que el sujeto traza con lo que lo rodea, se produce también, en ese proceso de singularización, la marcación de la diferencia: “con la enfermedad dejamos de ser soldados del ejército de los erguidos, nos convertimos en desertores” (36) escribe Virginia Woolf. Y es en esa individualización y enunciación de la diferencia donde se expresan los sentidos (bio)políticos de los discursos en torno al cuerpo enfermo, en tanto la inscripción de la enfermedad impulsa la construcción de metáforas que operan en la segregación y jerarquización del valor de las vidas. Es el despliegue de estos sentidos excluyentes en torno al evento patológico lo que aquí denominamos decir (bio)político de la enfermedad.

La potencia metafórica con la que el discurso de la enfermedad demarca y jerarquiza los cuerpos no resulta un aspecto novedoso. Susan Sontag (1977) trabaja desde la lectura de textos literarios y filosóficos las formas en que las retóricas de la enfermedad permiten la creación de metáforas que, al mismo tiempo que individualizan el cuerpo del enfermo, identifican en él una problemática social. Eso que Foucault había estudiado tempranamente en Enfermedad mental y psicología con la figura del loco; en Los anormales con la del monstruo, el perverso y el individuo a corregir, en Vigilar y castigar con los modelos de la lepra y la peste3. Al respecto, explica Sontag, “la imaginería patológica sirve para expresar una preocupación por el orden social” (73), “la enfermedad se convierte en el enemigo contra el que la sociedad entera ha de alzarse en pie de guerra” (68).

El lenguaje con el que se nombra el fenómeno patológico ilumina una serie de decisiones que atañen al poder biopolítico: la demarcación de las vidas saludables, útiles, productivas para las poblaciones, frente a aquellas que representan un peligro social y, por lo tanto, requieren ser corregidas o eliminadas. Ese punto en el que los discursos en torno a la enfermedad se convierten en el foco que aúna múltiples violencias. Así lo destacan, también, Javier Guerrero y Nathalie Bouzauglo cuando afirman que “la enfermedad siempre ha sido metáfora del castigo y del mal” (12) en la literatura hispánica, ya sea que se plasme a escala individual o colectiva. De esta manera, las metáforas en torno a la enfermedad construyen la singularidad de una forma de vida que no se ajusta a las normas de una sociedad sino que se define, justamente, en ese carácter diferencial que resulta, para el poder dominante, una zona de amenaza.

En los estudios culturales realizados por Germán Labrador Méndez (2017), Teresa Vilarós (1998; 2005) y Cristinas Moreiras Menor (2002) sobre el período transicional español, el discurso de la enfermedad toma fuerza singular. El lenguaje patológico es utilizado tanto por Vilarós como por Moreiras Menor para referir a aquello del régimen franquista que perdura en el cuerpo como síndrome y síntoma, y que viene a tensionar el clima festivo que se experimenta tras la muerte de Franco, dado que la dictadura queda “in-corporada” en el cuerpo biopolítico que el régimen ha creado (Labrador Méndez: 45). Esta forma de leer los mecanismos del poder dictatorial es trabajada por estas autoras en términos de una herida, una fisurainfecta, que se revela abierta entrado el período transicional. Al respecto, explica Vilarós:

El fin del franquismo produce en el fino tejido de la psicología nacional un peculiar desgarro, una grieta irreparable en la frágil e inestable construcción sociopolítica elaborada a lo largo de la dictadura […]. Desgarro psíquico y político difícil de entender, quizá nos ayude a conceptualizar el periodo de la transición política española si lo representamos como fisura sin fondo, boca y agujero negro que tal como vomita sus entrañas en los primeros momentos del fin de la dictadura pasa muy pronto a invertir la dirección del flujo de desecho. De la expulsión a la aspiración, del vómito a la succión, la transición española se instala en el cuerpo español, en nuestro cuerpo, como quiste canceroso e invasivo (1998: 51)

