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Recial

versión On-line ISSN 2718-658X

Recial vol.13 no.22 Córdoba dic. 2022  Epub 08-Dic-2022

http://dx.doi.org/10.53971/2718.658x.v13.n22.39349 

Dossier

Casi escritos, pensamiento contiguo. Mapas, napas e inventarios en la obra de Sigüenza y Góngora1

Almost written, neighbouring thoughts. Maps, groundwater and inventories in Carlos de Sigüenza y Góngora’s Works

1 Universidad de Buenos Aires - CONICET, nofacundosi@gmail.com

Resumen

Una vez finalizada la conquista, la paz no resultó estable ni su horizonte homogéneo. Y el período colonial da cuenta fundamentalmente de esa inestabilidad y, en él, particularmente la obra de Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700). La inquietud en dicha obra por la violencia original, por su representación y, sobre todo, por su remanencia han sido leídas muchas veces como una preocupación criolla por la continuidad (o ruptura) entre pasado y presente o por la elaboración de una historia capaz de proyectar o sostener algún futuro cierto. No obstante, y como suele suceder con la literatura de Sigüenza y Góngora, otra parece ser la pregunta que desvela una y otra vez su multiforme escritura, desplazando el problema de la continuidad (o ruptura) y organizando, paralelamente, su archivo: ¿cómo reunir lo que ya se encuentra junto?, ¿cómo contar la contigüidad de presente y pasado? El siguiente ensayo pretende rastrear, siguiendo las distintas obras de Sigüenza y Góngora, la forma que su escritura adopta para dar lugar a dichas cuestiones.

Palabras clave: Sigüenza y Góngora; período colonial; violencia; literatura; Barroco

Abstract

Once finalized the conquest, peace was not constant, nor was not stable nor its horizon homogeneous. The colonial period expounds this instability and the works of Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700) show it especially. The inquisitiveness of Sigüenza’s works about the original violence and its representation and persistence has been interpreted as a creole preoccupation with the continuity (or rupture) between past and present or as the elaboration of a history capable of projecting or sustaining some certain future. However, as it is usual in Sigüenza y Góngora’s literature, another question appears in his singular writing and shifts the continuity (or rupture) problem, organizing his archive: how to gather what is already together? How to express the adjacency of past and present? The following essay aims to trace, in the different works of Sigüenza y Góngora, how these issues take form in his writing.

Keywords: Sigüenza y Góngora; colonial period; violence; literature; baroque

Una vez finalizada la conquista, la paz no resultó estable ni su horizonte homogéneo. Y el período colonial da cuenta de esa inestabilidad, de la que -y entre otros- son parte los arcos triunfales que se usaban para recibir a cada nuevo virrey, en tanto se trataba de modos -ahora- civiles de mantener vivo el sentimiento de victoria de unos sobre otros, pues “cuando el imperio llegó al apogeo de su poder y ya no salía constantemente a hacer conquistas se hizo una institución de la misma victoria, que se celebraba periódicamente en unas fechas determinadas” (Canetti, 2000, pp. 164-165). De este rito civil, memoria de un tiempo pasado, pero aún activo, es ejemplo el Teatro de virtudes políticas que Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700) concibe, diseña y escribe en 1680 para recibir a Tomás Antonio de la Cerda y Aragón, marqués de la Laguna, y a su esposa María Luisa Manrique de Lara y Gonzaga, condesa de Paredes, los nuevos virreyes. En este arco Sigüenza y Góngora traza un recorrido posible que, a grandes rasgos, va de la conquista a la colonia, pero que -bien mirado, como solía decir sor Juana- en realidad se extiende o circunscribe al lapso que abarca la fundación y caída de Tenochtitlan, inscribiéndose entre dos umbrales o pasajes tan definitivos como violentos y móviles, pues va de una peregrinación y conquista a otra. Esta “traza” del arco ha llamado regularmente la atención de la crítica en tanto, de una u otra forma, se generaba o proponía así una “historia de conjunto”, que reunía lo pre- y pos- hispánico en un relato potencial que, no obstante, se centraba u organizaba en torno de la historia mexicana. Y, más notado aún, dada esta traza el Teatro ofrecía deliberadamente a las nuevas autoridades (españolas), como ejemplo de virtudes políticas encomiables, las de los mexicas destronados por el imperio que estos gobernantes representaban. Tal cual se leía en la dedicatoria (y en la tarja) del arco, se alentaba al entrante “padre de la patria” a consultar “con su pueblo todos y cada uno de los asuntos” ilustrándose en los emperadores “de la antigua nación” (1984, p. 189). En este contexto, y en el arco que conduce de la antigua nación a la nueva patria, resulta destacable que Sigüenza proponga no llamar a dichas construcciones “arcos triunfales”, como hacían los romanos, pues “no son estas fábricas remedo de los arcos que se consagraban al triunfo, sino de las puertas por donde la ciudad se franquea” (1984, p. 171). No arcos triunfales, instituciones de una victoria, sino “puertas de franqueo”, ese punto de pasaje.

