Introducción
Un malogrado espejo, acaso un frustrado gólem, pudiera significar el mapa que ansía suplantar a la ciudad en el relato “Del rigor de la ciencia” de Jorge Luis Borges (1974). Aquí pudiera entreverse, además, una alegoría de la función poética: el poema/mapa se extiende como una interpretación de la ciudad y abandona al hecho del cuerpo real, de su trazado, a través de un efecto metonímico o palimpséstico.
Noé Jitrik (1994) avizora que desde Baudelaire y Eugenio Soé, desde Herman Melville y Nathaniel Hawthorne “un nuevo discurso relacionado con la ciudad fue tomando cuerpo y diferenciándose de las imágenes que sobrevolaban, metafísicamente, el hecho material de la ciudad” (p. 45). Tesis reafirmada por Morales (2001), quien distingue en Vicente Huidobro el rol de introductor del tópico de la ciudad en la tradición poética chilena, desprecio por lo natural mediante, en función de edificar una “oda permanente al progreso y a los frutos del hombre moderno; a pesar de esto, también advierte sobre los peligros de la soberbia humana” (párr. 3). Desde este enfoque se pueden construir duplas que no necesariamente funcionan como némesis: ciudad aparente/oculta, ciudad museo/industrial, ciudad ética/tecnológica, ciudad texto/obra de arte; pues la naturaleza interpretante de los discursos transforma a las urbes en objetos espaciales.
Si se asume la categoría de tropo como una figura con cambio de sentido (Ducrot y Todorov, 1974) donde se produce la immutatio (Beristáin, 1989), entonces su capacidad modelizante “presupone implícitamente que el momento fijado tiene importancia universal, que en ese momento está encerrado, como en una mónada, todo el mundo.” (Levin, 2009, p. 176). El tropo como estrategia discursiva tanto en retórica como en poética busca el convencimiento de lo argumentado y el delectare estético (Díaz, 1990). En consecuencia, la ciudad-tropo alcanza una corporeidad desprendida de su imagen natal (la cuadrícula) y constata una resonancia de alta potencialidad estética.
Este malestar en la cultura de la ciudad atribuida o discursiva pudo comenzar en el romanticismo:
No era extraño que los poetas románticos vivieran la ciudad con sentido trágico. Al fin y al cabo, ese espacio del hombre que significaba su progreso representaba también su deshumanización, su dependencia de un Dios que sólo sabía de cuentas (Pena, 1994, p. 78).
El romántico o posromántico, al resucitar e idealizar determinado período histórico del Viejo Continente, aprehendió el potens metafórico de la “ciudad muerta” y traspuso esta etiqueta a otra clase de urbes que exponían alguna vecindad con las develadas en los yacimientos arqueológicos. Por tanto, no resulta contraproducente que se empleara a ciudades que sobresalían por su ancestral esplendor, transformadas, si bien todavía habitadas, en un tipo de museo extendido de la reminiscencia (García, 2008).
Desde sujetos líricos que entablan una sinergia con el organismo citadino a otros cuyas experiencias se acercan al mal, a la ciudad thanática o babilónica,1 las interacciones en el ámbito de la poesía española de voces como José Martí, Federico García Lorca o Manuel Ramos Otero suscitan, al decir de Dionisio Cañas (1994) una superposición del campo semántico procedente del ethos natural sobre el paradójico paisaje urbano, acto de domesticación forzosa. Cañas alerta sobre la embestida en estos discursos poéticos entre “una ciudad real y otra irreal (imaginaria, simbólica, alegórica)” (p. 10), así como de un Yo proyectado en el tejido metropolitano, a tal punto de convertirse en su prolongación. En consecuencia, el poema funge como una “criptografía de la ciudad” (Montenegro-Mora, 2015, p. 4) y asume una capacidad genésica: crea a sus evas de cemento y cristal, conglomerados que solo se robustecen en el discurso.
Dicho espectáculo civil asume un singular cronotopo de semántica ambientalista, pues la doma del hábitat visualiza un acto antropocéntrico en el peor de los sentidos y es aquí donde la función del poema tiene lugar como tabla de salvación para el paisaje virginal (Ramírez y Rojas, 2022). En otros casos, el entramado se personifica como un cuerpo hastiado que acierta su carácter en el desconcierto y la anarquía; pujante como un centro absoluto dentro del espectro urbano (Zapata, 2006).
