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Astrolabio. Nueva Época

versão On-line ISSN 1668-7515

Astrolabio  no.25 Cordoba jun. 2020

http://dx.doi.org/10.55441/1668.7515.n25.29914 

Dossier

LA PANDEMIA DEL CORONAVIRUS: UNA CATÁSTROFE GLOBAL EXPLOSIVA1

THE CORONAVIRUS PANDEMIC: AN EXPLOSIVE GLOBAL CATASTROPHE

Klaus Dörrea 

1aInstitut für Soziologie. Friedrich-Schiller-Universität Jena (Alemania) klaus.doerre@uni-jena.de

Resumen

El artículo esboza una economía política de la pandemia del coronavirus. En línea con Fernand Braudel, la peste es interpretada como un “golpe externo” que remite a estructuras de larga data. Detrás de la pandemia y de la recesión que la sigue se esconde una crisis profunda. Ella es consecuencia de la tenaza económico-ecológica que tiene atrapadas a las sociedades del Norte Global. Esta nueva cesura no puede entenderse sin tener en cuenta el crash financiero de 2007-2009 y el interregno político de los años de poscrisis. Según mi tesis, la pandemia y la recesión que la sigue son efectos repulsivos de una hiperglobalización que ha socavado progresivamente sus propios presupuestos. Sin embargo, no puede hablarse de un determinismo del coronavirus. La pandemia no conducirá espontáneamente a un “Build Back Better”. Un cambio de rumbo de este tipo exige alternativas creíbles y claramente delineadas, y, sobre todo, fuerzas sociales y actores políticos que lleven adelante los cambios. Por tanto, con llamamientos generales a las élites no se logra mucho. En lugar de ello, aquí se sugiere un análisis preciso de la tendencia hacia democracias bonapartistas que bloquean la revolución de sustentabilidad. El artículo explora las dificultades de una sociología pública y se expresa a favor de un nuevo orden institucional caracterizado por la democracia económica y la creación de consejos de transformación.

Palabras clave: Crisis de tenazas económico-ecológica; Pandemia del Coronavirus; Sustentabilidad; Democracia bonapartista; Globalización

Abstract

The article outlines a political economy of the coronavirus pandemic. In line with Fernand Braudel, the plague is interpreted as an “external blow” that refers to long-standing structures. Behind the pandemic and the recession that follows, lies a deep crisis. This is a consequence of the economic-ecologic pincer grip that have trapped the societies of the Global North. This new censorship cannot be understood without taking into account the financial crash of 2007-2009 and the political interregnum of the post-crisis years. According to my thesis, the pandemic and the recession that follows are repulsive effects of a hyperglobalization that has progressively undermined its own budgets. However, a coronavirus determinism cannot be affirmed. The pandemic will not spontaneously lead to a “Build Back Better”. A change of course of this type requires credible and clearly delineated alternatives, and, above all, social forces and political actors who can carry out the changes. Therefore, with general appeals to elites, not much is accomplished. Instead, an accurate analysis of the trend toward Bonapartist democracies that block the sustainability revolution is suggested here. The article explores the difficulties of a public sociology and expresses itself in favor of a new institutional order characterized by economic democracy and the creation of transformation councils.

Keywords: Economic-ecologic pincer grip crisis; Corona-pandemic; Sustainability, Bonapartist Democracy; Globalization

Cambio de humor

“Nunca hubo tanto conocimiento sobre nuestro desconocimiento ni sobre el constreñimiento a actuar y vivir en una situación de inseguridad”, constata Jürgen Habermas (2020) de cara a la pandemia del coronavirus, y les aconseja a los científicos sociales mesura en lugar de “pronósticos descuidados”. Tiene razón. Meses después del estallido de la peste, el conocimiento acerca de las características del SARS-CoV-2 es todavía muy limitado. Solo sabemos con seguridad que el virus es agresivo y mortal, y que aún no ha sido derrotado a pesar del aflojamiento de las reglas de distanciamiento social que está teniendo lugar en Europa. Todos los actores relevantes aceptan tácitamente que los datos sobre la cantidad de infectados y muertos son muy imprecisos. Nadie es capaz de predecir si es posible producir una vacuna efectiva en cantidades suficientes. La manera más adecuada de gestionar esta crisis solo podrá juzgarse con distancia temporal. La naturaleza de la recesión que seguirá a la pandemia también es una cuestión abierta.

A este último respecto, sin embargo, parece perfilarse una tendencia clara. El Fondo Monetario Internacional (IMF, 2020) habla de la “crisis del siglo”, y dice que no se sabe con certidumbre cuándo se producirá la recuperación económica. Según la Organización Internacional del Trabajo (ILO, 2020), al comienzo de la pandemia un 81 por ciento de la fuerza de trabajo global (alrededor de 2.700 millones de personas) ya estaba afectada total o parcialmente por el lockdown. Solo en los Estados Unidos, uno de los focos de la peste, 44,2 millones de personas han solicitado ayuda de desempleo hasta junio de 2020 (Berliner Zeitung, 2020). Poco sorpresivamente, los trabajadores informales y precarios, y el personal de empresas pequeñas, se muestran especialmente vulnerables. En países con ingresos promedio bajos o medios, la pérdida del empleo o la reducción de las horas de trabajo implican una puesta en riesgo de la supervivencia (ILO, 2020). Los números despiertan también preocupación en la rica Alemania. Hasta junio de 2020, alrededor de 12 millones de personas fueron registradas por las empresas para la ayuda estatal por reducción de horas de trabajo [Kurzarbeit]; actualmente, se calcula que de seis a siete millones reciben esta ayuda. A pesar de este instrumento de asistencia, las empresas planean una reducción masiva de puestos de trabajo. Una de cada cinco empresas teme por su existencia (IMF, 2020). Consecuentemente, se impone el desencanto: “al comienzo, cuando comenzó el coronavirus, había personas que hablaban encantadas de la «desaceleración» de la sociedad. Ahora parece haberse desacelerado demasiado” (Fromm y Hägler, 2020).

Se presiente lo que puede venir. Cuanto más duran la pandemia y la recesión, más crece el peligro de que las oportunidades esperadas en la fase inicial se tornen en su contrario. Quien no quiera estar a merced de cambios de humor, puede comenzar por analizar críticamente los propios diagnósticos de crisis anteriores. Esto es lo que haré en lo que sigue. Antes que nada, permítaseme formular una tesis. En sentido estricto, observada en términos sociológicos, la pandemia del coronavirus no es una crisis, sino una catástrofe, un “golpe externo” (Braudel, 1986 [1979]: 20) que será seguido no solo de una recesión extraordinariamente severa, sino también de duras luchas redistributivas. Para la parte más vulnerable de la población mundial estará en juego la supervivencia. Esto puede tener como consecuencia procesos de desolidarización. Si ello sucede, se verá obstaculizado algo que está retrasado hace largo tiempo: una revolución de sustentabilidad [Nachhaltigkeitsrevolution] ecológica y social como reacción a la crisis epocal detrás de la pandemia. Surgirán “sociedades catastróficas” [Katastrophengesellschaften] (Beck, 1986) en las que el estado de excepción determinará la cotidianeidad de las grandes mayorías. Mi fundamentación de esta tesis comienza con el análisis de la crisis financiera global y del interregno de la década poscrisis. Luego siguen reflexiones acerca de la dinámica específica de la pandemia del coronavirus y su selectividad social. Finalmente, se tratan las dificultades vinculadas a una sociología pública de la peste.