Vilarós sostiene que la muerte de Franco y el inicio de la Transición producen un “quiebre en la sintaxis histórica” (1998: 57), una fisura que abre un tiempo/espacio colgado entre una política nacional monárquica, moderna y conservadora, y la búsqueda por sumar a España a la globalización de las naciones posmodernas europeas. Esta hendidura que se abre en el cuerpo de la población española y que produce la disputa por la memoria del pasado se materializa en tensión narrativa. La pregunta por cómo decir el franquismo desde la transición configura un relato que, en la medida en que hilvana una memoria cuya pretensión es olvidar el pasado traumático, deja entrever la fisura que persiste, el desgarro donde se devela que el afán reparador de la nueva democracia resulta insuficiente: “Si cosemos ávidamente es porque hay un agujero que tapar” (1998: 170).

En esta misma línea, Cristina Moreiras Menor (2002) se interroga respecto de las formas narrativas que adoptan el cine y la literatura en la década que sigue a la muerte de Franco. Moreiras Menor sostiene, al igual que Vilarós, que el pasaje del franquismo a la transición conserva una herida abierta cuyo correlato cultural es el de una subjetividad en crisis que necesita rearmarse sobre las ruinas que el régimen ha dejado (Moreiras Menor: 17). Como si el tiempo/espacio colgado que se abre en el pasaje de la dictadura a la democracia retuviera consigo algo de la experiencia del sujeto, inenarrable en los relatos oficiales. De allí el lugar central que la autora otorga a los discursos artísticos de la literatura y el cine como espacios que visibilizan formas de tramar otros decires frente al pasado reciente. Se trata de textos que se escriben en tensión con esa herida originaria y actualizan afectos en los que se diferencian la violencia, el trauma y el espectáculo como síntesis de posiciones narrativas. De manera que, frente a un discurso hegemónico que promueve una política cultural cifrada en el “olvido activo de un pasado que pesa con tanta fuerza que decide someterse a borradura” (21), estas otras narrativas visibilizan la falla de esos procesos de desmemoria promovidos por los espacios oficiales, el punto donde la herida se revela “fisura sin suturar” (29).

Esta fisura de la que hablan tanto Vilarós (1998) como Moreiras Menor (2002) alude a esa brecha donde la violencia del régimen se dice en tanto marca que dura en los cuerpos y la lengua; el punto en el que las políticas de consenso y de olvido, así como la apuesta celebratoria del período transicional, se revelan insuficientes.

De acuerdo con lo expuesto, las preguntas que se abren pasan por la narración de esa zona que resiste desde otra posición enunciativa y que aspira a hacer de la fisura el espacio narrativo desde el cual pensar la experiencia transicional y denunciar la violencia inscripta en los cuerpos. ¿De qué manera dicha fisura se deja leer en un texto como Cerbero son las sombras y prefigura una lengua que permite resignificar la herida, haciendo de ella el espacio donde comienza a fraguarse una idea de escritura? Si “la literatura como productora de metáforas tiene la capacidad de inventar, reforzar, investir, resistir, desconectar o reconectar las metáforas que otras instituciones y hasta la propia literatura instalan” (Guerrero y Bouzaglo: 25), ¿cuál es el lugar desde el que esta novela de Millás trabaja sobre lo patológico y hace de la enfermedad el territorio escriturario donde es posible transformar la infección en la fuerza de la ficción?

Escribir la infección

Cerbero son las sombras narra la carta que un niño entrando a la adolescencia escribe a su padre tras huir de la casa madrileña donde la familia se escondía temporalmente. La forma de la epístola, en cuyo eco reconocemos el gesto kafkiano de la Carta al padre, permite al narrador anónimo relatar lo experimentado durante el breve período que lleva a la familia a trasladarse de Valencia a Madrid. El estado de peligro al que la misma se encuentra sometida revela el clima de opresión que se vivencia en los últimos años del franquismo y las formas en que este conduce el cuerpo familiar, provocando un resquebrajamiento en los vínculos afectivos a través de los cuales, quien narra, intenta escapar. Desde un escondite que funciona como guarida, el niño narrador busca dar forma a un relato donde se expone la violencia de lo vivido y concibe la escritura como “un pozo sin fondo […] único lugar posible desde el que la memoria [puede] trabajar” (Millás 1975:15).

