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Estudios de historia de España

versión On-line ISSN 2469-0961

Estud. hist. Esp. vol.18 no.1 CABA jul. 2016

 

ARTÍCULOS

Ni Jekyll ni Hyde. La naturaleza ambivalente del proceso de modernización de Madrid (1900-1936)*

 

Neither Jekyll nor Hyde. The ambivalent nature of Madrid modernization process (1900-1936)

Nem Jekyll nem Hyde. A naturaleza ambivalente do processo de modernização de Madrid (1900-1936)

 

Fernando Vicente Albarrán**

 Institut d'Études Politiques - Sciences Po Lyon

* Fecha de recepción del artículo: 05/05/2016.  Fecha de aceptación: 28/06/2016.

** Profesor Contratado Doctor Historia Contemporánea, Institut d'Etudes Politiques - Sciences Po Lyon. Dirección postal: 14 Avenue Berthelot, 69007, Lyon, Francia.

e-mail: fernando.vicente@sciencespo-lyon.fr

 


Resumen
El fenómeno de la Modernidad implicó un decisivo proceso de transformación de las sociedades urbanas durante el primer tercio del s. XX. Madrid fue un centro de referencia para evaluar el impacto del complejo, e inestable, proceso de cambio y resistencia en España. El ferrocarril, el cine y el espacio urbano son analizados como elementos simbólicos de una modernización cargada con luces y sombras. Para ello, se utilizan diferentes fuentes documentales.

Palabras clave: Madrid; Modernidad; Cinematógrafo; Ferrocarril; Imaginario social

Abstract
Modernity implied a decisive transformation of urban societies during the first third of the twentieth century. Madrid was a center of reference for assessing the impact of the complex and unstable process of change and resistance in Spain. Railway, cinema and urban space are analyzed as symbolic elements of a type of modernization with many lights and shadows. Several documentary sources are used to perform it.

Key words: Madrid; Modernity; Cinema; Railway; Social imaginary

Resumo
O fenômeno da modernidade significou uma transformação decisiva das sociedades urbanas durante o primeiro terço do s. XX. Madrid era um centro de referência para avaliar o impacto do processo complexo e instável de transformação na Espanha. O trem, cinema e espaço urbano são analisados como elementos simbólicos de uma modernização contraditório de luzes e sombras. Para este fim, são usadas várias fontes documentais.

Palavras chave: Madrid; Modernidade; cinematógrafo; trem; imaginario sociais


 

No hay luz si ésta no genera sombras. En la aproximación y el análisis del pasado resulta fundamental considerar ese doble filo de todo tiempo y circunstancia, que fue especialmente característico de los procesos de modernización, iniciados con la segunda revolución industrial, agudizados durante los períodos de entreguerras del siglo XX. La historiografía de los últimos años ha incidido precisamente en la naturaleza múltiple de la vida urbana moderna en las grandes ciudades anteriores a la Segunda Guerra Mundial. Las investigaciones se han abordado desde diferentes puntos de vista, como la política, el orden social, la vivienda, la pobreza, o la marginalidad.[1] Una oleada de estudios que han indagado sobre el poder de la imagen en la construcción de la realidad,[2] y que han incorporado una metodología de trabajo multidisciplinar, con importantes aportaciones desde otros campos de estudio, como la geografía, la literatura o la antropología, e incluso de fuentes como la sociología y el pensamiento filosófico.[3] Las profundas transformaciones que se sucedieron debido a los masivos movimientos migratorios, el crecimiento fulgurante de la población urbana, la modernización y extensión de los sistemas de transporte y comunicación, formas de convivencia y organización social del espacio inéditas hasta entonces, fueron fraguando un cambio global de la vida en la ciudad. Una serie de fenómenos que se agudizaron desde finales del siglo XIX y que se extendieron a la mayoría de las grandes ciudades europeas y estadounidenses, sobre todo durante la época de entreguerras.[4]

Madrid no quedó al margen de ese proceso. A pesar de no contar en varios millones a sus habitantes como sí hacían Nueva York, Londres, Berlín o París, en el contexto español era la mayor masificación urbana del país y, como tal, experimentó fenómenos propios de una metrópoli moderna de su tiempo.[5] La transformación de su naturaleza urbanística y de su tejido social se inició a raíz de la expansión urbanística, facilitada con la aprobación de su proyecto de Ensanche de 1860, pero realmente fue intensa entre 1900 y 1936. Fue una mutación que no adoptó una dirección uniforme o lineal, sino que en ella se entrelazaron múltiples elementos, complementarios entre sí, pero en ocasiones también opuestos y contradictorios, con respuestas y comportamientos por parte de las personas que variaban en función de su experiencia individual y su inserción social.[6]

Los procesos de modernización desarrollados en el mundo occidental desde finales del siglo XIX implicaron múltiples muestras de progreso, pero también conllevaron un peaje y una adaptación de miedos y estigmas del pasado, que se asociaron a aquellos emblemas que iluminaban el proceso de modernización o que nacieron con la propia modernidad. Así, la modernización generaba sus propias sombras fruto de su propia naturaleza múltiple, contradictoria en apariencia, poliédrica, mutable e inestable, capaz de generar a la par un sentimiento de fascinación y reacciones de repulsa; simbolizar el progreso y la esperanza de un futuro más próspero y feliz y, al tiempo, la muerte y la destrucción.

En este sentido el objeto central de este trabajo es analizar el impacto que tuvieron varios de los fenómenos asociados a ese proceso de modernización general en la sociedad urbana madrileña y cómo actuaron a la hora de modelar la evolución de Madrid como uno de los centros neurálgicos de acción y de pulsión de la modernidad en el ámbito español durante el primer tercio del siglo XX. Un período que encuadra diferentes etapas en el ámbito político, pero que presenta desde lo social una coherencia indudable en sus líneas de evolución hasta la ruptura que marcó el inicio de la guerra civil.[7] El ferrocarril y el cinematógrafo, como elementos simbólicos de esa modernidad, y el espacio que ambos ocuparon en Madrid, serán los elementos que vertebren el análisis basado en la utilización de fuentes documentales de diferente naturaleza, como los padrones municipales, la documentación judicial, los periódicos y revistas de la época o el material fotográfico. El uso cruzado de la documentación facilita la adopción de un prisma de estudio multidisciplinar que interrogue en qué medida el proceso de modernización social, cultural y de mentalidades que experimentó la España urbana de esos años no sólo debe ser visto en términos bipolares de lo viejo contra lo nuevo, el cambio frente al inmovilismo, sino también teniendo presente que cada uno de esos elementos tenía implícitas múltiples contradicciones internas que afectaban al propio devenir y evolución de la sociedad.

