Hay casos en que uno no debería escribir una recensión: debería limitarse a recomendar la lectura del libro para no anticipar ni lo más mínimo de su encanto. Es el caso del Cuaderno de Faros de Jazmina Barrera. Si yo pudiera, pondría aquí un link para que el lector salte directamente a sus páginas.
Jazmina Barrera es mexicana y no es arquitecta; al menos, las notas periodísticas nos dicen que es escritora y ensayista. Su escritura es poética sin dejar de ser ensayística. Por momentos es imposible decir que su ficción no sea realidad y que su realidad no sea ficción. A quienes buscamos la materialidad de los faros nos da su aproximación sensible y, a quien lleva en su retina la imagen de un faro vislumbrado entre la neblina, le ayuda a comprender su materialidad. Ella escribe como envuelta en la ficción y nos guía por su sendero.
Cada uno de los seis capítulos lleva como numen un faro distinto. La escritura simula ser autobiográfica, como un libro de viajes hacia los faros, lo cual no está nada mal porque, como ya lo sabía Virginia Woolf, a los faros se llega. Y Barrera empezó su experiencia de lectura sobre faros leyendo a Woolf. Mientras nos va contando cómo se aproximó al tema, nos va contagiando su entusiasmo por estos solitarios y misteriosos vigías del tiempo de la navegación anterior a los radares, la radio y los satélites de comunicaciones. Los faros son sobrevivientes: "Los primeros faros surgen de un esfuerzo colectivo por advertir de zonas peligrosas, de costas y muelles cercanos. Los naufragios podrán ser hoy menos comunes, pero durante mucho tiempo eran el pan de cada día: 832 barcos en Inglaterra en 1853, según Jean Delumeau" (pp. 13-14).
Cada uno de los seis faros de Barrera tiene sus datos técnicos y de ubicación, pero el libro no es un atlas, sino un llamado a las emociones, aquello que hace, en primer lugar, que la arquitectura no sean piedras u hormigón, sino formas y espacios para el ser humano. Más allá de su construcción y utilidad, los faros son hitos en el paisaje, monumentos sin pretender serlo, fuentes de luz, de protección, de orientación y de auxilio en la tempestad. Jazmina nos habla de los primeros faros y de los fresneles que multiplicaron la luz. Recorre la presencia de faros en la literatura para capturar las percepciones sobre ellos. Se detiene en Robert Louis Stevenson, el autor de La isla del tesoro, porque la familia de Stevenson era de ingenieros constructores de faros. "El ingeniero, como un Wordsworth o un Coleridge, proyecta sus obras de cara a la naturaleza. Su materia, sin embargo, no es el lenguaje sino la naturaleza misma" (p. 21).
Y ella, examinando el asunto, nos dice: "No se puede pensar el faro sin el mar. Porque son uno, pero a la vez lo contrario. El mar se expande hacia el horizonte, el faro apunta en dirección al cielo. El mar es movimiento perpetuo; el faro es un vigía congelado. El mar es voluble, ‘un campo de batalla de emociones’, lo llama Woolf. El faro es un señor estoico, inamovible. El mar atrae desde la lejanía, detrás de las dunas, con su sonido. El faro llama con su luz entre la bruma y las mareas. El mar es la primacía del líquido. El faro es la encarnación del sólido.
El mar, la mar, es femenina por antonomasia biológica y mitológica. El faro es masculino hasta por parecido fonético. El mar es imperio de la naturaleza. El faro es el artificio que en su digna pequeñez se le opone" (p. 24).
Seguramente ya no construiremos más faros, aunque sí deberíamos salvarlos como monumentos de una epopeya: cuando el ser humano, después de lanzarse a los mares enfrentando a mil peligros, los convirtió en lagos interiores de su mundo. Para hacer segura la navegación se hicieron los faros, y al hacerlos, se descubrió inesperadamente su paisaje. Pero tal vez no fuimos conscientes de ese paisaje hasta que Barrera vino aquí a revelarlo para nosotros. Y ahora, sin hacer faros, podremos elevar otros edificios que en la costa, desde lo alto de una roca, nos den su luz y pongan un acento en el paisaje para hacerlo también memorable.
Al final del viaje, Barrera agrega su bibliografía: La Ilíada, Samuel Beckett, Ray Bradbury, Herman Melville, Jules Michelet, Plinio el viejo, Edgar Allan Poe, Julio Verne, Suetonio, Walter Benjamin y tantos más, sin orden alfabético o cronológico porque las ideas, como las olas, apenas simulan un orden, pero van y vienen y se deshacen en espuma. Y termina con dos páginas de agradecimientos, a los cuales, nosotros le agregamos el nuestro, a ella, por hacernos ver lo que nuestros ojos no habían visto todavía.