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Revista latinoamericana de filosofía

versión On-line ISSN 1852-7353

Rev. latinoam. filos. vol.41 no.1 Ciudad Autónoma de Buenos Aires mayo 2015

 

ESTUDIOS CRÍTICOS

Sobre el tablero de la libertad: la partida entre la contingencia y la determinación. Leibniz y Lady Conway contra Molina y Suárez

On the Board of Freedom: The Game between Contingency and Determination. Leibniz and Lady Conway versus Molina and Suárez

 

María Griselda Gaiada
Universidad Nacional de La Plata
Universidad de París 1


RESUMEN: En este artículo presentaremos primero el concepto de la libertad de indiferencia, tal como fue formulado por Molina y Suárez, y luego las críticas que Leibniz y Lady Conway le opusieron. Los jesuitas consideraron que la libertad constituye una perfección, en la medida en que se preserva la "contingencia" de la acción, es decir, en cuanto la voluntad puede elegir indiferentemente entre el bien y el mal. Por el contrario, Leibniz y Conway vieron en ello una imperfección, puesto que el sentido más propio de la libertad es reconocer el bien y determinarse a seguirlo ("necesidad moral"). Sobre la superficie de una disputa entre voluntarismo e intelectualismo, puede advertirse el fondo teológico de la interpretación del drama de la caída.

PALABRAS CLAVE: Libertad; Contingencia; Necesidad moral; Voluntariedad intrínseca; Voluntariedad extrínseca.

ABSTRACT: The main objective of this paper is to deal with the freedom of indifference, as it was formulated by Molina and Suárez, which is opposed to what Leibniz and Lady Conway have argued on this point. The Jesuits believed that freedom is a perfection, to the extent that it preserves the contingency of our actions, i.e. in so far as the will can choose indifferently between the good and the evil. On the contrary, Leibniz and Conway saw there an imperfection, because the true meaning of freedom would be to recognise the good in order to follow it ("moral necessity"). On the surface of a disputation between intellectualism and voluntarism, we may perceive the theological background about the interpretation of the Fall.

KEYWORDS: Freedom; Contingency; Moral necessity; Intrinsic voluntariness; Extrinsic voluntariness.


 

