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Revista latinoamericana de filosofía

versión On-line ISSN 1852-7353

Rev. latinoam. filos. vol.44 no.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires dic. 2018

 

ARTICULOS-CONCURSO EZEQUIEL DE OLASO

El camino de la duda: de la incredulidad de Montaigne a la irreligión de Meslier

The Pathway of Doubt: from Montaigne’s Disbelief to Meslier’s Irreligion

 

MANUEL TIZZIANI

Universidad Nacional del Litoral Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas


Resumen: Este trabajo se sitúa en la intersección de dos áreas de estudio que, desde hace ya varias décadas, han comenzado a cambiar nuestra percepción de la historia de la filosofía moderna: el escepticismo y la literatura clandestina. Nuestro propósito es reconstruir el itinerario filosófico que lleva de la incredulidad al ateísmo. En una primera parte reflexionamos sobre el escepticismo de los Essais (1580) de Michel de Montaigne. Luego procedemos a reconstruir la lectura que Jean Meslier hizo de ellos en su Mémoire des pensées et des sentiments (1729). Por último, trazamos una comparación entre los pasajes de los Essais en los que la duda escéptica nos deja al borde de la incredulidad y el modo en que esos mismos pasajes son retomados por Meslier para extraer de ellos corolarios irreligiosos.

Palabras clave: duda, incredulidad, irreligión, escepticismo, ateísmo.

Abstract: This paper is located at the intersection of two areas of study that, for several decades now, have begun to change our perception of the history of modern philosophy: skepticism and clandestine lite-rature. our work try to reconstruct the pathway that goes from disbelief to atheism. In the first section we reflect on Montaigne’s Essais (1580). In the second, we reconstruct Meslier’s reading strategies in his Mémoire des pensées et des sentiments (1729). Finally, we try a comparison between di-fferent passages of the Essais in which the skeptical doubt leaves us on the verge of disbelief, and the way in which those same passages are taken up and transformed by Meslier with the aim of extracting from them irreli-gious corollaries.

Key-words: doubt, disbelief, irreligion, skepticism, atheism.


 

1. El devenir del escepticismo un Coloquio realizado en 1980, John Spink (1982) sostuvo que, en el marco del pensamiento clandestino, los términos “pirrónico” y “escéptico” podían ser interpretados como sinónimos de “materialista”. Varias décadas después, Sébastien Charles (2008) ofreció una revisión de los distintos estudios que, siguiendo esa estela, han buscado esclarecer la relación entre el escepticismo, el materialismo y el ateísmo en la literatura clandestina. En ese intento, además de reconstruir las posiciones de Alan Kors, Winfried Schroder y Gianni Paganini, retomó una tesis de Miguel Benítez (1983) según la cual, a excepción de los Arguments du pyrrhonisme, “ningún manuscrito clandestino tuvo como ambición proporcionar una visión imparcial de lo que fue el escepticismo, o recordar la historia de la secta y las disputas propias a esa corriente de pensamiento” (Charles 2008: 96-97).

Alejándose de aquella interpretación inaugural, Benítez y Charles coinciden en que, si bien es cierto que el escepticismo suele verse tergiversado en muchos de los manuscritos en los que se encuentra presente, un análisis más apegado a la letra muestra que la tesis de Spink resulta excesiva. En una palabra, en aquellos escritos en los que se intenta defender una hipótesis materialista y atea, el escepticismo no suele presentarse como “una corriente de pensamiento específica”, sino más bien como “un método de investigación y de exposición que impregna al materialismo clandestino” (Benítez 1983: 45). Se trata, en definitiva, de “una actitud que pone en cuestión los conocimientos que hemos recibido —los prejuicios—, que tiene consciencia de los límites existentes en la búsqueda de la verdad y que, por ello mismo, se muestra modesta en sus pretensiones” (Benítez 1983: 45). El escepticismo sería, sobre todo, una herramienta, un importante aliado al momento de derruir los cimientos sobre los que se sostiene la tradición y esbozar una nueva verdad. Por lo tanto, aunque la pretendida sinonimia de Spink presente serias debilidades, es necesario tener en cuenta que “el léxico tradicional de los escépticos —”examen”, “modos”, “equipolencia”, “suspensión del juicio”, “tradición de leyes y costumbres”, etc.— se vio profundamente modificado a comienzos del siglo XVIII” (Bahr 2017: 10), dando lugar a nociones extrañas a la tradición pirrónica; a una paradójica versión militante “que utiliza el escepticismo y la duda crítica como un instrumento no dogmático y que busca socavar las certezas recibidas antes de construir sistemas alternativos” (Paganini 2002: 22).

En ese marco, y aun cuando el caso de Meslier presente diferencias con el que describe Paganini, cabe señalar que la intención general de este artículo es ofrecer una prueba adicional en favor de la tesis según la cual el escepticismo se vio transformado en los inicios del siglo de la Ilustración, siendo utilizado con fines extraños a los que en su origen poseía el pirronismo. Para ello, se intenta reconstruir un camino: el que va de la incredulidad a la irreligión; a mejor decir, el que conduce de las premisas escépticas esbozadas en los Essais (1580) de Michel de Montaigne (15331592) a las conclusiones ateas que pueden hallarse en la Mémoire des pénsees et des sentiments (1729) de Jean Meslier (1664-1729). Con el fin de alcanzar ese objetivo, el texto se divide en tres apartados: en el primero se reflexiona sobre la escritura de Montaigne, poniendo especial énfasis en indicar el carácter discordante, inacabado y —sobre todo— tácito que este otorga a sus Ensayos. En el segundo se reconstruyen las estrategias de lectura de Meslier, exhibiendo el modo en que el cura saca provecho de aquellos escasos recursos de los que dispone. En el tercero se ensaya una comparación entre distintos pasajes de los Essais en los que la duda escéptica nos deja al borde de la incredulidad, y el modo en que esos mismos pasajes son retomados y transformados en la Mémoire con el objetivo de extraer de ellos corolarios irreligiosos. Al fin de cuentas, nuestro trabajo se ubica en la intersección de dos áreas de estudio que, desde hace ya varias décadas, han comenzado a cambiar nuestra percepción de la historia de la filosofía moderna: el escepticismo y la literatura clandestina.

2. Montaigne, entre la discordancia y la insinuación

Son los Essais un libro de bonne foi, o esa expresión es tan solo una ironía?1 ¿Pueden ser definidos como un texto definitivo y explícito, o es posible concebirlos como una opera aperta y con repliegues? En ese marco, por un lado, ¿qué peso adquirió el pirronismo en su configuración zétetica, es decir, inacabada e inacabable?; por otro, ¿qué valor tiene en ellos la figura de lector, y a quiénes están dirigidos? He allí algunas de las preguntas que nos guían en nuestra interpretación de la escritura de Montaigne. una de las sospechas sobre la que se sostiene este trabajo es que, más allá de la simple apariencia, esto es, de los pasajes que pueden ligar a Montaigne con el conservadurismo político, es posible encontrar en los Essais algunas indicaciones que, leídas con atención, podrían posicionar a su autor en los albores de una práctica de escritura en la que la figura del lecteur suffi-sante asume un rol protagónico: no solo porque la tarea del ensayo nunca se acaba,2 sino también porque hay ideas que resulta mejor no afirmar de modo explícito. Esta práctica, postulamos de modo preliminar, podría caracterizarse, por lo tanto, por un decir que mixtura la discordancia y la insinuación. Se trata de una escritura en la que se conjuga un decir inconcluso, tentativo, atravesado por un talante pirrónico3 (véase E III: 34-35), con otro en el que 158 i las opiniones menos tradicionales se encuentran solapadas con aquellas que resultan más usuales e inocuas; en el que las mercancías prohibidas son ingresadas “de contrabando” en el puerto de la ortodoxia,4 o se hallan acompañadas por sentencias que intentan matizar su presunta heterodoxia (véase E I: 547—548). En definitiva, una escritura siempre fragmentaria y provisional, que “nunca hace pie”,5 pero que al mismo tiempo se encuentra construida en base a ironías, evasivas y subterfugios; un arte de escritura, finalmente, en la que el escepticismo, ya poco fiel a la orientación pirrónica o académica, irá convirtiéndose poco a poco en una arma de combate contra los prejuicios de la tradición.

