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Revista iberoamericana de ciencia tecnología y sociedad

versão On-line ISSN 1850-0013

Rev. iberoam. cienc. tecnol. soc. vol.13 no.37 Ciudad Autónoma de Buenos Aires fev. 2018

 

RESEÑAS

Sobre la técnica: 1958-1983

Gilbert Simondon

Cactus, Buenos Aires, 2017, 448 páginas

Por Fernando Tula Molina *

* Universidad Nacional de Quilmes-CONICET, Argentina. Correo electrónico: ftulamolina@gmail.com.  


Este libro compendia los cursos, entrevistas y otros fragmentos sobre la técnica escritos por Gilbert Simondon. En conjunto representan el arco problemático sobre las posibilidades de un cambio de mirada sobre la relación entre alienación y técnica, de modo que la cultura pueda ser reunificada. En la nota editorial, Natalie Simondon describe esta encrucijada como de naturaleza social, ética y política. La presentación del libro está a cargo de Jean Yves Chateau, quien aprovecha para señalar las diferencias entre el punto de vista reflexivo que Simondon presenta en El modo de existencia de los objetos técnicos y el punto de vista psicosociológico que atraviesa estos ensayos. Para tal fin se vale de la distinción entre “objetividad” y “objetualidad”. La primera se define a través de la concretización del objeto técnico, es decir, de su coherencia y unidad que lo hace existir como solución de un problema. Sin embargo, es la objetualidad la que permite que ese mismo ser técnico pueda ser investido de relaciones sociales. Se trata de dos modos de existencia que convergen en un “sistema reverberante constituido por el operador, la obra y el sistema social del cual forman parte” (p. 19). El análisis psicosociológico aborda las formas transindividuales de subjetividad de los objetos técnicos o, lo que es lo mismo, la consideración simultánea de su individuación psíquica y colectiva. Chateau explicita la consecuencia de este abordaje como un punto importante del pensamiento de Simondon: se trata del fin de la distinción entre sujeto y objeto. La tecnicidad debe entenderse no ya como una propiedad de los objetos, sino como una dimensión que nos involucra en nuestra relación con el mundo. Será este modo de existencia el objeto de estudio específico de la psicosociología de la tecnicidad.

Sobre esta disciplina específica, Simondon dictó un curso en 1960-1961, cuyo resumen abre la compilación. El objetivo es mostrar la necesidad de una nueva cultura técnica que restituya la unidad perdida entre tecnicidad y sacralidad, con el fin de orientarse hacia objetos técnicos abiertos. Dado que hablamos de una dimensión que nos involucra, se requiere además de un cambio de actitud por nuestra parte. Dicho de otro modo, no alcanzaremos un modo de existencia abierto si mantenemos la actitud de compradores que evita el involucramiento y demanda soluciones llave en mano. En este sentido, la elección del objeto técnico “compromete al hombre al modo de una elección moral” (p. 40). ¿Cómo lograr la actitud adecuada? Simondon da gran importancia a las “tecnofanías” como punto de encuentro entre tecnicidad y sacralidad. Se trata de la aparición de arquetipos que explican el funcionamiento de diversos esquemas técnicos frente a las personas que los estudian. Los arquetipos permiten sincronizar diversos modelos de acción y hacer que éstas adquieran una regularidad ritual. A su vez, la ritualización de la acción pone en resonancia interna los puntos clave del territorio, otorgándole estructura y organicidad. Por el contrario, cuando se objetiva sagrado -y se lo confunde con una cosa o un ser- se rompe esta estructura de unidad-pluralidad que comunican los puntos-clave de la red. Las dificultades para tal convergencia, entonces, no provienen de las estructuras materiales -en sí mismas compatibles-, sino del juego de prestigios en las estructuras sociales en las cuales se institucionalizan. Es frente a esta situación que Simondon reclama volver al ecumenismo y cosmicidad de las ritualizaciones primitivas. Se trata, en definitiva, de una concepción de “lo sagrado” que Simondon elabora en contrapunto a la de M. Eliade, quien ve en la tecnicidad una pérdida de las formas de la sacralidad. Queda claro, sin embargo, que no resulta sencillo “mantener la preocupación por la cosmicidad, cuando ésta es meramente representativa y no afectiva o emotiva” (p. 115). 

