Introducción
La introducción del cristianismo en América acompañó la misma llegada de los europeos a dicho continente, por lo que dicha introducción se halla vinculada a uno de los grandes problemas de la Historia. Sus implicancias religiosas, culturales y políticas han sido objeto de debate desde los primeros tiempos de la conquista. La experiencia de los misioneros -“introductores” fundamentales del cristianismo- se halló siempre atravesada por múltiples determinaciones, sin poder ser reducida a una sola empresa religiosa. Elementos culturales, saberes y hasta perspectivas militares han marcado la historia de las misiones en diferentes espacios y momentos históricos. Las misiones, si bien fueron un problema clásico de la llamada expansión europea, no han dejado de ser señaladas, a la vez, como un problema del propio “Viejo continente”: el catolicismo temprano moderno ha sido a menudo considerado como un catolicismo “en misión”.1 Dicha consideración, sin embargo, no debe permitir aislar la cuestión misional de aspectos más amplios vinculados a la expansión militar, geopolítica, comercial, productiva y hasta científica de los europeos en ese período. No puede sostenerse que se trate de una historia homogénea, dada la pluralidad de actores y contextos.2 En estas múltiples circunstancias, los misioneros también fueron, de diversos modos, “agentes imperiales” (Gruzinski, 2010: 187-190).3
Hechas estas aclaraciones, este trabajo se centrará en un momento relativamente inicial de este proceso de expansión del cristianismo europeo. Juan Bernal Díaz de Luco (1495-1556) -a menudo mencionado como el doctor Bernal en los documentos de Indias- fue un clérigo, doctor en cánones, oficial eclesiástico en las diócesis de Salamanca, Santiago de Compostela y Toledo, miembro del Consejo de Indias y autor de numerosas obras jurídicas, espirituales y pastorales. Mantuvo importantes relaciones con figuras como Juan Pardo de Tavera, Vasco de Quiroga, Juan de Zumárraga e Ignacio de Loyola, entre otros. Además, fue obispo de Calahorra y La Calzada desde 1545 hasta su muerte, y como tal participó del Concilio de Trento entre 1546 y 1552.4. Este trabajo se ocupará de parte de su actividad en el Consejo de Indias, convocando a los miembros de las órdenes religiosas para expandir el cristianismo en América. Será una primera exploración a la actividad de este personaje vinculada al ámbito americano -aunque nunca estuvo en las Indias-, que, a diferencia de sus propuestas de reforma de la Iglesia y su papel en el concilio de Trento, casi no ha sido considerada por la historiografía. Para ello, se abordarán fundamentalmente dos impresos de Díaz de Luco fechados en 1532 y 1533 llamando a los religiosos a embarcarse hacia el Nuevo Mundo. Dada el momento de escritura de ambas cartas, la “novedad” respecto de las tierras americanas en esos años eran los territorios mexicanos conquistados poco tiempo atrás.
De esta manera, se tratará de cumplir un doble objetivo: en primer lugar, mejorar el conocimiento de los oficiales de la monarquía que intervinieron en esta etapa temprana de conquista y colonización; en particular en la figura de Díaz de Luco, poco abordado en tanto miembro del Consejo de Indias. En segundo lugar, se realizará un aporte en el conocimiento de las formas de pensar el envío de misioneros en la década de 1530, gracias al abordaje de documentos poco considerados como las mencionadas cartas. Estos textos permitirán mostrar el lento proceso de conformación de algunos estereotipos americanos y enfatizar los modos en que la empresa de “evangelización” del Nuevo Mundo era entendida y relacionada con otros procesos y tradiciones más amplias. Puede sugerirse, en este sentido, que no se puede evaluar el papel de los agentes de la monarquía sin ubicar a dichos agentes en determinadas tradiciones intelectuales y culturales, en este caso relativas al problema de la conversión al cristianismo de pueblos denominados como paganos. Obviamente, el desafío de la distancia entre estas tradiciones previas y el “contacto efectivo” de los europeos con los pueblos del Nuevo Mundo era más difícil de ser percibido desde el ámbito cortesano y peninsular en el que escribía Díaz de Luco, alejado de las realidades americanas. El análisis de las cartas permitirá mostrar algunos de estos problemas en sus alcances y límites.
Año 1532: el capítulo general de los franciscanos en Toulouse
Díaz de Luco comenzó su actividad en el Real y Supremo Consejo de Indias en enero de 1531. Se mantuvo en ese oficio hasta 1545.5 Habría llegado a esa posición por intermedio de Juan Pardo de Tavera (1472-1545), con quien colaboró primero cuando este fue arzobispo de Santiago de Compostela (1525-1534) y luego cuando fue arzobispo de Toledo (1534-1545). Tavera es una figura fundamental en la trayectoria de Díaz de Luco. Esta relación comenzó hacia 1525 o 1526 y tuvo momentos importantes, como la participación de Díaz de Luco en el Sínodo de Toledo en 1536. Además, fue este arzobispo quien -poco antes de su muerte en agosto de 1545- lo consagró como obispo de Calahorra y La Calzada en mayo del mismo año, dignidad que ocupó el resto de su vida. Tavera fue un personaje de suma importancia en esos años -además de las dignidades mencionadas, fue Cardenal, Regente, Presidente del Consejo Real y luego Inquisidor General- con influencia en numerosas áreas de la monarquía, incluidos los negocios americanos (Ezquerra Revilla, 2009).