La distancia con el imperio romano, la omisión de cierta violencia de las conquistas que permite conectar rápidamente pasado y presente y la presunta igualdad original entre conquistados y conquistadores, por la que unos pueden servir de ejemplo a otros sin importar de quién haya sido el triunfo o -como sugiere el Inca Garcilaso en sus Comentarios reales respecto de Pachacamac y representa sor Juana en su loa al Divino Narciso- venerar con nombres distintos una misma deidad, plantea un problema medular, al decir de Anna More (2011 y 2013), como es el de la representación de la violencia y más aún, el de la relación entre soberanía y violencia a fines del siglo XVII, momento crítico de la monarquía Habsburgo. Así, en su lectura, More propone que frente a la decadencia del universalismo del imperio en crisis, la reacción local de letrados y discursos oficiales fue la de representar esa violencia, pero como un “exceso”, que debe y puede ser absorbido por una soberanía regional, recuperando el relato de una violencia de origen que, de todos modos, habría dado lugar a una soberanía razonable que, siendo así, pronto evidenciaría como innecesaria la dominación imperial, entendiendo y vislumbrando por esta vía la patria como reino “de la razón histórica” (2011, p. 253). Ciertamente la inquietud por esa violencia original, y su efecto sobre la actual soberanía, es todavía (hoy) un problema político cuya “representación” a fines del siglo XVII ponía rápidamente en escena su carácter a un tiempo simbólico e institutivo (Palti, 2018), evidente en su “representación” inter o multidisciplinaria que involucraba tanto la confección de loas y el diseño de arcos, como el relato y comentario de historias y la factura de almanaques. Es cierto también que, casi siempre, eran las mismas personas las que hacían las loas y contratos, los sonetos, mapas e inventarios, y que podría hablarse, como ha hecho célebremente Ángel Rama (1998), de un problema no de carácter inter o multidisciplinario, sino, llanamente, de un problema letrado, de los letrados: el problema de la ciudad letrada. O para ser precisos, incluso en términos de Rama, el problema de ciertos letrados, de cierta urbanidad “aristocratizante” de las letras (1980, pp. 19-21). En ambos casos, sea un asunto más o menos letrado sea una cuestión más o menos barroca, esta inquietud por la violencia original, o por su pregnancia, representación y remanencia, especialmente en la obra de Sigüenza, lejos está de ser un tema uniforme y, por ejemplo en lo que hace “los indios” -cuya unidad de sentido es también muy inestable (Gruzinski, 1986)-, no se reduce ni a una mera exaltación del indio muerto, como plantea Lafaye (2015), ni a la simple exclusión del indio vivo, como sugiere Brading (2003). Y no pocas veces esta inquietud ha sido señalada e interpretada -caso de Padgen- como la necesidad de la historiografía criolla de tener “un pasado continuo, instructivo y políticamente legitimador” (citado en More, 2011, p. 236), perspectiva, pasado e historiografía que -sin salir de México- dará también consistencia a la “tradición de la ruptura” (Paz 1990).