No se debe descuidar el ensayo de la ciudad: “considerada como el modelo del espacio del universo. Correspondientemente, la organización de la misma refleja la estructura del mundo en su totalidad. Se conocen dos tipos geométricos básicos de tal organización: la cuadrangular y la circular” (Ivanov, 2009, p. 216). El propio autor rememora el maridaje en la antigua Mesopotamia entre las adivinaciones por el hígado -mapa de la ciudad celestial/ideal/utópica- y la función de sus puertas y palacios, así también la función semiótica de considerar a la urbe como un sujeto/a (Antiguo Oriente = mujer). O la ciudad como “texto plurisemiótico” (Areiza, 2011, p. 116) donde la marginalia, lo consuetudinario y lo desapercibido adquieren un carácter de centro. O la ciudad como un ente enérgico, erotizado, a tal punto de representarse a la manera de un objeto del deseo (Guillén, 2015).
Mediante una negación de la geopolítica, el poema de/sobre/en/por/a la ciudad erige un “territorio de significación constante” (Bueno, 2021, p. 269) que se pavonea de su modelo propio (ciudad análoga o texto-cosmópolis) donde sus cualidades (locus/escritura) resultan intercambiables (Jorge, 2011). Otras posturas se acercan a los nacionalismos como productores de relaciones sujeto-entorno citadino, por ejemplo, de “La ciudad como objeto disfórico [a] … espacio de interacción y negociación para el sujeto lírico: espacio público.” (Corral, 2021, p. 186). Ante este imperativo ocurre una sinécdoque: el círculo del hogar como un país o patria, o más terrible, el desarraigo / la muda / el viaje, se transforman en mecanismos de ciudad interior.
No obstante, la calle deviene hogar imperfecto del yo lírico, confabulación que lo trasmuta en un particular ciudadano. Empero, “lo netamente público de una ciudad en los comienzos de la modernidad, se transformará en ruina en la modernidad más tardía, específicamente en el advenimiento de la ciudad neoliberal” (Urzúa, 2013, p. 125). La mirabilia arquitectónica bajo un lente de afecto o rechazo, de empatía o aflicción, resulta auscultada por los sujetos líricos ora como llana escenografía ora como un sujeto pensante que no oculta su muestrario de seres hundidos en un conflicto centro vs periferia. “De esa gama sobresale el flâneur explorando la calle con andar y mirada propia, un paseante de identidad definida frente al hombre seriado de la muchedumbre” (Boccanera, 2013, p. 2).
¿Y cómo obviar el tempo de la ciudad: ahistórico, nostálgico, paraíso perdido? “La urbe atrae y se asume o se rechaza cuando se añora una mítica naturaleza del espacio de la infancia, y la poesía la incorpora o la silencia” (Bianchi, 1987, p. 172). De esta manera, el espacio a nivel de significante incluirá ciertos juegos de grafía o de fonía como en blancos y otros componentes tipográficos a merced del hablante implícito y del carácter constructivo de la pieza poética. Esta visión -postura de Federico Schopf (1985)-, caracteriza, por ejemplo, a la primera poesía nerudiana al manifestar una mudanza en la tensión de los sujetos líricos, quienes abandonan su domesticación de la naturaleza por una lucha más antropofágica. Aquí lo yermo y la orfandad plantan un par dialéctico con la paz del amnios (ese memento escenográfico) deseado en varios libros de madurez.
Ante tales modus de representación, y teniendo en cuenta una particular inversión del pathos de La Habana2 (devenida, ironizada, resemantizada, ocultada bajo, suplantada por el sintagma La Vana) en la poesía de Jamila Medina Ríos (Holguín, Cuba, 1981), el presente estudio pretende caracterizar -a partir del empleo de la hermenéutica3- las asunciones tropológicas de las relaciones de los sujetos líricos con un cosmos habanero ridiculizado/desubicado/descentrado a partir de un proceso de lexicalización. Si bien se toma como universo la obra poética de Medina: Huecos de araña (2009), Primaveras cortadas (2011), Del corazón de la col y otras mentiras (2013), Anémona (2013) y País de la siguaraya (2017); es en estos dos últimos poemarios donde se recrea un poliédrico expediente sobre la capital cubana.
