Introducción
No por nada Gabriel Albiac extiende una línea que empieza con Nicolás Maquiavelo y termina con Baruch Spinoza en un curso abocado al estudio del nacimiento del sujeto político en la filosofía política moderna, reunido en el libro Sumisiones voluntarias. La invención del sujeto político: de Maquiavelo a Spinoza (2011). Parece casi como si un hilo delgado y soterrado lograra enlazar una variedad de autores disímiles, desperdigados en distintos tiempos y espacios, a menudo sin tener conocimiento entre sí, tal como lo ha propuesto Louis Althusser, ciertamente a cuenta de otros personajes, en Para un materialismo aleatorio (2002). Justamente, esa aleatoriedad, esa miríada de escritores irreductibles, formarían parte de un mismo desenvolvimiento, al participar de un mismo despliegue.
No obstante, a pesar de lo señalado por Albiac, no abundan trabajos que exploren la temática que atañe a la relación entre Spinoza y otro filósofo precedente, Étienne de la Boétie. Si bien son prolíficas las producciones -quizás más numerosas en el caso del holandés- que estudian a cada pensador de manera aislada1, son exiguas aquellas que estudian el vínculo entre De la Boétie y Spinoza. Apenas, acaso, pueda nombrarse el caso de un artículo escrito por Miguel Abensour (2016). Sí, es verdad que, en ocasiones, en los diversos artículos que versan separadamente sobre cada autor2 existe una mención apresurada o en forma de nota al pie de página al otro pensador, pero, como dijimos recién, son prácticamente inexistentes los trabajos que aborden la ligazón entre De la Boétie y Spinoza de manera exhaustiva y sistemática.
Pretencioso sería, por nuestra parte, saldar dicha área de vacancia con un mero artículo destinado a esa temática. No obstante, aunque con este trabajo no logremos remendar de una vez por todas esa situación, no reduce un ápice nuestra pretensión de inquirir sobre un tópico que todavía comporta grandes riquezas prontas a ser capitalizadas. Porque, efectivamente, el nexo entre De la Boétie y Spinoza encierra muchos aspectos que, al ser puestos en liza, repercuten en una variedad de temas que revisten una importancia capital para el terreno de la teoría y de la filosofía política.3
Si detenemos nuestra atención solamente en el título de la obra por la cual De la Boétie se hizo conocido, Discurso de la servidumbre voluntaria (2010), podríamos advertir allí la presencia de una cuestión fundamental para la política en su faz teorética, a saber: ¿por qué los hombres sirven voluntariamente, en lugar de apartarse, de las leyes y normas que son dictadas por un poder estatal? Se trata, efectivamente, del sempiterno tópico de la obediencia, tópico que no se encuentra alejado de otros sumamente valiosos, como lo son la autoridad, la obligación y la rebelión, por citar algunos.
Estos temas, en efecto, no serán esquivados en el presente artículo. No obstante, buscaremos orientar nuestras reflexiones no solamente a dos autores -De la Boétie y Spinoza- que fueron poco estudiados en conjunto, sino también a una temática que ha sido aún menos poco pesquisada en estos dos filósofos: la del republicanismo. Más precisamente, buscaremos inquirir aquellas aristas que tocarían a la tradición republicana de pensamiento y que pueden ser halladas tanto en De la Boétie como en Spinoza. Se trata, entonces, de estudiar a ambos de manera comparativa.4 Este ejercicio comparativo es avivado, además, por algo que Miguel Abensour y Marcel Gauchet mencionan: “¿Cómo, en fin, no ser sensible a los acentos propiamente laboecianos que resuenan ya en las primeras páginas del Tratactus theologico-politicus?” (2009: 12).5 Para ello, ordenaremos el presente trabajo en tres pasos. El primero de ellos estudiará la concepción del ser humano presente tanto en la obra del holandés como en la del francés. El segundo investigará, en ambos autores, la forma en que esa condición humana es afectada a través de un régimen político anclado en la superstición. El tercero analizará el aspecto propositivo político que permitiría confutar esa ominosa situación servil examinada en el apartado anterior. Finalmente, en la conclusión, después de una breve recapitulación de lo desarrollado, se hará hincapié en la manera en que estas elucidaciones informan concepciones republicanas en cada filósofo, las cuales serán distantes entre sí.
1. La condición humana en De la Boétie y Spinoza
En el presente apartado, buscamos inquirir en la problemática de cómo el ser humano es contemplado tanto por De la Boétie como por Spinoza. Por ello, empezaremos con la siguiente declaración de De la Boétie:
Por el momento, sólo desearía comprender cómo es posible que tantos hombres, tantas aldeas, tantas ciudades y tantas naciones muchas veces soporten un solo tirano que no tiene más poder que el que le dan; que no es capaz de dañarlos sino en la medida en que quieran soportarlo, y que no podría hacerles ningún mal si no prefirieran sufrirlo en vez de contradecirlo. Cosa en verdad sorprendente, y no obstante tan común que en lugar de sorprenderse más bien habría que sentir pena: ver cómo un millón de hombres son miserablemente avasallados con el cuello bajo el yugo, no porque estén obligados por una fuerza poderosa, sino más bien porque se hallan fascinados y, por así decir, encantados por el solo nombre del uno, de quien no deberían temer ningún poder puesto que está solo, ni amar sus cualidades puesto que con ellos es inhumano y cruel (De la Boétie, 2010: 22-23).
Si bien la cita que antecede es extensa, creemos que su longitud se contrapesa perfectamente con la elocuente y evocativa descripción que hace de su tiempo coetáneo. De todas maneras, si tal es la caracterización del ser humano que De la Boétie realiza, situada y particular, en relación con su tiempo contemporáneo, hemos de aclarar que, no obstante, dicha naturaleza humana es segunda o derivada. Esto es: esa situación de inexorable y lamentable servidumbre que el francés describe no habría regido de una manera inicial y primigenia, sino que habría advenido a los hombres y mujeres.6 Se trata, entonces, de contemplar la situación de los individuos no estáticamente, sino como un devenir que parte de un punto idílico y que, en un momento no especificado de la historia, se trastoca y se desnaturaliza.7 Dicho con otras palabras, las personas ven alteradas su estado otrora encomiable.
¿Cómo describir, entonces, esa situación primera en la que los hombres y mujeres vivían? En esa condición primera, desprovista de cualquier ardid que coadyuvara a una servidumbre, los hombres se comportaban una libre voluntad -ciertamente libre-, como precisamente acota Román: “La naturaleza (…) ha otorgado a todos los hombres la voluntad de desear aquellas cosas que los hacen felices, aun cuando para conseguirlas se requiera esfuerzo” (2011: 136). Damos, de esta manera, con una característica inicial, decisiva para la obra de De la Boétie, que analizamos ya que se encuentra presenta en su título. Ahora bien, esta voluntad, concebida a los hombres y mujeres por la naturaleza, es también imperfecta, es decir, los seres humanos, al ejercer libremente su voluntad, desearían una cantidad dispar de bienes de todo tipo sin lograr ponderar el bien supremo que daría valor al resto de todas las cosas: la libertad.
Otra segunda aptitud de las personas sería la racionalidad. Dice De la Boétie:
En cuanto a saber si la razón nos es innata o no (…), creo que no me equivoco si creo que hay en nuestra alma una semilla de razón que estimulada por los buenos consejos y los buenos ejemplos produce en nosotros la virtud; en tanto que por el contrario, sofocada por los vicios que aparecen con frecuencia, esa semilla se malogra (2010: 30).
Precisamente, todo individuo posee un germen de racionalidad pasible de ser explotado y desarrollado en circunstancias adecuadas que propendan a ello. Sin embargo, el reverso de esto es que, cuando el contexto es, en cambio, menesteroso, esa oportunidad se echa a perder irremediablemente.
Esto nos permite avanzar con la que es la tercera característica de los hombres y mujeres: la igualdad.
[L]o que resulta claro y evidente para todos y que nadie se atrevería negar, es que la naturaleza, primer agente de Dios, benefactora de los hombres, nos ha creado a todos con el mismo molde, de la misma forma, para mostrarnos que somos iguales, o más bien que somos hermanos (De la Boétie, 2010: 30-31).
Efectivamente, todos somos iguales, todos tenemos la misma capacidad para desarrollar nuestras destrezas natas. Esto, empero, no contradice el hecho de que cada una de las personas haya recibido estos dones de una manera desigual, lo cual, a su vez, no habilita jamás a que los mejores dotados en términos físicos y mentales utilicen esas ventajas en detrimento de los más débiles.8 En este sentido, se podría decir, de vuelta con Román, que “existe una igualdad natural y esencial entre los hombres, no menoscabada por la desigualdad en las cualidades corporales o espirituales que son diferentes en cada caso” (2011: 36). Habría, así, una igualdad esencial entre los hombres que sería contrabalanceada por una desigualdad accidental.
