Introducción: abordajes historiográficos sobre la violencia en los Andes en los siglos XVI y XVII
La documentación producida en las décadas inmediatas a 1574 cuando se fundó San Bernardo de la Frontera de Tarija, registra el ejercicio de una violencia abierta y directa sobre las poblaciones indígenas que habitaban el este de la reciente ocupación. Este territorio se encontraba en disputa en el último tercio del siglo XVI pues el dominio castellano aún no estaba asegurado en este sector oriental de Charcas (Mapa 1). En el contexto de ese avance colonizador, se prodigó sobre indígenas genéricamente llamados chiriguanaes -y desde el siglo XVIII chiriguanos- una violencia incontrastable seguida de la ocupación de sus espacios vitales. Más de veinte años después, la confección de una probanza de méritos y servicios en la ciudad de Tarija se convirtió en el estímulo para la memoria de los hechos ocurridos entonces. La lectura de esos escritos motivó estas reflexiones sobre un tipo de violencia que caracterizó a la conquista y la colonización de América, sobre todo en sus fases iniciales, pero que continuó en los espacios de frontera: la agresión abierta y armada empleada sobre la población indígena sin distinción de edades u otra condición en las llamadas campañas punitivas, expediciones de conquista, jornadas pobladoras, castigos o correrías.
Se propone un análisis de estas formas de violencia del siglo XVI que evite el anacronismo. Para ello, las descripciones sobre la violencia en la frontera de Tarija deben vincularse con un contexto social más amplio que permita revelar los fundamentos que hicieron posible este tipo de acciones para vislumbrar cómo se pensaron en aquel momento. En este sentido, se trata de realizar una crítica situada de la violencia, como ha planteado Eduardo Torres Arancivia (2016) para el caso del Perú de los siglos XVI y XVII. Tal como sostiene este autor, dentro de la línea de la historia de los conceptos inaugurada por Koselleck (2012), es necesario entender al universo mental, ideológico y religioso de quienes llevaron a cabo estos procesos y dejaron sus testimonios escritos al respecto. Siguiendo este análisis, es necesario trascender la identificación del significado de las palabras en un determinado momento histórico para reconocer la “constelación de significados y significantes” (Torres Arancivia, 2016: 47) que se articularon en torno del concepto de violencia física hacia los indígenas. Así este estudio se enmarca dentro de la historia de la cultura política del Antiguo Régimen.
Si la primera motivación para la escritura de este artículo fue el impacto producido por la lectura de las menciones explícitas a la violencia y crueldad desarrolladas en el marco de las llamadas campañas de expansión de la frontera a finales del siglo XVI, una segunda motivación fue haber corroborado la ausencia de un análisis profundo sobre esta temática en la producción historiográfica reciente. Dentro de los estudios de historia colonial considerados iniciales -de la primera mitad del siglo XX- y que mencionan o tratan directamente la cuestión del avance colonizador en el siglo XVI sobre las fronteras, la violencia desplegada en ese marco aparece como algo inevitable y propio de la época. Esta posición suele no detenerse en las expresiones concretas del uso de la fuerza directa sino considerarlas como datos del contexto y parte de la descripción de los hechos o del escenario en el cual los hechos ocurrieron. La implicancia de esta postura es la generación de la idea de la fatalidad de esa violencia en lo que se entiende como el avance -también inevitable- de la colonización europea en América. Así se termina por naturalizar la violencia que se entiende como la contracara necesaria de la civilización que invariablemente avanza a costa de la destrucción de las realidades previas. Georges Labica (2008) ha reflexionado sobre la construcción de la idea de la fatalidad de la violencia y sus implicancias para el mundo contemporáneo. Su propuesta resulta sugerente para revisar el siglo XVI pues implica demoler la idea de que las cosas no podrían haber ocurrido de otra manera y que dichas acciones eran propias de la época y, de hecho, las únicas esperables. En gran parte de las menciones -tanto históricas como historiográficas- la violencia ocurrida en las campañas de expansión fronteriza en América del siglo XVI aparece como un presupuesto subyacente entendido del modo descripto. Consecuente con la idea de la fatalidad de la violencia se produce la naturalización de las prácticas violentas ejercidas sobre los indígenas que, muchas veces, termina pareciéndose demasiado a una justificación.1 Estos planteos reproducen, en general, las categorías del siglo XVI en el siglo XX. Así, suelen considerar los violentos procesos de expansión territorial ocurridos en la conquista y colonización durante el siglo XVI como etapas sucesivas de ampliación de los límites de lo que terminarían siendo los estados nacionales a fines del siglo XIX. De este modo, el periodo de la colonización europea de América es identificado como un eslabón necesario dentro de las llamadas historias nacionales que se remontan anacrónicamente a los tiempos de la conquista. Y en esas historias nacionales, además, se suele negar el hecho de que los estados creados luego del ciclo de independencias en el siglo XIX se edificaron a partir de un proceso planificado de agresión directa sobre los indígenas, usurpación de las tierras que ocupaban y traslados forzados de poblaciones para disponer de su mano de obra (Bayer y Lenton, 2010; Lenton, 2011). Tan exitosa fue esa construcción negadora que Gustavo Verdesio (2012) analizando el caso uruguayo -aunque podría aplicarse a otros países- expresa que el mayor logro del colonialismo es haber construido y sostenido hasta la actualidad la idea -en contra de toda investigación histórica al respecto- de un país con historia europea, sin población indígena y que desconoce el hecho de que el estado nacional se construyó, también, a partir de matanzas y robo de las tierras de las poblaciones indígenas. Es de notar que estas miradas no son mayoritarias en el campo académico actual. Sin embargo, gozan de un grado de circulación importante por fuera de él. Lamentablemente, siguen siendo insumos para el afianzamiento del sentido común no académico que se reconoce, y a la vez se alimenta, en otro tipo de producciones culturales de gran circulación social -programas en medios audiovisuales, películas, fascículos de divulgación histórica que suelen venderse con los diarios y apuntan a un público general o escolar. Estas elaboraciones incluyen en pleno siglo XXI ideas racistas, más o menos disimuladas, en un discurso que pone el foco en el avance inexorable de la civilización o la modernidad, invisibilizando el despojo a las poblaciones indígenas, el modo violento en que se hizo y sus consecuencias. Es que, como lo planteó Aníbal Quijano (1992) y lo retomaron Enrique Dussel (2000) y Walter Mignolo (2010) entre otros, a pesar del fin en términos formales y generales del colonialismo europeo en América,2 subsiste un colonialismo que tiene otros formatos no tangibles pero reales y estructuradores de la realidad desde finales del siglo XV. Es lo que se denominó la colonialidad del poder; es decir, la capacidad de delinear desde una matriz colonial las relaciones sociales y también las subjetividades, en lo político y en lo económico y más allá, controlando incluso los cuerpos con las clasificaciones raciales, de género y de las sexualidades y, por último, controlando la producción del conocimiento y las subjetividades epistémicas. Este aspecto final resulta central en nuestro planteo ya que implica la definición de la manera en que se entiende el mundo y la historia como disciplina académica. De este modo, se ha garantizado una continuidad de la violencia emanada de Europa que se situó a sí misma como centro de la modernidad con periferias incivilizadas e inferiores a las que debía contribuir a desarrollar. Esta retórica de la modernidad ha generado una epistemología colonizada que naturalizó, aceptó y justificó la matriz colonial de poder vigente -aunque con trasformaciones- desde el siglo XVI. Este paradigma del conocimiento entiende que la modernidad europea tuvo y tiene una misión de reeducación universal que, en caso de no ser inmediatamente aceptada, justifica la violencia sobre los que se niegan y la vuelve necesaria, legítima y redentora.
