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Revista Escuela de Historia

versão On-line ISSN 1669-9041

Rev. Esc. Hist. vol.18 no.2 Salta dez. 2019

 

ARTÍCULO ORIGINAL

Comerciantes de la mar del sur en la ruta de Manila: Empresas y proyectos a fines del periodo colonial

(Merchants of the South Sea on the Manila Route: Companies and Projects in the Late Colonial Period)

Manuel Ramírez Espíndola
Departamento de Historia y Geografía, Universidad Católica de la Santísima Concepción, Alonso de Rivera 2850 Concepción Chile, email: manuelramirez@ucsc.cl

Recibido: setiembre de 2019
Aceptado: diciembre de 2019


Resumen:

El artículo analiza las características del comercio chileno en relación con los circuitos globales del comercio colonial, centrándonos en la proyección que tuvo este espacio en el Pacífico y, particularmente, en lo relativo al comercio con la Nueva España y Filipinas. Para ello repasamos las tendencias estructurales que explican estos procesos durante el siglo XVIII, analizando las consecuencias y la recepción que tuvieron estos tópicos entre los comerciantes, burócratas y mandatarios locales. Por último, nos detenemos en la órbita relacional y micro histórica de aquellos protagonistas, a través del estudio de una propuesta para fundar una compañía comercial entre Chile, California y Filipinas, analizando sus entretelones y vicisitudes, como otra forma de entender el funcionamiento de aquellos sistemas mercantiles.

Palabras clave: Comercio colonial; Contrabando; Reformas borbónicas; Pacífico Hispano

Abstract: The article analyzes the characteristics of chilean commerce in relation to the global circuits of colonial commerce, focusing on the projection that this space had in the Pacific and, particularly, in relation to trade with New Spain and the Philippines. To do this, we review the structural trends that explain these processes during the 18th century, analyzing the consequences and the reception that these topics had among the merchants, bureaucrats and local governors. Finally, we stop in the relational and micro historical orbit of those protagonists, through the study of a proposal to create a commercial company between Chile, California and the Philippines, analyzing their intertwining and vicissitudes, as another way of understanding the operation of those mercantile systems.

Keywords: Colonial trade; Smuggling; Bourbon reforms; Spanish Pacific


Introducción

Las relaciones comerciales entre Chile y los países asiáticos han experimentado un impresionante desarrollo en nuestros días. Sin embargo, valdría la pena recordar cómo muchos de estos contactos y transferencias se remontan al periodo colonial. Ya a mediados del siglo XVII, el jesuita Alonso de Ovalle planteaba la necesidad de fomentar el comercio permanente entre los puertos de Chile y Perú con Filipinas, tomando en cuenta la complementariedad de sus exportaciones y el abaratamiento de los pesados costos que, ya por ese entonces, reportaba dicho comercio1.

Lo cierto es que, pese a su larga data, es bien poco lo que aún se sabe sobre estos contactos. Si bien la historiografía americanista ha hecho importantes avances en lo que concierne al estudio del Pacífico novohispano y peruano2, para el caso de Chile la mayor parte de las investigaciones se han concentrado en torno a la gran expansión comercial del siglo XIX. Las pocas excepciones que abordan el comercio colonial se han situado en torno a tópicos generales, sin ahondar demasiado en la imbricación de estos espacios locales en las redes globales del comercio colonial3.

En este sentido, el presente trabajo analiza la génesis y el desarrollo de una serie de proyectos elevados a la Corona, a finales del siglo XVIII y durante los primeros años del siglo XIX, relativos al establecimiento de un comercio permanente entre los puertos del entonces reino de Chile y el resto de las posesiones españolas en el Pacífico. El trasfondo de aquellas propuestas venía dado por el creciente déficit del comercio local frente a los aparentemente nulos resultados del comercio libre. A la secular rivalidad entre los comerciantes chilenos y peruanos, se sumaba el alarmante aumento del contrabando extranjero, por lo que las demandas de expandir el comercio a las plazas de la Nueva España y el lejano Oriente llegaron a constituir toda una fórmula para encauzar el desarrollo económico del reino en un periodo de grandes transformaciones y reformas estructurales, como fue la segunda mitad del siglo XVIII.

Si bien las autoridades borbónicas pusieron una serie de trabas y acabaron rechazando su aplicación, tras el estallido de la crisis monárquica aquellos principios se volvieron parte esencial de la política económica de las primeras juntas criollas.  Por lo demás, ya desde el último cuarto del siglo XVIII, varios comerciantes habían logrado establecer un comercio estacional entre Chile y algunas de estas regiones. Las características de estas empresas y sus vicisitudes son nuestro principal objetivo de estudio, en la medida en la que nos ayudan a entender la forma en la que operó la transición entre ambos sistemas, así como su interrelación con las transformaciones globales del comercio colonial.

La investigación se desarrolla a partir de tres tópicos. En primer lugar, describimos las transformaciones estructurales que se produjeron a lo largo del siglo XVIII, en relación con la apertura del Pacífico y la situación del reino de Chile dentro de este nuevo escenario. Seguidamente, nos enfocamos en los efectos que trajeron consigo algunos de estos procesos, centrándonos en la recepción que tuvo la reforma del comercio libre en un sector del conglomerado mercantil y la importancia que estos últimos atribuyeron a la efectiva inserción del reino en los mercados globales, visible a través de distintos memoriales elaborados durante este periodo. Por último, nos detenemos a analizar el universo relacional de algunos de estos actores y sus disputas, a través del caso de José Urrutia Mendiburu y su plan de establecer una compañía comercial entre Chile, California y Filipinas, arrojando nuevos antecedentes en torno a dicho proyecto.

A fin de dar coherencia y profundidad a los temas antes expuestos, hacemos una revisión de los principales aportes historiográficos en torno a estos temas, recurriendo así mismo a una amplia gama de fuentes, desde correspondencia oficial a registros notariales y contables presentes en repositorios chilenos y extranjeros.