De la animalia discursiva al paisaje invisible
Tributario a un filón no preponderante en el canon insular, suspendido por una rutina de la lengua española contaminada por universalidad, destropicalización y ahistoricismo, el discurso lírico de Medina en sus primeros poemarios (Huecos de araña y Primaveras cortadas) enmascara lo cubano y se ensancha a otras experiencias ontológicas.4 Más tarde muchas de sus obsesiones migran a la representación de una animalia que transita de lo no óseo, de lo prácticamente incorpóreo -la anémona- al taxidermo almiquí, cenozoico, un antes de todo el imaginario edificado sobre la Juana de Cristóbal Colón. Aquí el discurso botánico-fisiológico se entreteje con la prosa poética entrecortada, antieufónica, que condensa características cardinales de su poética: la preferencia por unas nuevas lexematización y gramática, la sucesión abrupta de sintagmas sin ilación formal y a veces conceptual, la economía de términos en aras de conformar un cristal de varias caras según lo refleje, escritura como explosión espórica, donde el centro irradiador se confunde con la periferia, igual de irradiadora, escritura que no busca fijación por la iluminación de lo trascendente, ni inmersión en lo real cotidiano como bitácora sucia.
Así también la deshidratación de la morfología española, la lengua como un fruto deslexicalizado, las femmes no fatales de sus yocastas/fredas. Si de una substancia pueden emerger los textos es de aquella fisiología sexual que edifica un tropo matriz: el tajo de la vulva/boca como un constructo vigoroso, semiótico, que suplanta al maíz/barro/soplo divino/genitales de Urano, esas formas clásicas de la creación occidental. La sujeto prefiere el cementerio marino, medusario y veneno de barco portugués. Nadar entre las guadañas del sargazo estimula su eros, extravagancia justificadora de un epicúreo ejercicio. Su focalización de lo femenino, felizmente lejana de ideologizaciones, fermenta la existencia a tal punto de que el útero se sobredimensiona como madre nutricia. He aquí la contribución de Medina Ríos al desahogo de la llamada escritura cubana: el poema como desfogue, como granada de mano.
Mas, País de la siguaraya debe entenderse
como un compendio en el que se ha logrado (re)cartografiar -si tal esfuerzo existe en la poesía- el mapa de un sector llamado Cuba: en sus contornos, límites, accidentes… hasta la mímica de representación del sujeto que porta el gentilicio derivado del lugar. (Mora, 2018, párr. 3).
Como confiesa la propia autora en una entrevista concedida al periodista Eric Caraballoso (2017), en el poemario no emerge un acto de globalización, donde el individuo se torna cosmopolita y deslocalizado, enfrascado en identidades o imaginarios colectivos; por el contrario, se afirma en la particularización, en el pormenor de geografías rurales: “Tampoco son postales; si acaso ventanas a ese país, a ese paisaje que a veces de tan familiar se nos vuelve invisible.” (párr. 19). Lejos de narrar un escenario pensado para turistas5 el libro tributa a la idea borgeana de la escritura como arquetipo, donde cierto creacionismo salva de la invisibilidad al paisaje: “Yo soy el único espectador de esta calle;/ si dejara de verla se moriría” (Borges, 2015, p. 46).
La Habana vs La Vana: un “solo de sangre” en Huecos de araña, Primaveras cortadas y Del corazón de la col y otras mentiras
La Habana sobrescrita, rebautizada bajo el tropo de la ironía como La Vana, se enuncia por primera vez en el discurso lírico de Medina Ríos en una pieza intitulada de Huecos de araña cuyo verso inicial: “Emigro.” taja un presente histórico del sujeto lírico, quien declara un cambio de piel/un despojo/, viaje a una big apple desmembrada que amenaza con la pérdida de la esperanza para aquellos que decidan morderla. Nótese el descentramiento:
Hay algo ahí con la desposesión: raíces sin tener dónde agarrar. Mi padre vuelve a La Vana (Medina, 2009, p. 69).
Cierto tono de la mujer de Lot se avizora en la hija que arrastra a sus progenitores a una efímera visita a la ciudad capital. Las marcas geográficas develan el viaje desde Holguín a La Habana (casi 750 km) con el objetivo de poner un huevo, o lo que es lo mismo, anclar, aferrarse de una vez a un espacio simbólico. Recuérdese la hostilidad al desterrado interior de la patria:
En el Ministerio del Trabajo ofrecen plaza al emigrante en las enormes oficinas del Ministerio de Vivienda los empleados mueven rítmicamente la cabeza diciendo NO política de desarrollo de ciudad política de desarrollo de un país (Medina, 2009, p. 70).