Sin embargo, cuando Sigüenza dice que los arcos en América no deberían llamarse “de triunfo”, sino “puertas donde la ciudad se franquea”, cuando monta en el diseño del arco que recibe a los nuevos virreyes españoles las máximas virtudes políticas simbolizadas por los viejos gobernantes mexicas o cuando, pasaje también muy recordado, relata en Alboroto y motín de los indios de México (1692) que trabajando en la construcción de una nueva acequia para la ciudad halló, nada menos que bajo el puente de Alvarado (famoso por la, según los españoles, “noche triste”), “infinidad de cosillas supersticiosas” que interpreta como -ya no solo para los españoles- pésimos augurios pues no son, sino “prueba real de lo que en extremo nos aborrecen los indios” (2018, p. 159), la operación busca resaltar un problema distinto al de la continuidad o ruptura con un pasado del que abjurar o no para conjurar, en presente, un futuro distinto. La operación establece -como usualmente ocurre con Sigüenza- en primer lugar, una distinción en la unidad: pre/conquista y colonia, aún unidos, son distintos. Y señala, entonces, ahí el problema: no la continuidad, sino la contigüidad. El fin de un tiempo militar (y de triunfos) señalaba el comienzo de un tiempo civil (y de franqueos), pero no por eso garantizaba, explicaba o resolvía, la convivencia. El tiempo civil novohispano -lejos de ser “una especie de descanso nocturno entre dos extenuantes jornadas de la historia [conquista e independencia]” (Leonard, 2004, p. 11)- era un tiempo inestable, un tiempo de pasajes (y franqueos) y por eso, en la propuesta de Sigüenza, el arco y la acequia -entre otros- se tornan puerta, franquean: si el arco ya no es “premio glorioso de felicidades marciales [cursiva agregada]”, sino “donde la ciudad [cursiva agregada] se franquea” (1984, pp. 169-171), la acequia entonces no solo es lo que drena y sanea la ciudad, sino también -en aquella “infinidad de cosillas supersticiosas”- lo que conecta el presente con algo “ominoso para nosotros y para ellos feliz” (2018, p. 160). Esa contigüidad entre lo militar y lo civil, esa convivencia de lo ominoso y lo feliz apunta, precisamente, al modo en que Sigüenza hacía de su literatura la historia de un desvelo tan mexicano y colonial como americano y actual: ¿cómo reunir lo que ya se encuentra junto? ¿Cuál es la articulación adecuada, la convivencia posible, de los pre- y pos- hispano? Si un arco indica donde la ciudad se franquea, ¿cómo atravesar o trasponer ese franqueo, aquel pasaje? ¿Cómo, en fin, relevar ese franquearse de la ciudad, a un tiempo ominoso y feliz?

Esa inquietud por la violencia original, y más aún por su pregnancia, representación y remanencia en América, este desvelo por los disímiles pasajes y sus lógicas históricas, ha guiado también y sólidamente la interpelación y trabajo críticos de Elena Altuna, quien encontró rápidamente en la palabra “dinámica” no el nudo del conflicto, sino la punta del ovillo con que tejer sus derroteros, muchas veces organizados -o textualizados, como sugiere Valeria Añón (2013, p. 213)- en torno de la memoria y el territorio. Así, en la temprana inquietud por un sujeto peculiar y un “fenómeno contemporáneo”, como es el migrante y la migración estudiados por Cornejo Polar, Altuna halla y postula enseguida una “dinámica de la migración” (1998, p. 4) que, sin desatender “la dinámica centrífuga del discurso migrante y su reivindicación de la múltiple vigencia del aquí y del allá y del ahora y del ayer” (Cornejo Polar, 1995, pp. 105-106), reorienta distinta y críticamente la posibilidad y objeto de estudio hacia “textos coloniales” donde encontrará -caso de El lazarillo de ciegos caminantes de Alonso Carrió de la Vandera o los Memoriales Buenaventura de Salinas y Córdoba- no solo “una territorialidad dinámica” (2002, p. 181), sino -dada la “densidad textual” de dichos escritos, traduce Altuna (1998, p. 3) a Rolena Adorno- un singular “dinamismo” (2005, p. 17), el del discurso criollo. De este campo dinámico de fuerzas críticas (conceptos, tiempos, textos, ideas, agentes, discursos, territorios) surgirán -como Altuna prevé, siguiendo a Cornejo Polar- categorías capaces de articular amplios e importantes segmentos de las literaturas de América, como efectivamente sucedió con “retórica del desagravio”. Pero más aún, allí permanecerá -renovándose, es decir, religándose- una dinámica de pensamiento que Susana Zanetti había expuesto, memorablemente, como la condición sine qua non de la producción americana, la de “una simultaneidad impensable” (1987, p. 189).

