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Revista latinoamericana de filosofía

versión On-line ISSN 1852-7353

Rev. latinoam. filos. vol.46 no.1 Ciudad Autónoma de Buenos Aires jun. 2020

http://dx.doi.org/10.36446/rlf2020195 

Artículos

Democráticamente equivocados: ignorancia del votante, epistocracia y experimentalismo democrático

Democratically Wrong: Voter Ignorance, Epistocracy and Democratic Experimentalism

LUIS GARCÍA VALIÑA1 

1Universidad de Buenos Aires

Resumen

La ignorancia y la irracionalidad del ciudadano democrático promedio ha preocupado a los teóricos desde la época de Sócrates. Recientemente, y a la luz de la evidencia surgida de la investigación empírica, una nueva oleada de pensamiento epistocrático ha comenzado a emerger. En este trabajo se analizan algunas de las posiciones centrales de los “nuevos epistócratas” para afirmar que, aunque atendibles, dichas posiciones fallan en considerar los fenómenos mencionados en su dimensión sistémica y social y por ello sus propuestas de innovación institucional resultan desencaminadas. En segundo lugar, se sostiene que una orientación tal permitiría apreciar el concepto de aprendizaje como central para evaluar la capacidad epistémica de un sistema deliberativo. Por último, se ofrecen algunos ejemplos acerca de programas de investigación y diseños institucionales que podrían satisfacer el criterio de capacidad epistémica como aprendizaje.

Palabras clave: democracia; epistocraci; experimentalismo

Abstract

The ignorance and irrationality of the average democratic citizen has preoccupied theorists since the time of Socrates. In recent times, and in light of solid evidence emerging from empirical research, a new wave of epistocratic thinking has begun to emerge. In this work some of the central positions of the “new epistocrats” are analyzed to affirm that, al- though attendable, these positions fail to consider the aforementioned phe- nomena in their systemic and social dimension and therefore their proposals of institutional innovation are misguided. Secondly, it is argued that such an orientation would make it possible to appreciate the concept of learning as central to assessing the epistemic capacity of a deliberative system. Finally, some examples are offered of the kind of research programs and institutional designs that could satisfy the criterion of epistemic capacity as learning.

Key-words: democrac; epistocrac; experimentalism

Probablemente la valoración más conocida sobre la democracia sea aquella popularmente atribuida a Winston Churchill, la cual afirma que la democracia es el peor sistema posible, con excepción de todos los demás. El relativamente reciente resurgimiento de variedades epistocrá- ticas de pensamiento político refleja un intento de encarar frontalmente los conocidos males de la democracia al mismo tiempo que pone en el centro de la discusión la pregunta implícita en la frase de Churchill: sabemos que la democracia es mala, pero ¿cuáles son las opciones?

El pensamiento epistocrático no es ni novedoso ni particularmente homogéneo. La democracia ha sido repudiada desde la época de Platón, como un sistema que empodera a los ignorantes y los irracionales. También ha sido deplorada, más contemporáneamente y por motivos distintos, por movimientos de diversa índole como el nazismo y el bolchevismo. Más allá de que estas críticas han tenido sus aspectos interesantes, lo cierto es que han podido ser desestimadas con relativa facilidad mediante el simple expediente de rechazar de plano la concepción general de la sociedad y los individuos sobre la cual se apoyaban. Es decir, las posiciones críticas a la democracia han sido en el pasado fundamentalmente externas al liberalismo. Las variedades más contemporáneas del pensamiento epistocrático son acaso más pertinentes y preocupantes por cuanto no reniegan de la base liberal -en sentido amplio- sobre la que se sustentan las distintas justificaciones de la democracia -es decir, alguna concepción sobre el valor de la autonomía humana, la cual implica a su vez un cierto conjunto de derechos individuales considerados básicos, etc.-. Más aún, parten desde esta perspectiva para sostener que, especialmente desde el punto de vista de los estados de cosas valiosos que cualquier sistema democrático debería buscar alcanzar -o preservar-, algo huele mal en democracia.

En este trabajo voy a tomar como punto de partida algunas posi ciones epistocráticas recientes. Mi propósito no es tanto considerar detenidamente los aspectos propositivos concretos de las distintas propuestas - aunque tomaré como ejemplos algunas propuestas de Jason Brennan (2016) e Ilya Somin (2013)- sino tirar un poco de la cuerda para ver qué se puede desenterrar. Más concretamente, pienso argumentar que los epistócratas elitistas como Brennan y Somin están en lo correcto cuando afirman que una dimensión de la legitimidad política es la capacidad del sistema político de generar resultados correctos -lo que sea que “resultado correcto” signifique en este contexto-, pero creo que acompañan este reconocimiento con una comprensión incorrecta de la relación entre los sujetos individuales y el sistema epistémico general. En este sentido, consideran que el punto de vista apropiado para evaluar la capacidad epistémica de la democracia es individual y así se comprometen con una tesis epistemológica de corte individualista. El problema con la adopción de un punto de vista semejante es que conduce a los epistócratas elitistas a ofrecer recomendaciones normativas e institucionales equivocadas. Por este motivo, pienso que este supuesto individualista resulta inapropiado para evaluar la capacidad epistémica de la democracia y debe ser reemplazado por una concepción sistémica, social del conocimiento. Cuando hacemos esto, podemos apreciar con mayor precisión las relaciones existentes entre los individuos (ciudadanos) y el ecosistema epistémico general (las distintas instituciones y organizaciones sociales en general) que canalizan, contribuyen y marcan los límites de la producción social de conocimiento. Una vez que removemos el prejuicio individualista, quedamos en mejor posición para evaluar las posibilidades de producción de conocimiento que tiene la democracia y orientar mejor la búsqueda de respuestas institucionales. Sostengo, adicionalmente, que la mejor manera de entender este potencial reside en pensarlo en términos de aprendizaje.