¿Cuál crisis?

Comencemos con la crisis económica de 2007-2009, cuyas réplicas siguen siendo palpables (Tooze, 2018). Como señala críticamente Joris Steg (2020: 73), yo caractericé esta crisis de manera prematura como una “gran crisis de transformación” (Dörre, 2009: 70), colocándola al mismo nivel que la gran depresión (1873-1895), la gran crisis económica mundial (1929-1932) y la nueva depresión (1973-1974). El sistema, así lo creía en ese momento, solo podía procesar esta crisis inmanentemente por medio de una “revolución-restauración” (Gramsci, 1991: 1362), esto es, mediante la preservación del núcleo medular del capitalismo a través de un cambio radical. Estando interesado en una superación del capitalismo en términos de una democracia económica [wirtschaftsdemokratisch], consideraba que un New Green Deal era una opción política realizable. A diferencia de James Galbraith, apostaba no tanto al nuevo presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, sino más bien a los movimientos sociales de oposición. Un proyecto ambicioso de reforma, así rezaba mi argumento, solo podía tener chances de éxito si surgía “una fuerza antagónica capaz de desafiar seriamente a las élites posdemocráticas” (Dörre, 2009: 260).

“Todas estos suposiciones, expectativas y esperanzas fueron amargamente decepcionadas”, constata Joris Steg (2020: 73) en retrospectiva, y me cuenta entre aquellos científicos que se equivocaron con sus pronósticos acerca del final del neoliberalismo o el capitalismo. La crítica de Steg acierta en un punto importante, aun cuando las concepciones deterministas de las crisis siempre me fueron ajenas. No existe una lógica lineal del incremento, que, por decirlo de algún modo, provoque por sí misma el colapso del capitalismo, y tampoco hay un mecanismo endógeno que produzca necesariamente una salida determinada, o deseada, de una crisis. Las grandes crisis son puntos de cruce de los cuales pueden derivar diferentes caminos para las sociedades. En estas encrucijadas, es necesario repetir el “pecado original” de la “detonación de las leyes económicas mediante la acción política” porque, de lo contrario, un colapso económico sería “inevitable” (Arendt, 2006; Dörre, 2009: 40 y 2019a). Se precisa un intervencionismo estatal que actúe en todos los subsistemas sociales para producir una correspondencia entre el régimen de acumulación, los modelos de (re)producción, las normas de consumo y las formas de regulación social, poniendo de nuevo en marcha la dinámica expansiva de las sociedades capitalistas sobre una base modificada. Para un cambio de la formación social que supere el modo de producción capitalista debería agregarse algo más. El capitalismo “no puede colapsar debido a una decadencia «endógena»: solo un golpe externo de extrema virulencia, acompañado de una alternativa creíble, podrían producir el colapso” (Braudel, 1986 [1979]: 720).

Esta ponderación del historiador Fernand Braudel es también válida, a todos los efectos, en lo que respecta a la pandemia del coronavirus y a la recesión que la seguirá. A pesar del virulento golpe que la peste representa, no puede hablarse de un “determinismo del coronavirus”. En los puntos de cruce del devenir de las sociedades suena la hora de la política, incluso cuando ella se abstiene de actuar. Por esta razón, vale la pena echarle un vistazo a la “larga década” que precedió a la pandemia. En ella también ha habido shocks externos, aunque de menor alcance, como el de Fukushima. En el año de la catástrofe nuclear tuvo lugar también el punto más alto de una revuelta mundial contra el neoliberalismo, llevada adelante por actores tan diferentes como Occupy Wall Street, las formaciones de la izquierda popular europea (Syriza, Podemos, Blocco de Esquerda y Die Linke) y activistas climáticos e iniciativas feministas y antirracistas (Black Lives Matter). Esta revuelta también encontró expresión en la Primavera Árabe y en el “Socialismo del siglo XXI” de Latinoamérica (Kraushaar, 2012). Medidos con la vara de sus propios objetivos, todos estos intentos de superar la hegemonía radical de mercado parecen haber fracasado.

Las causas de esto son múltiples y aquí no pueden tratarse ni siquiera de manera rudimentaria. Sin embargo, una de las razones importantes de este fracaso parece evidente. Los diferentes movimientos opositores actuaron, como también yo lo hice, con una comprensión insuficiente del cambio epocal que solo fue iniciado por el crash financiero. La contracción de la economía a fines de la década del 2000 puso de manifiesto que los países industrializados se encuentran en una crisis de tenazas [Zangenkrise] económico-ecológica históricamente novedosa. Se trata de una crisis de tenazas porque, bajo las condiciones del statu quo (altos niveles de emisión de CO2, producción intensiva en términos de recursos y energía proveniente de combustibles fósiles), el instrumento más importante para la superación del estancamiento económico y la pacificación de los conflictos del capitalismo, la generación de crecimiento económico, es cada vez más destructivo en términos ecológicos y, por tanto, también sociales (Dörre, 2019b). Sin embargo, si no hay crecimiento económico o las tasas de crecimiento son bajas, aumentan la pobreza, la desigualdad y la precariedad. El movimiento de tenazas de la economía y la ecología marca la verdadera crisis irresuelta que acecha detrás de la pandemia del coronavirus. Previsiblemente, esta crisis durará largo tiempo debido a su complejidad. Sin embargo, quienes defienden objetivos de sustentabilidad, como la descarbonización completa de la economía para 2050, remarcan la necesidad de superar esta crisis; de lo contrario, una gran parte del planeta se tornará inhabitable. La finitud políticamente impuesta justifica el concepto de crisis. Esta crisis solo puede superarse mediante una revolución de sustentabilidad. El tiempo disponible para realizarla se encoge cada vez más debido al bloqueo de cambios que ya deberían haber ocurrido.

¿Qué es lo que bloquea los cambios?

En la década que siguió al crash financiero, la incapacidad del centro, la centroderecha y la centroizquierda en el sistema de coordenadas políticas, para poner en marcha esta revolución de sustentabilidad llevó a la conformación de una forma especial de estatalidad. Yo la caracterizo como democracia bonapartista (Azzará, 2019). El bonapartismo es una “forma” de Estado de “excepción” (Poulantzas, 1973: 92; Hall, 2014: 92) que emerge de circunstancias democráticas y paraliza la relación de tensión entre capitalismo y democracia2. Las teorías del bonapartismo son interesantes porque ponen de manifiesto las tensiones irresolubles entre capitalismo y democracia. Por supuesto, no toda forma de dominación autoritaria puede clasificarse como bonapartista. Además, no es aconsejable transferir de modo simplista análisis históricos al presente (Beck y Stützle, 2018). A pesar de esto, las teorías del bonapartismo tienen un potencial estimulante, especialmente cuando se las aplica a constelaciones en las que la democracia se desdemocratiza desde adentro, esto es, cuando las clases subalternas delegan sus intereses a las formaciones autoritarias debido a la ausencia de alternativas. Exactamente este fue el caso durante la década poscrisis.