La apertura del “lago español” en los confines de la américa meridional

Desde su fundación, a mediados del siglo XVI, el reino de Chile constituyó un territorio estratégico para la consolidación de la dominación española en el Pacífico sur. Por un lado, la conquista de aquellas latitudes iba en sintonía con los proyectos imperiales de aquel entonces, de establecer un rápido avance hacia el estrecho de Magallanes4. A lo anterior se sumaban los intereses de los propios conquistadores, cuya actividad económica y comercial propendió a la temprana articulación de aquellos territorios con los grandes circuitos de Lima y Potosí5. Con todo, los constantes alzamientos indígenas, junto con los reveses de las primeras expediciones polares, torcieron aquel escenario, dando lugar a la formación de una frontera militar y misional que se prolongó a lo largo de todo el siglo XVII. Dicho panorama acrecentaría aún más la dependencia de Chile con el virreinato del Perú, en la medida en la que buena parte de su producción agrícola y ganadera era destinada a aquellos mercados. A su vez, las ciudades peruanas debían costear la defensa de la frontera mapuche, a través de los situados, salvaguardando así sus propias riquezas frente a una posible invasión extranjera6.

Si bien, a principios del siglo XVIII, las luchas entre españoles y araucanos habían derivado en estrechas relaciones fronterizas, la amenaza foránea seguía más latente que nunca. A lo largo de todo el siglo anterior, ingleses, holandeses y franceses habían comenzado a internarse en las aguas de la “mar del sur”, en busca de nuevos derroteros hacia la lejana China y atraídos por la creciente riqueza que derrochaban los puertos del otrora “lago español”7.

En la puerta de entrada al Pacífico, el reino de Chile ocupaba una porción importante de aquel litoral, con infinidad de puertos naturales, poblaciones costeras y recursos de distinta índole, los cuales resultaban vitales para la navegación interoceánica. En 1720, por ejemplo, un corsario británico elaboró un mapa de las colonias hispanoamericanas, resaltando 11 puntos estratégicos, 4 de los cuales se ubicaban en los límites de la futura capitanía general (ver mapa 1).


Mapa 1. “A new & exact map of the coast, countries and islands within ye limits of ye South Sea Company …”, Herman Moll (1720). Fuente: División de Geografía y Mapas, Biblioteca del Congreso, Washington DC.

El fin de la dinastía de los Habsburgo y la llegada de los borbones, sin duda, potenció aún más este panorama. Tras las Paces de Utrecht, Gran Bretaña obtuvo una serie de ventajas, tanto en Europa como en ultramar8, sin embargo, fueron los franceses quienes ganaron la primera partida en el Pacífico. Desde mucho antes de la Guerra de Sucesión, buques procedentes de Saint-Malo venían estableciendo lucrativos intercambios en las plazas de Chile y Perú, en torno al comercio de manufacturas europeas y asiáticas, con la venia de las propias autoridades y comerciantes locales y peninsulares. Durante los años de la guerra dicho giro llegó a su máxima expresión, ya de la mano de un velado sistema de contrabando, el que se extendió hasta finales de la década de 17209.

Ciertamente, la presencia francesa en el Pacífico sur sentó las bases de un naciente comercio intercontinental, el que se proyectó por más de un cuarto de siglo a lo largo de las costas americanas, asiáticas y africanas, desde el cabo de Hornos al cabo de Buena Esperanza10. Con todo, su desarrollo alteró profundamente los esquemas impuestos hasta ese momento en Hispanoamérica. La decadencia de las ferias de Portobelo y el papel decisivo que a partir de entonces adquirirían las rutas del estrecho de Magallanes y cabo de Hornos abrieron la posibilidad de un comercio directo entre Sudamérica y Filipinas, vedado desde el siglo anterior y controlado hasta ese momento por los novohispanos. De acuerdo con Mariano Bonialian, esto explicaría la activa participación de los comerciantes peruanos y chilenos en las redes del contrabando francés, así como el fuerte impulso que adquirió dicho esquema durante el primer tercio de la centuria11.

En 1714, por ejemplo, el paso de la expedición de Amedée Frézier pudo dar cuenta de la presencia de 15 naves francesas y más de 2.600

connacionales operando permanentemente en la rada de Talcahuano, frente al antiguo Concepción, de tal modo que;
“[…] la abundancia de mercaderías de que estaba surtido el país cuando llegamos y el bajo precio que tenían, nos hizo tomar la resolución de no vender mientras el comercio no fuese más ventajoso”12.

Medio siglo más tarde, esta vez un militar criollo, Vicente Carvallo Goyeneche, señalaba cómo durante las décadas siguientes dichos contactos habían saturado los mercados locales con manufacturas europeas, cuyos excedentes eran finalmente remitidos clandestinamente al Perú a través del Situado;

“[…] el [comercio] de la ciudad de Lima enviaba a Chile gruesas cantidades de dinero para que se las retomase en géneros de la Francia. Prohibido este tráfico por el desorden, y por el perjuicio que se seguía a la América y a la España, todavía insistieron los mercaderes franceses en continuarle, y los de Lima en sus remesas de dinero con pretexto de comprar frutos del país”13.

Las autoridades centrales fueron plenamente conscientes de estos problemas. De hecho, a lo largo de todo el siglo XVIII se ensayaron distintas fórmulas para combatir el comercio irregular, no solo en lo que concernía al contrabando extranjero. Ya desde la centuria anterior se sabía de la existencia de un vasto y complejo tráfico desde Manila y Acapulco, al amparo de sus poderosos gremios mercantiles y con la complicidad de las propias autoridades locales14. De ahí que las políticas de este periodo buscaban cubrir distintos campos de acción, como una forma de poner freno a las diferentes fuerzas que se cernían contra el monopolio mercantil. Entre las medidas más importantes se cuentan la implementación del sistema de navíos de registro –inaugurado primero en Buenos Aires y proyectado luego a Chile y Perú– lo que se complementó con la apertura oficial de la ruta de cabo de Hornos en 1748. Ambos proyectos buscaban dinamizar el comercio entre las provincias del Río de la Plata, Chile y el Perú, frente a la decadencia que por ese entonces experimentaba la feria de Portobelo, estableciendo así un contrapeso al indiscutido influjo del comercio asiático-novohispano en los puertos de la mar del sur15.

