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Relaciones internacionales

versión On-line ISSN 2314-2766

Relac. int. vol.30 no.61 La Plata jun. 2021

 

Historia

La profecía cumplida. A 20 años de los atentados del 11-S

Patricia Kreibohm1  *

1Universidad Nacional de La Plata

1. Introducción.

En 1880, Nikolai Morozov –un anarquista ruso exiliado en Ginebra– escribía:[1]

Nuestra tarea hoy, es fijar teóricamente y sistematizar en la práctica, esta nueva forma de lucha a la que llamamos terrorismo… (una lucha) que sólo necesita un pequeño número de hombres y algunos medios materiales para triunfar… Sabemos que ella persistirá en el tiempo, pues cada acto de violencia originará muchos otros… y llegará el día en el que habrá atentados portentosos que demostrarán que los terroristas han triunfado.[2 ]

Se han cumplido 20 años de los ataques del 11 de septiembre a los Estados Unidos. Un hecho que, sin lugar a dudas, no sólo es histórico y trascedente, sino que, además, representa un punto de inflexión en nuestro mundo y en nuestro tiempo. De hecho, este suceso marcó un antes y un después en las relaciones internacionales y provocó una serie de efectos y consecuencias que se extienden hasta la actualidad.

De hecho, ese martes 11 el mundo comprendió que el miedo y la incertidumbre volvían a regir la vida de las sociedades, incluso aquellas de las más ricas, las más educadas y las mejor protegidas. Ese día un miedo líquido se filtró a través de las pantallas, se contagió entre las multitudes y se proyectó hasta los confines del planeta. [3]

Estos atentados cumplieron con todas sus metas: atacaron al corazón del poder económico y militar de la gran potencia occidental. Para hacerlo, emplearon como armas, el propio sistema de transporte aéreo del país; gastaron muy poco dinero; pusieron dramáticamente en evidencia la vulnerabilidad del atacado; se aprovecharon de las cadenas de televisión y de los medios de comunicación para proyectar esas imágenes en tiempo real; y, con ello, lograron propagar el terror al mundo entero. Pero, además, ese día se inauguró una nueva ola de terrorismo y de respuestas militares ineficaces, que sólo tuvieron efectos contraproducentes.

Estos atentados echaron por tierra las grandes ilusiones de la primera década de la post-Guerra Fría, una década que estuvo caracterizada por una profunda sensación de alivio y de optimismo por la finalización del conflicto bipolar. Una época en la que pueblos y gobiernos creyeron que iba a ser posible que todos se unieran para intentar resolver los males atávicos de la Humanidad: el hambre, el subdesarrollo, la superpoblación y el deterioro ambiental.[4] En efecto, en estos años existió la convicción de que el mundo podía tomar un nuevo camino, modificado el curso de la Historia, a fin de crear un Nuevo Orden Mundial mucho más justo, más responsable y más próspero. Los ataques del 11-S truncaron dramáticamente todas esas ilusiones.

Desde entonces, el terrorismo se convirtió en una amenaza transnacional cuya envergadura crece de manera sistemática y compromete cada vez más la seguridad y la estabilidad de continentes, regiones y países de todo el mundo. En efecto –y aunque el terrorismo existe desde hace casi dos siglos– en la actualidad ha alcanzado una proyección nunca antes vista. De hecho, hoy representa un desafío a nivel global que se mantendrá vigente en el corto y el mediano plazo, un desafío que no parece poder ser contenido adecuadamente y cuyos efectos y proyecciones afectan –directa o indirectamente– a toda la sociedad internacional.

Según Zigmut Bauman, las promesas de la Modernidad aseguraban que, con el paso del tiempo y siguiendo un nuevo ideario, las sociedades iban a poder construir un mundo más justo, más armónico y más próspero; un mundo que iba a alejarlas del dolor, del miedo y de las privaciones. De hecho, desde el siglo XVIII, los ilustrados estaban convencidos de que, impulsada por la ciencia, la libertad y la razón, sobrevendría una nueva era que limitaría las catástrofes y los conflictos, y disiparía la oscuridad y la maldad. Sin embargo, lo que iba a ser un camino de liberación para la Humanidad, nunca se concretó.

