INTRODUCCIÓN
En la última década, la ciudad de Mar del Plata se ha constituido como un modelo a seguir en materia de políticas anti trata. La Fiscalía General ante la Cámara Federal de Apelaciones ha tenido un rol protagónico, impulsando una gran cantidad de investigaciones judiciales, principalmente en causas por trata sexual (Martynowskyj, 2020). Aunque, desde 2015 ha comenzado a investigar, con mayor frecuencia, casos de presunta trata laboral, focalizándose en el cordón frutihortícola[1]. También el municipio se ha comprometido en esta lucha, sancionando tres ordenanzas específicas, a partir de las cuales ha desplegado una política intensiva de cierre de espacios de comercio sexual. Finalmente, un conjunto de ONGs han logrado instalar el tema en el debate público, desarrollando distintas actividades pedagógicas “contra la trata”.
Por su carácter portuario y turístico, Mar del Plata ha registrado un elevado número de oferta sexual en distintas modalidades. Si en la década de 1990 la prostitución había sido tema de preocupación debido a las muertes y desapariciones de personas conocidas popularmente como “el caso del loco de la ruta” (Martynowskyj, 2014) y a mediados del 2000 se había puesto otra vez en escena a partir de la preocupación por la publicación de oferta sexual en los medios de comunicación y en la vía pública; es recién en el 2008 que comienza a ser leída en clave de “trata de mujeres”. La circulación de nociones como víctimas, esclavas sexuales, desaparecidas, grupos mafiosos, prostituyentes, mercantilización de la mujer, y la visibilización de las migrantes dominicanas y paraguayas[2] en el mercado sexual, contribuyeron a otorgar nuevos significados a un fenómeno que hasta entonces se hacía inteligible en otras claves de lectura, vinculadas a la salud pública, la “moral y buenas costumbres”, la desviación de las mujeres, y el mundo del hampa.
Algo similar ocurrió con el trabajo rural que involucra migrantes bolivianos/as. Si bien esta población presenta una trayectoria migratoria de más larga data, que inicia en 1930 hacia las provincias cercanas a las fronteras (Benencia, 2009), se expande en 1950 hacia regiones urbanas de Buenos Aires (Jelin y Paz, 1991) y se intensifica desde la vuelta de la democracia en 1983 (Calvelo, 2010), constituyendo actualmente una de las poblaciones migrantes más importantes del país -junto con la población paraguaya representan la mitad de los/as extranjeros/as que residen en el Argentina- (Cerrutti, 2018). El partido de General Pueyrredon no ha sido ajeno a este proceso si no que recibió y recibe migrantes que se desempeñan en trabajos tanto en la zona urbana como en el periurbano[3]. A pesar de esta presencia prolongada y de los aportes que la comunidad boliviana ha hecho en términos de innovaciones tecnológicas aplicadas al sector rural, los/as migrantes bolivianos/as que buscan asentarse en Argentina suelen ser frecuentemente objeto de discriminación y xenofobia. A fines del siglo XX el gobierno relacionaba los problemas de desocupación y la sensación de inseguridad con su presencia (Grimson, 2006). Esto derivó en un uso despectivo del término “boliviano/a”, que diversos/as investigadores/as asocian a la constitución de la identidad argentina dominante como “europeizada” en oposición a la de nuestros vecinos como “originarios”, lo que ha generado que la migración limítrofe se defina como “migración no deseada/no europea” (Grimson, 2006; Benencia, 2009). Si bien esta caracterización persiste, en los últimos años ha comenzado a convivir con otra que los/as señala como trabajadores/as migrantes vulnerables, potenciales víctimas de trata laboral.
En este trabajo indagamos en las tensiones entre la forma en que las mujeres que hacen sexo comercial y los/as trabajadores/as del cordón frutihortícola de General Pueyrredon son vistos por los/as agentes judiciales y municipales encargados/as del despliegue de políticas anti trata y la forma en que ellos/as se representan sus experiencias migratorias y laborales. La matriz interpretativa de la campaña anti trata se asienta en una perspectiva punitivo-victimista que, con el objetivo manifiesto de proteger y salvar a estas personas, amplía los márgenes de criminalización de los procesos y relaciones sociales involucradas en la migración y el trabajo, posicionando a la justicia penal como la herramienta más idónea para intervenir en estas situaciones. Mientras las voces de los/as operadores/as judiciales y rescatistas ganan legitimidad para la definición de la situación y de sus soluciones, las de los/as migrantes, cuando no se posicionan como víctimas, son desestimadas o puestas bajo sospecha, y sus estrategias de supervivencia y proyectos de progreso, desvalorizados.