Pero volviendo al análisis historiográfico sobre el Perú colonial en los siglos XVI y comienzos del XVII, a partir de 1970 las investigaciones identificaron las características de la implementación del sistema colonial dando cuenta de la afectación, por cierto violenta, de la vida de los colectivos indígenas andinos. Así se indagó sobre la tributación, el trabajo forzado de la mita y los servicios personales (Bouysse-Casagne, 1976; Platt, 1978; Zavala, 1978; Cole, 1985; Trelles, 1988), las reducciones en nuevos pueblos de indios (Málaga Medina, 1974 y Saignes, 1991), la configuración de un mercado colonial y la extensión de relaciones mercantiles (Assadourian, 1978, 1982), el establecimiento de los trajines (Glave, 1983), por mencionar solo algunos tópicos e investigaciones señeras. Son emblemáticos otros estudios más generales sobre el sistema colonial y su organización, como la obra de Nathan Wachtel (1971) que planteó la violenta desestructuración de la organización social de las poblaciones americanas y su aculturación. Del mismo modo, Steve Stern (1986) consideró la violencia que trajo consigo la estructuración del sistema colonial en Huamanga (Perú), así como los modos en que los curacas andinos -como representantes de sus ayllus- opusieron resistencia a la nueva realidad. Particularizando en Charcas, Josep Barnadas (1973) dio cuenta de lo que llamó abusos inscriptos en la naciente sociedad colonial y sus estructuras sociales, administrativas, económicas y políticas nacidas luego de la violenta conquista militar. En cuanto al avance conquistador inicial en la frontera oriental, las investigaciones de Thierry Saignes (1985 y 1990) y France Marie Renard-Casevitz, Thierry Saignes y Anne-Marie Taylor (1988) actualizaron los estudios al plantear a dicha frontera como permeable y definida por conflictivas y diversas relaciones interétnicas de enfrentamiento, intercambios mercantiles o alianzas, entre otras, que dieron lugar a procesos de etnogénesis, tal el caso de los chiriguanaes. En estos estudios se comenzó a deconstruir al colectivo que las fuentes denominaban con ese nombre, y que los historiadores suponían era un grupo étnico. Se identificó así el proceso de formación colonial de una categoría colectiva de connotaciones negativas que en la documentación se aplicaba a grupos de origen guaraní mestizados con los chané. En el mismo sentido, Catherine Julien (1997: 17) identificó los mecanismos a partir de los cuales se creó un relato que justificó una guerra contra los chiriguanaes, al considerarlos enemigos. En la planificación de esa guerra participó activamente el virrey Toledo y el rey Felipe II autorizó el ataque armado antes de que el virrey dejara España.3 En estos trabajos la violencia se menciona pero no como un tema en sí mismo ni se estudiaron las expansiones fronterizas como un formato específico de la violencia. Tampoco se teorizó sobre la violencia en los Andes en el siglo XVI y XVII hasta la publicación del libro de Torres Arancivia (2016).
En las últimas dos décadas, se produjo una revisión conceptual y categorial que ha dado lugar a nuevos abordajes, sobre todo acerca de las formas que asumió la violencia en las expansiones de conquista pero en el siglo XIX. Algunos de los abordajes provistos por esta historiografía estimulan la revisión de esas expresiones de la violencia del siglo XVI. Volveremos sobre este punto pero primero presentaremos las descripciones de los hechos que dieron origen a este artículo.
La frontera de Tarija: tierra asolada por los “indios chiriguanaes de guerra”4
En 1574, luego de capitular con el virrey Francisco de Toledo (1569-1581), Luis de Fuentes y Vargas fundó San Bernardo de la Frontera en los valles orientales de Tarija (Mapa 1). Como ha quedado dicho, el virrey llegó a América con varios objetivos políticos, uno de ellos fue terminar con los chiriguanaes de la frontera oriental de Charcas.
¿Quiénes eran los chiriguanaes de la frontera de Tarija sobre los que se desató la violencia española? Para esclarecer esta cuestión resultan fundamentales los estudios de Isabelle Combès (2012, 2013, entre otros) que profundizaron y ampliaron elementos esbozados por Saignes (1985, 1990), Renard-Casevitz et al. (1988) y Julien (1997). En primer lugar, chiriguanaes fue una etiqueta utilizada por los incas para designar a poblaciones a las que consideraron salvajes y que se encontraban fuera de su dominio -sobre todo en la frontera oriental pero no solamente. Restringiendo su significado, los españoles la retomaron para nombrar a migrantes guaraní hablantes que ocupaban el piedemonte andino oriental en el siglo XVI dominando -y mestizándose con- poblaciones chanés asentadas en el área.
La llegada de los grupos guaraní hablantes hasta el piedemonte no puede ser vista como una “invasión”, y mucho menos considerarse como un acontecimiento único y puntual. Fueron varias olas de migraciones y lentas llegadas en un proceso paulatino que se extendió, con seguridad, durante varios siglos. […] el flujo de migrantes se incrementó muy poco antes de la llegada de los primeros españoles […] Al llegar al piedemonte, los recién llegados habrían empezado a dominar a los indígenas de la zona, chanés de lengua arawak en su mayoría, convirtiéndolos en esclavos, tributarios o víctimas del rito caníbal. Esta era, en todo caso, la situación general que se conocía en la segunda mitad del siglo XVI (Combès, 2012: 64 y 65)
El objetivo de enfrenar a los chiriguanaes con que llegó a América el virrey Toledo respondía, como lo demuestra Combès (2013: 135), a que estos indígenas habían empezado a jugar un rol muy activo en la frontera oriental desde 1560, cuando tuvieron un verdadero empoderamiento militar y político que se materializó en el ataque a poblaciones españolas. Por eso, la capitulación con Fuentes y Vargas fue parte de un proyecto más amplio: una verdadera guerra, autorizada por Felipe II en 1568.5 La concreción exitosa de esta guerra era tan importante para Toledo que él en persona dirigió una campaña contemporánea a la de Fuentes y Vargas pero desde Tomina (Mapa 1), en los valles orientales al este de La Plata, la cual fracasó y casi le cuesta la vida al virrey (Renard-Casevit et al., 1988). Es en ese contexto que tomó forma el estereotipo negativo sobre los chiriguanaes, transformados en enemigos. Ese estereotipo negativo incluía la caracterización de los chiriguanaes como salvajes, violentos, advenedizos, crueles, indómitos, caníbales, sodomitas y afeminados (Molina 2010; Oliveto 2010; Oliveto y Zagalsky 2010; Combès 2013; Zagalsky y Oliveto 2016).
