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versión impresa ISSN 1666-485X

Tópicos  no.25 Santa Fe ene./jun. 2013

 

ARTÍCULO ORIGINAL

Sobre algunas ventajas en la práctica del pluralismo agonista. Comentario a "Democracia: ¿razones o pasiones?"

Federico Penelas

*Licenciado y Doctor en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires e Investigador del CONICET. Dicta o ha dictado clases en las Universidades de Buenos Aires, Nacional de Mar del Plata, Nacional del Litoral, Nacional de General Sarmiento, San Andrés, Tres de Febrero, Nacional de Quilmes y Federal de Bahía (Brasil). Se especializa en teoría del conocimiento y filosofía del lenguaje. Dirección electrónica: fpenelas@hotmail.com

 


Resumen: El comentario se concentra en la práctica del voto como mecanismo de decisión y en las estrategias de disolución de las fuerzas antidemocráticas. El que las prácticas efectivas en ambos casos no difieran parece redundar en un déficit para el deliberacionismo, el cual, a diferencia del agonismo, no puede justificar claramente dichas prácticas. A su vez, se detiene en las diferencias epistemológicas que ambas posiciones presentan.

Palabras clave: Deliberación; Consenso argumentativo; Conflicto; Motivación; Hegemonía.

Abstract: The discussion concentrates on two aspects:  the practice of voting as a decision mechanism and the strategies for the dissolution of the anti-democratic forces. The fact that effective practices in both cases do not differ leads to a deficit for deliberationism, which, unlike agonism, seems to not be able to clearly justify such practices from its theoretical position. The discussion also pays attention to the differences between the epistemological assumptions that sustain both positions.

Key words: deliberation, argumentative consensus, conflict, motivation, hegemony.


 

Pero, eso sí, los sicarios no pierden ocasión
de declarar públicamente su empeño
en propiciar un diálogo de franca distensión
que les permita hallar un marco previo
que garantice unas premisas mínimas
que faciliten crear los resortes
que impulsen un punto de partida sólido y capaz
de este a oeste y de sur a norte,
donde establecer las bases de un tratado de amistad
que contribuya a poner los cimientos
de una plataforma donde edificar
un hermoso futuro de amor y paz.

Joan Manuel Serrat, "Algo Personal"

El matiz propio de la resolución pierde su color
con el pálido velo del pensamiento.
Hans Reichenbach, "Soliloquio de Hamlet", en La filosofía científica

 

El credo metafilosófico pragmatista al que adhiero, el eslogan jamesiano "lo que no hace diferencia en la práctica no hace diferencia en la filosofía", se me ha impuesto con fuerza con motivo de la reconstrucción del debate agregacionismo/deliberacionismo/agonismo realizada por Graciela Vidiella en su trabajo. En efecto, y creo que algo de eso queda esbozado en su texto, no es fácil discernir qué tipo de instituciones políticas se verían diferencialmente fomentadas por una u otra propuesta. La misma Chantal Mouffe señala que

un enfoque agonista ciertamente repudia la posibilidad de un acto de refundación radical que instituiría un nuevo orden social a partir de cero. Pero un número importante de transformaciones socioeconómicas y políticas, con implicaciones radicales, son posibles dentro del contexto de las instituciones democráticas liberales. (...) No tendríamos que caer nuevamente en la trampa de creer que su transformación requiere un rechazo total del marco democrático-liberal1.