Para suavizar el flagelo al nómada, al outsider, la sujeto redimensiona el espacio de la isla hacia uno cósmico (Irak-Egipto-Canadá-Madrid-Checoslovaquia-Rusia), especies de puertas consecutivas que le descubren el verdadero aquí con cierta fatalidad. El antídoto: pues el retorno, viaje a la semilla donde se recuperan las arenas perdidas, las patrias confiscadas, en suma, la Eva que vuelve a un árbol del bien y del mal esta vez tropicalizado:
Báguanos parpadea parpadean Las Villas (…) la mata de cerezas y el aljibe del patio el columpio debajo de la guayaba y de las uvas (Medina, 2009, p. 71).
Contra el discurso nacional de La Habana como ciudad maravilla atenta esta hechura y en su defensa la sujeto predice un separación, un frustrado injerto:
Padres los he traído a La Vana traigo también la cabeza descubierta la postal de esta ciudad (…) no se va a sostener dentro de mí (Medina, 2009, p. 72).
Un leitmotiv distingue al universalismo de Primaveras cortadas: los vasos comunicantes entre las culturas y las historias, a tal punto de convertir en cercanos a los archipiélagos de Japón y Cuba. Véase este ejemplo donde se alude al laqueado antiguo sobre el enigmático sustantivo caja (todo el poema tributa al campo semántico del ataúd, contenedor de suicidas o truncos por anomalías repentinas). Las narrativas personales de, por solo citar dos momentos, Lao She y Julián del Casal, encuentran un punto de unión en la violencia de sus muertes; el primero, uno de los más célebres novelistas chinos del siglo XX, al ser considerado derechista fue golpeado brutalmente en el Templo de Confucio el 23 de agosto de 1966 y al día siguiente -la oficialidad impuso esta versión- se suicida en el lago Taiping en Pekín:
Del escarnio en el templo de la confusión, hundido como un loto [este símil se conforma como la metonimia de todo un país: China, la aparente fortaleza de la planta acuática y su circularidad tributan a un entorno trágico] en el lago de Taiping, 1966 (Medina, 2011b, p. 30).
El segundo, uno de los exponentes más sólidos del modernismo latinoamericano, pasó a la celebridad por sus excentricismos japoneístas y sobre todo por su enigmática muerte a los 29 años: un aneurisma mientras reía en una velada nocturna. Es acá donde el poema sitúa a La Habana como ciudad-sepulcro (repárese que aquí conserva su nomenclatura original). Si en el fragmento anterior a She le espera un amnios acuático y por tanto leve e imperdurable, a Casal le edifican una tumba de mármol blanco con insinuaciones neogóticas. Del fragmento siguiente subráyese la fuerza de la metáfora expresionista en la particular yuxtaposición: pico de cuervo/boca del poeta:
De laca en los pliegues del kimono patinando el dibujo de las ramas y rebrotes del cerezo y de su tronco rojo vino brillante explotándole como la carcajada de un cuervo en plena boca: La Habana, 1893 (Medina, 2011b, p. 30).
En su particular ars amandi -Del corazón de la col y otras mentiras- el cinturón de La Habana, restos del amurallado que protegió a la ciudad de 1797 a 1863, somete a los amantes en “Wonder wall”. A manera de caja china (la habitación: “celda mortuoria”, “tumba nupcial”) constituye la primera capa de significación, desde ese centro un yo erotizado se expande políticamente a la barricada de Mayo del 68 o del Berlín del 89; al muro de Gaza y Cisjordania, a las vallas de Ceuta y Melilla, en un franco aunar los límites que han servido para una historia de la vergüenza universal. En otro orden de significados, el título del poema pudiera intertextuar la canción homónima de Oasis o el lema que caracterizó al discurso contracultural estadounidense en la década de 1960 atribuido a Gershon Legman: Make love not war.
Pero la cópula como petite mort junta imposibles semánticos: el cadáver con la procreación, la intensidad con el alambre de púas, para dar lugar a una suspensión de tabiques históricos que solo lo orgásmico puede atravesar. Mientras la pareja reposa en su tálamo se enumeran:
Abajo el vino añejo de la muralla de la Habana el muro de Adriano la Muralla China el Muro castigador de los Lamentos (Medina, 2013a, pp. 24-25).