Durante la segunda mitad del siglo, los reformistas borbones iniciaron una progresiva apertura del comercio interregional, de cara al ideal de un libre comercio progresivo y tutelado16. Si bien se mantuvieron las tradicionales prohibiciones al comercio de bienes asiáticos y a la larga acabarían primando los intereses del comercio monopolista, entre 1760 y 1790 se establecieron una serie de reformas en torno a este nuevo sistema. En 1765 se abrió el comercio entre algunas plazas del Caribe y las islas de Barlovento. Una década más tarde, se liberaría el comercio de harinas a esta última región y la Península17. Por esos mismos años, en 1774, se abrió el comercio de frutos del país entre los puertos del Pacífico novohispano, peruano y neogranadino, medidas que se mantuvieron hasta el fin de la Guerra Anglo-española de 1779-1783. Ya para ese entonces, se había instituido el comercio libre en buena parte de los territorios ultramarinos18.

Remitiéndonos al caso de Chile, durante aquellos años se creó una nueva corporación mercantil19, se concedieron derechos comerciales a puertos menores20 y se inició un ambicioso plan de fomento a la producción y exportación de bienes agrícolas21.

Con todo, el creciente repunte de las guerras imperiales, desde mediados de la centuria, acabó marcando una inflexión que conspiró contra el desarrollo y la maduración de estas políticas. La nefasta participación de España en la Guerra de los Siete Años, sobre todo su intervención en la Guerra de las 13 Colonias, alteraron significativamente el tráfico mercantil en todo el continente. Precisamente, la guerra con Gran Bretaña postergó la aplicación del decreto de comercio libre hasta 1783, lo que acabaría mermando el desarrollo de aquel sistema22. Las guerras imperiales y contrarrevolucionarias del último cuarto del siglo XVIII no hicieron sino agravar aún más la situación, lo que ayuda a entender el catastrofismo de muchos de los comerciantes y mandatarios de aquella época, quienes veían fracasar cada una de las reformas implementadas durante los años dorados del reformismo23.

A lo anterior se sumó un explosivo aumento del tráfico naval extranjero, esta vez protagonizado por embarcaciones inglesas y bostonesas. Desde la última década del siglo XVIII, compañías anglosajonas provenientes de ambas orillas del Atlántico habían comenzado a disputar con los franceses la navegación del Pacífico austral, motivadas por la naciente actividad lobera y ballenera que florecía en sus costas. Precisamente, durante aquellos años, el valor de las pieles de lobos marinos experimentó una fuerte alza –a raíz de un aumento en la demanda de pieles en los mercados chinos y europeos– lo que explicaría la masividad de estas empresas. Consiguientemente, la primera mitad del siglo XIX marcó el declive de la explotación lobera y el auge de la caza de ballenas, cuyo aceite y esperma literalmente iluminaron el despegue de las ciudades europeas24.

Al igual como había ocurrido durante los años dorados del contrabando francés, la presencia de naves anglosajonas se extendió a lo largo de todo el litoral pacífico, desde Tierra del Fuego a las costas de la Columbia Británica, generando importantes redes de negocios que se extendían por todo el globo, adquiriendo cierta relevancia durante los años del comercio neutral y a lo largo de la primera mitad del siglo XIX25.

En el plano diplomático, la Primera Convención de Nutka (1790), permitió la circulación de naves inglesas dedicadas al explotación ballenera y

lobera, a condición de que la corona británica cesara en sus aspiraciones territoriales sobre las Malvinas y otros territorios de ultramar. De igual manera, los acuerdos de paz y cooperación entre España y los Estados Unidos llevaron a la firma del Tratado de San Lorenzo del Escorial (1795), el cual permitió a las naves de este último país realizar la explotación de lobos y cetáceos, pudiendo además participar esporádicamente del comercio, con el derecho de entrada en los puertos hispanoamericanos26. A los acuerdos anteriores, habría que agregar la ya citada apertura del comercio neutral (1797), decisión que tuvo un enorme peso en la política económica borbónica, pues su aplicación puso fin al sistema de navíos de registro y selló la llamada “atlantización” del Pacífico indiano27.

Durante la década de 1930, Eugenio Pereira Salas intentó medir la concurrencia de dichas embarcaciones en las costas chilenas. Así, sostuvo que entre 1788 y 1810 recalaron en Chile alrededor de 257 buques estadounidenses, de los cuales menos de la décima parte habrían sido descubiertos participando directamente en actividades de contrabando28. Pese a que la venalidad de las autoridades locales y finalmente la instauración del comercio neutral se encargaron de aminorar el peso de estas prácticas, lo cierto es que el comercio ilegal adquirió una fuerza inusitada durante aquellas décadas. Especial notoriedad tuvo este rubro en los partidos mineros de Copiapó, Coquimbo y Aconcagua –en la puerta de entrada al llamado Norte Chico– llegando a convertirse en el epicentro de aquellas prácticas, esto a través de un lucrativo tráfico de plata y cobre, minerales que finalmente eran transados en los puertos de Cantón y la India29.

Si bien la base de las actividades loberas y balleneras se situaba en torno al círculo polar antártico, a la larga, el radio de influencia de los buques angloamericanos se extendía por varios miles de kilómetros a lo largo de la costa pacífica. Las propias dificultades que ofrecían las regiones más australes empujaron a los balleneros y loberos a ocupar antiguos emplazamientos corsarios, como isla Mocha, isla Santa María o el Archipiélago de Juan Fernández, frente a las costas de Chile. Allí llegaron a establecer verdaderos enclaves, desde donde proseguían sus derroteros por América, Asia o de vuelta al Atlántico, por cabo de Hornos, ante la impotencia o la vista gorda de las autoridades locales.

De ahí que las consecuencias de aquel nuevo ciclo de tráfico extranjero no solo guardaban relación con las actividades extractivas o el comercio ilícito. El aumento de las guerras imperiales, sumado a los crecientes intereses que despertaba la navegación por el Pacífico, hicieron de aquella presencia todo un problema que, como veremos a continuación, alimentó las principales controversias y debates de aquel entonces.

Monopolistas, ilustrados y contrabandistas

Hace ya varias décadas, Ruggiero Romano analizó la evolución comercial de Chile durante el siglo de las luces, destacando los efectos nocivos que trajo consigo el contrabando extranjero en su naciente desarrollo30. De acuerdo con su análisis, las consecuencias más visibles del comercio irregular afectaban el nivel de moneda circulante, considerando que esta última se relacionaba directamente con la producción de plata y cobre, el mismo que era utilizado en las transacciones del comercio extranjero. Por lo tanto, una baja en la producción minera o una balanza comercial desfavorable repercutirían ostensiblemente en todo el sistema mercantil, provocando así una bajada de los precios.