Incluso no veo imposible que, en el marco de las transformaciones requeridas, un agonista pudiera respaldar propuestas típicamente deliberacionistas como el "Deliberation Day" enarbolado por Bruce Ackerman.
Así, pareciera que en todo caso las diferencias prácticas no se evidenciarían a nivel de las instituciones políticas, sino, más bien, a nivel del modo en que los diversos actores políticos se insertan en dichas instituciones. Volveré sobre esto más adelante, pero quiero, sin embargo, enfatizar que en realidad es posible trazar alguna diferencia a nivel de las consecuencias institucionales entre, al menos, el agonismo y el deliberacionismo. Se trata de una diferencia práctica que ha sido ampliamente debatida en la bibliografía sobre el deliberacionismo y que, curiosamente, no aparece siquiera mencionada en el texto de Vidiella. Lo más curioso es que es la misma Vidiella la que se ocupó no hace mucho de abordar dicha cuestión. En un texto publicado en 2003, titulado "¿Es relevante votar en una democracia deliberativa?", Vidiella se ocupa de discutir una propuesta de Cicero Araujo  en defensa de la viabilidad de justificar el ejercicio del voto en el marco de las teorías deliberacionistas. El diagnóstico de Vidiella es negativo, y se intuye en el texto que su escepticismo excede a la propuesta de Araujo y se traslada al corazón del deliberacionismo. Señalaba entonces Vidiella: "¿cuál es la relevancia de las decisiones tomadas en el acto de votar si es verdad que las opciones sometidas a consulta no pueden incluir diferencias sustantivas?"2.
El problema es conocido, el énfasis puesto por el deliberacionismo en la validez entendida como fruto del consenso discursivo conduce a considerar el acto de decisión a través del voto como una interrupción de la discusión racional, única fuente de legitimidad democrática. En discusión con la misma propuesta de Araujo, Marina Velasco señala sin ambages:

El voto se justifica como el medio más eficaz para los fines políticos, cuando no es posible llegar a un consenso racional, pero por sí mismo, ni es lo que garantiza la legitimidad de las decisiones, ni siquiera es lo que indica que la decisión ha sido tomada. Cuando en una decisión colectiva hay consenso, el voto es redundante3.

En el colmo del desdén hacia la votación, Velasco menciona el procedimiento de toma de decisiones del Movimiento por la Justicia Global, según el cual no hay decisión hasta que todos los miembros de la asamblea están de acuerdo, y se cercioran, a través de diversos protocolos, de que dicho acuerdo global sea tal, para después establecer la decisión a través de un acto de silencio colectivo4. La repulsa al voto, incluido el voto unánime, es una consecuencia del credo deliberacionista que no debería sorprender.
Por el contrario, el agonismo no puede sino valorar el voto como, por un lado, el momento en que termina de expresarse el carácter político de la política y, por el otro, la instancia que desbarata el antagonismo conducente a la dicotomía amigo/enemigo. Mouffe recurre a Elías Canetti para marcar el punto al citar el siguiente fragmento de Masa y poder:

En una votación parlamentaria todo lo que hay que hacer es verificar la fuerza de ambos grupos en un lugar y momento determinados. No basta con conocerla de antemano. (...) La votación sigue siendo decisiva en tanto instante en que se miden realmente las fuerzas. (...) La solemnidad de todas estas operaciones proviene de la renuncia a la muerte como instrumento de decisión. Con cada una de las papeletas la muerte es, por así decirlo, descartada. (...) La liquidación de la fuerza del adversario es escrupulosamente registrada en un número. Quien juega con estos números, quien los borra o falsifica, vuelve a dar lugar a la muerte sin darse cuenta5.