Un cuarto rasgo que los hombres y mujeres habrían comportado es la sociabilidad natural, la cual “redunda en la inclusión de todo hombre en la gran comunidad humana, merced a la igualdad esencial y al uso del lenguaje” (Román, 2011: 37). De la igualdad ya hemos hablado, pero se introduce aquí otro elemento a cuentas de esta mentada sociabilidad: el lenguaje. La naturaleza, como dice De la Boétie, nos ha hecho el gran obsequio de “la voz y la palabra para unirnos y confraternizar” (2010: 31). Poseemos lenguaje, que debe ser utilizado en pos de “formar y estrechar el nudo de nuestra alianza, los lazos de la sociedad” (De la Boétie, 2010: 31). Vemos entonces cómo el logos con el que hombres y mujeres cuentan debe apuntar -y de hecho apunta- hacia un horizonte gregario y comunitario, por el cual logre trabarse, entre todas las personas, una relación imperecedera y que tienda al bien común.
Tenemos, finalmente, la última y también principal característica de los individuos. Nos referimos a la libertad. La libertad es el summum bonum con el cual las personas cuentan y que alumbra los demás valores. Si nos interrogamos si la libertad es algo natural para los hombres y mujeres o es, más bien, algo que les aviene desde alguna exterioridad impostada, entonces De la Boétie no titubea en contestar categóricamente:
Pero en verdad, es inútil discutir para saber si la libertad es natural, pues ninguna criatura puede ser mantenida en la esclavitud sin que experimente una injusticia, y nada hay en el mundo más opuesto a la naturaleza -ella misma totalmente racional- que la injusticia. ¿Qué decir entonces? Que la libertad es natural y, según mi parecer, no sólo nacemos con nuestra libertad sino también con la voluntad de defenderla (2010: 32).
Nos acercamos, con ello, mucho a un tipo de discurso de índole iusnaturalista, en el que la libertad sería un derecho natural de los individuos. “La libertad (…) otorga a quienes la han vivido una valentía inmensa para defenderla y luchar contra todo aquello que pretenda arrebatársela” (Román, 2011: 37). Además, hemos de hacer notar que no solamente la libertad se tronca inextricablemente con la igualdad, sino que ellas facilitan el compañerismo: “No podemos poner en duda siquiera un instante que todos somos naturalmente libres en la medida en que todos somos iguales, y a nadie podrá ocurrírsele que, habiéndonos puesto a todos en mutua compañía, quiso que algunos fuesen esclavos” (De la Boétie, 2010: 31, énfasis nuestro). La libertad y la igualdad, así, permiten entablar vínculos firmes y de mutua cooperación entre las personas, de una manera horizontal y que reniega de toda jerarquía.9
Tal era la situación en la que los hombres y mujeres vivían. Ahora bien, ¿qué sucedió? ¿Cómo terminaron en una posición netamente servil? Dejaremos estas preguntas en suspenso para ser abordadas en el siguiente apartado, de la misma manera que nos detenemos con De la Boétie para pasar, ahora, a Spinoza.
Si queremos hablar de los rasgos definitorios de los seres humanos de acuerdo con Spinoza, podemos decir que los hombres y mujeres comportan tres: la libertad, la igualdad y el deseo.10 Podríamos emular la interrelación entre estos tres elementos haciéndonos eco de la figura del nudo borromeo, esto es, uno constituido por tres aros que, al quitarse uno de ellos, los otros dos son liberados a la deriva. Con ello queremos enfatizar la ligazón íntima que existe entre la libertad, la igualdad y el deseo de los hombres y mujeres, por la cual ninguno de estos conceptos se sostiene si es apartado uno o la totalidad de los elementos restantes.
Empecemos, pues, por el primero de ellos: la libertad. En la Ética, Spinoza dirá que “[s]e llamará libre aquella cosa que existe por la sola necesidad de su naturaleza y se determina por sí sola a obrar [agere]” (Spinoza, 2000: 40). Esa libertad se opondría a otro tipo de causalidad que el autor define como coaccionada: “Necesaria, en cambio, o más bien coaccionada, [será] aquella que es determinada por otra a existir y a obrar [opere] según una razón cierta y determinada” (Spinoza, 2000: 40).11 Ambas formas de actuar obedecen a las leyes necesariamente causales de la naturaleza: en la primera se actúa en virtud de la necesidad propia, mientras que en la segunda se lo hace por la ajena. Entre ambas -cosa libre y cosa coaccionada- hay, a la vez, una relación de correlación y de oposición respecto de dos sentidos: primero, de acuerdo con la modalidad en que existen, y segundo, de acuerdo con la modalidad en que ejercen su potencia. En primer lugar, es decir, en lo concerniente a su existencia, la cosa libre es aquella que existe por la sola necesidad de su naturaleza, lo que nos retrotrae a los términos utilizados en la definición primera de causa sui. Por su parte, la cosa coaccionada se encuentra determinada a existir por otra cosa. Hay así una oposición en términos de existencia entre ambas cosas: una oposición entre existir por sí (cosa libre) y existir por otro (cosa coaccionada) (cfr. Macherey, 2013: 50-53). No obstante, ambas actúan u operan de manera necesaria: por caso, la cosa libre es necesaria en la medida en que está completamente determinada y es, así, susceptible de ser comprendida racionalmente. Respecto de la segunda dimensión, esto es, el punto de vista de su potencia, podemos decir lo siguiente: Spinoza dice que la cosa libre se determina por sí sola a obrar. En este sentido, esta cosa da cuenta del proceso de determinación bajo la condición de que esta determinación sea siempre la propia, por lo que entendemos que su acción está siempre determinada por su propia naturaleza. Por su parte, la cosa determinada no existe en el sentido absoluto del término, sino que está determinada a existir y a obrar por una razón determinada. Así, la cosa libre está determinada a actuar en virtud de su propia naturaleza sin ser condicionada, mientras que la cosa coaccionada está determinada a obrar de acuerdo con una razón determinada, es decir, condicionada, puesto que su existencia misma está también condicionada por otra cosa.12
Ahora bien, a esto es necesario precisar que, en la definición 5 de la primera parte de la Ética, Spinoza dilucida lo que es un modo: “Por modo entiendo las afecciones de la sustancia, o sea, aquello que es en otro, por medio del cual también es concebido” (Spinoza, 2000: 39). Lo que deja claro esto es que los modos no actúan por virtud de su propia naturaleza únicamente, esto es, que no son propiamente dignos de ser considerados como cosas libres. Los modos no son sustancia, son afecciones de ella. ¿Quiere decir esto que los modos son cosas coaccionadas? Si contestáramos esta pregunta por la afirmativa, realizaríamos una proposición que sería cierta solo a título parcial: los modos son coaccionados; aún más, podríamos decir que los modos operan mayormente de forma coaccionada, pero ello no oblitera la posibilidad de que puedan actuar, en ocasiones restringidas, libremente. Esta respuesta podría dar lugar a otra interrogación, que consistiría en inquirir si el actuar libre de los modos es una situación que debe ser considerada como punto de partida o de llegada. Así, si bien es cierto que el orden de desarrollo de la Ética (la cual termina con una parte abocada a la libertad, precedida anteriormente por otra dedicada a la servidumbre) puede dar lugar a que la libertad sea entendida como un momento que sobreviene luego de otra situación heterónoma y anterior, creemos aquí que coacción y libertad no son estados absolutos y mutuamente excluyentes, sino estados que pueden sucederse constantemente el uno al otro y que incluso pueden pervivir en un modo específico al mismo tiempo. Esto quiere decir que la coacción y la libertad deben ser entendidas como una cuestión de grados: un lugar de existir de manera dicotómica y polar, ambas habitan un mismo espacio en donde jamás ningún modo es únicamente coaccionado ni solamente libre, sino que su existencia participa de ambas a la vez. Ahora bien, lo señalado recién no obsta que Spinoza considere la libertad con un cariz positivo, en tanto concibe la emancipación y la autonomía como características dignas de ser perseguidas. Es precisamente por dicho motivo que decimos que la libertad puede ser contemplada como un rasgo del ser humano: porque, como cualquier otro modo finito que habita el universo, es más perfecto y autónomo si es libre y ello -devenir libre, para retomar el título de la obra de Sévérac (2021)- es una suposición que Spinoza no niega a nadie ni a nada, por más difícil que pueda significar su concreción.