A una década de la instauración del sistema de comercio libre, el presidente Ambrosio O’Higgins sacaba cuentas amargas en torno a la balanza comercial del reino. De acuerdo con los cálculos de la Real Hacienda, las importaciones de 1788 alcanzaban los 2.154.939 pesos, al tiempo que las exportaciones no superaban los 351.922 pesos. Quince años más tarde la situación no parecía mejorar pues, según un informe del Consulado de Santiago, el déficit en la balanza comercial era de 1.200.000 pesos31.

En este sentido, la apertura comercial impuesta por los borbones fue percibida por muchos comerciantes –e incluso algunos altos personeros políticos– como el punto de no retorno de la vorágine deflacionista que sacudía al comercio hispano-criollo. Las proyecciones que entonces se hacían, en torno a una masiva introducción de mercancías y manufacturas, auguraban la saturación de los puertos y las plazas comerciales, lo que acrecentaría la fuga de capitales y la bancarrota de los mercaderes locales.

A principios del siglo XIX, un importante comerciante de Santiago dibujaba de esta manera el estado de los negocios:

“Nuestro comercio camina a la última ruina si Dios y nuestro gabinete no lo remedia, con tantos permisos y contrabandos, de suerte que yo tengo una porción de enseres por no querer vender a los precios ridículos del día, que quizás en la paz los venda mejor, y me voy vadeando con los efectos del país, hasta ver el desengaño, pues en la presente guerra los cálculos mercantiles han salido todos errados; Lima se halla abarrotada de efectos, y los neutrales hacen notable perjuicio de nuestros nacionales y no hay más que conformidad con la voluntad de Dios y que clamen los consulados así de la Península como de la América el grave perjuicio que acarrean los tales permisos, que es engaño y patraña todo y que si no se corta este cáncer, el real erario y nuestro comercio es perdido”32.

Los discursos catastrofistas también destacaban las desventajas que ofrecían las producciones agrícolas chilenas –de clima templado mediterráneo– respecto a las de climas tórridos, como era el caso de las producciones de azúcar, cacao, tintes o café, las que gozaban de una amplia demanda, tanto en Europa como en el propio continente. El único producto chileno de cierta cuantía en los mercados mundiales era el cobre, sin embargo, su comercialización –que durante mucho tiempo había estado reservada a los peninsulares– seguía en manos de los grandes cargadores y comerciantes limeños, cuando no era absorbida por los contrabandistas.

Como recordaba Humboldt en sus memorias;

“Muchas veces el cobre de Huasco, conocido con el nombre de cobre de Coquimbo, sigue el mismo camino de Guayaquil: este cobre no cuesta en Chile más que 6 o 7 pesos el quintal, y en Cádiz su precio común es de 20; pero como en tiempo de guerra sube hasta 35 o 40 pesos, los comerciantes de Lima que comercian en las producciones de Chile, encuentran ventaja enviando los cobres a España, por Guayaquil, Acapulco, México, Veracruz y la Habana”33.

Al igual que en el resto del continente, las opiniones en torno al comercio libre se hallaban divididas entre una amplia mayoría de comerciantes que clamaban por la mantención de los viejos monopolios, frente a un núcleo minoritario que, si bien valoraba las ventajas del nuevo sistema, no dejaba de mostrarse crítico en torno a su proceso de implantación34. En 1789, uno de los comerciantes más ricos del reino, el guipuzcoano José Urrutia Mendiburu, se refería a la situación particular de las provincias australes. Destacaba cómo la escaza figuración de aquellos mercados había permitido a los comerciantes locales sortear muchos de los problemas constantemente denunciados por sus pares capitalinos –sobre todo los relativos a la sobreoferta de manufacturas– ya que, a su juicio, la mayoría de los mercaderes terminaban ajustándose a sus propias posibilidades. Con todo, Urrutia Mendiburu recomendaba la necesidad de ejecutar permanentes ajustes al nuevo sistema, considerando la debilidad estructural de las producciones locales, para lo cual remarcaba la importancia de fomentar la agricultura y el comercio exportador, por cuanto su provincia;

“[…] produjera grandes cantidades de vino y aguardiente de especial calidad si tuvieran consumo o salida de ellos para los puertos de Realejo, Sonsonate, San Blas o Acapulco, obteniendo la gracia de su majestad que tienen los vecinos de Guayaquil para el transporte de sus cacaos para dichos puertos, no teniendo estos efectos más salida [que] para Lima y esta capital”35.

A partir de la creación del consulado de Santiago (1795), muchas de estas demandas comenzarían a ser canalizadas a través de un compacto grupo de comerciantes, burócratas e intelectuales pertenecientes a las familias más connotadas del reino. Entre los mercaderes, destacaban las figuras de José Cos Irriberri, Domingo Díaz de Salcedo y Anselmo de la Cruz, a los que se sumaron algunos personeros ilustrados, de la talla de Manuel de Salas y Juan Egaña. Todos ellos darían forma a un influyente núcleo de opinión que, con el paso del tiempo, acabaría articulando un discurso cada vez más crítico del absolutismo y las limitaciones del libre comercio impuesto por los borbones.

Como señaló Anselmo de la Cruz en 1809;

“Todo lo que sea restringir la libertad del comercio es introducir una epidemia en el cuerpo político del Estado; de ahí que es que de los reglamentos útiles deberían acomodarse al sistema conveniente de la utilidad recíproca y no al contrario, proposición que el crítico circunspecto tendrá por oscura metafísica; más he aquí la verdadera y arreglada balanza mercantil que conviene a nuestro reino”36.