Esto puede mostrarse a la luz del ejemplo de la justicia climática. Se sabe que cuantos más altos son los ingresos, mayor es la cuota de emisión de gases perjudiciales para el clima. Mientras que el decil con más altos ingresos de la población mundial causa el 49 por ciento de la emisión de estos gases, el 50 por ciento más pobre es responsable solo del 10 por ciento (Gallagher y Kozul-Wright, 2019: 22)3. Estos datos ilustran que los grandes riesgos ecológicos no afectan a todas las clases por igual en el sentido de una “afectación total” [Allbetroffenheit] (Beck, 1986: 48). El cambio climático afecta a todos, pero no de igual manera. Las clases con menos ingresos se resisten a hacerse cargo de los costos de la reforma ecológica. Por tanto, el gran conflicto en torno a un nuevo orden de justicia climática tiene lugar entre diferentes bandos con intereses muy distintos. En línea con Immanuel Wallerstein, pueden diferenciarse cuatro bandos: dos se encuentran ligados al espíritu dominante de “Davos” (el Foro de Economía Mundial), mientras que los otros dos se vinculan al espíritu contrahegemónico de “Porto Alegre” (El Foro Social Mundial) (Wallerstein, 2014).

Tres fenómenos políticos fueron decisivos en el surgimiento de la tendencia hacia las democracias bonapartistas. En primer lugar, los dos bandos del “espíritu de Porto Alegre” han actuado muchas veces uno contra el otro. Las fuerzas que representaban la continuidad con los viejos movimientos socialistas y de trabajadores (organización vertical, lucha por el poder) se ubicaban primordialmente en el eje de conflicto entre capital y trabajo. La posición contraria, compuesta por corrientes y movimientos libertarios, apostaba en cambio a la autoorganización (descentralización funcional), rechazaba categóricamente el crecimiento económico como un objetivo de la política emancipatoria y actuaba primordialmente en el eje de los conflictos étnicos, nacionales, ecológicos y de género. Múltiples divisiones entre ambas posiciones impidieron la conformación de un antagonista político poderoso. En segundo lugar, esto facilitó que las élites capitalistas liberales y proglobalización mantuvieran el statu quo. Las representaciones políticas de las posiciones de centroizquierda y centroderecha se acercaron unas con otras. Su principal enemigo eran las fuerzas radicales y opuestas al sistema de los bandos del “espíritu de Porto Alegre”. El dictado de austeridad al gobierno griego de Syriza sirvió como un ejemplo político en la Unión Europea. Todo esto debilitó la disposición del bloque social gobernante a los cambios. Los peligros ecológicos fueron abordados exclusivamente con instrumentos conformes al mercado. A la vez, crecieron las desigualdades verticales y las vulnerabilidades sociales, a pesar del crecimiento económico prolongado, aunque moderado, en los altos centros capitalistas. En un mundo cada vez más entrelazado por el comercio, las corrientes financieras y las inversiones extranjeras directas, el crecimiento continuó siendo impulsado por el endeudamiento de los Estados y los hogares. Mientras las inversiones por fuera del sector financiero se estancaban y la infraestructura social se desintegraba, las emisiones perjudiciales para el clima trepaban a niveles récord; al mismo tiempo, crecía considerablemente la migración de refugiados, como así también la población mundial.

La pérdida de autoridad del centro del espectro político, así como también las divisiones, derrotas y desmovilizaciones de los bandos del “espíritu de Porto Alegre”, bloquearon la retrasada revolución de sustentabilidad y derivaron en una década perdida en términos de sustentabilidad. El interregno político favoreció, en tercer lugar, un transformismo (Gramsci, 1991) de la posición autoritaria conducido por diversas formaciones populistas y radicales de derecha. Su “revuelta imaginaria” (Dörre, Bose, Lütten y Köster, 2018) atacaba a un centro político cuyas fuerzas, partidos y organizaciones sociales competían sin éxito por caminos de salida a la crisis de tenazas. A la globalización, la derecha radical le respondió con nacionalismo; a la creciente desigualdad, con una etnización de la cuestión social; al cambio climático, con la negación o relativización de los riesgos; a la migración de refugiados, con segregación; y a la expansión de los valores liberales-libertarios, con antifeminismo y el retorno a un ethos del rendimiento [Leistungsethos] socialdarwinista y a una cultura nacional excluyente. Como resultado, surgieron separaciones políticas que han sido interpretadas, algo prematuramente, como un nuevo clivaje entre globalistas y comunitaristas (De Wilde, Koopmans, Merkel, Strijbis y Zürn, 2019) o como una división entre los anywheres, afines a la globalización, y los somewheres, contrarios a ella (Goodhart, 2017).

¿En qué consiste la especificidad de la pandemia del coronavirus?

La pandemia del coronavirus se encuentra con este contexto: la tendencia hacia las democracias bonapartistas. Deben distinguirse el proceso natural de la mutación del virus, la enfermedad -que constituye una catástrofe y, por tanto, es ya un fenómeno social- y sus consecuencias -por ejemplo, las crisis económicas. Las pestes son un “golpe externo” porque se originan por fuera de los mecanismos funcionales de la sociedad. Pero el trascurso y la expansión de la enfermedad, su atención médica, las políticas estatales de higiene y salud, están marcadas a fuego por la sociedad; es decir, lo antes exógeno se ha convertido en endógeno. A pesar de haber surgido como producto de una mutación natural, la enfermedad Covid-19 hace visibles estructuras sociales de larga data. Dos patrones históricos referidos a la gestión de las pestes son especialmente dignos de mención. Uno es el patrón que se expresa en el dicho toscano: “No hay mejor medicina contra la malaria que un buen plato de comida caliente” (Braudel, 1985: 78). Las víctimas de la peste son principalmente las personas vulnerables debido a la pobreza y el hambre. La otra forma de gestión es la desolidarización: “Ni bien se anuncia la peste, los ricos se marchan sin pensarlo a sus haciendas; cada uno solo piensa en sí mismo: «Esta enfermedad nos vuelve más crueles que los perros entre sí»”, dice un testigo de la época según Fernand Braudel (1985: 83). También es común la búsqueda de culpables o chivos expiatorios. La persecusión de brujas en el feudalismo tardío, que siguió a la peste negra y sirvió para reprimir movimientos heréticos, es un ejemplo especialmente cruel de esto (Federici, 2015). Ambos patrones de gestión tuvieron vigencia durante siglos. Recién comenzaron a perder fuerza entre los siglos XVIII y XIX, cuando la medicina y la política sanitaria estatal lograron paulatinamente encauzar las epidemias. Sin embargo, esto fue posible al precio de una tensión persistente entre las medidas médicas exitosas y la fácil transmisión de gérmenes patógenos (Osterhammel, 2009). Esta relación de tensión continuó aún en el siglo XX. En 1918, una ola de gripe se llevó más vidas que la Primera Guerra Mundial4. Medida con este rasero, la pandemia del coronavirus constituye una cesura histórica, pero no un acontecimiento totalmente único.

