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CELEHIS (Mar del Plata)

versión On-line ISSN 2313-9463

CELEHIS  no.46 Mar del Plata dic. 2023

 

Dossier

Humor grotesco y arte actual en las intervenciones gráficas de George Grosz

Grotesque humour and present art in George Grosz´s graphic interventions

Laura Cilento1 

1 Instituto de Artes del Espectáculo, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires

RESUMEN

George Grosz (1893-1959) comenzó su carrera como artista visual durante los años de la Primera Guerra Mundial. Como miembro del Club Dadá de Berlín, su obra adoptó algunos de los principales reclamos de este grupo vanguardista, especialmente la conciencia del tiempo presente y el desplazamiento de las bellas artes en favor de las artes populares y masivas. Desde este punto de vista, su producción gráfica se reveló como caricaturesca, satírica y shockeante, conduciendo su estética hacia el complejo de terror, risa y disgusto que solo balancea la lógica del Grotesco. Este artículo seleccionó el primer período de su carrera, con interés destacado en el imaginario de la Primera Guerra Mundial expresado como panoramas gráficos grotescos.

PALABRAS CLAVE: Grosz; humor; grotesco; dadá; caricatura

ABSTRACT

George Grosz (1893-1959) started his career as a visual artist during the years of First World War. As a member of Dada Club of Berlin, his work adopted some of the main claims of this vanguardist group, especially the awareness of present time and the displacement of fine arts in respect of massive and popular arts. From this point of view, his graphic production was aimed as caricaturesque, satirical and shocking, driving his aesthetic towards the complex of terror, laugh and disgust only balanced by grotesque logics. This paper selected the first period of his career, with prevailing interest in the imaginary of First World War expressed as grotesque graphic panoramas.

KEYWORDS: Grosz; humour; grotesque; dada; caricature

Una época desagradable

“Hay que ver la facilidad con que recuerdo siempre las cosas más feas”, confiesa y repite con variaciones George Grosz (1893-1959), en su libro Un sí menor y un no mayor. Escrito desde un punto en el tiempo que es el de la estabilidad (1946, posguerra en Estados Unidos), el libro del artista plástico, activista dadá y dibujante alemán comienza, como toda autobiografía, con las coordenadas de nacimiento e infancia, y termina con su adaptación feliz (pero con renuncias) a la vida norteamericana, aunque nunca se olvide de utilizar las tintas sucias de esa fealdad recurrente, que es uno de los códigos en los que se teje su experiencia de lo grotesco.

Como se trata de una autobiografía de base memorialista, el contexto de época explica la trayectoria individual. Y ese contexto lo entromete en la vida de la vanguardia histórica gestándose en París en 1913 con su participación en el frente de la Guerra en 1914-15 y 1917; desde su activismo dadá berlinés; en su viaje para un libro por encargo a la flamante Unión Soviética en 1922; y, finalmente, por su radicación en Estados Unidos en enero de 1933, pocos días antes de que Hitler tomara definitivamente el poder en Alemania. Y los dichos son sólo los escenarios destacados en el relato. La actitud memorialista incluyó, de este modo, la presentación y el juicio de una época, desde la mirada de un actor que se sintió interpelado.

Resulta interesante ver cómo, en el caso de la autobiografía de artista que también es Un sí menor y un no mayor, los capítulos alternan los grandes episodios de la vida de Grosz con otros más sintéticos donde se alinean, sin demasiado desarrollo, las alternativas de gestación y publicación de su producción estética. Es que esta autobiografía está más apoyada en la interacción humana y su proyección espiritual e intelectual; es decir, unos gestos vitales que están por encima de -y tiñen- las opciones artísticas.

Entre esas opciones artísticas, y a partir de ellas, su producción permite detectar y recortar con claridad una de las posibles configuraciones contemporáneas de la categoría de lo Grotesco, especialmente porque él mismo echó mano de ella y la empleó en sus declaraciones públicas, porque la enriqueció con su paso por el activismo espartaquista y comunista, pero especialmente porque la nutrió en su participación activa en el movimiento dadá de Berlín, desde el manifiesto oficial que él firmó, aparecido el 12 de abril de 1918. A partir de estas coordenadas analizaremos algunos aspectos clave para ponderar su aporte a la creación de un imaginario grotesco de -y para acceder a- la experiencia de la I Guerra Mundial.