Los reformistas chilenos comenzaron a esbozar un discurso que legitimaba el valor productivo y comercial de su territorio, de cara al fuerte impulso que por ese mismo entonces tenía el tráfico naval extranjero. De ahí que la apertura del Pacífico al resto de los imperios atlánticos fue percibida por aquellos individuos como una posibilidad real de transformar al país en un gran entrepôt comercial, haciendo de su posición privilegiada una oportunidad de abrirse al libre comercio con el resto de las naciones del mundo;

“[…] la dulzura del clima, la fertilidad de la tierra, la variedad y abundancia de sus producciones, la situación cosmográfica, son circunstancias físicas que coadyuvan en gran manera para la residencia natural de la circulación marítima. Del mismo modo, convidan las circunstancias marítimas del comercio, actividad y surtido de diferentes especies. Estas bellas y constantes influencias que se hallan en nuestro reino por un orden físico y político, llamarán a los habitantes de Bahía Botánica de Nueva Holanda, de las islas de Otaití, de Sandwich, a los de la distante California, a los de las islas Filipinas, a los buques ingleses, franceses, holandeses y demás que concurrirían a la libertad, buscando el cambio recíproco de las necesidades y los consumos”37.

En la Memoria sobre la verdadera balanza comercial, de Anselmo de la Cruz, se aprecia una marcada tendencia del grupo antes mencionado de proyectar el futuro desarrollo económico de Chile en el Pacífico y, sobre todo, en el comercio asiático. Durante esos mismos años, distintos comerciantes locales –incluido un miembro de su propia familia38– habían intentado sin éxito emprender este tipo de proyectos. De acuerdo con Sergio Martínez Baeza, a fines del periodo colonial surgieron una serie de propuestas en este mismo sentido: experimentos para la explotación de las loberías y la exportación de pieles a China; peticiones para la exportación de cobre a Europa, China y la India, así como una propuesta de una compañía comercial entre Chile, los puertos de la Nueva España y Filipinas39, proyecto que pasaremos a analizar a continuación.

Una compañía comercial entre Chile, California y Filipinas

En enero de 1800, el ya citado José Urrutia Mendiburu solicitó al intendente de Concepción, Luis de Álava, presentar ante la superioridad del reino un proyecto para establecer un comercio permanente entre los puertos de Chile, California y Filipinas. Básicamente, su plan consistía en poder equipar una fragata de su propiedad –habilitándola tanto para el comercio como para la guerra– la cual zarparía una vez al año desde el puerto de Talcahuano cargada con productos del país: trigo, harina, vino, aguardiente, sebo, carne, legumbres, etc., así como con 200.000 o 300.000 pesos fuertes, destinados a la compra de manufacturas y productos de Oriente. La ruta principal de dicho comercio sería entre los puertos de Talcahuano y Cavite, aunque no descartaba la posibilidad de complementar dicho eje con un comercio de cabotaje entre el sur de Chile y la costa de California.

El comerciante vasco justificaba su plan aduciendo los efectos que la presente guerra con Gran Bretaña generaba en el abasto de la colonia asiática, a lo cual, su patriotismo y el agradecimiento que profesaba a la provincia de Concepción, le habían llevado a pensar en el mejor modo de estimular la economía de;

“[...] un terreno fértil pero igualmente miserable, por la pobreza de sus pobladores; por la decadencia de la agricultura, motivada principalmente de la corta extensión del comercio marítimo y la falta de exportación de sus frutos”40.

Inspirado en el lucrativo negocio del cacao de Guayaquil en la Nueva España y, especialmente, en el fomento que recibió dicho comercio desde la década de 1770, Urrutia Mendiburu tenía como meta transformar a las provincias del sur de Chile en exportadoras netas de trigos y vinos, lo que no solo ampliaría los negocios locales, pudiendo además expandir la comercialización de aquellos productos en las regiones de la América septentrional.

Tras su llegada a Concepción en la década de 1760, Urrutia Mendiburu ya había implementado distintas innovaciones y prácticas empresariales, como la compra de cosechas “en verde”, la adquisición de grandes propiedades y el remate de los diezmos del Obispado. A lo anterior, se sumaba el peso de sus contactos en Chile y el Perú, lo que le permitió amasar una impresionante fortuna y llegar a competir con los grandes comerciantes y productores del valle central chileno;

“En Concepción distribuía el dinero entre los cosecheros de trigo, transportando estos granos a Lima, desde donde sacaba en retorno azúcar y otros efectos. A mano se sembraba en las inmediaciones de Concepción más que lo preciso para su consumo. Viendo el buen despacho que tenían sus trigos en Lima, trató de darles estimación con el aumento de la fanega. Influyó en el cabildo para que se arreglase la medida un 8 1/3 % más que la común, con mira de traerse la preferencia. El pensamiento le salió bien. El trigo de la Concepción es en Lima más estimado por esta ventaja. En el año de 1782, que yo estuve en Concepción, ya tenía este individuo tres fragatas en continuos viajes en carrera de Talcahuano al Callao. A él se debía el fomento de la agricultura de la Provincia, bien que para sí había sacado el mayor provecho, pues se decía que había juntado un caudal de cuatrocientos mil pesos. No faltaban otros que ponían su esmero en seguir las mismas huellas, pero el primero se aventajaba a todos con su gran capital y vastas relaciones que había adquirido en este giro”41.

Como antecedentes adicionales, Urrutia Mendiburu señalaba haber tenido noticias de una reciente Real Cédula que había permitido a otro comerciante peninsular, Román Márquez, hacer el comercio directo entre Cádiz y California, información que habría corroborado tras el arribo a Talcahuano de la fragata Mexicana, la que precisamente venía haciendo aquel derrotero. Con todo, Mendiburu aseguraba ser el creador intelectual de dicha iniciativa, declarando que él mismo le habría confiado la idea a Márquez en uno de sus viajes a la Península42.

Cierto o no, el comerciante vasco poseía informaciones concretas que avalaban su proyecto de establecer un giro comercial con Asia. Un par de semanas antes, el 18 de diciembre de 1799, había recalado en Talcahuano la fragata San Francisco Xavier, alias “Filipino”, proveniente directamente de Cavite, desde donde había salido el 26 de julio. De acuerdo con Urrutia Mendiburu, aquella nueva ruta era “[...] la más breve, la más fácil y segura”, al tiempo que demostraba la factibilidad de su propuesta.

El acaudalado mercader pretendía excitar los ánimos del intendente de Concepción en la promoción de su proyecto, señalando que había sido su propio hermano, el jefe de la Escuadra de Filipinas, Ignacio María de Álava, quien había diseñado y proporcionado el derrotero a la tripulación del “Filipino”, basado en sus amplios conocimientos y experiencia en aquellos mares.

