1. Introducción
El espacio ultraterrestre ya no es sólo ese campo de estudio lejano que causa curiosidad sino que, además, hoy es un gran catalizador del desarrollo. A partir de los serios desafíos que el uso y exploración del espacio presentan en un contexto de creciente participación del sector privado, del peligro que implica una potencial carrera armamentista en el espacio y de un eventual uso indiscriminado de los recursos naturales de los cuerpos celestes, la diplomacia espacial se reafirma como una herramienta fundamental para mantenerlo como un ámbito de paz y cooperación científico-tecnológica.
En dicho marco, este artículo tiene por fin fundamentar que la diplomacia espacial es ante todo una forma de diplomacia científico-tecnológica. A tal fin, primeramente, argumentará que la gobernanza global y la cooperación internacional son dos puntos de intersección entre ambos conceptos. Luego, explicará cómo las tres dimensiones de la diplomacia científico-tecnológica –ciencia y tecnología en la diplomacia, ciencia y tecnología para la diplomacia, y diplomacia para la ciencia y la tecnología– se verifican en la práctica en el ámbito espacial. Finalmente, rebatirá la idea de que el origen de la diplomacia espacial se remonta recién a los inicios del multilateralismo espacial en la Comisión sobre la Utilización del Espacio Ultraterrestre con Fines Pacíficos (COPUOS), concluyendo que dicha aseveración implica un reduccionismo que pasa por alto otros aspectos que salen a la luz al analizar la triple dimensión de la diplomacia científico-tecnológica.
2. El concepto de diplomacia científico-tecnológica como una versión superadora del de diplomacia científica
La diplomacia científica surgió como una respuesta de la comunidad internacional frente a desafíos emergentes de la aplicación de la ciencia y la tecnología a diversas esferas de la vida. En resumidas cuentas, la convicción de que los problemas globales requieren respuestas también globales y multidisciplinarias es un fundamento bastante acertado para el surgimiento de la diplomacia científica.
Algunos autores sostienen que esta designación es reciente y que el concepto cobró especial relevancia en la última década (Melchor, 2020: 409) (Müller & Bona, 2018) (Krasnyak, 2020b: 399); otros creen que su difusión se extendió en los últimos quince años (Flink & Rüffin, 2019) y finalmente otros consideran que data de los últimos veinte/treinta años o postguerra Fría (Ruffini, 2017: 25), etapa caracterizada por la Globalización (Turekian et al., 2015: 12). En la región de América Latina y el Caribe, se estima que esta noción recién cobró relevancia a partir de 2015, tras un encuentro de formación en la materia orientado a la región y organizado por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) (Gual Soler, 2020: 17).
Sin embargo, podemos remontarnos aún más atrás en el tiempo para rastrear signos de su existencia como fenómeno más que como un neologismo en las relaciones internacionales. Es indiscutible que la Guerra Fría y su inherente búsqueda de la supremacía tecnológica, militar y de poder reflejada en la carrera por el desarrollo particularmente en los ámbitos nuclear y espacial fue un importante catalizador de la diplomacia científica. Sin embargo, si este concepto es entendido en términos de investigación colaborativa más allá de las fronteras estatales, se puede concluir que sus orígenes son bastante más antiguos. Respecto a esto último, un interesante trabajo de Pierre-Bruno Ruffini analiza las motivaciones científicas de los primeros viajes de exploración en el siglo XVIII (principalmente en las ramas de astronomía, cartografía e historia natural), mientras que a la vez tanto él como otros autores reconocen que aquellas expediciones estaban marcadas por agendas políticas de los monarcas que las financiaban (Ruffini, 2017: 18) (Krasnyak, 2020a: 122).
En cualquier caso, la literatura parece estar de acuerdo en que se trata de un término fluido y que su contenido ha variado a lo largo del tiempo. Se lo ha descripto como un “puente” o “nexo” entre ciencia, tecnología y asuntos exteriores (Ruffini, 2020: 355). La Declaración de Madrid sobre Diplomacia Científica –producto de la conferencia “Diplomacia Científica de la Unión Europea más allá de 2020” convocada en el marco del proyecto S4D4C del bloque–[1] lo ha definido como una serie de prácticas en la intersección de ciencia, tecnología y política exterior y como una herramienta universal para mejorar las relaciones internacionales.[2] En el marco del mismo proyecto, en 2021 se publicó un informe que propuso una serie de recomendaciones para implementar una hoja de ruta dentro de las instituciones europeas de cara a los desafíos globales existentes y venideros (S4D4C, 2021:13).