El trabajo va a estar organizado de la siguiente manera. En la primera parte, voy a introducir brevemente la crítica de los epistócratas elitistas a la democracia, junto con algunas observaciones más o menos generales acerca de la legitimidad democrática y por qué la crítica epistocrática resulta re levante en primer lugar. En la segunda parte, intentaré exponer el supuesto epistemológico individualista que subyace a las concepciones epistocráticas elitistas. Sostengo además que no solo se trata de un punto de vista inade cuado para apreciar las capacidades epistémicas de la democracia, sino que los propios epistócratas elitistas deberían estar dispuestos a comprometerse con una versión sistémica, social, del mismo. El punto es que, con todo, compro meterse con una concepción social del conocimiento les mpediría seguir siendo epistócratas elitistas, o al menos del modo en que lo son actualmente. En la última sección, proveo algunos ejemplos de cómo se ve tanto desde el punto de vista teórico como práctico una concepción de la democracia sin prejuicios epistemológicos individualistas.

Democracia versus epistocracia

virado progresivamente desde las preocupaciones más abstractas y formales que caracterizaron a la “primera generación de demócratas deli berativos” hacia cuestiones de implementación y diseño institucional. Este intento de organizar la teoría adoptando lo que podríamos llamar un “punto de partida desde la experiencia”, suele estar caracterizado por una consideración especial hacia los resultados de otras disciplinas más empíricamente orientadas, con la intención de evaluar cómo sus resultados pueden limitar o refinar nuestra comprensión del universo normativo relevante.

Una de las consecuencias de este giro empírico en la teoría de la democracia ha sido una suerte de desestabilización de la teoría por la vía de la experiencia. El aporte de las disciplinas empíricas no ha hecho sino volver a poner en valor una preocupación antigua: el comportamiento real de los ciudadanos en las democracias realmente existentes amenaza con volver inverosímiles aun los supuestos antropológicos menos demandantes sobre los que dichos conceptos se apoyan. El problema surge, especialmente, cuando observamos las prácticas sociales más característicamente asociadas a la democracia (típicamente el voto y la deliberación). Los ciudadanos carecen de la instrucción mínima como para tomar decisiones reflexivas sobre los asuntos públicos, se comportan de maneras irracionales y caprichosas y sus juicios se encuentran determinados más por consideraciones “tribales” que por la cuidadosa ponderación de la evidencia. Dado que las personas tienden a comportarse de esta manera, darles el poder de decidir sobre cuestiones con consecuencias serias solo puede conducir a que se hagan daño a sí mismas y a los demás, incluyendo a otros ciudadanos que sí tratan de comportarse de manera equilibrada y reflexiva al considerar las cuestiones públicas, o así reza (uno de los) argumentos. En vista de este escenario, resulta muy tentador unirse al bando de Platón y sus modernos continuadores epistócratas. La crítica del elitismo epistocrático a la democracia resulta significativa porque parece apuntar al corazón de la teoría de la democracia moderna, al menos en su dimensión normativa: su concepción de la legitimidad.

La discusión en torno a la legitimidad democrática ha adquirido un volumen y una profundidad considerables, y no podremos explorarla en detalle. Lo que resulta de interés para nuestros propósitos es, en esencia, que resulta posible pensar en la legitimidad de un procedimiento de toma de de cisiones públicas al menos con respecto a dos dimensiones distintas, opuestas y a veces antagónicas. Por un lado, la que podemos llamar su dimensión procedimental hace referencia a la idea de que el procedimiento mismo puede preservar algunas propiedades normativamente atractivas, como por ejemplo la de preservar la igualdad de estatus de los participantes (ciudadanos), al hacer que todos los votos cuenten por igual, o que tengan un derecho igual a expresarse, etc.

Sin embargo, más allá de las cualidades morales que el procedimiento democrático puede preservar y que le confieren valor intrínseco, es también posible afirmar que los resultados importan. Es decir, la legitimidad de la democracia puede no evaluarse únicamente en función de su legitimidad procedimental o “de origen” sino también en conexión con su capacidad de generar resultados correctos desde un punto de vista independiente del proceso mismo. Como es obvio, los epistócratas se encuentran comprometidos con una concepción epistémica de la legitimidad política. Creo además que estarían en principio dispuestos a aceptar esta tesis débil, dado que al gunos de ellos se comprometen incluso con la tesis bastante más fuerte de que lo único que importa son los resultados. Si resultase que los resultados son lo único que importa, entonces los epistócratas elitistas tendrán aun mayores razones para apoyar el punto que trato de avanzar en este trabajo, pero no es necesario comprometerse con una tesis tan fuerte.

Ahora bien, si estamos dispuestos a reconocer que la capacidad de hallar la respuesta correcta a ciertos problemas es importante para la legitimidad de la democracia, la discusión reciente en el marco de la teoría no ideal arroja una imagen bastante sombría acerca de las capacidades de las democracias de satisfacer condiciones mínimas de funcionamiento normativamente aceptable. En este sentido, la evidencia empírica parece ser abrumadora: los ciudadanos carecen de las competencias cognitivas mínimas para tomar decisiones racionales acerca de prácticamente ninguna cuestión. Esta idea surge de considerar dos fenómenos distintos, cuya combinación supone una complicación para una concepción de la legitimidad democrática que, como vimos, hace reposar el criterio de legitimidad en consideraciones ne tamente epistémicas.

El primer fenómeno a considerar es la llamada ignorancia del votante. Existe un amplio consenso entre economistas y psicólogos políticos en que el ciudadano promedio desconoce información fáctica básica que resulta imprescindible para hacer una elección aproximadamente informada y justificada sobre prácticamente cualquier cuestión concerniente a la política. Los ciudadanos carecen de conocimiento acerca de economía básica, las leyes del país en el que viven, las instituciones y sus competencias, etc.

El segundo fenómeno no concierne a la adquisición de conoci miento, sino a su evaluación. En este caso, los ciudadanos típicamente fallan en evaluar la información de manera imparcial, libre de sesgos y ponderando equilibradamente la información. Más bien lo contrario es la norma. La pre valencia de numerosos sesgos cognitivos en nuestra conducta epistémica, la necesidad de volver coherente la nueva información con la que ya poseemos, la influencia de las emociones, etc., vuelven casi imposible para nosotros for marnos una concepción no partisana de prácticamente ninguna cosa.

