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Relaciones internacionales

versión On-line ISSN 2314-2766

Relac. int. vol.30 no.61 La Plata jun. 2021

http://dx.doi.org/https://doi.org/10.24215/23142766e142 

Estudios

Más allá del petróleo. En el umbral de la acumulación por desfosilización

Beyond oil. At the threshold of accumulation by dephosilization

Martín Kazimierski1  *

Melisa Argento2  **

1Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe, CONICET

2Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe, CONICET

Resumen

Al tiempo que la reducción de reservas petroleras convencionales introdujo una nueva fase en el capitalismo fósil ligada a la producción de energías extremas, las consecuencias devastadoras del calentamiento global implicaron un endurecimiento de las políticas de reducción de emisiones, acelerando la transición tanto energética como financiera hacia un futuro posfósil. Este estudio plantea un análisis en torno al tipo particular de acumulación de capital que se instala en este contexto, a partir de preguntarse cuáles son las nuevas estrategias económicas y financieras que se despliegan en el marco del capitalismo posfósil. Se propone, así, la categoría “acumulación por desfosilización” para caracterizar el fenómeno contemporáneo que toma las contradicciones ambientales negativas del capitalismo para monetizar el desmantelamiento de su núcleo productivo fósil hacia un nuevo modelo “sostenible” de acumulación.

Palabras clave acumulación; desfosilización; desinversión; peak oil; cambio climático; energías renovables; transición energética

Abstract

While the reduction of conventional oil reserves introduced a new phase in fossil capitalism linked to the production of extreme energies, the devastating consequences of global warming implied a tightening of emission reduction policies, thus accelerating both the energy and financial transition towards a post-fossil future. This study proposes an analysis around the particular type of capital accumulation installed in this context, starting by asking the following question: what are the new economic and financial strategies that are deployed in the framework of post-fossil capitalism? This article proposes the category of “accumulation by de-fossilization” to characterize the contemporary phenomenon that takes the negative environmental contradictions of capitalism in order to monetize the dismantling of its fossil productive nucleus towards a new “sustainable” accumulation model.

Keywords accumulation; dephosilization; divestment; peak oil; climate change; renewable energy; energy transition

1. Introducción

A finales de 2019, la región latinoamericana convulsionaba políticamente. Al tiempo que movilizaciones de sectores populares de la población ecuatoriana se manifestaban en contra del “Paquetazo” económico que preveía la eliminación de los subsidios a los combustibles; la sociedad chilena se alzaba masivamente en la “Revolución de los 30 pesos”, en contra del encarecimiento de la tarifa del sistema público de transporte, una medida que respondía en parte a las variaciones en el precio del commodity del petróleo. En esta línea, un año antes en Europa, el movimiento francés de los chalecos amarillos inundaba las calles en oposición al incremento de los precios de la gasolina y del diésel y, más atrás, en 2005, un fuerte desbalance entre la oferta y la demanda mundial de gas y petróleo derivaba en incrementos en el precio de hasta 300% (Zubialde, 2016), lo que sirvió de caldo de cultivo para la posterior Gran Recesión de 2008, desatada por la burbuja inmobiliaria de los Estados Unidos.

Así como el crecimiento económico y demográfico ha estado altamente correlacionado con aumentos en el consumo de combustibles fósiles, las perturbaciones sociales y económicas se han intensificado en el último tiempo por razones directamente relacionadas con la forma en que se genera, gestiona, distribuye y consume la energía (Fernández Durán y González Reyes, 2015). Nuestras estructuras y prácticas sociales, económicas y políticas están tan profundamente arraigadas al vector fósil, al punto que se conformaron monopolios radicales que fueron suprimiendo la diversidad de opciones tecnológicas y condicionando la autonomía social (Illich, 2012), consolidando una petrocultura, esto es, una sociedad petrolera de principio a fin (Szeman et al, 2016).

Sin embargo, ya desde finales del siglo pasado, el capitalismo fósil como modo de acumulación encuentra límites planetarios que ponen en duda la continuidad de los modelos de desarrollo imperantes (O'Connor, 2001; Svampa y Viale, 2014; Lander, 2015; Rifkin, 2019). El límite más claro en ese sentido es de tipo geológico, dado por el pico de la producción mundial de petróleo –más conocido como peak oil (Lambert et al, 2012; Murphy, 2009; Hughes, 2008) –, que da cuenta del agotamiento de los recursos petroleros y que podría incluirse dentro del ideario peak all, esto es, la reducción de las reservas de casi todos los principales minerales que sustentan nuestro modo de vida. La escasez de recursos estratégicos ha sido un tema primordial de preocupación para los pensadores y economistas desde hace varios siglos, como fueron el caso de las tierras fértiles para Malthus (1798) o el del carbón para Jevons (1865), aunque ignorados por la siguiente generación, cuando el potencial del petróleo se hizo evidente. No sería hasta la década de 1970 cuando, después de dos colapsos consecutivos del petróleo y de las publicaciones de La ley de entropía y el proceso económico (Georgescu-Roegen, 1971) y del informe Los límites del crecimiento (Meadows et al, 1972), que volvería a retomarse este debate.

El segundo límite planetario es de tipo ecológico y tiene su origen en lo que O'Connor (2001) definió como la contradicción entre las relaciones productivas capitalistas y las condiciones de producción. Para el autor, es la propia acumulación capitalista la que afecta o destruye sus propias condiciones, en lugar de reproducirlas, y tiene su máxima expresión en el proceso de neoliberalización desplegado por el Consenso de Washington y la instauración de un nuevo orden económico y político-ideológico sostenido por el boom de los precios internacionales de las materias primas, fenómeno que Svampa (2013) definió como Consenso de los Commodities. Esto implicó una profundización del modelo extractivista, sobre todo en las regiones del Sur Global, lo que acentuó un patrón energívoro y contaminante que hoy tiene a la quema de carbón, gas y petróleo como responsable del 56% de las emanaciones de Gases de Efecto Invernadero (GEI) (Servín, 2012), principal causante de la aceleración del cambio climático.

La paradoja de un colapso inminente de la civilización fósil podría resumirse así: por un lado, el pico de la producción mundial de petróleo representa una catástrofe potencial para la civilización industrial en la que este recurso ubicuo estaría menos disponible para actividades esenciales, como el transporte, la agricultura y manufactura; y, por otro lado, si la demanda persiste, probablemente garantizará un cambio climático global catastrófico y la extinción de la mayor parte de la vida en la tierra, incluidos los seres humanos (Szeman et al, 2016). A su vez, si continuamos con los mismos niveles de adicción fósil, se presenta una segunda paradoja: de acuerdo con Murphy y Hall (2011), aumentar el suministro de petróleo para apoyar el crecimiento económico requerirá precios cada vez más altos del petróleo, lo que socavará ese crecimiento económico.

Naturalmente, la reversión de un monopolio radical, como lo es el aparato fósil, es muy compleja, pues parte de toda una infraestructura física ya construida y tiene poderosos intereses económicos detrás (Szeman et al, 2016). Para 2019, esta energía fue responsable de cerca del 85% de la generación primaria (33, 1% petróleo, 27% carbón y 24, 2% gas natural) (BP, 2020), lo que representó activos por más de US$39 billones en reservas, US$32 billones en infraestructura y operación, y US$26 billones en bonos y acciones, esto es, más de dos tercios del PBI mundial en ese año (Bond et al, 2020). Disminuir las emisiones de GEI implicaría no solo reducir las inversiones, sino desinvertir, es decir, retirar o discontinuar instalaciones operativas, convirtiendo activos que conforman un mercado multibillonario en activos obsoletos (Rifkin, 2019).