1. Introduction

El pensamiento de Leibniz, lo sabemos, adolece de una extrema complejidad que lo vuelve reticente a ser capturado por un sistema que pretenda abstraer un principio omnímodo a partir del cual los demás principios puedan ser deducidos y convenientemente explicados. La tentativa de Couturat (1902) de establecer un principio de "demostrabilidad universal", esto es, derivar toda la metafísica leibniziana del principio de razón suficiente (PRS), entendido como la conversión lógica del principio de identidad1, ha mostrado no solo la insuficiencia de este tipo de esfuerzos totalizadores, sino también la inagotable vitalidad de la "fiera" que no hociquea ante las cadenas que presionan sobre su cerviz. Quizá no seamos demasiado audaces al decir que he ahí la infinita potencia de la literatura leibniziana.
Siguiendo, pues, este mandato de constreñimiento, vamos a ocuparnos en este artículo de las filosas críticas de Leibniz contra la "indiferencia de equilibrio," partiendo de una historización del concepto, de modo que a trasluz de lo que delinearon los jesuitas pueda percibirse el sentido al que nuestro filósofo apuntó con sus contraargumentos. Al mismo tiempo, destacaremos las concomitancias que sobre este punto compartió con la "otra filosofía," con la filosofía de los así llamados "autores menores", cuyo recorrido y fuerza del pensamiento en muchos casos amerita un lugar más memorable entre los bronces de nuestra disciplina. Las agallas del pensamiento, la rebeldía de no callar ante la ortodoxia doctrinal o la severidad de su tiempo, la libertad que deviene siempre heterodoxa ante la norma que vehiculiza la ideología dominante, fue el patrimonio de todo un conjunto de filósofos "menores", cuya filiación puede remontarse tan lejos hasta la figura cuasi heroica de Diógenes, el cínico. Entre estos rebeldes, dignos forjadores de su emplazamiento marginal, nos interesa destacar a Lady Anne Conway (1631-1679), filósofa por vocación, cuáquera por elección, libre por necesidad radical.
Dada la poca atención que por lo general han recibido las mujeres filósofas, nos permitiremos una digresión relativamente extensa sobre la biografía de la vizcondesa a fin de comprender por qué fue una interlocutora privilegiada de Leibniz y otros tantos de su época. Lady Conway recibió una educación no institucional de la mano de Henry More (1614-1687), gracias a su hermanastro, John Finch, que estudiaba en el Christ’s College de Cambridge y ofició de enlace con vistas a promover el desarrollo de los intereses inusuales de su hermana. Lectora de una voracidad inusitada, adquirió por su cuenta la experticia del latín, superando las nociones vagas impartidas a las señoritas de su época: más tarde aprendió el griego –alrededor de 1665– (véase Orio 2004: 15) y es probable que también el hebreo para estudiar la cábala. De esta manera, pudo aprovechar como nadie en su familia una de las bibliotecas más importantes de Inglaterra: la de su suegro, el segundo vizconde Conway.
Sin negar que More fue un tutor de gran calibre, se puede advertir en la correspondencia con su "pupila heroica" un creciente progreso de parte de ella, a tal punto que finalmente devendrían pares intelectuales. Fiel a su condición de libre pensadora, Lady Conway llegaría a criticar el dualismo de su maestro y a proponer en su lugar un monismo materia/espíritu que hunde sus raíces en la cábala. Hay que reconocer que More se mostró siempre receptivo a las sugerencias y discrepancias de su discípula; no obstante, dos hechos marcaron cierta declinación de su amistad. En primer lugar, el encuentro que More tuvo en octubre de 1670 con Francisco Mercurio van Helmont, que había llegado a Inglaterra precedido de la fama de gran alquimista y portador de saberes ocultos. More intercedió con Van Helmont en nombre de la salud de la vizcondesa, aquejada desde la adolescencia de terribles migrañas; pero lo cierto es que el teósofo estaba de paso por las islas y esperaba regresar pronto a Sulzbach para reanudar la pila de proyectos que le aguardaban con Christian Knorr von Rosenroth. No obstante, aceptó finalmente conocer a Lady Conway. He aquí el inicio inesperado de una de las más bellas historias de amistad: pese a que Van Helmont no pudo curar sus dolores físicos, permaneció más de ocho años junto a la cabecera de la cama de la enferma, justo hasta su muerte acaecida el 23 de febrero de 1679. Durante este tiempo, Anne Conway pudo dar a su vida el sentido místico que le demandara la incertidumbre misma de existir, quitar a su sufrimiento la banalidad de la contingencia y reinsertarlo en la tarea secreta que asiste a la restitución universal (tikkun), compendiar sus pensamientos, tan incitantes como autónomos, en la obra que su compañero espiritual se llevaría consigo para editar en Amsterdam (1690): Principia Philosophiae Antiquissimae et Recentissimae.2 Sin duda, esta nueva relación, de la que el mismo More fue causa, dejó su huella en el antiguo maestro que se sintió en algún sentido desplazado o usurpado por Van Helmont.
En segundo lugar, cabe mencionar la conversión de Anne al cuaquerismo, lo que hizo que el distanciamiento con More se hiciera más palpable en los últimos cuatro años de su vida. No hay que olvidar que los cuáqueros eran considerados una secta radical, por cuanto entre sus prácticas destacaba interrumpir la celebración de los oficios para increpar a los ministros acerca de sus enseñanzas, así como llamar a la "desobediencia civil", rechazando pronunciar juramentos ante la corte, servir en el ejército o pagar los diezmos. En una época donde la interrupción de la monarquía estaba todavía fresca, la igualdad defendida a nivel doctrinal (en cuyo servicio las mujeres tenían el derecho a predicar) tuvo una pendiente política que los volvió más indeseables aún en los círculos tradicionalistas: la igualdad en la fraternidad universal se rebela contra toda jerarquía política o eclesiástica y en ella se perfila el horizonte hacia la abolición de los beneficios de clase.3 Cuando More supo que Lady Conway había encontrado en los cuáqueros un lenitivo para su dolor, su decepción fue tan grande que no pudo evitar que la angustia brotara de sus ojos (véase Principios: 26).
Así pues, fue gracias a Van Helmont, amigo inestimable de Leibniz, que nuestro filósofo tuvo la oportunidad de leer el breve tratado de la vizcondesa. Sabemos que en 1679 los dos hombres se encontraron en ocasión de la visita a la princesa Elizabeth, justamente cuando Van Helmont había dejado Inglaterra e iba muñido del manuscrito de Anne para hacerlo publicar en el continente. Es difícil no especular que la curiosidad insaciable de Leibniz no se dirigiera a explorar en el escrito que su amigo guardaba consigo. Por otra parte, si no fue en ese momento, en el invierno de 1688 Leibniz se detuvo un mes con von Rosenroth en Sulzbach, donde tuvo la posibilidad de leer el Dialogus Cabbalisticus y la Adumbratio Cabbalae Christianae de Van Helmont, así como los Principios de Lady Conway.4
Por último, solo diremos que la naturaleza singular de la vizcondesa no podía dejar de reflejarse en la vitalidad de su pensamiento y en la enorme capacidad de síntesis que evidenciaron sus Principia, cuyo cometido principal fue subsanar la disociación entre el pretérito y el presente de la filosofía de su siglo. Frente a la "filosofía mecánica", notablemente bien reputada y encaramada en la cima del pensamiento, Lady Conway comprendió que la reducción de los fenómenos físicos a explicaciones en términos de "materia y movimiento" no podía satisfacer el horizonte infinito de la filosofía, llamada a reconocer el legado de los sabios antiguos, notablemente de Pitágoras y su escuela, y a incorporar las lecciones de la "otra" filosofía, juzgada, cuando no marginal, por lo menos riesgosamente judaizante. Para la vizcondesa, filosofía primera y filosofía natural constituyen un amalgamado cuya fuente se vierte en el interior de las mismas vasijas originales. Del mismo modo, la filosofía moral no fue solo un fundamento para la metempsicosis, sino también una forma de oponer la mutabilidad de las criaturas a la suma perfección y bondad de Dios en el camino hacia una teodicea. Dicho esto, es preciso que vayamos al concepto de la libertad de indiferencia.