Las capitulaciones establecían los términos del acuerdo entre el virrey y el particular que llevaría adelante la fundación que, de resultar exitosa, redundaría en ciertos derechos. Las ordenanzas vigentes sobre nuevas conquistas y entradas prohibían que la corona solventara los gastos de las expediciones, de ahí la necesidad de realizar estos acuerdos para cubrir los gastos (Sánchez Bella, 1982). Fuentes y Vargas costearía la expedición que debía fundar dos ciudades. A cambio, recibiría el título de Justicia Mayor y Corregidor por seis años y también se lo comisionaría, como sucedía en estos casos, para “dar y repartir solares y tierras, chacras, huertas, estancias e caballerías e otros aprovechamientos de la dicha villa e su jurisdicción”.6
En la capitulación, la argumentación sobre los chiriguanaes como amenaza para la instalación española en el área aparece en un lugar central. Julien (1997) indica que, en general, la documentación producida bajo la administración del virrey Toledo, muestra una creciente demonización de los chiriguanaes, a la vez que una definición como enemigos de la corona. Así verifica cómo se fue gestando un discurso legitimador de la violencia al mismo tiempo que se produjo una escalada de su uso contra las poblaciones indígenas. Para construir la legitimidad necesaria, Toledo convocó reuniones en Cuzco y Yucay en 1571 y en La Plata en 1573 en las que solicitó a autoridades civiles y religiosas que respondieran un cuestionario sobre la situación de la frontera oriental de Charcas y, en particular, sobre los chiriguanaes (Combès, 2013). Las informaciones fueron concluyentes, estos indígenas eran advenedizos -es decir, ocupantes ilegítimos de los espacios orientales-, caníbales, crueles, violentos además de tener hábitos inadmisibles y pecaminosos (Molina, 2010; Oliveto, 2010). Esas caracterizaciones son las que se encuentran en la documentación elaborada en diferentes puntos del arco fronterizo oriental, como en Tarija. Durante los años siguientes a la fundación, Fuentes y Vargas realizó varias acciones represivas de diferente envergadura a las que presentaba como necesarias para la defensa de Charcas que, en sus palabras, “la infestaba la nación chiriguana con entradas, incendios y robos y muertes sin tener resistencia”.7 También hay registro de que ciertos indígenas, a los que se identifica como chiriguanaes, realizaban esporádicas acciones violentas sobre algunas estancias tarijeñas, evidenciando que esos espacios se hallaban aun en disputa (Oliveto, 2011). Las fuentes tarijeñas están plagadas de una retórica que destacaba la necesidad de terminar con los chiriguanaes. Baste como ejemplo, las manifestaciones de ciertos pobladores que en 1583 argumentaban vivir temerosos de ser heridos, asesinados o tomados cautivos para ser conducidos a “sus madrigueras” donde los mantenían vivos para ir “degollándolos y asando sucesivamente para saciar con ellos su horrible apetito de carne humana” (Comajuncosa y Corrado, 1990: 15). Como puede observarse, hay una deshumanización y una equiparación a lo monstruoso. Esta reafirmación de los chiriguanaes como otros no humanos se construyó a partir de dos figuras, por un lado la animalización -viven en madrigueras- y por otro la indicación de su canibalismo -tienen apetito de carne humana.8 Se fortalecía así la justicia del ejercicio de la violencia, pues los que vivían fuera de la ley de dios eran vistos como no humanos y como objetos de violencia legítima, sin contemplación. En el pensamiento de los europeos católicos del siglo XVI, no era la apariencia lo que hacía al humano sino el ser cristiano (Torres Arancivia, 2016: 364).
En marzo de 1583 la Audiencia de Charcas había asumido las funciones de gobierno debido al fallecimiento del virrey que sucedió a Toledo -Martín Enríquez de Almansa, 1581-1583-, y en noviembre del mismo año le había declarado también la guerra a los chiriguanaes.9 El objetivo seguía siendo avanzar sobre las tierras ocupadas por los indígenas y fundar nuevas ciudades, como modo de fortalecer las existentes. En 1584, Fuentes y Vargas ofreció solventar el gasto de organizar una entrada con 60 soldados españoles y un grupo de indígenas aliados, solicitando a la Audiencia de Charcas únicamente la munición necesaria.10 En la aceptación de la Audiencia a la propuesta hay una clara intencionalidad de destrucción y aniquilamiento ya que lo autorizó a entrar a la tierra de los chiriguanaes y “hacer en ellos el daño que pudiere”.11
Fuentes y Vargas escribió dos cartas a la Audiencia desde su campaña.12 A partir de ello, podemos reconstruir lo ocurrido en la expedición de conquista que se inició el 17 de julio de 1584.13
El 1 de agosto, los expedicionarios destruyeron el pequeño asentamiento del “cacique Tariguai” habitado por ocho personas. A dos leguas del que lideraba “don Hernando” se encontraba el pueblo del “cacique Marachiuri”, que quemaron. Aquí, erigieron un fuerte que se convertiría en base de operaciones. Su objetivo era alcanzar el pueblo y fuerte del “cacique Chiquiaca”, a quien se identifica como cacique principal.14
En los días en que estuvieron asentados en Marachiuri, los soldados y sus acompañantes indígenas debieron asegurarse provisiones y agua para subsistir. En las jornadas en que recorrían los espesos bosques para abastecerse, se toparon con unos indígenas a los que se describe como chané ataviados como chiriguanaes que terminaron pasándose a las fuerzas españolas. También se da cuenta de la existencia de piruas (almacenes) con grandes cantidades de maíz, que devastaron. Fuentes y Vargas calcula que los soldados saquearon unas 600 cargas de maíz mientras que les habían quemado en toda la campaña unas 2.000 cargas.15 La cuestión de las referencias numéricas en este tipo de fuentes es siempre controversial pues bien puede tratarse de una exageración de quien lideraba la expedición y quería enaltecerse ante las autoridades. Sin embargo, esta mención es indicativa de la intención de la hueste de destruir y de quitar la posibilidad de la reproducción de los indígenas avasallados, cumpliendo así la orden de la Audiencia de hacer todo el daño que se pudiera.