El punto, sin embargo, es que resulta difícil pensar que ambos fenó menos -la ignorancia del votante y la irracionalidad- son aislados o pasajeros. Todo indica que el problema surge porque el ciudadano promedio carece de incentivos para adquirir información política o proceder a un análisis im parcial de las cuestiones en juego. Es lo que ha sido denominado “irracionalidad racional”, concepto desarrollado a partir del trabajo muy influyente de Anthony Downs hace más de cincuenta años. Básicamente, los ciudadanos exhiben el tipo de insuficiencias descriptas porque su incidencia en el resultado de una elección es infinitesimal. Considerando este hecho, carecen casi completamente de incentivos como para intentar evadir sus limitaciones informacionales y cognitivas. Como sostiene Downs: “es irracional estar po líticamente bien informado porque los bajos retornos de la información sim plemente no justifican su costo en tiempo y recursos” (Downs 1957: 259).

Más aún, estos rasgos pueden estar conectados con otro fenómeno igualmente preocupante. han ar gumentado convincentemente que los ciudadanos encuentran la motivación fundamental para sus elecciones políticas no en la evaluación racional de la información disponible sino en su identidad social. Es decir, sus preferencias políticas no están informadas por su ideología o por las razones a favor o en contra de una determinada dirección, sino por las preferencias que predo minan en el grupo social con el que los votantes se identifican. Esto sugiere que incluso el modelo psicológico que subyace a las concepciones deliberativas de la democracia -o a cualquier concepción acerca de la democracia que tienda a verla como un proceso siquiera remotamente racional- estuvo desencaminado desde el principio. La democracia carecería entonces completamente de propiedades epistémicas, y solo tendería a producir mejores resultados que sistemas rivales porque estos son informacionalmente aún peores. Como sostiene Brennan, quizá la democracia funciona no por sus virtudes, sino a pesar de ellas.

En cualquier caso, lo que hacen estas consideraciones es poner bajo serias sospechas la idea de que el proceso de toma de decisiones democráticas tiene alguna conexión siquiera remota con un medio adecuado para resolver de manera racional los problemas. Frente a esta situación, la tarea más urgente consistiría en evaluar las alternativas. En este sentido, diversos autores han propuesto diferentes reformas más o menos radicales. Brennan enumera y discute diferentes mecanismos para reducir las consecuencias perniciosas de la ignorancia y la irracionalidad de los votantes. Todas ellas implican en mayor o menor medida una modificación de la regla democrática. Por ejemplo, una alternativa consiste en la introducción de un veto epistocrático. Básica mente, del mismo modo en que un Tribunal Constitucional puede impedir la aplicación de ciertas leyes o decisiones del Ejecutivo sobre la base de que viola alguna norma constitucional, un cuerpo epistocrático podría impedir la aplicación de una decisión irracional o evidentemente incorrecta generada por el voto mayoritario o los cuerpos legislativos. Se trata de una alternativa que se encuentra en tensión con la regla democrática, pero no mucho más que otras restricciones actualmente aceptadas para el proceso democrático -ciertos criterios de edad y competencias cognitivas, por caso; o, como mencioné antes, algún control judicial sobre la constitucionalidad de los actos-. Lo que hace verdaderamente el veto epistocrático no es quitar derechos a las personas, sino limitar su poder de daño, o al menos así afirma el argumento.

En una dirección diferente, Ilya Somin (2016) ha argumentado que la estructura de incentivos que conducen a la ignorancia del votante puede ser alterada mediante la limitación de las competencias del Estado y la descentra lización. En primer lugar, la idea es que las personas podrían decidir mejor si tuviesen menos cosas sobre las cuales hacerlo. Es decir, mientras menos fueran las áreas de decisión del Estado, menos información sería necesario procesar

para tomar una decisión informada. Por otro lado, si el argumento de Downs es correcto, las personas no van a interesarse por mejorar sus competencias políticas a menos que esas competencias puedan hacer una diferencia práctica.

En este sentido, Somin sostiene que la posibilidad de “votar con los pies” es lo más parecido a esa posibilidad. Es decir, si las personas pudiesen elegir el esquema legal en el que desean vivir, entonces tendrían más incentivos para informarse acerca de las características de ese sistema y cómo se diferencia de otros. Por ejemplo, si el esquema impositivo aplicable variase entre distintos estados federales, entonces es posible suponer que quienes estén interesados en montar una empresa tendrían más incentivos para conocer cuáles impuestos se aplican en cada estado. Votar con los pies puede ser más difícil en algunos casos que en otros, pero la idea general parece plausible:

El federalismo permite que los ciudadanos “voten con sus pies”, y quienes votan con los pies tienen incentivos más poderosos para tomar decisiones bien informadas que quienes lo hacen en las urnas. Lo mismo vale para los límites al poder del gobierno que permite a los ciudadanos votar con sus pies en el sector privado. Restringir el tamaño y la complejidad del gobierno puede aliviar aún más los problemas de ignorancia política reduciendo la demanda de conocimiento que se impone sobre los votantes (Somin 2016: 119).

Existen distintas líneas de respuesta al desafío epistocrático. Uno podría objetar que la ignorancia del votante no basta para justificar la conclusión epistocrática elitista de que la regla democrática debería ser alterada de alguna manera u otra, dado que, como máximo, lo que la evidencia empírica muestra es que los ciudadanos se encuentran crónicamente desinformados, no que son incapaces de formular juicios razonables si se les proporciona la información correcta. Otra posible respuesta podría consistir en afirmar que las ventajas que puede conllevar la introducción de diversidad cognitiva -incluso bajo la forma de creencias falsas- podría contrarrestar los efectos negativos de la ignorancia del votante. Más aún, la idea misma de que introducir modificaciones institucionales podría resultar políticamente factible es cuestionable. Como señala Cristina Lafont, la idea de que un atajo “expertocrático” podría funcionar depende del supuesto de que los ciudadanos van a permanecer pasivos mientras otros toman las decisiones por ellos. Sin embargo, cualquiera que haya prestado atención a las enormes dificultades implicadas en cualquier intento de alterar la cultura o la opinión pública podrá darse cuenta de que las personas no cambian de opinión fácil mente -muchos menos para adherir a un juicio hecho por otros-. Mi es trategia será un tanto diferente, aunque con conexiones más o menos obvias con otras respuestas. En resumen, el diagnóstico que hacen los epistócratas luce plausible: la ignorancia e irracionalidad del votante y el sesgo identitario en el proceso de adquisición de creencias suponen un problema para las defensas epistémicas de la democracia. La pregunta, sin embargo, es si nos estamos enfocando en la cuestión correcta.

