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CELEHIS (Mar del Plata)

versión On-line ISSN 2313-9463

CELEHIS  no.46 Mar del Plata dic. 2023

 

Dossier

William Shakespeare en el imaginario grotesco de la modernidad

William Shakespeare in the grotesque imaginary of modernity

María Natacha Koss1 

1 Instituto de Artes del Espectáculo, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires

RESUMEN

El presente trabajo ˗al igual que todos los que integran el presente dossier˗ forma parte del proyecto de investigación UBACyT “Imaginarios y humor grotesco. Teatralidades europeas y Primera Guerra Mundial”, que se encuentra bajo mi dirección. En este artículo desarrollaremos, entonces, algunas nociones respecto al Grotesco moderno, su relación con el humor, su vínculo con el horror de los continuados encuentros bélicos de finales del siglo XIX y principios del XX, y su construcción imaginaria a partir del modelo shakesperiano que reivindica Víctor Hugo para la producción del romanticismo y sus sucesivas poéticas de la subjetividad.

PALABRAS CLAVE: Grotesco; imaginario; humor; Shakespeare; modernidad

ABSTRACT

This paper ˗as well as all those that make up this dossier˗ is part of the UBACyT research project “Imaginaries and grotesque humor. European Theatricalities and the World War I”, which is under my direction. In this article, then, we will develop some notions regarding the modern Grotesque, its relationship with humor, its link with the horror of the continuous warfare of the late 19th and early 20th centuries, and its imaginary construction based on the Shakespearean model that claims Victor Hugo for the production of romanticism and its successive poetics of subjectivity.

KEYWORDS: Grotesque; imaginary; humor; Shakespeare; modernity

Introducción

Como hemos sostenido en otros lugares (Koss 2021a; Koss 2022), el Grotesco como categoría estética es un concepto que evade el encasillamiento. En términos teatrales, podríamos afirmar que estamos en presencia de la poética grotesca cuando simultáneamente (y no de manera alternada) se hacen presentes el horror y la risa. Pero tanto el uno como la otra surgen cuando hay un corrimiento de la norma. Ya lo afirma Umberto Eco (368-378) cuando dice que, si queremos saber de qué se ríe la gente, busquemos entonces qué regla se está violando. Por lo tanto, la clave pareciera estar en el conocimiento de la norma, la cual, sabemos, varía con el tiempo y la cultura.

Un problema más se suma si hablamos de teatro y es el referido a la división de géneros. Deudor de la Poética de Aristóteles, Occidente aprendió a pensar (binariamente) la comedia y la tragedia como dos poéticas firmemente separadas. Asimismo, las relecturas aristotélicas, empezando por Horacio y llegando hasta los neoclásicos, fundaron un imaginario en donde “lo correcto”, en términos dramatúrgicos, consistía en preservar esa división.

En nuestros trabajos anteriormente citados hemos propuesto que el Grotesco moderno tiene su auge en el arco que va desde la segunda mitad del siglo XIX, con las poéticas de la subjetividad (romanticismo, expresionismo, etc.), hasta las primeras décadas del siglo XX. Sostenemos ahora que esa consolidación imaginística tiene como antecedente el teatro isabelino, muy especialmente el teatro shakesperiano.

Tres momentos entonces son los que estructuran nuestro presente trabajo: el trayecto por los imaginarios, las aproximaciones al Grotesco moderno y al concepto de humor, y la verificación de su existencia en El rey Lear.

Imaginario no es igual a ficción

En otros lugares hemos trabajado extensamente este tema (Koss 2013; Koss 2021b), por lo que aquí nos limitaremos a hacer un breve resumen.

Llamamos imaginario al conjunto de imágenes mentales y visibles mediante las cuales el individuo se relaciona con el entorno. Retomamos esta definición de Gilbert Durand (1960), quien ha acometido a lo largo de sus numerosas investigaciones un atlas antropológico de la imaginación humana, basado en los estudios de su maestro Gastón Bachelard.

Sin embargo, por causas diversas, la civilización occidental ha propiciado una desvalorización de la imagen. Una de esas causas es que la imagen se abre a la descripción o a la contemplación pero no admite ser reducida a un sistema silogístico. Su ambigüedad no encuentra lugar en la lógica binaria heredada de Aristóteles y de la escolástica medieval. La doctrina de Santo Tomás de Aquino sostiene que la razón argumentativa es el único modo de acceder o legitimar el acceso a la verdad. Su herencia se expande en el siglo XVII a través de Descartes y de un método único para desvelar la verdad en las ciencias. Ése es el paradigma que los estudios humanísticos recogen y que excluye, de modo inevitable, lo imaginario y la aproximación poética.