Uno de los trabajos más citados para indagar sobre el significado de este concepto es el informe “Nuevas Fronteras en la Diplomacia Científica” (2010) de la Royal Society y de la American Association for the Advancement of Science (AAAS por sus siglas en inglés). Dicho trabajo distingue tres posibles dimensiones: ciencia en la diplomacia (es decir, informar a la diplomacia con asesoramiento científico), ciencia para la diplomacia (es decir, utilizar la cooperación científica para mejorar las relaciones internacionales), y diplomacia para la ciencia (es decir, facilitar la cooperación internacional científica) (AAAS, 2010: vi). La idea subyacente de este triángulo conceptual es la colaboración entre actores estatales y no estatales (que abarcan los círculos académicos y científicos) para buscar soluciones más flexibles particularmente en la gobernanza de los espacios globales comunes. Como lo señalan algunos autores, la diplomacia científica es mucho más que la politización de la ciencia o la cientificidad de la política (Gore et al., 2020: 424). El objetivo que se persigue es que los políticos puedan tomar decisiones informadas con sustento científico, que los científicos estén más focalizados en los problemas que ocupan a la política y que la diplomacia logre brindar oportunidades de cooperación para el intercambio y flujo científico transfronterizo. Siguiendo esa línea, Lorenzo Melchor llega a distinguir tres categorías de sujetos centrales: el personal científico diplomático (es decir, aquel que brinda asesoramiento científico al diplomático), el personal diplomático científico (es decir, aquel que se ha especializado en asuntos de índole científica, tecnológica y de innovación) y los actores que tienden puentes entre la ciencia y la diplomacia y median entre ambos extremos (Melchor, 2020: 411).
Si bien es cierto que la faceta centrada en la cooperación frente a los problemas globales es un elemento fundamental de la diplomacia científica, algunos autores han subrayado una doble naturaleza cooperativa-competitiva (Ruffini, 2020: 373) (Krasnyak, 2020b: 405). El rasgo competitivo se focaliza en la consecución de los objetivos de política nacional, más que en los objetivos comunes. En efecto, hoy en día es bastante usual utilizar este concepto para referirse a una forma de soft power, en los términos de Joseph Nye (Nye, 2004: 6, 45),[3] es decir, como una manera de ejercer influencia, persuadir y cooptar aliados mostrando a los demás una reputación positiva y atractiva.
La idea de diplomacia científica no es ajena al multilateralismo de las Naciones Unidas. Desde la década de los 90, el discurso con base científica relativo al desarrollo sostenible y a los temas ambientales viene jugando un rol cada vez mayor en la política internacional (Abdullah & Roig, 2021: 2). Tal es así que en 2013 el Secretario-General de las Naciones Unidas estableció el Consejo Asesor Científico en seguimiento de una de las recomendaciones del informe del Grupo de Alto Nivel sobre Sostenibilidad Global. El mismo fue propuesto para crear una junta consultiva científica con el fin de asesorar a los órganos de las Naciones Unidas y así fortalecer la sinergia entre política y ciencia (ONU, 2012: párr. 255).
Se verifica una tendencia a dar voz a las organizaciones no gubernamentales y a los miembros de instituciones académicas y asociaciones civiles en discusiones de preocupación internacional. De esta forma, la literatura especializada ha distinguido el multilateralismo 1.0 (centrado en la cooperación entre Estados) del multilateralismo 2.0 (menos centrado en los Estados, más abierto y muy interconectado) (van Langenhove, 2019: 22). Es interesante destacar que el Secretario-General de las Naciones Unidas en su reciente informe “Nuestra Agenda Común” (2021) hizo un llamamiento a un “multilateralismo más interconectado, inclusivo y eficaz”, y lo hizo en los siguientes términos:
[…]cuando se redactó la Carta de las Naciones Unidas, el multilateralismo consistía en la cooperación entre un pequeño número de Estados, mientras que hoy son muchos más los Estados y las instancias no estatales que abordan asuntos mundiales por medio de sistemas abiertos, participativos, transparentes y basados en la colaboración de homólogos que procuran resolver los problemas aprovechando las capacidades y opiniones de todas las instancias competentes, en lugar de guiarse únicamente por mandatos o instituciones (Secretario-General, 2021: párr. 104).
Si bien António Guterres reconoció el rol central de los Estados en atender los desafíos globales, por otro lado destacó que las soluciones también dependen de actores no estatales que deben ser incluidos como interlocutores (Secretario-General, 2021: párr. 106).
Ahora bien, se puede apreciar que la literatura suele referirse bajo este concepto no sólo a la ciencia, sino también a la tecnología y la innovación. Por tal motivo, se estima más apropiado y preciso utilizar el concepto de diplomacia científico-tecnológica. Así, sus tres dimensiones serán: ciencia y tecnología en la diplomacia, ciencia y tecnología para la diplomacia y diplomacia para la ciencia y la tecnología.