Este estudio tiene como objetivo analizar el tipo particular de acumulación de capital que se instala en este contexto, a partir de preguntarse lo siguiente: ¿Cuáles son las nuevas estrategias económicas y financieras que se despliegan en el marco del capitalismo posfósil? Partimos, así, del supuesto de que los límites biofísicos contribuyen a desplazar las estrategias estatales, empresariales y financieras desde los procesos de acumulación por desposesión (Harvey, 2004) hacia otros más novedosos como la acumulación por conservación (Büscher y Fletcher, 2015), la cual toma las contradicciones ambientales negativas del capitalismo contemporáneo como punto de partida hacia un nuevo modelo “sostenible” de acumulación[1 ]. No obstante, proponemos una nueva categoría que llamamos “acumulación por desfosilización”[2 ], la cual se ajusta con mayor rigurosidad al análisis de las estrategias de inversión de los actores económico-financieros globales más importantes y al marco de las políticas de emisión cero y las visiones hegemónicas para la transición energética.

A modo introductorio, el artículo parte de explorar los principales debates en torno a la problemática energética fósil a lo largo del siglo pasado, para posteriormente, en un segundo apartado, describir y analizar los acuerdos políticos y las estrategias económicas que se impulsan en relación con las negociaciones climáticas y las políticas de reducción de emisiones de GEI. Finalmente, en un tercer apartado, analizamos en concreto las estrategias económico-financieras de los principales actores de mercado que operan en la acumulación por desfosilización: fondos de pensiones, fondos privados de inversión, bancos públicos y multilaterales y compañías aseguradoras.

Para elaborar el texto, tomamos un enfoque analítico-descriptivo. La primera parte, fundamentada en el soporte de fuentes secundarias; y la segunda, orientada a la interpretación documental de informes pertenecientes a instituciones globales y entidades públicas (IEA, BNEF, OCDE, IPCC, OPEC, BP, Carbon Tracker, Banco Mundial). A partir de la exploración bibliográfica y la sistematización de la información, el artículo busca describir tanto como realizar nuevos aportes teóricos al campo de la economía política internacional.

2. Del peak oil a la extracción extrema (o la extremaunción)

En este apartado describimos las discusiones y controversias predominantes a lo largo del siglo pasado en relación con el peak oil, tanto en las proyecciones de su eventual agotamiento como en torno a sus costes energéticos ligados a la declinación de la productividad natural de los recursos. Los límites biofísicos al crecimiento económico y las interrelaciones entre desarrollo y ambiente son problemáticas que han sido reintroducidas al pensamiento occidental en los inicios de la década del setenta (O'Connor, 2001). Particularmente, un interrogante fundamental que se ha instalado desde la crisis del petróleo en 1973 es cuándo llegará el pico de producción petrolera.

Una teoría descrita por primera vez por el geólogo King Hubbert en 1949 argumentaba que los puntos máximos de producción en campos petrolíferos individuales se manifiestan como curvas en forma de campana y que, de la misma forma, podrían repetirse en regiones y países petroleros, y hasta en todo el planeta (Kerschner et al, 2010). En 1956, Hubbert dio una conferencia a la dirección de Royal Dutch Shell, en la que presentó sus predicciones y afirmó que Estados Unidos alcanzaría la máxima producción a principios de la década de 1970. Según Deffeyes (2005), estas afirmaciones fueron recibidas con arrogancia y críticas masivas, lo que no es sorprendente ya que anteriormente existía un amplio consenso de que los combustibles fósiles durarían casi para siempre. Empero, la producción de petróleo crudo de Estados Unidos efectivamente alcanzó su punto máximo en 1971, siendo las predicciones de Hubbert notablemente precisas e innovadoras para su época, lo que instaló un debate que se multiplicaría en las décadas siguientes.

Entre los conceptos elementales que disparan la discusión sobre el peak oil, están las definiciones de “producción acumulada”, “reservas” y “recursos” (Murphy y Hall, 2011). La “producción acumulada” hace referencia al total acumulado de la producción en el pasado; las “reservas” son la cantidad de petróleo que ya se ha descubierto y que se puede recuperar en el entorno tecnológico y económico actual; y los “recursos” comprenden la cantidad existente de este mineral bajo tierra, incluida aquella que no se considera recuperable hoy, pero sí en el futuro. Normalmente, los recursos no aumentan ni disminuyen si existe una perspectiva precisa para la tecnología y el entorno económico, pero las reservas, que son parte de ellos, tienden a aumentar a medida que se descubren. De acuerdo con el portal The World Factbook, actualmente se estiman 1.665 billones de barriles en reservas, mientras que la producción acumulada en 2016 promedió los 80.770.000 barriles diarios, esto es, casi 30 mil millones anuales[3 ]. Si la producción aumenta al ritmo actual, al petróleo no le quedaría más que 30 a 40 años de vida. Sin embargo, existen varias hipótesis en cuanto a la cantidad efectiva de recursos y esta es la causa fundamental de la gran controversia. Aquellos que enfatizan los peligros del peak oil estiman reservas equivalentes a 2 mil billones de barriles, es decir, gran parte de los recursos ya han sido descubiertos, mientras que, para los más optimistas, los recursos del mundo son de alrededor de 3 mil billones de barriles.

Por el lado de las reservas, estas también conservan cierto grado de incertidumbre, no sólo por las dificultades propias del método de medición, sino porque fundamentalmente existe una opacidad reinante en las compañías petroleras respecto a la apertura de datos[4 ]. El valor de las compañías que cotizan en bolsa está condicionado por el tamaño de sus reservas petroleras, lo que les induce a inflarlas y promover la confusión entre recursos y reservas (Fernández Durán y González Reyes, 2015) [5 ]. La falta de datos verificados significa que las discusiones sobre la cantidad de recursos y el crecimiento de las reservas tienden a ser especulativas, lo que ensombrece el futuro del mercado hidrocarburífero. Basta con decir que una reducción del 30% de las reservas declaradas por la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) –que agrupa 13 países de África, Asia y Sudamérica– reduciría las reservas mundiales en más del 24% (OPEC, 2012).

Ahora bien, otro punto crucial para comprender este debate radica en que los descubrimientos mundiales de petróleo alcanzaron su punto máximo en la década de 1960 y desde entonces han disminuido drásticamente (Lambert et al, 2012). Incluso, se estima que desde mediados de los ochenta venimos consumiendo más petróleo del que descubrimos. Por ejemplo, en 2010 se extrajo 2, 6 veces más petróleo de lo que se descubrió y en 2011 se descubrieron reservas equivalentes a 12 mil millones de barriles, aproximadamente una quinta parte de la cantidad encontrada hace 50 años (International Energy Agency [IEA], 2012). Esta situación nos permite introducir la “escasez” como un eje fundamental de la contradicción capitalista (O'Connor, 2001)[6 ]. La problemática, además, esconde un aspecto para nada despreciable, que es que la producción de petróleo se mide en volumen, concretamente, barriles de petróleo, lo que no incluye la energía efectivamente necesaria para encontrar, extraer, transportar, refinar y envasar el mineral. Estos costos de energía significan que una parte de la producción debe quemarse, lo que reduce considerablemente el suministro final. En este sentido, la evaluación de los flujos netos de energía no puede excluirse como factor explicativo de la producción y las reservas disponibles, sino que la tasa de retorno de energía (EROI) será de importancia creciente, fundamentalmente porque una parte cada vez mayor de la producción provendrá de recursos que se caracterizan por costos energéticos más elevados. Según Lambert et al (2012), el EROI promedio para la producción mundial de petróleo y gas se ha reducido a la mitad en la década del 2000, de 35:1 a 17:1. Esto refleja que el EROI está fuertemente correlacionado negativamente con los costos de producción: cuanto menor es el EROI, mayores son los costos. Su disminución para estas fuentes ha estado ocurriendo desde hace un tiempo prolongado y, aunque todavía persiste una gran incertidumbre asociada con su alcance, el impacto ya es palpable en las oscilaciones pecuniarias del commodity.

