Introducción
El presente artículo aborda la experiencia de la primera Feria del Libro, organizada por la Cámara Argentina del Libro en 1943.1 Este evento cultural, empresarial y político se realizó en un espacio estratégico de la trama urbana porteña, por el que pasaron más de dos millones de personas. La relevancia de este estudio de caso radica en la condensación de formas de vinculación de los productos culturales y el mundo de la política en entreguerras.2 La observación de este acontecimiento ilumina procesos capilares relevantes “reduciendo la escala de observación y concentrando la atención a través de un microscopio, identifica aspectos importantes invisibles a una mirada y a una lectura de grandes dimensiones” (Levi, 2018: 23). En efecto, en la Feria se pueden visualizar aristas de un proceso de modernización cultural tales como la agencia de los nuevos lectores cuyos gustos y preferencias se fueron configurando en las décadas previas; las estrategias de los editores para captar estos nuevos lectores; el lugar del arte y la arquitectura urbana efímera o los vínculos entre la política y la cultura. Así, consideramos que es trata de un dispositivo cultural constituido a partir de un conjunto de elementos que evidencian los inicios de una efectiva democratización del consumo, luego profundizada durante el peronismo (1945-1955).3
Como sabemos, la experiencia del consumo tiene una dimensión social y, a la vez, subjetiva, que impacta en la conformación de las identidades (Barbero, 2000; Karush, 2013). Mientras algunos estudios situados en nuestro país enfatizan que el resultado de la ampliación del consumo fue un exitoso proceso de integración social (Gutiérrez y Romero, 2007), otros observan que, por el contrario, se produjo una intensificación de las divisiones de clase. En esta última línea interpretativa la cultura, más que un factor de armonía social es un espacio de disputa. Los libros, el cine, el teatro, la radio, constituyen espacios para la elaboración de identidades, valores y deseos que suelen configurarse en una plataforma para la acción política (Karush, 2013). Esto explica por qué la aceptación y el uso de las industrias culturales fue una cuestión fundamental para las culturas políticas de la época (Guiamet, 2017; Rubinzal, 2016). El cine, por ejemplo, al reunir a una cantidad de personas en un recinto, brindaba la posibilidad de compartir sensaciones, ideas e inquietudes, constituyendo un espacio propicio para la difusión doctrinaria. En este sentido, un producto cinematográfico podía ser más efectivo que un texto político, en tanto se consumía en forma colectiva (a diferencia de la lectura solitaria). Si bien existieron más debates y resistencias con relación al cine que a la industria editorial, las disputas se organizaban generalmente en torno a cuáles eran los productos culturales valiosos, los estériles y los perniciosos.
La feria fue un fiel exponente de la cultura de masas porque reunió a diferentes sectores sociales en un espacio monumental, combinó expresiones artísticas de un consumo restringido (como, por ejemplo, el ballet) con otras que tenían una larga trayectoria entre trabajadores (el teatro, los títeres, el folklore); convocó a personas de todas las edades en tanto lectores y los movilizó en la esfera pública. La historiografía ha señalado la magnitud de esta primera Feria del Libro en el marco de la historia local de la edición (De Sagastizábal, 1995) y, más recientemente, ha abordado los pormenores de la organización de dicho evento por parte de los editores asociados en la Cámara Argentina del Libro (CAL) (Giuliani, 2012; 2018). No obstante, desde nuestra perspectiva, este hecho trasciende el campo editorial para convertirse en una experiencia cultural. Esta experiencia está basada en pequeñas y múltiples “formas o maneras de hacer”, como señala Michel De Certeau, que constituyen trayectorias de consumo originales (De Certeau, 1996). Esto implica enfocar las prácticas cotidianas ligadas al consumo de publicaciones que incluyeron la movilización de los lectores en la esfera pública y, al mismo tiempo, las prácticas políticas y empresariales diseñadas para intervenir o encauzar dicho consumo. Partiendo de la convicción de la validez y la riqueza de este tipo de abordaje, que hace del cruce de las industrias culturales y la política un mirador privilegiado para acceder nuevas dimensiones de la vida de entreguerras, el diseño de este artículo incluyó aportes teóricos y metodológicos de diferentes campos del conocimiento social. A partir de este andamiaje, entendemos la consolidación de las industrias culturales como un hecho social ineludible del proceso de modernización, y, por lo tanto, un lente privilegiado para observar los vínculos entre la política y la cultura en tanto éstas inciden en el plano de lo simbólico con el consecuente efecto en la formación de identidades sociales y políticas (Rubinzal, 2016).
Este estudio se estructuró a partir de una triangulación entendida en un sentido amplio, tanto en lo conceptual -incorporando categorías y desarrollos teóricos provenientes de diferentes disciplinas-, como en lo empírico, retomando estudios y produciendo datos a partir de diferentes técnicas como el análisis documental, el análisis de discursos y del material fotográfico del evento histórico.4 El artículo está organizado en tres apartados, en los cuales se profundizan las ideas delineadas en esta introducción. En primer lugar, se abordará la dinámica establecida entre la aparición de los nuevos consumidores, las publicaciones y las editoriales locales, explicando el surgimiento de prácticas de lecturas que incluyeron la salida de los lectores a las calles. Se argumenta que dichas experiencias previas posibilitaron el éxito de la Feria. Esto implica considerar a las experiencias de los lectores como un factor fundamental junto a los elementos de orden estructural señalados por la historiografía: el proceso de alfabetización y el desarrollo de una industria editorial local. En segundo lugar, se reconstruyen los múltiples rasgos de los asistentes, presentando algunas experiencias de consumo. En este apartado se profundizó en dos aspectos relevantes desde la perspectiva de los lectores: el acercamiento con los autores y editores, y el contacto con los libros -desacralizándolos-, lo cual marcó una ruptura con experiencias previas. Por último, se abordó la presencia de la política en la feria y las representaciones que las culturas políticas privilegiaron para expresar conflictos en el marco de un consenso general sobre la importancia del libro y la lectura en la identidad nacional.