3. Intersección entre diplomacia científico-tecnológica y diplomacia espacial
En un artículo reciente, Małgorzata Polkowska definió la diplomacia espacial como un nuevo tipo de diplomacia cuyo nacimiento se remonta a 1958 con el establecimiento de COPUOS (Polkowska, 2020: 121-122). Parece sencillo y acertado partir de la premisa que si la era espacial se inició con el lanzamiento del primer satélite artificial en 1957 y al año siguiente se estableció un órgano bajo la égida de las Naciones Unidas con el fin de promover la cooperación internacional y abordar los problemas legales emergentes de las actividades espaciales, la diplomacia espacial debería tener su origen en ese tiempo y espacio. Sin embargo, este artículo argumentará que hay una serie de factores que hacen el origen de la diplomacia espacial más complejo de lo que parece. Por lo cual, considerar que dicho concepto se limita al multilateralismo espacial en COPUOS sería un reduccionismo y, como tal, refutaría la navaja de Ockham o principio de parsimonia. A cambio de ello, aquí se propone caracterizar a la diplomacia espacial como una forma de diplomacia científico-tecnológica.
Cuando se habla de diplomacia científico-tecnológica y de diplomacia espacial se pueden identificar dos puntos de intersección que abonan la hipótesis de que la segunda es una forma de la primera:
a) La gobernanza global: Por un lado, la diplomacia espacial está enfocada en contribuir a la gobernanza global del espacio ultraterrestre definido jurídicamente como res communis omnium, es decir, un espacio no sujeto a jurisdicción nacional. Esto implica abordar de modo mancomunado los desafíos emergentes del desarrollo e incremento de la actividad espacial garantizando su uso y exploración en provecho e interés de todos los países y de la humanidad.
La gobernanza global es una noción desarrollada a partir de los resultados de la Comisión Global para la Gobernanza, una iniciativa sueca que en 1995 concluyó con un informe en el que la definió como “la suma de las varias formas en que los individuos y las instituciones, públicas y privadas, gestionan sus asuntos comunes”.[4] A partir de ello, la Segunda Conferencia Internacional sobre Gobernanza Global del Espacio Manfred Lachs, organizada por la Universidad McGill, adoptó la Declaración de Montreal aplicando aquel concepto al abordaje de los desafíos globales emergentes del uso y la exploración del espacio ultraterrestre.[5]
En el ámbito multilateral de COPUOS dicho término empezó a usarse en 2016 durante los preparativos de UNISPACE+50[6] (ONU, 2016: parte I) y fue en el marco de dicho evento que quedó plasmado por primera vez en una resolución de la Asamblea General.[7] La Secretaría de la Oficina de las Naciones Unidas para Asuntos Espaciales (OOSA) reconoció en su momento que no existía una definición universalmente aceptada pero que “se podría interpretar como las medidas internacionales, o la forma (proceso), para gobernar y regular las actividades relacionadas con el espacio” (ONU, 2016: párr. 6). Se entiende que bajo dicho concepto se incluyen diversos instrumentos jurídicamente vinculantes o no (como directrices, códigos de conducta, medidas de fomento de la confianza) e instituciones nacionales, bilaterales, regionales o internacionales (Jakhu & Pelton, 2017: 7).
Uno de los aspectos sustanciales que ocupa a la comunidad internacional –y por lo tanto, es una preocupación global– es la preservación del espacio ultraterrestre para permitir que no sólo las generaciones presentes sino también las futuras puedan acceder a sus beneficios (comunicaciones, navegación satelital, televisión, acceso internet, investigación científica, entre otros). Esto se vincula con la noción transversal de desarrollo sostenible, es decir, el uso de los recursos de manera tal que no se quiebre el equilibrio entre desarrollo económico y protección ambiental (Gabčíkovo-Nagymaros Project, 1997: párr. 140) (Pulp Mills, 2010: párr. 177). Junto con ello, la necesidad de mantener el espacio ultraterrestre libre de interferencias operacionales y de amenazas para la seguridad internacional son el eje de las negociaciones en lo que se ha dado en llamar las 3S, por las iniciales en inglés de security, safety y sustainability.
b) La cooperación internacional: El otro punto de intersección es la centralidad de la cooperación internacional como un medio y un propósito a la vez. Como un medio, la diplomacia espacial busca expandir las oportunidades de colaboración internacional para que el acceso, uso y exploración del espacio ultraterrestre no sea un ámbito reservado únicamente a los países más desarrollados científica y tecnológicamente. Es así como la cooperación internacional se transforma en un eje esencial de las actividades en el espacio, y como principio fundamental viene receptado ampliamente en los instrumentos negociados sobre la materia (tanto resoluciones, directrices, como tratados). Este tipo de cooperación internacional es la que algunos autores han dado en calificar como una “obligación de esfuerzo” (Voronina, 2016: 33, 35).
Como un propósito, la diplomacia espacial procura fomentar la cooperación internacional como un presupuesto fundamental de la convivencia pacífica y la armonía internacional, tal como se la concibió en la Carta de las Naciones Unidas y en la Resolución 2625 (XXV).[8] Esta cooperación internacional viene considerada –a diferencia de la anterior– como una “obligación de resultados” (Voronina, 2016: 33, 35).