Nos basamos en un trabajo etnográfico y en una serie de entrevistas en profundidad con trabajadores/as del cordón frutihortícola y mujeres que hacen sexo comercial en General Pueyrredon, y con operadores judiciales y municipales[4]. También analizamos sentencias judiciales dictadas por Tribunal Oral en lo Federal y Correccional N°1 de Mar del Plata (en adelante TOF), en causas por infracción a la Ley de trata (en algunos casos hemos podido acceder a toda la causa). Como hemos mencionado anteriormente, la trata con fines de explotación sexual ha tenido mayor visibilidad y también ha sido la más perseguida y capturada por el poder punitivo del Estado. El TOF ha dictado 33 sentencias entre 2010 y 2018 -siendo la ciudad con la mayor cantidad de sentencias por trata en el país-, de las cuales solo 1 ha sido por trata laboral. De modo que esta fuente nos sirve principalmente para acercarnos a las situaciones identificadas como trata en el mercado sexual, y suple las dificultades de acceso[5] a este campo y principalmente a sus trabajadoras migrantes.
Estas sentencias arrojan un total de 39 mujeres y 51 varones imputadas/os —72 de los/as cuales han sido condenadas/os— y 235 ‘víctimas rescatadas’. Una caracterización general de las personas imputadas nos muestra que los varones son casi en su totalidad argentinos, mientras que la mitad de las mujeres son argentinas y la otra mitad, paraguayas y dominicanas. Las condenas oscilan entre los 3 y los 10 años de prisión. Sólo en 7 causas hay más de tres personas imputadas, dando cuenta que la justicia no se enfrenta con organizaciones criminales de amplio alcance territorial.
Mientras que de las identificadas como víctimas, 227 son mayores de edad y 8, menores (entre 15 y 17 años). En cuanto a las nacionalidades, 131 son paraguayas, 68 son dominicanas, 38 son argentinas, 2 son brasileñas y 1 es chilena. En relación a la inserción en el mercado sexual, 215 manifiestan que lo hacen de manera voluntaria y 20 no voluntaria —17 habiendo sido engañadas y 3 habiendo sido forzadas mediante violencia—. Finalmente, las causas se iniciaron por denuncias de alguna ‘víctima’ en 14 casos, mientras que en el resto les dieron inicio otras personas, agencias estatales u organismos internacionales[6].
LA CONFIGURACIÓN DE LA “TRATA” COMO PROBLEMA PÚBLICO
La migración ha sido una de las estrategias más utilizada por las mujeres para hacer frente a problemas económicos, propios y familiares, para buscar una vida mejor y formar parte de sociedades más ricas (Azize, 2004). Sin embargo, recién en la década de 1990 se ha podido visibilizar que las corrientes migratorias están compuestas en su mayoría por mujeres, lo que se conoce como feminización de las migraciones (Mallimaci, 2011; Pacecca y Courtis, 2010).
Históricamente la división sexual del trabajo ha generado que las mujeres migrantes, en su mayoría pertenecientes a sectores populares, participen en trabajos de la economía informal, como el trabajo doméstico, sexual y a destajo[7]. Los movimientos de las mujeres a través de las fronteras han generado alerta, cuando no verdaderos pánicos morales[8] (Cohen, 1972), principalmente cuando han migrado solas y de manera autónoma, es decir, no dirigida por el Estado (Rodríguez, en Azize 2004).
En 1948 la Declaración Universal de los Derechos Humanos estableció que “toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluyendo el propio, y de regresar al mismo” (artículo 13), pero con el tiempo se ha dado una creciente restricción de esta interpretación y ha habido un desplazamiento de un enfoque migratorio a otro trafiquista que caracteriza el movimiento de personas por el mundo como el resultado de “operaciones clandestinas y criminales de mafias internacionales que engañan y explotan a las personas que quieren desplazarse” (Azize, 2004: 168). Aunque este enfoque no es del todo novedoso, ya que encuentra continuidades con la manera en que se caracterizó como “trata de blancas” la migración de mujeres europeas hacia América entre fines del siglo XIX y principios del XX (Guy, 1994). Sin embargo, las ansiedades que se expresaban en la cruzada contra la “trata de blancas”, remitían a preocupaciones higienistas relacionadas al control de las enfermedades venéreas (Biernat, 2013; Múgica, 2009), pasando por la inserción de las mujeres de los sectores populares en el mercado laboral, su sexualidad y la relación con las transformaciones familiares y la consolidación de la Nación (Guy, 1994). Mientras que la reemergencia de la preocupación por la “trata de personas” a fines del siglo XX, en un contexto de expansión del neoliberalismo y de migraciones transnacionales crecientes, puso en el centro de la escena la preocupación de los países centrales por controlar sus fronteras, constituyendo la migración como una “cuestión de seguridad” (Magliano y Clavijo, 2011). La lucha contra la “trata” en este marco se convirtió en sinónimo de guerra contra el crimen internacional (Kempadoo, 2005), fundamentalmente desde la sanción del Protocolo Adicional a la Convención de Naciones Unidas contra el Crimen Organizado, relativo a la prevención, represión y erradicación de la trata de personas, especialmente mujeres y niños, que fue firmado por 147 estados, en el año 2000 en Viena, y entró en vigencia en 2003 (en adelante Protocolo de Palermo). Algunos autores señalan que este desplazamiento se debe a un giro más amplio hacia paradigmas carcelarios de lo social, de la justicia y del género y hacia un humanismo militarizado como el modo privilegiado de acción del Estado, respaldado por una parte importante de la población, que acepta y demanda cada vez más medidas punitivas (Garland, 2005; Bernstein, 2014).