Así, la consideración del instrumento del voto es radicalmente opuesta entre los deliberacionistas y los agonistas. Para los primeros es un elemento opcional, surgido de la mera desgracia de que la urgencia de las decisiones políticas conduzcan a que los debates deban acotarse en el tiempo, único impedimento para que termine de imponerse la fuerza del mejor argumento. Para los agonistas, por el contrario, el voto es insustituible en tanto instrumento de decisión y consolidación de la estabilidad política.
Sin embargo, dado el reconocimiento  de la inevitabilidad de aquella desgracia impuesta por el carácter perentorio de las decisiones políticas, los deliberacionistas se ven obligados a aceptar el procedimiento del voto a través de una u otra formulación de la regla de mayoría. Así, a pesar de que asume el carácter de una concesión a la facticidad, la aceptación del voto restituye la sospecha pragmatista de que no hay diferencias conceptuales entre el deliberacionismo y el agonismo. Sin embargo unos y otros se empeñan en trazar la diferencia. Veamos entonces hasta qué punto puede ser superada la homologación que traza el pragmatista.
Un primer punto de coincidencia/diferenciación atañe a la consideración misma de los acuerdos globales básicos que tanto agonistas como deliberacionistas asumen como posibilitando la política democrática. Para decirlo rápidamente, asumo que ambos grupos de teóricos aceptan la asunción del primero de los principios rawlsianos de justicia como la base inconmovible de la política en una sociedad democrática pluralista. Así, los agonistas terminan asumiendo, al modo deliberacionista, que ese consenso básico es imprescindible para el juego político democrático. El consenso, gran telos del deliberacionismo, es también para los agonistas, más allá de su perenne reivindicación del conflicto como motor de lo político, una base no ya aceptada contingentemente (como el voto por los deliberacionistas) sino asumida como práctica y conceptualmente necesaria para el desarrollo de la posterior lucha por la hegemonía. Sin embargo, este punto común asume en una y otra concepción asunciones radicalmente diferentes. Para los agonistas, dicho acuerdo es, a su vez, fruto de una lucha hegemónica y no puede ser visualizado, a la manera de los deliberacionistas, como el resultado del despliegue de los compromisos sustantivos implícitos en la racionalidad propia de la acción comunicativa. Así, para la concepción agonista, la condición del acuerdo es un desacuerdo profundo con las fuerzas políticas antidemocráticas; el consenso implica siempre una exclusión, la cual no puede ser edulcorada en términos de erradicación de la irracionalidad, tal como los herederos deliberacionistas de Habermas parecen querer presentar al tratamiento de los intolerantes.
Esta diferencia filosófica entre agonistas y deliberacionistas en sus respectivas concepciones del consenso (los primeros en términos de una insoslayable exclusión intrínseca a todo acuerdo; los segundos en términos de un ideal regulativo contingentemente vulnerado por las distorsiones presentes en las prácticas discursivas históricas) descansa en abordajes sustancialmente divergentes del fenómeno epistemológico. Para entender la diferencia apelaré al filósofo que a mi juicio ha dado los mejores argumentos en favor de posiciones cercanas al agonismo, a pesar de que los agonistas no lo consideren uno de los suyos. Me refiero a Richard Rorty.
Quienes se aferran a la idea de convergencia, según Rorty, suponen que hay algo así como una ética de la justificación que no es contextual y que entraña un compromiso universalista, de modo que la práctica de la justificación conduce a un acuerdo racional entre todos los participantes de la comunicación lingüística, siendo así posible decir que hay determinadas comunidades que llevan adelante prácticas de justificación que se alejan notablemente de los presupuestos pragmáticos que todo intercambio comunicativo idealmente supone. La convergencia es posible en tanto todo usuario del lenguaje puede finalmente asumir tales presupuestos y embarcarse entonces en intercambios comunicativos libres de dominación. El acuerdo intersubjetivo y, por lo tanto, la verdad, guían la práctica de la justificación y están idealmente garantizados en la medida en que pueden ponerse en acto prácticas que no incurran en autocontradicción performativa. "Ellos -dice Rorty, refiriéndose a los teóricos de la convergencia- ven el deseo de verdad, construido como el deseo de hacer proclamas de validez universal, como el deseo de justificación universal"6.
Frente a este tipo de sugerencias, la respuesta de Rorty es inmediata. "Davidson y yo -dice Rorty- no solemos apelar a la idea de que toda acción comunicativa contiene un llamado a la validez universal, porque esta así llamada 'presuposición' no nos parece que juegue rol alguno en la explicación de la conducta lingüística"7. A su vez, la práctica de la justificación requiere que logremos acuerdo al interior de nuestra comunidad, pero de ninguna manera requiere que el acuerdo sea universal, integrando a todo potencial interlocutor:

No hay uso del lenguaje sin justificación, no hay habilidad para tener creencias sin habilidad para argumentar acerca de qué creencias tener. Pero decir esto no es decir que la habilidad para usar el lenguaje, para tener creencias y deseos, supone un deseo de justificar las propias creencias a todos los organismos usuarios del lenguaje que nos encontremos. No todo usuario del lenguaje que se nos interponga en el camino será tratado como miembro de una audiencia competente. Por el contrario, los seres humanos usualmente se dividen en mutuamente suspicaces comunidades de justificación8.