Procedamos con la segunda característica. La igualdad se hace presente a partir de la consideración sobre el poder o la potencia:13 “Pues es cierto que la naturaleza, absolutamente considerada, tiene el máximo derecho a todo lo que puede, es decir, que el derecho de naturaleza se extiende hasta donde llega su poder”, afirma Spinoza en su Tratado teológico-político (2012: 334-335). El holandés hace extensivo este razonamiento al campo propiamente humano para concluir que todo individuo tiene derecho a todo lo que puede. Esto trae aparejado que el derecho de cada individuo es equiparable a su poder. En efecto, cada individuo tiene tanto más derecho cuanto más poder tiene. Todos los individuos, sin reparar si se trata de animales o de seres humanos, actúan en virtud de las leyes de su naturaleza. Para justificar la identificación del derecho natural con las reglas de naturaleza de cada individuo, Spinoza ofrece una explicación que remite a la ontología:
En efecto, el poder de la naturaleza es el mismo poder de Dios, que tiene el máximo derecho a todo. Pero, como el poder universal de toda la naturaleza no es nada más que el poder de todos los individuos en conjunto, se sigue que cada individuo tiene el máximo derecho a todo lo que puede o que el derecho de cada uno se extiende hasta donde alcanza su poder determinado (Spinoza, 2012: 335).14
Se ve entonces que el poder de la naturaleza es el poder de la totalidad de los individuos, y que el derecho de cada uno de ellos es equiparable a su poder, puesto que el primero se extiende hasta donde llega el segundo.
Lo que se puede ver con ello es que lo que signa, precisamente, al estado de naturaleza spinoziano es una situación no solo de heteronomía constante de los individuos sino también una desigualdad radical entre las potentiae de las diferentes personas entre sí. Cada modo finito encierra un poder o potencia que es irreductible a cada uno de ellos. Lo que podemos contemplar aquí es entonces que, a pesar de que pueda entenderse, prima facie, que en el estado de naturaleza todos son iguales en tanto comportarían el mismo poder y serían sui iuris15, esta es apenas una consideración hipotética que no se corresponde con la verdadera situación a la que todos los seres humanos -y decimos que también los seres vivos en general- se encuentran expuestos: presos de las afecciones inconstantes que los sumen en un estado de inevitable pasividad, en la cual ni poseen todos el mismo poder ni tampoco pueden llegar a devenir entera y completamente sui iuris.16 Se trata de una situación, entonces, contradictoria si la hay:
De esta manera, lo que nos gustaría resaltar es lo siguiente: parecería conjugarse de una manera asaz paradójica que los seres humanos son tan iguales como desiguales. Iguales en un sentido abstracto o formal: todos coinciden en que su derecho es equivalente a su poder y, por tanto, su derecho se extiende a la par de su poder. Desiguales en un sentido concreto o material: cada persona es un ser irreductible cuyo poder es único y, así, es irreductible al de los demás. En Spinoza, podemos sostener, conviven ambas afirmaciones que corren como líneas paralelas, sin entrar en contacto entre sí y sin entrar en contradicción alguna (Ricci Cernadas, 2023: 156).
A pesar de que la desigualdad de potencias reside como contenido sobre el cual se yergue esta igualdad formal recién estudiada, mantenemos que ese material de las potencias desiguales, singular a cada modo finito, es una condición que no implica obliterar esa forma que es la igualdad de la equiparación del derecho al poder. Es imperioso mantener esto, ya que si lo único pasible de ser encontrado en el pensamiento de Spinoza son potencias desiguales entonces la ausencia de una noción de igualdad, aunque de carácter abstracto, impediría concebir que cualquier cosa tiene derecho a devenir autónoma, esto es, a negarle la posibilidad de que pueda llegar a ser libre.
Terminemos ahora con el elemento del deseo. El deseo es explicado en el escolio de la proposición 9 de la tercera parte de la Ética: el deseo no es otra cosa que el apetito, esto es, el conatus cuando se refiere a la vez al alma y al cuerpo. El deseo es, pues, ese esfuerzo con el que cada cosa tiende a perseverar en su ser, con la consciencia de sí mismo: es la esencia misma de cualquier ser humano, un impulso vago que lo empuja a continuar en su existencia, sin asignar un fin predeterminado. Este esfuerzo por perseverar en su estado por sí solo es el mismo en todas las cosas de la naturaleza pero varía de acuerdo con cada modo. El conatus, así, no es otra cosa que derecho o poder; todos estos elementos son sinónimos entre sí. De esta manera, el poder o derecho es el grado de potencia con el que cada modo finito ejerce su conatus, ese esfuerzo por perseverar en su ser. Es inherente y constitutivo de los seres humanos una potencia, un esfuerzo por perseverar en su propia existencia. Los hombres y mujeres se esfuerzan por perseverar en su ser y, según ello, tienen derecho a existir y desarrollarse en la medida en que su fuerza o poder lo permita.
En este sentido, puede decirse que el deseo es
el afecto por excelencia: en tanto que tal, debe perfilarse por detrás de todos los otros afectos particulares, apareciendo éstos, por su intermediación, como siendo expresión de la misma fuerza primordial que empuja al alma a perseverar en su ser y que les comunica su impulso (Macherey, 1998: 113).
El deseo se constituye así en el asiento fundamental del cual el resto de las pasiones que Spinoza distingue pueden ser derivados, incluidos aquellos otros dos afectos primarios que son la tristeza y la alegría. Es gracias al deseo que estos afectos dos pueden definirse como tales, esto es, como pasaje o transición a una menor o mayor perfección.
Libre voluntad, racionalidad, igualdad, sociabilidad natural y libertad serían, para De la Boétie, características comunes a todos los seres humanos. De manera similar, y haciendo un estudio de lo que creemos que podrían ser detectadas como rasgos homologables en la filosofía de Spinoza, entendemos que la libertad, la igualdad y el deseo son elementos que pueden ser hallados en cualquier persona, ya que nadie existe sin ninguno de ellos. Spinoza entiende, por tanto, que todas las personas aspiran a la libertad, que son iguales en términos formales y que todas siempre viven deseando, ya sea heterónoma o autónomamente. Elucidada ahora la condición humana en la cual los hombres y mujeres viven tanto en De la Boétie como en Spinoza, prosigamos, entonces, con la manera en que dicha condición es alterada por un régimen de carácter tiránico que somete a su población a una condición eminentemente servil.
2. La servidumbre en De la Boétie y Spinoza
Tras haber explicado las características propias de las personas tanto en De la Boétie como en Spinoza y tras haber identificado la libertad como un rasgo común en ambos pensadores, es legítimo preguntarse por qué ambos deciden dedicar a la situación de la servidumbre un amplio espacio en sus pensamientos.
De esta manera, podríamos continuar la cita de De la Boétie con la que inauguramos el apartado anterior de la siguiente manera:
Cosa en verdad sorprendente, y no obstante tan común que en lugar de sorprenderse más bien habría que sentir pena: ver cómo un millón de hombres son miserablemente avasallados con el cuello bajo el yugo, no porque estén obligados por una fuerza poderosa, sino más bien porque se hallan fascinados y, por así decir, encantados por el solo nombre del uno, de quien no deberían temer ningún poder puesto que está solo, ni amar sus cualidades puesto que con ellos es inhumano y cruel (De la Boétie, 2010: 22-23).
En esta cita encontramos varias cuestiones, muchas de las cuales serán dilucidadas con el progresar del presente artículo. Por el momento, nos ceñiremos solamente a dos de ellas. La primera tiene que ver con el hecho de que De la Boétie declara explícitamente al inicio de su Discurso de la servidumbre voluntaria que a él no le interesa diferenciar qué tipo de régimen político puede ser considerado mejor o peor: “no quisiera (…) debatir la tan discutida cuestión de ‘si las otras formas de gobierno son mejores que la monarquía’” (De la Boétie, 2010: 22). Se trate de una democracia, una aristocracia o una monarquía -para enumerar tan solo las formas clásicas de gobierno que una comunidad puede adoptar políticamente-, lo cierto es que al francés le interesa centrarse únicamente en la cuestión que atañe a un gobierno “en el que todo es de uno” (De la Boétie, 2010: 22). La segunda cuestión se relaciona con una consideración de tipo diacrónica: ¿cuándo ha sucedido esta alteración tan grave que ha modificado las condiciones de existencia de una población que, detentando una libertad sin par, ha terminado, finalmente, por ser sometida a un estado de esclavitud? Sobre esto De la Boétie es, lamentablemente, poco claro. En efecto, en ninguna parte del texto del francés este interrogante es tan solo siquiera iluminado, motivo por el cual debemos abstenernos de realizar cualquier juicio -por más tentativo que sea- para, en cambio, suponer que De la Boétie acepta esta subyugación como existente al momento de escribir y la acepta como una condición real de facto. Precisamente, con socarronería Pierre Clastres, llega a la misma conclusión que nosotros: “¿Cómo empieza este proceso? La Boétie no tiene ni la más remota idea” (Clastres, 2009: 103).
Sí, en cambio, De la Boétie nos brinda pistas para entrever cómo esta situación signada por la servidumbre puede existir y perseverar en el tiempo, ya que, de otra manera, ¿cómo podría postularse la escandalosa tesis laboeciana de la servidumbre voluntaria, esto es, de “un estado de no libertad, de sometimiento que tiene por particularidad que la causa de la esclavitud ya no es exterior, sino interior [del agente mismo]” (Abensour, 2014:120). Aquí, el autor ofrece un conjunto de explicaciones que permitirían entender cómo es que las personas aceptan sin más servir a un tirano. De esta forma, señalaremos cuatro causas que dan cuenta de cómo la servidumbre, a pesar de ser un régimen ominoso, puede perpetuarse. La primera de ellas es la costumbre:17 “Sin embargo la costumbre, que en todas las cosas ejerce un poder tan grande sobre nuestras acciones, tiene en particular el poder de enseñarnos a servir” (De la Boétie, 2010: 36). Manuel Tizziani es claro al respecto:
la Boétie considera que el peor de los males que aqueja a los hombres no es el verse sometido, sino el acostumbrarse a ello. Lo realmente trágico18 es el hecho de que, en su inmensa mayoría, los hombres se han amoldado tanto a dicha desigualdad que incluso han llegado a concebirla como algo natural, como algo dado (2010: 52).