Una dimensión que no ha cambiado entre estos dos momentos ha sido la caracterización victimizante de las mujeres migrantes, en particular cuando estas participan del mercado sexual. Como sostiene Pacceca, el uso generalizado de la categoría de “trata”, ha revitalizado “dos debates no saldados –sobre prostitución y explotación laboral- en los que juegan compleja y conflictivamente la autonomía y la vulnerabilidad de las personas, y la regulación social y normativa, y donde la migración ha constituido una dimensión fundamental” (2011: 147).
En Argentina, la “trata de personas” reemergió como un problema público, entrando en la agenda gubernamental a través de la participación del país en el proceso de elaboración del Protocolo de Palermo. Sin embargo, tomó mayor protagonismo a partir del escándalo desatado por las denuncias que recibió la Embajada de República Dominicana en 2002 por su presunta participación en una red de “trata” de mujeres dominicanas. Pero fundamentalmente a partir de las acciones de la Organización Internacional de las Migraciones (OIM), que en 2005 puso en marcha el proyecto de sensibilización denominado “Fortalecimiento institucional para la lucha contra la trata de personas en la Argentina” (FOINTRA), financiado por el Departamento de Estado de Estados Unidos[9]. Así, entre los años 2000 y 2008, la “trata” logró instalarse como un problema que requería la intervención estatal y el compromiso ciudadano. Se incluyó en el Código penal, con la promulgación en 2008 de la Ley N° 26.364 de “Prevención y Sanción de la Trata de Personas y Asistencia a sus Víctimas” que la definió como
la captación, el transporte y/o traslado —ya sea dentro del país, desde o hacia el exterior—, la acogida o la recepción de personas mayores de DIECIOCHO (18) años de edad, con fines de explotación, cuando mediare engaño, fraude, violencia, amenaza o cualquier medio de intimidación o coerción, abuso de autoridad o de una situación de vulnerabilidad, concesión o recepción de pagos o beneficios para obtener el consentimiento de una persona que tenga autoridad sobre la víctima, aun cuando existiere asentimiento de ésta (Artículo 2)[10].
Aunque en 2012, luego de la absolución de los imputados en el caso Marita Verón y de las protestas desatadas a lo largo y ancho del país, fue modificada por la Ley N° 26.482. Se elevaron las penas y se quitaron los medios comisivos y la distinción entre prostitución de mayores y menores[11]. De modo que el delito de trata quedó definido como: “El ofrecimiento, la captación, el traslado, la recepción o acogida de personas con fines de explotación, ya sea dentro del territorio nacional, como desde o hacia otros países” (Artículo 2).
Además, se pusieron en marcha un conjunto de acciones y políticas públicas cuyos objetivos van desde la prevención, pasando por la sensibilización, hasta la represión de “la trata”. Retomamos el concepto de régimen anti trata propuesto por Adriana Piscitelli (2015), para pensar de manera integral esta constelación de políticas, normas, discursos, conocimientos y leyes sobre trata de personas, formuladas en el entrelazamiento de los planos supranacional, internacional, nacional y local.
En este escenario, como ya dijimos, han tenido mayor visibilidad y han generado mayor preocupación social, los casos relacionados a la trata sexual. La trata con fines de explotación laboral, asociada principalmente a los talleres textiles clandestinos, “salió a la luz en asociación casi excluyente con procesos migratorios internacionales” (Pacecca, 2011). Esta visibilidad diferencial, según los Informes Mundiales sobre Trata de Personas elaborados por la Oficina de la ONU contra la droga y el delito (UNODC), bianualmente desde 2009, podría obedecer a un sesgo estadístico ya que la prostitución, al ocurrir en centros urbanos suele ser más visible, y es más denunciada.
Para su punición se ha montado un “andamiaje institucional que incluye divisiones anti trata en las fuerzas de seguridad federales y en numerosas policías provinciales, una unidad de investigación judicial especializada en el Ministerio Público Fiscal, programas nacionales y provinciales de asistencia o acompañamiento a víctimas” (Pacceca, 2011: 148), que dio como resultado 317 sentencias en causas por infracción a la Ley de trata entre 2008 y 2018 (según el informe sobre condenas e investigaciones de delitos de trata en la última década, presentado por la Protex en diciembre de 2018). Laura Agustín (2005) utiliza el concepto de “industria del rescate” para caracterizar este engranaje donde confluyen trabajadores/as sociales, formuladores/as de políticas públicas, funcionarios/as de agencias de financiamiento, entidades religiosas, académicos/as y agentes vinculados a organizaciones no gubernamentales. Estos/as agentes sociales, que siguiendo a Becker (2009) podemos caracterizar como “emprendedores morales”, crean y aplican normas no sólo porque les interesa que los demás hagan lo que ellos/as creen que es lo correcto, sino porque piensan que esto será bueno para todos. Si tienen éxito logran establecer un conjunto de normas y la maquinaria necesaria para aplicarlas, al mismo tiempo que crean un nuevo grupo de marginales (Becker, 2009). Aunque en el caso que analizamos, podríamos decir que más que crear nuevos marginales, han leído de manera novedosa a ciertos grupos que ya estaban marginados (migrantes, “prostitutas” y trabajadores/as rurales).