 

El punto de interés es qué diferencia entrañan en la práctica estas dos concepciones epistemológicas y sus respectivas posiciones en torno al fenómeno del consenso. ¿Qué deberían hacer las fuerzas democráticas frente a las fuerzas antidemocráticas presentes en el mismo espacio público y dispuestas a disolver el consenso básico que torna posible la política? Seguramente las opciones que asumirían en la práctica tanto agonistas como deliberacionistas serían las mismas: la educación, primero; el combate (la prisión o la guerra), después. El punto es que dichas opciones parecen poder ser asumidas sin mayores contradicciones por el agonista, mientras que el deliberacionista tendría serias dificultades para justificarlas.
La asunción de la salida educativa requiere dar espacio en la constitución de los consensos a recursos sentimentales y pasionales, habida cuenta de que, una vez detectada la distancia comunicativa, insistir en el plano argumentativo, cuando la divergencia se da en el plano justificatorio, parece un despropósito. Sin embargo, he ahí uno de los puntos en disputa entre agonistas y deliberacionistas: los primeros han hecho del recurso a las pasiones un elemento crucial de la comprensión de lo político en tanto configuradoras insoslayables de las identidades políticas colectivas, mientras que los segundos las han rechazado sistemáticamente por considerarlas parte del juego estratégico más que comunicativo. Por su parte, el combate, asumido por el agonista como la restauración de la política antagonista fruto del fracaso de la argumentación y la educación, es pensado por el deliberacionista como la suspensión misma de la propia racionalidad en función del irracionalismo ajeno, y por ende incapaz de admitir más que una justificación de carácter instrumental, ajena a la vida política. De esta manera, la adopción de la educación y el combate en tanto dispositivos para lidiar con los antidemócratas no pueden ser vistos por el deliberacionista más que como dos formas, diferentes sólo en grado, de recaer en la mera facticidad.
Tal vez el deliberacionista podría señalar que el agonista no tiene modo de diferenciar, por un lado, la práctica conducente a excluir a los antidemócratas de, por el otro, la práctica política misma al interior de las fuerzas democráticas. El énfasis agonista en los conflictos, en la expresión de la divergencia de identidades políticas, en el despliegue de la pasión como sostén de la práctica argumentativa misma, conduce a que la búsqueda del consenso a través de la argumentación sea rápidamente abandonada para asumir otros recursos tal vez más eficaces pero seguramente también más lesivos para la validez.
Creo que esa observación no daría en el blanco. En primer lugar, la misma asume que hay un orden natural de las razones, el cual se va develando en la medida en que no seamos distorsionadores de la práctica discursiva, y que la momentánea no revelación del mismo se debe o bien a incapacidades argumentativas contingentes o bien al ejercicio de la voluntad distorsionante. Esta asunción no recoge la experiencia de que nos abocamos a debates estrictamente argumentativos aun bajo la certeza de que el desacuerdo será perenne, de que la convergencia no es siquiera un ideal regulativo (pensemos en nuestros debates entre filósofos). Dicha experiencia muestra que hay un rol crucial que juega la argumentación, que precede y excede a los propósitos de convencer al otro o de arribar a acuerdos superadores, y que radica en la necesidad de autoconocimiento, de tener una aprehensión más cabal, articulada y consciente de las propias creencias expuestas a debate.9 Una concepción en términos de apelación implícita a un orden natural de las razones que se nos escabulle permanentemente en virtud de la opacidad de nuestras meras opiniones, no es capaz de dar cuenta de ese aspecto socrático de la argumentación, y del fenómeno del mejoramiento de la articulación de redes de creencias que se produce al someter a las mismas al intercambio argumentativo con la tenacidad necesaria como para no sucumbir frente al primer embate dialéctico. No otra cosa que, lo que me gusta llamar, una "pasión doxástica" puede explicar el fenómeno de nuestras convicciones, es decir, del núcleo duro de creencias inconmovibles que necesitamos para afrontar la práctica argumentativa. Un exceso de intelectualismo fue hace más de un siglo denunciado por William James como el origen de una visión simplista de la práctica epistemológica. Las emociones están, desde el inicio, configurando el ejercicio de nuestra racionalidad. El agonista no hace otra cosa que recuperar esa enseñanza jamesiana. Su apelación a la pasión no implica un llamado al pronto abandono de la argumentación y el pasaje a diversas formas de persuasión sentimental. El punto del agonista es, más bien, que el llamado a la sustracción del elemento pasional, conduce a los sujetos políticos, individuales o colectivos, a descentrarse, a perder la identidad doxástica imprescindible para todo intercambio discursivo. Así, en virtud del reconocimiento que hace (o debería hacer) el agonista tanto del aporte de la argumentación al autoconocimiento como de la necesidad de las convicciones en tanto anclas para no derivar en el discurso, podríamos adoptar el siguiente eslogan antiintelectualista y por ende invisible para el deliberacionista: la pasión sin la argumentación es ciega, la argumentación sin la pasión es vacía.