Pero volvamos a la primera pregunta. En el prefacio de su obra, en donde se dirige a sus lectores, Montaigne realiza dos afirmaciones clave en relación con su texto. En la primera afirma: “Lector, este es un libro de buena fe”; en la segunda: “Así, lector, soy yo mismo la materia de mi libro” (E I: 117). Ahora bien, ¿cuál es el significado que puede asignarse a estas dos frases inaugurales? Según puede inferirse de su conjunción, los Ensayos pretenderían erigirse en un libro que diga solo la verdad acerca de quién lo escribe, es decir, en un libro que represente —o más bien, que presente6— el fiel retrato de su autor. Un retrato que no oculte nada de sí, ni las virtudes más enco-miables ni los vicios más vergonzosos; sentido original del concepto jurídico de “buena fe” que Montaigne conoce por De officiis.

Es el propio Montaigne quien reafirma esta misma idea al asegurar que, mediante la edición de sus escritos, no ha buscado alcanzar la gloria, ni ha intentado dotarse a sí mismo de una reputación inmerecida:

Si [este libro] hubiese sido [escrito] para buscar el favor del mundo, me habría adornado mucho mejor, con bellezas postizas. Quiero que me vean en mi manera de ser simple, natural y común, sin estudio ni artificio. Porque me pinto a mí mismo... [Y] de haber estado entre aquellas naciones que, según dicen, todavía viven bajo la dulce libertad de las primeras leyes de la naturaleza, te aseguro que me hubiera gustado muchísimo pintarme del todo entero y del todo desnudo (Montaigne E I: 117).

Pero, mal que le pese, Montaigne no ha tenido la fortuna de vivir entre los tupinambás del litoral brasileño; por el contrario, le ha tocado la desgracia de nacer en “un Estado turbado y enfermo” (E III: 231), en una nación en la que las reglas de la civilidad pedantesca han llegado a ser virtudes cardinales.

La Francia del siglo XVI es la de esos maestros de escuela que carecen de toda otra cualidad que no sea libresca, que ocultan sus inepcias detrás de una elegante toga y resonantes máximas latinas. El ensayista vive en una época en la que lo útil y lo honesto han bifurcado sus caminos, en la cual el arte del disimulo y la razón de Estado han pasado a desempeñar un rol destacado en el sostenimiento de la sociedad política. una época, en fin, en la que la mentira ha dejado de ser concebida como un pernicioso vicio que socava los vínculos humanos para convertirse en un instrumento de poder. Sabemos también que el tiempo histórico en el que vivió Montaigne fue, en términos teológico-políticos, uno de los más agitados de la historia europea. El siglo XVI no solo fue el del “otoño del Renacimiento”, sino también el de la Reforma; un siglo en el que guerras consumadas en nombre de Dios, bajo el pretexto de la piedad y la ortodoxia, desangraron a su Francia natal.

Ahora bien, en ese contexto político e intelectual —agravado por otros fenómenos como la caza de brujas y el accionar de la Inquisición, que, tras el concilio de Trento (1545-1563), comenzará a ejercer mayor control sobre las opiniones y actos individuales—, ¿cuáles son los límites del decir honesto? ¿Qué puede decirse sin peligro? ¿Cuáles son las mercancías prohibidas en el puerto de la ortodoxia? Teniendo esto en cuenta, ¿es posible pasar por alto la afamada máxima de Tácito —cuya historia Montaigne recomienda “estudiar y aprender” (E II: 230)— respecto de la rareza de los tiempos en la que todo puede ser pensado y dicho? Parece evidente que no todos los pensamientos son igual de bienvenidos en las tierras de la opinión común. Y Montaigne bien sabe, luego de las persecuciones de las que fue testigo directo, que las opiniones poco ortodoxas —en particular en materia teológica y política— pueden conducir a una muerte trágica y dolorosa (como la de Miguel Servet), o una vida plagada de penurias (como la de su defensor, Sébastien Castellion). Sabe que “la valentía tiene sus límites, como todas las demás virtudes” (E I: 203), y que la “ley de la resolución y de la firmeza no implica que no debamos protegernos, en la medida de nuestras fuerzas, de los males e infortunios que nos amenazan... Al contrario, cualquier medio honesto para defenderse de las desgracias es no solo lícito, sino loable” (E I: 171).

A partir de estos elementos, cabría preguntar cuál es el significado que podemos atribuir a otra afirmación presente en el aviso “Al lector”. En los Ensayos, insiste Montaigne, “mis defectos se leerán al natural, mis imperfecciones y mi forma genuina en la medida en que la reverencia pública me lo ha permitido” (E I: 117). Ahora bien, ¿cuáles son los límites de esa reverencia? ¿Cuáles son las fronteras que el decoro público han impuesto a este supuesto afán del ensayista por presentarse ante los demás sin estudio ni artificio? ¿Cuán lejos está ya del mundo francés tardo-renacentista la posibilidad de mostrarse ante los lectores por entero y al desnudo, como un habitante de los pueblos de la France Antarctique? ¿Cuántas máscaras ha debido portar Montaigne para cumplir con las reglas ceremoniales instituidas a su alrededor? Desde esta perspectiva, ¿puede concebirse a los Ensayos como un libro escrito bajo una estricta bonne foi, como un retrato en el que es posible encontrar explicitados todos los pensamientos del autor? Y si fuera posible dudar de su honestidad brutal, ¿podríamos considerarlo como un filósofo con múltiples facetas, no solo como un escéptico al que le resulta imposible proferir una última palabra, sino también como alguien interesado en solo dejar entrever ciertas ideas? ¿Podríamos entenderlo como un pensador de la trastienda, que se ha servido de ironías, sugerencias e insinuaciones para dar cuerpo a ciertos pensamientos poco loables para los censores del Sacro Palazzo?

Según nuestra lectura, no resulta descabellado pensar que Montaigne haya al menos intuido la posibilidad: “Debemos reservarnos una trastienda del todo nuestra, del todo libre, donde fijar nuestra verdadera libertad y nuestro principal retiro y soledad” (Montaigne E I: 445). De eso se trata; de apropiarse de una arriere-boutique privada en la cual puedan expresarse, sin peligros, los pensamientos menos corrientes, las ideas más audaces, las conclusiones más intrépidas. Aquellas solo trasmisibles a las “almas ordenadas y fuertes por sí mismas” (E II: 475), a un pequeño número de personas, miembros de la République des Lettres, capaces de entenderlas y tolerarlas. El sabio, según lo describe, es aquel hombre de entendimiento que no solo posee buenas disposiciones naturales, sino que también ha logrado pulir sus ideas a través del estudio y la reflexión. Es, además, quien conoce en detalle cuán peligrosa e intolerante puede llegar a ser la turba de seres humanos que deja arrastrarse por las pasiones. En una palabra, el sabio sabe disimular. Conoce la importancia de actuar exteriormente como la mayoría, conformando sus hábitos a las disposiciones del país en el que le ha tocado nacer, y de reflexionar interiormente como una pequeña fracción de individuos, gozando de esa “libertad aristocrática y viril” de la que nos habla Pierre Manent (2014).