Grotesco. Tradición y eclosión

Como una suerte de prolongado y persistente lado B de las artes legitimadas, el Grotesco es una categoría transhistórica de ambiguo prestigio, activada desde las poéticas más antitéticas y reclamada por todas las artes.

Cuando Wolfgang Kayser atribuía al Grotesco una “potencialidad significativa” (42), daba un primer paso para reconocerlo, más que por una definición, por diversas lógicas para su composición y su efecto. Así como inicialmente se trataba de codificar las leyes internas y subjetivas de la fantasía, tanto de los productores como de los receptores, signadas por la capacidad creativa de forjar nuevas posibilidades a partir de fragmentos, Frances Connelly también lo define a partir de una (también potente) imagen de “poner las cosas a jugar”, crear un “espacio de maniobras” o “habitación de juegos” para experimentar.

Estas definiciones más operativas que esencialistas ofrecieron, en el recorrido exploratorio, las siguientes constantes:

dinámica de lo mutable: al mezclar categorías (humano, no humano/ real, irreal) e insertarlas en una dinámica que impide su fijación taxonómica, el Grotesco desafía la noción misma de categoría (Carroll 2017; ˗y puntualmente acerca de la noción de norma˗ Koss 2022). Esto desemboca en un efecto de movilidad, de fluidez de la forma, de indeterminación, de hibridez y monstruosidad;

shock imaginístico: el Grotesco se expresa con imágenes que generan metáforas temáticas (muchas veces visuales) ostensibles, en busca de una “estructura de extrañamiento” (Harpham 1976) que entra en correlación con componentes emocionales variados: risa, asombro, disgusto u horror;

inestabilidad en los principios de representación: la imagen grotesca, en su lógica de mezcla y coexistencia de opuestos, atenta contra ejes monolíticos de representación: sostiene de manera inestable lo trágico y lo cómico; el realismo más crudo y sucio del naturalismo y las figuras imposibles de lo sobrenatural; la estilización más sofisticada y lo burdo, feo y vulgar.

El grotesco es una tradición que se reactiva, en Grosz, en contacto con su propia actualidad. Merecen considerarse algunas implicaturas de este grotesco conjugado en tiempo presente.

Es lo que pasa ya

Caracterizado como un volátil individualista que no podía sostener durante mucho tiempo su fe en las causas progresistas colectivas (Whitford 1984), especialmente en el momento político de crecimiento de movimientos de izquierda en la reciente República de Weimar, a los que adhirió con poco compromiso -o con un precoz arrepentimiento-, Grosz sostuvo en los diferentes momentos de su carrera la búsqueda de los modos de emplazar su arte visual en coordenadas de estricto presente y de actualidad. Tanto en sus colaboraciones de caricaturas en medios periodísticos como en los acontecimientos dadá o en su participación en puestas en escena como escenógrafo y vestuarista, su concepción vanguardista le dictaba un rechazo de la trascendencia atemporal de los modos de artes mayores. Este rechazo tomó la forma de una intervención, de una temprana necesidad de acercarse a públicos amplios desde un régimen de presente.

Al mismo tiempo que esa necesidad de que el arte exprese lo estrictamente actual, con la correlativa multiplicación de todos los medios a disposición, estaba inclinado a crear una sensación de suspensión del sentido que es propia del shock artístico (Brill 2010) y eso ocurrió con la conciencia del grotesco, en su variable complejo emocional de repulsión, risa y terror, logrado mediante el arte popular que más había practicado: la caricatura. En su charla “El arte y la sociedad burguesa” (1923), agregó un dato autobiográfico que data de antes de la Primera Guerra Mundial:

Comencé a hacer dibujos que fueron un reflejo del rencor que entonces experimentaba. Dibujaba por ejemplo una mesa de parroquianos del Siechem, donde los hombres estaban sentados como gruesas masas de carne, embutidos en la odiosa vestimenta gris. Para adquirir un estilo que tradujese la dureza grotesca y verdadera y la antipatía que deseaba expresar, estudiaba las manifestaciones inmediatas que me proponía el instinto artístico: copiaba en los baños públicos escenas populares que me parecían la expresión y la traducción breve de un sentimiento fuerte. (Grosz 1968: 27)

Cuando llegó la Guerra, y con la experiencia directa del frente, su objeto comenzó a combinar dos actualidades: el mundo opulento y belle époque de la vida burguesa y de las instituciones de poder, por un lado y, por otro, la actualidad devastada de los campos de batalla.