En esta primera parte de la campaña, la estrategia implementada en la entrada fue la de matar a los hombres, apresar a las mujeres y niños y quemar los poblados y cultivos. El 17 de agosto los españoles obtuvieron el resultado esperado: el inicio de un ciclo de comunicación e intercambio de bienes. Así, recibieron a dos indígenas a los que se anota como un chiriguanae y un chané que pedían iniciar un intercambio de bienes; es decir, negociaciones políticas. Al día siguiente otros cuatro chiriguanaes fueron al encuentro de Fuentes y Vargas, quien “los recibió con el mejor rostro que pudo y dio lugar a que rescatasen y dioles algunas cosas con que mostraron ir muy contentos”.16 Luego el capitán les envió dos cuartos de llama, tras lo cual acudieron a intercambiar con los españoles. Así el capitán hablaba con los indígenas el idioma de la reciprocidad que formaba parte de las alianzas o acuerdos. Esa reunión ocurrió el 19 de agosto. Contamos con una descripción detallada del encuentro. Julien et al. (1997: 245) demuestran que Fuentes y Vargas nunca consideró seriamente la posibilidad de establecer la paz con ellos sino que, por el contrario, pensaba atacarlos y que la reciprocidad descripta era una puesta en escena para hacer caer en una trampa mortal a los indígenas. En el informe se describe cómo a la señal indicada, ocho arcabuceros convenientemente instalados asesinaron a los chiriguanaes que apenas pudieron defenderse con sus arcos y flechas. Es en este punto en el que la violencia se hace explícita en el relato documental y presenta una espantosa escena de indígenas huyendo heridos, que vale la pena reproducir:
unos llevaban las tripas en las manos, cayendo muchos a trechos, y otros, los cuchillos carniceros metidos en los cuerpos, sin haber lugar de sacárselos, y otros heridos de arcabuzazos; fue el señor general siguiéndolos por la montaña con diecinueve hombres hasta tres tiros de arcabuz, llevando el rastro de sangre que dejaban por do iban.17
En esta emboscada, apresaron a varios indígenas y dos caciques: Saireca y otro cuyo nombre no se anota pero se dice que era hermano de Coyonbaio. Al día siguiente, un anciano se presentó ante Fuentes y Vargas para saber de sus caciques e informó que el día anterior habían muerto ocho principales.
El 25 de agosto, los conquistadores se dirigieron hacia el pueblo de don Hernando, al que se ubica en el río Grande.18 A pesar de la defensa que opusieron los chiriguanaes, los españoles lograron vencerlos e incendiar el asentamiento. El 30 de agosto se realizó otra emboscada, cuyo resultado fue el apresamiento de un indígena que les informó que en los episodios en el pueblo de don Hernando había muerto Taribay, hijo del principal Caraipuco y Maricare. En respuesta a los informes enviados por Fuentes y Vargas, el Licenciado Juan López de Cepeda, presidente de la Audiencia de Charcas, felicitó al capitán por haber utilizado la traición y la emboscada para conseguir la victoria (Julien et al., 1997: 248-250).19 Estas estrategias por las que se felicitaba al conquistador son las mismas que el propio Fuentes y Vargas esgrimió en su probanza de méritos y servicios como argumento acusatorio de los chiriguanaes y fundamento para la realización de estas expediciones de conquista.20
Luego de “correr la tierra” en la búsqueda sin éxito del cacique Chiquiaca, la hueste se topó, el 8 de septiembre, con 200 chiriguanaes que el “cacique Marapaco de Tomina” había enviado en ayuda. Su aparición demostraba a Fuentes y Vargas que el factor de Potosí, Juan Lozano Machuca, no había llevado adelante su campaña hacia Tomina como había sido acordado (Julien et al., 1997: XXV).21 Luego de este enfrentamiento del que salieron airosos, los castellanos continuaron su recorrido.
En la probanza complementaria de méritos y servicios de Fuentes y Vargas varios testigos se refieren a lo acaecido en la campaña. En ella mencionan los sucesivos “encuentros” con los chiriguanaes. Es recurrente el uso del eufemismo “encuentro” como lenguaje encubridor que designa a las persecuciones de españoles, convenientemente pertrechados con armas de fuego y vestimenta defensiva, a hombres, mujeres y niños que trataban de huir. Así, un testigo afirma que con esas acciones pudieron “hacer mucho servicio a dios” porque
las indias que iban huyendo por el monte dejaban a sus hijos a vera del rio o en el monte y que los soldados e indios los traían niños de teta y que por mandato del dicho general se bautizaron y murieron […] y los que eran un poco más grandes murieron […] donde todo esto fue. 22
En esta descripción se verifica nuevamente el uso del lenguaje encubridor a partir del uso de “murieron”. Aclara el testigo que los indígenas, “quedaron tan escarmentados que no osaban ni se atrevían a cometer semejantes desvergüenzas”.23 ¿Cómo interpretar el estereotipo de salvajes y violentos que pesaba sobre los chiriguanaes mientras la hueste conquistadora se ufanaba de una matanza de hombres, mujeres, niños y bebés que se describía tan vívidamente? No se trata de una contradicción o patente hipocresía sino de la justificación en el marco del pensamiento político religioso de la época en la que si los indígenas se oponían a ser conquistados y, de ese modo, rechazaban a dios, la violencia quedaba habilitada y se podía ejercer sin remordimientos y sin cometer pecado pues los receptores de dicha violencia habían quedado voluntariamente fuera de la humanidad de dios (Torres Arancivia, 2016). Es decir, eran responsables del castigo que estaban recibiendo. De hecho, el permiso explícito para ejercer sobre ellos una violencia sin miramientos ni límites con que arribó Toledo a América se basó en que “habiendo vos usado de todos los medios humanos para reducir estos indios al servicio de dios y nuestro, y no lo queriendo ellos hacer, les podáis hacer guerra hasta reducirlos”.24
Según lo certifica el escribano público, Diego Rodríguez, el 17 de octubre de 1584 se dio por concluida la campaña contra los chiriguanaes cuando las tropas ingresaron a Tarija. Todos los españoles retornaron y sólo cuatro habían resultado heridos por los flechazos enemigos.25
En 1586 el fundador de Tarija realizó otras dos entradas, aunque de menores proporciones. La primera duró veinticuatro días, también con nefastas consecuencias para los chiriguanaes. Sobre la segunda es poco lo que se puede precisar pero confirmamos su existencia. Durante la primera entrada un grupo de cincuenta soldados partió de Tarija el 29 de julio dirigiéndose a la misma zona en la que se había desarrollado la campaña de 1584. Esta vez montaron el campamento en el último pueblo conquistado, el del cacique Hernando. Desde allí, conquistaron y quemaron varios pueblos. Como consecuencia, los chiriguanaes fueron obligados a retirarse al río Grande.26 La hueste retornó el 21 de agosto, diez soldados habían sido heridos y dos de ellos murieron. A su regreso, Fuentes y Vargas informó a la Audiencia de Charcas que si hubiera contado con los recursos humanos necesarios podría haber exterminado a los enemigos en una campaña de unos cuatro o cinco meses. En vistas de la enorme cantidad de indios que habían matado, calculaba que no podría quedar mucha población indígena para matar y apresar.27 Se reafirma así nuevamente que el proyecto de Fuentes y Vargas proponía, lisa y llanamente, el exterminio de la población indígena de esa franja del oriente tarijeño, no hay duda de la intencionalidad de sus acciones.
