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Estudios de historia de España

versión On-line ISSN 2469-0961

Estud. hist. Esp. vol.18 no.2 CABA dic. 2016

 

RESEÑAS

Emilio González Ferrín, La angustia de Abraham. Los orígenes culturales del islam, Córdoba, Almuzara, 2013, 495 págs., ISBN: 9788415828082.

 

La angustia de Abraham. Los orígenes culturales del islam es un diario de viaje: el diario de un viaje que nos hemos empeñado en olvidar. Es un libro de historia, sí, pero es también la historia de una historia. Frente al lector se encuentra lo infinito. Ciertamente, lo infinito tiene una historia, porque al fin y al cabo es un infinito humano. En ese infinito humano se encuentra el abismo entre el profeta y el sacerdote. El primero asciende a Moriah con una pregunta que lo atraviesa: alza la vista y se encuentra con los espacios infinitos de Pascal. El segundo desciende con un ramillete de respuestas: ha convertido a la pregunta humana por el sentido de la vida en una «costumbre ideológica» a la que da el nombre de «religión». Los interrogantes que lo conmovían se olvidan y sólo quedan ya las respuestas: el universo simbólico deja de ser un mito -científico en tanto explicación del universo- y se transforma en un ritual. El secreto de la teología es la antropología, pero esta -que le recuerda a aquella la fragilidad de sus respuestas- parece avergonzarle.

A través de sus treinta y dos capítulos -a los cuales sigue un epílogo más un valioso listado de bibliografía, sumando un total de treinta y cuatro apartados-, este «ensayo religioso-poético», como lo define el autor, despliega un cambio de paradigma en la historia de las religiones. La principal tesis del libro -construida sobre la base de dos conceptos centrales- es que las formas definidas de judaísmo, cristianismo e islam como sistemas religiosos acabados son la expresión de ciertas ideas universales más antiguas. Estos sistemas emanan de una corriente general monoteísta cuyas ideas, percepciones y sensibilidades preceden a las religiones, las cuales se justifican en dichas ideas, conteniéndolas de un modo u otro y por ende convirtiéndolas en dogmas exclusivos. Históricamente, ese proceso no detiene su ebullición, dando lugar a las tres religiones monoteístas tal como hoy son conocidas, hasta alrededor del año ochocientos de la era común.

El primer concepto central es el de «simbiosis creativa». Los sistemas religiosos no nacen solamente «en» un contexto sino que lo hacen siempre «a partir de» él, y se desarrollan en contraste, como respuesta a otros sistemas religiosos. Cuando un supuesto «otro» surge -el cristianismo frente al judaísmo, el islam frente al cristianismo y al judaísmo-, este «otro» -en realidad, una forma diferente del mismo contenido- actúa como catalizador del elemento aparentemente originario. Sin embargo, aquello que era concebido como «originario» no queda completamente definido hasta que el supuesto «otro» alcanza a su vez una existencia distinguible del primero. La idea de «transmisión» es reemplazada por la de «evolución»: no se trata de que un sistema religioso ya constituido le transmita algo a otro sistema religioso, sino que ambas trayectorias transcurren paralelamente, y solamente son distinguibles con posterioridad.

El segundo concepto clave es el de «continuidad retroactiva». Una religión determinada se define cuando establece una serie de límites a las ideas en movimiento que circulan en un medio intelectual: esos límites constituyen una ortodoxia -siempre minoritaria- frente a un conjunto de heterodoxias -mayoritarias-. Una autoridad discursiva construye una tradición, pero las definiciones son siempre posteriores y se constituyen sobre la negación de un sustrato común.

La historia de las religiones es una historia viva, dinámica. No es posible encontrar, cuando nos detenemos sobre distintos momentos históricos, el choque entre religiones ya constituidas, sino que nos vemos siempre frente a un oleaje lento pero permanente que lleva a diferentes núcleos dogmáticos a vivir en continuo roce con el contexto, hasta que el proceso evolutivo se detiene. Entonces, no parece tener sentido llevar a cabo una «historia de las religiones» en la que el judaísmo, el cristianismo y el islam se exhiban como meros restos arqueológicos. A una realidad viva, E. G. Ferrín la estudia con un método vivo, sobre la premisa de que es inoperante intentar encontrar algo propiamente «judío», «cristiano» o «islámico» hasta el momento histórico -alrededor del año ochocientos- en el que las ortodoxias religiosas se consolidan como tales.

Si «no hay nada nuevo bajo el sol», como afirma el texto bíblico, es porque en el devenir de la historia de las religiones «nada se pierde: todo se transforma». Cada religión construye para sí misma un relato en el que ella misma se presenta como una novedad. En el origen habría un corte, una diferencia: un mensaje renovado, un nuevo profeta, otra escritura sagrada. La «historia de la religión» menciona un año -el 622, por ejemplo- o un acontecimiento -el comportamiento de ʿAlī tras la muerte del Profeta-, y la «religión de la historia» la sigue. No se trata de negar necesariamente tales fechas u acontecimientos, sino de poner en cuestión su carácter fundacional. Al decir de J. Derrida, «una fecha gusta de encriptarse [pero] debe borrarse para hacerse legible». Para entender el sentido del año 622, es necesario olvidar el 622 como un acontecimiento absoluto, como un «origen». «Si [la fecha] no se suspende en este rasgo único que la ata al acontecimiento sin testigo, sin otro testigo, permanece incólume pero absolutamente indescifrable».1 De eso se trata entonces este libro: de escribir un diario de viaje -de atestiguar, un verbo tan paradigmáticamente islámico- para un viaje que se asume sin testigos.