Las siguientes sub-secciones analizarán de qué manera la diplomacia espacial puede encuadrarse en las tres dimensiones de la diplomacia científico-tecnológica, y cómo estos dos puntos de conexión recientemente identificados confirman en la práctica la hipótesis planteada.
3.1. Ciencia y tecnología en la diplomacia: la astronomía como precursora de la diplomacia científico-tecnológica
La astronomía es considerada una de las ciencias más antiguas (Russo, 2019: 10) y también una pionera en la colaboración científica luego de la Primera Guerra Mundial (Mauduit, 2017). Para algunos autores, es la ciencia primordial para planificar, diseñar y ejecutar una misión espacial (Frischauf, 2011: 98). En la misma línea, la Unión Astronómica Internacional (IAU por sus siglas en inglés) hizo recientemente un llamamiento para que la investigación astronómica –tanto óptica como de radio- sea incluida como “parte instrumental de las actividades espaciales” (ONU, 2021a: párr. 24). Para otros expertos, es incluso considerada una actividad espacial en los términos del Tratado del Espacio (Rotola & Williams, 2021: 557). En virtud de su impronta trasnacional ha jugado un rol preponderante en la génesis de la diplomacia espacial. Autores como David Valls-Gabaud y Alexander Boksenberg han señalado que por su carácter antiguo y multidisciplinario, la astronomía es como una “embajadora para todas las ciencias” (Valls-Gabaud & Boksenberg, 2009: 4).
Se ha considerado que los orígenes de esta rama del conocimiento como diplomacia científica se remontan a la creación en 1919 de la IAU, definida por Arnaud Saint-Martin como el “parlamento de las naciones astronómicas” (Saint-Martin, 2009: 202). Su antecesor, el Consejo Internacional de Investigaciones, fue descripto por el mismo autor como un “avatar de la Liga de las Naciones” donde ciencia y política convergían (Saint-Martin, 2009: 204). Si bien técnicamente es una organización no gubernamental destinada a promover y salvaguardar la astronomía, su unidad básica es el Estado miembro, y los gobiernos establecen sus delegaciones y contribuyen en sus finanzas, por lo que ha sido descripta como una “expresión institucional e ideológica de la diplomacia científica” (Mauduit, 2017). Cabe destacar que sus estatutos de 1919 preveían facilitar las relaciones entre los astrónomos donde la “cooperación internacional es necesaria o útil” (Blaauw, 1994: 2).
La IAU también tiene un rol sustantivo en el multilateralismo de las Naciones Unidas, tanto en COPUOS, como en la UNESCO. En COPUOS, es observador permanente desde 1995, y actualmente se encuentra enfocada en promover la protección de los cielos oscuros y silenciosos, así como en el seguimiento de los objetos cercanos a la Tierra para lo cual se vale de importantes desarrollos tecnológicos (Andersen et al., 2019: 185 y 195). Con la UNESCO ha firmado un memorándum de entendimiento para reforzar los vínculos entre ciencia y cultura poniendo de relieve la importancia del patrimonio vinculado a la astronomía, como lo son los sitios de cielos oscuros (Ruggles, 2015: 90). En 2017, la IAU propuso celebrar una conferencia sobre esta temática con el patrocinio de la UNESCO por los aspectos relativos al patrimonio común de la humanidad (ONU, 2017a: párr. 18). En seguimiento a dicha iniciativa, en 2021 presentó a la Subcomisión Científica y Técnica de COPUOS junto con una serie de países un documento de trabajo con recomendaciones en la materia (ONU, 2021a), organizó una conferencia sobre cielos oscuros y silenciosos con España (ONU, 2021d), y volvió a sumarse con otros países para presentar un nuevo documento de trabajo para consideración del 59° periodo de sesiones de la Subcomisión de Asuntos Científicos y Técnicos de COPUOS (ONU, 2021e). El incansable esfuerzo de la comunidad astronómica de poner el tema bajo la atención del mundo diplomático logró el objetivo de incluir un punto de agenda en la Subcomisión de Asuntos Científicos y Técnicos (ONU, 2022: párr. 31) a partir de una propuesta presentada por Canadá, Japón y los Estados Unidos (ONU, 2021b).
En el abordaje de los problemas derivados del uso de la tecnología que afectan a la astronomía, es necesario referirse a otra institución que dejó una impronta sustancial en los inicios de las actividades espaciales. Esa institución es la Comisión de Investigaciones Espaciales (COSPAR por sus siglas en inglés), establecida en 1958 por el Consejo Internacional para las Uniones Científicas. COSPAR tiene por fin intercambiar resultados, información y opiniones, y ser un foro abierto para discutir problemas que potencialmente puedan afectar la investigación científica espacial. Este órgano fue el primero en obtener el estatus de observador en COPUOS (1962).[9]
COSPAR contribuyó de manera sustancial en el trabajo de COPUOS, entre otros, con estudios y recomendaciones sobre el denominado “Proyecto West Ford” (Marchisio, 2009: 172-173). Dicho experimento tecnológico consistía en usar millones de agujas de cobre alrededor de la Tierra para reflejar ondas de radio desde las estaciones terrenas. Esto despertó la preocupación de los astrónomos que temían que sus observaciones se vieran afectadas por posibles interferencias ópticas o de radio.