2. El terrorismo. Sus orígenes. La doctrina.

En principio, es necesario señalar que el terrorismo configura un problema sumamente complejo que se plasma en dos planos complementarios que se retroalimentan mutuamente. Por un lado, es un problema real y concreto que afecta la vida, la seguridad y la estabilidad de muchas regiones del mundo: algunas modernas y desarrolladas; otras, pobres y frustradas. Pero, además, es un problema teórico. En efecto –y según los especialistas–, los progresos en el tema han sido escasos e inconsistentes y, con frecuencia, las diferencias ideológicas han prevalecido sobre las precisiones científicas. Esto ha provocado que, hasta la fecha, no exista una definición universalmente consensuada del fenómeno ni teorías que expliquen su emergencia. Una situación que ha dificultado –o impedido– que se encuentren los medios adecuados para neutralizarlo, eliminarlo o, al menos, debilitarlo.[5]

Ahora bien, ¿cómo podemos entonces identificar al fenómeno? Según el Dr. Rafael Calduch, el terrorismo es “una estrategia de violencia política basada en el uso de la violencia extrema por un grupo organizado, con objeto de inducir terror o inseguridad extrema en una colectividad humana no beligerante y facilitar así el logro de sus demandas”. [6]

En definitiva, se trata de una vía o de un modelo de violencia específico que se creó y se desarrolló a fin de alcanzar una serie de metas políticas. Nació durante la segunda mitad del siglo XIX en Rusia, y fue concebido e implementado a partir de premisas muy concretas y de objetivos muy nítidos. Desarrollado por intelectuales anarquistas, nihilistas y socialistas, su propósito fundamental era encontrar un método que permitiera, a un reducido grupo de hombres, atacar con éxito al poderoso gobierno del zar; en otras palabras: que disminuyera la distancia de poder entre los activistas y sus enemigos.

En esa etapa, Rusia atravesaba por una de las mayores crisis de su historia y la autocracia no había podido reaccionar satisfactoriamente ante ella. La situación del campesinado, los problemas urbanos y el descontento popular, se conjugaban con una clara ineficiencia del sistema político y económico –atrasado y vulnerable– que sumía al país en un estado de inmovilismo estructural sumamente preocupante. En este contexto, muchos intelectuales provenientes de distintos estratos sociales se movilizaron para buscar la forma de transformar el statu quo. Fuertemente comprometidos con la condición del campesinado, creían vigorosamente en la necesidad de implementar cambios en la política que contribuyeran a modificar la situación económica y social de la población. Así, y muy paulatinamente, algunos sectores de la sociedad rusa, influenciados por las doctrinas occidentales, se adhirieron a las ideas de libertad, de justicia y de fraternidad, y se iniciaron las críticas contra el gobierno que, temeroso de las nuevas fuerzas, incrementó la censura y los controles internos.

Como sostiene Duroselle,

Los rusos ilustrados, con ideas occidentales, se encontraban tan distantes del gobierno como de la iglesia ortodoxa, a la que consideraban un brazo del zar. Estos hombres se sentían inquietos dentro de una masa de ignorancia y oscurantismo, y sufrían una sensación de culpabilidad frente a las condiciones de vida de la enorme mayoría de la población. De estos elementos surgiría la intelligentsia que configuraría casi una clase aparte.[7]

A la formación de este grupo contribuyó sustancialmente la vida urbana y el acceso a las universidades, en donde se fueron gestando grupos revolucionarios que aspiraban a derrocar al zarismo. En esta época, proliferaron las organizaciones secretas y en ellas se discutían apasionadamente las ideas marxistas y anarquistas. En general, casi todos tenían una fe pseudo mística en el poder del pueblo ruso; no creían en el capitalismo y, en cambio, eran partidarios de llevar a cabo una revolución socialista y popular que acabara con las angustias del campo y las ciudades.

Con el tiempo, en el seno de esta intelligentsia se crearon organizaciones específicas que se reunían periódicamente y debatían sobre las estrategias más adecuadas para conducir el cambio. En este contexto, algunas se radicalizaron y decidieron adoptar la estrategia terrorista para abrir el camino a la revolución. Pensaban que esas campañas de desgate podían ser eficaces para torcer la mano del poder y liderar la vanguardia del proletariado. De hecho, estos ataques tenían como función principal provocar la violencia represiva del gobierno, una represión que lograría que las masas se levantaran. En definitiva, se trataba de conducir a la intensificación de las calamidades como vía para alcanzar la revolución.