Hay en su autobiografía una galería de imágenes verbales que valen casi tanto como las visuales:

Dibujaba hombres borrachos, hombres que vomitan, hombres que con el puño cerrado maldicen a la luna, asesinos de mujeres que juegan a las cartas en torno a una caja donde yace el cuerpo de la asesinada. […] Dibujaba muchas escenas con soldados, aprovechando las notas que había ido tomando en pequeñas libretas durante mi servicio militar. […] Dibujé soldados sin nariz, mutilados de guerra con brazos de acero que extendían unas manos como pinzas de cangrejo, dibujé dos sanitarios que envuelven en una manta a un soldado de infantería que se ha vuelto loco; a un inválido al que le falta un brazo, pero que con la mano sana saluda a una señora cubierta de medallas que le deja sobre el embozo de la sábana una galleta que acaba de sacar del bolso. Un coronel que con la bragueta abierta abraza a una gruesa enfermera. Un auxiliar del hospital de sangre que arroja a un agujero un cubo lleno de restos humanos. Un esqueleto vestido de recluta, sometido a examen médico con la intención de declararlo útil para ir a la guerra (Grosz 2011: 153)

Tanto por su experiencia personal del período de la Guerra como por su posición frente a la institución artística, Grosz comenzó su carrera de la mano de las artes menores de la caricatura.

Advertí paulatinamente que existía un propósito mejor que el de trabajar únicamente para sí mismo o para los marchands. Quería convertirme en ilustrador, el gran arte no me interesaba en tanto representase a la belleza del mundo, y me volví hacia las tendencias desprestigiadas y moralistas: Hogarth, Goya, Daumier y otros semejantes. Dibujaba y pintaba por espíritu de contradicción, buscando, mediante mis trabajos, convencer de que este mundo estaba enfermo y era odioso y mentiroso. No tuve un éxito resonante, no me hacía ninguna ilusión al respecto, pero me sentía totalmente revolucionario y transformé mi resentimiento en conciencia. (2011: 30)

Al destacar su opción por transformarse en ilustrador, está dando cuenta de uno de los rasgos que lo convierten en fuente para definir su aporte al Grotesco contemporáneo: su mirada al mundo en el que vivía, y su comprensión de que las imágenes intervenían en él. El grotesco para Grosz implica un arte actual, que no carga con el pasado de la tradición institucionalizada, ni por su lógica mercantil.

Se instala, de esta manera, en una percepción de su tiempo absolutamente presentista, en términos de un “régimen de temporalidad”, tomando los términos de François Hartog, quien considera que el régimen presentista es un tiempo mediático de historización rápida, a partir de una actualización casi cotidiana del presente. Siendo así, en el campo de la opinión pública, Hartog se llegó a preguntar si el historiador puede, también él, hacer ´historia en directo´, es decir, dar en el día mismo el punto de vista de la posteridad y, por decirlo más sencillamente, tirar más rápido que su sombra. Y trasladando la pregunta al artista, la respuesta de Grosz es: “si quieren saber cómo se manifiesta el mundo ustedes van al cine, no a una exposición de pintura” (1968: 18). Esta propuesta desafiante, que implicaba poner todo el sistema de arte fuera de ese régimen de presente absoluto, la esgrimió, como buen dadaísta, en una galería de arte a propósito de una exposición de su obra.

El régimen presentista que define el arte gráfico de Grosz está atravesado por una pulsión hacia la fealdad. El artista alemán optó, resumidamente, por seleccionar lo más feo que encontró en el momento y en el lugar que le tocó vivir: “La guerra fue para mí un verdadero espejo en el que se reflejaban las virtudes y los vicios; pero lo mismo que le sucede al dibujante que estudia su dibujo visto en un espejo, veía reflejados sobre todo los defectos” (2011: 163). Lo resolvió con las inflexiones del humor satírico, fundamentalmente. El humor, sus efectos de sentido ironía, sátira y/o parodia, que permiten poner en juego permanentemente una axiología moral, política y, a grandes rasgos, ideológica, que es lo que debería llegar a leerse en esos movimientos deformantes. En definitiva, una capacidad crítica. Y la caricatura fue el espacio visual para trabajar ese espejo deformante, esa pulsión hacia lo feo condenable, y esa activación del complejo emocional grotesco.