A dos meses y medio del retorno se realizó otra expedición cuyo itinerario desconocemos. Las cartas de poder y testamentos realizados por vecinos de Tarija, algunos de ellos primeros pobladores como Antonio de Esquete, refieren a ella como “jornada contra los indios cimarrones de la cordillera”.28
Recapitulando, la entrada de 1584 llevó a Fuentes y Vargas y su gente durante tres meses hacia lo que consideró “el riñón y fuerza de todos los chiriguanaes, donde es curaca principal Chiquiaca” realizando matanzas, apresando y quemando poblados, cultivos y almacenes de maíz, obligando a los indígenas que escaparon con vida a replegarse tierra adentro.29 Además, según informa Fuentes y Vargas, en los enfrentamientos habían sido asesinados por lo menos ocho principales, no hay datos para calcular el resto de los asesinados. Asimismo, afirma que habría sido más grande el daño que podrían haberles causado de no ser por la falta de coordinación entre sus hombres y los de las otras dos columnas que organizaban desde la Audiencia de Charcas (Saignes, 1983). La hueste de Fuentes y Vargas regresó victoriosa en cuanto a la aplicación de su capacidad destructiva, no obstante no haber logrado fundar otro poblado. En 1586 se realizaron dos campañas menores en la que los españoles quemaron, por lo menos, tres pueblos más incluyendo el del cacique Chiquiaca.
La violencia en las jornadas punitivas y algunas posibilidades de interpretación desde el siglo XXI
Los hechos descriptos interpelan acerca del modo de dar cuenta de los relatos sin caer en anacronismos pero, a la vez, asumiendo una postura crítica frente a los avasallamientos, matanzas y violencia sistemática ejercida contra las poblaciones indígenas. Pues, en palabras de Bartolomé Clavero (2002: 81)
¿Cómo vamos a ignorar los datos más precisos no solo de una destrucción preterintencional, sino también de un expolio deliberado, cuyas secuelas siguen pesando severamente sobre las espaldas de la humanidad antes y ahora afectada?
Esta pregunta evidencia que, aun considerando hechos del siglo XVI, se plantean cuestiones del presente sobre las cuales quienes investigamos la historia tenemos algo que decir. Pues, como expuso el propio Clavero “la historiografía es otra forma, la única a veces, de enjuiciamiento. Lo es siempre aunque casi nunca se admita” (Clavero, 2002: 12). En un contexto de repolitización social como el que estamos viviendo en gran parte de América, las poblaciones indígenas, a través de sus organizaciones, hacen oír sus reclamos y plantean a los investigadores ser incluidos en la construcción del saber histórico. Al mismo tiempo, reclaman a los estados nacionales reparación por las situaciones de injusticia en la que viven y han vivido históricamente. En esto también tienen un papel por jugar las investigaciones históricas y se espera que contribuyan a la visibilización y la desnaturalización de los despojos y las violencias a las que fueron sometidos los nativos del continente. Al mismo tiempo, llamar la atención acerca de los modos en que estos hechos fueron narrados y son recordados en el presente; es decir, analizar el modo en que fueron construidos simbólicamente para ser legados a la posteridad.
Como ya se mencionó, en la producción historiográfica sobre la violencia en las campañas conquistadoras en la América colonial se encuentra un patrón bastante marcado: los abordajes sobre este tópico se concentran en el análisis de la coyuntura de las primeras décadas de conquista y colonización en el siglo XVI -tanto del Caribe como de México y posteriormente el Perú. Además, se liga fuertemente a los debates demográficos y a la cuantificación de la caída poblacional (Sánchez Albornoz y Moreno, 1968; Wachtel, 1971; Cook, [1981] 2010). El tema vuelve a tener protagonismo en el estudio de los procesos de formación de los estados nacionales y la disputa territorial con los indígenas de las fronteras en el siglo XIX -mencionamos, como ejemplos de una lista mucho más amplia a Bayer y Lenton (2010); Delrio, et al. (2010), también Lenton (coord.) (2011).30
¿Cómo dialogar con una bibliografía abocada a un contexto tan diferente? La primera cuestión a sortear es la del anacronismo en la interpretación de la violencia. Si bien en el siglo XVI no existió un tratado político específico sobre la violencia hacia los indígenas, el tema de la violencia fue abordado en la tratadística y en otras producciones escritas (Torres Arancivia, 2016). Claramente, la idea de la violencia física ejercida legítimamente sobre otros formaba parte del universo conceptual de la cultura política de la época. De acuerdo a la investigación de Torres Arancivia (2016: 148) sobre el significado de la violencia en la cultura política del Perú en los siglos XVI y XVII, esta se definía, conforme a la tradición grecolatina y bíblica, como la desviación de la natural inclinación de las cosas. Es decir, la violencia era la fuerza que corrompía el orden natural del mundo, un orden emanado de dios y dentro del cual las relaciones humanas se hallaban determinadas por la justicia divina.
Efectivamente, consultado el diccionario de Sebastián de Covarrubias de 1611, se encuentra que la conceptualización de la violencia y lo violento existían claramente y en asociación con la idea de conquista. Así se define violencia como “la fuerza que se hace a uno”, violento como “todo lo que hace con fuerza, y contra la natural inclinación” (Covarrubias, 1611: 2º parte, f. 75r.). A su vez, el mismo diccionario presenta como una de las acepciones de jornada a “la expedición de algún ejército que va a parte determinada para pelear” (Covarrubias, 1611: 1º parte f. 49v.) mientras conquistar sería “pretender por armas algún reino” (Covarrubias, 1611: 1º parte f. 232v).31 Es decir que los términos conllevaban idea de violencia física.
Si existía en la sociedad europea cristiana trasladada a América de los siglos XVI y XVII una concepción sobre la violencia legítima como fuerza física ejercida sobre otros, la pregunta que interesa responder es en qué casos se consideraba legítimo recurrir a ella y, en particular, para aplicarla sobre los indígenas de la frontera. Como ha quedado explicitado, la legitimidad estaba dada por el rechazo a dios y al rey. Torres Arancivia (2016) deja bien en claro cómo se normativizó la legitimidad del ejercicio de la violencia sobre los indígenas a partir de la creación de un otro como merecedor de la violencia, y en ello el lenguaje jugó un papel preponderante. En tanto expresión de un pensamiento político y religioso, determinaba que había dos clases de indígenas: los que formaban parte de la humanidad al pertenecer a la cristiandad y los que no pertenecían.
En 1537 la bula del Papa Paulo III afirmó que los indígenas eran humanos provistos de razón y entendimiento, que no estaba permitida su esclavitud y que se les debía enseñar el cristianismo. Pero fue clara también en señalar que los pueblos que rechazaban a Cristo estaban perdidos. La humanidad estaba constituida por los que creían en dios y quienes no lo hacían eran no humanos y sobre ellos era legítimo ejercer la violencia, sin infringir la religión y la ética. Así el prójimo era humano y los otros eran -según el caso- paganos, gentiles, idólatras, infrahumanos y/o animales (Torres Arancivia, 2016: 366 y 367).