VIAJANDO PARA TRABAJAR: ¿ORGANIZACIONES CRIMINALES O REDES MIGRATORIAS?
En este apartado indagamos en cómo el régimen anti trata ha configurado nuevos marcos de inteligibilidad que, fundados en una matriz victimizante, explican los motivos que conducen a las personas de sectores populares a migrar y las formas en que efectúan los desplazamientos y se insertan en el lugar de destino, como el resultado de una acción criminal de una organización dedicada a la trata de personas. Esta explicación no sólo desdibuja el rol activo de los/as migrantes en sus proyectos de movilidad, sino que, como ha señalado Varela, corre el riesgo de traducir “una situación social que anuda diversas condiciones de subordinación a una relación individual y rígida entre víctima y victimario, entendidos éstos como sujetos dotados de intencionalidades precisas” (Varela, 2013: 280).
En una investigación típica por trata sexual, cuando la autoridad judicial tiene la sospecha de la existencia del delito, ordena un allanamiento, es decir, el ingreso en algún establecimiento o domicilio. Las psicólogas que trabajan en el Programa de Rescate y Acompañamiento a las personas damnificadas por el delito de trata (en adelante Programa de Rescate) ingresan al lugar luego de las fuerzas de seguridad y entrevistan a las mujeres que identifican como víctimas, intentando reconocer elementos que constituyan el delito[12]. Tanto en dichas entrevistas como en las declaraciones testimoniales brindadas en sede judicial, las migrantes paraguayas y dominicanas son preguntadas por los motivos que las llevaron a migrar:
Decidió venir al país porque en Paraguay trabajaba en una fábrica textil casi 24 horas diarias y le pagaban muy poco” (TOF N°1, causa A)[13].
Previo a migrar a nuestro país, se separó de su ex pareja y padre de sus hijos porque el mismo ejercía violencia física y psicológica hacia ella (…) Decidió migrar a este país debido a su difícil situación económica y familiar con la esperanza de lograr condiciones más estables para su manutención y la de sus hijos (TOF N°1, causa B).
Manifestó que cuando vino a Mar del Plata lo hizo con la dueña del privado y con otra chica… Que en Paraguay trabajaba de vendedora de indumentaria, que ganaba poco y (…) decidió venir a trabajar aquí para poder ayudar a su madre y a sus hermanos. Que conoce a la dueña porque era su vecina, que la conoce desde la infancia… Que no quiere volver a Paraguay porque hay mucha pobreza, que vive en la casa porque no puede afrontar un alquiler sola, que ya intentó trabajar en una fábrica, la tomaron a prueba y a los tres meses la despidieron… (TOF N°1, causa C).
Las mujeres involucradas en estas causas expresan la necesidad de mejorar su situación económica, que a veces se combina con un anhelo de vivir en un país más rico o de alejarse de vínculos familiares violentos. El ejercicio del trabajo sexual, para estas mujeres que son casi todas madres solteras y desempleadas o con empleos precarios y familias a su cargo, aparece como una opción disponible en el marco de un abanico de otros empleos de servicios o cuidados, también precarizados y peor remunerados. Como se ve en los testimonios citados, la mayoría refiere trabajar o haber trabajado como empleada doméstica o vendedora, antes o al mismo momento que participaban del mercado sexual y destaca de este último la posibilidad de obtener mejores remuneraciones. Sin embargo, en una de las causas citadas, los jueces apelan a la idea de una “idiosincrasia común”, es decir, un modo de ser que, condicionado por sus situaciones materiales de vida, llevaría a estas mujeres a “aceptar prostituirse” y en base a ello sostienen que: “Necesitadas de realizar cualquier trabajo para poder enviar dinero a sus familias, ejerciendo una actividad estigmatizante, cualquier idea de libertad se desdibuja” (TOF 1, Causa C).
Si bien el ejercicio de la prostitución está casi siempre ligado a migraciones y movilidades, ya que las mujeres siguen los flujos económicos y las promesas de las grandes ciudades, y al mismo tiempo se alejan de su ciudad natal por miedo a ser descubiertas por parientes o conocidos (Absi et al., 2012), sus relatos son interpretados por los operadores estatales (tanto judiciales como municipales) bajo la idea reduccionista de mujeres “tratadas” y “sometidas a prostituirse”. De este modo se invisibiliza el rol activo de estas en sus proyectos de movilidad (Maqueda, 2008).
Como sostiene Agustín (2005), mientras las sujetas de este discurso no se ven a sí mismas como pasivas y coaccionadas, los/as agentes que intervienen en el despliegue de las políticas anti trata, al etiquetarlas de ignorantes y/o indefensas y proponerse “protegerlas”, convierten su impulso en controlador.
Por su parte, las mujeres que llegaron a trabajar a las quintas frutihortícolas muestran una realidad similar, migraron pensando que Argentina era un destino prometedor que significaría mejoras en su calidad de vida. Victoria, una mujer tarijeña que comenzó a venir cuando su padre se desplazaba desde Bolivia a Salta para trabajar y que se encuentra radicada en Batán, explicó su migración de la siguiente manera: “Siempre mi deseo era venir a la Argentina, no sé si quería ganar más o no, pero siempre mi deseo era venir a la Argentina” (Entrevista Victoria, 2017).