Gracias a Durand, el territorio de lo imaginario aparece, por primera vez, diferenciado del bagaje de ficciones que posee cada comunidad. Se define como el conjunto de imágenes mentales y visuales mediante las cuales la sociedad y el ser humano en general organizan y expresan simbólicamente su relación con el entorno.

La certeza de que son las estructuras las que nacen de la capacidad figurativa del homo symbolicus y no al revés permite por ejemplo, tanto en el caso de Durand como en el de Claude Lévi-Strauss (1964), constatar que la expresión del mito no puede ser reducida a estructuras lingüísticas ni a una serie de filiaciones históricas ni a un encadenamiento de significados.

Esta necesidad de la imagen como instrumento de análisis está ausente en la tradición dominante de estudio de las imágenes, así como de buena parte de la semiótica de los años sesenta y setenta.

Jean-Jacques Wunenburger (2005) sostiene que la Filosofía del imaginario pretende privilegiar el estudio de las imágenes, que han sido descuidadas o relegadas a un segundo plano frente a la palabra escrita. Su taxonomía rehabilita a la imagen de su estado marginal, restituyéndola como instancia mediadora entre lo sensible y lo intelectual. El teatro participa de dicha dicotomía ya que, en su acontecer, es mayoritariamente imagen (vestuario, iluminación, escenografía, cuerpo de los actores, etc.) y sólo una pequeña porción es texto. Y este problema se intensifica si consideramos que la palabra escrita tiene sólo unos 6000 o 7000 años, frente a las imágenes que existen desde que existe el hombre. Hoy nos hallamos ante la civilización de las imágenes, sin embargo, estamos imposibilitados de darles un carácter simbólico; la doctrina del imaginario orienta sus esfuerzos a recuperar esta olvidada función.

Finalmente, convenimos con Hugo Bauzá (2005) en llamar Filosofía del imaginario al estudio de un conjunto de producciones mentales o materializadas en obras, sobre la base de imágenes visuales (cuadro, dibujo, fotografía) y lingüísticas (metáfora, símbolo, relato), que forman conjuntos coherentes y dinámicos que revelan una función simbólica en cuanto a un enlace de sentidos propios y figurados.

Sobre lo Grotesco y el Humor

En múltiples artistas que trabajaron en los difusos límites entre los siglos XIX y XX, el Grotesco se hace presente bajo la forma de una experiencia de “mundo en estado de enajenación”, de abolición de las categorías en que fundamos nuestra orientación en el mundo mediante “la mezcla de ámbitos y reinos bien distinguidos por nuestra percepción, la supresión de lo estático, la pérdida de identidad, la distorsión de las proporciones ‘naturales’, etc.” (Kayser: 309). Las poéticas de la subjetividad presionan, entonces, contra la cada vez más creciente potencia del objetivismo que, desde el racionalismo hasta esta parte, ha venido acrecentando su potencia de pensamiento y su potencia estética.

En este contexto y con un carácter liminal por excelencia, lo grotesco pertenece a la trayectoria de las artes visuales, literarias y del espectáculo, y permite márgenes de experimentación formal con las diversas tradiciones temáticas de las artes, así como la creación de nuevas nociones de teatralidad. Por la disponibilidad del concepto, que no adscribe a una poética abstracta que lo contenga, el teatro ha usufructuado su potencia artística e intelectual.

La teoría moderna de lo grotesco encuentra en Victor Hugo y su famoso Prefacio de “Cromwell” (1827) un puntapié fundamental. Allí nuestro autor afirma que se trata de una forma nueva, creada por el genio moderno, quien logra aunar al tipo grotesco con el tipo sublime:

El cristianismo trae la poesía a la verdad. Como él, la musa moderna verá las cosas con una mirada más alta y más extensa. Ella sentirá que no todo en la creación es humanamente bello, que allí existe lo feo al lado de lo bello, lo deforme junto a lo gracioso, lo grotesco al revés de lo sublime, el mal con el bien, la sombra con la luz (31).