La costumbre ocupa un rol capital a la hora de dirigir los comportamientos de los hombres y las mujeres. Como tal, ella puede acostumbrar a que las personas se adapten a los más variados contextos, desde la más enriquecedora ventaja hasta la más rayana adversidad. Pese a ello, desafortunadamente, como De la Boétie parece contemplar, esa plasticidad que la costumbre conlleva, en la situación actual, propende a que los individuos acepten sin más cuestionamientos condiciones de vida sumamente menesterosas.
La segunda causa que ayuda a mantener la servidumbre es la sagacidad de los reyes y de los tiranos:
cuando están sometidos a los tiranos, los hombres se vuelven necesariamente cobardes y afeminados. (…) Pero los esclavos, totalmente desprovistos de coraje y tenacidad, tienen el corazón vil, débil, y son incapaces de ningún acto grandioso. Los tiranos lo saben bien, por eso hacen todos los esfuerzos para volverlos cada vez más débiles y abatidos (De la Boétie, 2010: 43-45).
Los tiranos conocen bien la situación ominosa en la que sus súbditos viven y concentran todos sus esfuerzos para mantener ese statu quo. Ponderan perfectamente la capacidad que tiene la costumbre para forjar “el carácter y el modo de ser de los hombres, [e] instituyen ciertos divertimentos y comodidades en las condiciones de vida que hacen que sus súbditos vayan poco a poco perdiendo el valor y el deseo de rebelión” (Tizziani, 2010: 53). Para De la Boétie, entonces, se trata de exponer uno de los pilares claves que permite sostener la dominación servil: el “ardid de los tiranos de embrutecer a sus súbditos” (De la Boétie, 2010: 46). Esta astucia malvada de los tiranos tiene también su reverso: “Es verdad que con [la pérdida de] la libertad se pierde también la valentía” (De la Boétie, 2010: 44). El resultado de lo que los tiranos traman es la constitución de un individuo innegablemente cobarde, preparado para su sujeción.
La tercera causa de la servidumbre es la ignorancia. Se manifiesta, principalmente, a partir de la cautividad y de la fascinación que en los súbditos producen los artificios que los tiranos llevan a cabo en ocasiones especiales. Para ilustrar esto, De la Boétie trae a cuenta el ejemplo de los antiguos egipcios:
Los primeros reyes de Egipto casi no se mostraban sin llevar una rama o un fuego sobre la cabeza: de ese modo se ocultaban y se transformaban en bufones. Y todo esto para, a través de esas extrañas formas, inspirar respeto y admiración en sus súbditos (De la Boétie, 2010: 50).
Con esta mise-en-scène pergeñada por los tiranos, los súbditos caían rendidos a sus pies a través del etéreo poder de la credulidad y de la superstición. “En la ignorancia, en la fascinación, en la superstición y en el temor a lo desconocido encontramos la tercera causa que la Boétie atribuye a la servidumbre voluntaria” (Tizziani, 2010: 54). Se delinea aquí una de las posibles modalidades de la construcción del espacio político: una “que procede del poder alucinatorio del nombre, con el cual los hombres se identifican y al cual ceden finalmente su propia capacidad de expresarse lingüísticamente, poniéndolo sobre un plano de trascendencia (imaginaria) respecto a la cual viven” (Visentin, 2019-2020: 63).
No obstante, si creyéramos que con estas tres causas habíamos llegado al fondo de esta pesquisa nos equivocaríamos. Porque aún resta echar luz sobre una última cuestión, la cual incluso es más importante que las anteriormente enumeradas:
Llego ahora al punto que, según creo, es el secreto y el resorte de la dominación, el sostén y el fundamento de la tiranía. (…) No son las bandas de personas a caballo ni los grupos de gente a pie, en suma, no son las armas las que defienden al tirano, sino más bien -no podrá ser creído en un primer momento aunque se trate de algo exactamente verdadero- cuatro o cinco hombres, que lo sostienen y le someten el país entero. Siempre ha sucedido que cinco o seis han tenido a su disposición la oreja del tirano y se le han aproximado por sí mismos, o bien fueron convocados por él para ser cómplices de sus crueldades, compañeros de sus placeres, complacientes con su voluptuosidad y copartícipes de sus rapiñas. Esos seis influencian tanto a su jefe, que frente a la sociedad se vuelve malvado no sólo por sus propias maldades sino también por la de aquéllos. Esos seis tienen a seiscientos bajo su influencia, a los que corrompen del mismo modo en que ellos fueron corrompidos por el tirano. Esos seiscientos a su vez tienen seis mil debajo de ellos, a los que han favorecido y a los que les hicieron otorgar el gobierno de las provincias o el manejo de los dineros públicos con el propósito de estimular su avaricia o su crueldad, para que las pongan en práctica y, llegado el momento, han hecho tanto mal que ya no les sea posible mantenerse prescindiendo de su tutela, ni exceptuarse de las leyes y los castigos sin su protección. Grande es el cortejo de los que siguen después. Y quien quiere rastrear por los vericuetos de esta madeja comprobará que no son seis mil sino cien mil, millones, los que sostienen al tirano a través de esa red, formando entre ellos una cadena ininterrumpida que se remonta hasta él (De la Boétie, 2010: 54-55).
Se nos disculpará haber realizado la cita anterior in extenso, pero simplemente éramos incapaces de dejar pasar este fragmento central para el Discurso de la servidumbre voluntaria. Queda expuesto, pues, el arcano del yugo tiránico: no se trata de imputarle todos los males al mismo tirano, sino que se trata también de prolongar esas mismas consideraciones al resto de los individuos que se aglutinan en torno a él y que se dispersan capilarmente a lo largo y ancho de toda la sociedad y todo el territorio. Como bien afirma Nosetto (2022: 50-54), se encuentra aquí el principal resorte de la opresión: ya no tanto la cobardía ni la servidumbre, sino más bien una red de opresión tiránica que recorre todos los intersticios y que permea desde la cúspide hacia la base de la organización político-social. Es así que “el poder de una ínfima minoría se basa, a pesar de todo, en la fuerza del número. Esta minoría prevalece con mucho en número sobre cada uno de aquellos que componen el rebaño de la mayoría” (Weil, 2014: 153). Justamente por ello, la dominación no es unidireccional y descendente, como precisamente Bodei (1995: 394-395) detecta en el pensamiento de Marat, sino que se trata de una relación siempre biunívoca, esto es, que involucra al soberano y a los súbditos en igual medida.
Pasemos a Spinoza. ¿Cómo concibe él un régimen político execrable? En el Tratado teológico-político, esto se encuentra estrechamente enlazado con la cuestión de la superstición. Spinoza comienza allí con la afirmación de que las personas no creerían en la superstición si la fortuna siempre redundara en su favor o si se comportaran según un criterio recto y firme en todas las ocasiones. Despejar, en efecto, los prejuicios que rodean a la concepción que se tiene de la teología y la soberanía hace a “los motivos que [le] impulsaron a escribir” (Spinoza, 2012: 65) esa obra al holandés. Todos los hombres, dice Spinoza, se ven alcanzados por el mismo estado dubitativo, puesto que son incapaces de controlar los acontecimientos que los superan. Esta duda hace que ellos basculen entre la esperanza y el miedo:
Pero, como la urgencia de las circunstancias les impide muchas veces emitir opinión alguna y como su ansia desmedida de los bienes inciertos de la fortuna les hace fluctuar, de forma lamentable y casi sin cesar, entre la esperanza y el miedo, la mayor parte de ellos se muestran propensos a creer cualquier cosa. Mientras dudan, el menor impulso les lleva de un lado para otro, sobre todo cuando están obsesionados con la esperanza y el miedo; por el contrario, cuando confían en sí mismos, son jactanciosos y engreídos (Spinoza, 2012: 61).
Todos los hombres, al ser parte de la naturaleza y no un imperio dentro de un imperio, son propensos a la superstición. Ni los hombres ni la multitud conocen con certeza suficiente qué les depara el futuro ni son capaces de ejercer influencia significativa alguna en el decurso de los hechos. Esa situación de impotencia sin par en la cual se encuentran sumergidos provoca una gran fluctuación del ánimo ante el más ligero cambio en su entorno: los hombres y la multitud pasan de aguardar con expectativa mayores bienes a temer con estrépito males considerables. Víctimas de la superstición, pues, creen ver en algún suceso dentro del “orden fijo e inmutable de la naturaleza” (Spinoza, 2012: 178) un signo de una recompensa o de un castigo del porvenir. Ese miedo por lo que el futuro deparará es entonces un potencial, aunque no necesario, origen de la superstición. A partir de ella, las personas interpretan la naturaleza de manera sobrenatural, al forjar ficciones sin fundamento alguno.