2. La libertad de indiferencia en la escuela jesuita

Si bien esta corriente voluntarista ha sido fuertemente tributaria de la figura de Duns Scoto (1266-1308), vamos a centrarnos en este apartado en dos filósofos de la escuela jesuita, Luis de Molina (1535-1600) y Francisco Suárez (1548-1617), quienes no solo contribuyeron de modo esencial a dar sentido al concepto de libertad como plena indiferencia, sino que además fueron los representantes más cercanos en el tiempo a los que Leibniz consagraría sus críticas.
Causa libre y causa natural según Luis de Molina: para este filósofo, la libertad de querer con indiferencia supone que la voluntad no está determinada por las razones del entendimiento, sino que es absolutamente libre en su ejercicio o indiferente en su elección. La voluntad cobra así un poder autodeterminante que la independiza de los mandatos de la inteligencia o de cualquier determinación por fuera de ella misma. Para explicarlo, se valió de la distinción entre causa natural y causa libre:

Así se dice que agente libre es aquel que, puestos todos los requisitos para actuar, puede actuar y no actuar, o hacer una cosa lo mismo que la contraria. En virtud de esta libertad, la facultad por la que este agente puede obrar así, recibe la denominación de "libre". (…) Por este motivo, si en algún lugar debemos situar el libre arbitrio, este no será otro que la voluntad, en la que formalmente radica la libertad, que se despliega antecedida por el juicio de la razón. En este sentido, el agente libre se distingue del agente natural, en cuya potestad no está actuar y no actuar, sino que, puestos todos los requisitos para actuar, actuará necesariamente y de tal modo que, si hace una cosa, no podrá hacer la contraria (Concordia, I Parte, Disp. II, § 3: 46).

Es claro que la causa natural da cuenta de la regularidad de las leyes físicas, de modo tal que, dados todos los requisitos para la acción, el fenómeno natural se seguirá inevitablemente; o lo que es obvio, dicho fenómeno carece del principio de espontaneidad para oponerse a la necesidad física. Por el contrario, un agente es causa libre cuando, aun dados todos los requisitos para la acción, puede actuar o suspender la acción, hacer una cosa o lo contrario (A v ¬A). He aquí el corazón de la impredecibilidad de las acciones humanas para cualquier mente finita.
Voluntariedad extrínseca y voluntariedad intrínseca según Francisco Suárez: el poder autodeterminante que los jesuitas atribuyeron a la voluntad reside en el principio "peccare possit, si velit." En otras palabras, frente a la corriente intelectualista de una voluntad naturalmente atraída por el bien (aparente), los jesuitas opusieron el concepto de una facultad intrínsecamente apetitiva y externamente incoercible, que debe ser naturalmente indiferente tanto al pecado como al acto virtuoso. Así pues, en sus Disputaciones Metafísicas (1597), Francisco Suárez reconoció dos tipos de voluntariedad sobre los que cabalga la diferencia entre, por un lado, lo que conocemos bajo el nombre de "intelectualismo" y, por otro lado, el "voluntarismo." La voluntariedad extrínseca de Suárez revela la tutela del entendimiento comandando las razones que ha de seguir la voluntad, sean ellas suficientes o no para la consecución de un acto meritorio, es decir, sin excluir la falla en la deliberación intelectual o en el razonamiento práctico que antecede la acción. De este modo, la libertad de la voluntad resulta cedida a otra facultad, que la suple en la determinación inhibiéndola de su rol autodeterminante. La voluntariedad intrínseca, en cambio, designa que la voluntad es intrínsecamente voluntaria, por cuanto la acción brota de motivos, inclinaciones y apetitos propios de una facultad a la que nada le falta para comandar por sí misma la acción, para querer (velle) y no querer (nolle) por su entera cuenta. De esta manera, la libertad es devuelta al corazón mismo de la voluntad, que gana en pleno derecho su lugar como "facultad libre," es decir, "libre" por ser plenamente indiferente en su elección. A continuación, las palabras de Suárez sobre esta distinción, sustrayendo del intelecto su pretendida supremacía:

Pero una facultad que es libre con respecto a su ejercicio no está determinada a un acto por la sola fuerza de la naturaleza. En consecuencia, tiene que estar determinada voluntariamente. Por ende, o bien (1) está determinada extrínsecamente a través de un acto voluntario suscitado por otra facultad, en cuyo caso no será una facultad formalmente libre, sino más bien una facultad que es libre en tanto comandada, dado que no se mueve a sí misma con respecto al ejercicio, sino que en cambio es movida y determinada por otra; o bien (2) está determinada a través de un acto intrínsecamente voluntario, en cuyo caso la facultad en cuestión debe ser una facultad apetitiva. Por lo tanto, a fin de que una facultad sea formalmente libre con respecto al ejercicio –esto es, con vistas a ser capaz de determinarse a sí misma con respecto al ejercicio de un acto libre–, es necesario que sea una facultad que opera de un modo intrínsecamente voluntario mediante su propio acto. En consecuencia, dado que el intelecto no es una facultad de este tipo, como es evidente per se, es correcto concluir que no es una facultad que sea formalmente libre en el ejercicio de su propio acto (Disp. 19, Sec. 5, § 19: 340).