En un análisis propio, Murphy (2009) combina los valores de EROI y la metodología de Hubbert para conformar lo que llama The Net Hubbert Curve (La Curva Neta de Hubbert). Esta muestra la energía neta medida en número de barriles en lugar de la producción absoluta, basado en el supuesto de que los recursos petroleros más atractivos se producen primero, es decir, los que tienen el EROI más alto y los costos más bajos. Esta declinación de la productividad natural de los recursos significa que la curva decreciente de producción será más escarpada que la curva creciente ya superada, fundamentalmente debido a que una parte cada vez mayor del petróleo extraído debe reinvertirse en la producción, lo que eleva los costos del crecimiento económico y obliga a nuevos subsidios a la extracción y la tecnología (O'Connor, 2001).

Ante estos hechos y perspectivas, el consenso en torno al agotamiento del petróleo se ha ampliado hacia el inicio del siglo XXI. En Europa y Estados Unidos, pese a que no es una visión genérica, la posibilidad de que se ya haya alcanzado el pico –o se lo alcance pronto– se está discutiendo como una cuestión de rutina. Los teóricos del peak oil, encabezados por geólogos, sostienen que el aumento de los precios del crudo desde el año 2000 –desde los US$30 el barril hasta US$117 en 2012 (IEA, 2012) – es una manifestación de ello. Un análisis de las estimaciones de la IEA en su World Energy Outlook (WEO) de 2008 se considera todo un hito en este debate. Allí, la agencia, que hasta entonces sostenía proyecciones fuertes para el petróleo, señaló por primera vez la necesidad de una nueva capacidad de producción en respuesta al rápido declive en los campos petroleros del mundo. Por su parte, ese mismo año expertos de la Asociación para el Estudio del Pico del Petróleo y del Gas (ASPO) aseguraban que estábamos traspasando el pico y que los proyectos petroleros factibles hasta 2030 serían, en su mayoría, más pequeños de lo que fueron en el pasado y/o más costosos (Hughes, 2008; Kerschner et al, 2010)[7 ].

Sin embargo, los avances tecnológicos y los altos precios del petróleo en la década pasada han encendido nuevos debates, apuntalando también nuevos mercados. La preponderancia de los combustibles fósiles tanto en los países del Norte como del Sur global, para sostener el crecimiento económico, ha inaugurado en el milenio actual una nueva fase en el capitalismo, ligada a la producción de energías extremas. Como destacan Klare (2012), Roa Avedaño y Scandizzo (2017), y Svampa y Viale (2020), ante el agotamiento de la extracción de hidrocarburos convencionales de fácil acceso, empresas y gobiernos se han lanzado a producir energía en formaciones geológicas donde los hidrocarburos requieren técnicas y procesos de extracción más costosos y complejos, con grandes impactos socioambientales. Entre las nuevas fuentes se incluye la explotación de crudos pesados y extrapesados, los grandes yacimientos de hidratos de metano y de esquisto bituminoso (shale oil y shale gas), las arenas bituminosas, las exploraciones en aguas profundas o, en el caso del carbón, explotaciones en zonas subterráneas cada vez más inestables (Kerschner et al, 2010). A estos puede sumarse también la aplicación de nuevas técnicas que elevan la tasa de recuperación del 20-30% a casi el 50% en pozos petroleros convencionales (Murphy y Hall, 2011). Como resultado, las estimaciones de las reservas mundiales de petróleo han aumentado, a pesar de tratarse de descubrimientos individualmente más pequeños, costosos y contaminantes.

Se estima que estas actividades emiten tres veces más de GEI que la producción de petróleo convencional y dejan también a su paso fuentes de agua contaminadas y paisajes desérticos (Klare, 2007). Recursos como los hidratos de metano pueden contener hasta 10 mil millones de toneladas de carbono, más del doble de todo el carbón, el petróleo y las reservas de gas convencionales del mundo combinadas (Bolívar et al, 2006). Por su parte, la técnica de extracción de esquisto bituminoso a través de la fracturación hidráulica (o fracking) implica bombear un fluido a alta presión en un pozo horizontal, en macizos rocosos muy por debajo de la superficie terrestre, creando grietas en la piedra y dejando tras de sí la contaminación de aguas subterráneas, las emisiones de metano y la inestabilidad sísmica con consecuencias catastróficas (Roa Avedaño y Scandizzo, 2017). En el caso de la exploración en aguas profundas, esta necesariamente amplifica los riesgos de desastre, evidenciado, entre otros casos, por el derrame de 4, 9 millones de barriles de petróleo en 2010 por la firma Deepwater Horizon de British Petroleum en el Golfo de México, en lo que es considerada la peor catástrofe de la industria petrolera de la historia (BBC News, 2010).

Para autores como Svampa y Viale (2014), la aplicación de este tipo de técnicas extremas y su despliegue en territorios vulnerables del Sur Global son parte de un modelo general adoptado a escala regional, el cual denominan “maldesarrollo”, concepto que apunta a subrayar el carácter insostenible de los modelos de desarrollo impulsados desde el Norte Global y que se inserta en el marco de un proceso global como es el Consenso de los Commodities (Svampa, 2013). Los intereses geopolíticos tampoco están al margen, ya que se crean nuevas zonas de sacrificio especializadas en la provisión de bienes naturales, intervenidos y operados bajo el control de grandes empresas transnacionales. Particularmente, la ubicación geográfica de las reservas no convencionales reduce enormemente la dependencia actual de los países centrales frente a países productores, como los que integran la OPEP[8 ].

La sustentabilidad ambiental, social, económica y financiera de esta actividad es fuente de disputas, no tan solo por los riesgos que implica sino, además, porque la producción de los no convencionales resulta fuertemente subsidiada por los Estados (Svampa y Viale, 2014) y la productividad de cada pozo decae alrededor de un 60% al cabo del primer año (Hughes, 2019). En esta línea, estudios de Lambert et al (2012) estiman que las fuentes no convencionales como las arenas bituminosas y el esquisto bituminoso tienen un EROI de 5:1 y 4:1, respectivamente, por lo que un mayor uso de estos recursos requiere una mayor inversión energética, lo que dificulta su producción a gran escala. Además, la IEA (2010) estima que casi todos los proyectos no convencionales son insostenibles económicamente con un precio del barril de petróleo por debajo de los US$75, tope que la consultora Wood Mackenzie eleva a US$100 (Jones, 2012). Frente a esto, la expectativa en torno a la profundización de estos procesos extractivos es recreada mayormente por sectores dominantes que buscan extender el ciclo de vida del sistema fósil, pero a costa de una mayor inversión económica, un menor retorno energético, un incremento de las emisiones de GEI y una intensificación de los conflictos socioambientales (Svampa y Viale, 2014).