Esto es la demostración del género imaginativo del conocimiento bajo el cual necesariamente todos los individuos caen: nos referimos, en particular, al prejuicio finalista que es denunciado por Spinoza en el Apéndice a la primera parte de la Ética. Por eso, Spinoza se contentará en este Apéndice solamente con una constatación factual, a saber, que “todos los hombres nacen ignorantes de las causas de las cosas y que todos tienen el deseo de buscar lo que le es útil” (Spinoza, 2000: 68). Dicho con otras palabras: nacemos ignorantes de las causas de las cosas, pero “somos conscientes de nuestros deseos. Así, creemos que estos mentados deseos son espontáneos o producto de nuestra voluntad libre, cuando en verdad son efectos de las cosas con las que nos topamos y conocemos” (Ricci Cernadas, 2021: 6). Los seres humanos, pues, sumidos en eso que Spinoza denomina como primer género de conocimiento, esto es, experientia vaga, se creen libres, se imaginan que son libres y actúan de manera incondicionada respecto del mundo. Esta estructura de tener conciencia del deseo, pero ignorando su causa, será entonces extrapolada hacia la naturaleza: el hombre traslada la explicación de su propia conducta a la explicación de la naturaleza: la naturaleza actúa, de esta manera, de acuerdo a fines. En la naturaleza, ellos encuentran objetos útiles, meros medios para satisfacer fines determinados por su volición. Sin embargo, los hombres no pueden concebir que las cosas se habrían dispuesto y hecho a sí mismas, por lo que inevitablemente presuponen que es otro quien las dispone de esa manera. De este modo suponen la existencia de rectores de la naturaleza, que proporcionaron todas las cosas en beneficio de los hombres. Estos rectores de la naturaleza o Dioses que lo dirigen todo según su voluntad y fin son, a la postre, honrados por los hombres para obtener así el mayor de los beneficios. Se figuran un Dios antropomórfico, susceptible a los mismos favores y apetitos que los propios hombres, como si detentara la misma libertad humana.
No obstante, como decíamos, si la multitud puede ser inducida a la superstición, también puede ser sometida a esta forma de la superstición organizada que es la religión, esto es, entendida en el sentido vulgar y distorsionado frente al cual Spinoza se enfrenta. De esta manera, la religión no es otra cosa que el disfraz que recubre “el miedo con el que se los quiere controlar [a los hombres], a fin de que luchen por su esclavitud, como si se tratara de su salvación” (Spinoza, 2012: 64). La religión surge del miedo y no tiene otro fin que el control del pueblo, a fin de instruirle ideales para perpetuar su dominación. En efecto, la religión ha propagado la discordia entre los hombres y ha tendido al enfrentamiento entre ellos. Esto no ha sucedido unilateralmente, sino con la venia de la multitud, que ha elevado los oficios religiosos a una muy alta consideración: esta división “reside en que el vulgo ha llegado a poner la religión en considerar a los ministerios eclesiásticos como dignidades y los oficios como beneficios y tener en alta estima a los pastores” (Spinoza, 2012: 66).
Ahora bien, no solo la superstición, disimulada bajo el tapiz de la religión organizada, es fuente de la servidumbre en que hombres y mujeres pueden llegar a sumirse. También la organización política monárquica puede tender a sentar las bases para una condición semejante. Esto es estudiado por el holandés, principalmente en el Tratado político. Allí, Spinoza compara la monarquía con el ejemplo histórico del Estado turco: “La experiencia, sin embargo, parece enseñar que, si se atiende a la paz y la concordia, interesa que todo el poder sea entregado a uno solo. Ningún Estado, en efecto, se mantuvo tanto tiempo sin ningún cambio notable como el turco”19 (Spinoza, 2010: 133). Esto puede dar lugar a una confusión, que pasaremos a mencionar brevemente. Cuando Spinoza dice que “[l]a virtud del Estado es la seguridad” (Spinoza, 2010: 88), esto puede entenderse en dos sentidos, como bien elucida Peña (2018: 162): bien como una seguridad conseguida gracias al temor y a la pérdida de la libertad de los súbditos, bien como una seguridad basada en la deliberación y el acuerdo, esto es, en un régimen libre.20 Esta confusión es, sin embargo, despejada si proseguimos con la lectura del Tratado político: “Claro que, si hay que llamar paz a la esclavitud, a la barbarie y a la soledad, nada hay más mísero para los hombres que la paz” (Spinoza, 2010: 133). Tal mentada paz que podría adjudicarse como virtud de una monarquía sería, de esta manera, un eufemismo -ciertamente espurio-, en tanto da cuenta de la pérdida de la libertad de los hombres.
Quisiéramos, no obstante, realizar una última acotación a cuentas de algo que Michel-Francis Polios menciona en su artículo. Señala que,
[s]in embargo, la cuestión decisiva es que la invocación del esclavo21 por Spinoza en el capítulo 16 [del Tratado teológico-político] parece atentar contra el principio del derecho natural, en el que los individuos buscan constantemente los medios para preservar la vida. Teniendo esto en cuenta, se impone una reformulación (2020: 238).
Con esta advertencia en mente, que repara en la manera de conciliar el conatus con un régimen que atenta precisamente contra las posibilidades de que los hombres y mujeres puedan perseverar en su ser y perpetuar su existencia, podríamos salvar esta cuestión con el argumento de que el conatus no se trata de un estado absoluto, sino relativo, esto es, susceptible de sufrir variaciones en su intensidad. En este sentido, el conatus, como la esencia misma de todas las cosas que pueblan el universo, permanece presente siempre ahí en todas las acciones que acontecen y puede instanciarse de una mejor o peor manera, según el régimen político democrático o monárquico -respectivamente- que se estructure y en el cual los hombres y mujeres vivan. En este sentido, bajo un régimen de servidumbre, el conatus se realiza de una manera subóptima.
Descritas las condiciones en las que puede propagarse un régimen de esclavitud tanto en De la Boétie como en Spinoza, nos gustaría, en última instancia, dirigir nuestro estudio en vistas a la conceptualización que ambos autores hacen para postular la existencia de otro cuerpo político donde la libertad -y no la servidumbre- reine.
3. La faceta propositiva en De la Boétie y Spinoza
Si en el apartado anterior hemos analizado cómo puede originarse y mantenerse un régimen de servidumbre tanto en De la Boétie como en Spinoza, es nuestro interés ahora estudiar de qué manera lo opuesto a una condición servil puede tener lugar, esto es, de qué forma podría establecerse una asociación libre entre las personas. Esta situación de un régimen político en que los ciudadanos sean libres también nos permite ligar dicha cuestión con la del pensamiento republicano, un término que, dada su vaguedad y polisemia conceptual, es necesario precisar. Con acierto, Lovett destaca la existencia de una querella por parte de los investigadores contemporáneos respecto de cómo ha de entenderse el concepto de republicanismo de una forma unívoca, como así también de determinar a aquellos pensadores que habrían realizado los principales aportes teóricos desde la Antigüedad. Aquí es donde se ubica el segundo significado del republicanismo, signado por un intercambio no siempre carente de polémicas sempiternas entre los especialistas:
En la teoría y la filosofía políticas contemporáneas, se refiere más a menudo a una interpretación específica (y aún discutida) de la tradición republicana clásica, asociada especialmente a la obra de Quentin Skinner; junto con un programa de investigación dedicado a desarrollar las ideas de esta tradición en una atractiva doctrina política contemporánea, asociado especialmente a la obra de Philip Pettit. Según los republicanos en este segundo sentido (a veces llamados “republicanos cívicos” o “neo-republicanos”), el valor republicano supremo es la libertad política, entendida como no dominación o independencia del poder arbitrario. Esta entrada tratará principalmente del republicanismo en este segundo sentido (Lovett, 2022).