En efecto, en noviembre de 1795, este último había zarpado desde Cádiz rumbo a Filipinas, siguiendo la ruta de cabo de Hornos. El 4 de marzo de 1796 recaló en Talcahuano, prosiguiendo luego en dirección a Valparaíso43 y posteriormente a Lima, capital en la que permaneció algún tiempo. El 6 de octubre continuó su viaje a Manila, donde finalmente recaló en las navidades de ese mismo año. El propio Ignacio de Álava elaboró luego una carta con dicho derrotero, el que incluía pasar por las Malvinas, cabo de Hornos, Talcahuano, Valparaíso, Callao, y Galápagos, siguiendo luego por el norte de la línea ecuatorial hasta llegar a Guam y de ahí al archipiélago filipino (ver mapa 2).


Mapa 2. “Carta esférica en que se manifiesta la derrota que hizo la esquadra del Gefe de esta clase Don Ignacio María de Álava, desde el puerto de Cádiz al del Callao de Lima y Bahía de Manila, en los años de 1795 y 1796”, Fuente: AGI;MP-Filipinas, Leg. 192.

Durante los años siguientes, Álava proporcionó sus conocimientos y asesorías a distintas expediciones militares y comerciales que zarparon rumbo a América, redactando así la derrota del tornaviaje por el Pacífico austral, siguiendo la huella de antiguos marinos ingleses, franceses y holandeses, a través de las islas Palaos, las Carolinas y Juan Fernández, repostando luego en tierras chilenas, para marchar finalmente al Callao44. En mayo de 1803, ya de vuelta en Cádiz, Ignacio de Álava informaba al Príncipe de la Paz el buen logro de aquellas expediciones. Ante todo, destacaba la “inteligencia, aplicación y laboriosidad” de los oficiales que él mismo había nombrado para dirigir aquellas operaciones;

“[…] de cuyas determinaciones se haya V.E. enterado, y produjeron los buenos efectos que me propuse con incontestable ventaja de un cuerpo de comercio como el de la Compañía de aquellas islas”45.

Creada en 178546, como sucesora de la Compañía Guipuzcoana de Caracas, la Real Compañía de Filipinas había comenzado a operar fuertemente en el Perú, así como en el propio reino de Chile, donde ofertó parte de sus acciones y realizó un par de inversiones, como la construcción de un barco en los astilleros de Talcahuano47. Ya desde 1793, la compañía obtuvo la autorización de hacer el tornaviaje rumbo al Perú y los puertos chilenos, en el marco de las guerras que entonces azolaban al imperio y que impedían un efectivo retorno por el cabo de Buena Esperanza48. Fue en ese contexto que, en julio de 1799, se produjo el viaje de la fragata San Francisco Xavier desde Cavite a Talcahuano, situación que dio pie a las posteriores lucubraciones de Urrutia Mendiburu.

A partir de aquí nos resulta mucho más difícil conocer cuáles fueron las verdaderas motivaciones que llevaron al guipuzcoano a proponer su mentado proyecto de una compañía comercial a Filipinas. Es prácticamente imposible que Urrutia Mendiburu ignorara los intereses que estaban detrás de la expedición de la San Francisco Xavier. Tampoco podemos creer que un comerciante de su talla y experiencia se atreviese siquiera a cuestionar los derechos y la primacía de la Real Compañía en aquel giro mercantil. Por el contrario, tomando en cuenta la informalidad y el poco eco que tuvo su proyecto entre las autoridades locales, creemos que su propuesta se limitó una solicitud más bien marginal, hecha en consideración a las circunstancias propias de aquel momento; el simple hecho de que la presente guerra demandaba una cantidad extraordinaria de recursos, a lo cual, su solicitud podría tener cabida, como una forma de paliar las ingentes necesidades que en ese entonces reportaba la colonia asiática.

Mayor claridad nos lo ofrece el papel de los hermanos Álava en todo este asunto. En su calidad de oficial de la Real Armada, Ignacio María de Álava dio cuenta de su celo y sacrificios en favor de los intereses de la Real Compañía de Filipinas. Su propia destinación, en la jefatura de la Escuadra de Asia, había sido hecha en función de resguardar las operaciones comerciales en torno al Archipiélago oriental, tal y como quedó de manifiesto en sus referidas comunicaciones con Manuel Godoy. Incluso es posible que el alavés fuese miembro de un sector influyente o tuviera parte en aquellos mismos intereses comerciales, como se infiere tras constatar la presencia de varios coterráneos operando en la región49. Por otra parte, las operaciones que entre 1796 y 1797 desarrolló la Escuadra en Chile, Perú, y Filipinas, podrían vincularse con las embarcaciones enviadas por la Real Compañía desde Cádiz, como fue el caso de la fragata Nuestra Señora de la Concepción, alias “El rey Carlos”. En su viaje de Cádiz al Callao, aquella nave transportó 1.113.000 pesos en mercancías europeas, conduciendo luego 336.000 pesos fuertes rumbo a la colonia asiática. Posteriormente, la “Rey Carlos” fue comisionada para hacer el tornaviaje, sin embargo, no logró su cometido, por lo que tuvo que regresar a Cavite, enviando en su reemplazo a la San Francisco Xavier50.

El ya mencionado derrotero del “Filipino” fue muy distinto a como lo pintaba Urrutia Mendiburu. Como señaló el propio Ignacio de Álava, el tornaviaje había sido una “navegación escabrosa” y “poco frecuentada”, con más de setenta días de vientos contrarios, pese al mérito de haberse hecho en menos tiempo que la tradicional ruta en dirección a San Blas o Acapulco51. Tomando en cuenta el derrotero original de Álava –que recomendaba como escala final el archipiélago de Juan Fernández y el Callao52– se cree que el arribo de la San Francisco Xavier a Talcahuano pudo ser accidental, como consecuencia de una presunta persecución por parte de corsarios ingleses. Lo cierto es que el diario de navegación no da cuenta de aquella emergencia53, aunque si es cierto que las nuevas expediciones que se hicieron durante la década no volvieron a recalar en Chile. En enero de 1803, por ejemplo, la fragata San Rafael, perteneciente a la Real Compañía, zarpó de Manila al Callao, torciendo el derrotero original, viajando a través de Borneo, la costa austral de la Nueva Holanda y Nueva Zelanda, para llegar luego a Juan Fernández y de allí al Perú, donde arribó el 14 de mayo54.