Pues si algo caracteriza aquel desvelo en la obra de Sigüenza y Góngora, esta dinámica de pensamiento que “se halla” en lo contiguo y no en lo continuo (ni en la ruptura), es justamente esa simultaneidad impensable, a un tiempo ominosa y feliz pues allí, en un mismo arco o bajo una misma acequia, se enraíza -violenta- y funda -inestable- toda una literatura. Toda una literatura y sus historias posibles, la de sus “eras imaginarias” (Lezama Lima, 1993, 2014). Toda una literatura y sus prácticas críticas, las de sus ruinologías (Antelo, 2016). Y si algo caracteriza ese desvelo en la obra de Sigüenza es la forma que adopta su literatura para captarlo, la dedicación que cada una de sus piezas muestra para “hacerse” de esa contigüidad, para hallarla y distinguirla, para exhibirla y -sumo objeto del deseo- comprenderla. Vale decir: si algo caracteriza el desvelo de Sigüenza y Góngora por esa contigüidad de lo militar y lo civil, de lo ominoso y lo feliz, es la forma que adopta su literatura para captarlo y proyectarlo, aun sin entenderlo. Y si algo caracteriza esa forma es un pasaje muy singular, por olvidado o por incompleto, de Parayso Occidental de 1684 en el cual expone -arqueológico- dónde se asienta el convento.

Encargado, como tantas otras veces (pues vale recordar que buena parte de la obra de Sigüenza y Góngora es una obra por encargo, el resultado de algo que no lo tiene a él como punto de partida), en fin: encargado de escribir la crónica o -como se lee en la portada de Parayso occidental- de “dar noticia” de la fundación y progresos del Real Convento de Jesús María de México, de sus prodigios, maravillas y virtudes, en él acaecidas y por él animadas, Sigüenza y Góngora cuenta y da cuenta allí de muchas otras cosas que, a primera vista, guardan impredecible, pero -Sigüenza mediante- definitiva conexión con el núcleo del encargo. Y de esta manera, rápidamente queda en evidencia uno de los rasgos constitutivos de dicha forma en su literatura: el aprovechamiento del espacio. Un encargo era una posibilidad de publicación y -más aún- de impresión, y esa vía material para hacerse de un espacio público y valerse de un público (en ese espacio), suele involucrar para Sigüenza otra, y siempre deseada, posibilidad: la de evidenciar -esto es, literalmente: ofrecer evidencias y poner en evidencia- tanto sus investigaciones, fueran más o menos relativas al encargo, como su muy singular modo de llevar adelante (y proyectar hacia atrás) dichas pesquisas, modo cuya singularidad estribaba nada menos que en él mismo. Esto es: que solo él podía reunir de la manera que reunía las cosas que solo él podía tener o presentar como evidentes o evidencia. Y este rasgo, naturalmente, conduce a otros dos también constitutivos de la forma que adopta su literatura para captar y para “hacerse” de esa contigüidad: la acumulación dispar y, necesariamente, un deliberado trabajo de zurcido o composición. Publicar podía significar, sin más, aprovechar la oportunidad para reunir todo lo que, únicamente él, podía no solo recolectar, sino conectar.