Aunque la mayoría de los casos son distintos al de Victoria, ya que la migración no ha sido un ferviente deseo sino la mejor opción laboral. Ana, otra migrante oriunda de Tarija, lo describió de la siguiente forma:
(Vine) Para trabajar, porque allá no hay mucho trabajo viste… no se puede, si no estudias no tenés una profesión, allá vivís, pero vivís el día, trabajas para comer, si queres tener no podés ahorrar plata viste, tenés que tener una profesión para juntar plata, si, ahí tenés plata seguro viste. Porque sabes que trabajas y cobras, no es como la agricultura que por ahí sembrás, se hela o no nace o no da bien, sembrás para comer y cuando tenés suerte vendés algo de producto, tampoco hay exportación así que... (Entrevista Ana, 2017).
La posibilidad de vender lo que producen y acceder a otros bienes que el trabajo para la subsistencia no les permitía, es valorado como algo positivo que incentiva la migración y que muestra que los/as migrantes planifican cómo, cuándo y hacia dónde migrar (Blanco Rodríguez, 2020). No obstante, los/as agentes judiciales, cuando se refieren a la migración de estos/as trabajadores/as frutihortícolas desatienden los motivos a los que estos/as hacen referencia y establecen una relación lineal entre pobreza, vulnerabilidad y la imposibilidad de proyectar lo que denominan “un plan de vida”[14]. En la sentencia por trata laboral que ha dictado el TOF (causa D), donde se condena a un hombre de nacionalidad boliviana, dueño de una quinta que empleaba a diez migrantes bolivianos/as, con lazos familiares entre sí, a quienes había contactado en Bolivia (personalmente o a través de terceros), se cita el informe elaborado por las profesionales del Programa de Rescate, donde se describe la situación de las “víctimas” y se afirma que la situación de vulnerabilidad en que estas se hallaban era el resultado de:
la falta de educación básica que poseían los trabajadores, la necesidad de migrar en búsqueda de mejores oportunidades económicas tanto para ellos, como para sus familias, a pesar de que dicho traslado implique consecuencias como desarraigo, aislamiento respecto del grupo socio-afectivo y de todo ámbito familiar, la inserción en otro universo cultural que mayormente desconocen y en algunos casos no comparten la lengua.
La construcción del/a trabajador/a migrante como un sujeto siempre ya vulnerable es el eje articulador de las conceptualizaciones de la justicia y los organismos transnacionales como la OIM, que sustentan las decisiones de los/as operadores/as judiciales con respecto a qué trayectorias migratorias y arreglos laborales se judicializarán y cuáles no. El concepto de “vulnerabilidad” opera entonces como un dispositivo de gobernanza que permite a jueces y fiscales legitimar sus intervenciones, sobre todo porque la ‘víctima’ de trata no emerge de manera simple y evidente de las investigaciones judiciales, más aún cuando las mismas son iniciadas por denuncias de terceros (Varela, 2013; Martynowskyj, 2019). En este contexto, la “situación de vulnerabilidad” de los/as migrantes es construida por los operadores judiciales “en razón del desarraigo, la pobreza estructural y ciertas características culturales y personales de las ‘víctimas’” (Varela, 2013: 291) y su utilización caracteriza a estos sujetos como débiles, irracionales, inocentes y pasivos. Estrechamente ligada a esta noción de vulnerabilidad, se encuentra la invisibilización de las expectativas y proyectos migratorios-laborales de estas/os trabajadores/as. Efectivamente, una de las dimensiones que la fiscalía pondera para identificar las situaciones de trata laboral y sexual, es si las personas tienen o no la posibilidad de planificar un “proyecto de vida propio”, lo cual presupone un sujeto de conciencia, voluntad y control sobre sí mismo y excluye del ámbito de la ciudadanía a ciertos sujetos que no encajan con este modelo (Martynowskyj, 2019). Como sostiene Leticia Sabsay:
Ciertas elecciones sirven para negarle a ciertos sujetos su subjetividad (…) Como si ciertas elecciones no pudieran ser elecciones después de todo, porque cuando son tomadas en realidad se convierten en muestra de la sujeción a la que el sujeto que la toma estaría sometido (…) funcionando entonces como la vía para denegarle a ese sujeto su capacidad política (Sabsay, 2011:77).
En relación a las formas de migrar, en el caso de los/as sujetos/as que nos ocupan, si bien son diferentes, tienen en común que familiares, amigos/as, vecinos/as o paisanos/as que ya viven en el país de destino, juegan un papel importante tanto a la hora de tomar la decisión de desplazarse, como en el proceso de viaje, inserción laboral y residencia.