El desorden del mundo automático: muerte y contrabando entre raíles

La Modernidad llegó en ferrocarril. Hijo de la revolución industrial, simboliza, por encima de cualquier otra innovación tecnológica, el impacto de la modernidad y la transformación del mundo conocido. El ferrocarril conquistaba el espacio y modificaba el paisaje a su paso horadando túneles o levantando viaductos y pasos a nivel para dar vía libre a la irrupción impetuosa de la locomotora. La propia geografía humana se vio alterada, debido al florecimiento de localidades que prosperaban a la sombra del ferrocarril y al languidecimiento de aquellas comunidades alejadas o que no supieron adaptarse a su presencia.[8] El ferrocarril movía viajeros y mercancías que activaban el intercambio, el comercio, el consumo y el beneficio.[9]

Imagen 1. Complejo ferroviario de la estación de Atocha, 1928.
[Fuente: Archivo Histórico Ferroviario.]

Como es sabido, el ferrocarril fue el principal motor que impulsó la revolución industrial desde mediados del siglo XIX, entre otras cuestiones por el consumo del hierro del cual estaban hechos sus esqueletos de vías y las propias locomotoras, por el uso de nuevas fuentes de energía (vapor, carbón, electricidad), o por las grandes empresas que gestionaban el servicio.[10] Las compañías ferroviarias fueron las primeras grandes empresas privadas del mundo moderno. La obligación de lidiar con importantes flujos de pasajeros y mercancías, de coordinar centros desperdigados por la geografía de cada país y de administrar ingentes bolsas de trabajadores, llevó a la creación de grandes empresas que se vieron en la necesidad de diseñar nuevos sistemas de gestión y contabilidad. España experimentó ese impacto desde la segunda mitad del siglo XIX: las compañías MZA (Madrid-Zaragoza-Alicante) y Norte (Ferrocarriles del Norte de España), cuyas sedes centrales se ubicaban en Madrid, importaron las nuevas formas de gestión empresarial, implementadas por las compañías estadounidenses y con un eco indudable en otros sectores de la producción y los servicios.[11]

El ferrocarril también simboliza la modernidad porque alteró irremisiblemente la noción que el hombre tenía del tiempo. Los trenes cambiaron la forma y duración de los viajes y, debido a ello, alteraron la propia representación que el mundo y la sociedad se hacían de sí mismos. El hombre penetró, cada vez más, por regiones inexploradas o que simplemente consideraba demasiado alejadas de sí mismo; la sociedad, a su vez, se articuló en redes migratorias más entretejidas. El ferrocarril facilitó la noción del viaje como elemento intrínsecamente contemporáneo y, a su vez, puso las bases de una sociedad civil mejor comunicada e integrada. La vida cotidiana de las personas se vio profundamente alterada en todos sus órdenes, desde el drástico abandono de la comunidad rural por parte de miles de familias en favor de la gran ciudad hasta el imperceptible cambio en la dieta diaria con la llegada de nuevos alimentos en mejores condiciones de conservación.[12]

La combinación de esos tres elementos (conquista del espacio, uso de nuevos materiales y alteración del tiempo) confluyeron en las grandes estaciones ferroviarias. Siguiendo la senda modernista de las grandes estaciones parisinas o londinenses, las estaciones de Atocha y Príncipe Pío en Madrid se convirtieron en una seña de identidad de los nuevos tiempos gracias a los materiales empleados y el estilo arquitectónico exhibido, con sus enormes naves centrales y su esqueleto metálico arborescente que las convirtieron en objetos de fascinación retratados por artistas. Las estaciones, verdaderas catedrales de la industrialización, condicionaron la articulación del espacio urbano y de las comunicaciones interiores. Buena parte del callejero y de las vías de tranvía y metro tendieron a gravitar en torno a esas puertas que vomitaban diariamente miles de viajeros o inmigrantes. En cuanto a la alteración del tiempo, las estaciones del ferrocarril aportaron la novedad de los horarios fijos de salidas de los convoyes, la medición extrema del tiempo en la actividad humana, la obsesión por los minutos, la irremediable noción de pérdida por un segundo. Las viejas nociones de "al rayar el alba" o "cuando caiga la tarde", cedieron el testigo a los tablones donde se fijan desde entonces las horas y los minutos. El hombre pasó a estar marcado por el tiempo, por la angustia de su pérdida y fugacidad, por el estrés de los horarios, por el miedo a llegar siempre tarde.

Esos centros de modernidad que representaban las estaciones concentraban a una buena parte de los empleados y trabajadores del ferrocarril. Desde finales del siglo XIX, las mayores empresas del país por número de empleados eran las ferroviarias. Sólo en la ciudad de Madrid, las grandes compañías MZA y Norte, equivalentes de la Midi francesa o la Great Western Railways inglesa, contaban en su seno con varios miles de empleados durante las primeras décadas del siglo XX. El volumen de las plantillas les obligó a innovar. Hasta entonces, ninguna empresa se había visto en la situación de tener que seleccionar y dirigir a un número tan elevado y diverso de trabajadores. Desde el comienzo del siglo los planteles de ambas compañías aparecían compartimentados en secciones diferenciadas por actividades muy definidas, con organigramas internos jerarquizados y fijos, y un sistema de ascensos y retribuciones salariales perfectamente establecido en función de los años de antigüedad en la empresa o los estudios previamente adquiridos.[13] Todo estaba prediseñado y mecanizado en un entorno regido por máquinas cada vez más sofisticadas.

Por todo ello, en plena época de entreguerras, el mundo del ferrocarril era la quintaesencia de la sociedad mecanizada y automática que parecía imponerse en los países más desarrollados. La valía de un trabajador dependía de su maestría con las máquinas y del grado de complejidad de los mecanismos que manejaba. No cobraba lo mismo, por ejemplo, un asentador de vía que el maquinista de la locomotora. La máquina era la precisión, el mundo del orden y los automatismos. De ahí que se viera al hombre como el elemento perturbador, el que podía llevar al error, a la imprudencia, al accidente, a transfigurar ese mundo de orden en un entorno trágico e incontrolable.