Potestas ad opposita, sensus divisus y sensus compositus: la filosofía moderna ha contribuido a popularizar la idea de que la libertad de indiferencia consiste en la posibilidad de actuar o de suspender la acción porque sí, esto es, sin que medien razones para ello. El mismo Leibniz no fue ajeno a esta imagen extendida, por cuanto consideró que la libertad molinista socava el PRS. No obstante, cabe señalar la complejidad que encierra el concepto, no reductible únicamente al rechazo de las interpretaciones intelectualistas con relación a la voluntad. Más bien cabría pensar que Molina y Suárez se comprometieron con una nueva lógica de la acción,5 que revela un sentido francamente revolucionario de la "potencia a los opuestos" que caracteriza al libre arbitrio.
El sentido dividido de la potencia a los opuestos: desde la perspectiva aristotélica de las acciones contingentes, la definición de la libertad como la potencia de hacer A v ¬A ha sido entendida en sentido dividido (in sensu diviso), es decir, que dicha potencia tiene lugar antes de la acción que decreta la voluntad. Esto significa que el agente, previamente a la actualización de uno de los disyuntivos mediante su acción, conserva la potencia de inclinarse hacia lo opuesto. De esta manera, se preserva el principio de no contradicción y su corolario de la sucesión temporal, a saber, que dos voliciones contrarias nacidas del mismo agente solo pueden darse de manera sucesiva a lo largo de un eje temporal. Los tomistas, generalmente favorables a esta posición, consideraron que la afirmación de que el hombre es libre de ‘dissentire’ o de ‘assentire’ debe ser considerada verdadera únicamente en el sentido dividido (véase Schmutz 2002: 188).
El sentido compuesto de la potencia a los opuestos: designa, por el contrario, que dicha potencia debe conservarse durante el instante mismo de la acción, esto es, que mientras se produce la actualización de A, se mantiene una potencia real y sincrónica hacia ¬A. El fundamento reside en que el pecado proviene del presente mismo de la acción, por lo que la libertad de hacer lo contrario no puede ser diferida a la anterioridad del acto. En otras palabras, la contingencia debe alojarse en el momento mismo en que se consagra la acción virtuosa o se cae en el pecado. Esta fue la idea con la que se comprometieron los jesuitas y que permite captar cabalmente el sentido de la plena indiferencia: si lo propio de la voluntad es actuar, la libertad de hacer tanto una cosa como lo contrario no puede ser desplazada a una deliberación intelectual que se ha producido antes, sino que debe tener lugar en la facultad que es formalmente libre, a saber, en el seno de la voluntad. Valga decir entonces que la libertad no puede afincarse en otro sitio que no sea la voluntad del agente. De este modo debe entenderse la afirmación de Molina que dice "si la voluntad puede elegir indiferentemente tanto un acto como el contrario, entonces la libertad también podrá reconocerse en relación a la especie del acto que –según se dice– tiene forma de libertad plena y perfecta" (Concordia, I Parte, Disp. II, § 5: 47).
La perfecta libertad es la que preserva la pura contingencia de la acción, es decir, que mientras actuamos, guardamos el poder de suspender la acción; de lo contrario, nuestra voluntad estaría "necesitada" (en la interpretación jesuita) hacia uno de los opuestos por antelación o exterioridad de la determinación. Sin entrar en la cuestión de si el sentido compuesto implica la divisibilidad del instante de la acción o bien la coexistencia de dos opuestos contradictorios al mismo tiempo –querer A y querer ¬A– (véase Schmutz 2002: 179), cabe decir que los jesuitas inauguraron una lógica de la acción, cuya innovación enseña que la contingencia se define de manera sincrónica, de modo que cuando la voluntad tiene cierta volición la tiene de un modo no necesario, es decir, que la causalidad de la voluntad se ejerce de manera contingente en el presente mismo de la causación del acto. Esto no significa que la voluntad, una vez determinada libremente a seguir un curso de acción, vaya a determinarse en el mismo instante a hacer lo contrario (Concordia, I Parte, Disp. XXIV: § 8): la voluntad no puede, por así decir, violar el principio de contradicción mediante la determinación y la contra-determinación de sus voliciones, sino que simplemente cuando se actualiza la volición A, este acto electivo conlleva la potencia de ¬A.
En cuanto al uso terminológico sensus divisus/sensus compositus, Molina y Suárez mostraron sutilezas en el modo de expresarse que bien lejos estuvieron de constituir diferencias sustanciales con relación al concepto de libertad. El primero fue un poco más conservador y, siguiendo a Scoto, continuó hablando en términos de un "sentido divido", si bien resemantizado (dividir A ^ ¬A no en una sucesión temporal, sino entre la actualidad de A y la potencia de no A en el mismo instante). Suárez, en cambio, vio que no había razón alguna para distinguirlo del sentido compuesto aristotélico y se expresó sin tapujos en términos de una absoluta libertad en sentido compuesto, dejando estupefactos a sus contendientes dominicos.