Como se ha enunciado, el explayamiento del tropo de La Vana en el discurso poético de Jamila Medina se constata en sus poemarios de madurez: Anémona y País de la siguaraya. Baste utilizar una metáfora de su propia firma para concluir parcialmente, que si bien en Huecos de araña, Primaveras cortadas y Del corazón de la col y otras mentiras la construcción y muda de La Habana a La Vana se advierte como “un solo de sangre” (Medina, 2009, p. 5)6, o lo que es lo mismo, como un motivo secundario, en su producción posterior se convertirá en obsesión temática.
Apoteosis de La Vana: Anémona y País de la siguaraya
Otra constante discursiva en Medina Ríos se relaciona con un ejercicio metapoético de aguda experimentación referencial. Las cinco piezas que conforman “Habánicas 1” en Anémona se insertan como capítulos de bitácora en procesos de lexicalización (la metáfora muere), para luego revertir ese transcurso mediante la violación de las normas de la sintaxis regular del español -escritura en bloque, uso sostenido de la minúscula, ausencia de signos de puntuación-, en aras de construir un viaje antiodiséico, antiedípico y antikavafiano, que resulte en una apuesta por la ineficacia del lenguaje cuando se trata de asimilar un locus amoneus que revela una preferencia de la sujeto lírico por los márgenes:
llévame al fondo/ al final de la ciudad al horizonte/ al límite a destazar palabras como vacas (…) para evitar toda escritura-narciso (“habanasoul”, Medina, 2013b, p. 35).
Su madeja intertextual se complejiza: en “habanabierta”, que, si bien no aprovecha el referente al colectivo de músicos del mismo nombre, suerte de trinchera ideológica para la contracultura cubana de los 90, sí se vale de esta aureola para acudir a otro lindero, otro afuera citadinos: la bahía, que ha perdido el azul bretoniano7 y sucumbe ante la negritud del petróleo (se recupera aquí una sutil ecología) donde el cuerpo decide sumergirse. Medina no deja de emplazar a sus féminas en anti-zonas-de-confort, en este caso enfrenta la rerum natura de un entorno filoso, agua muerta alejada del turismo:
los pozos/ del petróleo … flotando en la lengua de p/luz de la bahía … mi vello expuesto frente al muelle como un fácil grafiti (Medina, 2013b, pp. 35-36).
De ciudad travestida se habla en “habananight”. El traspaso de la tarde a la noche permite que el espacio adopte una mascarada para ejercer la carne. A partir de una reescritura del célebre verso perteneciente a La tierra baldía (1922/2001) de T. S. Eliot:
En la hora violeta … acabada la cena, ella está aburrida y cansada, se esfuerza en excitarla con caricias que ella no rechaza pero tampoco desea.” (p. 10), un ¿una? sujeto de tacones, medias satinadas y faldones de cuero narra un sometimiento: la noche como el país del escalpelo, violación, ahogadura. Apréciese en este fragmento la tensión y la incomodidad, a tal punto de negar la paz de la hora violeta de Eliot: “como el destello del cuchillo de vencer la carne -y la memoria- … sin dejar marcas en la carne en la hora viole(n)ta (Medina, 2013b, p. 36).
Y si de simulacros se trata, los segmentos “suite habana” y “habanablues” (que engañosamente aluden a dos filmes del mismo nombre: Suite Habana, Fernando Pérez, 2003 y Habana Blues, Benito Zambrano, 2004), como en “habanabierta”, participan más bien de una erótica que catapulta a la anatomía de la anémona (sésil, llamativa, venenosa) como un lugar para el deseo:
ábreme seré labananémona [sumun del tropo conectado a la animalia, La Habana deviene cuerpo fijo que resiste el embate del agua, abierto siempre al apetito] como una boca estrecha para el beso como un cofre cerrado que se abre barato como un ano (“suite habana”, Medina, 2013b, pp. 36-37).
o la deconstruida femme fatale que no respeta la lógica de los vivos: en estertor mis tentáculos … moviéndose acabada de cortar con el automatismo de la mantis o el pestañear que queda en los guillotinados y en las cabezas perdidas de muñeca” (“habanablues”, Medina, 2013b, p. 37).