Ahora bien, más allá de esta tendencia insostenible y autodestructiva, dos tendencias globales marcan que podríamos estar en las vísperas de la extremaunción del régimen de acumulación fósil. La primera se asocia a una mayor rigurosidad en el cumplimiento de los compromisos climáticos asumidos por los Estados para la reducción de GEI, lo que motiva a incorporar la conservación como un componente integral de la acumulación de capital (Büscher y Fletcher, 2015) [9 ]. Esto, a su vez, estimula una segunda tendencia, que es la ampliación del consenso en torno a la existencia de una burbuja del carbono (Unmüssig y Haas, 2020). Esta burbuja financiera se atribuye a que la valoración bursátil de las compañías petroleras se basa mayoritariamente en reservas de carbono incombustible, es decir, carbono que no debe ser quemado, lo que conlleva el riesgo para los inversionistas y los mercados financieros de perder beneficios en estos activos.

Por estas razones, los procesos de desfosilización y desinversión se han acelerado al calor de la crisis climática, desplazando así los debates en torno al peak oil hacia uno mucho más enriquecedor en torno al peak demand –o pico de la demanda–, que se inscribe en un nuevo ciclo al que denominamos “acumulación por desfosilización” (Argento, Slipak y Puente, 2021). Como expresó Zaki Yamani, ex ministro de Petróleo saudí y ex secretario general de la OPEP: “la Edad de Piedra llegó a su fin no por la falta de piedras, y la edad del petróleo terminará, pero no por la falta de petróleo” (Honty, 2012). Las nuevas energías dejarán los recursos fósiles atrás, en la edad de piedra.

3. Negociaciones climáticas y el peak demand

En todo el mundo, el agotamiento de los recursos petroleros rara vez se debate en foros públicos o políticos, lo que deriva en una comprensión en general baja de la problemática. Al contrario, la aceptación social de la existencia de una verdadera crisis ecológica y la necesidad de un desarrollo más sustentable ha trascendido de la esfera pública, situándose decididamente en la agenda política mundial. Los primeros hitos se remontan a 1988, cuando se crea el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), establecido conjuntamente por la Organización Meteorológica Mundial (OMM) y el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA); y a 1992, con la adopción de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC) en la Conferencia Medio Ambiente y Desarrollo, celebrada en Río de Janeiro –también conocida como Cumbre de la Tierra. Allí se establecería la futura realización de un acuerdo vinculante entre los Estados para llegar a acciones conjuntas en cuanto a la reducción de emisiones de GEI, acuerdo que se daría en 1997 y se conoce con el nombre de Protocolo de Kioto. Entre sus aportes más relevantes se encuentra la inclusión de mecanismos para el comercio de créditos de carbono, como herramientas previstas para atemperar el cumplimiento de los compromisos asumidos. No obstante, luego de cuatro informes del Grupo de Expertos del IPCC (1995, 2001, 2007 y 2014) y más de una decena de Conferencias de las Partes (COPs) –órgano supremo de la CMNUCC que se reúne anualmente–, las negociaciones climáticas fueron abonando el camino para el acuerdo ambiental más importante del siglo XXI, el Acuerdo de París.

El Acuerdo de París, celebrado en la COP 21 de 2015, asumió el reto de alcanzar un marco internacional que reemplazara el Protocolo de Kioto, reimpulsando los esfuerzos para limitar el aumento de la temperatura por debajo de los 2°C con respecto a los niveles preindustriales, con preferencia a 1, 5°C. Allí se hace explícita la necesidad de llegar a un pico mundial de emisiones de GEI tan pronto como sea posible y se destaca el financiamiento como una herramienta prioritaria. Entre las novedades, se encuentra la inclusión de los países denominados “en desarrollo” y la obligación, de igual modo a todas las Partes, de presentar cada cinco años sus Contribuciones Previstas y Determinadas a Nivel Nacional (INDC), que propicien un formidable cambio energético que aleje a las economías de su dependencia de los combustibles fósiles y las conduzca a emprender pasos firmes hacia las energías limpias.

Así, en el último tiempo los procesos de desfosilización se han intensificado a nivel global, acaparando una gran porción de los cortes presupuestarios en las principales potencias, aunque de manera desarticulada. Las dificultades que trajo consigo la crisis financiera desatada en 2008 expuso las limitaciones para cumplir con las metas climáticas, y la necesidad de un plan estatal más robusto, de largo alcance y coordinado entre los países, lo que finalmente se tradujo en una solicitada pública por un Green New Deal. Este término, que emula el New Deal norteamericano impulsado por el Estado en los años 30 para superar la Gran Depresión, se hizo público por primera vez en 2007, en un artículo de opinión del New York Times de Thomas Friedman (2007) y se popularizó rápidamente tras la crisis causada de manera simultánea por la Gran Recesión, la aceleración del cambio climático y el peak oil. Este abrió un debate sobre el futuro de la economía y el papel de la sostenibilidad, señaló la necesidad de un enfoque económico intervencionista de la descarbonización, y puso un fuerte énfasis en las inversiones públicas, las políticas industriales y la planificación indicativa.

En Europa, un paso importante se estableció en los llamados Objetivos 20-20-20, un plan que consistió en reducir las emisiones de GEI en un 20% para 2020 en comparación con 1990, alcanzar el 20% del consumo final bruto de energía de fuentes renovables y aumentar la eficiencia energética en un 20% en comparación con una proyección para el año 2020 –para 2030 se impusieron objetivos aún más desafiantes: reducción del 40% de las emisiones y del 27% del consumo final bruto de energía renovable– (Ciambra y Duque, 2015). En esta línea, de acuerdo con el informe Beyond Petrostates de Carbon Tracker (2021), si la demanda se ajusta al endurecimiento de la política climática global y los avances tecnológicos (esto es, un déficit de US$13 billones para 2040) unos 40 países podrían enfrentar una caída media del 46% en los ingresos esperados del petróleo y el gas, por lo que una reorientación de sus matrices energéticas y productivas resulta prioritaria.

Si bien el Acuerdo de París se inscribe en un esfuerzo de clarificar los estándares y compromisos internacionales para enfrentar el calentamiento global, más relevante a este artículo que observar los procesos internacionales de negociación entre Estados es poner atención en el mercado bursátil, en los mecanismos financieros y en las prácticas de las compañías petroleras, pues es allí donde se concentra el núcleo más intransigente del sistema de acumulación fósil. El hecho de que la quema de carbón, petróleo y gas natural sean los principales responsables de la emanación de GEI sugiere que la mayoría de las reservas restantes de combustibles fósiles deben permanecer bajo tierra para que la humanidad tenga una posibilidad razonable de debilitar el avance del cambio climático, un escenario siempre poco probable en el mainstream del mercado financiero. No obstante, en una carta abierta del más grande fondo de inversión, BlackRock, en 2020 el presidente Larry Fink, contra todos los pronósticos, afirmó que los riesgos climáticos son también riesgos de inversión, augurando nada menos que “un cambio estructural de las finanzas” en los próximos años[10 ]. Dado que los mercados de capitales anticipan los riesgos futuros, para Fink los cambios en la asignación de capital tendrán lugar antes que los cambios climáticos propiamente dichos. En esta línea, el economista y asesor político Jeremy Rifkin (2019) plantea el dilema fundamental: “Elegimos el colapso planetario por la vía del aumento de las emisiones de CO2; o elegimos el colapso de los combustibles fósiles”, al tiempo que afirma que la descarbonización de nuestra sociedad debe ir de la mano de la desinversión y la desvinculación de nuestras estructuras económicas y sociales de los combustibles fósiles.