El libro, la lectura y la industria editorial en la Argentina moderna
La Argentina logró una relativamente rápida alfabetización de su población, conformada por nativos e inmigrantes en una altísima proporción. La educación laica, pública y gratuita (sancionada por la Ley 1420 en 1884) logró que, en 1910, al conmemorarse el Centenario de la Independencia, dos de cada tres habitantes porteños supieran leer y escribir. Esto tuvo su impacto, por ejemplo, en el consumo de material periodístico por habitante.5 La voluminosa impresión de diarios fue posible gracias a la realización de mejoras en las técnicas de impresión; al acceso a la materia prima; a la utilización del telégrafo y al trabajo de las agencias de noticias que facilitaron la circulación de la información y, por último, a la expansión de las líneas férreas que permitió la llegada de diarios capitalinos a provincias del país, donde, a su vez, se dio un crecimiento del periodismo local (Lobato, 2009). En el transcurso de la década de 1930 la tasa de alfabetización alcanzó el 88% en todo el país y el 93% en la Capital Federal, coexistiendo con altos índices de analfabetismo en las zonas más pobres del interior del país (Lobato y Suriano, 2000).6 La primera fase de la edición masiva en la Argentina (desde fines del siglo XIX a la década inicial del siglo XX) se caracterizó por la aparición de proyectos periodísticos para editar libros a bajo costo. Estos que se vendían en los kioscos que junto a los vendedores domiciliarios “trazaban canales más adecuados a los hábitos culturales del nuevo público”. (Sarlo, 1985:22)
Los libros –en su formato rústico y de bolsillo– formaron parte de la vida cotidiana de los sectores populares gracias a la aparición de nuevas casas editoriales, que respondieron al aumento de la demanda. Entre 1850 y 1880, de la mano de una notable expansión de la población urbana y rural a partir de la inmigración, se produce un aumento en la demanda de bienes culturales, que repercutió en un incremento en el número de librerías e imprentas en Buenos Aires. Las primeras editoriales fueron fundadas en la segunda mitad del siglo XIX: Kraft en 1862, Peuser en 1864 y de Estrada en 1869. El Censo Municipal de 1887 habla de la existencia de un centenar de librerías, “de las cuales al menos 10 estaban especializadas en libros antiguos” (Eujanián 1999b: 559). No obstante, Alejandro Eujanián sostiene que el acceso al libro seguía siendo restringido para los nuevos lectores. La Guerra Civil Española (1936-1939) colapsó el comercio exterior con América Latina, dando impulso a la industria editorial local a partir de la creación de nuevas empresas y nuevos puestos de trabajo calificado.7 Algunos de los nuevos editores eran inmigrantes que aprendieron el oficio por transmisión familiar, y otros fueron autodidactas que trabajando como vendedores en librerías o papeleras se lanzaron a la aventura de la edición (Kieffer, 2005; López Llovet, 2008). Según estimaciones del Registro de la Propiedad Intelectual, para el año 1935 se registraron en Buenos Aires 977 títulos, mientras que seis años después –en 1941– esa cifra había ascendido a 6.088.8 El desencadenamiento de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) complicó –cuando no interrumpió totalmente– el comercio internacional generando un aumento de las exportaciones argentinas de libros a los países de la región.9 Al mismo tiempo, se abrieron librerías en todo el país favoreciendo de este modo el encuentro de los lectores con los libros (De Sagastizábal, 1995). En lo que refiere a las revistas –que posibilitaban una lectura más relajada y espaciada– entre 1900 y 1941 se publicaron alrededor de 1039 en Buenos Aires y 637 en el interior del país (Eujanian, 1999a). No obstante, para competir con las revistas, los periódicos incluyeron secciones y suplementos para un nuevo tipo de lector que buscaba entretenerse en los medios de transporte, durante el trayecto recorrido entre su trabajo y su hogar.
Revistas y periódicos incursionaron en la edición de libros accesibles al público, como la pionera Biblioteca de La Nación (1901-1920), cuya presentación declaraba el objetivo de “no privar ni al humilde obrero de los libros de su preferencia” (Valinoti, 2016: 42). En la pintura, en particular los cuadros sobre la vida cotidiana obrera, era común encontrar a un trabajador leyendo en sus ratos libres como en el cuadro La hora del almuerzo (1903) del pintor Pio Collivadino.10 Estos nuevos lectores también podían dedicarse a la lectura en los cafés o barberías que frecuentemente tenían ejemplares a disposición de los clientes. Inclusive algunas revistas, como La Cultura Argentina (1915-1925) dirigida por José Ingenieros; se vendían también en cigarrerías, peluquerías, agencias de lotería, y tiendas de ramos generales (Valinoti, 2016). Las publicaciones periódicas (ya fueran revistas o diarios) se “adaptaron” al nuevo escenario delineado por la ampliación de los consumidores y la aparición de nuevos gustos y preferencias. La ampliación del consumo de textos fue creciendo en paralelo al de otros productos. Tal como puede verse en el análisis de la publicidad de la época, literatura y productos se combinaron bajo diversas formas: concursos de literatura organizados por tabacaleras; obsequio de libros con la compra de bienes en grandes tiendas; entre otras (Batticuore, 2007; Rocchi, 1998; 1999). De esta forma, se utilizó la literatura para incentivar el consumo de otros productos en amplios sectores de la población. Por su parte, las revistas fueron difusoras privilegiadas de saberes y prácticas que “contribuyeron a la cristalización de ciertos criterios de gusto, hábitos y costumbres”. (Eujanian: 1999a)
Las publicaciones periódicas tuvieron un rol central en la expansión de la lectura en amplios sectores de la población. Desde nuestra perspectiva, éstas funcionaron como “dispositivos culturales complejos” que incluían entre sus objetivos y potencialidades la movilización de sus lectores en la esfera pública. Este aspecto es relevante en la medida que constituye una de las condiciones de posibilidad (y de éxito) de la primera Feria del Libro de 1943. En base al estudio de revistas y periódicos de la época, argumentamos la existencia de proyectos editoriales que incluyeron la producción de todo tipo de eventos especialmente pensados para sus lectores, a saber, proyecciones cinematográficas; conferencias; viajes al exterior; descansos en el campo; conciertos; e inclusive movilizaciones políticas y procesiones religiosas.11 Estas experiencias favorecían la instauración de lazos y prácticas fundadas en la socialización de las lecturas y gustos compartidos. De esta manera, se configuraron comunidades de lectores que no sólo leían las publicaciones en el espacio privado de sus hogares, sino que circulaban por la ciudad al tiempo que se vinculaban con sus contemporáneos. Asimismo, las publicaciones produjeron una cantidad de colecciones a bajo costo, las cuales ofrecían una lectura duradera y complementaria a la más breve y episódica que planteaban los diarios o revistas. Hacia 1943, cuando se realizó la Feria del Libro, confluyeron: un alto índice de alfabetismo; la existencia de editoriales nacionales; la disponibilidad de una diversidad de materiales accesibles; y un interés por la lectura en gran parte de la población. En este apartado se sugirió, además, la existencia de un factor tan relevante como los precedentes, que son las experiencias de los lectores en el espacio público.