Caricatura, grotesco y juicio ético

Esta reinvención de la categoría del grotesco retoma, precisamente, una tradición visual de artes menores que, con el expediente de la crítica ridiculizada de costumbres, inscribe en esa sede estética el surgimiento y desarrollo de la caricatura.

No casualmente, la caricatura ocupa puntos de inflexión en los recorridos panorámicos del Grotesco en la historia del arte moderno occidental. Kayser detecta, en el transcurso de la pintura de Bruegel a la caricatura del siglo XVIII, “la definitiva ampliación del Grotesco” (47-48) respecto de las tradiciones antigua y renacentista. Y Frances Connelly profundiza: cuando Jacques Callot (siglo XVII) se dedicó a representar a los marginados sociales -actores callejeros, personas con deformidades, pícaros y sectores pobres- el significado de “grotesco” dio un salto enorme. De describir los elementos ornamentales de la obra, abrió camino a la caricatura y su inmediatez comunicativa; a partir de fines del siglo XVII, entonces, se soldó la asociación entre deformidad corporal, caricatura y risa. La palabra “grotesco” “se emplea igualmente para designar personajes bizarros u objetos cuyas formas caricaturizadas provocan la risa” (Connelly: 188-189).

De los carnavales y la vida colectiva popular, la sátira social reaparecería en la caricatura en el seno de la naciente esfera pública, difundida a través de medios de comunicación que en el futuro serían verdaderamente masivos (Connelly: 194). Hay tres series de grabados -puntualiza- que representan las transformaciones de lo carnavalesco: Las cuatro etapas de la crueldad, de William Hogarth (1751); Divertimento per li ragazzi, de Domenico Tiépolo (1797-1804); y Los Caprichos, de Goya (1793-99). Tanto en el artista español como en Charles Baudelaire (el poeta que teorizó sobre esta categoría), el complejo emocional del grotesco se alimenta de la inverosimilitud y la fantasía, que transforman y fascinan visualmente la originaria escena costumbrista.

Para Grosz, que se inscribe en esta tradición por el solo hecho de elegir la caricatura para revistas y portfolios que publica su amigo Wieland Herzfeld (hermano de John Heartfield, con quien Grosz probó los collages y los fotomontajes), se trató de una orientación estética que le permitía ejercer juicios de época. Para él siempre habrá un desdoblamiento. La sátira que porta la caricatura es una forma de humor sobre lo feo de superficie y lo feo moral a la vez: “La guerra fue para mí un verdadero espejo en el que se reflejaban las virtudes y los vicios; pero lo mismo que le sucede al dibujante que estudia su dibujo visto en un espejo, veía reflejados sobre todo los defectos” (Grosz 2011: 163). Repasemos un momento la definición de sátira desde las nociones de la crítica canadiense Linda Hutcheon:

La sátira es la forma literaria que tiene como finalidad corregir, ridiculizándolos, algunos vicios e ineptitudes del comportamiento humano. Las ineptitudes a las que de este modo se apunta están generalmente consideradas como extratextuales en el sentido de que son, casi siempre, morales o sociales y no literarias. (178)

La sátira apunta a un blanco (un comportamiento humano individual o social) al que “ataca” de manera ostensible en un mismo movimiento, donde lo que se critica se deforma cómica o humorísticamente (para el efecto de ridículo) y se lo hace en nombre de valores muy estimados, que se sienten ofendidos por las conductas que se ridiculizan. Volviendo a palabras textuales de Hutcheon, si hay intención de corregir es en nombre de esos valores ideales, positivos (al menos en la axiología que defiende el satirista) pero con un aspecto de “evaluación negativa para que se asegure la eficacia de su ataque” (178).

Cuando vamos al terreno gráfico, la sátira conserva su ethos peyorativo y su evaluación negativa en un terreno de representación donde se ponen en juego lenguajes visuales, con sus propias convenciones para trabajar la apariencia, el parecido y la diferencia.