La transmutación de un entorno automatizado, donde todo (el funcionamiento de las máquinas, las relaciones laborales de la empresa con los trabajadores, la utilización de los diferentes servicios por parte de los viajeros, etc.) estaba preestablecido, a otro regido por la incertidumbre y el descontrol se hace evidente en los usos y percepciones alternativos que se hacían de ese espacio y de esos símbolos de modernidad. Un ejemplo clarividente lo ofrece el caso del suicidio de Julián Urrutia.[14] Según las propias declaraciones del maquinista de tren José Verdún y del fogonero Pepe Ferrándiz, pasaban las ocho y media de una mañana de 1931 cuando el express de Sevilla irrumpió veloz, portentoso y jadeante en las inmediaciones de la madrileña estación de Atocha. Pepe Ferrándiz, el fogonero, no intervenía en las maniobras de aproximación y aprovechaba para tomarse un respiro y contemplar el paisaje adormecido y escarchado de Madrid. Una figura llamó su atención. Se trataba de un hombre parado en la vía opuesta, algo raro por la hora y el lugar. De pronto, el hombre se encogió de hombros y desapareció. Pepe cayó en la cuenta y voceó al maquinista, pero fue demasiado tarde. Tras la pertinente llamada al juzgado de guardia, la policía judicial procedió a inspeccionar la zona de las vías donde se había producido el suceso. Todo el entorno estaba desagradablemente rociado por los restos del cuerpo y las ropas deshechas del fallecido. Gracias a ellas y a una cartera se identificó al cadáver como Julián Urrutia, empleado de la compañía Unión Española de Explosivos, próxima a la zona. Algunos de los compañeros de trabajo de Julián conjeturaron con la posibilidad de un accidente. Pero tanto el maquinista conductor como el fogonero negaron esa posibilidad. Aquel señor había visto perfectamente la llegada del tren y se había arrojado en el último momento con la clara intención de suicidarse.

Julián Urrutia es una muestra palmaria de los numerosos casos, registrados en los juzgados de primera instancia, de personas que utilizaban las vías del tren de forma creciente para suicidarse. Un entorno como el ferrocarril, que tantas oportunidades de futuro ofrecía, que era observado como el símbolo de una vida mejor, también era visto como un entorno idóneo para morir. Al igual que en otros ámbitos, se puede constatar una actualización en las formas y los rituales de los atentados contra la propia persona. El suicidio decimonónico se había servido, en gran medida, de puentes o viaductos para consumarse, caso de no disponer de un arma de fuego. El ferrocarril parecía modernizar el suicidio al ofrecer incontables espacios donde llevarlo a cabo y una mayor certidumbre de deceso frente a la caída al vacío, no siempre mortal de necesidad. Los alrededores de las vías ferroviarias fueron desde el comienzo un entorno de riesgo por la fuerza y velocidad de las máquinas que circulaban por ellas; los suicidios mostraban cómo las personas se servían de ese peligro inherente para hacer del ferrocarril un instrumento de muerte.

En otros casos, se utilizaba como medio para subvertir el orden legal. El entorno ferroviario, a pesar de su fachada y su funcionamiento automatizado y preciso, albergaba un mundo subversivo, clandestino e ilegal, donde tenían cabida los robos, los sobornos y el contrabando.[15] Las estaciones de ferrocarril eran las principales puertas de entrada para miles de personas en una ciudad del interior como Madrid y eso las convirtió en zonas particularmente escogidas para todo tipo robos y hurtos a viajeros y viandantes despistados en el interior de las propias estaciones. Pero, además, también eran punto de acceso principal de mercancías para el abastecimiento de la ciudad. En Madrid, las estaciones se ubicaron en la parte exterior al casco antiguo, principalmente en las afueras del sur.[16] Hasta los años 1920, los alrededores de las estaciones madrileñas de Atocha, Delicias, Peñuelas, Imperial o Príncipe Pío, estuvieron dibujados por descampados, almacenes, talleres y un caserío tiñoso y desmigado. Unos contornos llenos de recovecos y escondrijos, muy propicios para el contrabando y cómplices con todo tipo de sobornos.

Este fue un problema que existió desde el inicio del servicio ferroviario, incluso en el seno de las plantillas de las propias compañías, las cuales procuraron atajarlo de forma terminante. En este sentido, la dirección de la compañía MZA llevó a cabo durante las últimas décadas del siglo XIX una intensa política de control y persecución del fraude interno, ante las sospechas fundadas del cobro de sustanciosas y reiteradas comisiones, por parte de empleados de la compañía, a la hora de aceptar determinados encargos ajenos a sus estrictas obligaciones. Eran pagos en dinero negro, efectuados por agencias de transportes, para que el agente ferroviario de turno desviara la mirada y recibiera o entregara determinadas mercancías por conductos diferentes a los legalmente establecidos.[17]

Si éste fue un problema que preocupó a las empresas, mayores fueron los trastornos ocasionados por el contrabando de personas que se servían de las instalaciones ferroviarias para introducir géneros ilegalmente en la ciudad, sin pasar por la aduana de consumos. En primer lugar, para las empresas suponía un grave problema de seguridad debido a los frecuentes enfrentamientos entre la policía y los contrabandistas o matuteros dentro de los límites de sus instalaciones. Persecuciones, disparos y asaltos que generaban una atmósfera de inseguridad para los empleados y también para los viajeros. En segundo lugar, el contrabando era un problema que afectaba a la imagen de las propias compañías, pues se acusaba a su personal de colaboración y complicidad con los matuteros. El contrabando en torno a las estaciones del ferrocarril fue una cuestión que generó abundantes fricciones entre las empresas concesionarias y el Ayuntamiento a la hora de dilucidar responsabilidades para cortar esas prácticas ilegales que formaban parte de la evolución misma de la ciudad,[18] aunque sólo salieran a la luz de manera esporádica o en situaciones excepcionales, como durante la Primera Guerra Mundial.

La estación de Delicias, por ejemplo, captó la atención de la opinión pública en el invierno de 1918. El mundo estaba en guerra y el país sufría una aguda crisis de subsistencias que había provocado altercados y motines en numerosas ciudades españolas. Madrid vivía bajo el ojo del huracán desde hacía meses por las protestas del pan y las huelgas de 1916 y 1917.[19] Con la población alterada y los ánimos a flor de piel ante la más mínima subida en los precios de las subsistencias, no había nada que concediera más popularidad en ese momento a las autoridades que atrapar a los "acaparadores que tratan de enriquecerse a costa del pueblo" con productos básicos como el pan y el carbón. Eso fue lo que ocurrió en enero de 1918. El comisario general de abastecimientos ordenó la inspección de las estaciones como "lugares clave en el paso de mercancías" y en Delicias halló un increíble botín: cientos de "seras bien repletas de carbón, que sus consignatarios ocultaban para aumentar el negocio", que fueron inmediatamente incautadas.[20]

Imagen 2. Cargamento de carbón incautado en la estación de Delicias, 1918.
[Fuente: Mundo Gráfico.]

El alijo de carbón de las Delicias colocó en la portada de los periódicos, de manera excepcional, al contrabando desarrollado en el entorno del ferrocarril, pero éste fue moneda corriente durante el primer tercio del siglo XX. De acuerdo con la documentación judicial conservada, los casos solían ser más reducidos en cuanto al material incautado y el número de personas involucradas, generalmente transportistas, matuteros y pequeños comerciantes de la ciudad.[21] En todos ellos, el ferrocarril desempeñaba un papel central como escenario indispensable para llevar a cabo estas prácticas fraudulentas y como medio de transporte que permitía la obtención de beneficios rápidos al margen de la ley. De esta forma, el ferrocarril era un foco de riqueza, actividad económica y dinamismo indudable para cualquier ciudad, pero también fue una puerta abierta al delito y a la subversión de las normas establecidas, a una inseguridad que trataba de ser combatida por unas autoridades obsesionadas por mantener el control a través de una estricta reglamentación.