De las vitrinas a las calles: el encuentro entre los lectores y los libros
Los lectores son viajeros –dice Michel de Certeau–, caminantes que pueden entrar y salir a voluntad de los espacios creados por los textos (De Certeau, 1996 [1979]). La primera Feria del Libro permitió una gran circulación de personas, ya que fue construida en un lugar estratégico de la ciudad, en plena Avenida 9 de Julio, entre Bartolomé Mitre y Cangallo (actual Juan D. Perón). Fue un escenario polifónico que tuvo la particularidad de concentrar en la trama urbana a una enorme cantidad de lectores junto a escritores, artistas y dirigentes de diferentes signos políticos. Durante el transcurso de un mes –desde el 1 de abril hasta el 4 de mayo de 1943– se calcula que pasaron alrededor de dos millones de personas, generando una amplia cobertura en los periódicos. El objetivo “urgente” de los editores era conquistar a nuevos lectores, para lo cual se sugirió la venta de libros a bajo costo (la Cámara Argentina del Libro imprimió 35.000 ejemplares ilustrados de Juvenilia, de Miguel Cané, que ofrecía a bajo precio) y otras estrategias comerciales, como las ofertas por cantidad.12 También se promovió la lectura en las bibliotecas de todo el país a través de un stand de la Comisión Protectora de Bibliotecas Populares, en el cual se presentó una muestra fotográfica. Las bibliotecas populares –entendidas como una extensión de la escuela– podían atraer y formar a una gran masa de lectores.13
Los editores imprimieron a la Feria un sello moderno y popular, la dinámica que se planteó fue más igualadora que en otras experiencias. En efecto, por empezar, los libros estaban al alcance de la mano de los lectores curiosos. En la Exposición Nacional del Libro realizada en el Teatro Cervantes en 1928, el contacto con los libros fue solo visual: la disposición de los mismos en vitrinas –como las piezas de un museo– excluía la posibilidad tocarlos ni adquirirlos en el recinto. Es cierto que la exposición incluía piezas y colecciones que debían ser protegidas por su antigüedad y valor histórico, tales como las aportadas por el Museo Mitre.14 No obstante, las ediciones comunes también se encontraban mayormente en vitrinas o stands de difícil acceso a los visitantes. Según el editor Manuel Gleizer, esto se debía en parte al temor que sentían los expositores a las sustracciones. Haciendo un balance de la experiencia, el editor José Samet señaló que el impacto hubiera sido mayor si el público hubiese tenido la posibilidad de ojear los libros a su placer (Gasió, 2008: 52) A pesar de que la exposición también ofreció a los visitantes una serie de conferencias y números musicales, esto no generó una mayor cantidad de ventas para editores y libreros. Una de las conjeturas de los organizadores fue que la gente que concurrió al evento era la que habitualmente visitaba las librerías. Haciendo un contrapunto con esta experiencia previa, la feria de 1943 instauró un espacio monumental en plena ciudad para el encuentro de los ciudadanos corrientes con los productos culturales. Así, algunos observadores subrayaban el hecho de que la ubicación espacial era significativa en tanto podía interpretarse como “un auspicioso paso adelante en la conquista de la calle”. Visto desde el interés de formar una conciencia popular del libro, señalaban que había sido “un acierto instalarla al aire libre en un concurrido paseo público y en medio del tráfico de la ciudad”.15
Los organizadores del evento –editores recientemente agremiados– contaban con distintas experiencias en el mundo de la edición. Es probable que las experiencias en sus países de origen hayan impulsado a los emigrados que dirigieron las editoriales más importantes de la época (Losada, Emecé y Sudamericana) a realizar la feria.16 Los editores tenían un enorme influjo en los lectores17 y confiaban en la atracción que podía generar un evento de estas características. Alejandra Giuliani interpreta que el proyecto “anudó saberes y experiencias de dos épocas del mundo local del libro”; la primera etapa, antes de la formación de la CAL, se destacaba por el auge de las ediciones baratas –política editorial llevada adelante por Zamora y Glusberg–, y una segunda etapa que incluyó propuestas innovadoras como las realizadas por la editorial Losada. Como ha señalado Pierre Bourdieu cada editorial ocupaba un lugar en el campo de esta industria que tiene la particularidad de generar productos con una doble dimensión, a saber, simbólica y comercial (Bourdieu, 2012). Las distintas posiciones respecto del armado de la feria (que desarrollaremos más adelante) traslució diferentes conflictos de fuerzas dentro de ese campo y definió el alejamiento de algunas editoriales. Si bien los editores fueron los únicos organizadores de la feria, obtuvieron apoyo del Estado nacional, que proporcionó una subvención y el municipal autorizó el montaje de la estructura urbana. La participación estatal incluyó la instalación de un stand para el Banco de la Nación Argentina y otro para el Banco de la Provincia de Buenos Aires. Es sabido que la difusión de la lectura no fue ajena a las políticas estatales, cuya intervención estuvo orientada a la promulgación de legislación sobre ediciones y derechos de autor; además de la creación de organismos culturales con competencia para diseñar acciones en esta área.18
La feria se convirtió en un novedoso núcleo cultural en el corazón de la ciudad, donde se levantaron monumentales instalaciones que requirieron un intenso trabajo de operarios para culminar el montaje en pocas horas. El escritor español Eduardo Blanco Amor, amigo de Federico García Lorca, describía las febriles horas previas de la apertura destacando el trabajo veloz de obreros y pintores.19 El responsable del proyecto y el montaje de la feria fue el arquitecto Jorge Sabaté.20 La estructura se armó en 14 días con la participación de 200 obreros, que trabajaron a tiempo completo logrando una construcción de enormes dimensiones: la estructura requirió 8.000 metros cuadrados de Hardboard y 40.000 metros de cañería de hierro.21 El diario Crítica observaba que las monumentales instalaciones –cuyo costo llegaba a los $300.000 m/n– “componen una pequeña ciudad del libro en el corazón mismo de la urbe”.22 Las formas geométricas, simples y carentes de ornamentación “reforzaban las líneas puras propias de la arquitectura racionalista”. (Hendlin y Herr, 2013: 9). En la entrada se erigían ocho columnas que daban paso al mural semicircular que capturaba la atención de todos los visitantes tanto por su tamaño como por sus representaciones.
