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Delito y sociedad

versión impresa ISSN 0328-0101versión On-line ISSN 2468-9963

Delito soc. vol.23 no.38 Santa Fé dic. 2014

 

COMENTARIOS DE LIBROS

Comentario a Esteban Rodríguez Alzueta: Temor y Control

 

Por Mariano D'Ambrosio

Futuro Anterior Ediciones, Buenos Aires, 2014

Otro fantasma recorre la Argentina, el fantasma de la inseguridad. Poco a poco la seguridad, el delito y el miedo al delito, se han convertido en tópicos de la política. No sólo es la conversación de rigor en el almacén del barrio, sino también uno de losítems centrales de las agendas de los funcionarios y el tema favorito del periodismo financiado por las grandes empresas de comunicación. Así comienza el libro de Esteban Rodríguez Alzueta poniendo en primer plano al tema de la inseguridad como un fantasma que todo lo toca y que a todos asusta.
En primer lugar vamos a decir que es un libro extremadamente interesante que intenta hacer una panorámica actual del problema, cosa que logra sin lugar a dudas. Para esto se vale de una amplísima variedad de autores y textos y a esto hay que agregarle además de la reconocida calidad académica del autor, su militancia en distintas organizaciones sociales y de derechos humanos y como bonus a todo esto, su paso por la función pública lo que hace mucho más interesantes a varios de los temas que toca ya que están impregnados por estas tres dimensiones, la academia, la militancia social y la política.
Es un texto que abre muchas discusiones y plantea varias hipótesis, incluso varias en cada capítulo, ya en la introducción va a proponer pensar las relaciones de continuidad que hay entre las prácticas de temor y las prácticas de control, es decir, entre el gobierno de la inseguridad y la criminalización de la pobreza y la regulación del delito. Una inseguridad que se propone gobernar controlando la pobreza y manipulando el miedo de los ciudadanos. En este sentido va a hablar del gobierno de la inseguridad (no de la seguridad). La inseguridad es la novedad que impone "la realidad" sobre
todo en la gran ciudad. Lo que los gobiernos tienen que gestionar es el riesgo, que será considerado un dato normal, inevitable. Como la inevitabilidad es constitutiva de la gobernabilidad, crea condiciones para ejercer el gobierno, habilita el poder de policía, legitima a las agencias punitivas para gestionar determinadas conflictividades asociadas a determinados sectores de la sociedad.
Es interesante como punto de partida si se quiere epistemológico, la idea de un dispositivo de temor y control que va a perfilar un régimen punitivo. Va a aclarar que cuando habla de dispositivo no está pensando en una dictadura ni en un Estado represor. Sino que un Estado organizado con el dispositivo de temor y control va a implicar una determinada articulación entre los elementos que lo componen. Una articulación que tiene un imperativo estratégico: criminalizar la pobreza, gestionar el miedo, regular el microdelito y administrar las economías ilegales. Pero va a aclarar que esto no significa que en ese mismo dispositivo no existan otros actores, incluso agencias enteras que, al mismo tiempo, propongan y ensayen articulaciones alternativas para poner en crisis ese imperativo estratégico. Eso explica porque el Estado puede ser progresista y reaccionario al mismo tiempo.
Una de las hipótesis más fuertes del libro y que recorre varios capítulos es que: no hay olfato policial sin olfato social. Y en este sentido, afirma que las prácticas institucionales brutales y discriminatorias se sustentan y legitiman en el resentimiento y en los procesos de estigmatización social que demonizan y extranjerizan, no sólo al otro difierente sino al otro que tiene dificultades persistentes.
En este sentido, y hablando del olfato social, plantea preguntas inquietantes: ¿la detención sistemática de los jóvenes morochos de las barriadas humildes no necesita del compromiso de la sociedad que delata a los sectores que estigmatiza? ¿Puede haber mano dura, tolerancia cero, gatillo fácil, represión o judicialización sin consenso?¿Se puede hablar de criminalización de la pobreza sin el consentimiento de la población? ¿El gobierno de la inseguridad no se sostiene en la cultura del miedo de una sociedad banal?
La matriz de las respuestas a estas preguntas serán expuestas a lo largo del texto pero básicamente va a decir que en una sociedad que sufre las consecuencias de la fragmentación social que se encuentra polarizada con ficciones maniqueas (también muy bien analizadas en el libro), con una estructura social desigual y espacialmente segregada, donde los malentendidos se multiplican y tienden a profundizarse. La sociedad se divide y los enfrentamientos se exasperan. Cuando los individuos no pueden ponerse en el lugar del otro, no podrán tampoco advertir los problemas con los que tiene que medirse el prójimo. Cada uno se retrotrae a su entorno homogéneo, se aísla, se encierra y apunta con el dedo a todas aquellas personas "extrañas" que no corroboran su mundo, no se adecuan a sus valores y estilos de vida. El otro será percibido como un extraño, alguien que habla un idioma ininteligible y, acaso por eso mismo, conviene mantenerlo alejado a través de lo que va a llamar una guerra de policía, que se verifica en el uso regular del gatillo fácil, la tortura y las detenciones sistemáticas por