La primera carta del doctor Bernal que se analizará tiene fecha del 3 de abril de 1532. La versión original latina no se ha conservado sino que se cuenta con una traducción al francés impresa en Toulouse en el mismo año. La misma tiene unas seis páginas de extensión y viene acompañada de una segunda carta más extensa -unas doce páginas- de la que no se harán más que mínimas alusiones. Ni el idioma ni el lugar eran azarosos, las cartas de Díaz de Luco fueron enviadas al capítulo franciscano celebrado en Toulouse en 1532, por lo que fueron los mismos franciscanos quienes se interesaron en ellas, las tradujeron al francés y las enviaron a la imprenta. Se trata de un documento relativamente poco conocido -aunque ha sido aludido por algunos de los historiadores de las misiones franciscanas en América- cuyo contenido no se ha analizado en profundidad.6 Hasta donde se ha podido hallar, se conservan dos ejemplares de este impreso, el más conocido en la Bibliothèque Nationale de France, y el otro en la John Carter Brown Library de Brown University.7
Las cartas -desde la perspectiva de la historia de las misiones a América- se ubican en un tipo de documento relativamente infrecuente, que es el de las exhortaciones al alistamiento misional que no fue realizado directamente por los reclutadores de misioneros.8 Se trataría, hasta donde se ha podido hallar, del documento más temprano en este sentido, con fecha de abril de 1532. Pedro Borges Morán (1977: 177), en su estudio sobre el envío de misioneros a América, señalaba como primer documento de este tipo a una carta del primer obispo de México, el franciscano Fray Juan de Zumárraga (1468-1548), llamando a los frailes a evangelizar el Nuevo Mundo con fecha de 1533. Dicha carta de Zumárraga será aludida brevemente en este estudio porque acompaña la otra carta de Díaz de Luco que se analizará en el siguiente apartado. Al momento de ocuparse de Díaz de Luco, Borges Morán (1977: 178-179) indicaba que la carta a los franciscanos y la carta a los frailes podrían ser la misma, no habiendo consultado ninguna de las dos de manera directa. No obstante, cabe confirmar que se trata de dos cartas diferentes en dos impresos diferentes -uno de 1532 compuesto por dos cartas de Díaz de Luco y otro c. 1533 compuesto por una de Díaz de Luco y otra de Zumárraga- por lo que las cartas de 1532 que se analizarán a continuación serían el ejemplo más antiguo -o de los más antiguos si se considera que Borges Morán (1977) pudo no haberlos conocido todos o si pueden hallarse deficiencias en su modo de clasificación- de exhortación a la misión por parte de personas que no se ocupaban del reclutamiento de misioneros.9
Asimismo, todas estas cartas -a pesar de su carácter “temprano”- se ubicarían en un problema que marcó la organización de las misiones en América durante la época de dominación española: existió una falta importante de religiosos durante la mayoría de los períodos. Esta carencia fue determinante, por ejemplo, a la hora de considerar el papel de los misioneros en los diferentes desplazamientos de indígenas como las reducciones o congregaciones.10 Cómo no había suficientes religiosos, los asentamientos debían reducirse en cantidad juntando varias poblaciones. Si bien hubo diversas razones para dichos desplazamientos -por ejemplo razones económicas y militares- la falta de “guías espirituales” fue un argumento al que se recurrió repetidamente.11
Dichas cartas fueron escritas en un momento de cierta redefinición de la política de las misiones de la monarquía. Como suele señalarse, la política de las misiones hacia América estuvo marcada por el Patronato regio sobre las iglesias americanas, el cual fue resultado de las bulas legitimadoras del dominio de los reyes de los reinos hispánicos sobre América, que colocaban como condición la evangelización de los pueblos de los “nuevos” territorios “descubiertos”.12 Este criterio dio lugar al “descargo de la real conciencia” como motivo y justificativo de la organización de las misiones de religiosos (Borges Morán, 1977: 65-66). Algunos autores, por ejemplo, han propuesto una idea de “colonialismo católico” para referir al compromiso de evangelización y de algún modo de incorporación -subordinada, por ejemplo bajo el tópico de la minoría de edad- de los pueblos indígenas, propio de la monarquía española, que habría presentado diferencias con otras experiencias europeas (Van Oss, 1986).13 El año de 1532 posee particular importancia debido a la autorización -circunstancial- del Papa Clemente VII, en un breve del 18 de octubre de dicho año, para que el monarca enviase al Nuevo Mundo -a condición de la voluntad expresa de los religiosos- 120 franciscanos, 70 dominicos y 10 jerónimos sin necesidad de que tuviesen el permiso de sus superiores, garantizando su aptitud e idoneidad el rey o el Consejo de Indias (Borges Morán, 1977: 282). Evidentemente, como se ha dicho, la novedad en esos años eran las tierras de México y las ciudades y pueblos encontrados allí, con una escala diferente a lo hallado hasta entonces en las islas del Caribe. En esos años, además, estaba comenzando la denominada conquista del Perú.