A lo largo de la novela, el relato de las distintas enfermedades y patologías que acechan a los personajes organizan los núcleos problemáticos de la trama narrativa. Desde la fiebre provocada por la herida infectada en la oreja del padre, pasando por la descomposición del cuerpo de Jacinto, hasta las ratas cancerosas cuyas úlceras acompañan el proceso de quien escribe, la presencia de la enfermedad aparece como un territorio que excede el cuerpo individual, porque atraviesa la institución familiar, fisurando ese cuerpo múltiple clave para el régimen. Las heridas, las infecciones, los síntomas que calan sobre los cuerpos articulan un decir de la enfermedad que funciona como marca biopolítica y permite nombrar un espacio de producción discursiva donde la ferocidad del franquismo se expresa “somatizado en los cuerpos” (Labrador Méndez: 45). En este sentido, el decir biopolítico de la enfermedad no opera aquí únicamente como metáfora que recae sobre una familia de sujetos perseguidos, sino que territorializa una zona de peligrosidad en la que la in-corporación de la violencia del régimen enfrenta a los sujetos a un futuro sin escapatoria. De allí la dificultad que afrontan madre e hijo cuando intentan remendar, con elementos precarios, el corte que desgarra la oreja del padre:

Fue mamá, que un día se había asignado el papel de fuerte, la que comenzó a tomar iniciativas utilizando directamente el agua oxigenada sobre el origen de la hemorragia. Como las burbujas que se formaban con esta nueva combinación y el aire coagulado comenzaba a darme náuseas, me mandó a la cocina para que hirviera una aguja y una hebra de hilo al objeto de coserte la oreja, de manera que comenzara a cicatrizar los antes posible (Millás 1975: 46)

La lectura de esta escena como parte de un proceso de aprendizaje de escritura fue analizada por Prósperi para señalar que, en Millás, escribir supone siempre trabajar sobre la superficie de los cuerpos (120). Obrar por encima de las marcas donde se leen las historias que portan estos personajes. Sin embargo, la costura que madre e hijo traman sobre el cuerpo del padre, en una búsqueda por curar la herida abierta, lejos de conducir a la sutura, lo que hace es propiciar la manifestación de la infección. Es que no hay aún en esta novela espacio posible para que las heridas se cierren. Las escrituras de sutura que tienen lugar con el advenimiento democrático y que, según explica Vilarós, aspiran a establecer una mirada consensual, proponiendo un vínculo con el pasado desde un presente conciliador, no tienen lugar en este primer texto de Millás. La escritura de la sutura que “nada quiere saber de quiebras o caídas, ocupada como está en recomponer la rota herencia histórica dejada por el dictador” (1998: 170) no puede todavía emerger en una zona donde supuran flujos de desechos.

Lejos de la sutura, Cerbero son las sombras comparte con la mayoría de las novelas publicadas entre 1970 y 1985 la premisa del desencanto (Mainer: 155), aquella que supone que “no hay pasado bueno, ni presente aceptable, ni futuro alguno” (167). Aún es muy pronto para concebir, como se hará en El mundo, una escritura que “abre y cauteriza al mismo tiempo las heridas” (Millás 2007: 8). La primera novela de Millás no da lugar a ningún tipo de cicatriz. Pese al hilo con el cual se hilvana un gesto de cuidado, la hemorragia y la fiebre emergerán para revelar que los esfuerzos por suturar las heridas resultan imposibles. La infección ya está allí, como supura territorializada en esa fisura que comienza en el padre, pero se expande sobre el resto del cuerpo familiar (Millás 1975: 59). Los intentos de curación y ocultación tramados sobre todo por la figura de la madre fracasan cuando lo enfermo no es solo un cuerpo, es la familia toda que asume desde el silencio los modos posibles de encubrir la situación a la que son arrojados. ¿Cómo se produjo la herida del padre? ¿Cuál es la enfermedad de Jacinto, el hermano menor cuyo cuerpo es trasladado de debajo de la cama al interior de un armario donde pasará el resto de sus días?