Cuando cae la noche sobre la ciudad

Si el ferrocarril era el símbolo de la modernidad, el cine fue la expresión más artística de los tiempos modernos. Ambos elementos no pudieron estar más unidos desde el inicio, gracias al film de los hermanos Lumière L'arrivée d'un train à la Ciotat, de 1895. El cinematógrafo nacía como "maravillosa invención" de los tiempos modernos, según la prensa del momento. Se hablaba de él como adelanto científico, pero muy pronto la ciencia quedó relegada por el espectáculo. Las proyecciones cinematográficas atraían por su radical novedad y el cine dio sus primeros pasos como espectáculo de barracas y ferias ambulantes, muy lejos aún de su consideración como nueva manifestación artística.

El cinematógrafo apareció en Madrid en 1896, al mismo tiempo que en el resto de las principales ciudades europeas.[22] Durante los primeros años las proyecciones duraban pocos minutos, pero poco a poco fueron captando el interés del público y los principales teatros de la ciudad (como el de la Comedia, el Romea, el Barbieri o el de la Zarzuela) exhibieron los filmes como parte final de su función, o como reclamo único para aumentar la venta de entradas ante el declive del teatro.[23] Las formas más populares eran las exposiciones al aire libre y en los pabellones conocidos popularmente como barracas. Eran construcciones de madera con una capacidad de 300 localidades y unos precios más económicos que en los teatros. En torno a 1910 las barracas llegaron a ser unas cincuenta y estaban repartidas por todos los barrios de la ciudad. A partir de ese momento comenzó su declive por la creciente afluencia de público, que hizo necesaria unas instalaciones más grandes y apropiadas, tanto para la seguridad de las personas como para la adecuada explotación de un negocio que no había hecho más que dar sus primeros pasos.[24]

Es precisamente durante el periodo de entreguerras cuando se fraguan las bases de una moderna cultura cinematográfica:[25] las técnicas de filmación y rodaje avanzaron con extraordinaria rapidez, se ampliaron los géneros narrativos y se progresó en los sistemas de producción, distribución y exhibición. Y todo ello gracias a la fervorosa respuesta del público que hizo del cine un espectáculo a escala mundial. Desde 1912 aparecieron en Madrid los primeros edificios permanentes dedicados específicamente a la proyección de películas y denominados "cines", como fueron el Cine Doré, actual sede de la Filmoteca Nacional. El entusiasmo por el nuevo espectáculo era universal y comenzaba a inundar el tiempo y el espacio que la población urbana dedicaba al esparcimiento. Entre 1919 y 1925 se abrieron cinemas en zonas del Ensanche burgués, como Argüelles y Goya, con aforos entre las 1.000 y las 2.500 localidades para películas mudas que ya superaban la hora de duración. Y entre 1926 y 1933 se remataron en el centro de la ciudad los dos primeros tramos de la Gran Vía, la calle más cosmopolita del país, entre otras razones, porque en ella se levantaron grandes y majestuosos palacios cinematográficos (cine Callao, Palacio de la Música, cine Avenida, Rialto, Coliseum, Capitol, etc.) que extendieron una deslumbrante alfombra roja para acoger los estrenos cinematográficos más sonados, sobre todo de las grandes compañías de Hollywood.

El cine se había convertido en un fenómeno de masas, lo cual explica que también captara el interés del ojo crítico e intelectual. En las décadas de 1920 y 1930 amplias capas de la población estaban irrumpiendo en el campo de la política, a través de los sindicatos y nuevos partidos políticos, en la economía con la aparición de una incipiente sociedad de consumo, y también en el terreno cultural, con una creciente participación en actividades cada vez más diversificadas del deporte, de la cultura y del espectáculo. Resulta natural, por tanto, que el mundo intelectual reflexionara sobre ello, desde pensadores y filósofos hasta literatos y periodistas. Y el cine se mostró como un terreno propicio para la reflexión, el debate y la polémica, debido a múltiples razones, como su meteórica evolución de invención tecnológica a espectáculo cultural masificado, los temas y géneros narrativos que abordaba o los ritos sociales que implicaba el visionado de las películas.

El cine va a introducirse en los debates intelectuales a través de la prensa, con la publicación de artículos de opinión por parte de periodistas que se interrogaban sobre las posibilidades de futuro que ofrecía el cinematógrafo, la naturaleza de sus contenidos y la influencia que éstos podían ejercer sobre la sociedad. Aunque las primeras reflexiones aparecieron en 1907, fue a partir de 1915 cuando se constató un verdadero despertar de la crítica y el pensamiento en torno al cinematógrafo, con publicaciones especializadas y secciones en la prensa diaria y en las revistas culturales. Desde abril de 1916, por ejemplo, El Imparcial, uno de los diarios de mayor tirada a nivel nacional, inició una sección permanente sobre cine al considerarlo "realidad social innegable,...una nueva posibilidad de emociones donde importa más lo que promete que lo ya realizado."[26] Uno de los debates más polémicos era si aquello era o no era arte, cuestión en la que el periódico tomó una postura favorable a la condición artística del cine, lo que fue enfatizado igualmente por el diario El Sol al vincular, implícitamente, un moderno proyector con el teatro clásico griego.

Imagen 3. Cabecera de la sección de cinematografía del periódico El Sol
[Fuente: Diario El Sol.]

Pero el nuevo espectáculo también contó con sus particulares sombras. El éxito fulgurante del cine estuvo acompañado desde sus inicios por una agria polémica en torno a la influencia que podía ejercer el espectáculo en el comportamiento de las personas. En la década de 1910 se manifestó una poderosa corriente con una apreciación muy negativa hacia el cine, el cual era denunciado como inmoral, corruptor, contagioso de los peores vicios e inmoralidades, perturbador mental y causante de alucinaciones y sobreexcitaciones peligrosas. El cine incitaba al vicio o al delito y era especialmente peligroso para los niños y adolescentes, en riesgo de ver alterada su formación intelectual y moral y caer, así, en el abismo de la delincuencia. En 1916, por ejemplo, el diario La Época lanzaba un elocuente alegato titulado "Por los niños. La influencia del «cine»", en el cual aseveraba que:

"con lamentable frecuencia se van reproduciendo los casos en que la perniciosa influencia del cine se manifiesta con morbosos efectos en los niños. Las hazañas de Rafles, Jimmy Samson y otros ladrones y sacamantecas por el estilo, llevadas con grave error al cinematógrafo, excitan fuertemente la imaginación infantil, infiltrando en sus almas un virus peligroso."[27]