Como se ha indicado, las misiones hacia los territorios de ultramar estuvieron sumamente vinculadas con la acción de la monarquía, incluso desde el punto de vista de su financiamiento (Borges Morán, 1977: 445-450). Por ello, en la primera de las cartas a los franciscanos, Díaz de Luco hacía alusión y ubicaba sus demandas bajo la protección del Patronato regio: no habría sido un pedido a nivel individual en tanto interesado, como también existieron a lo largo de los siglos de dominio español sobre América, sino como agente de la monarquía destacando las atribuciones y los deberes del rey.14 En este caso, Díaz de Luco aludía también a una carta de la emperatriz Isabel de Portugal que habría sido enviada, junto con otras, al capítulo de los franciscanos en cuestión.15 Asimismo, con fecha del 1 mayo de 1532 -apenas después de la carta de Díaz de Luco fechada en abril, sin tiempo para que haya habido alguna influencia entre una y otra- los franciscanos en Nueva España enviaron una carta al rey lamentándose de la situación política y social allí y de las dificultades de evangelización que ello provocaba. Y remitiendo a la idea de la conciencia real agregaban: “El día del Juicio verá Vuestra Majestad ser todo así como decimos. No queríamos dar pesadumbre con nuestras cartas prolijas. La afrenta que padecemos de los frailes que se vuelven nos hacen alargar tanto” (Reproducida en Cuevas, 1914: 12). De esta manera, las cartas del doctor Bernal podrían ubicarse en un contexto de reclamo contra las acciones de los conquistadores y de la monarquía.
Respecto de los indios y su “religión”, la caracterización es relativamente clásica, aunque temprana. Hasta el momento en que se escribe la carta, se afirmaba que éstos habían servido a ídolos, “sacrificando” a sus niños e hijas a los diablos, sin que hubiera signo de cristianismo entre ellos.16 Esta caracterización puede resultar llamativa en el siguiente sentido. La referencia a ídolos entre los pueblos de América, aunque se utiliza tempranamente, a partir de la década de 1520 con las noticias sobre los pueblos del valle de México comenzará a volverse una característica fundamental para los europeos, siendo, por ejemplo, los escritos de Hernán Cortés fundamentales en este sentido.17 Su extensión de manera definitiva fue con la publicación de la obra de Francisco López de Gómara en 1552, obra que tuvo un éxito editorial importante, traducida a varios idiomas en la segunda mitad del siglo.18 Antes de ello, circulaba cierta idea de que los pueblos americanos, en especial a partir de la experiencia en Antillas, eran gente “sin secta ni religión”, debido a la ausencia de templos o grandes figuras de culto. El síntoma de esta transformación en la percepción que tuvieron los europeos de los pueblos americanos fue la extensión del uso del término idolatría y el hallazgo de “ídolos” por todas partes, en especial en las zonas de México y los Andes, donde se encontró mayor concentración de población y se consideró que se trataba de pueblos un tanto “diferentes” a los que se habían hallado hasta ese momento. Así, este texto de Díaz de Luco sería una referencia de las más tempranas a los “ídolos” en términos del mundo de los textos impresos.19 Respecto de la entrega al demonio, debe aclarase que hacia 1532 tampoco estaba completamente aceptada entre españoles y europeos -como lo estuvo en la segunda mitad del siglo- la demonización de las culturas americanas (Cervantes, 1996: 21).20 Asimismo, la inexistencia de signos del cristianismo entre los pueblos de América tampoco fue un elemento totalmente compartido: circularon en los siglos XVI y XVII diversos mitos e historias respecto de los posibles orígenes cristianos de algunos de los dioses nahuas e incas -como Topiltzin o Viracocha-, resultado de distintas formas de combinación entre elementos cristianos e indígenas (Bernard y Gruzinski, 1992: 88-89).21 Desde la lejana Medina del Campo de donde escribe Díaz de Luco, y en tiempos relativamente tempranos como esos, resulta difícil proponer alguna recepción o conocimiento de estas historias.