Por último, resta analizar la actuación del intendente de Concepción, quien tuvo un papel no menor en el fracaso de Urrutia Mendiburu. Si bien Luis de Álava dio curso a la recomendación de este último, su gestión no dejó de ser algo áspera y poco condescendiente. Así, en su oficio al presidente Joaquín del Pino, el mandatario comenzaba diciendo:

“Dirijo a V.S. el papel que me ha presentado D. José de Urrutia y Mendiburu, vecino de la ciudad de Concepción, práctico en las especulaciones del comercio y sujeto acaudalado”55.

Lo cierto es que la incomodidad de Álava venía de mucho antes y se dejó sentir fuertemente en los meses y años siguientes. Entre 1798 y 1799 se había generado un duro altercado entre el intendente y los mercaderes de la ciudad, luego de que el mandatario estableciera una ordenanza contra el comercio nocturno, aduciendo a una serie de abusos e inmoralidades protagonizadas por los almaceneros56. Durante esos mismos años, se venía desarrollando otro pleito, esta vez entre la Real Hacienda y la tripulación de un buque mercante armado de corso, bajo las sospechas de contrabando. Tras la apertura del proceso Álava ordenó una investigación contra los propios tesoreros reales, acusándolos de fraguar un montaje con tal de efectuar el correspondiente decomiso, lo que a juicio del mandatario era, nuevamente, culpa de “comerciantes inescrupulosos”57. Como ya hemos dicho, Urrutia Mendiburu era uno de los mercaderes más ricos del Obispado y una figura prominente al interior del reino. De hecho, en este último caso el guipuzcoano se hallaba claramente comprometido, pues tanto él como su familia participaban asiduamente en los remates y decomisos de aquel entonces. Lo anterior era más notorio –y aquí creemos que surgía la raíz del problema– debido a la concurrencia de su yerno58, Juan Martínez de Rozas, quien en calidad de asesor letrado de la intendencia oficiaba directamente aquellas operaciones.

La relación entre Álava y ambos personajes no podía ser peor:

“[…] el citado asesor [Juan Martínez de Rozas] se casó en esta ciudad hace cinco años con doña María de las Nieves Urrutia y Mendiburu, hija de don José Mendiburu, el vecino más acaudalado de todo este reino, quien tiene abrazados los principales intereses del comercio de este pobre país, de modo que apenas habrá asunto de entidad en el juzgado que en directa o indirectamente no se halle interesado este sujeto, y consiguientemente implicado su yerno, el asesor”59.

Durante la década de 1800 Rozas y Álava protagonizaron permanentes rivalidades y conflictos por el control de la intendencia. En reiteradas ocasiones este último denunció los ilícitos de su asesor, trasladándose personalmente a la Península a resolver dichos asuntos. Finalmente, las gestiones de Álava rindieron fruto y en 1805 Juan Martínez de Rozas fue oficialmente despojado de su cargo. La decisión no impidió que éste siguiera ocupando una serie de puestos de confianza, tanto en el cabildo de Concepción como en la mismísima Presidencia del reino, asumiendo un rol protagónico en las juntas revolucionarias que estallaron en 1810. Para ese entonces, Álava había huido al Perú y Urrutia Mendiburu llevaba varios años bajo tierra. Había fallecido en 1804, sin ver prosperar su añorado proyecto mercantil.

A modo de conclusión

Durante la segunda mitad del siglo XVIII, la apertura del Pacífico a los grandes circuitos del comercio global provocó importantes transformaciones en los territorios americanos, derivadas de un sostenido aumento de los sistemas mercantiles y la situación deficitaria a la que quedó relegada una parte considerable de aquellos conglomerados. Frente al escenario de escepticismo e incertidumbre que trajo consigo la instauración del libre comercio y la introducción del comercio neutral, muchos de sus protagonistas mostraron un fuerte interés por participar de aquel nuevo orden económico, obrando de forma activa y mancomunada en la promoción y generación de una serie de discursos y proyectos de cambio.

Lo cierto es que detrás de muchas de estas propuestas se escondían poderosos intereses y grupos, los que constantemente competían por el predominio y la expansión de sus respectivos ámbitos de influencia. No resulta extraño que la mayor parte de estas iniciativas acabaran siendo rechazadas o desestimadas por las autoridades centrales, toda vez que muchas de esas decisiones se hacían para favorecer el accionar de sectores más comprometidos e influyentes. De ahí la importancia de entender aquellos fenómenos estructurales en términos de sus dimensiones sociales y relacionales, destacando el fuerte significado que tuvieron todas estas asociaciones durante aquellas décadas.

En este sentido, los crecientes intereses que despertaba el comercio en el Pacífico sur a finales del periodo colonial, ofrecían un marcado sentido de competencia entre los distintos actores sociales: Mientras los reformistas borbónicos buscaban generar su propia alternativa a la apertura comercial, las élites locales protagonizaban abiertas rivalidades y conflictos con tal de participar en aquellas transformaciones.

A la larga, las interpretaciones que los intelectuales e historiadores decimonónicos hicieron de aquellos entretelones cumplieron un papel fundamental en el diseño económico y fiscal de los nuevos estados republicanos, a través de una idealización del libre comercio y las potencialidades de un comercio global a través del Pacífico, cuyos ecos se proyectan hasta nuestros días.

Notas:

1. Ovalle, Alonso, Histórica Relación del Reyno de Chile (Roma: Francisco Caballo, 1646), 68-71.

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18. AN;CG, Leg. 757, fjs. 210-213; AN;CG, Leg. 757, fjs. 245-251.

19. Archivo del Museo Naval de Madrid (en adelante AMN), Vol. 214, fjs. 229-230.

20. AN;CG, Leg. 767, fj 114-115.

21. AN;CG, Leg. 768, fj. 247; AN;CG, Leg. 761, fj. 225.

22. Lamikiz, Xabier, “El impacto del «libre comercio» con América: Una revisión desde la microhistoria (1778-1796)”, en Orbis Incognitvs: Avisos y legajos del Nuevo Mundo. Homenaje al profesor Luis Navarro García, ed. por Asociación Española de Americanistas (Huelva: Universidad de Huelva, 2007), 190-192.