La bibliografía sobre migraciones llama a estos vínculos que facilitan y guían el traslado y la inserción en el lugar de destino, redes migratorias. Y señalan que estas juegan un papel central en “la configuración de destinos territoriales y laborales y en la reproducción de ciclos migratorios a través de varias generaciones” (Cassanello, 2014). Como sostienen John y L. MacDonald (citado en Cassanello, 2014) las redes les permiten a los/as migrantes estar al tanto de las oportunidades laborales en el país de destino, conseguir un medio de transporte y obtener sus alojamientos y empleos iniciales, a través de relaciones sociales primarias con inmigrantes anteriores.
Los y las migrantes que llegan desde Bolivia a Argentina, lo hacen a través de la información y las diversas “ayudas” que les brindan sus “paisanos” (Cassanello, 2014; Benencia, 2005). Todos los casos que hemos relevado en las quintas hortícolas de General Pueyrredón, coinciden en haber migrado haciendo uso de esas redes. A diferencia de las mujeres que se dedican a trabajos en la zona urbana del partido y pueden migrar solas, todas las trabajadoras de las quintas lo han hecho como parte de una estrategia migratoria donde se traslada toda la familia, por eso han llegado al país acompañadas por un migrante masculino, que en la mayoría de los casos ha sido el esposo. Esto diferencia a este tipo de migraciones de otras, donde las mujeres vienen a trabajar y envían remesas a los familiares que aún siguen en el lugar de origen, como es el caso de las mujeres dominicanas y paraguayas que se insertan en el mercado sexual local. Tanto las trabajadoras sexuales como los/as trabajadores/as frutihortículas, utilizan para migrar recursos que les brindan terceros, a modo de préstamos o ayudas. En el caso de las trabajadoras sexuales, recurren a algún tipo de ayuda, ya sea de un novio/a, amante, amigo/a, conocido/a, familiar o de gestores/dueños de lugares en los que ejercerán el trabajo sexual. Mientras que en el caso de los/as trabajadores/as frutihortícolas, algún familiar que ya migró o quienes los/as contratan suelen solventar los gastos del traslado, lo cual algunas veces opera como un préstamo, y otras como parte del pago por el trabajo que realizarán. Esto ha sido criminalizado por las distintas normativas sobre “trata” que han habilitado una asociación prácticamente automática entre estas ayudas/préstamos y este delito, al leerlos como facilitación -para el caso de las trabajadoras sexuales- (Piscitelli, 2013) o en nuestro país, como captación y/o traslado.
Las historias de las migrantes paraguayas y dominicanas a las que hemos podido acceder a través de las causas judiciales[15] muestran cómo funciona esta red, que es esencial tanto para viajar como para acceder al trabajo. En una de estas causas (causa E), se imputa a una mujer de República Dominicana, encargada de un privado donde trabajaban diez mujeres de su misma nacionalidad. Mientras que las víctimas declararon que la imputada las habría ayudado, ofreciéndoles un trabajo y financiándoles el viaje y la estadía, lo cual les posibilitó migrar, los jueces se refieren a esta modalidad de viaje e inserción laboral de la siguiente forma:
Se identificaron creencias en torno a una obligación moral y financiera hacia los explotadores, quienes brindaron “ayuda” o un “trabajo” para sobrevivir, facilitando que estas deudas impuestas no sean consideradas por las víctimas como modos de coerción, aunque ejerzan presión subjetiva sobre ellas, profundizando su vulnerabilidad y restringiendo las posibilidades de elección”.
En otra causa (F), donde se condenó por trata con fines de explotación sexual, en la modalidad de “acogimiento”, a un hombre argentino, dueño de un cabaret en una ciudad del centro de la provincia de Buenos Aires, donde se encontraban trabajando diez mujeres migrantes de República Dominicana con vínculos familiares entre sí o con el dueño, las operadoras del Programa de Rescate describen la situación de la siguiente manera:
Los vínculos de parentesco existentes entre muchas de las mujeres y para con la encargada del lugar, lejos de constituirse en una red de contención socio-familiar, habría funcionado como un método más eficaz de captación, logrando que más mujeres concurran al lugar y “trabajen” en las condiciones antes descriptas…
Así, mientras que las mujeres narran la importancia de las relaciones de parentesco, paisanaje o amistad en el momento de tomar la decisión de viajar, en las sentencias judiciales se repite la idea de que el viaje implica el desarraigo de las personas y que los “tratantes” las trasladan para separarlas de su red de contención social.
La sentimentalización que se produce en torno a los migrantes desarraigados, oscurece las múltiples posibilidades de desgracia en casa. Muchas mujeres, homosexuales y transexuales están huyendo de “prejuicios provincianos, trabajos sin perspectivas, calles peligrosas, padres autoritarios y novios violentos” (Agustín, 2005:3). Esto no excluye la posibilidad de abuso, explotación y tragedia para algunas personas, pero estas situaciones no representan la experiencia más extendida, que no llama la atención porque no puede traducirse a un pánico moral. Es decir, no se trata de mujeres inocentes, engañadas y forzadas a prostituirse, sino de estrategias laborales de mujeres pobres que intentan mejorar su situación y la de su familia.