el sabio debe por dentro separar el alma de la multitud, y mantenerla libre y capaz de juzgar libremente las cosas; pero, en cuanto al exterior, debe seguir por entero las maneras y formas admitidas. A la sociedad pública no le incumben nuestros pensamientos; pero lo restante, como acciones, trabajo, fortuna y vida, debemos cederlo y entregarlo a su servicio y a las opiniones comunes. (Montaigne E I: 273)7

Para lograr ese objetivo, para alcanzar esa libertad de pensamiento y de juicio, la trastienda se convierte en un lugar estratégico. y Montaigne la posee. Su biblioteca, ubicada en el tercer piso de la torre de su castillo, asume un rol fundamental en esta historia; otorga un sustento físico a la interpretación que aquí ensayamos. Ese lugar le agrada, afirma, sobre todo “porque su acceso es un poco difícil, y porque está algo apartada, tanto por el provecho del ejercicio como por alejar de mí a la multitud. Aquí tengo mi morada. Intento adueñarme de ella por completo, y sustraer este único rincón a la comunidad conyugal, filial y civil” (Montaigne E III: 70). Montaigne gusta de la soledad, de la vida retirada y de las reflexiones incisivas acerca de los recodos de su yo, aunque también es cierto que la imagen del ensayista ermitaño hace tiempo que ha sido desestimada (véanse Nakam 1982, 2001 y Desan 2014). De hecho, podemos afirmar que Montaigne fue, a la vez que un gran lector de Séneca y Plutarco, un destacado actor en los asuntos de su tiempo. Lo que nos conduce hacia otra consideración de relevancia: incluso cuando él señale que, debido al riesgo que se corre, prefiere eludir las reflexiones acerca de los asuntos presentes (véase E I: 254-255), e incluso cuando afirme ser para sí mismo “su física y su metafísica”, está claro que sus escritos no solo refieren unívocamente a su persona, sino que representan también una lúcida reflexión acerca de muchos tópicos centrales para la filosofía, e incluso se entrometen en álgidos debates políticos y teológicos, aunque “no con el objeto de establecer la verdad, sino para buscarla” (E I: 547).

Es por ello, y por otras consideraciones que podríamos añadir con más espacio, que nos permitimos ensayar la hipótesis según la cual cabría pensar que, conociendo los peligros individuales que puede ocasionar una expresión intrépida, o los inconvenientes políticos que podrían producir dichas ideas en manos de quienes son incapaces de moderar sus afectos, Montaigne se habría contentado con sembrar en sus Ensayos ciertas semillas “de una materia más rica y más audaz” (E I: 459); guiños, señas, marcas de sentido capaces de habilitar una lectura menos apegada a la letra, o capaz de convertir las “fantasías” en realidad. Sus Ensayos, creemos, quizás posean un sentido íntimo, velado, solo abierto a los lectores sagaces; al pequeño y selecto grupo de los “hombres de entendimiento”. Es el mismo autor, en efecto, quien parece reafirmar nuestra tesis: encuentra en la célebre frase que Naudé tomó de Cesare Cremonini: Intus ut libet,foris ut moris est. Sobre la relación entre Montaigne y los libertinos, véase Dotoli (2007); sobre la actitud filosófico-política asumida por estos, véase Pintard (1943).

Ahora bien, en la medida que el decoro me lo permite, hago notar aquí mis inclinaciones y afectos; pero con más libertad y de más buena gana por mi boca a cualquiera que desee informarse sobre ello. En cualquier caso, en estas memorias, si se mira bien, se encontrará que lo he dicho todo, o indicado todo. Lo que no puedo expresar, lo señalo con el dedo: Verum animo satis haec uestigia parua sagaci / sunt, per quae possis cognoscere caetera tute [“Pero a un espíritu sagaz le bastan estos pequeños vestigios, mediante los cuales podrá conocer todo el resto” (Lucrecio, De rerum natura, I: 402-403)]. (Montaigne E III: 288).

Él, que admite haber tenido esa misma experiencia,8 que ha forjado su propio texto a partir de la relectura y reapropiación de los autores clásicos,9 que ha propuesto una novedosa pedagogía en base a la libertad del juicio, que ha puesto en práctica una escritura siempre y deliberadamente inconclusa, sabe que “el lector capaz (lecteur suffisante) descubre a menudo en los escritos ajenos otras perfecciones que las que el autor ha puesto y ha advertido en ellos, y les presta sentido y aspectos más ricos” (E I: 287). Se genera así una suerte de complicidad entre quien escribe sirviéndose de ironías, insinuaciones y conclusiones discordantes, y quien ejercita una lectura sagaz y atenta. “La mitad de la palabra pertenece a quien habla, la otra mitad a quien escucha” (E III: 438), afirma el ensayista. El texto queda incompleto, casi mudo, sin aquel destinatario capaz de actualizar y completar su significado, sin aquel que aporta la otra mitad; sin aquel capaz develar el reverso de la ironía, de convertir las insinuaciones en ideas, de gestar conclusiones en base a las sugerencias. Es este, solo este, el que ha comprendido la potencia de la palabra escrita.

3. Meslier, un lector pirómano

El Abrégé de la vie de l’auteur, un texto de circulación manuscrita y clandestina que solía acompañar a los distintos resúmenes de la Mémoire —antes de ser impreso por Voltaire junto con el Extrait des Sentiments de Jean Meslier (1762)—, nos ofrece las primeras noticias sobre algunas de las más importantes obras a las que el cura de Etrépigny habría tenido acceso: “Los principales de sus libros eran la Biblia, las Memorias de Commynes, un Montaigne, y algunos Padres; no es sino de la lectura de la Biblia y de los Padres de donde adquirió sus sentimientos” (Meslier OC III: 392). una lista muy escueta, y una observación no menos discutible respecto de las limitadas fuentes que habrían servido de inspiración para el desarrollo de las ocho pruebas que conforman la Mémoire des pensées et des sentiments. En efecto, quienes han realizado un estudio más pormenorizado de la cuestión en los últimos cincuenta años, matizan con buenos argumentos la validez de aquella afirmación inicial. Pues si bien parece cierto que Meslier desarrolló sus reflexiones en un relativo aislamiento, en esporádica compañía de algunos esprit-forts, tampoco puede negarse, como ya ha señalado Maurice Dommanget (2008), que su biblioteca excedía con creces a las de sus colegas del bajo clero rural, quienes poseían, por lo general, “menos libros que el número de dedos de un mano” (Dommanget 2008: 49).10 No obstante, incluso cuando entendamos que su bibliotheque no debe ser reducida a los volúmenes que habrían sido inventariados en el momento de su muerte, sino que debe incluir todos aquellos libros eventualmente leídos y estudiados por el cura con algún detenimiento,11 lo cierto es que Meslier no habría tomado contacto con más de medio centenar de obras.12 un número de lecturas que no deja de ser relativamente exiguo, y que, quizás, también pueda permitirnos explicar la originalidad de sus reflexiones materialistas, así como también cierta rusticidad argumental, o algunas carencias conceptuales (Benítez 2012: 234).