Así, durante las últimas décadas del siglo XIX, una serie de atentados y ataques a representantes del poder incrementaron las tensiones, que llegaron a un punto crítico cuando el grupo Naródnaya Volya asesinó al zar Alejandro II en 1881.

Ahora bien, esta doctrina o filosofía terrorista es amplia y general; es decir, más allá de la ideología y de la procedencia política, étnica o religiosa de la organización que la implementa, configura un modelo operativo específico que permite a sus actores alcanzar los objetivos que se hayan propuesto. Esta doctrina se perfeccionó a lo largo del tiempo y del espacio, y se fue nutriendo de las experiencias vividas por sus actores.

Aparentemente fue Karl Heinzen el primer anarquista que sentó las bases de esta doctrina. Convencido de la necesidad de abandonar las palabras y pasar a la acción, instaba a sus seguidores a realizar actos de violencia extrema con dos objetivos fundamentales: aterrorizar al gobierno y hacer propaganda para su causa.

Más adelante, muchos otros contribuyeron decididamente con estas ideas y destacaron el importantísimo papel que las armas y los explosivos iban a desempeñar en sus acciones, lo cual dio lugar a la aparición de distintos manuales de fabricación de explosivos y de técnicas para infundir el terror en la burguesía, el clero y las autoridades. Mijail Bakunin y Serguey Necháiev fueron dos de sus máximos referentes. Juntos escribieron el Catecismo Revolucionario, en el que definían nítidamente las exigencias y los deberes que debían cumplir los activistas para con la organización, sus camaradas y el pueblo.[8]

Ahora bien, a partir del análisis que hemos llevado a cabo de las fuentes originales, esta teoría, doctrina o filosofía del terrorismo se asentaba en tres pruebas básicas, pruebas que, para sus autores, no sólo dotaban a sus acciones de sentido y contenido, sino que también las justificaban ampliamente. Analicemos a continuación dichas pruebas.

La primera: el terrorismo es una respuesta necesaria.

Según sus creadores, la acción violenta configuraba una última ratio que había nacido en virtud de la crueldad de sus enemigos y, por lo tanto, representaba una reacción genuina y adecuada frente a los abusos del poder. Desde esta perspectiva, el acto terrorista no constituía una agresión –y mucho menos un delito– sino una respuesta válida frente a la brutalidad del sistema de poder. “Y es que es indudable que la crueldad de nuestro enemigo ha engendrado la crueldad del pueblo, tornándola necesaria y hasta natural. Sin embargo, entre esas dos crueldades existe una gran diferencia: la primera tiene por objeto la destrucción completa del pueblo, en tanto que la segunda, aspira a liberarlo…[9]

La segunda –sostenida en la anterior– afirma que el accionar terrorista es legítimo. Una legitimidad que se asienta en las necesidades del pueblo, en la brutalidad del poder dominante y, fundamentalmente, en la búsqueda de justicia. Como sostenía Bakunin:

“La lucha terrorista busca la justicia. Es la lucha de la desesperación y del propio sacrificio; la lucha del heroísmo contra la opresión, del saber y la educación contra las bayonetas y los patíbulos… Ella habla del amor a la libertad que puede hacer de un hombre un héroe que da al pueblo la fuerza gigantesca para cumplir proezas sobrehumanas.”[10]

La tercera evidencia sostiene que esta estrategia es eficaz. Una eficacia que se funda en una premisa clave: sus ataques sorpresivos permitían la elusión del enfrentamiento directo –una cuestión fundamental debido a la debilidad numérica y material de los activistas– generaban reacciones desproporcionadas por parte del poder y contribuían a demostrar las capacidades de la organización.

Durante mucho tiempo, la superioridad de los enemigos en organización, entrenamiento, número y medios de destrucción fue tan fuerte que era ridículo pensar en contrabalancearla. Hoy, las circunstancias han cambiado. Debemos ser más pragmáticos, más decididos, más enérgicos y más imprudentes. Ese “espíritu de la libertad” debe habituarse a las dagas, al veneno y a las bombas…nuestro objetivo debe ser hoy la eliminación de la superioridad de los bárbaros, inventando nuevos métodos de asesinato que nos permitan anular su ventaja numérica mediante el uso de algunos instrumentos de destrucción que puedan ser manejados por unos cuantos hombres y que maten al mayor número de las personas que han sido tomadas como blanco.[11]

En este caso, además, la evidencia se consolidaba debido a un factor clave: el terrorismo tenía la formidable capacidad de infundir y propagar el miedo entre los enemigos. Como afirmaba Necháiev, “[e]l terrorismo instila el miedo en el corazón de los opresores y da una esperanza de revancha a las masas oprimidas. Da confianza y coraje a los indecisos, elimina la maldición de la raza sometida a los ojos del mundo porque él es la prueba más convincente del hambre de libertad de una nación”.[12]

Finalmente, la cuarta evidencia asegura que los efectos más importantes de esta estrategia son de índole propagandística.