Sin embargo, la carta comentaba que los pueblos de las tierras americanas recibían de buena gana la fe cristiana y trataban con honor a quienes la enseñaban.22 No puede percibirse aquí un tópico que fue muy importante a partir de las últimas décadas del siglo XVI: la nunca completa cristianización de los indígenas, que permitió sostener hasta el fin del dominio español la categoría jurídica de indio, asociada a la idolatría, con las implicancias de dominación que tenía (Estenssoro Fuchs, 2001 y 2003: 139-239). Lejos estaba Díaz de Luco de estos esquemas. Siguiendo con la carta, los monjes debían abandonar la contemplación y el encierro en sus monasterios y lanzarse a esta tarea.23 Los indígenas no demandaban milagros ni una gran santidad de vida.24 Aquí parece haber rastros de un argumento extendido en el siglo XVI según el cual el ejemplo de la vida de los religiosos sería la mejor manera de convencer a los pueblos americanos de su conversión.25 Desde cierta perspectiva “misional”, a su vez, y en línea con la nunca completa finalización de la cristianización, no era tan importante el resultado de las conversiones como la fidelidad del religioso al modelo evangélico de peregrinaje que inspiraba el viaje a “propagar” el cristianismo (Prosperi, 1999: 96-97). Por ello, como se ha dicho, la conversión podía no acabarse nunca. Sin embargo, en esta etapa inicial, estas posiciones no parecen estar desarrolladas, se sostenía que los frailes no tenían excusa para no acudir a América porque tampoco se demandaban allí los secretos de la alta teología; es decir, con poco podía hacerse mucho.26 En breve, “mil millones” de hombres y mujeres perecían de hambre espiritual.27 Por tanto, la tarea era considerada como relativamente fácil y a la vez urgente.28 Una posible primera lectura de esta carta de Díaz de Luco es la hecha por Nicolás de Herborn (¿1480? -1534), elegido Comisario General de la Familia Ultramontana en el ya mencionado Capítulo de Toulouse de 1532. Este fraile alemán escribió un texto de recepción de varias de las cartas que se habían enviado a dicho capítulo, que entre otros aspectos señalaba la necesidad de enviar a América religiosos excepcionales e ilustres.29 Las exigencias que establecía el Comisario General, podría decirse, no coincidían con lo declarado por Díaz de Luco.30
Por su parte, en la carta del doctor Bernal no aparecía el tópico -mucho más extendido en la segunda mitad del siglo y del siguiente- según el cual la dificultad de conversión de los indios era resultado de su brutalidad, bestialidad o de su apego a la idolatría (Gruzinski, 1991: 149-185; Estenssoro Fuchs, 2003: 179-193).31 Por el contrario, para el doctor Bernal dicha conversión podía compensar “la perdition d’un gsygrant nombre d’enfantstant en Asie que Aphricque et Europe” (Juan Bernal Díaz de Luco, 1532: f. AIIIr.). De esta manera, el proyecto de evangelización de América se ubicaba plenamente en relación con los sucesos del “Viejo Mundo”, probablemente identificados con la aparición del protestantismo y el avance de los turcos en el Mediterráneo y en Europa oriental.32 Como solía argumentarse, era un mandato divino la expansión de la fe, por lo que la carta pedía por algunos religiosos y su prelado de cada una de las provincias franciscanas para la labor de extensión del cristianismo mediante la fundación de casas de la orden en el Nuevo Mundo.33 Afirmaba que era deseo de “vostre père sainct Francoys” (Juan Bernal Díaz de Luco, 1532: f. AIIIr.). Así, Díaz de Luco invocaba la extensa vocación misionera entre los franciscanos que tanta importancia tuvo en América al inicio y durante todo el período de dominación española.34
Acabada esta carta, el impreso recoge un comentario -siete folios en recto y verso- a propósito de Andrés de Spoleto -mencionado como Andre de Spolete, c. 1482-1532-, un franciscano observante que había sido martirizado poco tiempo atrás en la ciudad de Fez -actual Marruecos- por promover la fe cristiana. Durante el martirio de este monje se habría producido algún tipo de milagro. Por ello, el comentario de Díaz de Luco acababa siendo un breve tratado sobre los milagros como forma para convencer a los miembros del capítulo de los franciscanos de embarcarse en la tarea de la evangelización (Juan Bernal Díaz de Luco, 1532: ff. AIVr-CIIr.). Cabe destacar que existen distintas cartas enviadas al capítulo de los franciscanos de Toulouse de 1532 comentando el caso de Andrés de Spoleto e instando a participar de la expansión del catolicismo. Aunque esta materia excede las posibilidades de este estudio, puede mencionarse a modo de señalar una dimensión africana al proceso de evangelización de América; es decir, la influencia de los intentos de cristianización previos a la llegada de los europeos al nuevo continente.35
Podría decirse que estas cartas al capítulo de Toulouse tuvieron ciertos frutos, según otra carta de Díaz de Luco al emperador con fecha del 13 de abril de 1540. Es de las pocas cartas de su autoría que se han conservado y que permiten ampliar el conocimiento de su trayectoria respecto de los asuntos americanos. En ella, el doctor Bernal peticionaba por el permiso de paso a las Indias de algunos franciscanos franceses que querían participar de la evangelización. La carta requería que el rey destrabara una controversia en el Consejo de Indias entre quienes querían prohibir el paso de los mismos y quienes lo encontraban favorable. Aparecen así algunos de los elementos que se han mencionado:
Como hay tanta necesidad de religiosos en las Indias y los provinciales de estas partes dan con dificultad pocos de los que se piden y son menester, el general de los franciscanos, creyendo que sirve a Dios y a Vuestra Majestad, ha enviado algunos franceses de quien debe hallar buena relación de letras y vidas. En el Consejo [de las Indias] parece a algunos que hay inconveniente en que pasen a las Indias, y a otros parece que habiendo tanta necesidad de religiosos no se debía impedir el paso de aquellos de quien hobiese buena relación. Pues se debe creer que entre los religiosos de Francia habrá muchos que pueden hacer fruto en aquellas partes. E importa mucho más el bien que pueden hacer convirtiendo algunas ánimas que el pequeño deservicio que harán a Vuestra Majestad, aunque no respondan a lo que deben en una tierra tan larga y tan sabida ya por todo el mundo. En lo cual cuando los reyes vecinos de Vuestra Majestad quisieren tener espías, no será menester ayudarse de religiosos. Vuestra Majestad mande lo que fuere servido, que solo me mueve compasión cristiana de tantas ánimas como en aquellas partes se pierden por falta de quien las doctrine y bautice, y desconfianza que tengo que en muchos años no pueden salir de estos reinos de Vuestra Majestad los religiosos que son menester, y alguna relación que tengo que se han señalado en aquellas partes en servicio de Dios algunos extranjeros que han pasado (Reproducida en Beltrán de Heredia, 1971: 320-321).
El fragmento puede considerarse en línea con el pedido hecho por Díaz de Luco y otros en 1532. Ante la falta de religiosos para América, el general de los franciscanos había enviado algunos franceses que consideraba acordes a la tarea. Dicho general, dada la división de la orden Franciscana desde 1517 y que Díaz de Luco lo mencionaba al servicio del emperador, seguramente era el ministro general de la rama observante, Vicente Lunel (1480-1550), aragonés de nacimiento y quien cumplió distintas misiones diplomáticas para Carlos V, muriendo en Trento como representante de la delegación española en el concilio. Fue ministro general de dicha rama entre 1535 y 1541, realizó importantes tareas reformistas visitando buena parte de las Provincias de la Orden y participó de la organización de misiones a América.36 Los misioneros en cuestión, siendo franceses no podían, en principio, pasar a Indias. Dicho pasaje estuvo siempre bajo control de la monarquía, aunque en la primera mitad del siglo XVI se produjeron cantidades importantes de pasajes sin permiso. En el caso de los extranjeros, hubo quejas e impedimentos ya desde tiempos de Colón por lo que acabarían siendo los castellanos los principales migrantes hacia las Indias. No obstante, en el período entre 1528 y 1534 Carlos V permitió el pasaje de extranjeros para luego prohibirlo insistentemente en 1535, 1538 y 1547.37 Debido a estas circunstancias, a las que los misioneros fueron incorporados desde 1519 y con mayor vigor en la década de 1530, se requería la intervención del monarca.
En el caso de las cartas enviadas al capítulo de Toulouse en 1532, parecen haber tenido su impacto ya que los años inmediatamente posteriores fueron probablemente uno de los momentos más importantes para la llegada de misioneros extranjeros -en especial franciscanos- a América (Borges Morán, 1977: 297). Las autorizaciones puntuales por parte del Consejo de Indias fueron el modo habitual de paso de misioneros extranjeros hacia las Indias, además de estrategias de todo tipo como castellanizar nombres para hacerlos pasar por nativos (Numhauser, 2007). En ocasiones, algunas órdenes religiosas pudieron llegar a acuerdos puntuales con la monarquía, como los jesuitas en 1664 quienes lograron que los vasallos de los “estados de la Casa de Austria” pudieran formar parte de las misiones en los territorios del imperio español (Meier, 2007). A su vez, la carta de Díaz de Luco en 1540 mencionaba el miedo al espionaje, afirmando que no había mucho que espiar allí en Indias y que en caso de que lo hubiera no se usarían religiosos para ello. La conversión de los pueblos de América era más importante que los riesgos que se pudieran correr. El doctor Bernal, afirmaba, actuaba por compasión cristiana y por la desconfianza provocada por la falta de religiosos en el Nuevo Mundo durante años. Como se había aludido en las cartas al capítulo reunido en Toulouse, muchas almas se estaban perdiendo debido a la falta de instrucción cristiana. Esto recaía bajo la conciencia real. Acaba por agregar, en caso de necesidad podría decirse, que contaba con testimonios -relaciones- que afirmaban que los religiosos extranjeros que participaban de las misiones ya existentes en América se desempeñaban correctamente.38
1533: llamado a los religiosos de todas las órdenes
El segundo impreso con una carta de Díaz de Luco está dirigido a todos los religiosos sin distinción. La misma se conserva en un único ejemplar que perteneciera a Hernando Colón (1488-1539), segundo hijo del Almirante y conocido bibliófilo y cosmógrafo de tiempos del emperador Carlos V. Por ello, se conserva en la Biblioteca Capitular y Colombina de Sevilla. Cuenta con unos cinco folios y, como ya se ha mencionado, se halla precedida por otra carta, más breve, de Juan de Zumárraga, fraile franciscano y primer obispo de México.39 Ambas cartas latinas han sido editadas y traducidas al castellano (Lillo Castañ y Camino Plaza, 2021). No obstante, sus editores, en el estudio que le han dedicado, se han concentrado en la figura obviamente mucho más conocida de Zumárraga, sin detenerse demasiado en el doctor Bernal. Por consiguiente, tampoco han profundizado en las fuentes que refiere Díaz de Luco en su carta, como se realizará en estas páginas. Ello permitirá profundizar en cómo se pensaba el llamado de misioneros a América hacia 1530.