Además del Antiguo y del Nuevo Testamento, textos obligados para todo párroco, y de las obras de algunos Padres de la Iglesia, Meslier tuvo oportunidad de leer, entre los libros más destacados, la Démonstration de l’existence de Dieu de Fénelon; las Réflexions sur l’athéisme que el jesuita Tournemine redactó como introducción a la primera parte de esa demostración en las ediciones de 1712 y 1713, y que luego fue reeditada como apéndice en la

de 1718;13 la segunda edición —anónima— de la Recherche de la vérité (16751676) de Malebranche, a quien Meslier nunca identifica como su autor; las Mémoires de Phillipe de Commynes (1610); dos textos anónimos titulados Le salut de l’Europe (1694) y L’Esprit du Cardinal Mazarin (1695); una versión francesa de L’espion turc, atribuido al escritor italiano Jean-Paul Marana; el Grand Dictionnaire historique, ou Le mélange curieux de l’histoire sacrée et profane de Louis Moréri (1674); Les Caracteres ou les Moeurs de ce siecle, de Jean de La Bruyere (1691); la Apologie pour tous les grands personnages qui ont esté faus-sement soupgonnez de magie (1669), del libertino erudito Gabriel Naudé; el Nouveau Théatre du Monde (1613-1635), atribuido a Pierre Davity, y obras de autores clásicos como el naturalista Plinio, Luciano de Samósata, Séneca, Tácito o Tito Livio, aunque hay quienes ponen duda que algunas de estas lecturas hayan sido de primera mano. Sea como fuere, entre todas esas lecturas (a la que quizás podría añadirse la de algunos filósofos de primera línea),14 los Essais de Montaigne parecen haber alcanzado un lugar muy especial.15 En efecto, como intentaremos mostrar con mayor detalle en nuestro próximo apartado, la presencia de Montaigne es casi ubicua en las páginas de la Mémoire, no solo en términos cuantitativos, sino también cualitativos; Meslier no solo nombra y recurre al “juicioso” Montaigne como una autoridad, sino que también obtiene mucho provecho de distintos argumentos que este desarrolla en sus Essais, y en los que el escepticismo y la incredulidad asumen un lugar protagónico.

Por otra parte, dejando de lado la composición de su biblioteca, creemos posible caracterizar las prácticas de lectura asumidas por Meslier en base a dos rasgos principales: en primer lugar, si nos atenemos a la interpretación de Miguel Benítez, parece posible señalar que toda la filosofía del cura de Etrépigny se gestó a partir de una serie de textos, tesis y proposiciones que este se proponía rebatir; lo que no solo produce “una multitud de equívocos” (Benítez 2012: 223) conceptuales y lingüísticos a lo largo de la

Mémoire, ya que Meslier adopta muchas veces el lenguaje de sus oponentes,16 sino que también otorga a la Démonstration de Fénelon un lugar central en el desarrollo de su filosofía. En efecto, las 260 notas marginales añadidas por Meslier como refutación de dicha demostración podrían ser consideradas, tal vez, como el primer esbozo de su voluminoso escrito. Esta filosofía de reacción no solo daría cuenta de una construcción conceptual con límites y lagunas, sino que también nos permitiría explicar otro fenómeno particular de la producción de Meslier: el que haya sido capaz de “enrolar contra la religión y la monarquía católica una poderosa armada” (Benítez 2012: 64) compuesta de perspectivas muy disimiles, y en cuyas filas se incluye a los autores antiguos, a la literatura jansenista —como las Réflexions morales sur le NouveauTestament (1694) de Quesnel—, a algunos autores protestantes —como Pierre Du Moulin—, a los turcos —como es el caso de Marana— y a una gruesa infantería proveniente de las trincheras católicas; infantería dentro de la cual podemos destacar, quizás con el grado de general, al autor de los Essais.

En segundo lugar, parece posible afirmar que el uso que Meslier hace de las diversas obras con las que toma contacto, el modo como trabaja con y sobre ellas, nos permite pensar que la Mémoire no fue un texto redactado con ira y precipitación, sino una obra elaborada con cierta frialdad, y durante un tiempo considerable,17 aun cuando las razones que motivaron su redacción pudieran haber despertado una evidente irritación en el cura. En una palabra, por más que Meslier haya escrito su texto afligido ante las penurias de sus feligreses, o por el furor que le producían los abusos de poder de obispos y príncipes, es claro que la tarea de desengaño a la que se abocó en su texto requirió de un detenido ejercicio de meditación: no nació de la noche a la

mañana, ni de una mente turbada por el odio. Según la hipótesis de uno de sus principales estudiosos, en efecto, “Meslier sin dudas maduró largamente su pensamiento, su incredulidad; si debemos creerle, desde sus años de juventud” (Benítez 2012: 63-64). Según esta interpretación, Meslier habría confirmado sus primeros sentimientos y reflexiones a partir de la lectura de diversos hombres ilustres, recopilando en distintos cuadernos, durante largos años, “pasajes extraídos de los libros que leía, seguramente incluso antes de pensar en servirse de estos materiales para la elaboración de su escrito” (Benítez 2012: 66). En efecto, las referencias que Meslier ofrece —a lo largo de la Mémoire— de las diversas citas que toma de sus lecturas, son en ocasiones vagas, imprecisas e incluso incorrectas, al tiempo que muchos de esos pasajes también son usualmente modificados. Lo que podría llevarnos a pensar, por una parte, que el cura no disponía de todos sus libros en el momento en que se abocó a la redacción de su obra, sino tan solo de aquellos apuntes que habría ido tomando a partir de esas lecturas. Por otra parte, sin embargo, puede afirmarse con sobrada evidencia textual que esas lecturas parecen haber sido siempre realizadas de una manera particularmente interesada, pues el modo como Meslier sacaba provecho de ellas nos lleva a pensar que hacía “fuego con toda la madera que caía en sus manos” (Benítez 2012: 69). En una palabra, podría decirse que Meslier puso todos sus conocimientos de literatura clásica y moderna “al servicio de la revuelta” (Lutaud 1973: 138), convirtiéndose así en un lector pirómano, en un incendiario de la filosofía clandestina.

Para ofrecer un marco teórico más amplio, podríamos reconstruir de modo breve un debate que tuvo lugar en el ámbito de la historia de la lectura. En los inicios de la década de 1970, Rolf Engelsing (1974) publicó un estudio en el que sostuvo que, en el transcurso del siglo XVIII, se había producido en Europa una Leserevolution, categoría a partir de la cual estableció un antes y un después en la relación de los lectores con la cultura escrita: de un lado, la “lectura intensiva”, tradicional, imbuida de sacralidad y autoridad, en la que el lector se enfrentaba a un corpus limitado de textos —en su mayor parte de índole religiosa, y sobre todo la Biblia—, los cuales eran leídos (por lo general en voz alta) y releídos, memorizados y recitados, escuchados y aprendidos de memoria, transmitidos de generación en generación. Del otro, la “lectura extensiva”, moderna, desacralizada, silenciosa e individual, en la que el lector expresaba una Lesesucht, una “manía lectora” caracterizada por la avidez de consumir un material nuevo, más variado. Esta lectura rápida y efímera, además, era acompañada por “un examen crítico que no sustraía ya ningún terreno a la duda metódica. De ese modo, una relación comunitaria y respetuosa con lo escrito, imbuida de reverencia y obediencia, fue cediendo el paso a una lectura libre, desenvuelta e irreverente” (Cavallo y Chartier 2004: 49). Roger Chartier (1998) y Reinhard Wittmann (2004) se han encargado de poner en entredicho la validez de la tesis de Engelsing, no por considerarla incorrecta, sino por concebirla como una posición “simple y tajante”. En concreto, han ofrecido una serie de testimonios y contraejemplos a partir de los cuales han mostrado la existencia de lectores con hábitos “extensivos” antes de la revolución, así como de lectores “intensivos” posteriores a ella.