Una especificidad de la enfermedad del Covid-19, en contraste con pandemias anteriores, consiste en que ella -surgida de una mutación viral como todas las otras pestes- se ha expandido, con sus consecuencias destructoras, como una fuerza repulsiva originada por la globalización intensiva. La globalización contraataca. Produce contramovimientos que terminan modificando las sociedades de los centros capitalistas. Se trata de un ciclo de “toma de tierra” [Landnahme]5 que ha producido un entrelazamiento entre centros capitalistas viejos y nuevos por medio de la expansión mercantil, alimentándose de los presupuestos sociales de una integración de mercados que traspasa todas las fronteras; un ciclo de toma de tierra que termina haciendo sucumbir a la globalización en algunas de sus dimensiones. El Covid-19 se adapta sin fisuras a este patrón. Muy probablemente se trate de una enfermedad zoonótica contagiable entre animales y humanos. El hecho de que esta clase de enfermedades se haya convertido nuevamente en una amenaza global a inicios del siglo XXI está íntimamente vinculado al aumento de los viajes a nivel mundial, la expansión del intercambio de mercancías y la desaparición del espacio vital de los animales salvajes. A este respecto, los contactos más estrechos entre humanos y animales, la explotación intensiva de la ganadería, el cambio climático y la migración de especies afectadas también desempeñan un rol importante. Se produce la convergencia de una serie de resistencias que dificultan el tratamiento de las enfermedades virales.

En términos socialgeográficos, las regiones con climas húmedos y cálidos favorecen la mutación natural de los virus. En este sentido, no es casual que el Covid-19 haya aparecido en una ciudad como Wuhan, en China. En tiempos de una globalización intensiva, limitar una enfermedad de este tipo a su región de origen es prácticamente imposible. Una rápida expansión de gérmenes patógenos es probable debido al vínculo íntimo que existe entre los continentes y sus centros económicos, y esto a pesar de las asimultaneidades. Y también porque la globalización ha aumentado las zonas de vulnerabilidad social. Las redes de empresas inter y transnacionales emplean -sobre todo de manera indirecta- a un “proletariado mundial” (Fulcher, 2007: 125) que trabaja mayormente en condiciones precarias o informales. En todos lados se observa que la combinación entre el modo de producción capitalista, el patriarcado y la degradación racista ofrece fuerza de trabajo más barata. Los trabajadores en los centros capitalistas se benefician parcialmente de los precios bajos de los bienes posibilitados por la sobreexplotación en las cadenas transnacionales de creación de valor. Sin embargo, debido a la competencia internacional y a la pérdida de poder de los sindicatos, entre 2000 y 2013 han descendido considerablemente los salarios de los trabajadores industriales y de producción (IMF, 2017), mientras que las condiciones precarias de vida y de trabajo han aumentado claramente (respecto de Europa, Schmalz y Sommer, 2019; para Latinoamérica, Leite, Barros Biavaschi, Salas y Lima, 2020). Las mencionadas tendencias ponen de manifiesto la doble estructura de un sistema que se basa en la toma de tierra financiero-capitalista. En los viejos centros capitalistas, la integración a la sociedad de la mayor parte de las clases dominadas tiene lugar ya no mediante el salario y solo parcialmente mediante el crédito: ocurre primordialmente a través del consumo a precios muy bajos. Y estos precios se originan en mercados en los que el principio de intercambio equivalente ni siquiera está instituido en el plano de los contratos formales.

En esta constelación, los riesgos sanitarios también se incrementan con el aumento de la vulnerabilidad social. La participación de la industria global de alimentos tiene un rol decisivo en este punto. La producción industrial de productos agrícolas favorece las grandes plantaciones, pone bajo presión a los pequeños productores obligándolos a convertirse en trabajadores asalariados mayormente precarios y establece la dominación de las empresas biotecnológicas que rigen el mercado. Especialmente las condiciones en la industria de la carne, dependiente de la ganadería masiva, con sus condiciones de trabajo insalubres y la ocupación de obreros con contratos precarios y residencia en barrios marginales, suponen graves riesgos para la salud. Dado que la mercantilización orientada a la ganancia se extiende también hacia las semillas, las plantas, el agua e incluso los genes, el número de personas en riesgo se incrementa. Un turismo global en expansión, que aumenta la frecuencia del contacto entre continentes, permite que los gérmenes patógenos se expandan rápidamente a todas las regiones del mundo6. Por lo tanto, no es sorprendente que el lockdown afecte con especial fuerza a las industrias ligadas a los “lujos de las masas” (Maase, 2008): las agencias de viajes, las aerolíneas, los hoteles y hospedajes, la rama completa del turismo, los clubes deportivos, las instituciones culturales, las empresas que organizan conciertos, etc.

¿Cómo son gestionadas la pandemia y la recesión?

¿Existen indicios de que la gestión de la crisis de la pandemia del coronavirus esté rompiendo con estructuras de larga data? En un punto, esta pregunta puede responderse con un claro sí. Para muchos gobiernos, salvar vidas es muy importante; por eso asumen las dramáticas consecuencias económicas del lockdown. La primacía de la salud por sobre las consideraciones inmediatamente económicas no va de suyo. Luego de titubeos iniciales, las imágenes de las montañas de cadáveres en la región de Lombardía no les dejaron otra opción a los gobiernos europeos, dependientes de la legitimación democrática. Con la gestión de la recesión sucede algo similar. Como “shock simétrico”, la pandemia del coronavirus tiene efectos tanto en la oferta como en la demanda. Los estados que pueden permitírselo financieramente reaccionan con dispendiosos programas de ayuda y coyuntura. En este sentido, han aprendido de la crisis de 2007-2009. Principios fundamentales de la economía radical de mercado, como el déficit cero en los presupuestos públicos, son dejados de lado sin mucha resistencia, al menos por un tiempo. Para los organismos económicos alemanes, los programas de ayuda estatal son indiscutibles. Luego de haber sido despreciadas y desvalorizadas durante años, hoy finalmente se reconoce la relevancia para el sistema de las profesiones educativas y de cuidado de personas. Los mataderos, denunciados una y otra vez como lugares con condiciones de trabajo humanamente indignas, deben enfrentarse ahora a prohibiciones y fuertes intervenciones en su modelo de negocios.