El mural, que tenía 250 metros cuadrados, estaba ubicado al ingreso del predio y fue realizado por el artista plástico Dante Ortolani, Director de Escenografía del Teatro Colón y amigo del arquitecto Sabaté. El artista trabajó junto a Armando Sicca y Carlos Aschero, quienes pertenecían a un grupo de muralistas convocados por el Estado para intervenir con su arte edificios públicos (Belej, 2015). El mural –cuyo costo fue de $ 5.000 m/n– muestra en su centro la forma geográfica de una Argentina rodeada de una serie de escenas paradigmáticas: la evangelización a través de la Biblia; talleres de impresión y encuadernación de libros; una Constitución Nacional sobre la que se ve una balanza que representa la Ley y la Justicia; niños saliendo de la escuela con sus libros en las manos; un taller de impresión de prensa periódica. Cada una de estas imágenes exponían figuras humanas que representaban con realismo escenas cotidianas, mientras otras mostraban la imagen clásica de la creación en dos versiones: el varón maduro de barba abultada (que remite al dios de la famosa pintura de Miguel Ángel) y una mujer joven de rasgos nativos.
Los casi cuarenta stands, que tenían sus propias representaciones y pinturas las cuales les otorgaba un estilo particular, y el anfiteatro –con capacidad para 1.500 personas– concitaron la admiración del público. La zona de los stands era descripta por los observadores como “una complicada armadura de elegantes aunque frágiles construcciones, vestidas con alegres toldos, adornadas con gallardetes y banderas e iluminadas con reflectores que producían impresionantes efectos”.23 Todos los días los visitantes de la Feria podían acceder a espectáculos muy variados (representaciones teatrales, conciertos, danza, recitales y poesía) abonando una entrada popular: entre 0,10 y 0,50 centavos m/n (un periódico podía costar 0,20 centavos m/n, una entrada al cine entre 0,20 y 0,50 centavos m/n). Por este lugar pasaron reconocidas estrellas cinematográficas como Olinda Bozán, Blanca Podestá, las hermanas Legrand, Pepe Arias, Irma Córdoba, Luis Sandrini, Silvana Roth, entre otros, y se podía disfrutar –por ejemplo– la “Gran fiesta criolla”, con la famosa cantante de tangos, Nelly Omar. Las propuestas destinadas a los niños (espectáculos de magia, payasos, acróbatas y compañías de títeres como El Guirigay, que interpretó “El mago Tiruli”, de Javier Villafañe) muestran claramente que se habían convertido en plenos consumidores culturales. Ellos también –al igual que los adultos, varones y mujeres– fueron destinatarios de distintas publicaciones periódicas, algunas de las cuales se afianzaron en el mercado y perduraron décadas difundiendo representaciones sobre la niñez y movilizando a sus lectores creando clubes de lectores, bibliotecas, organizando jornadas recreativas y educativas (Bontempo, 2014; Rubinzal y Zanca, 2015). Según los editores, las variadas presentaciones artísticas respondían a los intereses de un público masivo de orígenes modestos (“gente del pueblo”), que consumía un amplio abanico de productos culturales y que “no se mantiene ajena a las altas manifestaciones del espíritu”.24 Puede observarse en dicha programación la superposición (o convivencia) entre lo culto, lo popular y lo masivo, propio de las formas de modernización latinoamericana (García Canclini, 2001). El editor Jorge D’ Urbano Viau afirmaba que la Feria constituyó “un lugar accesible para todos los sectores del pueblo”.25
El público que asistió la feria superó las expectativas de la CAL: para el 20 de abril se contaban 1.179.231 personas, mientras que para principios de mayo la suma ascendió a 2.076.127. Cada día la visitaban más de 40.000 personas y el último fin de semana recibió a 244.117 visitantes. La magnitud de este evento justificó la prolongación de la feria hasta el 4 de mayo, sancionada mediante un decreto del intendente de la ciudad. Esta cantidad de visitantes es realmente significativa al ser comparada con otros tipos de movilizaciones callejeras multitudinarias durante el período estudiado. Se estima que 500.000 personas habrían acompañado el cuerpo del expresidente radical Hipólito Yrigoyen durante las exequias realizadas en el cementerio de La Recoleta (1933); mientras que frente a la capilla del Teniente General José Félix Uriburu (presidente de facto fallecido en 1932) habrían pasado unas 150.000 personas (Gayol, 2016). El Congreso Eucarístico de 1934 lanzó a las calles aproximadamente a más de un millón de fieles movilizados a través de las industrias culturales católicas (Lida, 2015).
Los últimos días del evento, miles personas del interior que estaban en la ciudad durante la Semana Santa concurrieron a la Feria (en particular, el 28 de abril la concurrencia ascendió a 75.843 personas). El Boletín de la Feria resaltó esta afluencia especulando que era en el interior donde más se leía “debido sin duda, a las mejores posibilidades que el marco tranquilo de una vida menos afiebrada que la de Buenos Aires, ofrece a las actividades mentales”.26 En esta apreciación se conjugaban dos elementos: a) la circulación de libros y la instalación de librerías y editoriales en las provincias; b) la vigencia de una imagen tradicional del campo, signado por la tranquilidad en oposición a la “ciudad” moderna, caracterizada por un acelerado ritmo de vida. Tanto en las descripciones como en los registros fotográficos se pueden ver niños y niñas, adolescentes, mujeres y varones de diferente extracción social transitando las instalaciones de la Feria.27 El resultado comercial fue aparentemente fue muy positivo; por ejemplo, en los primeros veinte días, la Librería Anaconda vendió 65.000 volúmenes.28 El diario La Nación señalaba que a pocos días de inaugurada la feria, se había producido “una venta extraordinaria de las obras que allí se exponen, y que se estima como un índice halagador en cuanto revela el interés que nuestra producción escrita despierta en todos los sectores de la población”29, por lo que se puede inferir que las estrategias de venta fueron exitosas.30 Además de los descuentos y ofertas, la comunicación directa con los autores dentro de la feria fue un interesante recurso para incentivar la compra de libros. El encuentro se daba a través de las conferencias; del contacto personal entablado en los pasillos; y durante la firma de ejemplares organizada por las editoriales.