Aprovechando esas categorías, y retomando las consideraciones de quienes se oponen a la rigidez de la tesis de Engelsing, quizás podríamos concebir a Meslier, quien vivió en los albores de la “revolución lectora”, como un lector que mixtura ambos modelos ideales. Por un lado, comparte con el lector “intensivo” la frecuentación de un número limitado de textos, entre los cuales los religiosos y apologéticos (con la Biblia a la cabeza) poseen sin dudas un lugar muy destacado; por el otro, comparte algunos rasgos propios del lector “extensivo”, exhibiendo una actitud irreverente frente a los escritos que le llegan a la mano, en ocasiones, según se cree, por una única vez. El estudio detenido y sistemático de algunos textos, como la Démonstration de Fénelon, no conlleva una actitud de sumisión ante la presunta autoridad del autor, sino un ejercicio crítico en el que todas las posiciones son discutidas en detalle. En efecto, incluso ante aquellos textos que parecen despertarle mayor afinidad, o ante aquellos autores a los que rinde cierta pleitesía (como es el caso de Montaigne), la actitud de Meslier jamás puede ser reducida al acatamiento pasivo. Tal como lo intentaremos mostrar en nuestro último apartado.

4. Premisas incrédulas, conclusiones irreligiosas

En el capítulo III de su inaugural estudio, Maurice Dommanget (2008: 95-132) refiere a les sources intellectuelles de las que Meslier se habría nutrido para componer su Mémoire. En ese marco, destaca la importancia de Montaigne, a quien el cura cita por primera vez en las páginas iniciales del “Avant-propos” (OC I: 30-31). “A partir de allí”, afirma el crítico,

las citas se suceden, y son tan numerosas que ocupan a veces páginas enteras. Puede decirse que en todos los lugares en los que Meslier ataca a la religión y pisotea a la divinidad, hay siempre una cita de Montaigne que llega en el momento justo para reforzar su argumentación. Pero especialmente cuando se trata de contrarrestar la impostura, el fanatismo, los sacrificios sanguinarios, el carácter puramente humano y los milagros de todas las religiones, Meslier toma préstamos de Montaigne... Por la amplitud de las citas a favor de sus tesis, es incontestable que Montaigne ocupa el primer rango [entre sus fuentes], y la prueba de que el gran escéptico ejerce una extraña seducción sobre el humilde cura (Dommanget 2008: 99-100)

 

En efecto, según hemos podido constatar a través de nuestro estudio, la presencia de los Essais en la Mémoire no solo resulta muy significativa en términos cuantitativos, en números puros y duros, sino también en el desarrollo de argumentos que conducen de la irresolución pirrónica a la abierta incredulidad. Desde la primera perspectiva, cabría señalar que, a lo largo de los noventa y siete capítulos en los que se divide la Mémoire, Meslier refiere asiduamente a diversos pasajes de la obra del judicieux sieur de Montaigne, y que dos tercios de esas referencias pertenecen al más extenso y afamado de los ensayos: la Apologie de Raimond Sebond (II, 12)18 19. De hecho, esta presunta inclinación hacia los corrosivos argumentos del escepticismo —dado el tono general asumido por Montaigne a lo largo de la Apología19— podría verse refrendada si tenemos en cuenta otros pasajes de la Mémoire en los que Meslier se sirve de ensayos en los cuales los tropos pirrónicos adquieren una notable importancia. Algunos ejemplos de ello podrían hallarse en las citas tomadas del capítulo De la coutume et de ne changer aisément une loi regue (I, 23), en donde Montaigne reflexiona sobre los efectos —tan imperceptibles como irremediables— que poseen los hábitos sobre las creencias humanas, incluidas las religiosas; las referencias que Meslier extrae del capítulo Des boiteux (III, 11), en el que los eventos presuntamente sobrenaturales —como los milagros o la brujería— son sometidos por el ensayista a un examen crítico devastador, y aquellas tomadas del ensayo Qu’il faut sobrement se méler de juger des ordonnances divines (I, 32), en donde el perigordino pone al descubierto esa tendencia natural de los seres humanos a adoptar sus creencias más firmes y virulentas en aquellos asuntos sobre los que menos entienden, o en los que los sentidos y la razón son incapaces de aportarles ninguna información. Del mismo modo, dijimos, puede afirmarse que la presencia de Montaigne es casi ubicua en la obra de Meslier. Pues, a diferencia de lo que ocurre con autores como Fénelon y Malebranche —citados largamente en las últimas dos pruebas—, podemos encontrar referencias a distintos pasajes de los Essais en cada una de las ocho pruebas que conforman la Mémoire, así como también en el “Avant-propos” y la “Conclusion”.20

En términos cualitativos, y a modo de observación general, podemos señalar que los pasajes de los Essais citados a lo largo de su Mémoire se encuentran, en muchas ocasiones, precedidos por un elogio del buen juicio de Montaigne.21 Lo que podría indicarnos que el ensayista es admirado por el cura a partir de su sagacidad, de su bon sens, y es convocado a prestar testimonio como un antepasado prestigioso al que se recurre, en general, con el fin de brindar un mayor sustento a las tesis que se pretenden defender y desarrollar. En tal sentido, coincidimos con Benítez (2012: 71), para quien un auteur judicieux “es aquel que, en el espíritu de Meslier, designa a alguien que no se dejó engañar por la impostura [de la religión], pero deseaba ocultarlo”. No obstante, más allá de que los pasajes de Montaigne sean citados como presuntos argumentos de autoridad, lo que más nos interesa resaltar en lo que sigue es el hecho de que Meslier no suele atenerse a la letra de los argumentos desarrollados por el ensayista, sino que suele realizar una serie de operaciones por medio de las cuales el texto de Montaigne se ve resignificado, reconfigurado, reescrito, incluso transformado. Todo ello con el fin de hacer explicitas algunas de las conclusiones que el ensayista puede haber querido dejar solo dichas a medias, no solo para no profundizar la crisis política inaugurada con la Reforma, sino también para resguardar su propia integridad física y moral.22

Dado el espacio disponible, detengámonos en dos ejemplos que pueden ayudarnos a ilustrar la cuestión. El primero de ellos refiere al carácter puramente humano y convencional de la religión, así como también al hecho de que ciertos astutos personajes, los legisladores, se hayan servido de esos artilugios con el fin de dar un sustento más sólido a las sociedades humanas; el segundo, a la crítica de los milagros. El primer tópico, muy usual en la literatura clandestina, será abordado por Montaigne en varias oportunidades a lo largo de su Essais; en particular, si nos atenemos a la lectura de Meslier, en la Apologie y en De la gloire (II, 16).23 En el primer caso, la afirmación se encuentra tan solo algunas páginas detrás de aquellas en las que el ensayista ofrece una detallada descripción del pirronismo (véase E II: 252259), lo que, según entendemos, también resalta la importancia del contexto de esta referencia. En efecto, en las líneas que preceden inmediatamente al pasaje en el que nos habla de la astucia política de Platón, Montaigne afirma que, en términos generales, ninguno de los filósofos antiguos parece haberse tomado demasiado en serio sus propias invenciones filosóficas, pues eran “demasiado sabios” para establecer algo tan incierto como “artículos de fe”. Desde esta perspectiva, las ideas de Platón, los números de Pitágoras y los átomos de Epicuro no habrían sido más que modestos intentos por refrenar una tendencia inherente a nuestro espíritu, por ofrecer una verdad capaz de embridar nuestra “curiosidad natural” a través de esta “poesía sofisticada” que es la filosofía. Del mismo modo, las invenciones políticas no dejan de responder a una necesidad humana; más en concreto, a la “necesidad de la sociedad pública” por encontrar un pilar de sostén, un modo efectivo de garantizar la obediencia de las leyes del país en el que se vive. Lo que Platón habría comprendido con gran clarividencia.