La anémona llega incluso a emparentarse con el lenguaje, su difícil morfología se iguala a la sintaxis que ha tratado de definir el concepto Cuba, el imaginario La Habana. Si la isla no puede desprenderse del fondo que la sujeta (puede adivinarse aquí un matiz político), si el pólipo vive pasmado en el lecho marino, ambas condicionantes sirven a Medina para instaurarse en una línea de apareamientos animalia-discurso/ natura-eros/ paisaje-no lugar, presente también en poéticas colindantes de su promoción.8 Ahora, sus tres tropos: animal-mujer-ciudad proponen a través del discurso etimológico-científico (sarcasmo, parapeto) una definición ahistórica de la ha(banidad): “Archipiélagos: lo inasible, el opuesto del continente anclado, otra especie de tierra firme negada, localización improbable de la escritura. Escarbadura en la metáfora-mordaza de la isla-mujer (…) en los caprichos de la (ha)banidad.” (Medina, 2013b, p. 98).
De lo voluptuoso a lo puramente fisiológico/escatológico viajan los asuntos en “Habánicas 3”. El poema, compuesto a su vez por dos estancias: “habanarroja-habanarrás” y “habanatur” aprovecha la sinestesia del color para comprender el parteaguas de la menstruación. Como penélopes de la miseria los padres tejen almohadillas para “hijas o esposas sucesivas” (Medina, 2013b, p. 80) o mientras viaja (¿a La Vana?) la sujeto historia su entrada a la adultez con un tono no pulido, coloquial:
subí a la camioneta llovía y empezó a correrme el agua desde el pelo con la sangre mezclada” (Medina, 2013b, p. 81).
Se invisibiliza a tal punto el momento que el conductor (un ordinario Caronte): “con la mayor naturalidad … me extendió el paño de lustrar los cristales y escurrió él mismo los charcos … que se empozaban alrededor de mí. [sic] (Medina, 2013b, p. 81)
Otro texto denominado “En la botadura de mi plataforma insular” (distíngase cómo se acentúa el desarraigo, la isla como barca presta a zarpar, el carácter descentrado ¿neobarroco? de las geopolíticas de la feminidad) diseña un panteón de baluartes del pensamiento, el arte y la escritura hechos por mujeres. De María Deraismes a Ana Mendieta, de Remedios Varo a Leonora Carrington, de Ana Betancourt a Mercedes Matamoros, la suspensión culmina en una antípoda de la tauromaquia habanera de finales de siglo XIX:
“(…) las toreras que animaban el ruedo en Las Habanas de 1898.” (Medina, 2013b, p. 62),
como si el ejercicio escritural femenino aparentara un embiste contra el toro de la tradición.
Consecuentemente, los espacios del hospital siquiátrico y la prisión, alejados de la neuralgia citadina desde la Alta Edad Media europea, devienen madre nutricia para un yo lírico alienado en la prosa “En los apriscos”, que consciente de su existencialidad apuesta al rechazado universal. De hecho, el punzante aprisco, término con cierta reminiscencia bíblica, en el poema arropa al Hospital Psiquiátrico de Mazorra (joya del imaginario popular habanero) y a la prisión de Guanajay, emplazada como el primero en las afueras del trazado metropolitano. El clásico de Michel Foucault (1964/2010) arroja luz sobre el asunto:
En esas instituciones vienen a mezclarse así, a menudo no sin conflictos, los antiguos privilegios de la Iglesia en la asistencia a los pobres y en los ritos de la hospitalidad, y en el afán burgués de poner orden en el mundo de la miseria; el deber de la caridad y el deseo de castigar. (p. 86).
En la prosa “La Vana-ITH” de País de la siguaraya “un edificio monumental de la República” (Medina, 2017, p. 11) ha sido adecuado como pabellón para la demencia. La impronta revolucionaria como plaga bíblica todo lo vuelve tiniebla, en ese afán de despojarle a La Habana su última lentejuela arquitectónica.9
Volviendo a la esencia de Huecos de araña, el aislamiento tanto para el yo lírico como para el loco/reo encierra una esencia amniótica: “Siempre he envidiado la soledad de la celda … la humedad de aquel útero … La paz de la descarga eléctrica” (Medina, 2013b, p. 74). Por ende, la explícita topofilia10 -espacio ensalzado según Gastón Bachelard (1957/2000)- prefiere un catálogo social (círculos dantescos sin castigo) que habita y despoja a su vez a La Habana de todo su glamour adjudicado por décadas: “Simpatía por los masturbadores solitarios, por los psicoanalistas y sus histéricas, los pedófilos, los transexuales, los asesinos en serie, los drogadictos, los fetichistas, los evisceradores y las putas” (Medina, 2013b, p. 74).