La primera prueba de dicho proyecto fue realizada en 1961 pero no resultó exitosa como sí lo fue la del 8 de mayo de 1963 (Ward & Floyd, 1989). Las preocupaciones de los astrónomos llegaron a COPUOS que, ante la posibilidad de que ciertos experimentos pudieran generar interferencia dañina, reconoció la necesidad de tener certeza científica sobre sus efectos (ONU, 1963: párr. 18). Al poco tiempo, el Grupo Consultivo sobre efectos potencialmente dañinos de experimentos espaciales de COSPAR publicó un informe despejando dudas sobre posibles efectos adversos del experimento lanzado en 1963 al concluir que no causaba interferencia dañina en la astronomía (ONU, 1964: anexo III). En base a dicho estudio, el Consejo Ejecutivo de COSPAR emitió una resolución dando la bienvenida al informe e invitando a que en el futuro los experimentos contaran con el respaldo de la comunidad científica respecto a su inocuidad (ONU, 1964: anexo II). A partir de dicha resolución, en 1964 COPUOS solicitó al Secretario-General circularla junto con el informe del Grupo Consultivo a todos los Estados Miembro. Además, exhortó a estos a requerir un análisis científico de COSPAR previo a sus experimentos espaciales y, finalmente, invitó a este último a compartir los resultados de dichos estudios en COPUOS (ONU, 1964: párrs. 32-33).
Este antecedente sirve en la actualidad para el estudio que lleva adelante la IAU sobre la protección del ambiente espacial y de la observación astronómica frente a una posible contaminación lumínica y a potenciales interferencias de radio producto del emplazamiento de mega-constelaciones de satélites. En este aspecto, el trabajo de COSPAR y de la IAU ha alcanzado un alto grado de complementariedad que demuestra el valioso aporte de la ciencia y la tecnología en la diplomacia.
En definitiva, comprender que antes del establecimiento de COPUOS ya existía colaboración científico-tecnológica aplicada a las actividades de investigación del Universo en la que Estados y profesionales científico-tecnológicos aunaban esfuerzos para promover objetivos comunes es un argumento robusto para concluir que la diplomacia espacial como forma de diplomacia científico-tecnológica tiene un origen más antiguo que el inicio de la era espacial.
3.2. Ciencia y tecnología para la diplomacia: una herramienta para la seguridad internacional
El elemento subyacente en el abordaje del impacto de la ciencia y la tecnología en la seguridad internacional es reconocer que a la vez que se alienta y fomenta su desarrollo para el bienestar de la sociedad, su aplicación puede llevar a generar ciertos desafíos para la estabilidad internacional o –por el contrario– puede facilitar la implementación y verificación de acuerdos para instaurar, restablecer o asegurar un clima de paz. Esto tiene un nexo directo con la naturaleza dual de ciertas tecnologías, como la nuclear, la espacial o la informática. Es decir, pueden ser aplicadas tanto con fines civiles como militares, o usadas con intenciones pacíficas u hostiles.
Los constantes intercambios crean confianza (Krasnyak, 2020b: 400), por ello, se puede decir que la diplomacia científico-tecnológica funciona como una herramienta de distensión en momentos en los que el “dilema de seguridad” de John Herz se traduce en una escalada de acciones, percepciones y respuestas o en lo que él describió como “el círculo vicioso de acumulación de poder y seguridad” (Herz, 1950: 157). Como fuera reconocido por la misma Comisión Europea, la diplomacia científica mejora las relaciones internacionales en zonas de conflicto donde la ciencia puede abrir canales de comunicación y confianza (Comisión Europea, 2015: 74). Incluso, puede tender un puente entre países con relaciones diplomáticas tensas o inexistentes, reconstruirlas en un periodo de postguerra –como fue el objetivo del Laboratorio Europeo de Investigación Nuclear (CERN por sus siglas en inglés) (Müller & Bona, 2018) (Gual Soler, 2020: 9)– o acercar culturas distanciadas (Gluckman et al., 2017). En otras palabras, la diplomacia científico-tecnológica se convierte en una medida de transparencia y fomento de la confianza, instrumento que –cabe aclarar– está muy arraigado en la diplomacia espacial desde 1993 (ONU, 1993) (ONU, 2013).