De acuerdo con Unmüssig y Haas (2020), la coyuntura construida por los límites biofísicos del planeta dio paso a la construcción de riesgos climáticos para los mercados financieros, los cuales pueden dividirse en tres categorías: (1) los riesgos físicos, que aluden a la posibilidad de que fenómenos meteorológicos extremos produzcan daños a los bienes patrimoniales de las firmas (instalaciones, infraestructura, etc.), con la consiguiente interrupción de las actividades económicas y el impacto directo en la actividad aseguradora; (2) los riesgos de cambio tecnológico, debido a una mayor rigurosidad en las políticas climáticas y la transición hacia una economía con cero emisiones, lo que puede cambiar el comportamiento de los consumidores y devaluar las inversiones en activos fósiles; y, por último, (3) los riesgos de la responsabilidad civil, esto es, la posibilidad de que las demandas se multipliquen con la intensificación de las catástrofes, impactando en la economía de las compañías intensivas en generación de CO2.

Según el informe Aon Impact Report (2020), los desastres naturales causaron pérdidas récord de US$3 billones en la última década –US$1, 2 billones más que en 2000-2009– y les costaron a las aseguradoras US$845 mil millones en pagos. Quien dirige el grupo de trabajo sobre cambio climático de Axis Capital, la primera aseguradora de Estados Unidos en restringir tanto el carbón y las arenas bituminosas, dijo en una conferencia de la industria que actualmente existen más de 1.500 demandas climáticas activas en todo el mundo y advirtió: “No pasará mucho tiempo hasta que se establezca algún tipo de precedente legal en términos de responsabilidad por cambio climático” (Curtis, 2020). Con todo, las campañas de desinversión en activos fósiles se han extendido en el último tiempo, con alcances todavía impredecibles.

El movimiento de desinversión nació en 2011, en el seno de agrupaciones estudiantiles europeas, que –desde asambleas, sentadas y tomas en campus universitarios– exigían a sus administraciones retirar inversiones en activos fósiles y orientarlos al desarrollo de energías limpias y a estrategias de transición justa que empoderen a los más afectados por la degradación ambiental y el cambio climático (Advisors, 2015). La campaña, que se había extendido a aproximadamente cincuenta campus a inicios de 2012, alcanzó trascendencia mundial meses después, tras la publicación del activista climático Bill McKibben, "Las aterradoras nuevas matemáticas del calentamiento global" (McKibben, 2012). El artículo publicado en la revista Rolling Stone mostró como la necesidad de mantener el calentamiento global por debajo de los 2°C amenazaba con dejar 2230 de las 2795 gigatoneladas (Gt) de CO2 bajo tierra, lo que constituye activos por US$20 billones en reservas incombustibles. Esto, naturalmente, alentó un creciente reconocimiento de los riesgos financieros asociados con la inversión en industrias intensivas en CO2, trasladando la campaña desde una justificación meramente ética y/o política a una ecuación económica-financiera que encierra la posibilidad de una burbuja del carbono. Como consecuencia, el movimiento de desinversión creció y se diversificó, movilizando desde US$2, 6 billones en activos y 436 instituciones a mediados de la década, hasta casi US$15 billones y más de 1300 instituciones en 2020, de acuerdo con el portal Go Fossil Free[11 ].

Las inversiones en empresas de combustibles fósiles se explican con mayor frecuencia por la idea de que proporcionan un potencial mejor rendimiento y diversificación de la cartera, es decir, una mejor distribución de riesgos y oportunidades. Sin embargo, en el artículo Fossil Fuel Divestment and Portfolio Performance (Trinks et al, 2018), los investigadores examinaron un extenso material y compararon el desempeño financiero de las carteras de inversión con y sin acciones de compañías de combustibles fósiles durante el período 1927-2016. El resultado que encontraron fue que no hubo diferencias significativas entre el desarrollo de las carteras; más aún, los datos mostraron que las empresas de combustibles fósiles se habían desarrollado peor financieramente en comparación con otros activos a partir de 2011, lo que se explica por la evolución negativa del precio del petróleo, descubrimientos decrecientes de reservas y una mayor competitividad de las energías alternativas. En consecuencia, los grandes jugadores del mercado financiero también están dando cada vez más indicios de una reorientación de sus estrategias bursátiles, hacia la desinversión en activos fósiles. Hablamos de fondos de pensiones, fondos privados de inversión, bancos públicos y multilaterales y compañías aseguradoras.

4. Nuevas estrategias financieras en la “acumulación por desfosilización”

La creciente convergencia del capitalismo neoliberal y las nuevas estrategias económico-financieras para erigir nuevas economías verdes tornan visibles una serie de análisis útiles para incorporar la desfosilización como un componente integral de la acumulación de capital a escala global. De acuerdo con el portal Go Fossil Free, los fondos de pensiones son los actores que más han avanzado en el proceso de desinversión hasta aquí, con US$1, 8 billones, lo que no es casual. Estos capitales, que se alimentan de los aportes de las cuentas de capitalización individual para la pensión de vejez, son especialmente grandes en países comprometidos a reducir sustancialmente sus emisiones, los cuales se encuentran agrupados bajo la órbita de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) –el portal de estadísticas del organismo estima un acumulado de más de US$50 billones (Bullard, 2021). Hasta no hace mucho tiempo, gran parte de ellos estaban invertidos en activos fósiles y financiaban paradójicamente la crisis climática que sus Estados se habían comprometido a mitigar. Entre los más grandes se destaca el Fondo de Pensiones del Gobierno de Noruega, el mayor fondo soberano basado en hidrocarburos del mundo, con unos US$900 mil millones en activos, que en 2015 decidió desinvertir en empresas que recibían el 30% o más de sus ingresos del carbón; caso similar al fondo KLP del mismo país, que en 2014 lo había hecho con el 50%. El National Employment Savings Trust (NEST), el fondo más grande del Reino Unido, también anunció que prohibirá las inversiones en cualquier empresa involucrada en la minería del carbón, el petróleo de las arenas bituminosas y la perforación ártica, siguiendo la línea que ya había trazado el Fondo de jubilación de universidades británicas (Collinson y Ambrose, 2020). A estos se suman otro sinfín de fondos de pensiones en Estados Unidos –la legislatura de California aprobó una ley que obligaba a los fondos de pensiones estatales a liquidar acciones relacionadas con el carbón para 2017–, Australia, Holanda, Suecia, Dinamarca, etc.

A diferencia de lo descrito anteriormente, el despertar de una responsabilidad ambiental entre los grandes fondos privados de inversión todavía no se ha dado. Según una investigación de The Guardian (Greenfield, 2019), BlackRock –el mayor administrador de activos financieros con US$7, 4 billones–, Vanguard Group –segundo, con US$5, 6 billones– y State Street Global Advisors –US$2, 8 billones– supervisan 1.712 fondos por un total de US$286, 7 mil millones de acciones en compañías de petróleo, carbón y gas. Sus inversiones en emisiones potenciales de CO2 han aumentado de 10.593 Gt a 14.283 Gt desde el Acuerdo de París, lo que equivale al 38% de las emisiones mundiales en 2018; y los primeros dos se opusieron o abstuvieron en más del 80% de las mociones relacionadas con el clima en las compañías de combustibles fósiles. En efecto, estos fondos son ampliamente reconocidos por aplacar la agenda ambiental. Sin embargo, acontecimientos recientes predicen lo que puede ser un cambio paradigmático. En la mencionada carta anual de BlackRock, su presidente instigó a los CEOs de compañías a exhibir modelos de negocios compatibles con una economía de cero emisiones netas y aseguró que el fondo evitará las inversiones que “presentan un alto riesgo de sustentabilidad”. Esto representa un giro copernicano si tenemos en cuenta que un año atrás, en su carta anual de 2019, el presidente expresaba que su deber primordial era hacer ganar dinero a sus clientes. Ya en 2020, el fondo votó a favor de resoluciones sobre cambio climático en las reuniones de accionistas de ExxonMobil y Chevron (O’Malley, 2020), y anunció que desinvertirá en empresas que dependen de la producción de carbón en más de un 25% (Mason y Bosshard, 2020).