Por otra parte, el punto de los agonistas, en especial de Mouffe, es que el juego político se da en el marco de aquel consenso básico fruto de la victoria de la hegemonía democrática. Así, el riesgo del pasaje a la violencia está descartado en la medida en que dicha hegemonía siga vigente. Según Rorty, asumir el juego democrático es asumir que el intercambio político se regirá por dos ideas: 1) se usarán palabras en lugar de presiones físicas; 2) no se usarán palabras para amenazar con el uso de presiones físicas, esto es, no se cometerá la falacia de ad baculum. Asumir el juego democrático es, pues, reemplazar la fuerza por la persuasión, estando la persuasión caracterizada por aquellos dos criterios. De esta manera, el combate queda excluido como alternativa al interior de la hegemonía democrática. Lo que parece, sí, volverse difuso es lo que diferencia a la argumentación de la mera persuasión (lo que antes denominé, con Rorty, "educación"). Pero el punto de que pueda trazarse dicha diferencia en términos universales, extrahistóricos, ajenos a las regulaciones y denuncias que realicen los propios sujetos involucrados en la práctica política concreta, parece una profesión de fe intelectualista que el deliberacionista necesita, y cuya articulación requiere de una serie de compromisos epistemológicos altamente controversiales.
Para finalizar quiero dar cuenta de una importante diferencia en la práctica entre una posición y otra. Mi punto es que el credo deliberacionista puede dar lugar a conductas políticas paradójicas que no pueden darse si se asume el credo agonista. Si esto es así, el agonismo muestra una ventaja práctica. Pensemos en el siguiente experimento mental. Supongamos un parlamento regido por la regla de la mayoría simple (recordemos que, por una razón u otra, tanto agonistas como deliberacionistas terminan comprometiéndose con ese tipo de herramientas para la toma de decisiones). Supongamos que el procedimiento de votación asegura un resultado, esto es, no puede haber empate, y lo hace asignándole al presidente del cuerpo, a la sazón representante del Poder Ejecutivo, el derecho y el deber de desempatar (asumamos que un procedimiento así es perfectamente compatible con el deliberacionismo realista, esto es, el que asume la regla de mayoría). Supongamos, a su vez, que tanto los legisladores como el presidente deben dar razones de su voto (un requerimiento especialmente esperable desde una perspectiva deliberativa). Supongamos que se debate un proyecto de ley que divide aguas en el parlamento. Supongamos que se vota y el resultado de votos a favor y en contra de la ley es un empate. Es el turno del presidente. ¿Qué puede hacer? Adviértase que su posición no es idéntica a la de los legisladores. Por ejemplo, no puede abstenerse, y, además, él sabe (cosa que no le ocurre a ningún legislador) que su voto desequilibra la situación. ¿Qué puede hacer? Hagamos abstracción en el experimento de los posicionamientos públicos del presidente, tanto en la campaña electoral como en el ejercicio previo del cargo, y por lo tanto, quitemos de la escena las posibles presiones que pueda sufrir por parte de otros o de su conciencia por votar en contra de dichos posicionamientos. ¿Qué puede hacer? Asúmase que él, como parte de la sociedad, ha aceptado las reglas del juego, las cuales incluyen la necesidad de un árbitro, lugar que ahora ocupa. ¿Qué puede hacer? Es obvio que puede votar tanto a favor como en contra, y que deberá, en consecuencia, dar razones a favor de su decisión. Lo que creo que no puede hacer sin cometer un acto paradojal es votar sustentando su voto no en razones materiales relativas al contenido del proyecto de ley, sino en la razón formal de que no ha habido consenso mayoritario en el parlamento. Sin embargo, creo que un actor político imbuido del espíritu deliberacionista que piensa lo político ligado a la pasión por el consenso terminaría probablemente actuando como el presidente de nuestro ejemplo: sustentando una decisión exclusivamente en la falta de decisión del cuerpo colegiado del cual es árbitro. Un político agonista no perpetraría nunca semejante paradoja.10