Así, por ejemplo, en el prólogo a Parayso Occidental cuenta, sin que venga estrictamente a cuenta, que no publica (imprime) más seguido porque no tiene quién lo patrocine y entonces se lanza a listar y comentar (publicitándolos mientras sale a la pesca de patrocinio) sus variados proyectos e incluso las obras que -no puedo, sino citarlo- tiene “casi escritas” (1684, f.IXr). Estas obras casi escritas, la mención de esas obras casi escritas es fundamental, además de inolvidable: señala, con una precisión sin matices, la potencia literaria de Sigüenza y Góngora. Una potencia, siempre, de lo contiguo: ni distante de la obra escrita ni continua del proyecto. Obras casi escritas. Osvaldo Lamborghini muere de celos. En todo caso, como con las acequias y los arcos y las historias o personajes prehispanos, Sigüenza anda siempre tras relatos, objetos y denominaciones limítrofes. Entre lo ominoso y lo feliz, Sigüenza y Góngora encuentra su forma. Y así, sin previo aviso, narra tangencial Parayso occidental que donde hoy está gran parte del convento de Jesús María, “como me consta por escrituras antiguas y otras memorias”, fue antes la casa del “capitán Juan de Jaramillo y su mujer doña Marina Tenepal, célebre entre las mexicanas historias con el nombre de Malintzin”. La entrada de Malinche en la historia (del convento, y de la conquista) es, en realidad o al mismo tiempo, donde se funda: allí, en ella -parece decir Sigüenza- hace pie la historia (del convento y de la conquista). Pero advertido de que esa digresión o presunto comentario marginal no puede pasar desapercibido, habida cuenta de que mentar a Malinche es tentar la médula de una cultura inestable en su violencia originaria, Sigüenza no obstante y sin apuro dice que quizá “muchos tengan por advertencia despreciable” el memorar dicha circunstancia, pero a él -en cambio (y siempre en contra)- le resulta de “agradable memoria”. Y no solo le resulta agradable, sino que la considera, y cito, pero subrayo, una “circunstancia muy misteriosa” (1684, f.38v). Una vez más él y su figura (y autoimagen) abren y ocupan exactamente un contralugar, ese pasaje hacia lados otros: mientras muchos piensan de un modo, yo no, yo del otro. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurría con el eclipse en Alboroto y motín donde también él se halla “en extremo alegre y dándole a Dios gracias” (2018, p. 144) mientras las aves caen, lo perros aúllan, las mujeres y los muchachos gritan y la gente desampara sus puestos del mercado para refugiarse en la Catedral, aquí la circunstancia no tiende -Dios mediante- a lo científico o evidente, sino, y notablemente, hacia lo “misterioso”, hacia lo “muy” misterioso. En el contexto de la obra de Sigüenza esa es una palabra extraña, inusual, y más aún un uso de ella particular, incluso “muy” particular. A fin y al cabo ¿qué es lo misterioso? ¿Que el convento de Jesús María esté fundado sobre la casa (o parte de ella) donde vivió Malinche? ¿No era (es) absolutamente no-extraordinario eso? Es cierto que usualmente se señalan las construcciones que los españoles hicieron sobre otras prehispanas como símbolo inmediato del sojuzgamiento y el soterramiento de una cultura. En cambio, en este caso Sigüenza indica -y casi apunta con el dedo- a algo intermedio, algo ni pre ni poshispano, justamente a la casa donde convivieron, entre lo ominoso y lo feliz, Malintzin y el esposo por Cortés a ella asignado, Juan de Jaramillo. Ese estrato puede que sea o le resulte misterioso, pero sin duda es, otra vez y exactamente, contiguo: ni continuo ni distante.