averiguación de identidad, en el hostigamiento y humillación manifiesta hacia determinados sectores sociales, todo ello necesita un consenso social. Y esa adhesión, que se va elaborando pacientemente sobre la base de experiencias previas, es una mezcla de indiferencia, de delación e idiotez.
Es así como pasamos de sociedades de curación a sociedades de prevención y esto para el autor coincide también con el pasaje de las sociedades hospitalarias a las sociedades hostiles, de la misma manera que de los Estados sociales hemos transitado hacia los Estados policiales. Tanto los Estados como las sociedades se han vuelto penitentes.
Y en este mismo sentido, de que no hay olfato policial sin olfato social y al explicar en un extenso capitulo la problemática de los jóvenes, se va a preguntar ¿Hasta qué punto los jóvenes estigmatizados como "vagos", vándalos o "pibes chorros" no son consecuencia de la cultura del miedo, es decir, de aquellas estrategias de espacialización y antropomorfización del miedo difuso? ¿Hasta dónde estos jóvenes pobres y morochos no son el chivo expiatorio de una sociedad temerosa, banal y clasista?, la estigmatización alimenta el círculo de peligro, de temor y de violencia al interior del barrio y en el resto de la ciudad. Por un lado, se quiere combatir los desarreglos sociales, pero por el otro, cuando se demoniza al otro, se sientan las bases para reproducir los malentendidos agravando los conflictos con la presencia policial. Y una vez más estos procesos de estigmatización activan y legitiman la violencia institucional.
Y, con relación a la violencia institucional, el libro dedica un largo e interesantísimo capítulo a las rutinas policiales y a la gestión del delito que esta lleva adelante y es aquí quizás donde se ve el mayor aporte de su paso por la función pública.
Las policías son instituciones que han llegado a desarrollar sus propios intereses, a partir de los cuales disputan, tanto a las clases dirigentes como a determinados sectores de las elites económicas, los distintos espacios de poder en el Estado y fuera del Estado. Es así que la corporativización de la policía nos habla del desgobierno de la política pero también de la autonomización de dichas agencias. El funcionariado de turno ya no podrá ponerlas en caja apelando a la lógica institucional, recordándoles su inscripción en el organigrama para luego exigirles acatamiento y obediencia debida. Las policías se han desenganchado de la política pero también de la justicia, la gran mayoría de las veces con el amparo de esa política y de esa justicia. El gobierno ya no tiene el monopolio de la fuerza o en todo caso ese monopolio es algo que comparte o negocia todo el tiempo con los jefes de las cúpulas policiales. La policía es una agencia que paulatinamente, y por distintas razones, se fue autonomizando; una institución que desafía y compite con la clase política por el control del territorio y la gestión de la población.
Siguiendo a Saín va a decir que la policía es una agencia que después de cuatro décadas de desgobierno ha ido desarrollando sus propios objetivos, que administra según sus propios criterios que norman sus prácticas, enmarcadas según sus propios rituales. No sólo decide el contenido de sus tareas sino que las encuadra con normas que fue componiendo en función de sus trayectorias y sus propios intereses. Una agencia que ha sabido acumular capital social (adquirir contactos y traficar influencias) para luego
acumular capital político (amparo y protección política y judicial) y capital económico (enriquecimiento).
La clase política ha perdido protagonismo en la definición de las políticas públicas de seguridad. Ha resignado la dirección de la policía y se ha recostado sobre los criterios que propone la cúpula policial, apelando a su experiencia y estructura territorial, para gestionar la cartera de seguridad. Y poniendo de ejemplo la Bonaerense aclara que no hay en todo el país un partido político que tenga la logística, el armado y la inscripción territorial que tiene la Bonaerense en la provincia de Buenos Aires, la clase política lo sabe y por eso la necesita. Algunas veces para continuar financiando algunas redes clientelares del conurbano de la provincia, otras para contener y neutralizar a los pobres que no se resignan y otras para "descontrolar" las coyunturas y forzar la salida de funcionarios o del gobierno. Se puede decir que estamos frente a una agencia que tiene la suficiente "cintura política" para fijar límites a cualquier gobierno.
Por otra parte, los policías están sometidos a dos tipos de presiones: una universalista o abstracta que proviene del Estado de Derecho, de las normas burocráticas; y otra presión particularista o concreta, determinada por las redes de relaciones personales en las que todos los miembros de la institución, en sus respectivas reparticiones, están inscriptos y sometidos. Dos sistemas normativos luchan entre sí, el mundo público de las leyes y protocolos (la institución) y el mundo privado de la familia policial (la "repartición", "la hermandad"). Con la policía las cosas no pueden ser nunca ni blanco ni negro, conviene dejarlas a mitad de camino, no averiguar demasiado como hacen sus tareas. La flexibilidad estructural es un recurso fundamental para pendular entre la legalidad y la ilegalidad, entre el protocolo y la discrecionalidad.