Ahora bien, como se indicó al inicio, una nueva cultura técnica será aquella que aspire a alcanzar objetos técnicos abiertos, es decir: siempre en estado de construcción a imagen del crecimiento de un organismo. Se trata de realidades transindividuales y dinámicas frente a las que no debemos huir, sino relacionarnos a través del conocimiento. En cuanto a la base ideal para tal cultura, Simondon propone volver a la antigua de scholé: “enteramente positiva, enteramente activa, y con el acento puesto en un aspecto de un desinterés, de libertad, de espontaneidad que puede ser común a la sacralidad y a la tecnicidad” (p. 103). De este modo, el esparcimiento debería entenderse como término medio entre el tiempo sacro y el tiempo de la tecnicidad, profano y laboral. Desde esta perspectiva, la crítica a la sociedad industrial adquiere un cariz diferente. Ya no se trata de afirmar -como podrían hacerlo los teóricos de Frankfurt- que la producción industrial aplasta al hombre al ponerlo frente a objetos que no están a su medida, sino de entender -en un abordaje cercano al del filósofo canadiense A. Borgmann- que la producción industrial desvía al hombre “porque lo pone en presencia de objetos que no están inmediatamente claros para él” (p. 71).

Terminado el curso, sigue un estudio de 1970 titulado “Nacimiento de la tecnología”, escrito sin ambages en términos esencialistas: la esencia del maquinismo corresponde al encadenamiento transductivo, y la de tal encadenamiento a su capacidad conmutativa entre diferentes órdenes de magnitud. Es fundamentalmente esta característica conmutativa la que posibilita que ciertos elementos del sistema sean movilizados, mientras otros permanecen inmóviles y se benefician de la energía potencial que adquiere el sistema. Tanto la posibilidad de automatizar la máquina, como la de regularla, dependen de ella. A modo de ilustración, Simondon traza un paralelismo entre el hermetismo antiguo y la cibernética contemporánea. En ambos casos se supone que se puede pasar lo grande a lo pequeño sin límites y consumar de modo completo las transmutaciones. Por otra parte, tanto la cibernética como el hermetismo conciben la relación hombre-naturaleza como un sistema cerrado con un código de correlación que le permite funcionar en estado de resonancia interna. Primero a través del lenguaje y luego de la tecnología, tal codificación posibilita la coordinación sinérgica de los elementos. Sobre el final, Simondon extiende la mirada cibernética sobre la política e idealiza un Estado no ya basado en el monopolio de una fuerza colectiva, sino sobre “una red eruditos y técnicos que presienten el provenir de la humanidad en relación con toda la biósfera” (p. 173). Más adelante, en el resumen del curso “Arte y Naturaleza” (1980), Simondon será más explícito sobre sus preocupaciones ecológicas y sobre la importancia de los conceptos de N. Wiener para alcanzar una auto-estabilización de la sociedad en progreso. También puede señalarse aquí la afinidad con el pensamiento del antropólogo inglés G. Bateson en su lucha contra las evaluaciones a corto plazo. De lo que se trata es, justamente, de tomar conciencia de la comunidad de destinos entre hombre y naturaleza y organizarnos en función de energías alternativas, principalmente la solar. La necesidad de una reorganización socio-técnica se manifiesta tempranamente en Simondon. En 1953 presentó un proyecto de educación tecnológica para alcanzar tal objetivo. Bajo el título “El lugar de la iniciación técnica en una formación humana completa”, planteó el ideal de una nueva sociedad: “continua, sin barreras internas, cuyo sentido ya no es la propiedad sino la actividad constitutiva” (p. 205). El proyecto curricular, basado en sus propias experiencias, apelaba menos a la teoría y más al conocimiento intuitivo proporcionado por el diseño, la construcción y la puesta en funcionamiento de máquinas -simples y de complejidad media- como un motor a combustión. Se buscaba apelar a un estado de conciencia adulto, en el sentido de “serio, atento, reflexivo y valiente” (p. 212). Las máquinas requieren de nuestro involucramiento y no de nuestra ausencia. En este sentido, Simondon diagrama tres tipos de presencia, asociadas a tres operaciones: la de construcción en función de un fin, la de contemplación del esquema técnico y la de su puesta en funcionamiento. Tal educación difiere de la científica en que su principal objetivo no es el de la verdad, sino el de “encontrar los mejores dispositivos en vistas de una operación a cumplir” (p. 226). Al año siguiente, Simondon escribe un artículo -publicado en Cahiers Pédagogiques- donde distingue entre los proyectos educativos que buscan integrar al individuo a una sociedad estable y los que buscan hacerlo a una sociedad metaestable. En este segundo caso, se requiere de un “aprendizaje inteligente que le permita inventar para resolver los problemas en toda la superficie de relaciones horizontales” (p. 232). Por ello, no sólo hace falta pasar de las técnicas a la tecnología sino, fundamentalmente, transformar el régimen vertical de autoridad. Simondon vuelve aquí sobre la scholé como vía para que el hombre tome conciencia de sí mismo. La evolución de conciencia es un punto importante para poder hablar de progreso. Este punto se hace explícito en “Los límites del progreso humano” (1959): sólo habrá progreso si al pasar de ciclo “el hombre acrecienta la parte de sí mismo que se encuentra comprometida en él” (p. 263). Es decir, la alineación se evita si el hombre no se desplaza del centro de sistematización -dejando que la concretización se automatice- y asume su doble papel de operador y objeto de la operación. En definitiva, la resonancia del conjunto de la concretización objetiva y el hombre es del orden del pensamiento. Por ello, el progreso humano reside en aquello que “en cada una de las crisis puede pasar bajo la forma de pensamiento reflexivo a otras crisis de progreso” (p. 269).