La caricatura es un fenómeno artístico moderno que Umberto Eco, en su Historia de la fealdad, remonta a un antecedente inmediato con los “tipos” que bosquejaba Leonardo da Vinci, pero que cristaliza cuando el artista elige objetivos reconocibles. La caricatura moderna, afirma Eco, nace “como instrumento polémico frente a una persona real o a lo sumo frente a una categoría social reconocible, y exagera un aspecto del cuerpo (por lo general, el rostro), para burlarse o denunciar un defecto moral a través de un defecto físico” (152).

Quien se ocupó de poner en valor la caricatura en el desarrollo histórico del arte, destacando el modo particular de intervención pública que genera, es Ernst Gombrich. En su “El experimento de la caricatura” sostiene, a grandes rasgos, que esta actividad aparentemente menor, subalterna respecto de líneas de la pintura y el dibujo serios, facilitó un proceso experimental sobre la representación humana y en última instancia sobre los medios artísticos, que desembocó en las rupturas radicalizadas que produjeron las vanguardias.

Vamos a tomar algunas de sus precisiones que permitan reconocer y describir la lógica de la caricatura.

La ilusión de poder copiar la realidad, respecto de las impresiones fisonómicas, generó diversas teorías. Todo dibujo de una cara humana posee, por el mero hecho de haber sido dibujado, un carácter (permanente) y una expresión (ocasional, anímica). En el siglo XVII Charles Le Brun realizó una serie de estudios para clasificar las emociones y las pasiones, como parte de la expresión facial. Aunque, al margen de las especulaciones, descubrieron la libertad para jugar con el dibujo. Tôpffer (uno de los ilustradores más famosos del siglo XIX), probando los efectos de alejarse de la copia del natural, resumía su confianza en estos experimentos con la afirmación de que “todo dibujo de una cara humana, por muy torpe o pueril que sea, posee por el mero hecho de haber sido dibujado, un carácter y una expresión” (Gombrich: 287).

Rota la necesidad de extremar los parecidos, la cuestión pasa de una imitación exacta de la persona (el parecido) a la sensación de equivalencia. Y en la equivalencia se cuelan elementos afines, deformaciones cómicas, incluso sobrenaturales. Como señaló uno de los más importantes caricaturistas ingleses, William Hogarth (1697-1764), la caricatura se basa en la comparación cómica (Gombrich: 296). ¿Acaso la cara del rey Luis Felipe no se parece (o sea tiene un equivalente) a una pera (Gombrich: 290), así como Trump se parece a Johnson no solo por su pensamiento político sino porque ambos tienen el pelo casi blanco, peinados en alto? La comparación cómica rebaja, lleva al plano físico algún elemento del plano ideal.

En el dibujo y luego específicamente en la caricatura, se verifica un principio de representación muy relevante para la futura libertad estética de los artistas contemporáneos: una ilusión de vida que puede prescindir de toda ilusión de realidad (Gombrich: 284). A su vez ese humor satírico, en muchos casos, no estaba asociado a la risa cómica sino al complejo artístico y emocional del Grotesco señalado al comienzo.

En un espectro de valoración presentista (esa fealdad del frente de combate llevada al combate artístico dadaísta, especialmente por la radicalización política que tomaría luego de 1918 el dadá de Berlín, sumada a la opción por las artes más actuales, las menores y de alta divulgación pública), Grosz destiló un híbrido de su mundo gráfico donde la condena a los enemigos burgueses propia de los anarquismos daba las credenciales para re-emplazar el escenario bélico en el entorno urbano, y para reflexionar acerca de la fealdad del mundo actual.

Devastaciones

Sabine Rewald, en el catálogo de la reciente exposición sobre Grosz en el Museo Metropolitano de Nueva York, sugiere, sin margen para atenuantes, que el artista, como combatiente, resultó un buen caricaturista… Es decir, que las afecciones que lo tuvieron más tiempo en la enfermería o en rehabilitación por colapso nervioso no le permitieron estar en el frente (11). Fue un observador directo y, en tanto observador no protagonista, un inmediato detractor de la Guerra.