Y continúa más adelante:

Junto a lo sublime, como medio de contraste, lo grotesco es, según nosotros, la fuente más rica que la naturaleza pueda abrir al arte […] es un punto de partida desde el cual uno se eleva hacia lo bello con una percepción más fresca y excitada […] el contacto de lo deforme ha dado a lo sublime moderno algo más puro (37-38)

Según esta acepción, lo grotesco puede o no devenir en lo cómico. Asimismo, también se puede verificar una retícula de lo grotesco en el pensamiento moderno, rastreable en la crisis del pensamiento binario y del tercero excluido. Lo bello convive junto a lo deforme y la percepción de ello es lo que posibilita el acceso a lo sublime. Además, si lo grotesco se concibe como la contracara de lo sublime, se sostiene como una consecuencia de que su acceso se da a través de la imagen, del sentimiento, y no del pensamiento.

Vemos entonces cómo el Grotesco moderno se organiza a partir de una nueva valoración sobre lo existente, que cuestiona las jerarquías en el campo de las artes y promueve un acercamiento y revaloración de las artes del pasado.

Notamos además que, al integrar el cúmulo de poéticas de la subjetividad, el grotesco se postula a sí mismo como una opinión sumamente explícita del orden de lo social. Los personajes representados en las artes visuales, las tramas desarrolladas en las obras de teatro, los monstruos creados para el cine, entre otras, son muestras no solamente de un estado del sujeto enunciador sino, fundamentalmente, de una mirada sobre el mundo en el proceso del estallido social. Tanto las sucesivas revoluciones republicanas y antirrepublicanas como los levantamientos colonialistas, independentistas y anticolonialistas tiñeron la segunda mitad del siglo XIX con un manto de “fin de período”, que tuvo su aberrante coda en la Gran Guerra de 1914. Ese largo siglo XIX, como le gusta llamarlo a Eric Hobsbawn (2003), movilizó en el campo de las artes ˗y en muchos otros˗ una toma de posición política que encontró en el grotesco una manera proteica de manifestarse. Si la visión de Victor Hugo hace pensar en una metafísica de lo grotesco, el devenir de Occidente en el medio siglo que le sigue a su producción le suma, indefectiblemente, un estar en el mundo traumático y conflictivo.

Por otra parte y como ya adelantamos al comienzo del trabajo, Umberto Eco en “Lo cómico y la regla”, texto de 1980 recopilado en La estrategia de la ilusión (1987), plantea la pregunta por la diferencia entre la comedia y la tragedia, pensando fundamentalmente en su efectividad en el plano de la expectación: vale decir ¿por qué nos seguimos conmoviendo con Antígona, mientras que para reírnos con Aristófanes necesitamos un título universitario? La respuesta parecería estar en las reglas sociales/religiosas/culturales y su violación. El tragema, según Jan Kott (1970), consiste en la violación de alguna de las dos prohibiciones que garantizan la vida civilizada: esto es, el incesto y el crimen dentro del clan de sangre. Algo parecido sostiene Freud en Totem y Tabú (1913); violentar alguna de estas prohibiciones los devuelve a la horda primigenia. Pero lo que Eco observa con mucha lucidez es que la tragedia se encarga todo el tiempo, y a través de diversos personajes, de redundar sobre las reglas. La función principal del coro, dice, es recordarnos las leyes y la necesidad de cumplirlas. Por lo tanto, no importa a qué época histórica pertenezcamos o en qué punto del planeta vivamos, la tragedia nos deja en claro la enormidad de la afrenta porque antes, y con mucho énfasis, se encargó de explicarnos los pormenores de la legislación. En ese sentido es que la tragedia funciona como educadora de las masas, pues su carácter didáctico debe ser efectivo para que la catarsis exista.

En contraste con esta circunstancia, la risa genera principalmente una pregunta por la alteridad. ¿De qué se ríen? ¿Por qué se ríen? ¿Por qué les causa gracia y a mí no? O viceversa. Esto se debe a dos circunstancias. La primera es del orden de la estructura: la comedia da las reglas por sabidas, asume un sentido en común que no se encarga ni de explicitar ni de remarcar, porque, si no, estaría contando el chiste y eso ya no tendría gracia. ¿Por qué es desopilante la sola idea de que alguien pueda confundir a Jantias con Heracles en Las ranas de Aristófanes? Si la obra se tiene que poner a dar cuenta de esto, la carcajada se reduce a una mera sonrisa lateral. La segunda, como afirma Peter Brook en Más allá del espacio vacío, se debe a que la risa es el sumun de lo territorial. Si la tragedia es mucho más universal, la comedia es mucho más local. Cuando Henri Bergson en 1899 piensa a la risa como un mecanismo liberador que supera barreras y prohibiciones, que alivia el peso de la realidad, ya que gracias a la catarsis cómica se eliminan presiones de diversa índole, está especulando sobre una base territorial e histórica compartida por los espectadores que permite disfrutar de las analogías, metáforas, parodias e ironías, pues están compartidos los campos de referencia externa.