En las crónicas se presentaba la primera Feria del Libro como un lugar donde todos los grupos y clases sociales consumían productos culturales: como el relato donde dos jóvenes obreros, vestidos de overall, adquirieron después de mirar muchos libros una edición de El Quijote.31 Esta anécdota (fuere real o ficticia) transmite un fenómeno novedoso: el acceso de las masas a los productos culturales que antes estaban restringidos a los grupos minoritarios que visitaban las librerías del centro porteño. Si bien es posible que las bibliotecas barriales hayan provisto a los trabajadores de clásicos de la literatura, parece oportuno subrayar que la Feria –al igual que las grandes tiendas que aparecieron en las décadas iniciales del siglo XX en Buenos Aires–32 puso, por primera vez al alcance de los sectores populares, productos de distintas características, calidades y precios.
De tal manera, la feria es un producto del proceso de desacralización del libro y también de democratización del mercado, que comenzó por la ampliación del acceso a los bienes de consumo y luego se extendió a los bienes culturales. Al mismo tiempo la democratización de la cultura impresa ‘desde el polo de la distribución y del consumo’ (Sarlo, 2003: 18) implicó la movilización de los lectores en las calles y el consumo de otros productos culturales, además de los impresos.
Los conflictos bajo el prisma de la Feria
Como ha advertido Alejandro Cattaruzza, durante los años treinta se produjo una “reorganización de las relaciones entre la cultura y la política” (Cattaruzza, 2016). Esta reorganización tuvo algunos rasgos específicos: las revistas culturales se involucraron directamente en el debate público; los escritores se incorporaron a las organizaciones políticas; los dirigentes se comprometieron en múltiples empresas culturales. En este marco, se argumenta que los proyectos editoriales y periodísticos fueron fundamentales para las culturas políticas de esa década, y que adquirieron las siguientes características: a) constituyeron objetos privilegiados para la circulación de ideas y discusión sobre el pasado; b) fueron importantes vehículos para la organización y la movilización de seguidores en las calles; c) ampliaron la difusión de programas políticos y materiales doctrinarios; d) crearon una comunidad de lectores, orientando el consumo de obras de literatura, de cine, radio y otras expresiones artísticas; e) promovieron ámbitos de sociabilidad organizando encuentros entre los lectores. A partir de lo antedicho se puede constatar que las publicaciones periódicas y la literatura constituyeron un recurso fundamental para la construcción de las identidades políticas de esta época.
En términos expositivos, la primera mitad del siglo XX puede ordenarse en dos grandes momentos. Entre el comienzo del siglo y hasta la mitad de los años treinta, los intelectuales de diferentes registros ideológicos solían compartir espacios en algunas revistas y periódicos comerciales que tenían un volumen de tirada y de circulación muy alto (tales como La Nación, La Prensa, las revistas Sur, Nosotros, entre otros). El segundo momento se inicia con la Guerra Civil española, la cual, como se ha estudiado, tuvo fuertes repercusiones en el campo cultural local. No sólo por la aparición de las nuevas editoriales locales sino también por las divisiones ideológicas y los pronunciamientos de los intelectuales en la esfera pública (Nállim, 2003). La internacionalización de la política local creó un “clima de opinión” que, lejos de circunscribirse únicamente a los ámbitos de la política partidaria, impulsó la creación de “una red de relaciones sociales y una red institucional que se organizó a partir de un tejido de centros culturales, ateneos y bibliotecas” (Pasolini, 2004: 82). En este marco surgieron asociaciones y publicaciones comprometidas con la situación internacional. En el ámbito del antifascismo33 la defensa de la cultura era un deber impostergable ante la barbarie nazi que incendiaba bibliotecas y confinaba intelectuales en campos de concentración. Tal como argumenta Ricardo Pasolini, el antifascismo configuró una sensibilidad que derivó en el apoyo al comunismo por un lado, y, como ha demostrado José Zanca, impulsó un catolicismo humanista por el otro, incluyendo cuestionamientos a la jerarquía eclesiástica y a la “religión de los nacionalistas” (Zanca, 2015). El universo antifascista incluyó –además del socialismo, el comunismo, el humanismo cristiano– al radicalismo, al demoprogresismo, a grupos de mujeres34, a organizaciones de escritores35 y a sindicatos. Miradas en conjunto, estas culturas políticas tenían quizás muchas diferencias y sólo algunos acuerdos “como en cualquier otro escenario y momento, negociaron, disputaron y combatieron entre sí, transformándose y reorganizándose en función de esas querellas, de los movimientos de sus adversarios, de los resultados de esas pujas” (Cattaruzza, 2016: 17). Múltiples miradas sobre la experiencia soviética; sobre el papel de los intelectuales; sobre el mantenimiento de la neutralidad en la Segunda Guerra Mundial; sobre el pasado nacional; y sobre el imperialismo ubicaban las piezas del universo antifascista en lugares muy diversos e inclusive contrapuestos.