Por su parte, los debates en las juntas de Burgos (1512) y Valladolid (1550-1551) dejaron establecida la libertad de los indígenas así como la prohibición del maltrato, limitándose también las llamadas guerras justas a aquellas que se hacían contra indígenas que se oponían a la evangelización o atacaban a indios cristianizados, también contra los que impedían el comercio o el libre tránsito. Por último, se autorizaba ante la necesidad de destituir un cacique tiránico (Torres Arancivia, 2016: 381). Como se sabe, estas juntas se convocaron como consecuencia de las denuncias sobre el abuso, el maltrato y las violencias a las que eran sometidos los indígenas cotidianamente por parte de variados agentes coloniales, que a su tiempo hicieron los frailes Antonio de Montesinos y Bartolomé de las Casas. Derivadas, entonces, de estas juntas, las Leyes de Burgos (1512) primero y las Leyes Nuevas (1542) luego consagraron los derechos de los nativos, siempre y cuando aceptaran formar parte de la humanidad de Cristo, al tiempo que habilitaron la posibilidad de realizar guerras de conquista contra los que no lo aceptaban.
De manera tal que cuando se produjo la conquista de los valles orientales de Tarija, los indígenas evangelizados eran considerados humanos -aunque disminuidos e incompletos pues no habían alcanzado la civilización. Pero los indígenas que renegaban de la conversión eran de un estatus diferente: un sujeto infrahumano y merecedor de la violencia.
A tono con una prédica general de la monarquía que impulsaba -por lo menos discursivamente- el buen trato con los indígenas cristianizados pero avalaba el uso de la fuerza contra los que se negaban a serlo, en 1573 el rey Felipe II promulgó las Ordenanzas de descubrimientos, nuevas poblaciones y pacificación en las que desde un tono lascasiano dejaba de hablar de conquista y se planteaba la ocupación de los territorios de manera pacífica y se afirmaba la ilegitimidad de hacer la guerra a los indígenas como método para asegurar el dominio en América (Sánchez Bella, 1982). En las ordenanzas ponía énfasis en la evangelización indígena y no en la ocupación de sus territorios; sin embargo, justificaba el uso de la fuerza en términos defensivos y de necesidad ante la negativa indígena de aceptar el mensaje divino. Estas ordenanzas recuerdan los lineamientos del conocido documento que desde 1513 avalaba la guerra justa, a través de una fórmula legalista de una eficacia notable para eliminar cualquier remordimiento de los conquistadores: el requerimiento que se utilizó en la conquista de lo que luego serían México, Colombia, Perú, Río de la Plata y Kansas. Este dispositivo lingüístico requería a los infieles que aceptaran el cristianismo y la autoridad del rey. De no hacerlo, la violencia estaba avalada (Torres Arancivia, 2016). Como queda dicho, estos dispositivos discursivos -Leyes de Burgos y Nuevas, Requerimiento y Ordenanzas de nuevos descubrimientos- se basaban teóricamente en la paz e incluso en el amor pero habilitaron mecanismos legítimos y concretos del ejercicio de la violencia y la conquista (Rabasa en Boccara, 2005).
Entender a ciertos grupos humanos como sujetos pasibles de ser violentados no fue en modo alguno una creación del siglo XVI, ya que esa idea tenía una importante profundidad temporal. La legitimación de la violencia provenía de una construcción simbólica que trascendía a la monarquía y que incluía una subjetividad en la que era lícito violentar a otros definidos como inferiores, no humanos, animales, enemigos o bárbaros. En este sentido, la violencia física ejercida sobre determinados colectivos humanos fue antecedida por una discursividad afianzada en la mentalidad de la época, en la que el sujeto a violentar fue construido negativamente quebrándose cualquier posibilidad de empatía con él. En efecto, ese otro se visualiza como merecedor de la fuerza en su contra, incluso se lo responsabiliza por la opresión recibida (Torres Arancivia, 2016).
Esta construcción de la otredad negativa como paso previo al ejercicio de la violencia no fue, tampoco, privativa de la frontera de Charcas de los siglos XVI y XVII. Ni siquiera de los primeros dos siglos del sistema colonial americano. Retomar algunos de los análisis sobre otras coyunturas permitirá repensar la frontera oriental de Tarija en el siglo XVI. Desde el comienzo del siglo XXI se produjeron en el campo de la historia del derecho análisis clave para comprender la violencia de la conquista y la colonización americanas y, como se dijo, se han publicado investigaciones sobre las violentas campañas contra las poblaciones indígenas protagonizadas a fines del siglo XIX por los ejércitos de los estados nacionales en formación, en particular para el caso argentino. También se realizaron análisis desde la antropología histórica sobre la violencia masiva ejercida desde instituciones estatales sobre poblaciones indígenas a lo largo del siglo XX (Trinchero, 2006; 2009). En esas investigaciones se da cuenta, aunque con matices, de los procesos ocurridos en términos de genocidio. Sobre la aplicabilidad de este concepto en las diversas coyunturas temporales y geográficas en América podría escribirse una tesis completa y este es un ejercicio mucho más acotado. Sin embargo, se señalan algunas cuestiones particularmente relevantes. En primer lugar, hay que distinguir que hay una definición jurídica de genocidio y otra histórico-sociológica (Feierstein, 2005; [2007] 2011). La definición jurídica de genocidio tiene su propio derrotero en relación al desarrollo del derecho penal internacional, el cual debe su existencia al debate abierto luego de la Segunda Guerra mundial y que terminó por construir una definición de genocidio en las Naciones Unidas en 1948.32 Posteriores asesinatos masivos en Argelia, Vietnam, Camboya, Ruanda, Yugoslavia, etc., así como la reflexión sobre hechos ocurridos con anterioridad como el genocidio armenio, contribuyeron a reavivar esos debates. Este aspecto jurídico más que interesante excede los límites de este artículo por lo cual nos concentraremos en la cuestión de la definición histórico-sociológica, que nos permitirá pensar en términos de genocidio sin caer en un anacronismo derivado de la inexistencia de dicha conceptualización en los siglos XVI y XVII. Feierstein (2005), que ha estudiado sobre todo el genocidio nazi y el perpetrado en Argentina entre 1976 y 1983, reserva el uso de genocidio para el campo jurídico y propone la utilización de “práctica social genocida” como herramienta para el estudio histórico de casos de genocidio moderno. El autor considera al genocidio como la “matriz oculta de la modernidad” (Feierstein, [2007] 2011: 110), presente a partir de 1492 pero característica, sobre todo, de los siglos XIX y XX. En su propuesta se pone el acento en las prácticas sociales previas y posteriores a las matanzas en sí mismas y eso es lo que nos interesa resaltar. Lo central no sólo es la idea del aniquilamiento -total o parcial- de las poblaciones sino los tipos de legitimación a partir de los cuales se logra el consenso social hacia la violencia contra un grupo y las consecuencias que produce, no sólo en los grupos victimizados sino también entre los perpetradores y testigos o contemporáneos de los hechos. Así el genocidio es una práctica y un proceso y no un hecho puntual -por eso no es sinónimo de matanza, aunque puede incluirla. Proceso que además tiene una realización simbólica; es decir, que paralelamente al aniquilamiento, o intento de aniquilamiento de un grupo social, se produce otro proceso en el campo de lo ideológico: la realización simbólica de las prácticas sociales genocidas que generan en la sociedad los efectos que buscaban al llevar a cabo materialmente las matanzas (Feierstein [2007] 2011: 237). Así, se justifican los hechos, se culpabilizan a las víctimas y se exculpa a los perpetradores. Esta noción pone el foco en la construcción de la memoria de los hechos y en la circulación social de los relatos de lo que ocurrió, aún muchos años después, sus razones y su legitimidad. Desde este punto de vista es posible redimensionar las narraciones sobre lo ocurrido en las campañas tarijeñas ya referidas. Hemos visto cómo, lejos de ocultarse las masivas y violentas acciones represivas que sin miramiento se perpetraron sobre los indígenas de toda condición, se detallan para describirse como heroicas, necesarias e inevitables para garantizar el triunfo de la humanidad, entendida como la formada por los hijos de dios.