Estas preguntas a las que la novela no otorga respuestas, expresan, sin embargo, lo silenciado que retorna vuelto materia corporal en descomposición. Ese punto en el que los avances de lo patológico se manifiestan a través de la expedición de olores que señalan lo putrefacto. Es la fiebre que no baja, el olor hediondo que despide la materia corporal, lo que muestra aquello de lo que el niño narrador no puede librarse de todo. Si a comienzos de la novela el cuerpo de Jacinto es descubierto debajo de la cama de forma fragmentaria y monstruosa, como un “bulto encogido y silencioso” (Millás 1975: 32) cuyo aspecto produce miedo ante la mirada del hermano, la imagen final da a ver la forma en que la enfermedad ha operado sobre el cuerpo, en un devenir de la materia orgánica hacia su putrefacción: “la boca enormemente abierta y llena hasta rebosar de trapos empapados en colonia, que luchaban contra el olor de la descomposición” (130). Esta escena en la que el narrador se encuentra con el cadáver de Jacinto nos devuelve la imagen de un exceso: la cavidad bucal deformada por aquello que busca funcionar como un tapón no consigue contener el desecho en el que se ha convertido el cuerpo del enfermo. Así, la enfermedad visibiliza los límites en los que los mecanismos de ocultación pierden efecto y lo patológico se expande donde deberían gestarse las palabras.

Sin embargo, si frente a la fiebre del padre y a la enfermedad de Jacinto se obra mediante el silencio, la infección que se extiende al resto del cuerpo familiar se desvía en quien escribe en una insistencia por la narración. El “Querido padre:” (Millás 1975: 11) que da comienzo a la novela constituye un segundo intento por parte quien narra de coser una trama con la cual transformar las fisuras abiertas en un resto de escritura:

La realidad está siempre ahí, pero no nos afecta mientas no la vemos. La realidad y yo habíamos tenido ya varios encuentros, cuyo resultado fue la modificación sucesiva de mi carácter, nunca de la realidad. Ella permaneció siempre invariable en el trascurso de mi podredumbre. Y ahora comenzaba yo a entender la maniobra, ahora al fin veía cómo de cada nueva y triste experiencia yo emergía con menos capacidad de testimonio, pero más convertido en aquello que me habría gustado testimoniar (Millás 1975:131)

Lo que se enuncia como deseo es la posibilidad de poner en palabras la experiencia de lo vivido, es decir, el testimonio del resquebrajamiento al que asiste una estructura familiar cuyos cuerpos biopolíticos son marcados por el peligro y la enfermedad. La cita revela cómo, pese a la disminución de las fuerzas, pese a que la podredumbre, la infección y lo patológico avanzan y transforman los cuerpos, se insiste y resiste desde una palabra cuya materialidad vuelve difusos los límites de la corporalidad. Una relación con el lenguaje que torna ambivalente la relación entre cuerpo y escritura, porque se escribe sobre el cuerpo, sobre la hemorragia que no deja de supurar; se escribe para hacer algo con los cuerpos, para narrarlos, pese a la infección, a la enfermedad, a la materia en descomposición. Pero se escribe, sobre todo, siguiendo la fuerza de esos detonantes patológicos, con un cuerpo ultrajado por las fisuras -las del padre, las de Jacinto, las de la estructura familiar- que abren los caminos para componer el espacio desde el que se erigen las posibilidades enunciativas.