Algo parecido sostiene Sigmund Freud cuando, en “El chiste y su relación con el inconsciente” (1905), piensa la risa como compensación indirecta de tendencias reprimidas, como una manifestación compensatoria .

No obstante, hay otro tipo de risa -también mencionada por Eco- que trabaja sobre reglas más generales. Un caso sería, por ejemplo, las reglas gramaticales. Pongamos por caso a la introducción que hacía Daniel Rabinovich de la canción “Lazy Daisy” en los shows del grupo Les Luthiers. El sketch consiste en leer la presentación del tema, pero equivocándose en reglas gramaticales, ortográficas y palabras cacofónicas. Si cuando afirmaba que Mastropiero “chocó con la bici” desataba carcajadas, no era solamente por la inadecuación del nivel semántico del discurso, sino también porque inmediatamente enmendaba su error con la correcta “chocó con las vicisitudes más adversas que le tocaron”. Pero si bien este recurso humorístico amplía el territorio, aún evidencia restricciones pues sólo pueden disfrutarlo los hispanohablantes.

No sucede lo mismo con el humor físico: una torta arrojada en la cara o un señor que se moja cuando sale un chorro de agua de la llave de luz provocan risa porque se violan reglas más generales: las tortas están para comer; el agua sale de las canillas y no de las llaves de luz. Pero es lo que también sostiene Bergson cuando afirma que basta taparse los oídos y dejar de escuchar la música en un salón de baile para que los movimientos por sí mismos resulten ridículos. El humor físico-gestual toca unas hebras más universalmente sensibles, mientras que el humor verbal restringe el territorio de su efectividad en base al conocimiento del lenguaje y al sistema de referencias externas.

Pero hay otra diferencia entre el humor verbal y el físico-gestual: este último nos posiciona como espectadores en un lugar de superioridad. Nos reímos de quien se tropieza y cae, de la exageración grotesca de la caricatura en los dibujos, del payaso que recibe la bofetada o que desafina con la trompeta. No es ni más ni menos que el tipo de efecto que Charles Baudelaire, en “De la esencia de la risa” (1855), nombra como risa satánica o diabólica. Se trata del humor como sentimiento de superioridad, de autoafirmación. Es una risa que se construye a expensas del otro, en base a la humillación y la burla.

Pero también existe, en el polo opuesto, un tipo de humor capaz de generar conocimiento, no ya bajo la fórmula castigat ridendo mores ˗tan desarrollada en la farsa y tan cercana a la risa satánica˗ sino más bien postulando la risa como mecanismo de conocimiento que promueve la reflexión. Ya no reírse del otro sino con el otro; y gracias a esa empatía, generar la posibilidad de reírse de sí debido al proceso de autorreconocimiento. De esta manera, la risa se vuelve sonrisa, pues advertimos lo contrario, pero ya no en el otro (al que contemplamos con superioridad) sino en nosotros mismos. Esta no es sino la propuesta que desarrolla Luigi Pirandello en El humorismo (1908) y que surge del sentimiento de lo contrario que nos compromete y que nos hace renunciar a la distancia y a la superioridad.Pirandello va a postular, en las puertas del siglo XX, a una poética que usa este tipo de humor como principio constructivo y que no es otra que el Grotesco .

De Victor Hugo a Pirandello, entonces, la característica común que el Grotesco va a tener no es necesariamente el humor, sino más bien el encuentro de contrarios: lo feo y lo bello, la risa y el llanto, pero ya no presentes de manera alternada sino simultánea, permitiendo así el sentimiento de lo contrario.

Shakespeare y el Grotesco

Como bien sabemos, William Shakespeare fue un dramaturgo, actor, director y empresario teatral de enorme éxito en la Inglaterra isabelina-jacobea. No obstante, permanecerá sepultado durante el siglo subsiguiente merced a una serie de circunstancias que van desde los triunfantes ataques puritanos al teatro hasta el despliegue hegemónico de la preceptiva del clasicismo francés para el arte europeo.