Los cambios son impulsados por el centro. El transformismo migra, al menos en Alemania y otros estados europeos, nuevamente hacia el centro del espectro político. Pareciera que el virus hubiera liberado finalmente a los representantes más importantes de los partidos de centroizquierda y centroderecha de la prisión de los constreñimientos fácticos. Los gestores profesionales de crisis tienen preparado el “Build Back Better” [construir de nuevo pero mejor] para cuando sea necesario, originalmente una estrategia de las Naciones Unidas para el fomento de la sustentabilidad luego de catástrofes. Pero ¿garantiza este transformismo que no haya una recaída en los patrones tradicionales? Esto me parece dudoso.

A. La pandemia como amplificadora de la desigualdad. También el Covid-19 golpea más fuerte allí donde falta el plato de comida caliente. Dado que no se ha producido un parate total de la economía, la gestión de la crisis operó desde el primer día como amplificadora de la desigualdad. Mientras que muchos empleados pudieron pasar a trabajar en home office, los trabajadores industriales debieron seguir yendo a la fábrica, incluso cuando no estaban dadas las condiciones de protección. La reducción de horas de trabajo de millones de trabajadores va de la mano de considerables pérdidas de ingresos de los afectados. El pasaje a la comunicación digital también amplifica las desigualdades. En las escuelas e instituciones educativas, los perjudicados por la enseñanza virtual son justamente aquellos que más necesitan del contacto personal y la ayuda de personas de referencia. La pandemia también amplifica las desigualdades en los ámbitos aparentemente privilegiados. Los estudiantes que pierden su empleo part time tienen dificultades para financiar sus estudios. A pesar de ofrecer ciertas comodidades, el home office y la comunicación digital amplían el alcance de la crisis a la esfera privada. El cuidado de los niños se torna un problema difícil debido al cierre o la apertura parcial de las escuelas y guarderías.

Todo esto ocurre en países ricos como Alemania, que aún disponen de sistemas de seguridad social intactos, al menos en cierta medida. Allí donde no están presentes las redes del Estado de bienestar, o solo existen rudimentariamente, las consecuencias de la pandemia y la recesión son más graves. Con el desplazamiento geográfico del centro de la pandemia hacia el Sur Global y los Estados Unidos, tiene lugar simultáneamente un desplazamiento de su foco social. En una primera instancia clasificada como una enfermedad de ricos, el Covid-19 afecta cada vez más a las zonas más pobres del mundo. Lo que ocurre en Latinoamérica es una buena ilustración. Las condiciones precarias de vida, la mala alimentación, el hacinamiento y la atención médica deficitaria favorecen la expansión del virus. Además, los sistemas de salud deteriorados y una gestión negligente de la crisis empeoran el dramático transcurso de la pandemia. En Argentina hay temores justificados a que más personas mueran a raíz de las consecuencias del lockdown que debido a la pandemia. Para muchos el coronavirus significa descenso social, pérdida de vivienda y hambre (Blecha, 2020). Algo similar ocurre en Chile, Brasil y otros estados latinoamericanos. Ante la pérdida de su fuente de ingresos y debido al colapso del sistema de transporte, muchos de los migrantes que viven en grandes ciudades se dirigen a pie a sus localidades de origen, encontrándose, por tanto, sin protección alguna, a merced de la peste. Y lo mismo ocurre con ciertos grupos de pueblos originarios, por ejemplo en Bolivia, que se encuentran incomunicados y sin suministro de alimentos.

Patrones similares se observan en múltiples países del Sur Global. Trabajadores golondrina chinos o indios, favelas brasileras o townships sudafricanos. En todos los casos, se plantea la siguiente pregunta: ¿son justificables los riesgos sanitarios adicionales que podrían ser provocados por las consecuencias catastróficas de un lockdown duradero? La pandemia amenaza con convertirse en una crisis de hambre (CEPAL, 2020). A la luz del ejemplo de Guayaquil, Yuliana Ortiz Ruano recordaba que el filósofo Paul B. Preciado ha descripto de manera impresionante lo que ocurre en muchos de los lugares más afectados por el coronavirus en el Sur Global:

“Es una ciudad segregada; la pobreza es visible en todos lados; es una ciudad donde el contraste entre centro y periferia se pone de manifiesto del modo más claro posible. Hay personas sin hogar [...], que vienen de Venezuela o del propio Guayaquil, durmiendo en la calle; trabajadoras sexuales y jóvenes que consumen droga. El sistema de salud ya estaba colapsado antes. El virus ha profundizado todos los problemas que ya estaban allí anteriormente”. (Kim, 2020)

B. La pandemia como impulsora de la desolidarización. En las zonas de extrema pobreza, tanto del Norte como del Sur, se confirma lo que siempre fue válido respecto a las pandemias. La desigualdad aumenta, y esto daña principalmente a quienes les falta un plato de comida. Por tanto, es improbable que la prioridad de la salud por sobre los imperativos económicos pueda imponerse de manera duradera. Por el contrario, el aumento de la desigualdad incrementa la posibilidad de procesos de desolidarización. Muchos regímenes autoritarios de derecha se sirven conscientemente de la desolidarización como estrategia para conservar el poder. Algunos líderes de estados populosos se comportan, de hecho, “más cruelmente que los perros entre sí” (Brudel, 1985). Donald Trump muestra cómo puede fomentarse la desolidarización como un instrumento para asegurar el poder. A lo largo de muchas décadas, en los Estados Unidos se ha conformado una clase desprivilegiada, étnicamente fragmentada, cuyos miembros vivencian el Estado como una instancia represiva. Las conformación de una clase desprivilegiada tiene lugar qua criminalización (Wacquant, 2009). En los últimos 40 años, el número de presos en las cárceles se ha quintuplicado. Se trata mayormente de pobres que viven en la community negra. Uno de cada nueve hombres negros está en prisión; y casi el 60 por ciento de los hombres negros sin título secundario se encuentra, a los treinta y tantos años, entre rejas (Goffman, 2015). Dado que las reglas de distanciamiento social son difíciles de cumplir en el milieu de las clases desprivilegiadas, el número de infectados y muertos es allí más alto que el promedio.

Trump usa esto en su gestión polarizadora de la crisis. Ni bien estuvo claro que la peste afectaba sobre todo a la people of colour [gente de color], los pobres y desamparados, el presidente de los Estados Unidos se inclinó decididamente hacia una rápida aceleración de la economía. Esta irresponsable política de clases “desde arriba” tiene una connotación racista y es una de las causas de las masivas protestas que tuvieron lugar en casi todas las grandes ciudades de los Estados Unidos luego del violento asesinato de George Floyd7. En Brasil, el gobierno de Bolsonaro, que permanece indiferente al alto número de muertes aferrándose a la leyenda de la “gripecita”, actúa según pautas similares. También allí se radicalizan los conflictos violentos entre los opositores del gobierno y sus defensores. Como ocurrió anteriormente con las revueltas de los trabajadores precarizados, las hinchadas de fútbol son una fuerza de organización importante (Braga, 2017; Ganter, 2020).