Se apelaba a miedos ancestrales, como la epidemia ("virus peligroso") o el popular "sacamantecas", para alertar sobre los supuestos peligros que tenía implícita la naturaleza del cine. Desde fecha muy temprana se concedió al nuevo espectáculo una función claramente educativa para el comportamiento social de las personas, especialmente de las más jóvenes. El cine no era sólo una novedosa actividad de ocio y esparcimiento, sino una actividad que introducía a las personas en nuevas formas de acción o mentalidad, que poseía una influencia notable a la hora de inducir un comportamiento determinado, influencia que era valorada como perniciosa por una gran parte de la opinión publicada y, por tanto, debía ser encauzada en un sentido pedagógico apropiado. En el Almanaque Bailly-Bailliere de los años 1917 a 1920 aparecen diversos artículos que reflexionan sobre esta cuestión. En 1918 se argüía que:

"moralistas, criminalistas y censores de autoridad han clamado y claman contra esas proyecciones perjudiciales. Pero si el cinematógrafo puede hacer mucho mal, depravando jóvenes inteligencias, puede también hacer mucho bien, instruyendo y educando a los niños."[28]

Esa potencialidad pedagógica del cine también era considerada por aquellos que defendían la enorme (y positiva) potencialidad del nuevo espectáculo. En 1920, Antonio Armenta, una de las figuras del periodismo cultural de la época, se hizo eco de "los ataques de siempre" que se venían vertiendo desde hacía años contra el cine y se preocupó de rebatirlos argumentalmente desde su sección cinematográfica del diario El Sol. En una extensa respuesta al doctor Ruiz Albéniz, defensor de la teoría sobre el cine como factor de incremento de la delincuencia infantil, Armenta le retaba a demostrar que los niños no habían sido traviesos hasta la aparición del cinematógrafo y ponía como elocuente ejemplo los sucesos del barrio de las Peñuelas, en las afueras del sur de Madrid, de los años anteriores:

"¿Nunca estuvieron los detractores del "cine" en aquellas célebres pedreas donde los chicos de los barrios de San Andrés y San Ildefonso se reunían en legiones para combatir a cantazo limpio a los chicos del barrio de las Peñuelas? Pues en aquellas pedreas, sostenidas por 200 ó 300 chicos de cada bando, resultaban muchos heridos y la marquesina de la estación Norte quedaba convertida en una verdadera criba. (...) ¡La influencia de las películas en la imaginación infantil! Pero, ¿es que se puede sostener seriamente semejante argumento en los tiempos actuales del cinematógrafo?"[29]

Armenta no sólo rechazaba esa influencia perniciosa, sino que abogaba por el positivo papel del cine en la educación de los niños, en su capacidad pedagógica para ilustrar por la impresión directa y ser, así, "un magnífico sistema de educación popular."[30]

Estos ataques no fueron puntuales, sino que tuvieron una continuidad en el tiempo con frecuentes apariciones en la prensa de la época. El cinematógrafo fue un desafío para muchos de los aspectos más tradicionales de la sociedad española de la Restauración y esos ataques eran la vívida manifestación de los miedos de ciertos sectores conservadores de la sociedad ante la novedad, ante los cambios de costumbres y de mentalidades que imponía la modernidad y que eran recogidos y difundidos por el cine, cuyo poder de resonancia iba en aumento (de ahí la insistencia en su potencial carácter pedagógico) gracias al magnetismo del espectáculo que ofrecía (las propias películas y sus historias) y debido igualmente al formato de su exposición, con cientos e incluso miles de personas, reunidas en un espacio y tiempo en los que reinaba la oscuridad y, por tanto, la promiscuidad. El cine era popular, poseía un irrefrenable efecto liberador de las costumbres, pues no en vano reflejaba el ritmo de la modernidad urbana desde Nueva York a Berlín, e incitaba a la ensoñación e incluso al erotismo.

La Iglesia católica no permaneció indiferente a un espectáculo que amenazaba con laminar las bases de su omnipresente influencia sobre las pautas de comportamiento y pensamiento de la sociedad española. Desde el primer momento, las proyecciones cinematográficas despertaron recelos entre los miembros del clero, que fueron in crescendo en la misma medida que el cine se consolidaba como una de las diversiones populares con mayor seguimiento en el ámbito urbano. Durante la década de 1910 y 1920, la jerarquía eclesiástica emitió continuas condenas y rechazos a la asistencia al cine y llegó a presionar (sin éxito) a las autoridades para que dictaran una censura previa más férrea sobre las proyecciones.[31] Se tachaba al cinematógrafo como una influencia perniciosa para la imaginación, la inteligencia y la voluntad de las personas, que podían quedar maltrechas, destrozadas, débiles y locos de imaginación, "con peligro de delirio y alucinación constante."[32]

Los ataques más furibundos tildaban al cinematógrafo de "ser escuela de vicios y crímenes, de despertar los malos instintos del espectador."[33] El cine era una ventana abierta a la imaginación y exhibida en pantallas gigantescas, donde se sucedían las aventuras y las comedias, pero también historias de amor, con besos incluidos en escenas cargadas de erotismo. Esas imágenes eran utilizadas por algunos medios de comunicación para lanzar sus acusaciones de inmoralidad sobre esa nueva forma de espectáculo y, más aún, para inculpar al cine de ser inductor de delitos como los raptos y las agresiones sexuales hacia jóvenes muchachas. Ejemplos de ello fueron noticias como la publicada por el diario La Voz, sobre el secuestro de una niña con el titular de "los peligros del cine". La muchacha, de quince años, era presentada como "aficionada a presenciar proyecciones escalofriantes", en una de las cuales fue engañada por un adulto y raptada durante unos días.[34] No se trataba ya de columnas de opinión sobre los posibles influjos mefistofélicos del cine, sino de nexos y ligazones directos entre los gustos cinéfilos y la comisión de delitos, la especulación sobre los riesgos en que una muchacha podía incurrir si asistía a un cine, tanto a nivel psicológico (el periódico apuntaba que la adolescente padecía "cierto trastorno mental" después de resaltar esa afición cinéfila) como a nivel de su propia integridad física. Las películas podían ser fascinantes, entretenidas o románticas, pero el hecho de visionarlas podía conllevar riesgos y peligros pues inducían a cometer actos ilegales o deshonestos, delitos y crímenes, incluso podían llegar a perturbar las mentes de las personas. Ese tipo de acusaciones veladas eran los fantasmas que perseguían al cine como moderno espectáculo de masas con millones de seguidores en todo el mundo.