Cuando los auspicios de las exposiciones dadaístas y, especialmente, las ilustraciones que hizo para diversos libros de la editorial Der Malik-Verlagle dieron un respaldo para su lanzamiento definitivo, el escenario de las caricaturas de Grosz mostró ser un emplazamiento complejo y desplazado respecto del patético frente de devastación bélica. Ya sea en calles o en interiores de fábricas, cabarets, restaurantes o fiestas privadas, la guerra reaparece sesgada. El re-emplazamiento fue necesario para Grosz, porque de esa manera podían aparecer y coexistir como brutales opuestos los actores sociales del capitalismo industrial y armamentista mezclados en el mundo -en el espacio público- con las víctimas del sistema, entre los cuales destacan los soldados con sus marcas físicas de pobreza y discapacidad.

Como señalamos en trabajos anteriores (Cilento 2022), Grosz se sitúa en principio como caricaturista político, explora todo tipo de contrastes visuales de personajes insertos en una misma escena urbana (pública o privada) y reduce la risa por la fealdad, tanto como el puro patetismo, a través de una composición que distribuye a cada cuerpo su gama de deformidad, atendiendo a una categorización social desde atributos de vestuario (que demarca la función social) y corporales altos-fisionómicos o bajos-extremidades. En buena parte de las viñetas que recopiló en El rostro de la clase dominante (1921), las clases obreras o excombatientes (a los que en una de las piezas rotula irónicamente como la “generación perdida”) exhiben sus mutilaciones y su pobreza reales, mientras que los representantes de los sectores de poder (iglesia, política, empresariado, mujeres que se prostituyen a los dominadores) son representados con alguna marca expresionista. Ejemplo de esto encontramos en “Para rezar nos ponemos delante del Justo Dios”, donde de sus cráneos están trepanados y de ellos escapan verborragia o excrementos. (Grosz 1921).

En otros casos, el complejo grotesco de las imágenes se inclina hacia alusiones sobrenaturales y cristológicas, aunque notablemente degradadas. Las dos actualidades que va a atacar moralmente Grosz están transfiguradas en su autobiografía: “¡Cuánta razón tiene Swedenborg, pensaba yo, cuando dice que en la Tierra se unen el Cielo y el Infierno!” (2011: 152). Eso se ve en la topografía desdoblada de sus caricaturas, o en la estructura de díptico, donde aparecen afeadas y deformadas las bondades y las desgracias, como una suerte de reparto cosmogónico. Dos piezas de The Day of Reckoning, recopilación de 1923, pueden dar la medida de este funcionamiento grotesco de la caricatura política.

Con el epígrafe “Enjoy life!” (en la traducción de Grosz [1984]), el espacio callejero, esa típica “vuelta a la esquina” con las defectuosas perspectivas del fondo de la escena, no sólo da cuenta de la movilidad de la circulación urbana moderna, sino que por añadidura organiza simbólicamente los sectores. A modo de los paneles de la escena simultánea del teatro religioso, pero también con los focos múltiples de las escenas costumbristas de Hogarth, y -más cercano a Grosz-, del vecindario donde se presentó a Yellow Kid, el personaje inaugural de la historieta en la prensa norteamericana, se recorta un eje vertical que ordena: un interior burgués visibilizado (el comedor opulento) y, abajo y en la calle, un mendigo cojo y con una pierna ortopédica (técnicamente, una “pata de palo”).

Los rostros están lo suficientemente trabajados con detalle como para mostrar los caracteres y la expresión anímica ocasional, sin abandonar la fealdad del gesto y la fealdad moral, en el caso de la burguesía satisfecha, y con menor interés en señalar el carácter, aunque sí el des-ánimo, en todos los proletarios y excombatientes, tal vez abonando la teoría de Whitford (1984) de que Grosz, debido a sus múltiples inconformismos, no resolvía nunca de manera maniquea las caracterizaciones de los tipos sociales, e incluso invertía pocas armas estilísticas para individualizar cuerpos y rostros de los tipos sociales bajos frente al mayor detallismo de la clase opulenta.

Con mayor nivel de despersonalización, otro sector de la viñeta dispone transeúntes ocupados, especialmente el del primer plano, que no perciben el contraste de la desigualdad alimentaria. Y dejan al receptor el trabajo irónico de extraer el juicio crítico y al mismo tiempo, como parte del movimiento de la imagen grotesca, agotar la risa plena para acompañarla con una sensación revulsiva.