Si nos trasladamos al universo bancario, el panorama es similar. Un estudio de Rainforest Action Network (2020) afirma que, entre 2016 y 2019, los bancos de las principales potencias inyectaron cerca de US$2, 7 billones al sector convencional y no convencional, encabezado por la norteamericana JPMorgan Chase y sus compatriotas Wells Fargo, Citigroup y Bank of America. Esto resulta lógico si tenemos en cuenta el influyente dominio de los cuatros fondos más grandes (BlackRock, State Street Corp., Fidelity y Vanguard Group) en la composición accionaria de los siete bancos más grandes del mundo (Bank of America, JP Morgan, Citigroup, Wells Fargo, Goldman Sachs, Bank of New York Mellon y Morgan Stanley). No obstante, el informe también destaca que, en el mismo período, 21 de 35 bancos relevados han impuesto recientemente restricciones para proyectos de carbón y 10 bancos europeos han adoptado normas restrictivas para proyectos de energía extrema. En un informe filtrado, JP Morgan reconoce “los riesgos económicos del calentamiento global causado por el hombre” y advierte que “la política climática tiene que cambiar o el mundo enfrentará consecuencias irreversibles” (Espiner, 2020). Un hito aún mayor tiene al Grupo del Banco Mundial como protagonista. La entidad, que entre 1992 y 2008 invirtió en unos 130 proyectos de energías fósiles, anunció en diciembre de 2017 que dejaría de financiar proyectos de exploración y producción (conocido como upstream) para el petróleo y el gas, con el fin de alinear su apoyo a los países para cumplir sus objetivos de reducción de emisiones (IEA, 2017, p. 651).

Las compañías de seguros son otro actor central, no solo en su papel de grandes gestores de activos, sino también en su papel de aseguradores de grandes inversiones en activos de combustibles fósiles. En sus informes anuales, la organización Insurance Our Future reveló que el retiro de coberturas para proyectos de carbón se multiplicó por ocho en tan sólo cuatro años (2017-2020), abarcando 23 compañías que controlan el 12, 9% del mercado primario de seguros y el 48, 3% del mercado de reaseguros (Mason y Bosshard, 2020). Otras nueve compañías terminaron o limitaron la cobertura para arenas bituminosas. El mercado de seguros para el petróleo y el gas es significativamente más grande que el mercado del carbón, con primas estimadas de US$17.3 mil millones en 2018. Sin embargo, las primas de asegurar nuevos proyectos ascendieron solo a alrededor de US$1.7 mil millones ese año. Esta cantidad palidece en comparación con el costo social y financiero de los desastres climáticos cubiertos por la industria de seguros, razón por la cual muchas de ellas se están sumando a la Alianza de Propietarios de Activos Cero Netos convocada por la Organización de las Naciones Unidas (ONU), agrupación que se ha comprometido a desinvertir el 37% de sus activos, un monto que se acerca a los US$9 billones (Unmüssig y Haas, 2020).

Por último, están las propias compañías petroleras, quienes naturalmente tienen mucho que perder y, por lo tanto, un fuerte motivo para utilizar sus enormes recursos de lobby en contra de la política climática[12 ]. No obstante, gran parte de ellas han anunciado planes para reducir sus emisiones de carbono de acuerdo con el objetivo de alcanzar cero carbono neto para 2050, establecido por diversos gobiernos. British Petroleum, que en 2001 se rebautizó como BP: Beyond Petroleum (que significa “más allá del petróleo"), planea reducir sus emisiones de carbono a prácticamente cero para el 2050, en parte compensando las emisiones a través de esquemas de captura de carbono y la restauración de ecosistemas. También ha prometido multiplicar por ocho las inversiones en bajas emisiones de carbono para 2025 y por diez para 2030, al tiempo que reducirá su producción de combustibles fósiles en un 40% en la próxima década. La petrolera francesa Total ha realizado varias inversiones multimillonarias en energía renovable y tiene uno de los proyectos de energía limpia más grandes del mundo. Royal Dutch Shell, pese a que ha sido criticada por presentar planes climáticos que son vagos y se basan en objetivos de "intensidad de carbono" a corto plazo en lugar de cifras de emisiones absolutas, planea llegar a cero neto en términos absolutos para 2050. La compañía petrolera estadounidense Exxon, considerada una rezagada climática, también se ha movido en esta dirección (Jolly y Ambrose, 2021). Por su parte, los herederos del fundador de Standard Oil, John D. Rockefeller, se deshicieron de la dotación del Rockefeller Brothers Fund como parte del proceso de descontinuar activos fósiles (Advisors, 2015).

Con todo, los procesos de desinversión parecen acelerarse en los próximos años, con especial énfasis en la industria del carbón y las energías extremas. Por supuesto, estos niveles de desinversión no constituyen expresiones meramente altruistas, sino que son expresivos del lugar cada vez más importante que tienen las nuevas tecnologías energéticas en el mercado global. Un estudio de Busch y Lewandowski (2017) revela que las emisiones de carbono varían inversamente con el desempeño financiero, lo que indica que un buen desempeño del carbono generalmente se relaciona positivamente con un desempeño financiero superior. Según datos recolectados por Reuters, índices bursátiles como el RENIXX (Renewable Energy Index), que sigue a las treinta mayores empresas de energía renovable del mundo, ha subido más del doble en 2020. En cambio, las empresas de energía tradicional que forman parte del índice SyP500 han bajado en conjunto su cotización un 41%, golpeadas por la caída de los precios del petróleo (Barría, 2020). La agencia de calificación SyP Global Ratings anunció en febrero de 2021 que rebajó la nota de las petroleras Total y Royal Dutch Shell, al considerar que los riesgos para el sector habían aumentado a raíz de la transición energética y del cambio climático (El Economista, 2021). Tres meses atrás, en una postal más que emblemática, la mayor empresa de energía renovable en Estados Unidos, NextEra Energy, sobrepasaba en valoración de mercado a Exxon Mobil, marcando un hito que, según expertos, refleja la tendencia vertiginosa hacia una transición con fuentes limpias.