Pero no puede menos que llamar la atención el uso de “misterioso”. El carácter científico de la obra y tesón literario de Sigüenza y Góngora es, como ha estudiado en más de una oportunidad Gina Del Piero (2017, 2022), aunque no uniforme y mucho menos unívoco, ineludible. Ineludible incluso en Parayso occidental donde registra cómo el diablo toma formas inverosímiles y hasta le tira a diario el chocolate a una monja mientras ella, tenaz, sonríe y adelgaza peligrosamente; ineludible incluso cuando relata cómo, al morir dos monjas michoacanas, “la fama de sus virtudes” hizo que “casi las desnudasen, quitándoles las mortajas a pedazos para reliquias” (1684, f.171v); ineludible, pero inolvidable, cuando detalla en su testamento (1700) que posee unos mapas “de los antiguos indios mexicanos” y que, para preservarlos, manda construir “un cajón de cedro de La Habana muy curioso con su llave” donde guardarlos y agrega, textual: “y que juntamente se guarde en dicho cajón un pedazo de quijada, y en ella una muela de elefante que se sacó pocos años ha de la obra del desagüe de Huehuetoca porque creo es de los que se ahogaron en el tiempo del diluvio”. De la máquina de coser y el paraguas en la misma mesa a la muela de elefante del diluvio y los mapas mexicas en la misma caja. ¿Escucha Lezama Lima en ese cajón de cedro de La Habana “muy curioso”, la curiosidad barroca? Otra vez los hallazgos en desagües junto a las reliquias prehispanas. Otra vez la violencia original y más aún -mentado el diluvio- la violencia del origen mismo y, por si fuera poco, la violencia recidiva de todo lo que sobrevivió al origen -porque esto lo dice en ¿o de? México: la violencia de todo lo que vive ahogado, o hundido, contiguo de la superficie-. Y otra vez la precisión en la factura del artefacto que dará lugar a su ¿misteriosa, muy curiosa? contigüidad.

Pero quizá no sea todo tan misterioso. Quizá allí, contiguo, Sigüenza esté pensando, tentando lo que César Vallejo llamó la “cifra dominante de nuestro porvenir”: “el hilo de sangre indígena” (1966, p. 32). Tentando, no definiendo. La cifra, no el porvenir. El hilo, no la red. Los agujeros, no la herencia. Una territorialidad dinámica pugna en el pensamiento de Sigüenza arrastrada por una temporalidad distinta: ni la línea (española) ni el círculo (indígena) pueden articular ese “caos cronológico”, el “magma inasequible” (Gruzinski, 1986) sobre el que se funda el convento de Jesús María y que emerge en el puente de Alvarado, que traza el arco de su Teatro y que explora su -poco explorada- Noticia chronológica hasta extraviarse en su extraviada Ciclografía mexicana. Una temporalidad dinámica diseña en sus obras, las escritas y las casi escritas, las publicadas y las perdidas, un mapa distinto donde nada simple o sólo se sucede (cronológicamente) y tampoco se repite (cíclicamente), sino que con-vive, entre lo ominoso y lo feliz, lindando el presente sin estabilizar un pasado irreversible ni confinar el futuro a lo próximo, como descubre al animarse finalmente a andar entre los amotinados el 8 de junio de 1692 y como plantea, ampliando la escala, en su Respuesta a Arriola de 1699.

En este sentido, es insoslayable -y tan sutilmente sombría como elocuente- una de las secuencias finales de Infortunios de Alonso Ramírez de 1690: llegados a la costa mexicana y tras un penoso peregrinaje sin orientación ni rastros de vida alguna, Ramírez y sus compañeros se topan con un tal Juan González que anda con “sus” indios, dicen, buscando ámbar. Deciden seguir juntos en canoa, pero muertos de sed desembarcan en una pequeña isla donde “hallamos un edificio, al parecer antiquísimo (…) fábrica de gentes que muchos siglos antes que la conquistaran los españoles vinieron a ella” (2018, p. 104). Continúan y pronto divisan una canoa más grande y Juan González propone embestirla y apresar a los indios gentiles para tomarles sus bastimentos y llevarlos a catequizar: “[p]areciome conforme a razón lo que proponía, y a vela y remo les dimos caza [cursivas agregadas]” (p. 105). Los indios ofrecen ámbar a cambio de su libertad y González, “que entendía su lengua”, acepta: “y desagradándome el que más se apeteciese el ámbar que la reducción de aquellos miserables gentiles al gremio de la Iglesia Católica, como me insinuaron, no vine en ello” (p. 105). Pero González se queda con el ámbar y -leemos sin más comentario: “asegurados los prisioneros, proseguimos nuestra derrota” (p. 105)-. Finalmente, tras pasar hambre varios días y ser vistos “como cosa rara” por los indios (p. 107), son recibidos por funcionarios (políticos y religiosos) españoles y comienza el periplo burocrático criollo que desemboca en Sigüenza y Góngora y en la publicación de Infortunios. ¿Qué versión de la conquista se está actualizando en esta vuelta colonial -del relato y de la historia, de la novedad y la violencia- al origen? ¿Qué tipo de Malinche (Malintzin/Cortés) es González? ¿Cómo articular la diferencia de fenómenos tan superpuestos? ¿Es posible des-contiguar esta secuencia y esta dinámica de la otra, la de Infortunios, que la proyecta o enmarca y alienta, y en la cual el vínculo (pos)colonial que México -vía Ramírez- establece con Filipinas re-produce el que España -vía González- tiene con México?