El definitivo éxito del cine entre la población, que vio en él una forma novedosa de diversión, de socialización e, incluso, de educación, llevaría a la propia Iglesia católica a replantearse su estrategia de oposición y, junto al rechazo constante contra el cine calificado de inmoral, propició desde finales de la década de 1920 una intervención activa de los católicos, a través de Acción Católica fundamentalmente, para lograr una utilización del cinematógrafo con claros fines morales.[35]

El esplendor y sus alcantarillas

El tercer elemento que completa el análisis del impacto de la modernidad en la transformación de Madrid sería el juego de espejos de diferentes espacios urbanos, en apariencia alejados y opuestos entre sí, pero íntimamente ligados en la realidad. Una de las novedades que introdujeron los procesos de industrialización y modernización de las ciudades en la época contemporánea fue la segregación del espacio urbano a nivel económico y social. En Madrid, ese proceso dio comienzo con la puesta en marcha del proyecto de Ensanche a partir de 1860.[36] La capital española nunca contó con un proyecto urbanístico global para guiar su expansión y terminó por desarrollar una creciente diferencia entre sus tres áreas principales: interior, ensanche y extrarradio. Durante el primer tercio del siglo XX, el casco antiguo o interior adquirió una notable especialización como área del moderno sector terciario y de servicios; mientras que las zonas de ensanche y extrarradio adoptaron un tono más residencial e industrial. La Gran Vía y la barriada de las Yeserías bien pueden simbolizar las dos caras de ese Madrid emergente en los años 20.

La Gran Vía representaba el esplendor de la modernidad madrileña.[37] Su apertura a partir de 1910, más allá de las motivaciones estéticas para remozar el deslucido casco viejo, vino impuesta por las exigencias crecientes de la economía capitalista e industrial, así como por la imperiosa necesidad de mejorar la fluidez de las comunicaciones interiores de la ciudad. El papel de Madrid como principal ciudad administrativa y de negocios del país se reforzó durante la década de 1920. La Gran Vía y sus alrededores fue el espacio que acogió a los cientos de oficinas de bancos, empresas y sociedades anónimas que brotaron al calor del incipiente capitalismo. Un espacio que fue aprovechado por los arquitectos, los empresarios y los políticos para construir nuevos espacios funcionales y simbólicos. Fue el escenario del poder económico (monumentales sedes centrales de los principales bancos del país), del lujo y la exquisitez (los magnos hoteles Ritz y Palace), de la nueva era de las comunicaciones (la llegada de la multinacional ITT significó la construcción del primer rascacielos, el edificio de la Telefónica, de estilo neoyorkino) y del ocio cosmopolita que exhibían edificios fastuosos como el Palacio de la Música, concebido como un ambicioso centro multifuncional con salas para cines, conciertos fiestas y un espacio, bajo el patio de butacas, que devino en teatro-club y pista de patinaje. Irrumpía un Madrid aéreo de líneas modernas y retadoras de lo antiguo. Frente a los perfiles achatados de las casas de vecindad y los viejos edificios gubernamentales, se levantaban moles que rompían el horizonte, como la Telefónica, esbeltas, blancas, agujereadas por cientos de ventanas, tras las cuales bullía el trajín diario de la modernidad. Gran Vía como escenario de la ciudad moderna de los años veinte, de monumentalidad sólo abarcable desde el aire, atravesada por dirigibles y aviones en las alturas y por un tránsito vertiginoso de automóviles sobre el asfalto.

Imagen 4. Imagen del edificio de Telefónica tomada desde un avión, 1929
[Fuente: Nuevo Mundo. En la parte derecha se puede ver el extremo de una de las alas del avión.]

Las Yeserías, por el contrario, habían sido una de las zonas marginales de la ciudad desde mediados del siglo XIX.[38] Formaban parte del Ensanche sur, los barrios más pobres que habían ido surgiendo con el proyecto de expansión de la ciudad. Los terrenos eran de mala calidad, cortados por barrancos, atarjeas y arroyos de aguas inmundas debido a la falta de alcantarillado, con calles sin pavimentar ni alumbrar y un caserío pobre e irregular, todo ello en mitad de un paisaje lunar de descampados y con una presencia creciente del ferrocarril, almacenes y talleres asociados.[39] El tono social de la mayoría del vecindario que se afincaba en esos barrios era medio-bajo o bajo, compuesto por operarios del ferrocarril, obreros de fábrica, empleados modestos, pequeños propietarios o comerciantes, artesanos empobrecidos y una interminable marea de jornaleros y peones. Hasta los años 1910 y 1920 fue habitual la presencia de pobres, mendigos y gente marginada en general, que hallaban refugio, más que un hogar, en alguno de los parajes próximos al río Manzanares.[40] Esa situación se modificó a partir de 1910, gracias al impulso de reforma comenzado con la Gran Vía, el cual reverberó en otras partes de la ciudad. El Ayuntamiento llevó a cabo un lavado de cara general de la zona con la demolición de chabolas, la canalización de las aguas residuales y la eliminación de los pozos negros, el pavimentado de las principales calles y su alumbrado público, la instalación progresiva de agua corriente, la tira de líneas de tranvía, la construcción de grandes colegios públicos, la edificación de bloques de viviendas con baño incorporado, etc.[41] Eran los ecos de una modernización del espacio urbano que alcanzaba en la Gran Vía su brillo más esplendoroso, pero que repercutía también en sus partes más marginales para despojarlas de todo aquello que las había caracterizado como los barrios negros de la capital, estigma traspasado a los rincones alejados del extrarradio. Era el triunfo de lo nuevo sobre lo viejo.

La construcción de esos espacios tenía un importante componente de reglamentación desde arriba. Las diferentes instancias de poder establecían cómo debía ser organizado ese espacio, a través de una regulación en los usos del suelo, en la tipología arquitectónica de los edificios o en el control de la circulación. Pero en ese proceso de construcción también intervenían las prácticas espaciales, el uso que hacían de él las personas en el día a día. Si la perspectiva desciende de las alturas a ras de suelo, se comprueba cómo la Gran Vía era un espacio donde abundaban los coches y autobuses frente a los carros de mulas de los traperos en las afueras, donde los grandes almacenes incitaban a los viandantes con sus amplios escaparates llenos de gangas, donde una multitud de hombres encorbatados salía a borbotones de sus lugares de trabajo a media tarde y donde la gente, endomingada y bien peinada, acudía los domingos para pasar el día. Para muchos podía ser el espacio de trabajo; para la mayoría era el espacio de la modernidad por antonomasia.