En los casos que involucran migrantes bolivianos/as que llegan a General Pueyrredon para trabajar en las quintas frutihortícolas[16], quienes ya se encuentran en Argentina trabajando contactan a otros/as migrantes para que vengan a ocuparse de realizar tareas donde ellos/as ya son empleados/as, alquilan o son dueños/as. Otros/as llegan al enterarse por conocidos/as que pueden conseguir trabajo fácilmente. En ese sentido, Ana, que trabajó hasta hace algunos años junto a su esposo y sus hijos en una quinta alquilada por ellos, lo describió de la siguiente manera:
Nosotros trabajábamos en familia y agarrábamos porcentaje con el patrón y teníamos que traer gente, solo no podes, tenes que si o si tener gente. En la temporada que la verdura crece rápido, hay que carpir, regar, cortar, cargar camión, vuelta a cargar. Entonces ahí sí o sí necesitas gente porque si estás solo no haces nada. La verdura crece enseguida con el calor que hace. Nosotros trabajamos mucho tiempo con patrón, después nos independizamos y alquilamos un pedazo de tierra, entonces igual traíamos gente, así como pagas mensual, por contrato y trabajan la temporada de septiembre hasta marzo abril más tardar y ya cumplen su contrato, les pagamos y se van pero ellos tenían su sueldo limpio, no querían gastar entonces les dábamos la comida todo para que no gastaran nada, ahora no sé cómo arreglaran los que traen gente, les pagábamos el boleto además, de venida y de ida, si ellos cumplían los meses que tenían también el boleto de ida (Ana, entrevista, 2017).
Para que los trabajadores/as puedan venir, suelen pagarles pasajes y brindarles alimentos y/o vivienda. Para ellos/as significa poder guardar todo lo que ganan y hacer que “rinda”. De esta forma, la propuesta de venir a trabajar a otro país resulta más atractiva y rentable económicamente. Quienes ya están establecidos/as en el país generalmente han migrado de esa forma. En la sentencia por trata laboral que ha dictado el TOF (causa D), se refieren a este proceso migratorio como un “endeudamiento inducido”:
Se consideró probado que a las víctimas ya desde un inicio se les generaban importantes deudas que debían saldar con su trabajo en la quinta. En efecto, dado que las víctimas no contaban con dinero, se les pagaban los pasajes para el traslado y otros elementos (alimentos, valijas), y luego –ya alojados en el campo– se les comunicaba que debían devolver dicho costo a partir de lo que ellos mismos produjeran.
No obstante, como hemos mostrado, los lazos de paisanaje que se construyen entre los/as migrantes y les aseguran al menos trabajo y vivienda inmediatos en el país de destino, no suponen, como señala Pacceca (2010), que el trabajo sea registrado ni la vivienda esté en buenas condiciones. Sin embargo, dentro de sus posibilidades, migrar a través de estas redes, es entendido por quienes se desplazan para trabajar como un medio para mejorar sus condiciones de vida.
Asimismo, la psicóloga y la trabajadora social de la Unidad Sanitaria municipal cercana a la quinta, que habían atendido a tres de los/as migrantes identificados/as como víctimas, sostienen en las declaraciones prestadas durante la instrucción que estos/as:
Se han visto obligados a salir de su país, en busca de mejores condiciones de vida, encontrándose aquí con un mercado laboral que se aprovecha de esa búsqueda sin poder analizar o ver que son víctimas en el mismo, dado que se trata de personas condicionadas culturalmente, que reproducen en su ámbito derivaciones de su país de origen y de sus particulares condiciones de vida en el mismo.
Como muestra esta cita, los agentes estatales construyen explicaciones sobre los comportamientos de las personas apelando a “razones culturales” (Frasco Zuker, 2019: 96). En este caso, “la cultura” de los migrantes aparece como la causa por la cual estos no pueden reconocerse como “víctimas de trata”. Esa cultura -representada de forma monolítica, cerrada y estática- condicionaría su involucramiento en trabajos precarios, no permitiéndoles advertir que se trata de condiciones abusivas e ilegales. En este sentido, es la diferencia cultural la que generaría que los/as migrantes sufran excesos en el trabajo, lo que supone imputar la responsabilidad por las desigualdades que se establecen en el mercado de trabajo, a los mismos sujetos que son precarizados. Si bien está claro que las decisiones de los/as migrantes y los discursos que se inscriben en esos marcos están mediados por desigualdades estructurales que los condicionan, la vulnerabilidad no es absoluta, es decir, no puede definirse como algo dado de antemano, sino que se construye contextualmente (Lowenkron, 2015).
El origen migratorio ha ubicado a estos/as trabajadores/as en nichos ocupacionales precarizados, donde el trabajo es más duro, peor pago e inestable (Pacceca, 2010). Los lazos del parentesco y paisanaje que facilitan los desplazamientos y la inserción laboral han funcionado en ese escenario, estableciendo “acuerdos que, sin ser ajenos a la lógica del mercado, contemplan de manera central la condición migratoria”. Los/as empleadores/as facilitan las estructuras materiales para concretar la migración, pero al mismo tiempo “se exceden” en sus exigencias como empleadores/as (horarios excesivos, remuneración escasa o irregular)” (Pacceca, 2010: 166).