Respuesta
                                                                                  Graciela Vidiella

Aunque "el fenómeno epistemológico", tal como lo denomina Federico Penelas, se trata de un modo tangencial tanto en mi trabajo como en su comentario, él  parece darle -y probablemente con razón- gran peso en las bases teóricas que sustentan las concepciones deliberativistas y agonistas de la democracia. No es éste, por cierto, el lugar para discutir una cuestión tan compleja; sin embargo, quiero expresar algunos desacuerdos con su interpretación de las ideas de "consenso", "verdad" y "pretensiones de universalidad" en el marco de la teoría deliberativa. Me parece que ello podría contribuir a despejar ciertos malos entendidos.
Creo -como quedó reflejado en mi trabajo- que la versión exclusivamente formal de la razón pública propuesta por Habermas está en mejores condiciones que la sustantiva tanto de capturar uno de los componentes del concepto de democracia -la soberanía- como de enfrentar ciertas críticas realizadas desde una perspectiva agonista. Sin entrar a considerar las exigencias de la ética del discurso -teoría que la democracia deliberativa no tiene necesidad de asumir- las reglas de la argumentación que debe adoptar todo aquél que tenga intención de comprometerse en una discusión con sentido, se proponen como contralor de las discusiones llevadas a cabo en las situaciones reales. Aunque estas reglas señalen a una comunidad ideal de hablantes -no divorciada de toda práctica histórica, como parece creer Penelas, sino inferida de procesos de socialización cristalizados11- no se comprometen con ningún contenido sustantivo ni con la pretensión de su validez universal. No podría ser de otro modo en tanto los contenidos surgen de los contextos particulares e involucran sólo a los afectados por ellos. No hay, como se afirma, un "orden natural de razones"; éstas son dependientes de los contextos deliberativos, lo único independiente es la estructura argumentativa de la razón. Creo importante, además, tener en cuenta que lo que está en juego son cuestiones de validez normativa  y no pretensiones de verdad, de manera que el resultado de una situación de diálogo en condiciones cuasi ideales será considerado "aceptable" -no "verdadero"- hasta el momento en que se encuentren buenas razones para rechazarlo. Claro es que en la realidad los debates políticos -y filosóficos, podemos conceder- no funcionan así, o no funcionan casi nunca así, pero esto no clausura el derecho a suponer que podrían funcionar así. Éste es el criterio que el teórico deliberativo propone a la ciudadanía, por un lado, para evaluar la legitimidad de las leyes sancionadas y de las políticas llevadas a cabo por los poderes del Estado, y, por el otro, para testear la legitimidad de sus propias demandas realizadas en el espacio político. Justificar por medio de razones -aunque se trate, en palabras de Penelas, "de la justificación sólo dentro de nuestra propia comunidad, la comunidad democrática de justificación"-, requiere trazar una distinción entre razones e intereses particulares y tomarse en serio la diferencia entre convencer  y persuadir. Además, el supuesto de la racionalidad comunicativa requiere adoptar un punto de vista descentrado  que permita el ejercicio de situarse en el lugar del otro. Esto es lo que, a mi juicio, dejan de lado los agonistas cuando acusan a los defensores de la democracia deliberativa de negar el pluralismo. Por el contrario, la adopción de tal punto de vista permite dar cabida a las perspectivas culturales tan diversificadas que existen hoy día, en un mundo en el que el fenómeno de la globalización fuerza este descentramiento y demanda el esfuerzo de ampliar los horizontes de justificación y consenso hacia otras comunidades de hablantes. Creo que lo que Eduardo Rabossi denominaba, quizá en clave pragmatista, "el fenómeno de los derechos humanos"12 sirve para ejemplificar muy bien el tipo de consenso al que apunta la democracia deliberativa. No se trata de desconocer las circunstancias históricas que produjeron la Declaración Universal, ni siquiera es necesario negar las razones estratégicas que llevaron a algunos, o, si se prefiere, a todos los estados firmantes a dar su adhesión. Sólo se trata de defender la validez universal de tales derechos, y es dudoso que ello pueda hacerse sin apelar a razones a favor de intereses que la facticidad ya volvió universalizables.  