3. La crítica de Leibniz contra la indiferencia de equilibrio

Desde los primeros años de la década de 1670, Leibniz se opuso a la libertad molinista por considerarla una quimera que colisiona contra "el gran principio de la razón determinante." (Teod., § 175, GP VI: 219). Ya en Von der Allmacht und Allwissenheit Gottes und der Freiheit des Menschen (1670-71?), Leibniz argumentó que la libertad de indiferencia viola la cadena adamantina de la sucesión de causas y termina por destituir a Dios de su lugar de causa primera y última de todas las cosas (véase A VI 1: 545, 546). Desde una perspectiva intelectualista, la voluntad no puede desconocer las razones que le ofrece el entendimiento y, por lo tanto, no puede ser absolutamente indiferente a tal determinación extrínseca. Lo propio de la libertad es actuar con inteligencia, lo que equivale a decir que la voluntad, sustraída de la tutela del entendimiento, no podría dar en principio con las razones para autodeterminarse.6 En términos de Suárez, entonces, la voluntariedad que Leibniz le confiere es ante todo de carácter extrínseco. Es posible reconocer un conjunto variado de argumentos críticos en el corpus leibniziano: la indiferencia de equilibrio es inconsistente con el PRS (siempre hay una razón suficiente para todo estado de cosas, volición o pensamiento);7 es una facultad irracional que atenta contra la naturaleza de los espíritus, a cuya libertad corresponde la perfección de elegir con conocimiento;8 es extranjera a la razón formal de la libertad, por cuanto no tiene nada en común con la mente.9
No obstante, todos estos argumentos, formulados y reformulados a lo largo de las décadas, comparten un mismo fundamento: la indiferencia de equilibrio es algo imposible si admitimos la verdad del principio de razón, el cual, a partir de la década de 1700, se expresaría en la forma de la "necesidad moral" que opera en la elección del sabio, cuyo modelo por antonomasia es Dios. Cabe aclarar que si bien la necesidad moral es una modalidad deóntica que se remonta a los escritos jurídicos de por lo menos comienzos de la década de 1670, su aplicación a la voluntad divina demoró hasta el período tardío (1707, según Grua 1953: 235).10 Esta necesidad, sinónimo de la obligación moral, supone que el sabio siempre puede dar razón suficiente de lo que hace, ya sea Dios en la creación, ya sean los espíritus cuando siguen la voluntad presuntiva de Dios, porque lo propio de ellos es actuar conforme a los mandatos de su inteligencia. De ahí que una voluntad absolutamente indeterminada resulte para Leibniz una ficción sin fundamento, dado que, en ausencia de una causa para la determinación (el entendimiento), la voluntad no podría suplir esa vacancia, por cuanto carecería de poder autodeterminante:

Por esta falsa idea de una indiferencia de equilibrio, los molinistas han estado fuertemente confundidos. Les preguntaríamos no solamente cómo sería posible conocer a qué se determinaría una causa absolutamente indeterminada, sino también cómo sería posible que de allí resultara finalmente una determinación, de la que no hay ninguna fuente: pues decir con Molina que este es el privilegio de la causa libre, es no decir nada, es darle el privilegio de ser una quimera. Da gusto ver cómo se atormentan por salir de un laberinto, donde no hay en verdad ninguna salida (Teod., § 48, GP VI: 129).

De más está decir que Leibniz no puede aceptar el sentido de la contingencia de Molina y Suárez, esto es, el sentido compuesto de la potencia a los opuestos, ya que la contingencia atribuible a las acciones no es otra cosa que la ausencia de necesidad metafísica, es decir, que las razones que operan en la elección no son "necesitantes", sino que solo inclinan en cierta dirección. Nuestro filósofo ha sido concluyente respecto a esta "libertad de contingencia", entendida a la manera molinista, puesto que "la indiferencia con respecto al bien y al mal sería el signo de una falta de bondad o de sabiduría" (Teod., § 175, GP VI: 219). En su Teodicea insistió en la imposibilidad de definir la libertad como indiferencia, esto es, como una imperfección de la voluntad, y atacó la pretendida oposición entre "libre y determinado": "siempre estamos más inclinados y por consiguiente más determinados hacia un lado que a otro: pero no estamos jamás necesitados a la elección que hacemos" (Teod., § 132, GP VI: 184). Así pues, cuando el determinismo que opera en la acción coincide con la necesidad moral, el acto en cuestión será meritorio; por el contrario, si se aparta de la necesidad de elegir lo mejor, daremos con un acto privativo con relación a la ley moral (pecado). No obstante, esta determinación no es propiedad exclusiva de las acciones que revisten interés moral, sino que interviene en toda acción voluntaria, incluso en las que podríamos juzgar más triviales, a causa de las "petites perceptions" o "petites volitions" que siempre operan en nosotros, aunque con frecuencia no tengamos consciencia de ello.11 A saber:

Una infinidad de grandes y pequeños movimientos internos y externos concurren en nosotros, de los cuales muy a menudo no nos apercibimos, y he dicho ya que cuando salimos de una habitación, existen razones que nos determinan a poner un pie delante del otro, sin que reflexionemos sobre ello (Teod., § 46, GP VI: 128).