Creo que la respuesta es parcialmente negativa. Es verdad que los pro blemas explorados más arriba son serios, pero creo que las respuestas ofrecidas por los epistócratas elitistas -al menos las respuestas que pudimos revisar- son parciales y enmarcan la cuestión de una forma tal que bloquea la investigación de las estrategias que podrían atacar el problema de fondo. Pretendo explorar el punto en el siguiente apartado, pero la idea básica es como sigue. Los epistócratas elitistas se comprometen -correctamente, a mi juicio- con la idea de que un modo de toma de decisiones públicas debe poder ser evaluado, al menos en parte, por sus resultados. Esta es la tesis sobre la legitimidad epistémica débil que mencioné más arriba. Ahora bien, el problema es que anudan esta tesis epistémica débil con un supuesto discutible: que lo único que importa para evaluar la competencia epistémica es la cognición individual. Esta tesis individualista epistemológica los lleva a inferir incorrectamente, a partir de la evidencia acerca de la ignorancia del votante, consecuencias elitistas. Dado que se trata de un supuesto insostenible (como trataré de argumentar), la inferencia es incorrecta y el elitismo epistocrático es insostenible. Remover el supuesto individualista nos lleva a la cuestión de fondo, que consiste en averiguar cómo podemos crear organizaciones que puedan explotar el cono cimiento disperso en la sociedad, al mismo tiempo que lo interpretamos para atacar los problemas serios que enfrentan las sociedades modernas. En otras palabras, ¿cómo podemos construir sociedades que aprenden?

El aprendizaje como criterio para el diseño institucional

a evidencia empírica aportada por los epistócratas elitistas parece conducir a la idea de que el ciudadano democrático promedio carece de la competencia intelectual y emocional necesaria para satisfacer mínimamente los requisitos que permiten pensar en la democracia como reflejando el ideal de autogobierno. Esto es de por sí bastante discutible, como mencioné, aunque no recorreremos ese camino. De esa evidencia, los epistócratas que estamos considerando infieren consecuencias para el diseño institucional -un conjunto de propuestas de reforma, algunas de las cuales ya fueron revisadas a modo de ejemplo-. Lo que voy a tratar de discutir en este apartado no son tanto esas consecuencias institucionales en sí mismas, sino, por decirlo de alguna manera, el tipo de movimiento que pretende realizar el argumento. En otras palabras, voy a tratar de caracterizar la imagen del agente epistémico y del proceso de adquisición de creencias que tiene que ser correcta para que el argumento pueda despegar.

Los votantes parecen ser en su mayoría, como señala Brennan, “na cionalistas ignorantes, irracionales y mal informados”. Pero es curioso cómo este autor formula este juicio enfocándose exclusivamente en el aspecto de la cognición individual, sin explorar su conexión con el modo en el que la arquitectura epistémica podría estar jugando un papel crucial en “crear” ciudadanos así. Somin y Brennan hacen referencia explícita al trabajo de Downs al afirmar que los ciudadanos no tienen incentivos para comportarse racionalmente en su rol de agentes epistémicos, y la propuesta del primero, de hecho, apunta en la dirección correcta: las instituciones deberían ser reformadas para fomentar el uso colectivo de la inteligencia social. Sin embargo, permanece dentro del marco de un programa de minimización del riesgo, como reconoce explícitamente: “Un incremento en el conocimiento político es poco probable de ocurrir en un futuro cercano. Por consiguiente, el problema de la ignorancia política puede ser efectivamente abordado no mediante el incremento del voto sino tratando de reducir el impacto de la ignorancia” (Somin 2016: 4). Es comprensible. Si el paciente se está desan grando, lo más urgente es frenar la hemorragia y no recetarle medicamentos para dejar de fumar o un plan de dieta saludable.

Sin embargo, el problema radica en el punto de vista desde el cual se enfoca la cuestión. Si en vez de tomar a la ignorancia del votante en su valor

nominal, adoptamos una perspectiva sistémica para concebir la generación y distribución de conocimiento en una organización determinada, vamos a pasar a considerarla en el contexto general de individuos interactuando en un ecosistema epistémico que tiene influencia directa en la capacidad de los agentes de incorporar y hacer uso inteligente de la información disponible. Es curioso que los autores que puse como ejemplo -Brennan, espe cialmente- releguen a un segundo plano la conexión entre la ignorancia del votante y el sistema social más general en el que actúan los individuos, considerando que es justamente una cierta estructura de incentivos lo que genera el problema en primer lugar. Es decir, el fallo sistémico genera el problema pero la solución no es sistémica. La solución, por el contrario, se limitaría a una estrategia de control de daños: retirar la competencia individual de una gran cantidad de áreas de la toma de decisiones, priorizar a los expertos, etc.

Uno podría preguntarse cuál es el motivo de esta asimetría entre el planteamiento del problema y las propuestas de solución. Lo que se encuentra en la base del problema, según creo, es una cierta concepción epistemológica de corte individualista. Una concepción de este tipo tiende a centrarse en los procesos cognitivos internos de los agentes, con independencia de lo que pueda ocurrir con los demás. Concentrarse en este tipo de cuestiones es por supuesto una tarea legítima de la epistemología. Sin embargo, es solo una parte de la historia. Como sostiene Alvin Goldman en su influyente El conocimiento en un mundo social: “dada la naturaleza profundamente colaborativa e interactiva de la búsqueda del conocimiento, especialmente en el mundo moderno, la epistemología individual necesita una contraparte social: la epistemología social” (Goldman 1999: 4). De modo que la epistemología social pretende integrar esta visión supuestamente individual y “cartesiana” del conocimiento dentro del conjunto más amplio de los “contextos institucionales e interperso nales dentro de los cuales se llevan a cabo la mayor parte de las empresas cog noscitivas”, bajo la premisa de que las interacciones sociales “al mismo tiempo mejoran y amenazan las perspectivas de conocimiento” (Goldman 1999: vii).