¿Qué es, entonces, el republicanismo? Esta lacónica pregunta encierra una gran complejidad, que comienza con su faceta etimológica. Como caso testigo podemos nombrar el de Platón, cuya obra más conocida, la República, es una traducción latina del griego Politeia (Audier, 2015: 7).22 Este filósofo, junto con Aristóteles y Polibio entre los griegos, y Cicerón, Salustio, Livio y Tácito, dentro de la tradición romana, fueron fuentes teóricas que tuvieron un enorme impacto en el Renacimiento, junto con las experiencias históricas de Esparta, Atenas, Roma y la teocracia de los hebreos bajo el mandato de Moisés (cfr.Rahe, 1994a, 1994b y 1994c). De esta manera, el republicanismo ha sido vinculado al autogobierno (Hammersley, 2020: 1), definido, al contrario, como todo aquel régimen político que no es monárquico, aunque se da cuenta de las variaciones del concepto en términos diacrónicos (Matteucci, 1983: 984) e incluso como un término marcado por una impronta maquiaveliana que sencillamente es imposible de borrar (Viroli, 2002). Incluso algunos teóricos postulan la existencia de subtipos de republicanismo, y es posible encontrar algunos de tipo exclusivista, esto es, que niegan toda legitimidad a los regímenes políticos que no se encuentren fundados en la soberanía popular -en particular, a la monarquía no electiva y a los privilegios políticos hereditarios-, diferente de un republicanismo más integrador, que no para mientes en el hecho de si el gobierno se encuentra organizado de forma popular u oligárquica (Hankins, 2010: 453). Finalmente, otro conjunto de investigadores ha clasificado los distintos tipos de republicanismos de acuerdo con diferentes criterios: según De Francisco (2012: 46-50), los republicanismos son pasibles de ser considerados en función de dos ejes, uno cultural (con el pluralismo y el comunitarismo como extremos) y otro político (con la oligarquía y la democracia como polos), lo cual arroja cuatro modalidades distintas (un republicanismo oligárquico-pluralista, uno oligárquico-comunitarista, uno democrático-pluralista y otro democrático-comunitarista); según Ortiz Leroux (2014: 51-53), los republicanismos pueden ordenarse cronológicamente, e identifica cuatro momentos (la Grecia antigua, la Roma republicana, las ciudades medievales y renacentistas italianas y los Estados Unidos y la Francia revolucionarias), o bien, y esta es la tipología preferida por el autor, ideológicamente (el republicanismo puede ser democrático-radical o liberal-democrático).
Todo ello demuestra una polivalencia del término henchido de historia y de geografía, lo cual, como afirman Geuna (1988) y Castiglione (2005: 457), lo hacen indefinible en una sola frase y favorece más su precisión a través de la detección de una serie de características comunes. Incluso, de acuerdo con Rodgers (1992), el concepto de republicanismo habría experimentado una inflación y estiramiento conceptual tal que en muchas ocasiones se volvió carente de sentido e imposible de precisar. A nuestro entender, tanto en De la Boétie como en Spinoza no es posible hallar definiciones de la libertad similares a la que postula Pettit como propia del republicanismo, esto es, como libertad de no dominación, ya que en el francés la libertad es equiparada a una característica natural de las personas y en el neerlandés es entendida en un sentido positivo como autodeterminación. Pese a ello, sostenemos que las distintas vertientes de pensamiento republicano que han abundado en las diferentes geografías y tiempos deben ser estudiadas en su especificidad y en sus rasgos distintivos pero, aun así, podemos encontrar un denominador común a todas ellas: que el republicanismo entiende que la libertad se comprende como la oposición a cualquier tipo de dominación ajena. Hecha esta digresión, continuemos con el autor que nos compete.
“¿Es esto vivir feliz? Más aún: ¿es esto vivir?” (De la Boétie, 2010: 57), se pregunta el francés sobre la condición de servidumbre que lo rodea por todas partes.
¿Existe en el mundo algo más insoportable que este estado, no digo ya para cualquier hombre bien nacido, sino incluso para quien sólo tenga sentido común, o aunque sea el aspecto de hombre? ¡Qué condición más miserable la de vivir así, sin tener nada propio, pendiente de otro -de su comodidad, de su libertad, de su cuerpo y de su vida! (De la Boétie, 2010: 57-58).
Inicua y, por sobre todo, nefasta es esta condición en la que los hombres y las mujeres viven, según la denuncia de De la Boétie. Cómo se explica la servidumbre es algo arduo de descifrar: no se trata solamente de coerción, sino que implica, como afirma Saul Newman, “un complejo ecosistema de relaciones” o “una compleja red de intereses entrelazados” (2019: 9). Newman nos permite echar luz sobre algo central: que la dominación tiránica es apenas un lado que tiene por reverso necesario el hecho de que los súbditos presten consentimiento voluntario a ese régimen (Newman, 2019: 10). Aún más, y todavía en sintonía con Newman, podríamos decir que el
poder es una ilusión. Incluso cuando el poder parece recaer sobre el súbdito, bien bajo la forma de una coerción directa bien (…) bien bajo la conciencia de uno respecto de la naturaleza arbitraria [de ese poder], la Boétie nos recuerda que esta dominación sólo se hace posible en la medida en que nosotros la consentimos. De hecho, el poder está, en verdad, constituido por nuestra servidumbre voluntaria (Newman, 2019: 10).
Añadimos, finalmente, una última consideración que se encuentra relacionada con el subtítulo que fue agregado a la obra de De la Boétie por parte de un grupo de hugonotes en Reveille Matin des François, un panfleto antimonárquico publicado a comienzos de 1574: el contra uno.23 Al mencionar este detalle anecdótico, lo que queremos es resaltar que la adhesión que el tirano provoca en sus súbditos se encuentra vehiculizada por su carácter insoslayablemente unitario e indiviso.
Es como si el cuerpo político entero del tirano fuera una ilusión especular hecha de las voluntades y capacidades de los individuos que, cautivados por la imagen del uno, son absorbidos en una totalidad imaginaria que ellos, al mismo tiempo, constituyen (Newman, 2019: 11).
El monarca es la unidad, es el Uno, es quien oblitera la libertad de los súbditos al condensarla en su propia investidura.
¿Qué hacer, entonces, ante semejante situación? Hemos visto ya que, para De la Boétie, la obediencia a un tirano, se trate de uno o de varios, es un mal que debe ser evitado a toda costa. Contemplado el panorama de esta manera, De la Boétie sugiere que el poder que el tirano detenta no es más que el poder que los súbditos depositan en él. Si tradujéramos este consejo de De la Boétie en términos arquitectónicos, podríamos decir que, si el basamento se dispusiera a temblar, el entablamento y todo lo que sobre él se yergue se encuentra destinado a caer y derrumbarse inevitablemente. Solo basta con desearlo: esa es la propuesta de De la Boétie:
Decidiros a no servir más y seréis libres. No os pido que lo enfrentéis ni que lo tumbéis, sino solamente que no lo sostengáis y lo veréis caer por su propio peso y romperse, como un gran coloso al que se le quita la base (De la Boétie, 2010: 29).
La solución que De la Boétie halla es, por naïve que parezca, ante el complejo entramado que permite apuntalar y mantener la dominación tiránica, solo una cuestión de querer: no querer vivir más bajo un régimen de servidumbre para, en cambio, redireccionar ese deseo a un esfuerzo común que tienda a la libertad.24 Basta apenas, para citar a Marilena Chaui, “rehusarse a servir” (2010: 116).
Aunque De la Boétie no diagrama ningún tipo de solución a la situación de servidumbre ni tampoco teoriza sobre cómo un Estado libre debiera constituirse, sí podemos encontrar en su obra algunos indicios sobre cómo componer relaciones que abjuren de la tiranía.25 Hacia esta tentativa la amistad juega un rol clave:
Ciertamente, el tirano nunca ama y nunca es amado. La amistad es un nombre sagrado, algo santo: sólo puede existir entre gente de bien, nace de la estima mutua, y se mantiene no tanto por los beneficios que procura como por la vida buena y los buenos hábitos. Lo que hace que un amigo esté seguro del otro es el conocimiento de su integridad. Tiene como garante su buena naturaleza, su fe, su constancia. No puede haber amistad donde hay crueldad, deslealtad, injusticia. Cuando se reúnen los malvados se trata de una conspiración y no de una compañía; no confían unos en otros, se temen mutuamente. No son amigos sino cómplices (De la Boétie, 2010: 62-63).
Lo que De la Boétie tiene para ofrecernos aquí es una organización de la comunidad en términos evidentemente antitéticos a la que existe bajo un régimen de servidumbre:
una sociedad en la cual los hombres, viviendo conforme a las leyes que la naturaleza les ha prescrito, se respetan mutuamente y se consideran unos y otros en un plano de perfecta igualdad. Una sociedad en la que las relaciones interpersonales no se realizan a partir de la conveniencia egoísta y utilitaria sino a partir de la más estricta libertad, una sociedad de amigos (Tizziani, 2010: 55).
Con esto vislumbrado, no solo podemos asociar la amistad a la libertad, sino que también a la igualdad y, por extensión, al establecimiento de relaciones entre individuos en un plano solamente horizontal.
En esta construcción horizontal, el lenguaje desempeña, por cierto, un papel para nada menor. El lenguaje es, en efecto, aquello que permite que hombres y mujeres puedan establecer, entre ellos, vínculos eminentemente iguales. El cuerpo político
emerge de una dimensión inmanente, que se nutre del lenguaje como de una potencia colectiva que, al mismo tiempo, construye la igualdad y el ejercicio pluriforme de la libertad y de la amistad por parte de cualquier singularidad, porque sin interacción no puede haber igualdad ni libertad. El lenguaje crea entonces un sistema horizontal de vinculaciones que se emancipa de los lazos serviles generados por la lógica de la servidumbre voluntaria; un sistema que, en virtud de su precariedad estructural (por el hecho de que la amenaza de la servidumbre voluntaria no desaparece completamente), produce una nueva modalidad de asociación, fundada sobre la potencia de la libertad singular y sobre la comunalidad expansiva de los afectos (Visentin, 2019-2020: 63, énfasis nuestro).