La escritura de Sigüenza y Góngora es, creo y no sé aún bien por qué, exactamente la articulación literaria de estas circunstancias muy misteriosas o no tan misteriosas, pero tan sombrías como elocuentes: la escritura de una forma ineludible sin ningún estilo definitivo. La de una forma que (parece) busca su estilo y, muchas veces, la de una forma que rehúye, definitivo, el estilo. La de una forma que, entre lo ominoso y lo feliz, señala siempre con precisión lugares inexplicables donde lo que aparece junto no se encuentra, estrictamente, reunido. Circunstancia misteriosa. O lo que se encuentra reunido no está, exactamente, junto. Circunstancia elocuente (y tenebrosa). Y que para ello, o por ello, se sale permanentemente de la escritura (literaria, histórica, científica, divulgativa) hacia objetos, lugares, palabras, agentes, historias limítrofes o marginales, zonas furiosamente digresivas, donde lo contiguo deslumbra sin explicación evidente ni simple, zonas donde las cosas que están emergen o se hunden pero, en ambos casos, siempre de golpe y arrastrando otras: un motín de indios, el paso de un comenta, la infame vida un cautivo de piratas, las historias imposibles de mujeres en un convento, el detalle casi burocrático de la construcción de un hospital, la peregrina chance de fortificar la bahía de Pensacola en Florida, la crónica de un concurso de poesía comentado, etc. etc. etc. Quizá por eso, por la infinita fuerza de dispersión que tiene todo en la galaxia Sigüenza, donde siempre hay tantas y tan distintas cosas que siempre están a punto de perderse o ya se perdieron, pues en su galaxia la capacidad de acumulación se da en proporción directa a la velocidad de dispersión (“No sé si es más veloz en idear y formar un libro, que en olvidarlo”, comentaba de él su amigo y editor Sebastián de Guzmán y Córdova, 1984, p. 243), quizá por todo eso los mapas, las napas y los inventarios aparezcan, como los conjuros en las circunstancias misteriosas, muy frecuente y elocuentemente en su obra. Y como además se trata de una obra muchas veces “casi escrita”, a veces apenas ni eso: señala el boceto, pero no dibuja el mapa, distingue los estratos, pero atiende las napas, arma listas, pero no confecciona el inventario. En todo caso, mapas, napas e inventarios exponen articulaciones posibles para una simultaneidad impensable, condensaciones inestables de una dinámica vertiginosa, formas de lo contiguo, pues dan forma a lo que subyace (o persiste) y, entre lo ominoso y lo feliz, revelan y articulan, misteriosamente, la capacidad de la literatura de Sigüenza de no informar un estilo, manteniéndose siempre contiguo de muchos.

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1Una primera versión fue presentada en las XXXIV Jornadas de Investigación del Instituto de Literatura Hispanoamericana (UBA) el 8 de abril de 2022 en Buenos Aires. Agradezco, y aquí retomo, los comentarios, aportes y sugerencias realizados entonces.

Recibido: 15 de Julio de 2022; Aprobado: 05 de Agosto de 2022

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