El punto es importante para nosotros porque si el problema está siendo entendido en el contexto de una epistemología individualista, cuando en rea lidad deberíamos estar pensándolo desde el punto de vista de la epistemología social, el enmarcado equivocado podría conducir -como de hecho conduce- a propuestas sesgadas o insuficientes. Como señala Goldman, al mismo tiempo que consideramos los procesos cognitivos individuales de manera aislada, de bemos hacer el trabajo complementario de explorar los procesos de adquisición de creencias en su dimensión social. Una vez que damos este paso -el paso desde la epistemología tradicional hacia la consideración de su dimensión social- podemos ver la ignorancia del votante y el resto de los problemas que hemos considerado en su verdadera dimensión, es decir, como manifestaciones de un fallo de diseño en el sistema epistémico social.

De hecho, y a modo de ejemplo, no adoptar un punto de vista sistémico para pensar el problema lleva a los críticos a olvidar el rol que tiene la división del trabajo en una sociedad compleja como la nuestra. La mayoría de las creencias en base a las que actuamos todos los días fueron elaboradas por otros. Como sostiene Thomas Christiano:

Es bien conocido que las personas son sorprendentemente ignorantes acerca de qué hay en su pasta de dientes, sus autos, sus arreglos financieros y en sus cuerpos... ¿significa esto que actúan sin información? No. Implica que actúan sobre la base de las creencias de otras personas y afirmaciones acerca de estos asuntos al mismo tiempo que no conocen o no entienden las bases de esas creencias (Christiano 2017).

Por otro lado, el análisis individualista también parece dejar de lado el hecho de que las personas interactúan con el sistema social a través de instituciones. Los partidos políticos constituyen instituciones que organizan la interacción de los ciudadanos con el resto de la sociedad, pero no solo ellos. Los sistemas de medios, las agencias públicas de distinto tipo, etc., proveen el marco en el cual los individuos toman decisiones y organizan expectativas. De modo que desde una perspectiva epistemológica social podemos tratar el diseño de la arquitectura epistémica como cualquier otro diseño y hacernos preguntas sobre su propósito, sus condiciones de operación óptima, etc. Es decir, podemos encarar un análisis funcional de distintos modos de organización social y cómo las relaciones entre los individuos y las institu ciones que las conforman se encuentran en posición de adquirir y explotar el conocimiento disponible en su entorno. Se trata de un trabajo tanto ana lítico como empírico, que por cierto no voy a encarar ahora mismo. Sin embargo, sí voy a hacer algunas observaciones más bien generales.

La primera de ellas es que podemos explicar la emergencia y estabi lidad de las instituciones sociales por el modo en que resuelven algún pro blema de cooperación o coordinación. Los filósofos políticos han planteado esto de maneras diversas. El contractualismo lo ha descripto en términos de un proceso de salida del estado de naturaleza, los realistas modernos como la tarea de “lograr la unidad a partir de una situación de diversidad social”, etc. En cualquier caso, las instituciones son respuestas a problemas concretos de coordinación que, de alguna manera, “funcionaron”. Es decir, un rasgo fundamental de las instituciones es su orientación hacia la resolución de problemas.

Ahora bien, como es obvio, que una estrategia de estabilización de una situación problemática -o en otras palabras, una respuesta a un pro blema que permite la continuación de la actividad- “funcione” no es lo mismo que lo haga de manera normativamente atractiva. De modo que además de explicar por qué una alternativa podría solucionar un problema, hay que encarar la tarea normativa y comparativa de dar razones por las que una cierta estrategia podría tener propiedades normativamente atractivas, de entre los candidatos factibles posibles. Esta idea acerca de que hay distintas estrategias que pueden implementarse y que cada una de ellas tiene con secuencias con propiedades normativas distintas conduce a la segunda idea acerca del monitoreo y la reflexividad. Es decir, la orientación a la resolución de problemas supone que somos capaces de monitorear las condiciones de ope ración óptimas de cada diseño, lo atractivo o no de sus consecuencias, etc. Te nemos, entonces, que poder monitorear las condiciones de funcionamiento de las instituciones entendidas como estrategias de resolución de problemas.

Por último, la comunicación de los resultados de las diferentes inicia tivas de resolución de problemas es crucial. La difusión de los resultados de otros intentos de lidiar con problemas similares provee de una fuente de in formación vital para orientar la búsqueda de soluciones y el diseño de estra tegias de intervención. De entre las distintas modalidades de comunicación, la deliberación tiene un papel central. Este ha sido un tópico recurrente en la teoría de la democracia contemporánea, de la mano, justamente, de la concepción deliberativa de la democracia. La cuestión tiene sus propios problemas y aristas que no trataremos aquí. Solo diré que, en línea con el carácter sistémico de las prácticas productoras de conocimiento, el modo en el que los foros deliberativos sean diseñados tendrá un impacto decisivo en su funcionamiento. Como sostiene Christiano, “los investigadores parecen ver una cantidad apreciable de efectos positivos de la deliberación y enfa tizan la sensibilidad de la calidad de la deliberación al contexto, recomendando que el diseño de las instituciones deliberativas tome esto en cuenta:” (Christiano 2017; las cursivas son mías).

Cuando estos tres rasgos se encuentran en operación, decimos que una organización aprende. La operación conjunta de estos tres elementos en un ciclo recursivo constituye un circuito de aprendizaje evolutivo. Este es el criterio que debería guiar la reforma política, por cuanto está implícito en la idea misma de la legitimidad instrumental que los propios epistócratas elitistas apoyan. Es decir, el criterio es descriptivo pero al mismo tiempo es normativo, dado que la capacidad de aprender es equivalente a la capacidad de resolver problemas, la cual es, a su vez, la única dimensión de la legitimidad política que estamos considerando en esta discusión (en tanto estamos siguiendo los criterios que los epistócratas aceptan). En otras palabras, si aceptamos que el único criterio de legitimidad aceptable es el criterio instrumentalista, nos comprometemos con la idea de que lo que hace valiosa a la democracia -o a cualquier organización social- es su capacidad de resolver problemas. Si aceptamos esto, entonces juzgamos a la democracia en base a sus capacidades de aprendizaje, determinados -al menos en principio, la lista precisa de rasgos importantes podría ser objeto de discusión- por los criterios de orientación a problemas, monitoreo y comunicación que describí.