En este sentido, vale la pena considerar la pertinencia de la idea de práctica social genocida en el contexto de la expansión a la frontera oriental de Charcas en el siglo XVI. Porque así considerada implica deconstruir la preparación de los hechos, la legitimación y el consenso generado de ciertas prácticas violentas que distan, como demostramos, de haber sido espontáneas o efectos no deseados.33 En palabras de Feierstein ([2007] 2011: 99), se construyó un otro colonial a partir de un modelo de negativización que terminaría en una propuesta de aniquilamiento como solución para la infección que amenazaba desde un exterior social definido en términos simbólicos. Como ya referimos, la idea de la infección está presente en el caso tarijeño cuando Fuentes y Vargas afirma que a Tarija “la infestaba la nación chiriguana con entradas, incendios y robos y muertes sin tener resistencia”.34
Diana Lenton (en Aranda, 2011 y Lenton, 2014) plantea una serie de elementos que permiten definir en términos de “genocidio generador” lo ocurrido en la llamada “conquista del desierto”. Se basa en la propuesta de Feierstein ([2007] 2011: 99) de considerarlo como una experiencia de “genocidio constituyente” que caracterizó los procesos de formación de los estados nacionales. Como se expuso más arriba para el caso de la expansión al oriente tarijeño algunos de los elementos que Lenton identifica como parte de esas prácticas sociales genocidas en el siglo XIX: una justificación previa de la violencia organizada y planificada a partir de la constitución de una diferencia estructural con los receptores de la violencia bajo el formato de la deshumanización; una intencionalidad de destrucción del otro por violencia directa y/o acciones que impedían que el grupo pueda subsistir materialmente -por ejemplo la destrucción de su sustento, cosa que identificamos en las campañas tarijeñas-; un ataque a poblaciones civiles y desarmadas incluyendo mujeres y niños, la construcción de un relato posterior que legitima lo ocurrido e invisibiliza a los responsables y perpetradores. Hay otro aspecto que apenas se ha esbozado en la descripción de la campaña de 1584, y cuya investigación sería importante profundizar; esto es, el destino de los chiriguanaes de distintas edades que fueron apresados. El impedir la reproducción del grupo al desvincular a sus miembros por la separación forzada para ser incorporados como mano de obra en propiedades españolas es una hipótesis a considerar.
Según ha reseñado la misma autora, algunos investigadores prefieren utilizar el término etnocidio para referirse a lo que ella llama genocidio contra los pueblos originarios en el siglo XIX. Para quienes abonan a este enfoque, el genocidio sería aplicable a casos de extinción física mientras que etnocidio daría cuenta de procesos de “acabamiento cultural”; es decir, que pone el eje en la violencia simbólica (Lenton, 2014: 41). Sin embargo, para Lenton genocidio y etnocidio señalan procesos complementarios o concurrentes, entendido el segundo como la eliminación de ciertas pautas culturales más que la eliminación física Pero el problema es que al focalizar en la idea de etnocidio, “los responsables quedan ocultos detrás de una cadena de hechos que se presentan como inevitables” (Lenton, 2014: 42). En el mismo sentido, Clavero ya había señalado la existencia de una serie de términos alternativos que evitaban nombrar el genocidio y, de ese modo, eludían la aplicabilidad de la convención de las Naciones Unidas de 1948, contribuyendo a negar el genocidio (en Lenton, 2014). No obstante, Clavero (2008a: 32) señaló que “el etnocidio es el genocidio de los pobres, el genocidio que se niegan a ver las potencias internacionales e incluso las mismas Naciones Unidas.” Admite que, en algún sentido, el concepto de etnocidio permitió hacer perceptibles las políticas genocidas que han sido prácticas habituales por parte de los colonialismos, europeo primero y de los estados independientes después. De este modo, confronta con las posturas teóricas reduccionistas sobre el genocidio que lo identificaban únicamente con la shoa; es decir, con el asesinato de seis millones de judíos en campos de concentración a manos de los nazis. De todos modos, el autor (Clavero, 2008b; 2011) aboga por la utilización del concepto de genocidio para los casos actuales, tanto como para los de la América colonial y de los estados independientes, como forma de evitar la idea de fatalidad de los hechos y, consecuentemente, el reconocer las responsabilidades por su perpetración así como la búsqueda de una reparación. A quienes lo acusan por sostener una mirada anacrónica, el autor responde que
Entendemos mal o no entendemos en absoluto aquella realidad pretérita si nos empeñamos en proyectar anacrónicamente categorías actuales, pero comprendemos peor la prosecución histórica y pésimamente ya nuestra propia responsabilidad si no establecemos conexión sobre la discontinuidad (Clavero, 2002: 93)
Un aspecto que interesa recalcar de la propuesta de Clavero (2008a) es que matanza y genocidio no son sinónimos. Tanto es así que puede haber genocidio sin eliminación de vidas humanas, porque hay genocidio cuando se impide la reproducción del grupo como tal, cuando hay intención de destruir total o parcialmente por medios que no necesariamente implican la muerte, por ejemplo si se atenta contra la posibilidad de un grupo de vivir de acuerdo a sus propias pautas culturales y si se atenta contra su integridad mental, como lo define el inciso b del artículo 1 de la Convención de 1948. Sucede que lo que se busca es quebrar, destruir la identidad de un grupo y no necesariamente su existencia física.