Es interesante la descripción que hace el autor de lo que llama "entorne" que es uno de los saberes aprendidos por la policía que se transmiten de generación en generación. Y es la capacidad que tiene los jefes policiales de rodear y cercar a los funcionarios de turno. Después de tanta rotación política, los policías aprendieron a acomodarse a las fuctuantes coyunturas políticas y vaivenes institucionales. Pero los policías aprendieron algo más, saben que los funcionarios no saben o no quieren saber, tampoco cuentan con el presupuesto necesario y la estructura administrativa para estarles encima. El funcionario tendrá que optar entre correr a cada uno de los sospechados de corrupción y quedarse sin nada, o mirar para otro lado y alcanzar alguna meta institucional que lo posicione mejor en su carrera política. En esta disyuntiva los funcionarios no tienen mucho margen y tiempo que perder, hay que encontrar rápidamente colaboradores entre los agentes de las cúpulas policiales. Los policías lo saben y por eso posicionan también sus cuadros que irán poco a poco "entornando" al funcionario hasta que este, rodeado, caiga por sus propias internas o lo sepulte la tapa de los diarios.
Por supuesto que el rico capítulo dedicado a la policía no deja afuera el reclutamiento de esta fuerza así como la impronta militar y represiva que posee desde sus orígenes, ni las vinculaciones entre policía, política y delito. Y rescata una inquietante frase de Balzac "los gobiernos pasan y la policía permanece" y le agrega, pasan los
gobiernos y la cárcel continúa y más aún, pasan los gobiernos y los jueces continúan. Esa permanencia según el autor nos está informando de un residuo hegemónico (el punitivismo estatal, el policiamiento securitario) y un núcleo ideológico duro (el punitivismo social) que mantienen activo el dispositivo de temor y control.
En el capítulo dedicado al encarcelamiento en masa, otra de las hipótesis interesantes que va a plantear es lo que va a llamar el "circuito carcelario", que es la rotación de segmentos de población que comparten las mismas características sociales en distintos espacios de encierro y va a describir cual es la funcionalidad puesta en juego y las trayectorias que se componen en ese circuito. Para ello dirá que la idea de la cárcel como depósito no es la adecuada para entender la dinámica del encarcelamiento en masa. En la duración relativa de las estancias en esos espacios de encierro está la clave para pensar la función de la cárcel en la Argentina actual.
El circuito carcelario (cárceles, institutos de menores, comisarías, centros de rehabilitación, etc.) propone pasar poco tiempo pero muchas veces por distintos espacios de encierro. En este sentido el sistema punitivo no solo incapacita también neutraliza, inmoviliza y vulnerabiliza a los colectivos de personas referenciadas como productores de riesgo y con ello también los ira capacitando para luego mover y regular la economías ilegales. Esa productividad reclama que los colectivos no sean retenidos por mucho tiempo. La rotación de la población encarcelada es consecuencia de la urgencia que se quiere responder (la contención de la pobreza y la regulación del delito) pero también de los intereses de cada una de las agencias que fueron desarrollando mientras respondían a dicha exigencia. Lo que se hace a través del circuito carcelario es sacar de circulación por un tiempo relativamente breve a contingentes enteros que tienen siempre las mismas características sociales (hombres, jóvenes, urbanos, pobres y sin cualificación específca) o étnicas (morochos, inmigrantes) para asociarlos a las economías ilegales, pero además para certificar las trayectorias vulnerables en la que se encuentran inscriptos. Los excluye para luego incluirlos de manera subordinada. Y creado al mismo tiempo las condiciones propicias para que determinadas estructuras legales y criminales puedan continuar operando.
Finalmente el último capítulo está dedicado a proponer algunas ideas para desde la izquierda y los sectores progresistas disputar la "seguridad" a la derecha. Para ello va a decir el autor, será fundamental construir una nueva agenda securitaria entre otras cosas a partir del "despoliciamiento" de la seguridad, sin que esto signifique prescindir de la policía ya que las sociedades actuales con el alto nivel de conflictividad social que tienen, son impensables sin la gestión de las fuerzas públicas. Pero si involucrando a la sociedad en estos temas. Los ciudadanos deben comenzar a participar en el diseño, planificación, instrumentación, control y evaluación de las políticas de seguridad. La seguridad debe ser referenciada como un servicio público y, por lo tanto, como una competencia y una función del Estado. Pero su contenido no se completa a espaldas de la sociedad sino escuchando e involucrándola todo el tiempo en las discusiones y decisiones.
En fin, el libro está atravesado por una reflexión sobre el poder y desde allí aborda temas de gran complejidad sin subestimar en ningún momento a estos y las condiciones políticas que posibilita
Como afirma la presentación, el texto nos permite pensar las continuidades y discontinuidades de una década en la que "la lucha contra la inseguridad", la criminalización de la pobreza y la regulación del delito se consolidaron como forma de gobierno. Y ello, como dice el autor porque en el discurso de la inseguridad se encuentran las formas efectivas para desautorizar la vida colectiva y las experiencias democráticas, en este sentido lo policial sigue siendo la oportunidad para seguir desplazando lo social a un segundo plano.

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