Considerando este punto de vista, podemos ver que la propuesta de desregulación de Somin va en el sentido correcto. La desregulación habilita la diversidad de esquemas normativos y modos de organización diversos, sin los cuales los agentes carecen de incentivos para alterar sus condiciones cognitivas presentes. Como vimos, los ciudadanos pueden tener incentivos para adquirir conocimiento político si pueden acceder a distintas experiencias legislativas, formas de organización, etc. Sin embargo, dicha concepción falla en considerar el segundo rasgo esencial en un proceso de aprendizaje. Un sistema que aprende debe incluir un mecanismo de monitoreo. Las consecuencias de la implementación de distintos esquemas de coordinación deben poder ser recopiladas e interpretadas de maneras uniformes para que puedan servir para el aprendizaje incremental. Más aún, como ya dije, cada modelo de organización genera consecuencias normativamente interesantes solo bajo ciertas condiciones específicas. En el caso de los mercados, alternativa cuyas ventajas en términos de libertad de elección Somin explora con de talle, esas condiciones tienen que ver con algún grado de simetría entre los participantes, por un lado, y ciertas condiciones institucionales de trasfondo que perfilan las expectativas de los participantes. Sin estas condiciones, la performance de los mercados -incluyendo un “mercado de instituciones”- puede funcionar de manera subóptima (Knight y Johnson 2011). Somin lo reconoce, al plantear la posibilidad de que una estructura federal descentra lizada pueda encarar una “carrera hacia el fondo” (Somin 2013: 145). Lo que esto significa es que, en adición a un sistema descentralizado que fomente la variación y la experimentación, es necesario un mecanismo de segundo orden -nacional o transnacional- que coordine las distintas experiencias y corrija desviaciones demasiado importantes de las condiciones necesarias para un proceso de aprendizaje. Por ejemplo -y voy a decir algo más sobre esto más adelante- un sistema nacional o transnacional debería monitorear si las variaciones institucionales locales satisfacen criterios substantivos de justicia o respeto por los derechos básicos. Esto, nuevamente, parecería estar implícito en el planteo de Somin, aunque oscurecido por su estrategia de reducción de daños y su foco en el aspecto individual de la cognición.

En resumen, los problemas que encontramos en la conducta epistémica de los ciudadanos pueden ser vistos como consecuencias de fallos de diseño de un sistema epistémico, cuyos rasgos normativos y condiciones de funcionamiento óptimo solo pueden ser apropiadamente apreciados cuando pasamos a ver la cuestión del conocimiento en el marco de la “estructura epistémica básica”. De otra manera, la consideración de las limitaciones cognitivas en el plano individual nos deja no solo con una imagen sesgada de la situación, sino que indica respuestas incompletas o parciales. Tal fue el caso con la propuesta de descentralización, que contempla solo uno de los ele mentos centrales de un proceso de aprendizaje social, la variación. El aprendizaje incremental, como vimos, depende además de un proceso reflexivo que solo es posible a partir de un mecanismo de monitoreo, que puede ser operacionalizado mediante un esquema nacional o supranacional.

Estas consideraciones concluyen el tratamiento general de la crítica epistocrática elitista a la democracia. A modo de recapitulación, conviene re cordar que comenzamos aceptando, por mor del argumento, que los resultados de un procedimiento democrático de toma de decisiones públicas importan a los efectos de evaluar su legitimidad (esta era nuestra tesis instrumentalista o epistémica débil, distinta aunque presumiblemente aceptable para los epistócratas elitistas). El siguiente paso consistió en aceptar, también por mor del argumento, que el público democrático desconoce cuestiones políticas fundamentales, razona de manera imperfecta, juzga de modo tribal, etc. El paso crucial del argumento consistió en negar que la orientación epistémica del concepto de legitimidad democrática y las consideraciones relevantes para evaluar la competencia del ciudadano democrático se agoten al nivel del individuo. Ambas cuestiones deben abordarse desde un punto de vista sistémico de principio a fin. Los epistócratas elitistas deberían aceptar esto al aceptar que una de las causas de la ignorancia del votante es una cuestión de incentivos. Si los incentivos causan el problema (es decir, el sistema de incentivos) entonces solo una inclinación no justificada hacia el individua lismo epistemológico podría llevarlos a proponer soluciones que rechazan el abordaje sistémico. Pensar la cuestión del conocimiento en un sentido sistémico nos lleva a la consideración de tres rasgos sistémicos: la orientación del sistema social hacia la resolución de problemas, y hacia dos rasgos inherentes a un modo óptimo de resolución de problemas: el monitoreo y la comunicación. Pensar en el sistema cognitivo social en estos términos nos lleva a la noción de aprendizaje como el criterio subyacente a las concepciones epistémicas elitistas (o al que deberían adoptar, en todo caso).

el apartado anterior, argumenté que el criterio que debe guiar la reforma institucional es una concepción de la democracia como aprendizaje. Más aún, afirmé que un esquema que satisfaga dicho criterio debe orientarse hacia la resolución de problemas, incorporar un mecanismo de monitoreo y fomentar la comunicación de los resultados de la investigación. Todo esto como una consecuencia directa de reemplazar el individualismo epistemológico que caracteriza al elitismo epistocrático por una tesis epistemológica social. Ahora bien, ¿cuáles son las consecuencias prácticas de la adopción de un punto de vista sistémico que entiende la di mensión epistémica en términos de aprendizaje? Aunque no será posible un tratamiento extenso, pretendo concluir abordado algunas orientaciones de la indagación prometedoras que se apoyan más o menos explícitamente en la idea sistémica de cognición social como aprendizaje.