4. El rechazo de Lady Conway a la indiferencia de la voluntad

Lady Conway también fustigó la libertad de indiferencia de "los Escolásticos", tal como los llamó en sus Principia, en el marco del tratamiento de los atributos de Dios (Principios, Cap. III, § 1: 15). Cabe señalar que no es nuestra intención ofrecer en este apartado una historia de la recepción tendiente a esclarecer si Conway tuvo o no conocimiento directo de las polémicas entre molinistas, suarecianos y bañecianos; solo diremos que su escrito recoge las críticas que en su época circulaban contra la "indiferencia de la voluntad", cuyo sentido, tal como lo describe la filósofa, se adecua perfectamente a la concepción de la libertad de indiferencia de los jesuitas. Dos argumentos, en estrecha conexión con las tesis de Leibniz, son utilizados por la vizcondesa a fin de atacar dicha concepción escolástica. En primer lugar, la atribución de esta clase de libertad a Dios significaría enajenarlo de su condición de tal, esto es, rebajarlo al peldaño de una criatura de voluntad corruptible. En segundo lugar, la genuina libertad del agente virtuoso es la necesidad de obrar conforme al verdadero bien, es decir, la autocoacción moral que rechaza toda necesidad externa, concepto que no se distancia de la tónica de la necesidad moral leibniziana.12
La indiferencia de la voluntad atenta contra la esencia de Dios: entre los atributos esenciales de Dios cuentan la sabiduría, la bondad y la inmutabilidad. Según Conway, la absoluta indiferencia entra en contradicción con cada uno de ellos: con la sabiduría, por cuanto lo propio del sabio es actuar bien y no puede ser indiferente en cuanto a elegirlo o rechazarlo; con la bondad divina, dado que la suma perfección de Dios implica que se determine siempre según su bondad, sin que pueda intervenir ningún apasionamiento hacia lo menos conveniente; con la inmutabilidad, ya que "la indiferencia de la voluntad es la base de toda mutabilidad y corruptibilidad en las criaturas" (Principios, Cap. III, § 1: 15). Justamente la inmutabilidad divina, definida como la ausencia de tiempo, cambio o división de partes, (véase Principios, Cap. I, § 1: 9) garantiza la ausencia de pasiones, las cuales son en sí mismas temporales (véase Principios, Cap. I, § 5: 9) y funcionan como un termómetro de los cambios anímicos de las criaturas. A falta de pasiones, es obvio que en Dios no pesan los motivos heterónomos, causantes de que la voluntad pueda apartarse de los deberes de la razón. Por ende, suponer una libertad que hace contingente la elección de Dios, en el sentido de que podría actuar o no actuar sin razones, "no puede en modo alguno ser predicada de Dios, dado que sería una imperfección y lo haría como sus criaturas corruptibles" (Principios, Cap. III, § 1: 15).
El mal radica justamente en la naturaleza mutable de las criaturas, sin duda perfectibles, pero también corruptibles en razón de las pasiones que doblegan su voluntad, obnubilando la luz del bien en cuyas chispas destella la divinidad. Lady Conway afirma que "ningún mal habría en las criaturas, si no fueran mutables" (Principios, Cap. III, § 1: 15). Es por ello que una "voluntad pura", tan indiferente a determinarse por el bien como a dejarse seducir por el mal, constituiría, si no una perversión, al menos una degradación ontológica, si pretendiéramos asestar con ella en la esencia de Dios. Creer que Él actúa según una voluntad pura, "sin ninguna razón sólida y verdadera o guía de la sabiduría" (Principios, Cap. III, § 1: 15) no significa otra cosa que alienarlo de su esencia, equiparar su obra a los caprichos de un cruel tirano, algo que no puede ser digno de la gloria de Dios. A saber:

Así, Dios sería como aquellos crueles tiranos del mundo que hacen la mayoría de las cosas según su propia voluntad pura, apoyándose en su poder, de modo que son incapaces de dar ninguna explicación de sus acciones que no sea su propia voluntad pura. (Principios, Cap. III, § 1: 15)

La indiferencia de la voluntad socava la esencia de la libertad: Lady Conway, al igual que Leibniz, consideró que la plena indeterminación, lejos de salvar la esencia de la libertad, hace de ella una facultad inverosímil, porque lo más propio de la libertad es que la voluntad se resuelva siguiendo la recta razón. Podríamos decir que la obligación moral es la forma de "la necesidad más libre", o incluso de "la libertad más necesaria". En el caso de Dios, porque sus acciones son siempre una medida perfecta de la ley moral, donde ningún hiato o "décalage" es lícitamente concebible; en las criaturas, porque la autocoacción moral implica sobreponerse a las bajas inclinaciones, tendencias egoístas o malas pasiones. Así pues, "Dios es el agente más libre y con todo el más necesario" (Principios, Cap. III, § 1: 15), mientras que la criatura racional deviene más libre cuanto más se ajusta a lo que es moralmente necesario: he aquí pues "la libertad más necesaria", he allí "la necesidad más libre". Lady Conway ha ilustrado la imposibilidad de adscribir a Dios semejante indiferencia como sigue:

En consecuencia, la verdadera justicia o bondad no tiene ninguna latitud o indiferencia en sí misma, sino que es como una línea recta trazada de un punto a otro, donde es imposible tener dos o más líneas igualmente rectas entre dos puntos, porque solamente una línea puede ser recta y todas las demás deben ser más o menos curvas en la medida en que se apartan de esta línea recta. Así es claro que esta indiferencia de la voluntad no tiene lugar en Dios, porque sería una imperfección. Por esta razón, Dios es el más libre agente a la vez que el más necesario, de modo que debe hacer todo lo que hace por y para sus criaturas, en tanto que su infinita sabiduría, bondad y justicia constituyen para Él una ley que no puede ser suprimida (Principios, Cap. III, § 2: 16).