Por supuesto, aceptar este punto de vista implica admitir -y esto sin desconocer el rol crucial que en la argumentación juega el autoconocimiento- que la convergencia argumentativa es un ideal regulativo entendido como un supuesto contrafáctico de las situaciones dialógicas. Sin la creencia en que alguna distinción entre verdadero y falso es sostenible, o -en directa relación con nuestro tema- que nuestros argumentos se apoyan en razones lo suficientemente buenas -por supuesto no estoy pensando en una cualidad instrumental de "bondad"- para convencer al otro, o sin la disposición a darle la razón si sus razones logran convencerme, la "pasión doxástica" perdería un aliado motivacional importante.
Esto me lleva a referirme a las pasiones. Como sostuve en el trabajo, adoptar el punto de vista de la democracia deliberativa no requiere desconocer el papel vital que juegan las pasiones no sólo en la política sino  como motivadoras de la acción humanas en todas las esferas, de manera que no encuentro que la crítica dé en el blanco en este punto. Por mi parte, en esta cuestión me siento mucho más cercana a Hume que a Kant; creo, incluso, que las pasiones -o emociones, como solemos denominarlas hoy- contribuyen a ampliar nuestros horizontes, a profundizar nuestro conocimiento del mundo, y, por supuesto, nuestro autoconocimiento, pero no creo que sea adecuado convertirlas en el foco del consenso democrático, excepto, claro está, que pensemos que todo acto de habla es un acto perlocucionario, que no diferenciemos entre manipular y convencer, y que estemos dispuestos a disolver toda validez en la facticidad que impone la fuerza de las cosas, que con frecuencia suele ser la fuerza del poder hegemónico.
En lo referente al voto, sólo puedo agregar a lo ya dicho que el deliberativismo no desconoce su legitimidad, sino que no hace del voto la única fuente de ésta. Que el único argumento para defender las decisiones y políticas que se siguen sea "la fuerza de los votos", no parece ayudar a mejorar la calidad ni a profundizar la estabilidad de los sistemas democráticos, que necesitan de una ciudadanía convencida y dispuesta a defenderlos. Y esto no es una concesión a la contingencia, sino un intento de incorporar en la contingencia las pretensiones de validez.
Según entendí, el interés principal de Federico Penelas consiste en averiguar qué diferencias conllevan estas dos concepciones a la hora de llevarse a la práctica, en especial, cuando actúan las fuerzas antidemocráticas "presentes en el mismo espacio público y dispuestas a disolver el consenso básico que torna posible la política". Su conclusión, a mi juicio completamente acertada, es que no habría diferencias: ambas alternativas recurrirían en primer lugar a la educación; fracasada ésta, al combate y, como último recurso, a la  guerra. Sin embargo, creo que se equivoca cuando afirma que la teoría deliberativista tendría serias dificultades para justificar estas prácticas: las fuerzas antidemocráticas no han consensuado el primer principio de Rawls, o, para decirlo en términos deliberativistas, no han aceptado someterse a las reglas del diálogo, por tanto se han colocado fuera del juego democrático. Por supuesto, éste es el límite de la posibilidad de búsqueda de consenso.
Finalmente, y a diferencia de Penelas, no adhiero al slogan jamesiano; creo que lo que no hace diferencia en la práctica sí hace diferencia en la filosofía porque una de las funciones que le atribuyo, reconociéndome en este aspecto heredera de una tradición que va desde Hegel hasta Rawls y Habermas, pasando por Marx, Adorno y Horkheimer, es que una de las funciones de la filosofía consiste en contribuir a la modificación de las prácticas cuando éstas son injustas.