El primero de ellos concierne a la noción de inteligencia colectiva. Popularizado recientemente por el best seller de James Surowiecki The Wisdom of Crowds, el fenómeno alude a la idea de que, “bajo las circunstancias apropiadas, los grupos son notablemente inteligentes, y son a veces más inteligentes que las personas más inteligentes en ellos” (2005: xiii, las cursivas son mías). El trabajo de Surowiecki ilustra este punto en diferentes contextos y con diferentes ejemplos (y quizá con un menor énfasis en la deliberación, lo cual lo convierte en un modelo más apropiado para el análisis de los mercados antes que de sistemas democráticos, al menos en la concepción deliberativa), sin embargo, el punto es que exhibe un fenómeno directamente vinculado a capacidades cognitivas que solo pueden ser apreciadas al nivel sistémico, y no individual.

Un uso más interesante para nuestros propósitos de la noción de inteligencia colectiva ha sido propuesto por Hélene Landemore, quien la ha empleado como elemento central en su defensa epistémica de la prioridad de la democracia por sobre sistemas rivales. La idea, en pocas palabras, consiste en que la razón democrática puede aprovechar, otra vez, bajo las circunstancias adecuadas, el conocimiento disperso en la sociedad y generar respuestas más inteligentes que modos de toma de decisión rivales, como el gobierno de uno solo o el gobierno de unos pocos, incluso cuando la competencia individual es limitada. Esas circunstancias tienen que ver esencialmente con garantizar la diversidad cognitiva, es decir, la disponibilidad de gran cantidad de perspectivas y heurísticas diversas, e incluyen a la deliberación como un aspecto crucial, junto con la inclusividad del procedimiento (para garantizar la diversidad), etc. La posición de Landemore es interesante porque ilustra perfectamente la clave de la respuesta a los epistócratas elitistas que ha guiado este trabajo, es decir, que debemos levantar la mirada desde la cognición individual de manera aislada hacia las propiedades epistémicas del sistema.

Por otro lado, un esquema de diseño institucional que puede cumplir con los requisitos de orientación a problemas, monitoreo y deliberación está relacionado con la llamada democracia experimental. La temática de la democracia experimental ha venido ganando importancia en los últimos años y buena parte del creciente interés por parte de los teóricos se debe al influyente artículo publicado en 1998 por Dorf y Sabel, “A Constitution of Democratic Experimentalism”. La intuición básica es que la evidente superioridad epistémica que exhibe la ciencia por sobre otros métodos de adquisición de creencias puede ser aprovechada para resolver problemas a nivel social. Para ello, la experimentación democrática debe organizarse en un esquema de dos niveles, con el objetivo de que las circunstancias sociales cambiantes puedan ser aprovechadas por el colectivo al incorporarlas al nivel general en un marco que permita el aprendizaje mediante la difusión de los resultados de cada proceso de indagación. El nivel básico es el de las unidades jurisdiccionales menores -pueblos, comunas, distritos, etc.-. A este se agrega el nivel macro constituido por las instituciones básicas de un Estado de derecho moderno: un congreso, el poder ejecutivo, un sistema judicial federal, etc. El problema que este modelo viene a remediar es el desacople existente entre la legislación nacional y su aplicación general -incluyendo las institu ciones federales- y las características y circunstancias particulares de las dis tintas comunidades a las que se aplican. El objetivo, como dije, es coordinar de una manera que resulte epistémicamente beneficiosa para el colectivo los distintos esfuerzos de cada comunidad por encarar los problemas comunes:

El modelo requiere sistemas interconectados de agrupamiento de la información (pooling) locales e inter locales o federales, cada uno aplicando a su propia esfera los principios de evaluación comparativa (benchmarking), ingeniería simultánea y corrección de errores, de modo que los actores puedan | 25 someter a escrutinio su comprensión originaria de los problemas y las solu ciones factibles. Estos principios permiten a los actores aprender de los éxitos y fracasos de unos y otros mientras reducen la vulnerabilidad creada por la búsqueda descentralizada de soluciones (Dorf y Sabel 1998: 287)

Dorf y Sabel desarrollan su modelo de experimentalismo demo crático a partir de tres conceptos básicos desarrollados fundamentalmente en Japón durante los años ochenta en el contexto de la ingeniería de recursos.

Esos conceptos, como se aprecia en la cita de arriba, son el benchmarking, la ingeniería simultánea y los conceptos gemelos de aprendizaje y monitoreo.

El benchmarking consiste simplemente en una tarea de relevamiento de los productos y procesos actualmente disponibles en el mercado que resultan en principio potencialmente superiores a los que la empresa lleva adelante.

Como resulta natural suponer, ese relevamiento permite evaluar al mismo tiempo la calidad del funcionamiento de los procesos de la empresa y desplegar nuevas potencialidades y expectativas respecto de lo que se puede

esperar de un procedimiento de resolución de problemas -resolución de problemas que se entiende, en este caso, en términos del problema de organizar la producción-: “esta comparación a través de benchmarking de las operaciones actuales respecto de las potenciales rompe las expectativas establecidas respecto de lo que es factible” (Dorf y Sabel 1998: 287).

Al concepto de benchmarking se suma el de ingeniería simultánea. Los problemas surgidos durante el transcurso del proceso de producción disparan sistemas de detección y corrección de errores destinados a revisar los elementos en el diseño de producción que dieron lugar a los problemas. Se trata de un proceso continuo de ajuste entre fines y medios que en la práctica desdibuja la línea entre planeamiento e implementación: los criterios para la evaluación de la práctica -que vendrían a constituir la etapa de planeamiento- son alterados y expandidos durante el transcurso mismo de la imple- mentación. Visto de otra manera, todo el proceso es implementación, siendo la etapa de planeamiento un momento que se distingue solo analíticamente, al examinarlo en perspectiva. Por último, el benchmarking y la ingeniería simul tánea dan lugar al concepto general de aprendizaje por monitoreo:

Los intercambios de información requeridos para aplicar el benchmarking, la ingeniería simultánea y la corrección de errores también permite a los colaboradores independientes monitorear las actividades de cada uno lo suficientemente cerca como para detectar fallas de rendimiento y limitaciones antes que tengan consecuencias desastrosas (Dorf y Sabel 1998: 287)

Aplicados al contexto del desarrollo de políticas públicas, estos conceptos permiten vislumbrar la forma que adopta una concepción experimental de democracia en su aplicación al problema de la determinación y aplicación de objetivos colectivos. En el nivel micro, la deliberación pública adecuadamente organizada sobre políticas de aplicación local genera información acerca de las posibilidades -y limitaciones- de las propuestas entendidas como hipótesis, las consecuencias potenciales de su implementación y su posible interacción con otros fines y valores compartidos. En el nivel general, por su parte, operan sistemas de monitoreo sobre las prácticas locales, ajustando sus resultados a la luz de la información sobre fallos cognitivos surgidos de la experiencia de otras comunidades en circunstancias similares. En otras palabras, un sistema federal así orientado funciona como un dispositivo de agregación de información que provee recursos cognitivos para el mejora miento de las deliberaciones a nivel local, además de, por supuesto, controlar la adecuación de sus resultados a criterios legales generales.