Una primera duda es cómo ha llegado este impreso a la biblioteca de Hernando Colón. La carta de Zumárraga no tiene fecha, y la de Díaz de Luco está fechada en Mayorga (Valladolid) al 1 de enero de 1533, pero no hay datos de impresión, de allí su datación c. 1533 (Juan Bernal Díaz de Luco y Juan de Zumárraga, c. 1533).40 Este único ejemplar de la Colombina tiene en su último folio una leyenda manuscrita que dice “Este libro me dio el mesmo autor en Valladolid a 25 de agosto de 1536” (Juan Bernal Díaz de Luco y Juan de Zumárraga, c. 1533: f. AIVv.). Klaus Wagner (2003: 540), estudioso de la Biblioteca Colombina y del mundo sevillano del siglo XVI, había señalado que Hernando Colón había recibido este impreso de manos del obispo de México, habiendo coincidido ambos en Valladolid. El estudio de los editores de la carta señala correctamente que esto no es posible, porque Zumárraga en 1536 estaba en México (Lillo Castañ y Camino Plaza, 2021: 3). Puede agregarse que el ejemplar conservado en dicha biblioteca de otra obra de Díaz de Luco -su Epistola. Illvstrissimo acreverendissimo domino. Domino Alfonso de Fonseca Archiepiscopo Toletano- contiene la misma leyenda con la misma fecha.41 Por lo tanto, seguramente Díaz de Luco entregó dos impresos el mismo día al hijo del Almirante. Así, resulta llamativo que Wagner (2003: 540) haya señalado la existencia de ambos impresos con la misma leyenda aludiendo a una coincidencia de Zumárraga, Díaz de Luco y Hernando Colón el mismo día de 1536 en Valladolid y no pensase que fue el doctor Bernal quien entregó ambos impresos.
Un segundo aspecto es el contexto de la carta, quienes la editaron recientemente -Víctor Lillo Castañ declara ser el autor del estudio- ubican muy bien la elaboración de las mismas en el contexto de retorno de Zumárraga a España, entre la segunda mitad de 1532 y junio de 1534, llamado por el Consejo de Indias en el marco de los conflictos que existieron con la en ese momento ya disuelta primera Audiencia de México. Zumárraga, dado su interés por conseguir religiosos para México, habría aprovechado su estancia en la Península para publicar esta carta como exhortación a los religiosos. Esta información es correcta pero incompleta. Nada dice respecto de la “coincidencia” anterior de Díaz de Luco y Zumárraga -aunque son textos que se imprimen por separado y en principio sin la voluntad expresa de sus autores- escribiendo ambos al capítulo de los franciscanos de Toulouse. Como se ha dicho, en esa ocasión la carta de Zumárraga tenía fecha de junio de 1531, por tanto, anterior a su regreso a España, y la de Díaz de Luco tenía fecha de abril de 1532. Pueden ser hallados en la misma tesitura -la búsqueda de religiosos para el Nuevo Mundo- ya desde 1531-1532. Nada dice el artículo que edita ambas cartas de 1533 sobre este antecedente. Se trataría así de un aspecto del contexto de las cartas latinas que debe ser completado. El mismo, en el caso de Díaz de Luco, resulta de mayor importancia en este trabajo debido a algunas similitudes y diferencias entre la carta de 1532 y esta de 1533. Una diferencia fundamental entre ambas es que la segunda está dirigida a todos los religiosos -“ac religiosissimis fratribus omnium Sacrorum Ordinum totius uniuersalis Ecclesiae”. Por ello, no hay menciones a San Francisco y se colocan otras autoridades como referencia.