¿Cómo es posible liberar la mentalidad técnica? Simondon elabora diversas respuestas. Una es la una nueva estrategia en materia de publicidad ensayada en “El efecto de halo en materia técnica” (1960). Tal efecto se refiere a la zona de tecnicidad cubierta por la red de retroacciones positivas o feed-backs. Simondon especula aquí sobre una publicidad que, en lugar de manipular las motivaciones de las personas, difunda los arquetipos y amplíe la zona de tecnicidad. Por otra parte, en “La mentalidad técnica” -supuestamente de 1961-, Simondon vuelve sobre la idea de un objeto diseñado con partes que tiendan a la mayor durabilidad y otras a la mayor adaptabilidad para cada uso. Es el carácter abierto del objeto lo que le permite evitar la obsolescencia y mantenerse en estado de actualidad perpetua. Sin embargo, para ello se requiere una mirada previa -de carácter ascético- que haga “visible lo artificial de las sobrecargas sociales que se traducen en desarrollos hipertélicos” (p. 300). ¿Cómo evaluar el carácter artificial o hipertélico de un desarrollo? A partir de una cultura técnica reunificada podrían tomarse los criterios generales de cosmicidad, ecumenismo y -en definitiva- el de la integridad del sistema. Sin embargo, Simondon también insiste en que tales criterios generales no se separen de su campo social de utilización, es decir, que -como dirá H. Lacey- que la evaluación no sea descontextualizada. Este punto constituye uno de los ejes que atraviesa todos los escritos aquí reunidos. Por ello, otro punto de contacto con Lacey es la defensa de una ética centrada en “la persona humana considerada reflexivamente según una pluralidad quizá indefinida de ideales posibles” (p. 336). Simondon considera que esta ética es inmanente al proceso de profundización tecnológica. En el ensayo más reciente aquí incluido -“Tres perspectivas para una reflexión sobre la ética de la técnica” (1983)- defiende el principio de “recuperación operativa” como centro de tal ética. Ya no se trata aquí sólo de evitar que la técnica caiga en el ostracismo, sino de utilizarla de modo inteligente para minimizar el consumo energético y los desperdicios. En sintonía con la ecología política defendida por A. Gorz, tal principio cuestiona el dispositivo circular de las sociedades de consumo que las obliga a consumir para poder continuar la producción so pena de una crisis generalizada. ¿Cuál es la alternativa? La de utilizar la tecnicidad para avanzar hacia e una “sociedad posindustrial que tienda hacia unidades lo más autárquicas y autogestionadas posibles” (p. 332).

Antes de pasar a las tres entrevistas que cierran el libro, se incluye una serie de fragmentos -algunos inéditos- considerados relevantes para completar el conjunto. En uno se observa la importancia del cine para que ciertas significaciones y tendencias se actualicen. En otro aclara que el hombre no es esclavo del objeto técnico, sino de sí mismo cuando se entrega a ellos por deseo de poder, gloria o riqueza. No es el objeto técnico el que crea necesidades, sino “los aspectos venales con los que se lo ha cargado dirigidos a la parte más corruptible del usuario” (p. 350). En consecuencia, dado que la tentación no proviene del objeto, sino de aquello que el sujeto cree ver en él, será nuestra mirada lo primero que deba cambiar para diseñar objetos abiertos que susciten participación. Desde el punto de vista económico, Simondon propone ampliar la noción de “objeto técnico” a la de “conjunto arquitectónico” para concebir totalidades organizadas que eviten la obsolescencia. Claro que este abordaje también supone inhibir hábitos tanto colectivos como individuales “para que las innovaciones se puedan instalar” (p. 363). El último fragmento, de 1982, es una reflexión sobre tecnoestética, donde Simondon ve a la cultura como un preselector de lo aceptable.