Lo cierto es que, en el Prefacio de “Cromwell”,Victor Hugo toma al autor y lo saca de las sombras al ponerlo como ejemplo de genio moderno, afirmando que gracias a él se ha llegado a “la solemnidad poética de estos tiempos. Shakespeare es el drama; y el drama que funde bajo un mismo soplo lo grotesco y lo sublime, lo terrible y lo bufo, la tragedia y la comedia, el drama es el carácter propio de la tercera época de la poesía, de la literatura actual” (44). Apoyando esta premisa de Victor Hugo, proponemos a Shakespeare como el gran antecedente del Grotesco moderno y a su obra El rey Lear como el modelo desde el cual pensarlo.

Como sabemos, de esta obra (como de la mayoría del canon shakesperiano) no hay certeza en la fecha de composición, que debió ser entre 1603 y 1606. La primera representación de la que se tiene noticia nos retrotrae al 26 de diciembre de 1606 en la corte de Jacobo I, en el Whitehall Palace. Su fijación textual es igualmente problemática. Se publica en una primera versión con muchas deficiencias en 1608 (inQuarto), corregida en una segunda versión de 1619. Pese a eso, la famosa versión in Folio de 1623 es muy diferente a las anteriores. Ángel-Luis Pujante, en su nota preliminar a la obra, nos advierte que hay más de ochocientas variantes entre las versiones de 1608 y 1623 pero, “sobre todo, cada una de ellas contiene texto que no aparece en la otra: unas trescientas líneas de Q (verso y prosa) ausentes en F y unas cien líneas exclusivas de F” (41).

En cualquier caso sabemos que, como es habitual, no se trata de una historia original sino que tiene una multiplicidad de fuentes entre las que se cuentan una pieza teatral anterior, The True Chronicle Historie of King Leir (representada en 1594 e impresa en 1605); la Historia Regium Britanniae, escrita hacia 1135 por Geoffrey de Monmouth, de raíz netamente céltica; las Crónicas de Inglaterra, Escocia e Irlanda de Raphael Holinshed (1577); y el gran modelo vivo de referencia, la historia de Sir Bryan Annesley, quien fallece en 1604.

La obra cuenta con una doble intriga: aquella que atañe a Lear y sus hijas (Gonerila, Regania y Cordelia) y la duplicación de las circunstancias en la trama de Gloster y sus hijos (Edgar y Edmund). Esto va a ser sumamente relevante para nuestro trabajo, pues en ambas tramas se despliegan elementos grotescos de gran patetismo trágico.

El Grotesco en la trama Lear

Recordemos que la obra narra la historia de un rey que decide abdicar en favor de sus hijas, con la idea de dividir el reino en partes proporcionales al amor que ellas le demuestren. Las dos mayores se dedican a adularlo largamente, mientras que la menor responde con un escueto “Triste de mí, que no sé poner el corazón en los labios. Amo a vuestra majestad según mi obligación, ni más ni menos” , que más adelante extiende con un “Mi buen señor, me habéis dado vida, crianza y cariño. Yo os correspondo como debo: os obedezco, os quiero y os honro de verdad” (Acto I, Escena 1). Lear decide entonces desheredar a Cordelia y dividir el reino en dos, con la certeza de que podrá vivir alternadamente con sus hijas mayores, quienes lo cuidarán en su vejez. La falsedad de Regania y Gonerila, evidente para los espectadores desde la primera escena, será consciente para Lear a partir del Acto II, cuando ninguna de las dos quiera darle hospedaje. En el Acto III, despojado de su séquito, de sus riquezas y de cualquier tipo de hogar, Lear comenzará a vagar con la única compañía del Bufón. Estamos ante la gran escena de la “locura de Lear” que, si bien es evidente desde el Acto I , es aquí donde tiene su mayor despliegue escénico. La presencia del caos se manifiesta en todos los órdenes de la existencia: en la política, por la guerra; en la familia, por el abandono del padre; en la naturaleza, por la tormenta; y en el personaje, por su enajenación. La escena rezuma humor por los desvaríos de Lear y las respuestas del Bufón, pero simultáneamente se despliega un profundo pathos trágico en la figura de este padre-rey vejado y abandonado por sus propias hijas, a merced del temporal que arrasa o, como lo cuenta Kent: “Desde que soy hombre no recuerdo haber visto estos chorros de fuego, ni oído este retumbar del hórrido trueno, ni estos gemidos de lluvia y viento rugiente. El hombre no soporta tal angustia ni temor” (Acto III, Escena 2). Las inclemencias del tiempo tienen un despliegue tan horroroso, como compasiva es la mirada de los personajes positivos (Kent y Edgar, principalmente) ante el desamparo de Lear. Lo funesto y lo risible se dan la mano, hasta que pasa la tormenta y pasa también la locura.