Sobre las similitudes de la carta de Díaz de Luco con la de 1532, la cuestión de los ídolos para referir a la religión de los indígenas puede mencionarse también en esta carta. El término idólatras (idolatris) aparece a través de la inserción de una cita de Humberto de Romans (c. 1190/1200-1277), justamente quinto general de la Orden de los Predicadores entre 1254 y 1263, orden que llegó a Nueva España poco después que los franciscanos.42 Se trata de una larga cita de exhortación a los frailes a la predicación fuera de las fronteras de la cristiandad, a los cristianos cismáticos, a los judíos, a los sarracenos, a los idólatras, a los bárbaros y a todos los gentiles. Los apóstoles habían abandonado Galilea hacia la India, Etiopía, Asia y Grecia. Eso se debía imitar.43 No obstante, en otro pasaje, Díaz de Luco mencionaba que los religiosos debían tomar para Dios los lejanísimos reinos de las Indias, que antes de ello habían servido a “esculturas” sus hijos inmolados y las hijas a los demonios, sin rastro del cristianismo.44 Este “servicio” a las esculturas podría considerarse como forma de idolatría, acompañado en el caso de las hijas por la “subordinación” a los demonios. La cuestión de la inmolación, con cierto reparo, podría remitir a la extensión del conocimiento de los sacrificios humanos, en especial a partir de la conquista de México, aunque también podría referir a la mera ignorancia del cristianismo y, por ende, de la salvación. De este modo, puede colocarse esta carta de Díaz de Luco entre los textos de las décadas de 1520 y 1530 que comenzaban a desarrollar y extender una reflexión sobre las sociedades conquistadas a partir de una idea de “culto” a distintos ídolos como idolatría. Cabe destacar que, en el mismo impreso, es la carta de Zumárraga la que refiere a latría al diablo y culto a los ídolos al hablar de los pueblos de América.45
Pablo de Tarso y Bernardo de Claraval (1090-1153) completan las “citas de autoridad” de la carta. En el caso del monje cisterciense, el doctor Bernal incluye una cita -sin colocar la referencia precisa- de su De consideratione ad Eugenium papam (escrito c. 1148/1152). El fragmento citado contiene una reclamación respecto de cierta inacción en relación a la conversión de los gentiles, preguntándose por qué se había detenido la propagación de la fe.46 El Papa a quien Bernardo dirige el extenso texto no es otro que Eugenio III (Papa entre 1145 y 1153), un monje cisterciense antiguo discípulo suyo. La cita que incluía Díaz de Luco acababa por destacar la imposibilidad de conversión de los gentiles en ausencia de predicadores que les enseñasen la fe (Juan Bernal Díaz de Luco y Juan de Zumárraga, c. 1533: f. AIIIv.).47 El fragmento de Bernardo a la vez contiene referencias a los Salmos (147, 15) y en especial a la carta a los Romanos (1, 15; 11, 25; 10, 14). Como es sabido, esta carta de Pablo es una de las grandes referencias bíblicas para la propagación de la fe entre los “gentiles”, siendo a menudo su autor llamado “apóstol de los gentiles”.
En ese sentido, más adelante en la carta, Díaz de Luco recurrió a un pasaje de Romanos (15: 20-21) donde se afirma que el apóstol había predicado el Evangelio donde no habían escuchado de Cristo y bajo cierto vocabulario profético agregaba -parafraseando a Isaías 52: 15- que las conversiones se concretarían. Quedaba así la tarea de propagación del cristianismo dentro de determinado plan divino que se debía cumplir.48 De este modo, el ideario de misión se desarrollaba bajo cierta idea de retorno a lo antiguo, en este caso “apostólico”, propio de numerosas corrientes intelectuales de los siglos XV y XVI (Prosperi, 1999: 98).