Sin embargo, en ese espacio también se produjeron prácticas subversivas con la idea originaria de lo que debía ser aquella parte de la ciudad y que atentaban contra esa imagen de modernidad deslumbrante. En abril de 1923 la prensa vespertina se hizo eco de una noticia que causó un gran revuelo posterior: "Hace unos tres días la policía detuvo a cinco hombres a las cinco de la mañana en un solar de la Gran Vía. Dormían en unas cuevas que hay allí."[42] No eran cuevas ni mendigos en las Yeserías, sino en plena Gran Vía, hallados en los descampados de las obras, entre los cimientos y los andamios de los majestuosos edificios que se estaban levantando, como a otro grupo que encontraron "próximo al Banco de Bilbao". Personas sin hogar que habían ocupado libremente el corazón del Madrid más moderno y que lo habían convertido en refugio para pasar la noche. Además, la noticia daba cuenta de que los mendigos habían sido llevados "al asilo de las Yeserías y a las seis aún no habían comido nada. A otros tres les tuvieron sin comer toda la noche y les dieron una gran paliza con unos vergajos. La denuncia la hace D. Manuel Cordero, concejal del Ayuntamiento de Madrid."[43]

La noticia causó conmoción por tratarse de la Gran Vía y sirvió para destapar un problema oculto hasta el momento (el trato vejatorio que se dispensaba a los pobres recogidos en las calles en el asilo de Yeserías) y un asunto general (la mendicidad) aparcado sine die por parte de las autoridades municipales. A partir de ese momento se sucedieron numerosos artículos en los que se daba cuenta de las pésimas condiciones que padecían los asilados del centro de Yeserías y del terror que despertaba entre los mendigos la camioneta municipal que los conducía allí. Este asunto dio pie a la aparición de periodistas que imitaban la figura del flaneur decimonónico: acudían al asilo disfrazados de mendigos para pasar desapercibidos y así obtener material de primera mano para sus artículos, al estilo de otros periodistas que retrataron los bajos fondos de París y Londres o de escritores españoles a finales del siglo XIX, como Baroja o Blasco Ibáñez. Crónicas que adoptaban un estilo dramático, con adjetivos tremebundos para recrear el submundo de los bajos fondos:

"Me he asomado a ese pozo de roña y suciedad que es el refugio de Yeserías. Chapuzarse en aquel abismo de harapos es meterse en un infierno, donde las criaturas se mueven como lombrices en el barro o larvas en detritus..."[44]

Imagen 5. Patio del asilo de Yeserías. A la derecha aparece el periodista disfrazado, 1927
[Fuente: Nuevo Mundo.]

Este caso[45] ilustra el mosaico de espacios tan diferentes que conformaban la metrópoli madrileña en los años veinte. Gran Vía y Yeserías, modernidad y abismo social, mundos opuestos que, para sorpresa de muchos, estaban conectados por la figura del mendigo y sus refugios. Pero más allá del contraste entre unas zonas privilegiadas frente a otras marginadas, el ejemplo es ilustrativo del enorme poder que la imagen había alcanzado en la construcción mental del espacio y a la hora de generar imaginarios colectivos. Las cuevas y los mendigos hallados en la Gran Vía fueron el pistoletazo de salida para que varios periodistas se lanzaran a la busca de mendigos y todo tipo de gente marginal, con el fin de recrear un infierno a las puertas de la capital, un universo de traperos, mendigos y maleantes propio del imaginario de bajos fondos[46] característico de las principales metrópolis occidentales, como si ése fuera el paisaje característico de definía a todo el Ensanche Sur madrileño, cuando su realidad social era otra bien distinta. Cuevas y mendigos hallados en la Gran Vía que en ningún caso pusieron en cuestión su imagen como zona moderna y deslumbrante. El submundo al sur y las luces fastuosas en el centro, aunque entre sus cimientos y andamios también se refugiara gente envuelta en harapos.

Conclusiones

A lo largo del artículo se han analizado tres de los elementos definitorios del proceso de modernización que experimentó la sociedad madrileña durante el primer tercio del siglo XX. En primer lugar, el ferrocarril, tótem de todo proceso industrializador y de la revolución en los medios y formas de transporte y comunicación de las personas. En segundo lugar, el cinematógrafo como innovación carismática de un tiempo de ocio y consumo que comenzó a despuntar en aquellas décadas y que sería una de las características intrínsecas del siglo XX. Y, en tercer lugar, el espacio urbano como fruto de procesos de segregación social y económica, que definieron el crecimiento de las grandes ciudades desde mediados del siglo XIX. El hilo conductor en los tres casos ha sido analizar el complejo impacto que tuvieron los diferentes elementos de modernidad sobre la sociedad, tanto en su concepción teórica y formal, es decir, en las concepciones e imaginarios que se formaron en torno a ellos, como en su praxis, esto es, en los usos y funcionalidades que les daban las personas. De esta forma, se pone de relieve que el proceso de modernización de la sociedad urbana madrileña no implicó únicamente contraponer prácticas cotidianas de lo que podría calificarse como vida moderna (ir al cine o viajar en tren) frente a otras prácticas más tradicionales, sino que las propias actividades y elementos asociados con la modernidad adoptaban una naturaleza poliédrica y contradictoria en sus concepciones mentales y en sus usos cotidianos, lo cual, sin duda, apunta al desarrollo de una sociedad madrileña más compleja, llena de matices, que pone en cuestión la imagen del Madrid bipolar de los años 30, condenado al enfrentamiento guerra civilista.

El Ensanche Sur era el espacio donde se ubicaba el ferrocarril y sus modernas estaciones de hierro. En la Gran Vía se levantaban los fastuosos palacios multiusos aptos para el cine, el cabaret o el jazz. Ferrocarril y cinematógrafo, símbolos de los tiempos modernos, aparecían ubicados en espacios tan alejados en apariencia como ligados íntimamente. La construcción de la Gran Vía corrió de forma paralela a la forja de su imagen como la calle donde triunfó la modernidad en todo su esplendor. Ese proceso tuvo consecuencias positivas en la mejora urbanística de antiguas áreas suburbiales degradadas, como el Ensanche Sur. Pero ante la aparición de un sujeto como el mendigo, que atentaba claramente contra esa imagen de modernidad, el brillante imaginario creado en torno a la Gran Vía fue protegido, mientras que con los antiguos barrios pobres del Ensanche Sur, ya remozados, se recreó un dantesco imaginario de miseria y delincuencia. Dos imaginarios contrapuestos, el de las luces modernas frente al de los barrios bajos, a partir de un mismo elemento: la ocupación y uso del espacio público por parte de personas vinculadas a la marginalidad. Imaginarios configurados a partir de diferentes emociones, como la fascinación en un caso o el miedo en el otro, que tenían evidentes consecuencias en el desarrollo urbanístico de la ciudad y en la forma de ver e imaginar a sus diferentes barrios y a los grupos sociales que en ellos se asentaban y que, obviamente, se veían afectados por esos mismos imaginarios a la hora de tomar sus decisiones sobre dónde vivir y por qué hacerlo en un determinado punto de la ciudad.