Platón trata este misterio con un juego bastante descubierto. En efecto, allí donde escribe de acuerdo consigo mismo no prescribe nada con certeza. Cuando ejerce de legislador, adopta un estilo magistral y aseverativo, y, aun así, introduce audazmente las más fantásticas de sus invenciones, tan útiles para persuadir a la multitud como ridículas para persuadirse a sí mismo, pues sabía hasta qué punto somos proclives a aceptar todas las opiniones y, en especial, las más extravagantes y desmedidas. Es por eso que en sus Leyes [659c-664b] se preocupa mucho porque solo se canten en público aquellas poesías cuyas fabulosas ficciones tienden a algún objetivo útil. Puesto que es tan fácil imprimir cualquier fantasma en el espíritu humano, alega que es injusto no alimentarlo con mentiras provechosas antes que con mentiras inútiles o nocivas. En su República [459c] dice sin ambages que, en beneficio de los hombres, a menudo es necesario engañarlos (Montaigne E II: 266-267)23

Estas mismas ideas volverán a aparecer en el capítulo destinado a “la gloria” (II, 16), esa vacua recompensa honorífica que muchos individuos desean, y en la que Montaigne, más allá de su crítica, encuentra un provecho social y político. Pues las recompensas honoríficas, aunque vacuas, parecen contribuir de un modo significativo “a contener a los hombres en su deber” (E II: 434-435); y del mismo modo en que la gloria y el honor resultan provechosas para afianzar la sociabilidad y promover las buenas acciones de gobernantes y gobernados, también la religión cumple un rol destacado. He ahí la razón por la que los legisladores de todas las latitudes han recurrido al artilugio de la mentira política, a diversas “vanidades ceremoniales”, con el fin de que los pueblos adopten con más facilidad las leyes que se busca prescribirles.

Puesto que a los hombres, por su torpeza, no puede bastarles que les paguen con moneda de ley, empléese también la falsa. Todos los legisladores han usado este medio, y no hay Estado en el que no se dé cierta mezcla de vanidad ceremonial o de opinión mentirosa que sirva de brida para mantener al pueblo en el deber. Por eso, la mayoría tienen unos orígenes e inicios fabulosos, y adornados con misterios sobrenaturales. Esto es lo que ha dado crédito a las religiones bastardas, y lo que las ha hecho favorecer por la gente de entendimiento (Montaigne E II: 435).

Meslier incluirá estos pasajes de Montaigne en los primeros dos capítulos de la Primera prueba de su Mémoire, en la que busca mostrar el carácter humano y el fin político de las religiones. En el capítulo 4, “De la vanidad y falsedad de las religiones, que no son sino invenciones humanas” (OC I: 43), el cura repasa los mismos ejemplos que Montaigne había incluido en su ensayo sobre la gloria con la intención de sustentar la verdad histórica de su consideración acerca de la religión como instrumentum regni. Numa Pom-pilio, Sertorio, Zoroastro, Trimegisto, Zalmoxis, Minos, Charondas, Licurgo, Dracón y Solón serán algunos de los legisladores más destacados de la lista.

Todos estos ejemplos y muchos otros semejantes que se podría citar, muestran con bastante claridad que todos los diferentes tipos de religión que se ven y se han visto en el mundo no son verdaderamente más que invenciones humanas plagadas de errores, mentiras, ilusiones e imposturas; lo que le dio lugar al juicioso francés, el señor de Montaigne, de decir que este medio ha sido utilizado por todos los legisladores, y no hay política ni gobierno que no contenga su mezcla de vanidades ceremoniosas u opiniones mentirosas, que sirven de brida para mantener la gente en su lugar; es por eso que la mayoría de ellas tienen orígenes y comienzos fabulosos, y enriquecidas de misterios sobrenaturales, siendo eso mismo lo que las ha hecho favorecer por la gente de entendimiento. (Meslier OC I: 49)

Más allá de las claras similitudes, hay una diferencia muy significativa entre el texto original de Montaigne y la reescritura de Meslier, pues el cura se toma la licencia de suprimir parte de la proposición en la que ensayista afirmaba que el recurso al origen sobrenatural de las normas legales había sido el modo en el que las “religiones bastardas” habían adquirido cierto crédito. Lo que implica, en este nuevo contexto, que no existe ninguna razón plausible para excluir de dicha consideración al cristianismo, a la presunta religión verdadera. Consideración que se verá reforzada por la inclusión, en la lista de los legisladores que han usufructuado el recurso de lo sobrenatural, no solo de Moisés, quien ya estaba presente en Montaigne, sino también de Mahoma, y del propio Jesucristo (véase OC I: 47-48). Con lo que la nómina de los tres impostores más afamados de la historia quedaría completa.

En el capítulo 5, Meslier busca explicar las “razones por las que los políticos se sirven de los errores y los abusos de las religiones” (OC I: 49), retomando aquel pasaje de la Apologie en el que Montaigne refiere al arte de la mentira política, práctica legitimada por “el divino” Platón en la República y en las Leyes. No obstante, mostrando su destreza para hacer fuego con distintas tiras de papel, y exhibiendo que no se preocupa demasiado por dar a conocer las fuentes de las que se nutre —en un rasgo muy montaignenano—, Meslier combina un extracto de la ya referida cita de Montaigne con otra tomada de algunas páginas más adelante, aunque su referencia no haya sido incluida por el cura. Así, tras referir a las Réflexions politiques del cardenal Richelieu, quien —retomando el ejemplo de Numa Pompilio— recomienda utilizar la “máscara” de la religión para lograr ciertos fines mundanos, Meslier afirma lo que sigue:

Y la razón por la que los políticos actúan de ese modo con la gente —según Escévola, gran pontífice, y Varrón, gran teólogo de su época— es porque parece mejor que la gente ignore las cosas ciertas y se crea las falsas25. El divino Platón —observa el señor de Montaigne— dice con todo desparpajo en La República que hay que engañar a la gente en su propio beneficio (Meslier OC I: 50-51).

Por otra parte, cabe señalar que no fue solo la “loca ambición” y el descaro de ciertos hombres astutos lo que permitió que la religión fuera utilizada con fines políticos y en provecho de unos pocos. La ignorancia de la inmensa mayoría de quienes habitaban en aquellas sociedades primitivas y la natural credulidad de los seres humanos también parecen haber contribuido mucho a que esto ocurriera. La crítica de esta credulidad, que exhibe una de sus aristas más emblemáticas en la creencia en los milagros, no solo es otro tema muy usual en los manuscritos clandestinos, sino que también será objeto de reflexión en varios ensayos de Montaigne en los que prima el tono escéptico: el que analiza la fuerza de la costumbre (I, 23), donde todas las creencias son humanizadas y relativizadas según el décimo tropo de Enesidemo; el capítulo en el que se exhorta a los seres humanos a no juzgar acerca de las reglas divinas (I, 32), en donde se afirma que “el verdadero campo de la impostura son las cosas desconocidas” (E I: 411); la apología de Sibiuda (II, 12), en donde un sinnúmero de presuntas verdades son corroídas por la razón pirrónica; y el ensayo sobre los cojos (III, 11), en el que eventos supuestamente sobrenaturales (la brujería, los portentos) son ridiculizados. Estos ensayos, dijimos antes, serán cuidadosamente leídos y utilizados por Meslier, como puede verse en un ejemplo tomado de la Séptima prueba de la Mémoire; en particular, del capítulo 76: “Hay un gran número de falsos profetas y falsos milagros”. En esas líneas, el cura intenta defender principalmente dos tesis: por un lado, que el único sostén de la presunta verdad de la religión no es más que la fe, una creencia ciega, dado que tanto las profecías como las revelaciones y los milagros exceden por completo el terreno en el que los sentidos y la razón natural pueden ofrecernos alguna certeza; por otro, la idea de que todas las religiones se encuentran aquí en un pie de igualdad, es decir, que todas —incluido el cristianismo— recurren al mismo artilugio para intentar fundar su veracidad, y, por lo tanto, que todas resultan igual de sospechosas. Es en el contexto de esa afirmación que Meslier recurre a la autorizada opinión del judicieux Montaigne.