 

 

Notas

1.C. Mouffe, En torno a lo político, Buenos Aires, FCE, p. 40.         [ Links ]

2.G. Vidiella, "¿Es relevante votar en una democracia deliberativa?", en S. Cabanchik, F. Penelas y V. Tozzi (eds.), El giro pragmático en la filosofía, Barcelona, Gedisa, 2003, p. 46.         [ Links ]

3. M. Velasco, "Democracia y decisión colectiva", en S. Cabanchik, F. Penelas y V. Tozzi (eds.), ob. cit., p. 40.

4.Ibid., pp. 41-42

5. E. Canetti, Masa y poder, en Obra Completa I, Barcelona, Debolsillo, 2005, p. 299 y p. 301.         [ Links ]

6. R. Rorty, "Universality and Truth", en R. Brandom (ed.), Rorty and his Critics, Malden/Oxford, Basil Blackwell, 2000, p. 17.         [ Links ]

7.Ibid., pp. 16-17.

8.Ibid., p. 15.

9. Trabajé este aspecto del papel de la argumentación en F. Penelas, "¿Es posible la filosofía analítica postrortiana?", en A. Cassini y L. Skerk (eds.), Presente y futuro de la filosofía, Colección Los Libros de Filo, Buenos Aires, Editorial de la Facultad de Filosofía y Letras (UBA), pp. 61-79. El argumento central en dicho artículo es una ampliación de lo desarrollado en B. Ramberg (2001), "Rorty and the Instruments of Philosophy", en M. Peters y P. Ghiraldelli Jr. (eds.),(2001), Richard Rorty. Education, Philosophy and Politics, Lanham, Rowman & Littlefield, pp. 15-45.

10. La presentación del ejemplo en términos de experimento mental no es más que un recurso retórico. El caso es real. En el año 2009, el Vicepresidente de la Nación y Presidente del Senado de la República Argentina desempató una votación en el cuerpo que presidía, votando en contra del proyecto de ley en cuestión y aduciendo como razón de su voto el hecho de que dicho proyecto no había alcanzado el suficiente consenso. El episodio dio lugar a un importante debate acerca del valor de los consensos y los conflictos en el juego político. Es por eso que su inserción en esta discusión sobre deliberacionismo/agonismo parece filosófica y políticamente pertinente.

11."Toda moral universalista depende del sostén y apoyo que le ofrezcan las formas de vida. Necesita de una cierta concordancia con prácticas de socialización y educación que pongan en marcha en los sujetos controles de conciencia fuertemente internalizados y fomenten identidades del yo relativamente abstractas. Una moral universalista necesita también de una cierta concordancia con instituciones sociales y políticas en que ya estén encarnadas ideas jurídicas y morales de tipo posconvencionales" (Habermas, J., "¿Afectan las objeciones de Hegel a Kant también a la ética del discurso?", Escritos sobre moralidad y eticidad, Barcelona, Paidós 1991).

12. Rabossi, E. "El fenómeno de los derechos humanos y la posibilidad de un nuevo paradigma teórico", Revista del Centro de Estudios Constitucionales, Nº 3, mayo-agosto 1989, pp. 323-343.

Recibido: 04/2013. Aceptado: 07/2013