El Grotesco en la trama de Gloster

Esta trama paralela redunda pedagógicamente sobre la historia principal. El conde de Gloster tiene dos hijos, uno legítimo (Edgar) y otro bastardo (Edmund). El padre quiere a ambos por igual, pero Edmund no soporta su carácter ilegítimo y pretende apropiarse de la herencia correspondiente a Edgar, a la vez que busca acelerar la muerte de Gloster. Para ello recurre al engaño, haciéndole creer al padre que Edgar atenta contra él. El conde expulsa a su hijo legítimo y, al igual que Lear, cae de lleno en la trampa. Edmund, apenas las circunstancias lo favorecen, despoja a su padre de todas sus pertenencias y, aliado con Gonerila y Regania, transforma a Gloster en enemigo de la patria. Gloster es torturado por el duque de Cornwall quien le hace estallar los ojos y así, ciego y desamparado, se queda vagando sin rumbo, sabiendo ahora que ha acusado injustamente a su legítimo heredero. En el camino se encuentra con Edgar quien, disfrazado del Loco Tom, lo va a cuidar y acompañar. Pero el anciano manifiesta su voluntad de suicidarse y le pide a su acompañante que lo guíe hasta un acantilado en Dover. Su hijo lo guía a través de una planicie pero le asegura que están ya subiendo por la pendiente. Cuando Edgar/Tom le certifica que están en la cima, el conde le paga por sus servicios y lo despide. Entonces Gloster da un discurso de despedida al mundo y se tira, pero cae de bruces al piso. Edgar, no obstante, continuará con el engaño:

Gloster: Pero, ¿he caído o no?

Edgar: De lo alto de esa tremenda muralla caliza. Mirad hacia arriba (...) Es más que un prodigio. En la cima de la roca, ¿qué fue lo que se apartó de vos?

Gloster: Un pobre y mísero mendigo

Edgar: Desde aquí abajo parecía que sus ojos eran dos lunas llenas. Tenía mil narices, cuernos curvos y enroscados como el mar bravío. Era algún demonio. Así que, anciano afortunado, pensad que los dioses gloriosos, cuyos portentos nos mueven a reverencia, os han salvado. (Acto IV Escena 5)

Al igual que en la escena de la tormenta, el patetismo de la imagen de un loco guiando a un ciego se refuerza en este caso porque los personajes son los del padre en la derrota y del buen hijo que, pese a haber sido injustamente tratado, mantiene su amor filial y cumple con su deber. Pero al mismo tiempo la secuencia completa resulta absolutamente desopilante, con Gloster seguro de subir una cuesta, de oír el mar, de sentir el viento en el rostro cuando se tira, para terminar con la cara en el polvo. La risa, la compasión y el llanto transcurren, otra vez, de manera simultánea conformando una escena grotesca que no sólo funciona por sí misma sino también como refuerzo de la línea de acción principal de la obra.

El Bufón, la tragicomedia y el Grotesco

La figura del bufón es una constante en la tragedia isabelina, motivo principal del desprecio de la Francia racionalista para con ese teatro. Dicho personaje garantiza la inserción de la comedia que Shakespeare despliega en multiplicidad de poéticas, como se desprende del siguiente aporte:

Una observación muy directa de las modalidades actorales de la época es la que refiere a la actuación de los clowns. Esto Shakespeare lo vivió en carne propia. William Kemp, un payaso muy popular en su época, trabajó mucho tiempo en la compañía de Shakespeare […]. Cuando, hacia 1600, Shakespeare se cansó de las desobediencias de Kemp, contrató en su lugar a Robert Armin (c. 1563-1615), con quien tuvo una fructífera colaboración, y cuyo sutil ingenio lo ayuda a delinear los personajes del bufón o fool, una versión mucho más refinada del clown. Armin era también un escritor cómico por derecho propio y escribió una comedia (La historia de dos doncellas de Moreclacke) así como Fool upon Fool, semblanzas de bufones, muchos que conoció personalmente y varios más, que constituyen verdaderos repertorios de chistes, gags y otros recursos cómicos.