Por otra parte, varios tópicos de la carta de 1532 se repetían en esta de 1533. En algunos tramos de la misma, si bien contamos con la versión latina de esta última y la otra es una traducción al francés, pareciera haber copiado palabra por palabra. La compensación en América por la pérdida de almas en el Viejo Mundo se comenta en dos ocasiones en 1533. En primer lugar, en referencia a las herejías y las enfermedades causadas por los vicios en la “misérrima Europa”.49 En segundo lugar, en línea con lo mencionado en la otra carta, la Iglesia suspiraba por la situación de espera de conversión de los pueblos de América -debido a la falta de religiosos- y a través de ello se la podía consolar de la perdida de fieles en Asia, África y Europa.50
Asimismo, reaparecían en la carta de 1533 ciertas condiciones favorables para llevar adelante la tarea de la evangelización. No hacía falta la alta teología para convertir a los indígenas, no eran necesarios ni milagros ni gran santidad de vida. Por ello, dice Díaz de Luco a los frailes, no se debía temer en acudir al Nuevo Mundo.51 A la tarea del emperador, ya elogiada en 1532, se agregaba ahora la aclaración de que por el mantenimiento de su control sobre esas tierras se había podido introducir allí el cristianismo, cosa muy difícil si hubiesen continuado los anteriores gobernantes.52 Se podría hallar aquí un eco temprano del debate sobre la “introducción pacífica” del cristianismo en América.53
Por último, la carta no dejaba de ubicarse en cierto contexto -relativamente importante en España en las décadas de 1520 y 1530 pero propio de la primera mitad del siglo XVI en toda Europa- de crítica a las órdenes religiosas, pudiéndose colocar como referencia la Stultitiae Laus (1511) de Erasmo de Rotterdam. Díaz de Luco proponía una respuesta o reacción a las críticas por una supuesta inacción de los religiosos. Para no dar letra a los detractores, podían emprender la tarea de la evangelización en el Nuevo Mundo: no podían permanecer ociosos ante la falta de cultivo a la viña del señor.54 De esta manera, pueden hallarse en la carta alusiones a la polémica desatada por lo que la historiografía ha llamado el erasmismo -pero que a menudo responde a diversas tradiciones que convergen.55 A su vez, no puede dejar de mencionarse el ataque que resultó para las órdenes religiosas la propia Reforma iniciada por Martín Lutero, que significó su extinción en los territorios donde triunfó. Por último, Gerónimo de Mendieta (1870: Libro III, cap. LIII, 322) señalaba para la década de 1530 que en México había noticias que decían que en España dentro y fuera de la orden franciscana se estaba actuando para que “los buenos frailes que se movían para venir, que no viniesen”. Lo dicho por Díaz de Luco también podría haber estado haciendo referencia a este tipo de comentarios.
Reflexiones Finales
En el estudio de la actividad misionera ha predominado, en muchas ocasiones, cierta perspectiva historiográfica que otorgaba un fuerte protagonismo a la Compañía de Jesús en la expansión del cristianismo en el imperio español -y en el portugués. En las últimas décadas, se ha intentado -sin dejar de estudiar la orden jesuítica- superar dicha perspectiva profundizando el interés por otras órdenes (Palomo y Maldavsky, 2018: 547). El recorrido realizado hasta aquí puede ser considerado en este sentido, en especial por tratar episodios sucedidos varias décadas antes de la llegada de los primeros jesuitas a la América española -e incluso cuando la Compañía estaba en plena formación. Analizar un momento relativamente temprano de la conquista y colonización ha permitido, asimismo, anticipar algunos de los tópicos que cobraron fuerte importancia a lo largo del dominio español en el continente e incluso después, como el problema de la “idolatría” para hablar de los indígenas. La relación de los misioneros con el poder temporal pudo mostrarse en este caso en que fuera un oficial de la monarquía, en especial del Consejo de Indias, quien elaboró las cartas de exhortación y declaró el interés del emperador en el éxito de las mismas. Este involucramiento y hasta protagonismo de la monarquía en sus diversas formas favorece la aproximación a las misiones -en este caso a su llamamiento- desde una perspectiva amplia como experiencias siempre “sobredeterminadas” por diversos aspectos y concurrencias.
La figura de Juan Bernal Díaz de Luco -a menudo mencionada por su participación en Trento, su papel como obispo o la enorme calidad y cantidad de libros conservados en su biblioteca- adquiere un primer aporte a su dimensión americana, la cual ha sido aludida recurrentemente pero todavía no ha sido sistematizada. A partir del análisis de estas cartas -escritas en un momento en que las mismas no abundaban debido al carácter inicial de la “evangelización”-, la trayectoria del doctor Bernal en el Consejo de Indias adquiere mayor densidad de la que, en ocasiones, ha sido señalada.56
Esta escala temporal y analítica acotada y hasta cierto punto ajena a los territorios americanos -dado que Díaz de Luco nunca estuvo allí- permite considerar tanto los diferentes contextos del llamado de misioneros al Nuevo Mundo, como los modos que algunos tópicos, luego extendidos, comenzaron a circular aunque bajo un criterio que tampoco fue uniforme.57 Su señalamiento de los ídolos entre los indígenas, como se ha mostrado, responde a una etapa inicial de caracterización de los mismos por parte de los europeos. Dicha caracterización era optimista respecto de las posibilidades de conversión, lejos se estaba de la imagen negativa posterior que destacó la imposibilidad de que los indios devinieran completamente cristianos y que dejaba de lado, rechazaba e incluso reinterpretaba con censura los resultados que se habían conseguido (Estenssoro Fuchs, 2001 y 2003). La ubicación de Díaz de Luco en ciertas tradiciones no agota, por su parte, la novedad que pudieron significar los pueblos americanos para los europeos y las maneras en que dichas novedades fueron abordadas. De hecho, esas tradiciones pudieron resultar también una primera forma de construcción de fronteras y delimitaciones entre europeos e indígenas que se reconfiguró de distintos modos en los siglos venideros.