Las izquierdas promovieron proyectos en el campo de la edición, tales como la editorial Claridad, fundada por Antonio Zamora, quien comprendió que “la misión cultural” debía tener como objetivo fundamental enriquecer a un vasto público con libros adecuados y económicos.36 Este editor pensaba que los lectores podrían formarse con las obras de su catálogo, las cuales estaban destinadas “a crear conciencia en los sectores populares” (Eujanian, 1999a). El socialismo estaba convencido de la capacidad transformadora que tenía la lectura y esperaba lograr la “elevación” material y moral del pueblo a través de una acción fundamentalmente educativa. Para esto fundaron un repertorio de instituciones y actividades culturales que formaron parte del esfuerzo socialista por “crear las bases de esa sociedad futura” (Guiamet, 2017). El anarquismo en los años 1930 recuperó impulso a través de la edición de periódicos y revistas culturales. Se ha señalado que este proceso estuvo acompañado por un recambio generacional dentro del movimiento que llevó adelante estas iniciativas, reconfigurando los espacios de militancia. “Al mismo tiempo surgieron y se impusieron temáticas, algunas de las cuales, si bien no eran enteramente nuevas, cobraron nueva entidad: el antimilitarismo y el antifascismo fueron ejes a través de los cuales no sólo se organizaron nuevas publicaciones sino que se reestructuraron periódicos ya existentes, como en el caso de La Protesta” (Anapios, 2016: 11-12). Las editoriales anarquistas, lejos de especializarse en textos políticos, cubrieron un gran abanico de temas. Tal como detalla Luciana Anapios, Imán (fundada en 1934) editó textos científicos sobre sexualidad, infancia, psicología, neurosis infantil y educación, mientras que la editorial Símbolo (fundada en 1940) se dedicó a publicar literatura. Asimismo, la editorial Nervio, que publicaba obras doctrinarias, comenzó a incluir nuevos títulos. En este sentido la autora afirma que “el anarquismo compartió con el resto de la izquierda y con la industria editorial en expansión el esfuerzo por alentar la difusión masiva de la literatura”, incorporando estrategias del mercado editorial y del periodismo moderno (Anapios, 2016: 14). El radicalismo también tuvo iniciativas editoriales, como la revista Hechos e Ideas (primera etapa entre 1935 y 1941), en cuyos números incluía una sección de crítica bibliográfica que presentaba comentarios de más de una decena de libros. Alejandro Cattaruzza observa que los libros que obtuvieron un comentario provenían de diferentes géneros: desde ensayos políticos y estudios económicos, hasta relatos cortos, novelas, autobiografías, biografías, poesía, entre otros. “Se trataba así de una práctica cultural y, en una dimensión, específicamente literaria, llevada adelante por militantes que sostenían una revista política y aspiraban a través de ella a consolidar la formación de sus lectores” (Cattaruzza, 2016).
Al otro lado del arco ideológico, el nacionalismo disputó un lugar en el campo cultural con el objetivo de ampliar su base de apoyo movilizando a trabajadores y ciudadanos de bajos recursos (Rubinzal, 2016). Las editoriales publicaban colecciones que incluían fundamentalmente textos anticomunistas, antisemitas y tradicionalistas en formatos rústicos. Los relatos y novelas (al igual que los que publicaban editoriales católicas con las cuales compartían un catálogo de autores) tenían la función de alertar un lenguaje llano, directo y repetitivo los “peligros” del comunismo y de otras “ideologías foráneas”. Se trataban de libros que se vendían a muy bajo precio, los cuales complementaban las lecturas cotidianas de los periódicos. Los periodistas comentaban obras de escritores católicos y nacionalistas, que a través de su pluma proporcionaban lecturas “moralmente” aceptables para contrarrestar la incidencia de las novelas románticas y de los textos revolucionarios. El conjunto de publicaciones nacionalistas no era insignificante. Según la indagación de la Comisión Investigadora de Actividades Antiargentinas, existían sólo en Buenos Aires una serie de periódicos nacionalistas que tenían tirajes considerables: El Pampero (75.000 ejemplares); El Fortín (5.000); La Voz del Plata (3.000); Choque (5.000); La Maroma (2.000); Cabildo (4.000); Liberación (2.000); Crisol (las estimaciones oscilan entre 4.000 y decenas de miles de ejemplares que según sus redactores se distribuían en distintas provincias del país37) y Bandera Argentina (7.000) (Navarro Gerassi, 1969: 155). Los socialistas denunciaban el ‘pasquinismo’ de estos periódicos, entendiéndolos como un “flagelo social” que podía comprarse en los quioscos a 0,05 centavos.38 También denunciaban que “los más poderosos medios de difusión se hallan en manos de sujetos empeñados en hundir a las masas populares en abismos siempre más profundos y siempre más sombríos”.39 Por su parte los nacionalistas expresaron su inquietud por la aceptación popular de un tipo de literatura popular que consideraban “libros mal redactados y plagados de sandeces y de cínicos desahogos de los ases socialistas”.40 Atendiendo a este problema, Crisol ofreció a sus lectores y “amigos” una lista de libros a bajo costo que se podían comprar en la administración y que también se podían enviar al interior del país. Algunos de los títulos que se disponían para la venta fueron Carta a Maritain, de César Pico (cuyo precio era 1 peso m/n); Directivas Sociales, de Villegas Oromí (2,50 pesos m/n); El judío, de Julio Meinvielle (1 peso m/n); El fascismo, de Benito Mussolini (1 peso m/n); Ensayo sobre Rosas, de Julio Irazusta a (1 peso m/n); Judiadas, de Walter Degreff (1 peso m/n); Mi lucha, de Adolf Hitler (1 peso m/n); etc.41 Lo mismo hicieron los católicos, quienes promovieron la lectura y edición de libros con contenidos “moralmente aceptables”, como la propia editorial del periódico El Pueblo, que se proponía la edición de obras económicas con un tiraje mínimo de 5.000 ejemplares.42
Entre los escritores nacionalistas y católicos las posiciones no eran homogéneas en cuanto a su relación con lo popular y el mundo del trabajo. Mientras algunos –quizás los autores publicados por las editoriales más importantes– tenían una perspectiva disciplinadora e inclusive despectiva con los sectores populares43; otros nacionalistas, desde una posición antidemocrática (y en algunos casos filofascista), expresaron su inquietud por las injustas penurias obreras e intentaron acercar a las masas a su movimiento político. Un ejemplo interesante es el de Juan Carlos Moreno, quien escribía columnas en la revista católica Criterio y en el periódico nacionalista Crisol, denunciando las malas condiciones de trabajo y la salubridad deficiente en la cual miles de trabajadores desarrollaban sus tareas. Este autor de novelas y cuentos cortos44, entre otros, contribuyó a difundir y a fijar un repertorio de representaciones deseables sobre el mundo del trabajo basadas en el concepto de “armonía social” –ampliamente propagado desde los sectores católicos– y en la despolitización de la actividad sindical. Por otra parte, insistió en que la “degradación moral” –que muchos de estos autores asociaban a la inmigración de masas– se había agravado con el ingreso de las mujeres al mercado del trabajo. Esta literatura, y sus representaciones, operaron construyendo mitos45 con el objetivo de recristianizar a los sectores populares y, al mismo tiempo, preservarlos de las influencias de la izquierda (Rubinzal, 2012).