Vemos entonces que, en esta comunidad laboeciana, lo que predomina es una horizontalidad radical entre todos sus miembros, los cuales se relacionan entre sí a partir de la más sagrada de las virtudes: la amistad, la preocupación desinteresada por el otro.26 La contracara de esto es que, efectivamente, parece hallarse en De la Boétie un rechazo radical a cualquier tipo de dominación y de ejercicio de poder, los cuales conllevan, de manera inevitable, un establecimiento de una inequidad injusta que desarma cualquier posibilidad de erigir un cuerpo político libre.
Querríamos, antes de pasar a Spinoza, cercar una dimensión que, según hemos mencionado en la introducción al presente artículo, nos interesa peculiarmente: la del republicanismo. ¿Cómo se vincula la propuesta laboeciana con esa tradición de pensamiento? Si bien prima facie postular una ligazón entre el pensamiento de De la Boétie con la tradición republicana parecería ser una operación un tanto temeraria, los registros histórico-intelectuales nos dejan constancia de que esta faceta propositiva del francés, que insta a la desobediencia27 ante los regímenes tiránicos, resultó atractiva para la corriente anarquista.28 Esto ha permitido que distintos especialistas postulen que en De la Boétie es capaz de encontrarse un tipo de republicanismo contestatario que, antes que identificarlo con una tradición constitucional y parlamentaria del republicanismo, la cual tiene escaso asidero en el texto del francés y es expuesta por Marta García-Alonso (2012), es asociado, como lo entiende Newman, a un “republicanismo de la desobediencia civil” (2019: 13). Este estudioso, así, adopta un neologismo para denominar la posición de De la Boétie: un anarco-republicanismo29, que sería “una forma de republicanismo sin Estado -un republicanismo que afirma al pueblo en su humanidad común y que ve que a su libertad como existente más allá de cualquier Estado, en las federaciones y comunas libres, por ejemplo” (Newman, 2019: 15). La preocupación laboeciana por la libertad sería la piedra de toque para que este filósofo pueda ser, si no inscripto, acaso emparentado a la tradición republicana, la cual debe ser complementada, además, por una visión del cuerpo político en el que las personas se relacionen libremente las unas con las otras, como iguales, vinculadas gracias a la camaradería, el amor fraterno y la consideración mutua.
Por su parte, Spinoza escribía en el Tratado político que:
Cuando decimos, pues, que el mejor Estado es aquel en que los hombres llevan una vida pacífica, entiendo por vida humana aquella que se define, no por la sola circulación de la sangre y otras funciones comunes a todos los animales, sino, por encima de todo, por la razón, verdadera virtud y vida del alma (2010: 128, énfasis nuestro).
Estas reflexiones se encuentran próximas a lo que hemos repuesto de De la Boétie al comienzo de este apartado, en donde el francés se preguntaba por el valor mismo de la vida en una situación de esclavitud. En términos similares, Spinoza también se interroga por la verdadera valía de la vida, la cual no es meramente la satisfacción de las necesidades biológicas, sino que requiere de algo más: de emplear la razón en una comunidad política que se organice con seguridad. No obstante, no se trata solo seguridad, porque si Spinoza afirma, en el Tratado político, que “la virtud del Estado es la seguridad” (2010: 88), dicha seguridad debe ser contemplada en estricta relación con aquello que el autor menciona en el Tratado teológico-político, esto es, que “[e]l verdadero fin del Estado es, pues, la libertad” (2012: 415). Sin una libertad asegurada por instituciones que la garanticen de manera efectiva, nada vale de veras la pena: la libertad ilumina el resto de los valores que rigen una vida común y política que, a ojos de Spinoza, debería ser eminentemente democrática.
Ese enaltecimiento de la libertad realizado por Spinoza es el motivo por el que diversos comentaristas han estudiado la manera en que el holandés podría inscribirse -o no- dentro de la corriente republicana de pensamiento. Precisamente, a este respecto, es decir, a cómo Spinoza debe ser ubicado en la tradición republicana, podemos elaborar tres posiciones: primero, encontramos un conjunto de teóricos que entiende que el republicanismo puede ser equiparado al democratismo sin hesitación alguna y que postularía, entonces, que Spinoza será uno de los principales exponentes (Lefort, 1992: 347 y 2007: 104-105; Negri, 1993: 334; Israel, 2013a: 11; 2013b: 44 y 2017: 327; Skeaff, 2018; James, 1996 y 2012, Miqueu, 2012); segundo, una serie de pensadores asociados al revival neo-republicano, en general, niegan que Spinoza pueda pertenecer de manera alguna al republicanismo (Pocock, 1987; Steinberg, 2008); finalmente, es posible ubicar un tercer grupo de filósofas que, si bien aceptan a Spinoza como un adalid del republicanismo, lo hacen solo a título de entender que el holandés propugna, como régimen predilecto, una aristocracia (Prokhovnik, 2004; Field, 2020).
Sin elaborar aquellas divergencias que nos hacen apartarnos de cada una de las posiciones mencionadas, podemos decir, grosso modo, que todas ellas tienen, empero, un denominador común: el hecho de que el análisis llevado a cabo por los diferentes pensadores no tiene en cuenta el medio intelectual -como así tampoco las condiciones políticas, sociales, económicas y religiosas- en el que Spinoza mismo se encontraba inserto. Si se consideran estas dimensiones, espacial y temporalmente circunscriptas, se podría considerar que los Países Bajos del siglo XVII resultaban un terreno, en términos discursivos y para retomar una expresión negriana, bastante anómalo. Esto se debe a que allí circulaba una variedad de discursos que hacían de ese país un caso irreductible a la tradición -considerada ya clásica- atlántica del republicanismo. Esta tradición que, de acuerdo con Pocock, en su The Machiavellian Moment (2016), trascendió centurias y continentes, se había desarrollado en un primer momento en las ciudades-Estado italianas -Florencia, más particularmente-, luego se trasladó a Inglaterra, para finalmente recalar en los Estados Unidos de América.
De esta manera, si tenemos en cuenta las especificidades de la coyuntura neerlandesa al momento en que Spinoza vivió, podemos notar un trío de características que lo acercan a una particular tradición republicana -que podemos denominar propiamente- neerlandesa, una tradición que reúne un conjunto heteróclito de elementos, pero que no por ello, empero, deja de contemplar la libertad como valor fundamental. La presencia de esas características que pasaremos a elucidar a continuación, claro, no habían surgido ex nihilo, sino que se encontraban ya presentes en toda una diversidad de corrientes que entraron de lleno en los Países Bajos y de la que, incluso, un conjunto de autores y políticos neerlandeses coetáneos a Spinoza acusaron recibo. Sobre esto no podemos abundar por el momento, dadas las limitaciones formales que los artículos exigen en cuanto al espacio y dado que ya que fue analizado en otro artículo de nuestra autoría.30 No obstante, sí podemos describir tres características que señalarían, a la vez, tanto lo propio de la tradición republicana neerlandesa como, al mismo tiempo, la manera en que fue procesada y elaborada por Spinoza en sus obras: la preeminencia de una noción de interés -que compatibiliza lo particular con lo general-, el rol de las instituciones como espacios que encauzan los conflictos y la libertad entendida en términos positivos.
En primer lugar, es menester mencionar la curiosa manera en que Spinoza entendía la noción de interés. Si bien, en el Apéndice a la primera parte de la Ética (2000: 68), asocia la utilidad con el concepto de causa final, luego, Spinoza recupera ese término a partir de la tercera parte de la misma obra. La utilidad parecería referir a todo aquello que aumenta la potencia. La noción de utilidad permea por toda la filosofía de Spinoza: “la noción de utilidad es desarrollada en referencia al interés vital que se desprende del movimiento natural del conatus, un conatus racional que tiene por objeto aumentar la potencia y asegurar el perseverar en el ser” (Ricci Cernadas, 2018a: 18). Perfección, realidad, utilidad, virtud y potencia no se oponen. Esto se debe a que la noción de utilidad de Spinoza no se reduce al interés propio y al egoísmo.31 La utilitas de Spinoza reenvía a “la copertenencia de los seres humanos en comunidad de los vivientes” (Bodei, 1995: 296). Podemos entroncar esta defensa del concepto del interés con el carácter mercantil y pacífico afirmado por el filósofo como virtud de un Estado, pues Spinoza “es favorable a una política de paz y cooperación, más beneficiosa para la defensa y el comercio de la república neerlandesa que la política belicista de las monarquías” (Peña, 2018: 170). El interés se imbrica con una salvaguarda por el carácter comercial del Estado, el cual, a su vez, deviene por una política de tintes pacifistas, pues nadie “negará que el Estado más estable es aquel que sólo puede defender lo conseguido y no ambicionar lo ajeno” (Spinoza, 2010: 173).