Una consecuencia adicional que resulta especialmente interesante de este planteamiento de la democracia experimental de dos niveles es que desdibuja la distinción corriente entre un contexto de discusión y sanción de leyes a un nivel general y su implementación práctica por las distintas agencias de gobierno. Por el contrario, adoptar una concepción experimental en la cual existen mecanismos de retroalimentación entre ambos niveles permite entender la regulación de la conducta social en un continuo entre las prácticas de experimentación a nivel local y la determinación de los criterios generales en el plano federal. Esto es importante porque permite entender los límites constitucionales a la deliberación democrática como puntos provisorios de control de los resultados, a ser examinados durante la indagación misma, antes que restricciones externas al proceso deliberativo.

Conclusión

ldescontento con la democracia es antiguo, pero parece estar cobrando renovado impulso durante los últimos años. No es ca sualidad, en este sentido, que paralelamente el pensamiento epistocrático haya ganado relevancia en el ámbito de la teoría política. Como sostiene Jason Brennan “en filosofía política, la epistocracia ha resurgido como el principal contendiente al trono de la democracia. En años recientes, Platón ha regresado” (Brennan 2016: 15). Lo ha hecho de la mano de una imagen descarnada y empíricamente robusta del funcionamiento de las democracias en la realidad. De acuerdo con esta imagen, parece que Platón tenía razón al afirmar que los patrones del barco del Estado democrático son bastante sordos, de pocas luces y nada versados en el arte de la navegación.

En el presente trabajo, comenzamos el recorrido evaluando la pertinencia de esta circunstancia para la teoría de la legitimidad democrática. Tuvimos oportunidad de discutir, entonces, el modo en que la irracionalidad y la ignorancia del votante conspiran contra la posibilidad de considerar el proceso democrático como tendiente a generar buenos resultados de acuerdo a un criterio de corrección externo a la deliberación, y cómo esto impacta directamente en la consideración de su legitimidad en sentido epistémico. De allí el despliegue de una serie de alternativas epistocráticas tendientes a remediar esta situación.

El paso siguiente consistió en investigar si los epistócratas elitistas realmente estaban formulando la pregunta correcta. La sospecha surgió de constatar la tendencia a minimizar los aspectos sociales o contextuales que son directamente relevantes para la generación de conocimiento, los cuales tienen una dimensión sistémica, al mismo tiempo que individual. La tesis que busqué defender es que la posición epistocrática elitista depende de una concepción epistemológica de corte individualista, ineludible pero en última instancia insuficiente para evaluar el problema de la cognición tal como ocurre en sociedades complejas como las nuestras. Por el contrario, para pensar la generación y difusión del conocimiento en sociedades de este tipo, es necesario adoptar un punto de vista epistemológico social, para apreciar no solamente los individuos en su calidad de agentes epistémicos, sino su relación con condiciones sociales que promueven o inhiben la producción de conocimiento.

El punto de vista sistémico nos permitió concebir a la sociedad como un entramado de prácticas sociales en interacción que influyen decisiva mente en la capacidad de los individuos para apropiarse y gestionar el cono cimiento disponible. Sin embargo, pensar a la sociedad de esta forma equivale a pensar que el propósito de la asociación política -o al menos uno de ellos- es el aprendizaje, entendido como la resolución progresiva y acumulativa de problemas que resultan de la acción conjunta. Es decir, el criterio para evaluar el conocimiento desde un punto de vista social es la capacidad de los sistemas sociales de aprender de las situaciones para resolver problemas futuros. Agregué que dicho criterio de aprendizaje implica tres condiciones generativas: la orientación a la resolución de problemas, algún mecanismo de monitoreo y la posibilidad de comunicación de los resultados -típicamente, mediante un proceso deliberativo-. Fue en este contexto que pudimos ob servar cómo las concepciones epistocráticas y su estrategia de control de daños fallan en cumplir con algunos de los requisitos de aprendizaje des- criptos, ya sea porque no hacen lugar apropiado al monitoreo, ya sea porque renuncian a la deliberación sin considerar que, por un lado, cumple un rol fundamental en el proceso social de aprendizaje y, por otro, solo funciona óptimamente bajo ciertas condiciones, etc.

Con estos elementos en su lugar, indiqué que una manera de aco modar las inquietudes epistocráticas en un marco epistémico más consistente podría consistir en una concepción experimental de la democracia. En este sentido fue que presenté de una manera general la concepción experimental de la democracia desarrollada por Dorf y Sabel y la reconstrucción basada en la inteligencia colectiva que propone Landemore. No fue mi intención presentar en detalle dichos desarrollos, tarea que requeriría una extensión y nivel de profundidad que no puedo permitirme aquí.

La idea general que guio este trabajo es que la democracia, ain con las virtudes que resulta innegable reconocer -su estabilidad, su tendencia a prevenir la violencia entre Estados, su correlación con el desarrollo económico, etc.- tiene problemas urgentes, especialmente relacionados con el hecho de que sus instituciones fundamentales fueron diseñadas en una época histórica y bajo ciertas condiciones que ya no se obtienen. Esto hace urgente la reforma institucional para afrontar los nuevos problemas y las nuevas amenazas,algunas incluso con el potencial de afectar dramáticamente el bienestar de toda la humanidad. Sin embargo, es fundamental para ello adquirir la perspectiva adecuada, el marco general que impida que la investigación acerca de cómo diseñar la democracia del futuro sea bloqueada por sesgos ideológicos y agendas políticas parciales.

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