La primera Feria del Libro fue una experiencia singular en este contexto, ya que incluyó a proyectos editoriales de todo el arco político. Esto implicó que durante un mes convivieran editores y escritores que habían enfrentado desacuerdos desde el inicio de la Guerra Civil española y que se profundizaron durante la Segunda Guerra Mundial. Esos enfrentamientos tuvieron repercusiones más allá del campo editorial: mientras el gobierno intervenía Argentina Libre y prohibía libros antifascistas –como Campo minado, de Adolfo Lanús–, los escritores agremiados apoyaron a los escritores comunistas, denunciaron las censuras de libros, de editoriales (como la editorial comunista Problemas 46) y de obras de teatro como “La Mandrágora” en el Teatro del Pueblo (Nállim, 2003). En la feria, de una manera curiosa, convivieron durante 40 días las editoriales católicas, como Poblet y el diario El Pueblo, junto al stand de la editorial comunista Lautaro. La visión de una isla cultural en medio de una sociedad en conflicto no sólo disminuía la cuestión política sino también las diferencias sociales. En las crónicas, en los dibujos de Clement Moreau, en las fotografías de los periódicos, se ve toda clase de personas transitando por la Feria consumiendo productos culturales. En estas representaciones, los libros atraviesan los conflictos, las diferencias socioeconómicas y se presentan como un símbolo de un país fuertemente integrado en términos culturales.
La ampliación del consumo cultural a través de la expansión de la industria editorial (pero también de la radio y el cine) coincidió con la consolidación de la política de masas. Al mismo tiempo, la elite política artífice e impulsora de la Ley Sáenz Peña reaccionaba ante esta democratización con diferentes recursos. Una parte de esta elite –la más convencida de la conveniencia de seguir las experiencias corporativistas europeas–, impulsó la variante militar que se concretó con dictadura de José Félix Uriburu (1930-1932). Otra parte –mayoritaria–, abogó por la instauración de un régimen conservador que no dudó en utilizar la manipulación electoral para asegurar su perpetuidad en el poder. El funcionamiento del sistema político democrático durante este período se vio viciado por la utilización de la intervención federal en las provincias; la aplicación de la censura de expresiones políticas y culturales; la persecución de dirigentes comunistas y anarquistas, entre otros recursos represivos (Macor, 2001). Si bien el presidente Roberto Ortiz intentó torcer este derrotero anulando elecciones fraudulentas y abriendo el juego político al radicalismo –principal fuerza opositora al oficialismo–, el viraje a las posiciones más autoritarias se dio definitivamente al poco tiempo, cuando asumió la presidencia Ramón Castillo. La cuestión internacional, es decir, la posición adoptada ante la Segunda Guerra Mundial, fue la que terminó de socavar el delicado equilibrio político. El presidente Castillo mantuvo la tradicional neutralidad; pero cuando tuvo que decidir a quién brindaría su apoyo para la sucesión presidencial, se inclinó por el empresario y político conservador salteño Robustiano Patrón Costas quien, además de cultivar prácticas políticas fraudulentas y mantener relaciones feudales en sus empresas, era un reconocido aliadófilo (Torre, 2002). Este rasgo resultó definitivamente irritante para los sectores mayoritarios del ejército que confluyeron en un nuevo golpe de Estado perpetrado el 4 de junio de 1943, un mes después de finalizada la Feria.
Al momento de organizar la feria los editores enfrentaron las primeras discusiones –al interior de la Cámara Argentina del Libro– acerca de la participación que tendría el gobierno en el evento. Los representantes de las editoriales Estrada y Claridad advirtieron sobre los costos políticos que traería la vinculación con un gobierno emparentado con los sectores situados a la derecha del espectro político. En total desacuerdo con la invitación de la conducción de la CAL al presidente de la Nación y otros funcionarios del gobierno, estas editoriales se abstuvieron de participar (Giuliani, 2012; Costa, 2012). La razón por la cual se retiraron de la organización y no participaron de la Feria fue que, efectivamente, el gobierno conservador y la Iglesia Católica tuvieron una presencia superlativa en la primera Feria del Libro.47 Los editores aprovecharon la ocasión para instalar en la agenda gubernamental algunos puntos sobresalientes relativos a las dificultades que atravesaba la industria editorial. Solicitaron el respaldo oficial argumentando que la edición, además de tener una función social y generar una importante actividad económica, era un arte.48 En este sentido propusieron al presidente de la Comisión Nacional de Cultura, Carlos Ibarguren, un premio para editores e imprenteros similar al que existía para otras ramas artísticas.49
Monseñor Gustavo Franceschi reconoció la importancia de la Feria y de la lectura entre los argentinos que tenían “sed de lectura”, que podía observarse en los tranvías y trenes donde una “enorme cantidad de pasajeros que van con un libro o una revista en la mano”. Esto implicaba que el “papel impreso” ejercía una influencia decisiva; en sus palabras, “orienta los conceptos políticos, sociales, en buena parte los religiosos, las costumbres, los modales no sólo del cuerpo sino también de la inteligencia”.50 Además de remarcar la capacidad performativa de la lectura, Franceschi advertía que los productos impresos lograban sortear las medidas represivas de cualquier gobierno y, también, amplificar su llegada a los analfabetos por medio de la radiodifusión. Por estas razones, argumentaba que la censura era ineficaz en contraposición de la postura del diario católico El Pueblo, que proponía la expurgación de libros y la “higiene policial” para la literatura considerada perjudicial.51
La Feria promovió una reflexividad en torno a la industria editorial en una clave binaria. Para los nacionalistas y católicos, existían libros buenos y malos: la solución al libro “desquiciado” era producir libros sanos, que tuviesen un lenguaje coloquial adaptado a la manera de hablar de sus posibles lectores. Además, creían que la “mala” literatura era consumida masivamente por ser barata, atractiva en términos tipográficos, y la más exhibida en las vidrieras de las librerías. Es por esto que los lectores católicos debían “vigilar” la lectura de sus amigos y familiares.52 Desde esta perspectiva, la Feria –si bien era en sí misma un evento positivo– presentaba varios peligros a tener en cuenta: además de contar con una “excesiva” cantidad de libros extranjeros, le faltaba una orientación e información sobre la influencia “que ejercen el libro y el periódico en el lector”.53 No obstante estas opiniones, la Feria del Libro fue muy bien recibida por el ámbito católico, que la valoró como una muestra de la elevación cultural del pueblo. En su discurso de clausura, monseñor De Andrea señaló que el libro debía estar al alcance de todos, “no debe ser apreciado como artículo de lujo, sino como artículo de primera necesidad”.54