Luego, debemos considerar el particular rol que las instituciones estatales desarrollan en la teoría política de Spinoza.32 Contra cualquier interpretación que entienda que la buena fortuna de un Estado depende exclusivamente de los atributos personales de quien gestiona los asuntos públicos, el holandés declara que “un Estado cuya salvación depend[a] de la buena fe de alguien y cuyos asuntos sólo son bien administrados si quienes lo dirigen quieren hacerlo con fidelidad, no será en absoluto estable” (Spinoza, 2010: 87). Con ello se impugna que la perseverancia de un Estado no puede encontrarse atada solamente a los sujetos bienintencionados que ejercen la autoridad, sino que es necesario contemplar, además, un armazón institucional que impida que el cuerpo político entre en una espiral de decadencia. La teoría política spinoziana no recusa, sino que, más bien, abraza la existencia de instituciones que sublimen33 las pasiones de la multitud. Esto debe ser entendido en un doble sentido. Por un lado, a la multitud, esto es, “a estas libres singularidades la acompaña una tendencia a organizarse jerárquicamente, y no solamente de manera horizontal: las relaciones de subordinación aparecen en forma natural y espontánea también en las interacciones sociales cotidianas” (Ricci Cernadas, 2018b: 116).34 Por otro, es necesario reparar en que Spinoza asevera que el hecho de que “la multitud se rija como por una sola mente (…) debe suceder en el Estado” (2010: 102). Este es el límite dentro del cual la multitud debe ser dirigida y mantenida: el Estado, una especie de segundo momento de la verticalidad, es constituido por la multitud a partir de su potencia y no como una instancia que le es exógena (en tanto no viene desde fuera) como así tampoco meramente espontánea (en tanto demanda ser instituida). El Estado es el efecto necesario de la multitud, se encuentra fundado a partir de su potencia. No procede a rellenar un resto o un faltante, ni tampoco proviene cual suplemento, sino que es producto mismo de la multitud, en absoluto ajeno a ella. Ese impulso a adoptar un ordenamiento estatal es ubicuo, “puesto que todos los hombres, sean bárbaros o cultos, se unen en todas partes por costumbres y forman algún tipo de estado político” (Spinoza, 2010: 88). En este sentido, podríamos decir que el Estado es una forma compleja que la multitud tiene para afectarse a sí misma: si la multitud puede afectarse a sí misma de manera inmediata, afecciones que serían difusas y carentes de centro alguno, también pueden darse afecciones mediatas, que pasan por un conjunto de intermediarios que se interponen en el seno mismo de la multitud y que hace que su potencia atraviese distintos tamices o estratos a través de los cuales se refracta y se refuerza.
Por último, resta destacar el ingente papel que la libertad desempeña en la filosofía de Spinoza. De acuerdo con Spinoza, como ya vimos más arriba, “[s]e llamará libre aquella cosa que existe por la sola necesidad de su naturaleza y se determina por sí sola a obrar” (2000: 40). De resultas, tenemos que la noción que cumple con semejantes condiciones para ser libre es ni más ni menos que Dios o la sustancia absolutamente infinita, aquella cosa que es en sí y se concibe por sí. La libertad aparece, en efecto, identificada con la sustancia divina. Sin embargo, lo opuesto a lo libre no es lo necesario, sino que es lo coaccionado, puesto que todo lo que existe por Dios lo hace necesariamente. En otras palabras, la sustancia es libre por necesidad, mientras que los modos actúan por otro. La noción de libertad recién esbozada es, como se ve, eminentemente positiva: es una libertad como autodeterminación, como existir por la propia necesidad de su naturaleza y determinarse a sí misma a actuar.35 Ya la presencia de un concepto con semejante tenor en la obra de Spinoza constituye un verdadero motivo republicano. Por más que su definición positiva de la libertad no coincida con la de la libertad como no dominación de Petitt, “si hay un rasgo capital del republicanismo es la reivindicación de la libertad como valor supremo” (Peña, 2018: 158).36
Esas son tres características republicanas presentes en Spinoza que darían cuenta de su afinidad por la situada coyuntura neerlandesa.37 De todos modos, se trata, al fin y al cabo, de entender que la libertad verdadera no es algo dado de antemano, preexistente a los individuos, sino que debe ser conformada y realizada efectivamente a través de un ordenamiento estatal. Porque la libertad es el bien más precioso del que las personas pueden disfrutar: separa a las personas de un sometimiento servil. La libertad, asimismo, debe ser conquistada por la propia labor activa del conjunto de la multitud. A su vez, esta libertad, junto con la igualdad, debe ser promovida por el Estado.
Conclusión
A lo largo del recorrido realizado en el presente artículo, hemos motorizado una comparación entre ambos autores de manera tal que, en un inicio, sus posturas parecían similares en ciertos puntos. Luego, a medida que este trabajo progresaba, esas posiciones parecían distanciarse cada vez más.
En ese sentido, en el primer apartado se ha estudiado una concepción del ser humano que, al menos en De la Boétie y en Spinoza, parecían muy cercanas. Para ambos, nociones tales como la igualdad y la libertad -como así también la razón- eran consideradas como características inalienables de la propia naturaleza de las personas para vivir en un estado de libertad. Dicho con otras palabras: si estos elementos resultaban enajenados, los hombres y las mujeres no podían más que sumirse en una situación cabalmente servil. Ciertamente, las nociones de voluntad y sociabilidad natural manifiestan menos cercanías en la forma en que De la Boétie y Spinoza las teorizaron: la primera porque es denunciada, al menos en una primera instancia, por el holandés como un prejuicio de la causa final38; la segunda porque, si bien Spinoza insiste en que los hombres pueden reunirse y sumar su potentia, no por ello tampoco desecha la posibilidad de que los hombres antagonicen entre sí.
Si en el primer apartado se apreciaban más semejanzas que diferencias entre ambos autores, en el segundo apartado hemos examinado de qué modo De la Boétie y Spinoza comprenden la manera en que los hombres y mujeres pueden devenir esclavos en un verdadero régimen de servidumbre, lo cual también demuestra una propincuidad en sus pensamientos. Aquí se encuentra, quizás, la mayor riqueza y aporte de la obra del francés. Hurga las causas puntuales que explican esa dominación in crescendo para, hacia el final de su escrito, encontrar el motivo principal que sostiene a la tiranía: la existencia de esos pequeños tiranos que, al acompañar y obedecer todo lo que su superioridad ordena, propagan la esclavitud de manera capital, de forma que permee la sociedad entera. En Spinoza la cuestión de la servidumbre es también de suma importancia y, aunque en el Tratado teológico-político se enfoque, principalmente, en la superstición que las religiones organizadas promueven, luego, en la Ética, se ciñe a estudiar el primer género de conocimiento imaginativo que rige -al menos en su mayor parte- de manera defectuosa a las personas y pondera virtuosamente el rol de la razón como vía para salvar la multiplicación de conflictos.39
En último término, con el tercer apartado, vemos que la distancia entre De la Boétie y Spinoza es abismal. Para el francés, el remedio para la servidumbre debe provenir de la instauración de relaciones horizontales y de amistad entre los hombres, puesto que en ese caso ningún tipo de tiranía podría surgir. Rescatamos, así, el concepto inventado por Newman para denominar esta posición como un anarco-republicanismo, signado, principalmente, por el hecho de que a De la Boétie no le interesa pensar una propuesta política en la que el Estado tome parte. Para Spinoza, como vimos, la situación es bien distinta. Hay una serie de características que lo asocian a una tradición republicana típicamente neerlandesa pero que, para resumir, comporta dos premisas fundamentales: la existencia de instituciones estatales que, al mismo tiempo que se alimenten de la potencia de la multitud, también afecten sobre sus comportamientos, como así también la erección de la libertad -junto con la igualdad- como el valor supremo que debe ser promovido por el Estado e imperar en la vida del cuerpo político.
Todo este ejercicio comparativo podría resumirse como sigue: anarquismo laboeciano versus estatismo spinoziano.40 Sería risible plantearnos quién de los dos ganaría, por cuanto ello no es el objeto de las reflexiones movilizadas en este artículo. Nuestra intención no ha sido solo estudiar un tema poco trabajado por los comentadores -ciertamente en De la Boétie en menor medida que en Spinoza- que todavía depara muchas y fructíferas meditaciones en el porvenir. También, a la vista de especialistas que pueden llamar a una filosofía como la de De la Boétie como anarquista y republicana a la vez, o bien detectar una tradición republicana neerlandesa no contemplada por Pocock (2016), nuestra intención ha sido problematizar el estiramiento conceptual del concepto de republicanismo, al poner en cuestión si existe una única tradición de este tipo de pensamiento o, en su defecto, al postular la existencia de una miríada de ellas e interrogarnos sobre su rasgo definitorio o denominador común: la libertad.