El desarrollo de la bomba atómica en el ámbito nuclear –y con ella el surgimiento de una amenaza sin precedentes– levantó la voz de los científicos en pos de la paz. Ello sucedió tanto en 1950, con el Llamamiento de Estocolmo –una iniciativa del Premio Nobel de Química Frédéric Joliot-Curie– como en 1955, con la firma del Manifiesto Russell-Einstein (científicos galardonados con el Premio Nobel de Física). En los años 60 y 70, las conferencias de Pugwash sirvieron como un claro ejemplo práctico de contribución entre ciencia y política internacional para prevenir una carrera armamentista, dando lugar a las conversaciones que en última instancia derivaron en la firma del Tratado sobre Misiles Antibalísticos (ABM por sus siglas en inglés) entre el presidente norteamericano Richard Nixon y su par soviético, Leonid Brezhnev (Turekian et al., 2015: 206-207). Sobre este aspecto, cabe señalar que en 1995, el científico polaco Joseph Rotblat –uno de los suscriptores del Manifiesto Russell-Einstein– y las conferencias de Pugwash fueron galardonados de forma conjunta con el Premio Nobel de la Paz por el compromiso de unir a científicos y políticos en la lucha contra las armas nucleares.
Estos precedentes apuntalan el argumento que la diplomacia científico-tecnológica es una importante contribución a la diplomacia preventiva (Gallucio, 2021: 40). El concepto de diplomacia preventiva fue introducido por el Secretario-General Dag Hammarskjöld en plena Guerra Fría (Wallensteen, 2014: 383) y fue definido en 1992 por el Secretario-General Boutros Boutros-Ghali como el conjunto de “medidas destinadas a evitar que surjan controversias entre dos o más partes, a evitar que las controversias existentes se transformen en conflictos y evitar que éstos, si ocurren, se extiendan” (ONU, 1992a: párr. 20).
El Año Geofísico Internacional y la Guerra Fría fueron el motor de la carrera espacial,[10] inaugurada con el lanzamiento del primer satélite artificial. Sin embargo, durante aquellos años no todo fue competencia, sino que en un contexto de división y recelo, también hubo espacio para la cooperación científico-tecnológica como mecanismo de distensión y progreso bilateral, reflejando en la práctica cómo la ciencia y la tecnología son instrumentales para la diplomacia (ciencia y tecnología para la diplomacia).
El punto máximo de esta dimensión de la diplomacia científico-tecnológica aplicada al ámbito espacial puede verificarse en el proyecto conjunto entre los Estados Unidos y la Unión Soviética Apollo-Soyuz, el más importante resultado del Acuerdo de Cooperación en materia espacial, firmado el 24 de mayo de 1972 por Nixon y su par soviético, Alekséi Kosyguin.[11] El acoplamiento de la cápsula soviética con el vehículo norteamericano y el saludo entre astronautas/cosmonautas el 17 de julio de 1975 no solamente significaron la superación de las barreras y las diferencias que separaban a ambas potencias, sino que darían un mensaje mundial de que el trabajo científico-tecnológico conjunto era posible y beneficioso para la paz (Krasnyak, 2020a: 128). Dicho hito fue el culmen de más de veinte visitas mutuas, cinco grupos de trabajo conjuntos y varios experimentos cuyos resultados fueron publicados en inglés y ruso (Krasnyak, 2018: 425-426).
Si fusionamos la diplomacia científico-tecnológica con el multilateralismo llegamos a la primera resolución sobre la temática en las Naciones Unidas en 1988, cuando la Asamblea General solicitó al Secretario-General hacer un seguimiento sobre las tecnologías que podían tener algún impacto sobre la seguridad internacional, y le pidió confeccionar un informe.[12] En dicho reporte –publicado en 1990– se distinguieron cinco tipos de tecnologías que si bien no son inherentemente peligrosas pueden llegar a crear amenazas: la nuclear, la espacial, la de la información, la de materiales y la biotecnología (ONU, 1990: párrs. 15-82).
Este tema se mantiene en la agenda de la Primera Comisión de la Asamblea General desde entonces hasta la actualidad. El Secretario-General recientemente confeccionó otro informe en el que agregó nuevas tecnologías, como la electromagnética y la inteligencia artificial, y reiteró la necesidad de tener un enfoque multisectorial que incluya a la industria y al ámbito privado (ONU, 2021c: párr. 92). Otro elemento a destacar en su informe es el reconocimiento de que la ciencia y la tecnología cumplen un rol fundamental en el desarrollo socioeconómico y, por ende, en la implementación de la Agenda 2030. Respecto a este último punto, amerita recordarse que el 2 de diciembre de 2021 la Asamblea General declaró el año 2022 como el “Año Internacional de las Ciencias Básicas para el Desarrollo Sostenible”.[13]
Con relación al vínculo entre desarrollo sostenible y tecnología nuclear, es necesario remarcar que la Corte Internacional de Justicia tuvo oportunidad de referirse a los límites que los Estados deben encontrar en el uso de tecnologías con fines militares y, al respecto, indicó que el impacto ambiental debe ser puesto en consideración al evaluar la necesidad y proporcionalidad de la acción (Nuclear Weapons, 1996: párr. 30). Lo fundamentó haciendo referencia al Principio 24 de la Declaración de Rio que establece que “la guerra es inherentemente destructiva del desarrollo sostenible” (ONU, 1992b).