Así, E. G. Ferrín afirma que «no hay una explicación concreta para la eclosión del islam. El islam es la explicación». El islam es la explicación del proceso histórico del que es heredero. En este devenir magistralmente reconstruido por E. G. Ferrín, un conjunto de materiales dieron lugar, en diferentes contextos históricos, geográficos e intelectuales, a las distintas formas religiosas conocidas como «judaísmo» y «cristianismo». Con el transcurrir del tiempo, una zona gris en la periferia de las crecientemente definidas proto-ortodoxias judía y cristiana fue generando los contornos de un cierto «proto-islam»: un islam aún sin Profeta y sin Corán. El islam, entonces, explica -porque hace inteligible- el movimiento que lo genera. A la vez, el islam es la explicación, en el sentido del término latino explicatio, del judaísmo y el cristianismo. Esto no implica suponer que un «sentido» subyacente en la historia debía llevar inexorablemente a la formación de un sistema religioso posteriormente conocido como «islam». Durante miles de años, la lenta erosión de la marea crea las piedras que nacen bajo los acantilados: no hay ninguna razón en el oleaje, pero él es la razón de las formas de las rocas. Sin haber sentido alguno en ese lento ir y venir de las olas, ellas se vuelven el sentido mismo de la aparente eternidad de los peñascos.

El proceso por el cual las tres ortodoxias religiosas hacen aparición eclosiona hacia el año ochocientos de la era común. Hasta ese momento, el judaísmo, el cristianismo y el islam avanzan contradictoriamente en la circunscripción de una ortodoxia a partir de un sinfín de periferias -y nunca a la inversa-. Hacia el año ochocientos, los corpus literarios de las tres religiones construyen una continuidad retroactiva para cada sistema. Así, los orígenes son «originados»: un hombre anciano que lo ha vivido todo hasta llegar al árbol donde ahora se posa, se cuenta a sí mismo un relato imaginado sobre su propia niñez. El fluir dinámico de una historia viva, contradictoria y demasiado humana, es reemplazado por un listado de nombres, fechas y acontecimientos.

Las tres «religiones del libro» surgen de un mismo origen, como decantaciones de las numerosas polidoxias abrahámicas. En ese proceso, un conjunto de ideas se configuran como lo que es posible denominar como «proto-islam»: el mínimo común denominador de las diferentes formas religiosas próximo-orientales que se desarrollan desde los años cuatrocientos a los ochocientos de la era común. Hacia ese tiempo el proto-islam deviene en el «islam». De las innumerables ideas que englobaba el primero, un pequeño número se define como la ortodoxia y la mayor parte quedan afuera del círculo, en la periferia de las heterodoxias. De modo paralelo al islam como religión, pero sin superponérsele, se desarrolla a la vez el Islam como civilización, continuación del Imperio Romano y el Imperio Persa. El Islam como civilización no surge del islam como religión, tal como suele afirmarse, sino que el primero encuentra en el segundo su justificación, y lo hace su «ideología».

Al mostrarse, las fechas ocultan más de lo que dejan ver. Las fechas, los nombres y las definiciones teológicas no tienen tiempo: no le pertenecen al profeta sino al sacerdote. El profeta rompe el tiempo, el sacerdote lo cierra. Ese es su dhikr: la repetición incesante de sus certezas. No tiene sentido ponerle una fecha al Corán -afirma E. G. Ferrín-, porque de tantas que tiene en realidad ninguna le es ajena. No hay nada en la existencia humana que no pueda ser entendido como un palimpsesto. Todas nuestras ideas, cada una de las formas que hemos construido para intentar lidiar con el cielo estrellado al anochecer: todo eso nos pertenece y nos es extraño a la vez, porque no hay nada escrito que no lo haya sido sobre lo que antes fue borrado. Nombres, fechas y textos: sólo pueden ser testigos quienes ya han olvidado. El 622 no es una fecha: son infinitas fechas. Todas ellas son el islam, porque el islam no nace en el 622: existe desde mucho antes sin etiqueta alguna; siendo lo que es sin serlo, en la corriente general de la vida humana.

La historia de las religiones es la historia del modo en que una vez los seres humanos vimos el mundo. Si la menospreciamos, simplemente perdemos de vista todo lo que tantas generaciones de hombres y mujeres pensaron, sintieron y desearon al contemplar la realidad que los rodeaba. Sin embargo, no es posible comprender esos modos de ver el mundo -en realidad, modos de estar en el mundo- si aceptamos lo que hoy en día las religiones dicen sobre sí mismas y sobre sus propias historias. Esas historias son las respuestas que construyeron los hombres al descender de Moriah, y la historia de las religiones debe encontrar las preguntas que los llevaron a ascender. Si es verdad que «el poema no desvela un secreto sino para confirmar que ahí hay un secreto»,2 recordando a E. G. Ferrín cuando afirma que «hoy no vamos tras el tesoro sino tras el mapa en sí», tal vez el primer paso en el camino sea admitir que ambos -el mapa y el tesoro- no están tan separados -o que quizás son, aún más, una y la misma cosa-.

Notas

1. Jacques Derrida, Schibboleth para Paul Celan, Editora Nacional, Madrid, 2003, p. 25.         [ Links ]

2. J. Derrida, Schibboleth para Paul Celan, Editora Nacional, Madrid, 2003, p. 40.         [ Links ]

Lucas Oro

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