Resulta curioso que el nombre científico del árbol de la siguaraya sea Trichilia havanensia11. Como se aclaró anteriormente, País de la siguaraya12 no recluta la semántica afrocubana atribuida, sino más bien se vale de su sonoridad onomatopéyica para clasificar a la identidad insular como un rizoma de sensibilidades. La viajera lírica comienza su lección de anatomía desmembrando la materia de La Vana con “Ciudad Libertad” (la lexicalización desentona en esta pieza pues resemantizar los ejercicios del músculo y del lenguaje). Tocar tierra, alunizar, “poner el camarote” fungen para la autora como el grado 0 de la escritura donde se suceden las pieles de la enunciación: “El poema es esa mirada vuelta sobre mí” (Medina, 2017, p. 10), bumerang o gólem que siempre van en contra de su creador.
El borde que traza el marabú, anti-árbol nacional, más bien parece un cordón punitivo en “Almendares-Mariel”, donde se hermana con la siguaraya en una frustrada terminal de trenes. Sin dudas, la topofilia de la sujeto lírico por el costado, la orilla o la ribera: “Parecía un paisaje lunar (…) el paisaje que quedaría después del fin” (Medina, 2017, p. 14) descubre un eco romántico en su predilección por la ruina per se, en esa codicia por conquistar la tierra baldía.
Reinterpretando el género cinematográfico, el road-poem se vale de modus narrativos para ilustrar los viajes a las costuras de La Habana, a aquellos extraños pueblos (“La Nada”) conectados con la urbe por apenas un hilo de tren. En “Guanajay-Ciénaga-Matanzas” otra vez la sujeto se hace acompañar del padre, suerte de guía espiritual. Sin embargo, la angustia de volver -que recuerda al furgón de judíos- engendra un contrasentido: “Sin quererlo viajo de polizón y llego desazonada a La Vana como quien no hubiera vivido el vaivén del vagón, con su puerta azul abriéndose-y-cerrándose hacia nosotros-hacia el vacío” (Medina, 2017, p. 21).
Para alcanzar aire/existencia se defiende la oscilación y alternancia entre dos ciudades (Matanzas: otro encuadre lexicalizado): “(…) de La Vana a Matanzas… Un pie en tu amor y el otro pie en la asfixia y el otro en la gloria del ahorcado” (Medina, 2017, p. 24); y el cumpleaños en Playa del Chivo, necrosada ribera para la libertad homosexual: “respirar pausado es fundamental. El chero el chero el cello / del carrillón de chivos. … Se mete por los poros, las narices, la boca. … Como entrarían los pájaros si nos arrimáramos un poco” (“Playa del Chivo (Las pajareras de Albear)”, Medina, 2017, p. 52).
A este punto del análisis una variable debe enfatizarse: el sentido del viaje: a La Vana se le abandona o, por lo contrario, se regresa siempre en la noche, realzando la vida en otra parte. “Alamar-(Casablanca)-Hershey” publica una desazón, una fatalidad en una réplica hacia un tú amado, mientras que “Agüita de mayo (Canasí)” dialoga con el discurso hippie para justificar una predilección liminar:
Venir aquí a poner la casa de campaña (cuando en La Vana no había luz (…) sonaba (can you hear me?) muy underground. (Medina, 2017, p. 56).
Conclusiones
La poesía de Jamila Medina Ríos ostenta una particular inversión del pathos de La Habana (devenida La Vana) mediante relaciones de los sujetos líricos con un cosmos habanero ridiculizado/desubicado/descentrado a partir de un proceso de lexicalización tropológica. De su producción poética se puede destacar Anémona (2013) y País de la siguaraya (2017), donde se recrea un poliédrico expediente sobre la capital cubana.
Sus entramados discursivos suavizan el flagelo al nómada, al outsider, así como redimensionan el espacio de la isla hacia uno cósmico. Contra la recepción nacional de La Habana como ciudad maravilla atenta esta hechura. Otra constante discursiva en Medina Ríos se relaciona con un ejercicio metapoético de aguda experimentación referencial. Su animalia llega incluso a emparentarse con el lenguaje, su difícil morfología se iguala a la sintaxis que ha tratado de definir el concepto Cuba, el imaginario La Habana.
De lo voluptuoso a lo puramente fisiológico/escatológico viajan los asuntos, donde la topofilia por espacios marginales y el road-poem revelan un yo lírico alienado y modus operacionales narrativos para ilustrar los viajes a las costuras de La Habana.