Puede objetarse que Trump y Bolsonaro constituyen ejemplos extremos. Pero en la Unión Europea la desolidarización también es algo conocido, aunque, por supuesto, a otro nivel. Dado que, en una primera instancia, los programas de ayuda fueron elaborados a nivel nacional, Italia, especialmente golpeada por la pandemia, sintió que fue dejada a su suerte. En la población italiana se observan heridas cuyas causas se remontan a la crisis de 2007-2009. De hecho, la política de austeridad impuesta en aquel momento por las instituciones de la Unión Europea llevó a grandes recortes en los sistemas de salud de los países del sur europeo. En la Lombardía, el epicentro europeo de la pandemia, el partido Lega Lombarda impulsó de manera especialmente radical la privatización del sector de salud. El mimado sector privado no proporciona ni un 8 por ciento de las 5.060 camas de terapia intensiva registradas. Esta es una de las causas de las altas tasas de mortalidad y del hecho de que los médicos tengan que decidir a qué pacientes atender y a quiénes dejar morir (Böhme-Kuby, 2020)8.

La política de austeridad que se les impuso a los gobiernos con el paquete de rescate costó vidas humanas debido a los recortes en el sistema médico. Esto, además, amplificó la escisión dentro la Unión Europea entre los estados deudores y los acreedores, en el centro y la periferia. Para evitar una división aún mayor, Italia y Francia propusieron que los costos de la crisis sean financiados en parte con los bonos Corona [Corona-Bonds]. Este instrumento posibilitaría una toma de crédito conjunta de los estados de la Unión Europea en el mercado financiero como una manera solidaria de gestionar la recesión. En una primera instancia, el gobierno alemán impidió esta opción, en abierto disenso con Francia. No obstante, una propuesta de compromiso de la Comisión Europea ve como alternativa un programa de 750.000 millones de euros para la reconstrucción de la economía. Si bien fue rechazado por los “cuatro ahorrativos” -Austria, Suecia, Dinamarca y Holanda, países que aportan más a la Unión Europea de lo que obtienen de ella- parece que se llegará a un compromiso. En el campo minado de la política de migración y refugiados, sin embargo, no hay algo similar a la vista. En este sentido, el trato con los refugiados se parece a una declaración de bancarrota moral de la Unión Europea. Los más perjudicados por esto son los países sudeuropeos, quienes, además de la política de austeridad y la pandemia del coronavirus, deben hacerse cargo de los mayores costos del inhumano sistema de Dublín que rige la recepción de refugiados. La intención del gobierno italiano de legalizar a todos los inmigrantes ilegales que viven en el país es uno de los pocos signos esperanzadores en un mundo por lo demás sombrío, y esto a pesar de que se trate de una manera de conseguir fuerza de trabajo barata para las plantaciones de tomates.

Cambiar de rumbo. Pero ¿cómo, hacia dónde y con quién?

Es claro: aún pueden observarse las huellas en la actualidad de los viejos patrones de gestión de pestes. Por el momento, el coronavirus no ha modificado mucho esos órdenes. La enfermedad ilustra que la capacidad de resistencia de una sociedad ante una pandemia depende decisivamente de los sistemas de salud, la existencia de redes de contención social, las medidas de seguridad social y la fuerza financiera de los estados nacionales. La enfermedad es como una lupa que hace visibles todas las inseguridades y desigualdades que vienen reproduciéndose hace largo tiempo en las sociedades modernas capitalistas. Las privatizaciones y el desangramiento financiero de los sistemas de salud han debilitado la resiliencia social, convirtiendo así al Covid-19 en una seria amenaza para la globalización económica. Por supuesto, como en toda crisis, pueden encontrarse múltiples ejemplos de acción y sentido solidario. Los que hacen cuarentena en su hogar son ayudados por sus vecinos. Los adultos mayores tienen muchas ofertas de asistencia. Las universidades ponen a disposición fondos de ayuda para los estudiantes. Los sindicatos y los comités de trabajadores se ocupan de garantizar una mejor protección de salud, y las medidas de distanciamiento social no pueden impedir las protestas masivas contra el racismo, la violencia policial y la creciente desigualdad. Pero ¿alcanza todo esto para poner en marcha una revolución de sustentabilidad?

A. La sustentabilidad como objetivo. La evolución de la crisis muestra que un cambio de rumbo es imprescindible. A diferencia de 2009, la recesión no provoca ni siquiera un degrowth by disaster [decrecimiento por desastre] (Victor, 2008). Si bien en un principio se redujeron las emisiones de gases perjudiciales para el medioambiente, no paran de aumentar desde los primeros aflojamientos del social distancing, tal como lo preveía la Agencia Internacional del Medioambiente. A pesar de la crisis económica, el cambio climático producido por los seres humanos sigue su curso de manera imparable. Esto hace visible lo que acecha detrás de la pandemia: el peligro de una agudización de la crisis económico-ecológica de tenazas. Esta tendencia puede verse amplificada por las luchas distributivas que todas las sociedades tienen por delante. En Alemania, las asociaciones empresarias exigen medidas rígidas de ahorro que, ante todo, van en perjuicio de las medidas de política social9. En otros países europeos, las exigencias de las empresas son incluso más radicales. Si se las acata, la vulnerabilidad social crecerá aún más. Por eso, es muy posible que luego de la pandemia acontezca en una magnitud mayor lo que ya ha sucedido con las minas de lignito alemanas. El conflicto socioecológico de transformación se fracciona; los ejes de conflicto sociales y ecológicos se autonomizan y se contraponen entre sí.

Como ilustración puede servir la disputa en torno a beneficios para quienes compran autos con motor de combustible. A diferencia de lo que ocurrió en la crisis financiera de 2007-2009, los beneficios de estas características ya no son posibles en Alemania. Ante esto, la Federación Alemana de Sindicatos (DGB) y el Sindicato de la Indutria Metalúrgica (IG Metall) pusieron el grito en el cielo (Der Spiegel, 2000). En la esfera pública, esto fue percibido con razón como indicio de una política de defensa de intereses por parte de los sindicatos, los cuales pretenden preservar los derechos adquiridos en perjuicio de los objetivos climáticos. Esto produjo una subsecuente pérdida de credibilidad de las exigencias sindicales, aun cuando sean sustentables en términos ecológicos (Burmeister, 2020). El conflicto en torno a los beneficios para los compradores pone de manifiesto en qué consiste una política ecológica débil. Las reflexiones acerca de los intereses legítimos de los trabajadores del rubro del carbón, sin embargo, son poco frecuentes en las asociaciones climáticas y los movimientos ecológicos. Si la sugerencia del ecologismo radical, de dejar la economía en modo apagado, fuera puesta en práctica, el resultado sería obvio. Los trabajadores afectados se enlistarían en manada en el bando de la contrarrevolución ecológica. Y tendría lugar algo que, de cualquier modo, grandes empresas como Airbus, Lufthansa, BMW, Kaufhof y Deutsche Bahn ya tienen en mente: la reducción drástica del personal y la relocalización de los negocios en regiones más baratas del globo. Como consecuencia, puede ocurrir aquello que la fracción de la democracia cristiana ya exige a voces en el Parlamento Europeo: la postergación indefinida del Green Deal recién acordado o, como lo propone Wolfgang Schäuble, su redefinición en términos de un proyecto imperial europeo (Schäuble, 2020). Si esto ocurre, vendrán más años perdidos en términos de sustentabilidad. Para los países emergentes y los estados del Sur Global, esto sería un mensaje devastador: ellos exigen, con razón, que las sociedades ricas se pongan a la cabeza del giro hacia la sustentabilidad ecológica.