De acuerdo con Bloomberg New Energy Finance, la capacidad instalada en energía renovable –excluidas las grandes centrales hidroeléctricas– se cuadriplicó en la última década, de 414 GW a 1, 650 GW y superó los US$2, 6 billones en inversiones (BNEF, 2019). Específicamente, los proyectos eólicos y solares han experimentado un rápido crecimiento, representando el 67% de toda la capacidad de energía nueva en 2019, en comparación con menos de una cuarta parte en 2010. Además, se han multiplicado los índices y fondos de renta variable centrados en empresas enfocadas en medidas ambientales, sociales y de gobernanza, y las emisiones de bonos verdes, desde los US$170 mil millones en 2017 a US$900 mil millones cuatro años después (Bullard, 2021). En esta línea, en el primer trimestre de 2021, la petrolera noruega Equinor ASA publicó que el 49% de sus ganancias provienen de proyectos de energía renovable (US$2.6 mil millones), superando así al segmento de petróleo y gas. Lo interesante es que este flujo no fue producto de la venta de energía, sino de una estrategia financiera denominada “rotación de activos”, un término técnico que alude a las empresas que financian activos en determinadas etapas de sus vidas y luego los venden a otros propietarios mejor posicionados. En este caso, la empresa perteneciente en dos tercios al Estado noruego –a través del Fondo de Pensiones del Gobierno de Noruega Global– utilizó su capital de riesgo más caro para financiar el trabajo inicial de un proyecto eólico, que luego vendió a la compañía BP en una transacción que le dejó US$1 mil millones limpios (Bullard, 2021). Según BNEF, existen US$2 billones en fondos privados de riesgo no invertidos esperando su turno, aproximadamente ocho veces más que al comienzo del milenio.

Frente a esto, es claro que el mundo está inmerso en una transición financiera significativa, donde el ciclo de acumulación parece orientarse hacia otro vinculado a los procesos de desfosilización, concomitante a los de conservación (Büscher y Fletcher, 2015). El neoliberalismo y la devastación ambiental contemporánea son el resultado inmediato de la política de acumulación de capital, así como del predominio de un tipo particular de tecnología fósil. A partir del reconocimiento de la necesidad de formas de acumulación más sostenibles desde el punto de vista ambiental y económico, y del avance tecnológico, se refuerza la estrategia de desfosilización como mecanismo mediante el cual el capitalismo busca monetizar el desmantelamiento de su núcleo productivo hacia otro de emisiones netas cero. Esta intervención del capital financiero, respaldada por el poder estatal, se enmarca en un esfuerzo por absorber la sobreacumulación derivada del agotamiento del régimen fósil y, de esta forma, recuperar ganancias a partir de la reproducción ampliada bajo el velo de la Economía Verde, la descarbonización o la transición energética. Todo ello sustentado en una red internacional de amplísimas dimensiones (IPCC, ONU, PNUMA, OCDE, IEA) que opera en favor de las políticas climáticas y energéticas, acompañada por soluciones comerciales que incluyen incentivos sólidos (bonos o créditos de carbono, mecanismos REDD, certificadoras), manteniendo el ciclo de crecimiento económico, invisibilizando las asimetrías Norte-Sur y promoviendo el desplazamiento de sus impactos en una nueva geografía de conflictos –como se evidencia en el trabajo de Argento, Slipak y Puente (2021) para el caso del litio.

En contraposición, vale mencionar que movimientos globales, como lo que dieron origen a la campaña de desinversión, no sólo apuntan a estimular una reorientación de las inversiones bursátiles, sino que, en sus raíces más profundas, llaman la atención sobre la gama completa de actores, dinámicas e intereses que están detrás de la extracción, producción y uso final de energía, incluidas las externalidades ambientales. Uno de los rasgos fundantes de la campaña gira en torno a socavar la legitimidad social del sistema de acumulación fósil, lo que implica abordar las desigualdades en el poder y combatir el cabildeo energético corporativo sobre la política climática y energética (Healy y Barry, 2017).

En el calentamiento global se observa un problema ético y político, más allá de uno ambiental o físico, a partir de que no todos los países y regiones contribuyen de la misma forma con emisiones: entre los quince países con mayor emisión de carbono a nivel mundial se distinguen China, Estados Unidos, la Unión Europea, India, y Rusia –para poner en perspectiva, en el año 2018 América Latina emitió alrededor del 17% de GEI total que generó China, con México y Brasil como los que se llevan la mayor parte (BBC News, 2019). En esta línea, el Green New Deal también ha retornado con fuerza a la agenda política en 2019, cuando la congresista norteamericana Ocasio-Cortez tomó el proyecto europeo y lo enlazó con las propuestas de la justicia climática, que entre muchas de las exigencias integra la rendición de cuentas de las corporaciones responsables de las emisiones. Este se ha reformulado en sus aristas más democráticas, no como una simple política aislada enfocada en las emisiones de carbono, sino de una propuesta integral hacia una economía más equitativa, de lucha contra la pobreza, contra el racismo, contra todas las manifestaciones de desigualdad y marginación (Svampa y Viale, 2020). Estas dinámicas pueden ubicarse dentro de las luchas intensamente políticas que incluyen dimensiones ideológicas, democráticas y de economía política, cuyos objetivos apuntan a cambiar de forma explícita y deliberada las estructuras del régimen de acumulación fósil y las devenidas de un futuro posfósil.

5. Reflexiones finales

Así como los combustibles fósiles han hecho posible la mayor era de crecimiento social, tecnológico y económico que jamás se haya visto, la adicción petrolera del sistema capitalista ha generado su propio impasse lógico, físico y social (Szeman et al, 2016). Hoy nos encontramos ante un escenario de crisis sistémica (Lander, 2015) que es al mismo tiempo ambiental, energética, económica, financiera y civilizatoria, y en la cual la transición a diferentes formas de estar en el mundo, tanto entre nosotros como en relación con el medio ambiente, resulta imperativa. El capitalismo se debate entre la continuidad de un sistema fósil reforzado, que apunta a crecer consumiendo cantidades crecientes de energías extremas, y un capitalismo verde atento a los límites físicos del crecimiento económico, que intenta avanzar hacia una transición energética, pero sin poner en cuestión su lógica intrínseca de acumulación ampliada.

La discusión en torno al peak oil encierra una ecuación compleja de factores tanto geológicos como económicos y políticos. Mientras que quienes apoyan la teoría afirman que la producción mundial de petróleo disminuirá rápidamente en el futuro inmediato, las predicciones más optimistas sostienen que la producción de petróleo crudo se mantendrá constante y los recursos no convencionales asegurarán que la producción mundial aumente lentamente. Independientemente de estas posturas, lo cierto es que las estimaciones son muy inciertas, la revisión es insuficiente y los datos de campo son limitados, así como es probable que presenten distorsiones, lo que complejiza la formulación de proyecciones de mercado y la planificación de políticas públicas. Al contrario, sí hay un acuerdo tácito en que la producción mundial de petróleo nunca recuperará la tasa de crecimiento promedio histórica. Signo de ello es que la producción está cambiando gradualmente de los grandes campos petrolíferos terrestres hacia proyectos cada vez más desafiantes desde el punto de vista técnico. Está demostrado que los recursos no convencionales tienen una energía neta significativamente menor que el petróleo crudo fácilmente disponible, además de que encarnan mayores riesgos en términos geológicos, ambientales, laborales y sociales, lo que torna el significado de la escasez en un carácter específicamente capitalista, más que neomalthusiano (O'Connor, 2001). Estas formas autodestructivas del capital dan señales claras de la inviabilidad en los modelos de desarrollo y acumulación imperantes, y la existencia de una crisis sistémica que atenta contra nuestra propia existencia.