23. Kuethe, Allan y Andrien, Kenneth (eds.), El mundo atlántico español durante el siglo XVIII. Guerra y reformas borbónicas, 1713-1796 (Bogotá: Universidad Nacional del Rosario, 2018), 683-684.

24. Mayorga, Marcelo, “Antecedentes históricos referidos a la caza de lobos marinos y su interacción con el medio geográfico y humano en el extremo austral americano: el caso del lobero escocés William Low”, Magallania (Punta Arenas), 44:2 (2016), 38.

25. Bonialian, La América española, 256-276.

26. Guillamón, Francisco Javier, Reformismo en los límites del orden estamental. De Saavedra Fajardo a Floridablanca (Murcia: Servicio de Publicaciones de la Universidad de Murcia, 2010), 343-344.

27. Bonialian, Mariano, “Comercio y atlantización del Pacífico mexicano y sudamericano: la crisis del lago indiano y del Galeón de Manila, 1750-1821”, América Latina en la Historia Económica, 24:1 (2017), 21. Sobre el impacto del comercio neutral, véase: Mazzeo, Cristina Ana, “Repercusiones y consecuencias de la aplicación del comercio libre en la élite mercantil limeña a fines del siglo XVIII”, Revista de Indias, LV:203 (1995), 101–26; Pearce, Adrian J., British Trade with Spanish America, 1763-1808 (Liverpool: Liverpool University Press, 2007).

28. Pereira Salas, Buques norteamericanos, 10-11.

29. Millán, Augusto, La minería metálica en Chile en el siglo XIX (Santiago: Universitaria, 2004).

30. Romano, Ruggiero, Una economía colonial: Chile en el siglo XVIII (Buenos Aires: Universitaria de Buenos Aires, 1965).

31. Villalobos, Sergio, Origen y ascenso de la burguesía chilena (Santiago: Universitaria, 1987), 188.

32. “De Manuel Riesco a Juan Antonio Lezica, Santiago, 20 de julio de 1807”, en Archivo Nacional de Chile, Fondo Varios (en adelante AN;FV), Leg. 678.

33. Humboldt, Alexander, Ensayo político sobre el reino de la Nueva España, Vol. IV (Paris: Casa de Rosa, 1822), 55-56.

34. Lamikiz, “El impacto del «libre comercio»”, 192-193.

35. “Informe de don José Urrutia Mendiburu”, en Biblioteca Nacional de Chile, Manuscritos de la Sala Medina (en adelante BN;MM), Leg. 206.

36. Cruz, Anselmo de la, “Memoria sobre la verdadera balanza del comercio que conviene al reino de Chile [1809]”, en Cruchaga, Miguel, Estudio sobre la organización económica y la Hacienda Pública de Chile (Santiago: Imprenta de ‘Los Tiempos’, 1878), 346.

37. Cruz, “Memoria sobre la verdadera balanza del comercio”, 347-348.

38. Cruz, Nicolás de la, Diario de viaje de Talca a Cádiz en 1783 (Santiago: Imprenta Universitaria, 1943), 20.

39. Martínez Baeza, Sergio, “Inicios de la Marina Mercante de Chile (1800-1870)”, Revista de Historia, 43 (2001), 185–211.

40. “Expediente formado a instancia de D. José Urrutia y Mendiburu, vecino y del comercio de la ciudad de la Concepción, sobre abrir comercio para las Filipinas de los frutos de dicha ciudad y el retorno de efectos del Asia. Año de 1800”, AN;FV, Leg. 19, Pza. 5, fj. 1.

41. Cruz, Diario de viaje de Talca a Cádiz, 17-20.

42. Ortega, Martha, Alta California. Una frontera olvidada del noroeste de México 1769-1846 (México: Universidad Autónoma Metropolitana, 2001), 169.

43. AN;CG, Leg. 746, fj. 49.

44. “Ignacio María de Álava. Derrota de Manila a Lima que debe emprenderse en situación de vendavales o collas, desde mediados de julio hasta fin de septiembre”, AMN, Ms. 118, doc. 2, fjs. 29-41.

45. “De Ignacio María Álava al Príncipe de la Paz. Cádiz, 15 de mayo de 1803”, AMN, Ms. 96, doc. 8, fj. 2.

46. AN;CG, Leg. 766, fjs. 13-72.

47. AN;CG, Leg. 766, fj. 90.

48. AN;CG, Leg. 768, fj. 286.

49. Martínez Salazar, Ángel, Presencia alavesa en América y Filipinas (1700-1825) (Vitoria: Diputación Foral de Álava, 1988), 173.

50. Alfonso Mola, Marina y Martínez Shaw, Carlos, “La fragata San Francisco Xavier (a) El Filipino y el comercio del Pacífico a fines del siglo XVIII”, Anuario de Estudios Atlánticos, 65 (2018), 4-5.

51. AMN, Ms. 863, doc. 9, fj. 2.

52. AMN, Ms. 118, doc. 2, fjs. 42-48.

53. “Viaje de Manila a Concepción por la Mar del Sur en el año de 1799”, Archivo General de la Nación, México, Fondo Indiferente Virreinal (en adelante AGN; Indiferente Virreinal), Sección Marina, caja 5826, exp. 47, fjs. 1-28.

54. AMN, Ms. 272, doc. 5.

55. “Del intendente Luis de Álava al presidente Joaquín del Pino. Los Ángeles, 1 de febrero de 1800”, AN;FV, Leg. 19, Pza. 5, fj. 7.

56. Archivo General de Indias, Audiencia de Chile (en adelante AGI, Chile), Leg. 221.

57. Archivo Nacional de Chile, Fondo Fernández Larraín (en adelante AN;FFL), Vol. XXXII, No. 39.

58. Archivo de la Diócesis de Concepción, Chile, Parroquia El Sagrario de Concepción, Libro de Matrimonios (en adelante PSC;M), Leg. 1, fj. 214.

59. “Luis de Álava a Antonio Caballero. Concepción, 7 de mayo de 1800”, en Amunátegui, Miguel Luis, La crónica de 1810, tomo I (Santiago: Imprenta La República, 1876), 138-139.

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