En la viñeta que lleva como epígrafe “The Stage Director… and his puppets”, la simultaneidad espacial contrastiva se acentúa por recurrir al díptico:

La pluma se adelgaza o se engrosa en el trazo, y en ambas piezas va tiznando la arquitectura (más pronunciadamente, en el panel del director de escena). La suciedad del trazo evoca la textura del hollín o de la pólvora, y también de la tierra (hay chimeneas, iglesias en llamas y fosas abiertas en ambas escenas, que podrían conducir la textura del trazo a la representación hiperrealista de los elementos hostiles).

En el momento de abandonar el eje de los rostros caricaturescos para observar la construcción de las corporalidades, esa suciedad parece pegarse mucho más al representante de la clase dominante, mientras que los soldados-obreros del díptico derecho están limpios y transparentes, aun en su ubicación desventajosa. Suciedad y obscenidad crean un continuo que es una marca grotesca-grosera de contraste: la clase dominante fálica (habano y falo exhibido) y la clase dominada está, por oposición, bestialmente castrada.

La incongruencia, una de las lógicas más multivalentes de la producción de humor, porque afecta elementos formales y de sentido, está tensionada al máximo; se detecta el contraste irónico, pero la risa se atraganta cuando se opone a la exhibición visual de las secuelas de la guerra.

Humor amargo y humor bromista

Antes de cerrar sobre la lectura de materiales impresos toda la capacidad significativa de estas viñetas grotescas, cabe recordar que esos materiales, si bien de irradiación pública, formaban parte de ediciones enroladas en el círculo del Club Dadá berlinés, al que pertenecían los hermanos Herzfelde (especialmente la revista Neue Jugend -Nueva Juventud- y la editorial Der Malik-Verlag), y que por lo tanto reducían o -al menos- contrarrestaban su carácter político inmediato o unívoco. El fundamento de valor dadá basado en un dinamismo permanente que impide fijar posiciones está tensado por ese complejo emocional que lo liga al Grotesco, tal como un artista orgánico y colega de Grosz, Raoul Hausmann, resume en sus memorias:

Dadá es la impasibilidad sonriente que juega a la horca con su propia vida y nació de la voluntad de librarse de la obligación de justificar la estafa europea; Dadá tiende a lo no trágico, tiende al equilibrio dentro de una supuesta libertad que se realiza legalmente, libertad sobre la cual escupe. (2011: 47)

A su vez en el capítulo 9 de su autobiografía memorialista “Arte y ciencia”, Grosz da cuenta del espíritu de cuerpo de los que adherían al dadaísmo. Como buena parte de los integrantes, había distribución de títulos y funciones. Grosz era el “publidadá”: su tarea era inventar consignas al servicio de la buena obra del movimiento. Consignas como “Dadá por encima de todo”, o “Dadá no tiene sentido”, impresas en etiquetas, eran pegadas en vidrieras, mesas de café y otros lugares públicos.

Tanto las figuras como las etiquetas y los montajes, “ejercían el efecto de un shock sobre los asistentes y la opinión pública. Sobre todo, los artistas modernos mostraban especial disgusto, puesto que nosotros no nos tomábamos nada en serio ni respetábamos nada. Nos burlábamos hasta de la vanguardia” (Grosz 2011: 189). Este discurso autorrefutativo, resume Connelly (2015), transforma al Dadaísmo en una de las más carnavalescas poéticas de las vanguardias, ya que todo en ellos es degradación. En este sentido, los acentos grotescos debían redefinirse constantemente, aunque parece ser posible concluir que sólo con la doble valencia política y la broma dadá podía respaldarse la economía de la fealdad, la violencia y la crueldad revestidas satíricamente por el humor.

* Laura Cilento es Doctora en Letras, docente de grado y posgrado en las Universidades de San Martín y Pedagógica Nacional (UNIPE). Coordina el Área de investigaciones en Historia de las Ciencias de las Artes del Espectáculo en el Instituto de Artes del Espectáculo de la Facultad de Filosofía y Letras, UBA. Entre sus publicaciones recientes, editó (en colaboración con Oscar Conde) el libro Textualidades alternativas. Casos de literaturas marginalizadas en la Argentina. Buenos Aires, Editorial UNIPE, 2021.

Fecha de recepción: 01-06-2022

Fecha de aceptación: 11-08-2022

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