Las voliciones de Dios se asemejan a una línea recta que no admite desviaciones respecto de la recta razón. En otras palabras, ninguna curvatura con relación al deber es admisible, porque Dios representa, por así decir, la "ecuación" de la ley moral. Como ser supremo, no tiene superior ni par, es decir, no hay autoridad a la que deba prestar obediencia en lo que hace; por consiguiente, ninguna "fuerza externa o compulsión" (Principios, Cap. III, § 1: 15) puede obligarlo, con excepción del bien que se debe sí mismo y que entroniza como regla de acción.
En lo que concierne al hombre virtuoso, Lady Conway tampoco concede lugar para la indiferencia de la voluntad, porque nunca las alternativas podrían serle perfectamente indiferentes, como si se tratara de arbitrar entre dos mitades de una esfera perfecta. Por el contrario, en él opera una inclinación, nacida del hábito de la virtud, que lo mueve en dirección del lugar donde la inteligencia ve alojarse las mejores razones, de suerte que "cualquier hombre bueno es capaz de dar una explicación conveniente de lo que hace o hará, porque entiende la verdadera bondad y sabiduría que exige que obre así" (Principios, Cap. III, § 1: 16). De este modo, la virtud aparta a la voluntad de una pretendida indiferencia hacia el bien o el mal y, en algún sentido, la "reeduca" o modela para que quiera actuar conforme a lo que es justo. He aquí la versión conwayana de la necesidad moral, que recala en los mismos fundamentos intelectualistas de la filosofía de Leibniz. Aun más, en el capítulo VII, consagrado al ejercicio interno de los hombres, mudables tanto hacia el bien como hacia el mal –esto es, capaces de acercarse o de alejarse de la perfección física y moral, en razón de la distinción modal entre cuerpo y espíritu–, Conway asocia la indiferencia de la voluntad con el estado de las criaturas más alejadas de la bondad. Así pues, cuando por la vía de la punición, del dolor y la enmienda, regresen al estado prístino de bondad en que fueron creadas, veremos que "desde esa indiferencia de la voluntad hacia el bien o el mal que una vez tuvo lugar, la criatura se eleva hasta que solo desea ser buena y es incapaz de desear algún mal" (Principios, Cap. VII, § 1: 42).
Desde el punto de vista de Leibniz y de su colega inglesa, no hay una voluntariedad completamente intrínseca a la voluntad, porque tal cosa, lejos de salvar la contingencia de las acciones, significaría dejarlas huérfanas del comando de la inteligencia. Así, en lugar de causa libre, la voluntad ameritaría el nombre de "causa ciega", porque sin la luz del entendimiento sería incapaz de tomar partido o de hacer un balance bien reglado de las opciones a su alcance. En esta interpretación, el asno de Buridán no puede gravitar en el centro geométrico de un mundo de alternativas que estuvieran repartidas simétricamente a cada lado de la recta que proyecta el punto donde se emplaza el animal (véase Teod., § 49, GP VI: 129, 130). Tal cosa constituye para Leibniz una imposibilidad radical desde el punto de vista del PRS, que consagra que siempre hay una razón, aun la más inconsciente o inadvertida entre todas las razones, que hace valer su eficacia para determinar a la voluntad (véase Teod., § 310, GP VI: 300). Sin entrar aquí en el detalle de la infinidad de petites volitions o "petits ressorts" (GP V: 152) que desempeñan su papel en el mecanismo volitivo, cabe decir que el asno de Buridán representa una ficción que echa por tierra lo más digno de los espíritus, esto es, obrar determinados por su inteligencia. Tributaria por su parte de estas ideas, Lady Conway también se embanderó con la voluntariedad extrínseca que concede al entendimiento supremacía sobre la voluntad, de modo que una "voluntad pura" sin más ni más no puede ser sino el desconocimiento de lo que prescribe la razón: una forma de ignorancia, propia de tiranos, que anteponen su voluntad antojadiza a las razones que juzgan lo que es bueno.
Sin embargo, para finalizar, es justo dar a los jesuitas lo que a ellos corres­ponde. Las críticas intelectualistas solo pueden ser lícitas bajo la hipótesis de que la voluntad funciona más bien como el paso conclusivo de un conjunto de razones que se han sopesado por fuera de ella, de manera que, si pretendiéramos remover del entendimiento (esclarecido o no) su prioridad para iniciar la determinación, la voluntad no podría entronizarse en su lugar como la sola causa determinante, sin negar por ello los motivos e inclinaciones que le pertenecen.13 No obstante, es preciso reconocer que la doctrina de Molina y Suárez insistió en que la voluntad tiene un poder autodeterminante que no demanda que el acto voluntario sea suscitado por otra facultad; por el contrario, ella es plenamente libre en su ejer­cicio, justamente porque puede determinarse por su entera cuenta. Concedida la tesis de la autodeterminación de la voluntad, los argumentos que señalan la imposibilidad de dar con una determinación no parecen responder lícitamente a este aspecto de la enseñanza jesuita. Si, como ha dicho Suárez, la voluntad "está determinada a través de un acto intrínsecamente voluntario", entonces destacar su condición de "causa libre" no equivale a rebajarla al estatus de "causa indeter­minada", sino a reconocerla en su función de "causa autodeterminante".
Podemos suponer, entonces, que, bajo el debate abierto de herencia escolástica entre voluntariedad extrínseca (intelectualismo) y voluntariedad intrínseca (voluntarismo), subyace algo más fundamental, que probablemente irritó en mayor medida a los detractores modernos de Molina y donde puede intuirse el sentido de la indeterminación que le adscribieron. Nos referimos al empleo de la contingencia por parte de los jesuitas: si al producirse la determinación hacia uno de los opuestos, la voluntad retiene la misma potencia intrínseca hacia el otro opuesto, entonces poder actuar de otra manera no solo es algo consustancial al acto electivo, sino que sitúa a la voluntad en un plano donde el bien y el mal están en "equilibrio". Cuando Leibniz compara la voluntad molinista con una balanza en equilibrio nos revela el sentido profundo de lo que le choca: una facultad capaz de querer una cosa como lo contrario se asemeja a una balanza en cuyos brazos pesan los opuestos de igual manera, donde lo aceptable y lo reprehensible, el pecado y el mérito, el bien y el mal,"coexisten" en igual potencia simultánea, de modo que la determinación que de allí surja no es reconciliable con la idea de una voluntad que se siente atraída por el bien, aunque pueda ser aparente.
Mientras la escuela jesuita consideró que "potere agere vel non agere" debía ser el patrimonio de la verdadera libertad, dado que solo la absoluta indiferencia puede garantizar el pleno alcance de la contingencia, Leibniz y Conway vieron en ello, cuando no una forma de ignorancia, un menoscabo de la razón que es signo de una franca imperfección, puesto que, en su opinión, la libertad de los espíritus consiste fundamentalmente en reconocer el bien (o lo mejor) y determinarse a seguirlo. La locación simbólica del origen de la determinación, sea en una facultad u otra, insinúa, en la superficie de una disputa que bascula entre el intelectualismo y el voluntarismo, la raíz teológica del drama de la caída y del lugar que ha de concederse allí a la contingencia: "peccare possit, si velit" o "video meliora proboque, deteriora sequor".14