B. El Estado como intervencionista. Más allá de las decisiones que se tomen, en el futuro se impondrá muy probablemente un intervencionismo estatal de nuevo tipo. Además de la pandemia, contribuyen a esto la digitalización y el cambio climático. El Estado deberá intervenir en la reorganización de la cadena de producción de valor, en el aseguramiento de la producción relevante para el sistema, en la creación de infraestructura para movilidad eléctrica y digitalización, y en la gestión de nuevas crisis vinculadas a la salud; de lo contrario, se enfrentará a derrotas en la nueva lucha imperial. El intervencionismo estatal por sí mismo, sin embargo, no es ninguna garantía de progreso. El Estado es una relación social. Surge de la fijación de constelaciones de clases y fuerzas que pueden expresarse en las formas estatales más diferentes (Poulantzas, 2002 [1978]). Quien prefiera evitar el vocabulario neomarxista puede seguir a Pierre Bourdieu (2014: 19), para quien el Estado encarna el “monopolio de la violencia simbólica legítima”. Una de sus funciones más generales es “la producción y canonización de clasificaciones sociales” (Bourdieu, 2014: 29). Las actividades estatales influyen, en todo momento, sobre todos los subsistemas sociales, en la medida en que establecen parámetros de clasificación como obligatorios. La acción estatal se pone de manifiesto también en medidas de autodesempoderamiento, esto es, cuando las regulaciones son dejadas en manos del mercado. En la actualidad, la acción estatal tiene lugar en el marco de la “forma de excepción del bonapartismo” o, en su fase preliminar, en democracias bonapartistas. El hecho de que el intervencionismo estatal implique un progreso o no frente al primado de la coordinación por parte del mercado depende del grado de vinculación de las intervenciones con la construcción de voluntad democrática. La democracia necesita una contraesfera pública, oposición, lucha, disputa, manifestaciones, marchas y huelgas. Todo esto encarna lo contrario de un estado de excepción.

Es improbable que el estado de excepción provocado por el covid-19 termine siendo nada más que un cisne negro, un acontecimiento estadísticamente improbable. En un mundo globalizado, cualquier catástrofe natural, cualquier crisis económica, puede convertirse en un desastre social capaz de legitimar medidas de emergencia. El gobierno francés respondió al terrorismo islamista con un estado de excepción que duró meses. Acontecimientos como el Huracán Katrina, ocurrido en Nueva Orleans, también pueden conducir a un régimen de emergencia. Si la realización de los objetivos de sustentabilidad se ven bloqueados, se multiplicarán las ocasiones para decretar estados de emergencia. El imparable cambio climático implica el aumento de fenómenos climáticos extremos, esto es, una probabilidad mayor de catástrofes naturales y, por tanto, de “golpes externos” capaces de provocar estados de emergencia. Los levantamientos populares que -como anuncia Donald Trump- serán derrotados con el ejército pueden desencadenar una dinámica similar. Por lo tanto, el regreso del Estado autoritario y violento es -tanto en Latinoamérica como en otras regiones del mundo- un temor a ser tomado en serio. Si se impone el bando autoritario del “espíritu de Davos”, los capitalismos modernos pueden transformarse en “sociedades catastróficas” (Beck 1986: 105), esto es, en sociedades en las cuales el estado de excepción domina sobre un soberano popular privado de derechos.

C. Una sociología pública de la sustentabilidad como experimento. ¿Puede la sociología hacer algo más que observar y, ocasionalmente, comentar estas tendencias? Antes que nada: una sociología pública como la que defiendo siguiendo a Michael Burawoy y su intención de un global dialogue [diálogo global]10, nunca estuvo pensada como un programa vinculante para toda la disciplina. Contra lo que los críticos suponen, la public sociology no sigue ninguna orientación política específica. Ella se somete a la exigencia de neutralidad en la investigación empírica como todos los tipos de sociología. Debe hacer todo lo posible por evitar aquello que Ralf Dahrendorf (1957) denominaba, hace ya décadas, la “producción de dinero falso” ante la presión de una esfera pública “acreedora” que solicita el pago de los deudores “científicos”. Son poco frecuentes los casos en que la sociología pública se vincula, en el sentido de una afinidad electiva -para muchos riesgosa, pero para mí atractiva- con el marxismo democrático (Burawoy, 2003; Williams y Satgar, 2013), prácticamente desconocido en el mundo germanoparlante. La tesis de Armin Nassehi, un sociólogo influyente en la esfera pública alemana, de que el Estado se sustenta “siempre sobre relaciones de poder”, pudiendo a veces “penetrar violentamente” en todos los otros subsistemas (Hesse, 2020)11, me parece poco espectacular. Para gran parte de la población mundial, un Estado de esas características es una realidad cotidiana. Considero que en los tiempos del coronavirus, una sociología pública de la sustentabilidad debe plantearse dos tareas para nada sencillas.

La primera tarea consiste en determinar cuáles son las políticas que pueden allanar el camino para una revolución de la sustentabilidad. Esta empresa, sin embargo, se parece a la resolución de la cuadratura del círculo. Por un lado, dado que el tiempo apremia, también deben realizarse cambios desde arriba, con la ayuda de las élites capitalistas con voluntad de reforma y a través de mecanismos de mercado. Por otro lado, debe tenerse en cuenta que el mero tratamiento de síntomas no alcanza para superar la enfermedad de la crisis de tenazas. Se puede reflexionar sobre el bienestar animal y sobre la necesidad de que los alimentos tengan precios más altos para mejorar su calidad; pero esto no es suficiente para un pasaje a formas sustentables de vida y producción. Lo mismo es cierto, por ejemplo, respecto de las propuestas de la Leopoldina Akademie (2020 y 2019), que defiende la conservación del orden de la economía de mercado y solo está dispuesta a aplicar instrumentos mercantiles para la gestión del cambio climático, como por ejemplo un precio para el CO2. El pasaje a una producción sustentable de bienes durables está a la orden del día. Sin embargo, un cambio de rumbo de este tipo exige una ruptura total con un sistema global que concibe los procesos de producción primariamente desde la perspectiva del consumo. El pasaje a una producción sustentable de bienes de calidad que sea resiliente en términos sociales solo puede lograrse si estos productos caros pueden ser consumidos por los grupos de ingresos más bajos.