Las religiones paganas, si se las desea creer, están repletas de milagros y revelaciones similares [a las de la cristiana]. La de los judíos está plagada; la de Mahoma, que practican turcos, otomanos y bárbaros, también. Lo mismo que la de Confucio, que practican chinos y japoneses, y todas las demás religiones que pretenden fundarse sobre estos presuntos testimonios de la divinidad. De modo que fue con mucha razón que nuestro juicioso señor de Montaigne dijo en sus Ensayos que las apariencias son comunes a todas las religiones: esperanza, confianza, acontecimientos, ceremonias, penitencia, martirio. Bajo el nombre de acontecimientos están comprendidos los milagros, que son acontecimientos supuestamente sobrenaturales y divinos. En otra parte dice que el emperador Augusto tuvo más templos que Júpiter y fue servido con el mismo fervor y la misma creencia en que podía hacer milagros; y en otro lugar dice que la divinidad toma y recibe de buena gana los honores y las reverencias que le rinden los humanos, bajo el rostro que sea, bajo el nombre que sea, y bajo la manera que sea. Y agrega que este celo de los hombres ha sido visto universalmente con buenos ojos desde el cielo, que todos los gobiernos han sacado frutos de su devoción; que los hombres y las acciones impías, dice, han provocado por todas partes acontecimientos similares. Las historias de los paganos, continúa, reconocen la dignidad, el orden y la justicia, y los prodigios y oráculos empleados en su provecho e instrucción en sus religiones fabulosas. (Meslier OC II: 352)

En este caso particular, y en una muestra más de las aptitudes piró-manas de su modo de leer, Meslier no solo se toma la libertad de componer un único pasaje a partir de tres citas tomadas —en este caso, de forma literal— de diversos lugares de la Apologie de Montaigne (respectivamente, E II: 165, 291,268), sino que también añade una afirmación con el fin de radicalizar las consideraciones del perigordino. En efecto, la última oración de la primera referencia (Bajo el nombre de acontecimientos están comprendidos los milagros, que son acontecimientos supuestamente sobrenaturales y divinos) no se encuentra en la página indicada por Meslier, ni en ninguna otra de los Essais. Además, aunque el texto es muy breve, el estilo de la escritura parece asemejarse mucho más a las repetitivas y pesadas sentencias del cura que a las finas construcciones gramaticales a las que nos acostumbra Montaigne. Por lo tanto, cabrían dos posibilidades: o se trata de un agregado de la propia pluma de Meslier, lo que creemos más probable, o de un pasaje tomado de algún otro libro, y luego añadido allí.

Sea como fuere, lo que sí queda evidenciada es la intención de Meslier, quien no solo había aludido ya a la cuestión de los milagros (OC I: 103-104) a partir de otro collage de tres pasajes del ensayo Des boiteux (respectivamente: E III: 352, 350, 351), sino que también volverá a insistir sobre ella algunas páginas más adelante (OC II: 355-356). En una palabra, el cura pretende develar y poner en crisis los fundamentos últimos sobre los que se sostiene aquel sorprendente “misterio de iniquidad” (OC I: 21) que codena a miles a vivir sumergidos en la miseria, sujetos a las cadenas materiales y espirituales que unos pocos han pergeñado en su propio beneficio. Misterio de iniquidad que no solo parece sustentarse en la natural credulidad que exhiben los seres humanos, sino también, y principalmente, en el fraude del que participan por igual príncipes y sacerdotes. Para ese fin, parece indudable que los dardos pirrónicos que le ofrece Montaigne, ya desprovistos de cualquier vínculo con lo que aquella agoge helénica pretendía ser, resultan más que dañinos contra los escudos de la impostura.

5. Historiografía, escepticismo y literatura clandestina

El año 1960 puede ser concebido como un punto clave en la historia que subyace a nuestro relato, sobre todo a partir de dos acontecimientos: en primer lugar, la primera edición de la emblemática History of Scepticism de Richard Popkin; en segundo, la publicación de French Free-Thought from Gassendi to Voltaire, de John Spink. La Historia de Popkin, que en su versión inicial se acotaba al período comprendido entre Erasmo y Descartes (Popkin 1960), no solo fue revisada y ampliada durante medio siglo por el propio autor (Popkin 1979, 2003), sino que tuvo un enorme impactó en el mundo académico occidental. En efecto, este no solo se sintió en Europa y Estados Unidos, sino que también inspiró a “los padres fundadores de los trabajos sobre [el] escepticismo en América Latina: Oswaldo Porchat (Brasil) y Ezequiel de Olaso (Argentina)” (Smith y Bueno 2016), quienes renovaron el pirronismo y dieron cuenta de la importancia que el escepticismo había tenido “en la génesis y desarrollo de la filosofía moderna” (Olaso 1994). Spink, por su parte, dedicó dos importantes capítulos de su obra a los manuscritos filosóficos clandestinos. En esas páginas no solo aportó un análisis preciso y cuidadoso de algunos de esos textos, sino que también realizó un progreso considerable respecto de los clásicos estudios de Gustave Lanson (1912) e Ira Wade (1938). Estos capítulos, se ha dicho de modo reciente, “servirán de ahí en más como uno de los puntos de referencia para los artículos y las reuniones científicas que, de manera creciente, se referirán al tema” (Bahr 2017: 8), las que encontrarán una de sus máximas contribuciones en el estudio realizado por Miguel Benítez (2003).

Tomando en cuenta estos elementos generales —a los que podrían sumarse, por ejemplo, relecturas de la génesis de la Modernidad y de la Ilustración como las ensayadas por Stephen Toulmin (1990) y Jonathan Israel (2001)—, el caso particular que hemos presentado en estas páginas pretende contribuir al desarrollo de estas dos líneas de trabajo que, desde hace ya medio siglo, vienen cambiando nuestra representación de la historia de la filosofía moderna. De modo breve, hemos intentado reconstruir uno de los tantos caminos en los que confluyen el escepticismo y la literatura clandestina; a mejor decir, hemos intentado mostrar cómo, en la oscuridad del siglo de las Luces, el escepticismo devino ateísmo.

 

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Recibido: 30-07-2018; aceptado: 30-09-2018

 

1

   Sobre esta cuestión, seguimos de cerca las tesis desarrolladas por Jordi Bayod Brau (2009), quien concibe a Montaigne como a un “autor paradojal”.

2

   Al respecto, es siempre elocuente el inicio del ensayo De la vanité (III, 9): “¿Quién no ve que he tomado una ruta por la cual, sin tregua y sin esfuerzo, marcharé mientras queden tinta y papel en el mundo?” (Montaigne E III: 235).

3

   Es Donald Frame (1955: 7) quien sostiene que, más allá de las posibles filosofías a las que pudo haber adherido a lo largo de su vida (estoicismo, escepticismo y epicureísmo, según la clásica tesis de Villey 1908), Montaigne exhibió siempre un “temperamento escéptico”.

4

   La figura es utilizada por La Mothe le Vayer (1988: 11).

5

   La idea ha sido explorada por Kovadloff (2004).