En el marco de las labores de la Primera Comisión de la Asamblea General, a partir de 2017 se retomó la adopción anual de una resolución sobre la materia, titulada “Función de la ciencia y la tecnología en el contexto de la seguridad internacional y el desarme”. Desde entonces, estas resoluciones incluyen un párrafo preambular sobre el trabajo de COPUOS y la prevención de una carrera de armamentos en el espacio ultraterrestre.[14] La inclusión de una referencia relativa al trabajo de este organismo no es desdeñable toda vez que no es un foro de desarme y tampoco reporta a la Primera Comisión (seguridad internacional y desarme); sin embargo, cada vez más cobra fuerza la idea de que las 3S son intrínsecamente inseparables y que requieren un abordaje integrador y coordinado entre los distintos órganos competentes.
En conclusión, la existencia de hitos bilaterales memorables en plena Guerra Fría, como la colaboración en proyectos espaciales con impacto para la paz internacional, es un argumento que permite fundamentar que la diplomacia espacial como forma de diplomacia científico-tecnológica implica una visión mucho más amplia que aquella que se limita al multilateralismo espacial.
3.3. Diplomacia para la ciencia y la tecnología: COPUOS como el foro para la cooperación internacional en materia espacial
La cooperación internacional es un principio de esencial importancia en las relaciones internacionales. Rüdiger Wolfrum la definió a partir de la Resolución 2625 (XXV) como la acción voluntaria y coordinada de dos o más Estados que se desarrolla en el marco de un régimen jurídico y sirve para un objetivo específico (Wolfrum, 2010).
En el ámbito de la gobernanza global del espacio, este principio ha sido recogido en varias resoluciones de la Asamblea General desde los inicios de la era espacial, tales como la Resolución 1348 (XIII),[15] la Resolución 1472 (XIV),[16] la Resolución 1721 (XVI)[17] y la Resolución 1962 (XVIII). [18] Y tan enraizado está este principio que la resolución anual de COPUOS se titula “Cooperación internacional en los usos pacíficos del espacio ultraterrestre”. Asimismo, está contenido en el preámbulo y en la parte dispositiva del Tratado del Espacio (en los Artículos I, III, IX, X y XI).
En 1996, la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó la famosa Resolución 51/122 que recoge la Declaración sobre Cooperación Internacional,[19] considerada un instrumento interpretativo con autoridad del Artículo I del Tratado del Espacio (Hobe & Tronchetti, 2015: 315-316). La discusión de trasfondo en la negociación de dicha resolución estuvo marcada por la divergencia de opiniones entre el mundo desarrollado y en desarrollo (Jasentuliyana, 1994: 9). Para este último, la Resolución 3201 (S-VI) de la Asamblea General sobre el Nuevo Orden Económico Internacional –adoptada en 1974 sin votación– era un antecedente a su favor y por ello deseaba incorporarlo en el ámbito espacial. La misma definía la cooperación internacional como un objetivo compartido y un deber común de todos los países.[20] A partir de ello, los países en desarrollo sostenían que el artículo I del Tratado del Espacio no era sólo un llamamiento a la cooperación internacional, sino que establecía una obligación. Finalmente, el texto de la declaración quedó redactado del siguiente modo: “los Estados pueden determinar libremente todos los aspectos de su participación en la cooperación internacional en la exploración y utilización del espacio ultraterrestre sobre una base equitativa y mutuamente aceptable”, descartando de plano cualquier interpretación a favor de la cooperación forzosa (Benkö & Schrogl, 2000: 75).
A nivel institucional, COPUOS –asistida por la OOSA– es la única plataforma a nivel mundial para la cooperación internacional en las actividades espaciales.[21] Esta temática fue objeto de un grupo de trabajo particular creado en el marco de la Subcomisión de Asuntos Jurídicos de COPUOS en 2014, el que fue presidido por la japonesa Setsuko Aoki. Dicho grupo elaboró un informe en 2017 que supuso una importante contribución al proceso de UNISPACE+50 al describir diferentes alternativas de cooperación internacional (mecanismos regionales, bilaterales y multilaterales) (ONU, 2017b: Anexo III). También a partir de UNISPACE+50, la OOSA está llevando a cabo la iniciativa “Acceso al espacio”, un ejemplo de cooperación triangular (Naciones Unidas, países que realizan actividades espaciales y otros que no las realizan o con capacidades emergentes) para utilizar y beneficiarse de las tecnologías y aplicaciones espaciales. El más reciente desarrollo en el ámbito de la gobernanza global del espacio es la Agenda “Espacio 2030”, cuyo Objetivo 4 es justamente establecer alianzas y fortalecer la cooperación internacional.[22]
Como se puede apreciar, desde los albores de la era espacial, la cooperación internacional ha sido una característica constante del uso y exploración del espacio ultraterrestre. No hay que pasar por alto que –como lo describió el reconocido Director de la OOSA Nandasiri Jasentuliyana– la investigación científica en el ámbito espacial requiere de la cooperación internacional de una manera particular (Jasentuliyana, 1995: 91). Algunos de los beneficios que ella proporciona son lograr apoyo político para un proyecto, mejorar las relaciones con otros socios y ejercer influencia de acuerdo con los propios propósitos de política exterior (Johnson, 2011: 1). También se ha argumentado que si bien la cooperación no elimina la competencia entre actores en el espacio ultraterrestre, al menos reduce significativamente sus efectos negativos (Pankova et al., 2021: 101).