Sostiene Daniela Fumis que en esta novela “la ficción familiar guarda para cada miembro una posición discursiva en la que lo que se negocia es la propia supervivencia” (2017: 157). Frente a un escenario cifrado en la violencia del régimen, frente a una ficción familiar que enseña sus fisuras en las hendiduras que atraviesan y descomponen los cuerpos, frente a las fricciones que exponen la imposibilidad de un futuro, el acto de escribir se manifiesta, al decir de Contadini, como resabio concluyente de un último ejercicio vital: “la propia voz se vuelve una última posibilidad de resistir” (Contadini 2013: 39). No obstante, si esa posibilidad existe como tal, no supone el desarraigo de eso enfermo y la construcción de una vida otra desde la curación o la salud. Por el contrario, visibiliza el punto donde se entrama una concepción de escritura millaseana: el lugar en el que las fisuras que territorializan la infección abren una bifurcación donde es posible la creación, el gesto menor en el que se juega la posibilidad de transformar la hemorragia en un resto de escritura desde el cual narrarse. Es que los textos, tal como explica Labrador Méndez, “son las prótesis que recomponen los cuerpos políticos de los ciudadanxs mutiladxs. En este contexto, la creación se convierte en un espacio de bioresistencia donde realizar un trabajo sobre los gestos aprendidos que permita extraer los cuerpos del dominio donde han sido inscriptos” (219). En este sentido, las fisuras abiertas sobre los cuerpos biopolíticos del régimen no solo manifiestan el espacio de la herida sino, también, la zona donde se resiste desde un lugar creador:

mientras mis ojos recorrían las grietas, y los dibujos tantas veces imaginados sobre la gran mesa cuadrada del comedor […] me maravillaba de que alguien como yo o como la pequeña Rosa hubiesen construido, a causa de la violencia solapada del exterior, mundos tan pequeños que tuviesen cabida en un tablero de una mesa de madera (Millás 1975:34)

Pero en esta novela, el costo que se paga por la construcción de esos otros mundos es la del propio cuerpo, la propia podredumbre. Puesto que no hay espacio que se constituya por fuera de lo insalubre. La escritura no conforma aquí una zona hospitalaria, no recompone ni aloja los cuerpos. Por el contrario, sigue las fuerzas de las fisuras y constituye, también, un territorio infectado e infeccioso. De allí las ratas cancerosas y con úlceras que acompañan el acto de escribir. Las referencias al universo kafkiano no sólo se encuentran en la estructura de la novela. El sótano desde el cual se escribe junto a las ratas enjauladas que devoran a sus crías no recuerda únicamente a los experimentos realizados en los laboratorios precarios de Tiempos de silencio -la novela publicada en 1962 por Martín Santos-, sino también al horror kafkiano que se inscribe en un cuento como “La madriguera”. El relato que Kafka publica durante los últimos años de su tuberculosis construye un universo subterráneo donde el sujeto roedor, arquitecto pensante de los túneles desde los que se habla, se resguardar del terror que le produce ser encontrado por sus enemigos. La paranoia y el temor conducen los movimientos que el animal traza sobre el territorio desde el cual se configura la voz indeterminada, “ni humana ni animal” (Yelin: 64), que arma el relato y a través de la cual se “desencadena la perdida de la identidad” (64).

De manera similar Cerbero son las sombras construye su propia madriguera. El espacio subterráneo del sótano desde el que el protagonista escribe sus últimas palabras constituye el territorio que resguarda al sujeto del alcance de quienes lo persiguen. Al menos mientras dure la escritura, mientras sea posible sostener esa voz que asiste a su disolución. Porque al igual que en “Josefina la cantora”, la carta al padre se produce en simultáneo a la entonación de “un extraño cántico que a nada conduce” (Millás 1975:13). Puesto que no hay aquí más salida que la de una escritura que horada sobre el enrarecimiento de lo vivido, poniendo de manifiesto los avances de lo enfermo que pasan por los cuerpos pero se transforman en texto. Los sentidos biopolíticos que despliega el lugar de la enfermedad en una novela como Cerbero son las sobras tornan, finalmente, hacia su potencia literaria: único lugar donde es posible reterritorializar la infección para hacer de ella un espacio desde el cual continuar trabajando. Aunque este trabajo encuentre futuro en otros textos donde prosigue la escritura millaseana. Cerbero son las sombras cierra con un sujeto que se borra y nos deja, como resto del final, solo las ratas y la carta a un padre desaparecido. Un texto infeccioso en el que se han territorializado las fisuras en tanto estructura sobre la que es posible montar una narración que requiere seguir escribiéndose. Porque la escritura no ha suturado la infección; por el contrario, ha solo marcado sus comienzos.