A Armin se suele atribuir las creaciones de los bufones del repertorio de las obras de Shakespeare, interpretadas por los Chamberlain´s Men y los King´s Men. (Cerrato: 70-71)

Tenemos entonces aquellas tragedias con inserts de elementos cómicos que funcionan como alivio circunstancial , aquellas tragicomedias donde la alternancia de escenas cómicas y trágicas es sostenida y las tragedias grotescas, donde risa y llanto no se alternan sino que se dan simultáneamente, como el caso que nos convoca.

La relación del Bufón con Lear, su rey loco, será mucho más compleja que en la mayoría de las obras de Shakespeare. El Bufón es quien mejor reconoce la hybris de Lear y se la da a conocer: “Cuando partiste en dos tu corona y regalaste ambas partes, llevaste el burro a cuestas por el barro . Poco juicio había en tu calva corona cuando regalaste la de oro […] convertiste a tus hijas en tus madres” (Acto I Escena 4). De esta manera, el Bufón expone el sistema de valores de Shakespeare al afirmar que, con su abdicación, Lear ha dado pie a un mundo patas para arriba, un reino del revés, un lugar donde sus hijas se han transformado en sus madres. Vale decir, ha dejado entrar el Caos. No es casual que luego del clímax del Acto III, cuando finalice la tormenta, se deponga también la locura del rey y nos acerquemos al fin de la guerra ˗o sea, cuando vuelva el Orden˗, el Bufón simplemente desaparezca de la trama.

La relevancia de este personaje, entonces, reside en que expone cómicamente las circunstancias trágicas de la pieza. Asimismo, es quien otorga una gran carga de comicidad a las escenas patéticas del deterioro de Lear. Pero es, igualmente, un personaje cuyo carácter grotesco no está sólo en su función narrativa y semántica sino también en el aspecto sensorial. La figura es grotesca, con el sombrero de cascabeles y la ropa colorida, con la plasticidad para el despliegue acrobático en el escenario, con el recorte evidente respecto a la solemnidad de los demás personajes (aun cuando estén sosteniendo escenas cómicas, como el caso de Gloster y la narración de las circunstancias de la concepción de su hijo bastardo).

Palabras finales

Como vimos, el imaginario del Grotesco moderno no está vinculado solamente a lo deforme, a lo feo o a lo que se corre de la norma estética. En este Grotesco asistimos a la unión de opuestos, a la conjunción de lo feo y lo bello, de la comedia y de la tragedia. Por ese motivo lo grotesco no funciona solamente en su carácter humorístico, más allá de las diversas modalidades del humor que desarrollamos. El grotesco es también pérdida, masacre y dolor. Victor Hugo recupera el término en un período de gran convulsión social y política que se extiende al siglo XX y encuentra en Shakespeare la fuente para alimentar a una dramaturgia contemporánea. Como dice Jan Kott,

el rasgo del nuevo teatro que llama más la atención es su carácter grotesco. Este nuevo sentido grotesco, en contra de las apariencias, no sustituye en absoluto al antiguo drama y la comedia costumbrista; su problemática, sus conflictos y sus temas son los de la tragedia: la condición humana, el sentido de la existencia, la libertad y la obligación, la contradicción entre lo absoluto y el quebradizo orden humano. Lo grotesco es la antigua tragedia escrita de nuevo, en distinto tono (2007: 87-88).

* María Natacha Koss (Buenos Aires, 1978) es doctoranda en Historia y Teoría de las Artes por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Es profesora adjunta a cargo de la cátedra Historia del Teatro 1 de la carrera de Artes de esa universidad, así como Secretaria Académica del Instituto de Artes del Espectáculo (FFyL-UBA). Integra la Dirección artística del Centro Cultural de la Cooperación y forma parte del equipo de la Escuela de Espectadores que allí funciona. Es profesora, además, en posgrados de cine, teatro y comunicación visual de diferentes universidades. Actualmente, es Presidenta de la Asociación Argentina de Teatro Comparado (ATEACOMP). Sus últimos libros, ambos de 2021, son Historia del Teatro. Volumen I, editado por la UBA y Mito y territorios teatrales, editado por Argus-a en California, EEUU.

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Recibido: 01 de Junio de 2022; Aprobado: 11 de Agosto de 2022

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