NOTAS

1. En virtud de la tesis de que el "praedicatum inest subjecto", según Couturat, el principio de iden­tidad afirma que "toda proposición idéntica (analítica) es verdadera" –todo P es S-, mientras que el principio de razón dice que "toda proposición verdadera es idéntica (analítica)" –todo S es P- (Couturat 1902: 8).
2. El título entero es: Principia Philosophiae Antiquissimae et Recentissimae de Deo, Christo et Creatura, id est, de spiritu et materia in genere.
3. Van Helmont mismo se vio involucrado en la "controversia del sombrero" e incluso Leibniz salió en su favor contra las imputaciones de cuaquerización (véase A I 3:160).
4. Además de las referencias en Nuevos Ensayos NE– (A VI 6, Prefacio: 47; Libro I, Cap. 1: 72), hay varias muestras de consideración hacia Lady Conway que exceden las simples fórmulas de cortesía: Leibniz cita un parágrafo de los Principios en su informe del libro de Petersen de abril de 1701 (Leibniz 1693: 95) y alude a ella en su correspondencia con Burnett (GP III: 176, 205, 217) y con Lady Masham (GP III: 337).
5. Esta es la tesis de Jacob Schmutz 2002: 173.
6. No entraremos aquí en el modelo de corte voluntarista que coexiste en el pensamiento tardío de Leibniz, según el cual la voluntad puede reconocer el bien y determinarse a seguirlo sin el comandamiento expreso del entendimiento, lo que en términos de Suárez recibiría el nombre de voluntariedad intrínseca. Claro está que no se trata de una facultad desreglada, ciega o indiferente ("voluntarismo indiferentista"), sino de una voluntad que aplica por sí misma el PRS: de modo semejante a cómo se determina la voluntad consecuente de Dios a partir del concurso de todas sus voluntades antecedentes, cuando nuestra voluntad final se determina en cierta dirección, no hace sino concentrar todas las pequeñas voliciones que, trabajando a la manera de razones internas a la voluntad, tienen lugar en el seno del mecanismo volitivo. Véase Gaiada 2015a: 31-54.
7. Véanse De indifferentia aequilibrii (1677?), A VI 4: 1355; Conversatio cum Domino Episcopo Stenonio de libertate (1677), A VI 4: 1380; Du franc arbitre (1678-1680/81?), A VI 4: 1408; Teodicea, § 45, GP VI: 128; Teodicea, § 313, GP VI: 302; Teodicea, § 314, GP VI: 303.
8. Véase Du franc arbitre (1678-1680/81?), A VI 4: 1409.
9. Véase De libertate et gratia (1680-1684?), A VI 4: 1455.
10. En Deo Volente, hemos brindado un conjunto de razones que justifican esta utilización tardía. Véase Gaiada 2015a: 47 ss.
11. Leibniz explica el funcionamiento de las pequeñas percepciones con el ejemplo del mar. (Véanse Principios de la naturaleza y de la gracia fundados en razón § 13, GP VI: 604; NE, GP V: 46-49). Hemos tratado la relación entre petites perceptions y petites volitions en Gaiada 2015b: 237-265.
12. En rigor, la autocoacción moral solo tendría lugar en las criaturas racionales, es decir, allí donde es posible hablar de un hiato entre deber y querer. Aunque estemos habituados a pensar que el que­rer a menudo entra en conflicto con el deber, que lo que la razón prescribe no alcanza a "tocar" la voluntad ("pensées sourdes", GP VI: 311), que lo que apetece la voluntad riñe secretamente con los mandatos de la consciencia, lo cierto es que la vida moral de Dios no tolera semejantes ficciones.
13. Esto no significa que toda falta provenga de la ignorancia o de un entendimiento obnubilado que falla en el silogismo práctico, sin que la voluntad pueda hacer valer su tenacidad o rechazo con respecto a aquello que se le ofrece como lo más conveniente. De hecho, a sabiendas del bien (que muestra la razón), la voluntad puede elegir el mal, esto es: "video meliora proboque, deteriora sequor". Sin duda, es posible intuir aquí un conato de voluntariedad propia, pero ello no bastaría en princi­pio para que la voluntad se determine por sí misma con independencia de la otra facultad. En todo caso, sería competencia de la voluntad "reaccionar" al mandato moral, pero bajo la exclusión de dárselo a sí misma. Por así decir, donador y donatario de la ley no pueden coincidir en una facultad que es naturalmente apetitiva, a cuyo ámbito corresponde la recepción de la ley moral (pudiendo elegir seguirla o rechazarla), pero no la autolegislación: lo propio de ella es "querer" (actuar) y no "deber querer" (actuar).
14. Debo mucho al diálogo con Oscar Esquisabel, a su paciencia y gran generosidad.

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Recibido: 09-2014;
aceptado: 12-2014

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