La infección de la ficción

Decíamos en los inicios de este trabajo que, de acuerdo con Premat, los comienzos resultan interesantes porque pueden, leídos desde el después (2016: 145), dar cuenta de los indicios mediante los que la escritura de un autor traza un movimiento singular: la toma de palabra que posibilita apropiarse y construir una lengua desde la cual narrar. En Cerbero son las sombras comienza a gestarse una concepción de escritura literaria donde la enfermedad se inscribe en clave de infección, siguiendo el rastro de las fisuras que se abren en los cuerpos biopolíticos del régimen. Allí se articula un espacio discursivo donde la enfermedad adquiere una doble valencia. Por un lado, habilita un decir que nombra la violencia, en tanto marca que recae políticamente sobre los cuerpos. Eso que anteriormente nominamos en términos de decir biopolítico de la enfermedad y que fue leído en la configuración patológica que atraviesa la estructura familiar. Por otro lado, el decir literario de la enfermedad configura una zona significante cuyos sentidos metapoéticos se expresan en escenas de escritura: la costura en el cuerpo del padre, los momentos en que se escribe junto a las ratas y las relaciones posibles con algunos textos kafkianos, las grietas que habilitan la imaginación de otros mundos. En esta articulación de decires, la discursivización de la enfermedad permite transformar las fisuras abiertas por la violencia del régimen en una zona de enunciación literaria. Un espacio que funciona, siguiendo a Labrador Méndez, en clave de bio-resistencia. No tanto porque habilite una zona de supervivencia, sino más bien porque hace de las heridas que no dejan de supurar -allí donde la hemorragia y la fiebre persisten y desgarran los cuerpos- el territorio sobre el que la literatura de Millás continuará trabajando. Dicho en otras palabras, si Cerbero son las sombras funciona como comienzo no es solo porque inicia un ciclo de publicaciones de este autor que alcanzan nuestro presente. Antes bien, es porque inaugura el movimiento que demarcará su escritura futura: la construcción de una ficción patológica, infectada e infecciosa, que exigirá seguir haciendo lengua. Montar un universo significante donde las prótesis, los fármacos, el bisturí aparecerán como herramientas necesarias para operar sobre una herida, productora de una fiebre, que resiste a descender. Sobre esa lengua que prosigue es necesario, también, seguir escribiendo.

* Sofía Dolzani es Profesora en Letras por la Universidad Nacional del Litoral y becaria doctoral del Instituto de Humanidades y Ciencias Sociales del Litoral dependiente del Conicet. Actualmente, sus investigaciones se centran en el campo de la literatura española contemporánea, donde estudia el lugar de la enfermedad la obra de Juan José Millás. Ha publicado diversos artículos en torno a este autor y participado de CAI+D dirigidos por el Dr. Germán Prósperi, en los cuales se indagan la infancia y la vejez en tanto territorios narrativos problemáticos. Forma parte del colectivo editorial Vera Cartonera (UNL - Conicet), donde se encarga de la coordinación de los Talleres de Lectura. Dicho trabajo de extensión ha derivado en publicaciones y comunicaciones en torno a la mediación de lectura.

Fecha de recepción: 08-02-2023

Fecha de aceptación: 11-04-2023

Bibliografía

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1 El subrayado es nuestro.

2El estado de la cuestión que se desprende de los decires de la enfermedad enunciados ha sido analizado en mayor profundidad en el trabajo “Los valores de la enfermedad. Hacia la creación de un dispositivo de lectura para pensar la narrativa de Juan José Millás” expuesto en el IX Coloquio de avances en investigaciones teórico-literarias del CEDINTEL. El escrito se encuentra actualmente en proceso de publicación.

3Estas nociones fueron trabajadas en profundidad en el texto “Pensar el cuerpo enfermo. Aproximaciones a las relaciones entre enfermedad y escritura”, publicado en el libro Octavo Coloquio de Avances del Centro de Investigaciones Teórico-Literarias. Disponible en https://www.fhuc.unl.edu.ar/institucional/wp-content/uploads/sites/3/2018/08/VIII-coloquio-cedintel.pdf

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