“Todo el mundo sabe hoy –por experiencia– que, si el disparo o la explosión golpean con precisión, que, si el atentado es ejecutado perfectamente, sus efectos propagandísticos serán mucho más grandes que el atentado en sí mismo. Las condiciones requeridas para el éxito se sintetizan en su preparación metódica, la confusión del enemigo y la eliminación de todos los obstáculos que existen entre el que está encargado del acto y su enemigo”.[13]

Hoy sabemos con certeza que, dentro de la estrategia terrorista, la violencia cumple una doble función: una destructiva y otra simbólica. Esta última supone el poderoso efecto propagandístico que suscitan sus acciones en el contexto social en el que se producen. Como sostiene Walter Laqueur, los atentados se llevan a cabo sobre determinados blancos, pero la táctica terrorista no termina allí; por el contrario, este es sólo su inicio. En efecto, para lograr su cometido, el terrorismo requiere, imperiosamente, una audiencia sobre la cual proyectar el efecto de su violencia.

El 11 de septiembre de 2001, el augurio de Morozov se cumplió escrupulosamente. Ese día estos atentados portentosos alcanzaron todos los objetivos para los que fueron diseñados y ejecutados. Pero tal vez lo más importante haya sido que, con este ataque, los terroristas lograron que Washington decidiera emprender dos campañas militares; dos campañas que fracasaron pero que, sin embargo, les insumieron 20 años de lucha y de sangre, miles de vidas humanas, billones de dólares y un costo político y militar difícil de calcular. Eso sin mencionar los problemas y el sufrimiento que éstas ocasionaron en Medio Oriente y sin tomar en consideración la cantidad de derivaciones, casi imprevisibles, que se desarrollaron a partir de la mismas.

Para concluir, tomemos las palabras de Tarvovsky:

El terrorismo dirige sus golpes contra los verdaderos autores del mal y (...) aunque muchos inocentes deben sufrir, la reacción de los poderosos siempre nos ayudará pues, como suele ser, la intensificación de sus atrocidades permitirá al pueblo comprender quién es el verdadero salvaje .[14]

Notas

1Morozov fue uno de los creadores de la estrategia terrorista. Nació en la región de Yaroslav, Rusia en 1854 y falleció en 1946, en esa misma ciudad.

2“Manifestes, discous et théorie (I) ”. Quatrième partie. Les écrits de la terreur. En: Chaliand Gérard y Blin, Arnaud (Direct) Histoire de Terrorisme. Bayard. Paris. 2004.

3Bauman, Zygmunt. Miedo líquido. Paidós, Barcelona, 2007. Pp. 10-11

4Este optimismo de los 90 fue claramente reflejado por Francis Fukuyama en su obra: El fin de la Historia y el último hombre.

5Mártires o asesinos, los terroristas y sus acciones han sido percibidos y juzgados por sus contemporáneos sin términos medios y con la misma virulencia que dio fuerza a sus acciones. Laqueur, Walter. Terrorismo. Espasa Calpe, Madrid, 1980.

6Calduch Cervera, Rafael. Dinámica de la Sociedad Internacional. Editorial Centro de Estudios Ramón Areces. Madrid, 1993.

7Duroselle, Jean Baptiste. Europa de 1815 a nuestros días. Vida política y relaciones internacionales. Labor, Barcelona 1971. P. 53

8“Manifestes, discous et théorie (I) ”. Quatrième partie. Les écrits de la terreur. Op. Cit.

9 Ibidem

10Ibidem.

11 Ibidem.

12 Ibidem

13Ibidem

14Ibidem.

*

Magister en Relaciones Internacionales (Universidad Nacional de Tucumán) , coordinadora del Departamento de Historia de las Relaciones Internacionales del IRI-UNLP.

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