Esto es imposible sin una redistribución democrática de los ingresos, la propiedad y, fundamentalmente, del poder de decisión sobre las inversiones y la producción de bienes materiales. Una nueva economía del bienestar común no puede fundarse sobre la base de la competencia, el motivo de ganancia y la propiedad capitalista. Precisa de una infraestructura social resistente a las crisis y de una planificación básica que no solo se oriente a objetivos de sustentabilidad, tanto ecológicos como sociales, sino que también sepa hacer uso de mecanismos de mercado para cumplirlos.

Las visiones ambiciosas de una sociedad mejor son parte de la segunda tarea. En términos de un utopismo experimental, la public sociology debe poner de manifiesto cuáles modificaciones sirven y cuáles conducen a un callejón sin salida. Con ello surge una dificultad adicional. Las esferas públicas parciales con las cuales una public sociology puede vincularse orgánicamente son pocas y distantes entre sí. Afortunadamente, hoy temas como la democracia económica -que en la controversia en Soziologie, Kapitalismus, Kritik todavía parecía una quimera (Dörre, Lessenich y Rosa, 2009)- tienen resonancia en el trabajo de economistas, filósofos y cientistas sociales (Herzog y Kuch, 2020) que, hace no mucho tiempo, criticaban esas intervenciones en la economía como un regreso a la indiferenciación social de la premodernidad. Los meros llamamientos a las élites capitalistas para realizar estos cambios no son muy fructíferos. A veces pareciera que muchos críticos sociales se conforman con superar al capitalismo espiritualmente [geistig]. Luego de haber sido vencida intelectualmente y puesta en cuestión como “poder de destino” mental [mentale ‘Schicksalsmacht’], la obstinada realidad capitalista tendría la culpa por no adecuarse a estas críticas artificiales. Ante el renacimiento de esta nueva ideología alemana, que apela sobre todo al campo afín a las reformas del “espíritu de Davos”, una sociología pública de la sustentabilidad se comporta crítica pero también constructivamente. Su objetivo debe consistir en enterrar el exceso visionario del “Build Back Better”, especialmente en los casos en que el lockdown se malinterpreta, de manera tan idealista como unilateral, como una bienvenida oportunidad para autocontemplarse internamente y liberarse de los constreñimientos a la aceleración.

También Marx necesitó del análisis empírico de “La situación de la clase trabajadora en Inglaterra” (Engels, 1972 [1845]) para ir más allá del idealismo de los jóvenes hegelianos. En el futuro, se necesitarán informes acerca de la situación de las clases dominadas durante y después de la pandemia del coronavirus. La sociología pública debe admitir lo siguiente: a pesar de los progresos de aprendizaje que tuvieron lugar, por ejemplo, en el movimiento climático, hoy no existen instituciones capaces de vincular las posiciones del “espíritu de Porto Alegre” con el bando reformista del “espíritu de Davos” en un trabajo conjunto productivo-combativo. No se las encuentra ni en partidos ni en sindicatos, y tampoco en aparatos estatales y organizaciones no gubernamentales. Por tanto, probablemente una revolución de la sustentabilidad no pueda darse sin innovaciones institucionales. La propuesta de consejos de transformación o sustentabilidad, discutida actualmente por activistas climáticos y por partes del espectro de los movimientos extraparlamentarios, podrían colmar esta laguna institucional.

La gran tarea que tenemos por delante, sin embargo, no da motivos para un optimismo exagerado. ¡Resistir! Es la divisa a la que muchos deberán aferrarse. Sería completamente erróneo confundir lo deseable con un futuro probable. Los debates sobre modelos de sociedad sustentables son imprescindibles, y lo eran ya antes de la pandemia12. Pero el sentido de realidad, acompañado con el escepticismo del entendimiento, una clara visión de las relaciones de fuerza, y también la participación solidaria en el destino de todos aquellos que han caído en desgracia, pueden ayudar a que estos objetivos tengan éxito. Combinar la alegría de la experimentación con la experticia científica y el objetivo de otorgarles una voz a quienes permanecen invisibles: esto es todo lo que una sociología pública orgánica está en condiciones de hacer. También sería imprescindible tender puentes con los científicos naturales críticos, representados en parte por los Scientists for Future; esto aumentaría considerablemente la repercusión de los objetivos de sustentabilidad en la opinión pública.

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1Traducción del alemán: Alexis E. Gros. Una versión modificada de este texto se publicará en alemán en Berliner Journal für Soziologie 2/2020.

2El escrito El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, de Karl Marx (1960) sirve como fundamento de las teorías bonapartistas.

3Cada ciudadano alemán emite anualmente 11,5 t de gases de efecto invernadero (el promedio mundial es alrededor de 7 t, y el de la Unión Europea, 8,5 t). Sin embargo, dependiendo de los ingresos, la posición de clase y el estilo de vida, la emisión varía de 5 a 20 t.

4Osterhammel (2009) constata que, según cálculos, esa pandemia se llevó entre 50 y 100 millones de vidas humanas. Avanzó hasta las islas australes más alejadas y le costó a Italia un uno por ciento de su población, y a México un cuatro por ciento.

5Nota del T.: Inspirado en la concepción marxiana de la acumulación originaria y en las reflexiones acerca del imperialismo de Rosa Luxemburgo, Dörre emplea el concepto metafórico de “Landnahme”, literalmente “toma de tierra”, para referirse a aquellos procesos en los cuales el capitalismo se apropia de todo lo que es “exterior” (v. Hernán Cuevas Valenzuela, Nicolás del Valle Orellana y Dasten Julián Vejar, “Capitalismo en América Latina: Extractivismo, Landnahme y acumulación por desposesión”. Pléyade, 18, 2016, 13-24).

6Solo entre 1950 y 2001, el número de entradas por turismo a los países aumentó de 25 a casi 700 millones de personas.

7Desde hace muchos años, los policías les disparan a los jóvenes negros ante la más pequeña eventualidad. Debido a su color de piel, los identifican como miembros de una “clase peligrosa”.

8Cuando la pandemia ya había comenzado hace rato, los líderes políticos del partido Lega presionaban a los responsables en asilos y residencias de ancianos para ocultar el verdadero número de muertos. Quienes exigían barbijos para el personal eran amenazados con ser despedidos por provocar pánico (Böhme-Kuby, 2020).

9Por ejemplo, la asociación empresarial del rubro de la industria metalúrgica y eléctrica en Alemania (Gesamtmetall, 2020) exige ponerle un coto a la renta básica y a la limitación de los despidos sin causa, echar para atrás la jubilación a los 63 años, la financiación paritaria de los aportes a los seguros de salud y la limitación del trabajo temporario, y limitar los derechos de voto en los comités de las empresas.

10Me refiero al periódico de la ISA fundado por Michael Burawoy y editado por él y Brigitte Aulenbacher.

11Acerca de las crisis y de la subordinación de todos los otros subsistemas, incluido el sistema económico, ya se había expresado Schimank (2012).

12Acerca de un socialismo participativo, Piketty (2019) y Dörre y Schickert (2019).

Recibido: 25 de Julio de 2020; Revisado: 04 de Agosto de 2020; Aprobado: 10 de Agosto de 2020

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