6

Jesús Navarro (2007) ha analizado con detalle la evolución del concepto de lector a lo largo de las sucesivas ediciones de los Ensayos. Según su mirada, el texto de Montaigne, originalmente destinado solo a la consulta de parientes y amigos, irá ampliando paulatinamente sus destinatarios. Así, poco a poco, irá perdiendo su carácter “doméstico y privado” para convertirse en un texto cuyo lector potencial no es otro que todo aquel que pueda caer bajo l’humaine condition. En el mismo sentido, los Ensayos dejarán de ser un mero recordatorio de su autor, una representación textual de una corporalidad, para convertirse en un texto de presentación; el lector lejano, que no ha tenido ya la posibilidad de conocer a Montaigne en persona, solo dará con él a través de sus Essais. Si bien coincidimos en la creciente universalización del discurso de Montaigne —que lo ha convertido en un clásico de la literatura—, nuestra interpretación difiere en parte con la de Navarro. Pues, al mismo tiempo en que muchas de las ideas de los Ensayos son recibidas por un público muy amplio, algunas de ellas, las más radicales y heterodoxas, serán solo reapropiadas por un reducido grupo de lectores.

7

Según esta mirada, quizás pueda concebirse a Montaigne como un primer explorador sigiloso de la posición que asumirán de modo explícito los libertinos eruditos, y cuya síntesis se

8

   “Yo he leído en Tito Livio cien cosas que otro no ha leído. Plutarco ha leído cien más de las que yo he sabido leer y aparte, acaso, de lo que el autor había registrado” (Montaigne E I: 328).

9

   Al respecto, Michel Butor (1968: 216) señala lo siguiente: “al igual que él [Montaigne] sabe hacer suyas las citas que tomaba prestadas a los autores de la Antigüedad, nos invita a hacer nuestras sus propias sentencias”.

10

   Tal como también afirma Miguel Benítez (2012: 64): “A pesar de su aislamiento, no cabe duda de que Meslier alimentó sus reflexiones a través de lecturas que lo reafirmaron en sus primeros sentimientos”.

11

   Para un comentario más detallado de esas lecturas, véase Benítez (2012: 59-85). Según la hipótesis de este autor, muchas de las lecturas de Meslier habrían sido provistas por Rémy Leroux, notario y esprit libertin a quien el cura habría legado una de las copias de su Mémoire, y a quien, por lo tanto, debemos la difusión del manuscrito durante la primera mitad del siglo XVIII.

12

   Basándose en las referencias incluidas por Meslier, Bredel (1983: 259-260) elaboró una lista de 46 libros.

13

   Como se sabe, Meslier redactará una serie de notas críticas a estas obras de Fénelon y Tour-nemine, las cuales, si bien también circularon en forma clandestina durante el siglo XVIII —llegando, por caso, a manos de Helvétius— serán editadas por primera vez por Jean Deprun, bajo el título de Anti-Fénelon, en la edición de las Oeuvres completes (OC III: 207-366).

14

   Descartes, Spinoza y Bayle son otros personajes a los que en algún tiempo se consideró como posibles fuentes de Meslier, aunque diversos estudios han mostrado la dudosa verosimilitud de esa tesis.

15

   Meslier tendrá la posibilidad de acceder a la edición de los Essais realizada por Michel Blageart en 1649, es decir, casi un cuarto de siglo antes de que estos fueran introducidos en el Index librorumprohibitorum, el 28 de enero de 1676.

16

   Es este rasgo, posiblemente, el que ha llevado a muchos estudiosos a pensar que Meslier podía ser incluido entre los “cartesianos”, aun cuando muestre grandes disidencias con esa escuela. Un ejemplo paradigmático de esta interpretación sería Jean Deprun, quien lo caracterizó como un “malebrancheano de extrema izquierda” (Meslier OC I: LXXXVIII).

17

   La redacción de la Mémoire se habría extendido por más una década, entre 1718 y 1729. La primera fecha coincide con la edición de las Oeuvresphilosophiques de Fénelon a las que Mes-lier no solo responde en sus notas, sino también en la Séptima y Octava prueba. En efecto, existen otras evidencias textuales que indican que Meslier habría comenzado a redactar su texto durante la Regencia de Felipe de Orléans (1715-1723), quizás por haber concebido que la muerte de Luis XIV dejaba a la monarquía francesa en una posición de cierta debilidad. Asimismo, puede constatarse que la Mémoire siguió siendo redactada y corregida hasta el momento de la muerte de Meslier, ocurrida a mediados de 1729, pues los tres manuscritos hallados por Roland Desné en la Biblioteca Nacional de Francia, (fr. 19458, fr. 19459 y fr. 19460), poseen diversas adiciones de la propia mano del cura. Lo que indicaría que solo la muerte del cura impidió que la obra siguiera creciendo.

18

   La importancia de la Apologie ha sido indicada ya hace mucho tiempo: “Cabe señalar que en él [Meslier], el pirronismo de Montaigne y sus seguidores del siglo XVII se arraigó, prosperó y floreció. La influencia de los Ensayos está en todas partes a la vista, y el de la Apologie de Raimond Sebond es profunda. Muchas de las observaciones de Meslier acerca de los milagros, y acerca de las semejanzas entre los ritos y creencias cristianas y de otras religiones pueden rastrearse hasta este ensayo” (Morehouse 1936: 3).

19

   Bastaría con recordar aquí la tesis de Villey (1908), para quien la Apología fue redactada por Montaigne hacia mediados de la década de 1570, en medio de una profunda crise pyrrhonien-ne. Esta tesis ha tenido una enorme repercusión —aunque también detractores, sobre todo en los últimos años— y sus huellas pueden encontrarse en estudiosos de la talla de Richard Popkin (2003: 44-63).

20

   En un artículo publicado hace tres décadas, Maestroni (1983) realizó un relevamiento en el que contabilizó la presencia de Malebranche y Fénelon en las últimas dos pruebas de la Mémoire. Apoyándose en la edición de las Oeuvres completes, estableció que la Recherche había sido citada por Meslier en 19 ocasiones y ocupaba 791 líneas en el texto, mientras que la Démonstration lo había sido en 22 oportunidades, sumando 401 líneas. Siguiendo este mismo criterio, hemos podido constatar 41 referencias al texto de Montaigne, las cuales suman en total 661 líneas del texto. A diferencia de Malebranche y Fénelon, sin embargo, cabe señalar una vez más que los Essais son citados por Meslier a lo largo de toda la obra y siempre como una referencia positiva.

21

   Son usuales expresiones tales como: “el judicieux Franfais, le sieur de Montaigne”, el “judicieux sieur de Montaigne”, “dit fort judicieusement le sieur de Montaigne”, “Voici ce que dit le judicieux sieur de Montaigne”, “notre judicieux Franfais, le sieur de Montaigne”, “dit le judicieux Montaigne”, etc.

22

   Sigilo a pesar del cual, admitirá Montaigne hacia el final de su vida, fue maltratado tanto por católicos como por protestantes: “Caí en los inconvenientes que la moderación produce en tales enfermedades. Me zurraron por todas partes: para el gibelino, yo era güelfo; para el güelfo, gibelino” (Montaigne E III: 373).

23 Una tercera referencia, no retomada por Meslier, puede hallarse en las páginas iniciales del décimo ensayo del libro III, De ménager sa volonté (E III: 320).

25 El texto original de Montaigne, quien a su vez retoma a San Agustín (Ciudad de Dios, IV, 31) dice así: “Esta es la excusa que nos brindan, a propósito de tal asunto, el gran pontífice Escévola y el gran teólogo Varrón, en su época: que el pueblo ha de ignorar muchas cosas verdaderas y creer muchas falsas” (E II: 297)

23

Cabe señalar que este pasaje no solo parece haber producido cierto impacto en Meslier, sino también en otro de sus contemporáneos, el autor de las Dudas de los pirrónicos (2017: 124-126). Este manuscrito anónimo, en efecto, culmina con una extensa cita “del muy sabio Montaigne” en cuyas líneas centrales se hallan las que transcribimos aquí.

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