El periódico socialista La Vanguardia interpretaba la Feria como una expresión cultural del antifascismo. El escritor y periodista socialista Dardo Cúneo afirmaba que el libro era un arma contra el totalitarismo, por esto el nacionalsocialismo prendía hogueras de obras en las calles de Berlín. Al respecto, afirmaba: “debemos dar a esta Feria del Libro, que en estos días se realiza en el centro de la ciudad, el sentido de un homenaje a esa arma de lucha. Una democracia como la nuestra, que quiere ver completados sus procesos culturales, políticos y económicos debe rendir homenaje al libro, y esta frente a la oportunidad de hacerlo”. Y agregaba, “Que la feliz iniciativa de los editores argentinos de realizar una Feria del Libro quede despojada de todo limitado carácter comercial para convertirse en un acto de solidaridad con los autores perseguidos por el totalitarismo y de reconocimiento del libro como expresión combativa ayer y hoy, expresión perdurable de cultura perseguida pero victoriosa”.55 Los libros editados por el diario La Vanguardia eran vendidos en un stand de la Feria a un costo muy bajo (el clásico Socialismo de Juan B. Justo costaba 0,10 centavos m/n; Política internacional, de Nicolás Repetto, valía 3 pesos m/n). La editorial comunista Lautaro –dirigida por Sara Maglione de Jorge– también ofreció sus libros al público en un vistoso stand, donde podían observarse afiches de las fuerzas militares rusas, retratos de Stalin, Churchill, y banderas de las fuerzas aliadas alrededor de un cartel que decía: “solamente las estrellas son neutrales”. Los periódicos nacionalistas, partidarios de las fuerzas del Eje, denunciaron al stand comunista por difundir propaganda “belicista y anti-argentina”, “todo un vibrante alegato en favor de la sovietización del mundo”.56 Y agregaban que, lejos de encontrar libros argentinos, en dicho stand proliferaban malas traducciones “de libros escritos con finalidades expresas a las cuales nuestro país debe permanecer ajeno”.57 Crisol mantuvo una postura de denuncia contra la Feria por considerarla anti-argentina; se argumentaba la existencia de libros ingleses y “yanquis”, y la ausencia de fotos o imágenes de próceres argentinos.58 Desde esta perspectiva, la feria fue un eslabón más “de la cadena que ata de pies y manos a la patria por acción directa del régimen liberal y de la prensa”.59
En definitiva, la ampliación del público lector a partir de la alfabetización era un objetivo compartido por todas las fuerzas políticas que se disputaban la atención de estos consumidores culturales. En todo caso, la disputa se delineaba en los siguientes términos: cómo expandir los productos culturales de un determinado signo político para imponer una particular idea de nación sobre otras posibles. La ‘cuestión cultural’ constituyó una dimensión de la política que recibió la atención de todas las fuerzas en pugna.
A pesar de los resultados positivos de esta experiencia, la CAL no volvió a realizar otra feria hasta el invierno de 1955. Esta vez, en lugar de ocupar las calles de la ciudad, los editores decidieron organizarla en la tradicional tienda Gath & Chaves, ubicada en el centro de la ciudad de Buenos Aires (Giuliani, 2018). Durante los años sesenta se hicieron algunas ferias callejeras en forma discontinua, y recién a partir de 1975 los editores organizaron sistemáticamente sus ferias internacionales tal como se conocen hoy en día.
Consideraciones finales
La primera Feria del Libro constituyó un acontecimiento masivo que logró revolucionar las principales arterias de la ciudad de Buenos Aires con el objeto de difundir el libro y la lectura en toda la sociedad. También fue una oportunidad para demostrar el crecimiento de la industria editorial, presentar al Estado las demandas y necesidades del sector e incrementar la circulación comercial. Buscando ampliar el universo de lectores, la Feria desacralizó los libros y democratizó su consumo en el contexto de un proceso de modernización cultural que constituyó una sociedad alfabetizada y deseosa de ampliar sus lecturas. Otra condición para la democratización del consumo de libros fue el crecimiento de una industria editorial nacional, que supo aprovechar la coyuntura apoyándose en dos tradiciones: la práctica de la lectura arraigada en amplios sectores de la población y la movilización de lectores en la esfera pública. En efecto, los lectores contaban con experiencias previas de movilización en el espacio público a través de la participación en las actividades que organizaban las publicaciones periódicas que consumían cotidianamente. En otras palabras, la modernización cultural –desarrollada en los años veinte y treinta– incluyó la aparición de publicaciones periódicas que promovieron experiencias culturales y recreativas que congregaron a los lectores más allá del espacio privado. Otro aspecto de esta modernización fue el impacto político de la cultura, en la medida en que la democratización amplió radicalmente el límite de quienes participaban en el mundo de la política (aunque las mujeres siguieron siendo excluidas del voto hasta el año 1947), convirtiendo la “estrategia cultural” como una herramienta fundamental en la puja por imponer un modelo de nación. La disputa se libraba en el terreno de la cultura a partir de diferentes dispositivos. Las publicaciones constituyeron espacios de intercambio social, político y cultural para sus lectores a través de viajes, días de campo, conciertos, proyecciones cinematográficas, entre otras actividades. Socialistas, comunistas, anarquistas, conservadores, católicos y nacionalistas compitieron en el mercado cultural destinado a los sectores de menores recursos, tratando de diseminar sus ideas a través de novelas y libros a muy bajo costo. También utilizaron la prensa periódica afín para promocionar las obras recientemente publicadas y, en algunos casos, fueron los periódicos quienes asumieron la edición de colecciones especialmente dirigida a sus respectivos públicos lectores. La primera Feria del Libro ofreció un espacio para alimentar el consumo masivo de los sectores populares y la participación de las culturas políticas en el mercado de bienes culturales. Tal como hemos demostrado en este estudio de caso, la experiencia implicó la movilización de los lectores en las calles y el consumo de productos culturales de distintos tipos, constituyendo un dispositivo complejo que condensó tendencias y prácticas culturales de la época.