Por último, en la discursividad colonial plasmada en las fuentes escritas la utilización de la palabra “guerra” es una constante. Así los chiriguanaes son “indios de guerra”, “chiriguanaes de guerra” y “enemigos”. La asociación entre las prácticas sociales genocidas y su legitimación en el marco de un discurso sobre la guerra fue analizada por Trinchero (2006; 2009) para dos casos ocurridos en la Argentina en la primera mitad del siglo XX. La particularidad es que la guerra dentro de la cual se producen las prácticas genocidas no se da entre dos estados sino dentro de un estado nación, que ataca a poblaciones internas que previamente se configuran en los relatos como enemigas y amenazantes para la nación. Si bien es claro que el contexto histórico es diferente pues no existía un estado nación en los procesos descriptos del siglo XVI en la frontera de Tarija, resulta comparable la elaboración discursiva que naturaliza una violencia que se presenta como legítima en esos términos. De alguna manera el caso de la estereotipación negativa de los chriguanaes y la violencia ejercida sobre ellos, entendida en términos de guerra como mecanismo legitimador, forma parte de la genealogía moderna de las prácticas sociales genocidas de los siglos XIX y XX. La propuesta no es anacrónica porque no implica utilizar criterios de los siglos XIX o XX para aplicarlos mecánicamente al XVI sino comprender que en el siglo XVI está la génesis de procesos sociales que cristalizaron varios siglos después.
Conclusiones
Recapitulando, en este artículo se propuso contextualizar y problematizar la conceptualización de la violencia hacia los chiriguanaes, poblaciones indígenas que habitaban la frontera oriental de Tarija a fines del siglo XVI. Según quedó registrado en la probanza de méritos y servicios del fundador de la ciudad y en otra documentación del Archivo Histórico de Tarija, diez años después de la fundación se realizó una campaña que durante tres meses arrasó con asentamientos y cosechas almacenadas pero, sobre todo, asesinó a las poblaciones sin distinción de edades o condición, aunque también resulta evidente que se buscaba eliminar a determinadas autoridades indígenas. Dos años más tarde, en 1586, se realizaron otras dos expediciones de menores proporciones pero igualmente destructivas. A pesar de que la retórica de la época habla de guerra, en la mayoría de los casos no se trató de enfrentamientos armados sino de matanzas y emboscadas. Los sobrevivientes fueron apresados y resta investigar qué ocurrió con esas mujeres, jóvenes y niños que fueron llevados a la ciudad y sobre los que la documentación revisada hasta ahora no informa en absoluto. La supuesta guerra contra los enemigos de la fe y la corona se presentaba como la única opción posible para terminar con la infección y la inseguridad fronteriza que personificaban los enemigos chiriguanaes. En la creación mental y discursiva de los protagonistas peninsulares de estos acontecimientos las poblaciones indígenas eran responsables por la violencia recibida pues voluntariamente se habían apartado de la humanidad al rechazar a dios y a la corona. El resultado fue un puñado de españoles heridos, cientos de indígenas asesinados, seguramente muchos más fueron apresados y los que lograron escapar se replegaron tierra adentro.
Esta investigación buscó introducir esos hechos dentro de un proceso más amplio y se propuso indagar en las herramientas teóricas que pudieran dar cuenta de los procesos estudiados. Por eso se revisaron procesos estructuralmente similares en un contexto temporal anterior -inicio del siglo XVI con las primeras décadas de conquista- o posterior -en el siglo XIX con la consolidación de los estados nacionales o en el XX con estados nacionales consolidados- en los que se utilizaron categorías como carnicería, matanza, etnocidio o genocidio. El debate de estas cuestiones se vuelve importante porque, como plantearon otros investigadores, “La historia no se escribe en el cielo puro de las ideas” (Boccara, 2013: 529). No es lo mismo exponer, colonialismo intelectual mediante, desde un paradigma fatalista, las campañas contra los chiriguanaes del este de Tarija desde la idea de la inevitabilidad del avance violento, como se hizo durante gran parte del siglo XX, que considerar a la violencia ejercida en la frontera del sur andino en el siglo XVI y XVII como prácticas sociales genocidas planificadas en el marco del colonialismo. Optar por alguna de estas posibilidades, sitúa a quien investiga en el presente planteando la desnaturalización de la historia, explicitando los legados coloniales que persisten en la actualidad para, como propone Verdesio (2012) entre otros, dejar de reproducir desde el saber académico la subalternidad y la desigualdad.
Es en ese sentido que este artículo analiza las campañas contra los chiriguanaes de la frontera de Tarija en el siglo XVI como prácticas sociales genocidas, visibilizando la violencia física que hasta ahora se desdibujaba dentro de las descripciones y análisis sobre la expansión colonizadora castellana. Por el mismo motivo, interpreta estos hechos dentro de un proceso más amplio que los contiene y explica y que involucró, previamente a las campañas militares, la construcción de una otredad negativa a destruir como modo de preparar la legitimación de los hechos, a la cual además se responsabilizó por la violencia recibida habida cuenta de su negativa a someterse a dios y al rey como su representante, ocultando las responsabilidades de los perpetradores. Como parte de estas prácticas sociales genocidas, se construyó posteriormente una memoria de los hechos en la cual las víctimas y las consecuencias para ellas están totalmente desdibujadas, elaborándose un consenso con los resultados de las campañas en términos de aceptación de lo inevitable. Además, los efectos negativos para las poblaciones chiriguanas continuaron de la mano de la separación de los sobrevivientes que fueron desvinculados de sus grupos de origen y de sus territorios, trastocando su identidad y evitando la continuidad de su reproducción social como grupo.
Tomando las apreciaciones que Sinclair Thomson (en Rivera Cusicanqui, 2010: 8) introdujera en el prólogo al libro que contiene los ensayos escritos por Silvia Rivera Cusicanqui en la década de 1990, diría que se trata de un comienzo para convertir la “enfermedad del asco” dentro de una perspectiva crítica que es historiográfica y política. En el caso de la autora, el asco lo provocaba la realidad política de Bolivia en la década de 1990, el nuestro es ante la lectura de la descripción de lo que concretamente implicaron las campañas de Luis de Fuentes y Vargas y su hueste.
Este artículo es un primer paso en el reconocimiento de las formas de la violencia para su desnaturalización y su comprensión en términos de considerar el peso que esas acciones tuvieron para la concreción exitosa de los proyectos colonizadores del siglo XVI. Los procesos de entonces sentaron las bases de construcción de una realidad que llega hasta hoy, por ejemplo si atendemos a la estructura de la propiedad de la tierra en Tarija (Lizárraga Araníbar y Vacaflores Rivero, 2007) o a la persistencia de la imagen estereotipada y negativa sobre las poblaciones indígenas. Así se constituye en un hito de importancia de la historia de la vinculación de los estados nacionales con las poblaciones indígenas que habitaron y habitan sus fronteras, sobre lo cual es preciso seguir indagando.
Para terminar, en vísperas de 1992 se produjeron candentes debates en el mundo académico en torno de cómo interpretar aquella coyuntura. En esa ocasión, Steve Stern (1992) propuso algo tan sencillo como contundente que vale la pena volver a considerar. Acoger el desafío de debatir, reflexionar, seguir investigando y cuestionar la dudosa suposición de que se puede sostener una tranquila independencia del fuego político de la sociedad y discutir la idea de que eso es condición necesaria para una reflexión histórica profunda. En aquella ocasión los debates eran diferentes a los que propone este artículo pero la interpelación que el presente nos hace como historiadores sigue siendo la misma.