Estas consideraciones son tratadas de modo más coloquial en las entrevistas. En la primera, con Yves Deforge (1965) se vuelve a la idea de autoreparación y la necesidad de gestos técnicos inteligentes. Por el contrario, si del objeto se hace un instrumento de desenfreno o velocidad es porque no se ha comprendido el esquema técnico involucrado. Como lo explica en una entrevista concedida a Jean Le Moyne tres años después, cuando ello ocurre estamos ante un caso de mal desarrollo, consecuencia de una civilización consumista. En definitiva, se trata de no ser ni demasiado apasionados, ni completamente indiferentes. La actitud correcta es la intermedia que Simondon llama de amistad y sociedad, “de frecuentación correcta y quizás algo un poco ascética” (p. 399). Como ya se señaló, resulta imprescindible el involucramiento para que se produzca la sinergia y se eviten los aspectos autodestructivos del sistema. En este sentido, el objeto técnico funciona como un tercer término que media en la relación entre el hombre y la naturaleza y posibilita un modo de existencia “mucho más refinado y menos peligroso para el hombre” (p. 427). En la última entrevista con Anita Kéchikian (1983), Simondon aclara que su principal lucha es contra la “estafa tecnológica”, como cuando se aplica la pintura en los automóviles luego de las soldaduras eléctricas, dejando un foco de óxido fecundo. En definitiva, se trata de la crítica a la alienación producida tanto por la industria, que cierra los objetos para ser vendidos, como por nuestra actitud de compradores que demanda que así sea. Al respecto, la síntesis más clara la encontramos cuando A. Kéchikian le repregunta si no tendríamos que pensar fundamentalmente la adaptación del ser técnico al hombre; Simondon responde que por ese motivo retuvo la noción de convivialidad del filósofo y teólogo austríaco I. Illich, para quien no deben “introducirse las técnicas a la fuerza en una población que no las quiere” (p. 437). Aunque ésta es la única mención explícita a Illich, a lo largo de todos los ensayos se percibe la sintonía con las tecnologías abiertas y transversales defendidas por él. De todos modos, ambos pensamientos no deben confundirse. Illich buscaba potenciar los efectos locales de poner en interacción saberes técnicos y vernáculos. Simondon revaloriza la dimensión intrínsecamente cósmica del conocimiento técnico como condición de su adaptación a cualquier entorno concreto. Mientras Simondon confía en la ética inmanente de un proceso de profundización de las técnicas para desplegar gestos técnicos inteligentes, Illich se dirige en el sentido contrario; es decir, el que siguieron quienes perdieron esa fe y buscaron resolver la mayor cantidad de problemas con tecnologías de baja complejidad. De allí el punto de contacto con los teóricos decrecentistas sobre la necesidad de objetos técnicos abiertos que posibilitan la autoreparación. Además, en ambos casos se atribuye un papel fundamental a la scholé y al del tiempo libre.

Queda claro que las tesis de los ensayos aquí compilados no convergen en una doctrina sobre la técnica completamente ajustada, pero sí transmiten claramente una atmósfera: la del modo de existencia tecno-estético. A la vez, surgen inmediatamente las preguntas que hablan sobre el tamaño de los desafíos: ¿cómo relacionar el pedido de relaciones transductivas horizontales con una red de eruditos que presienten el porvenir y velan por nosotros? ¿Cómo lograr la profundización tecnológica y evitar los objetos cerrados que demandamos como compradores? ¿Cómo modificar el régimen vertical de autoridad y a la vez inhibir comportamientos individuales para que las innovaciones se puedan instalar? ¿Cómo hacerlo en el marco de convivialidad que planteaba Illich? Son estas preguntas las que desnudan la ausencia en el pensamiento de Simondon de una política tecnológica que acompañe la nueva cultura de la técnica y promueva las transformaciones necesarias.

 

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