En la práctica, el ejemplo por excelencia de cooperación internacional en la exploración del espacio es la Estación Espacial Internacional (ISS por sus siglas en inglés) (Sharpe & Tronchetti, 2015, 619). Durante la Guerra Fría, los norteamericanos en cooperación con la Agencia Espacial Europea, Japón y Canadá intentaron diseñar la estación espacial Libertad con el fin de superar a la Unión Soviética que ya contaba con la estación espacial Mir, apta para una tripulación de tres cosmonautas (Catchpole, 2008: 1-2). Por tal motivo, el presidente Reagan –el mismo que había ideado la conocida “guerra de las galaxias” bajo la Iniciativa de Defensa Estratégica– instruyó a la NASA para que desarrollase en el plazo de una década una estación permanentemente habitable.[23]Al colapsar la Unión Soviética, el entonces presidente Clinton vio en ello una oportunidad para invitar a la Federación Rusa a colaborar en este emprendimiento multinacional reduciendo costos y –además– así propiciaría que dicho país no desarrollara tecnología misilística hostil (Brus & von der Dunk, 2006: 10). La ISS fue lanzada en 1998, orbita la Tierra a unos 400 kilómetros aproximadamente y cuenta con la colaboración de varios países con el fin de “potenciar el uso científico, tecnológico y comercial del espacio ultraterrestre”.[24] Esto es un ejemplo de que la mayor participación de Estados amplía la utilidad diplomática derivada de la cooperación internacional (Broniatowski et al.: 2006: 2).
En suma, de las tres dimensiones de la diplomacia científico-tecnológica, la diplomacia para la ciencia y la tecnología parecería ser la que mejor respalda el origen de la diplomacia espacial en el inicio de COPUOS. Ahora bien, concluir que la diplomacia espacial tiene su origen en 1958 y en COPUOS sería un reduccionismo que pasaría por alto las otras dos dimensiones de la diplomacia científico-tecnológica analizadas en los dos acápites anteriores.
4. Conclusiones
Este artículo se propuso argumentar que la diplomacia espacial es una forma de diplomacia científico-tecnológica. Para ello, primero estableció que hay dos puntos de conexión entre ambos conceptos: el abordaje de cuestiones globales a través de instrumentos e instituciones diversas, lo que se resume en el concepto de gobernanza global. Por otro lado, hizo referencia a la centralidad de la cooperación internacional, tanto como medio para la consecución de otros fines y como propósito en sí mismo.
A partir de esos dos elementos en común, analizó la diplomacia espacial desde la triple dimensión de la diplomacia científico-tecnológica como un concepto superador del de diplomacia científica. Como ciencia y tecnología en la diplomacia, la astronomía demuestra que desde tiempos remotos hasta nuestros días en los que se vale de importantes desarrollos tecnológicos para estudiar el Universo implicó un antecedente importante al hablar de diplomacia espacial. La astronomía siguió siendo un motor sustancial en la contribución científica de COSPAR y de la IAU en la gobernanza global del espacio a través del trabajo de COPUOS y lo es hasta nuestros días.
Como ciencia y tecnología para la diplomacia, el ejemplo de colaboración entre los Estados Unidos y la Unión Soviética en el proyecto Apollo-Soyuz demuestra que la colaboración científico-tecnológica entre ambos actores en un contexto de relaciones diplomáticas frías sirvió para promover los valores de seguridad y estabilidad global. Las labores de la comunidad internacional para hacer de la ciencia y la tecnología herramientas para la seguridad internacional, y el involucramiento de la comunidad científica para desalentar el uso de la ciencia y la tecnología como un instrumento de guerra demuestran la complementariedad de dos estrategias que desde distintas perspectivas se concentran en un mismo fin que, en última instancia, es un objetivo global: asegurar la paz.
Finalmente, la diplomacia para la ciencia y la tecnología es la dimensión de la diplomacia científico-tecnológica que más se asemeja al uso corriente del término de diplomacia espacial. La idea de que diplomacia y multilateralismo espacial son sinónimos no hace sino dejar de lado una serie de aspectos que enriquecen y sustancian el concepto. Comprender la complejidad de la diplomacia espacial implica entender que gobernanza global del espacio y cooperación internacional se entrelazan, que bilateralismo y multilateralismo se complementan y que diplomacia, ciencia, tecnología y espacio se unen no para politizar la ciencia o tecnificar la política, sino para enfrentar los desafíos globales en beneficio de la humanidad.