A medida que se hacen evidentes los riesgos planteados por el cambio climático y el agotamiento de los recursos, los Estados y los agentes financieros han estado restringiendo las inversiones en combustibles fósiles y transfiriéndolos a productos de inversión ambientalmente más sostenibles. Aunque el foco sigue centrado en el carbón, lenta y gradualmente se están comprometiendo a retirarse de nuevos proyectos de petróleo y gas. La IEA estima que la inversión global en energía baja en carbono tendrá que triplicarse para 2030 desde su nivel actual de aproximadamente US$620 mil millones al año para cumplir con los objetivos del acuerdo climático de París, en una demostración del capitalismo como el gran salvador de sus propias contradicciones ecológicas negativas. Aunque hasta ahora los procesos de desinversión se han dado de manera voluntaria en un grupo limitado de inversores que se centran en un fundamento ético y político, cada vez más agentes suelen enmarcar la desinversión como una estrategia para mitigar el riesgo de activos obsoletos y la burbuja del carbono. Grandes actores del mercado financiero global, como los bancos y aseguradoras, ya empezaron a tomar medidas restrictivas, las cuales se han vuelto decisivas para persuadir a los fondos privados más intransigentes. En el caso de los fondos de pensiones, el hecho de que se crean para proporcionar un seguro para las generaciones futuras, financiar la actividad de empresas de fósiles los convierte en una verdadera paradoja, por lo que la ya iniciada desinversión debería ser obligatoria.

A medida que aumente el consenso en torno a una crisis sistémica, el desplazamiento del debate desde el peak oil al peak demand se hará más evidente, haciendo que la producción futura de petróleo se estabilice y disminuya debido, no a las dificultades en la extracción, sino a la reducción de la demanda derivada de las políticas de reducción de emisiones, las campañas de desinversión y la reducción de costos en la generación de energía renovable y otras tecnologías alternativas. Estas estrategias lógicamente corren el riesgo de encerrar patrones de explotación y desposesión que caracterizan la economía política global, pues el capitalismo no sólo está expuesto a las crisis, sino que también depende de ellas para reestructurar sus condiciones de producción (O'Connor, 2001). Además, a medida que más instituciones exploren la desinversión, sus compromisos podrían terminar siendo una nueva forma de greenwashing (O’Malley, 2020), esto es, un lavado de imagen verde que no altera las conductas empresariales de fondo.

En este marco, es posible vislumbrar un nuevo fetichismo de la mercancía-energía, en donde una constelación de políticas busca reestimular el crecimiento económico a través de la “acumulación por desfosilización”. Este proceso de acaparamiento verde aparece como un deux machine, arrojado al escenario global por las tecnologías de energía renovable para prolongar la vida de los procesos fundamentales relacionados con la acumulación por desposesión: privatización, financiación, gestión y manipulación de crisis, y redistribuciones estatales (Harvey, 2004; Büscher y Fletcher, 2015). La acumulación por desfosilización es la forma en que se mercantiliza la transición energética, se busca la reproducción ampliada del siglo XXI y se replican las asimetrías del capitalismo fósil en un capitalismo posfósil. Bajo este patrón, las transformaciones se reducen a un recambio de las tecnologías energéticas y una expansión de la frontera hacia territorios antes considerados como improductivos, sin cuestionar el patrón actual de desarrollo, lo que abarca no solo el modo de apropiación de la naturaleza y el modelo de acumulación, sino también los patrones de circulación y de consumo dominantes.

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Notas

1Sin desconocer los debates en torno la sostenibilidad/sustentabilidad en sus diversas acepciones teóricas, en este artículo se hace referencia a la noción de “sostenible” definida a partir del Informe “Nuestro Futuro Común” elaborado por la Comisión Mundial sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo (CMMAD) en el año 1987. Allí, el desarrollo sostenible se define como “la satisfacción de las necesidades de la generación presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades”. De esta forma, el desarrollo sostenible trata de lograr de manera equilibrada el desarrollo económico, el desarrollo social y la protección del medio ambiente.

2Esta conceptualización fue empleada por primera vez en Argento, Slipak y Puente (2021) para abordar las transformaciones vinculadas a la descarbonización para el caso del litio en Sudamérica, en una crítica a las formas neocoloniales que imprime el nuevo paradigma verde.

4Compañías como British Petroleum, Chevron Corporation, ExxonMobil Corporation, Royal Dutch Shell, Total SA y Eni SpA son consideradas las seis petroleras más grandes –supermajors o big oil– a nivel global.

5Un caso de trascendencia pública se vincula a la firma Royal Dutch Shell, la tercera compañía petrolera más grande del mundo, que en 2004 se vio obligada a reducir sus reservas en aproximadamente un 25% luego de que se filtrara una escandalosa manipulación de sus datos. Esto le valió a la empresa US$150 millones en multas, además de cambios en la cúpula dirigencial y calificaciones crediticias rebajadas (BBC News, 2004) . En esta línea, también la estatización de compañías petroleras se ha traducido en una mayor restricción a informes de producción y reservas, considerados secretos de Estado.

6 O'Connor (2001) distingue dos tipos de escasez: la escasez que surge de la crisis económica basada en la sobreproducción tradicional del capital, es decir, una escasez puramente social; y la escasez debida a la crisis económica basada en una escasez de condiciones naturales o de producción. La diferencia es que en las de segundo tipo no se debe simplemente a “malas cosechas”, sino a dinámicas estructurales autodestructivas.

7Según el Portal sobre la Energía de la Unión Europea (UE), si continuamos con nuestro consumo actual, la fecha y hora exacta en que se acabará el petróleo es el 22 de octubre de 2047, a las 20:58; para el gas el 12 de septiembre de 2068, a las 09:25; y para el carbón el 28 de noviembre de 2144, a las 23:12 (UE, 2010, citado en Kerschner et al, 2010).

8Por caso, después de casi medio siglo de producción decreciente, Estados Unidos produjo la mayor cantidad de petróleo que alguna vez haya producido, llegando a los 10 millones de barriles diarios en noviembre del 2017 (Sánchez de la Cruz, 2019) .

9La acumulación por conservación es definida por Büscher y Fletcher (2015) como una estrategia mediante la cual el capitalismo busca monetizar los recursos naturales, preservándolos como “capital natural” para el llamado uso no consuntivo, en lugar de extraer recursos para el procesamiento industrial.

12Apenas 100 empresas generaron más del 70% de las emisiones desde 1988, y más de la mitad corresponden a 25 empresas y entidades estatales relacionadas con la producción de combustibles fósiles. Un informe elaborado por The Carbon Majors destacó entre las primeras se encuentra China (Coal) con un 14.3% de emisión, Saudi Arabian Oil Company (Aramco) con el 4.5%, Gazprom OAO 3.9%, National Iranian Oil Co 2.3%, ExxonMobil Corp 2.0%, Coal India 1.9%, Petróleos Mexicanos (Pemex) 1.9%, y Rusia (Coal) 1.9% (La Nación, 2017) .

Recibido: 15 de Marzo de 2021; Aprobado: 18 de Noviembre de 2021

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Licenciado en Geografía y Magíster en Políticas Ambientales y Territoriales por la Universidad de Buenos Aires. Actualmente se desempeña como becario doctoral de CONICET en el Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe, e integra el Grupo de Estudios en Geopolítica y Bienes Comunes y el Grupo de Estudios Críticos e Interdisciplinario sobre la Problemática Energética (GECIPE)

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Dra. en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires, Mg. en Ciencia Política por FLACSO Ecuador y Lic. en Ciencia Política por la Universidad Nacional de Rosario. Actualmente se desempeña como becaria posdoctoral de CONICET en el Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe, e integra el Grupo de Estudios en Geopolítica y Bienes Comunes y el Grupo de Estudios Críticos e Interdisciplinario sobre la Problemática Energética (GECIPE) . Es docente en la Facultad de Ciencia Política y RRII de la UNR.

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