En definitiva, puede concluirse que la modernidad no sólo estaba transformando la sociedad desde un punto de vista múltiple, sino que a su vez generaba complejos imaginarios que mantenían un diálogo contradictorio con sus propias realidades, como si fueran las sombras proyectadas por su propio rayo de luz. La huella que proyectaba en Madrid era múltiple y en diversos planos de actuación: la creación, evolución y representación de diferentes espacios y los usos reales que se hacían de ellos; el impacto de lo nuevo y los sentimientos de fascinación, rechazo o miedo que despertaba; o cómo un mundo (el ferrocarril) marcado por la precisión, el mecanicismo y la voluntad de control y orden, era observado como uno de los espacios idóneos para perpetrar prácticas delictivas y de subversión, daban buena cuenta de la compleja transformación de la sociedad urbana madrileña en las décadas previas al estallido de la guerra civil.

Notas

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[14] Fuente: Reconstrucción narrativa propia a partir de dos fuentes documentales: Archivo General de la Administración (AGA), sección Penal, Juzgado de 1ª instancia del distrito Hospital, sumario nº 129, 1931,         [ Links ] y Archivo de Villa de Madrid (AVM), padrón municipal, 1930.

[15] F. VICENTE ALBARRÁN, "Barrios negros, barrios pintorescos. Realidad e imaginario social del submundo madrileño (1860-1930)", Hispania Nova. Revista de Historia contemporánea, 12 (2014), pp. 30.         [ Links ]

[16] M.P. GONZÁLEZ YANCI, Los accesos ferroviarios a Madrid. Su impacto en la geografía urbana, Madrid, Instituto de Estudios Madrileños, 1977.         [ Links ]

[17] Fuente: Archivo Histórico Ferroviario (AHF), D/256/10.

[18] Fuente: AHF, C/634/1-25.

[19] F. SÁNCHEZ PÉREZ, La protesta de un pueblo. Acción colectiva y organización obrera. Madrid, 1901-1923, Madrid, Cinca, 2005.         [ Links ]

[20] Fuente: Mundo Gráfico, 1918, nº 326.         [ Links ]

[21] Según la documentación judicial conservada en el AGA, un delito repetido era la existencia de redes ilegales de compra-venta de carne de animales transportados hasta Madrid en ferrocarril que no eran llevados al Matadero municipal, donde el proceso de despiece seguía un protocolo sanitario establecido. Un ejemplo de los numerosos expedientes conservados es el sumario nº179, sección Penal, del Juzgado de 1ª instancia e instrucción, distrito de Hospital de la ciudad de Madrid, por delito contra la salud contra José María Sandoval Cabrerizo, Nicanor Herrero Huerta, Salustiano Gómez Romero e Inocente Herrero Huerta, año 1912.

[22] J. MARTÍNEZ, "Cómo llegó el cine a Madrid", Artigrama, 16 (2001), pp. 25-38.         [ Links ]

[23] C. SERRANO y S. SALAÜN, Los felices años veinte. España, crisis y modernidad, Madrid, Marcial Pons, 2006.         [ Links ]

[24] N. RODRÍGUEZ, La capital de un sueño. Madrid en el primer tercio del siglo XX, Madrid, CEPC, 2015.         [ Links ]

[25] M. GARCÍA CARRIÓN, Por un cine patrio. Cultura cinematográfica y nacionalismo español (1926-1936), Valencia, Univ. Valencia, 2013.         [ Links ]

[26] Fuente: El Imparcial, 01/06/1916.         [ Links ]

[27] Fuente: La Época, 18/04/1916.         [ Links ]

[28] Fuente: Almanaque Bailly-Bailliere, 1918.

[29] Fuente: El Sol, 23/03/1920.         [ Links ]

[30] Fuente: El Sol, 24/02/1920.         [ Links ]

[31] T. ANSOLA GONZÁLEZ, "La Iglesia católica ante el lienzo de plata. Iniciativas bilbaínas para el buen uso del cinematógrafo", Zainak, 28 (2006), pp. 293-308.         [ Links ]

[32] Ibídem.

[33] Fuente: La Esfera, 07/04/1920.         [ Links ]

[34] Fuente: La Voz, 07/07/1920.         [ Links ]

[35] ANSOLA GONZÁLEZ, op.cit.

[36] B. CARBALLO, El Ensanche Este. Salamanca-Retiro: el Madrid burgués, 1860-1931, Madrid, Catarata, 2015;         [ Links ] R. PALLOL, El Ensanche Norte. Chamberí: el moderno Madrid, 1860-1931, Madrid, Catarata, 2015;         [ Links ] F. VICENTE, El Ensanche Sur. Arganzuela: los barrios negros, 1860-1931, Madrid, Catarata, 2015.         [ Links ]

[37] S. DE MIGUEL, "Las raíces de una metrópoli: el centro financiero de Madrid a principios del siglo XX", Hispania Nova, 12, 2010.         [ Links ]

[38] J. VARGAS, Madrid ante el cólera, Madrid, El Liberal, 1885.         [ Links ]

[39] F. VICENTE ALBARRÁN, "El presagio de un nuevo Madrid. El Ensanche Sur (1860-1878)", Cuadernos de Historia Contemporánea, 31 (2009), pp. 243-264.         [ Links ]

[40] C. BERNALDO DE QUIRÓS y J.M. LLANAS AGUILANIEDO, La mala vida en Madrid. Estudio psico-sociológico con dibujos y fotografías del natural, Madrid, Editor Rodríguez Sierra, 1901;         [ Links ] Ph. HAUSER, Madrid bajo el punto de vista médico-social, 2 Vols., Madrid, Establecimiento tipográfico Sucesores de Rivadeneyra, 1902;         [ Links ] C. CHICOTE y DEL RIEGO, La vivienda insalubre en Madrid. Memoria presentada al Excmo. Sr. Vizconde de Eza, Alcalde Presidente de Madrid, por el director jefe del Laboratorio municipal, Madrid, Imprenta municipal, 1914.         [ Links ]

[41] VICENTE ALBARRÁN, op.cit., 2014, pp. 30.

[42] Fuente: La Voz, 1923.

[43] Fuente: La Voz, 1923.

[44] Fuente: H. R. De la Peña en Nuevo mundo, 1927.

[45] El escándalo del campamento de mendicidad de Yeserías se prolongó en el tiempo, con numerosas polémicas, hasta el cierre definitivo del asilo a finales de la década de los veinte. Fuente: AVM, sección de Beneficencia.

[46] F. VICENTE ALBARRÁN, "La Modernidad deformada. El imaginario de bajos fondos en el proceso de modernización de Madrid (1860-1930)", Ayer, 101 (2016), pp. 213-240.         [ Links ]

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