Lo que hemos analizado en este apartado permite mostrar que la caracterización que realizan los/as operadores/as estatales (sean judiciales o municipales) de las redes migratorias como redes criminales y la apelación al binomio víctima-victimario que está por detrás, obturan la comprensión de un proceso complejo como la migración laboral de los sujetos de sectores populares e incrementan la opresión de estas personas, a quienes pretenden proteger y salvar.
LAS FRONTERAS DEL TRABAJO
En el año 2018 la Fiscalía General comenzó a interesarse por la prevención de la trata laboral en el cordón frutihortícola. A raíz de esto organizó una capacitación que se llevó a cabo en la Universidad Nacional de Mar del Plata y contó con la presencia de varias personas que trabajan en la Fiscalía, entre ellos el fiscal general. Asimismo, fueron invitados como disertantes el presidente de la Asociación de Productores Frutihortícolas y Afines y el presidente de la Unión Regional de Producciones Regionales Intensivas, ambos argentinos. El fiscal general fue quien abrió la capacitación:
La idea es escucharnos unos a otros, por eso en estas mesas va a haber gente de las diversas instituciones y van a exponer qué es lo que está pasando. La capacitación es una herramienta social, potencializadora del desarrollo humano cuando se emplea con inteligencia y con buena fe (...) Siempre es necesaria la capacitación, porque nadie es el dueño de la verdad, hay muchas verdades, se necesita construir una verdad en este y en tantos temas, a partir, bueno, de los distintos enfoques. (Fiscal General Mar del Plata, capacitación sobre trata 2018, transcripción).
El fiscal razona sobre la importancia de construir una sola “verdad” sobre el tema, porque no parece haber un acuerdo. Como expresaron en sus exposiciones, para quienes forman parte de la fiscalía, la verdad referencia a lo que establece la ley. En ese sentido, el proceso de trabajo en las quintas hortícolas sólo sería legítimo si se realiza a través de lo que dictan las leyes que regulan el trabajo. No obstante, de acuerdo con los diálogos que se establecieron en la capacitación, la mediería, que es la forma de contratación más extendida en la horticultura, no está regulada. Según el decreto 145/2001 -que ya no existe y por eso no hay una regulación vigente[17]-, la mediería se define de la siguiente manera:
Constituye contrato de mediería frutihortícola aquel que se celebra entre un productor frutihortícola, quien tiene la libre disposición y/o administración de un predio rural, y un mediero frutihortícola, que se responsabiliza por la explotación del mismo, con el objeto de producir en participación frutas y hortalizas, en la forma y porcentaje que las partes estipulen libremente.
Los productores que disertaron en la capacitación sostuvieron que la posibilidad de establecer un contrato para regular la mediería mejoraría las herramientas con las que cuentan para registrar a los/as trabajadores/as. Para ellos, la problemática que la Fiscalía dice encontrar en el cordón frutihortícola puede explicarse por la falta de un contrato que permita ese registro[18].
De acuerdo con Benencia y Quaranta (2006), la mediería como forma de contratación permite que una de las partes aporte la tierra -ya sea propia o alquilada-, y todo lo necesario para la producción -semillas, maquinaria y/o herramientas-, mientras que, la otra parte provee la fuerza de trabajo. En nuestro trabajo de campo, todas las personas que hemos entrevistado sostienen que ambas partes trabajan. Estos arreglos laborales no implican un salario, sino la distribución de los ingresos monetarios obtenidos luego de la venta de la cosecha (los acuerdos suelen ser del 70% - 30%). En la causa D, estos arreglos aparecen descritos por los jueces de la siguiente manera:
La víctima 6, oriundo de Chuquisaca, zona rural del Estado Plurinacional de Bolivia, quien había llegado a la Argentina a efectos de trabajar en quintas de Mar del Plata (...) fue alojado en la quinta (...) acordando una paga por el trabajo de una porción de la tierra del 30%, y otorgándole una especie de categoría de “capataz”, sin perjuicio de lo cual laboraba y vivía en las mismas condiciones que todos los peones de la Quinta, debiendo hacerse cargo de la paga de los que trabajan con él y no para él, en dicha parcela.
A su vez, en la causa se hace referencia a las consecuencias que puede tener este tipo de remuneración, resaltando las desigualdades en el acceso al dinero por parte de las mujeres:
Una vez alojados en la quinta a cargo del imputado, quien oficiaba de administrador del emprendimiento y dueño de lo que allí se cultivaba, éste acordó con F.G.A (víctima 6), J.G.G. (víctima 8) y O.G.G. (víctima 10), que les pagaría por el trabajo de una porción de la tierra que asignó a cada uno, un 30% de la producción. En tanto que P.C.R. (víctima 7) y R.C.S. (víctima 9), sin perjuicio de ser las parejas de las víctimas 6 y 8 respectivamente, trabajaban a la par de todas las personas allí explotadas, no recibiendo paga alguna, debiendo acomodarse con lo percibido por sus esposos.
Efectivamente, en las entrevistas a migrantes que trabajan en las quintas hortícolas encontramos referencias a que, tanto cuando son contratadas en conjunto como cuando explotan su propia quinta de forma familiar, la familia percibe un solo pago, que muchas veces es recibido por los varones adultos. Victoria señaló que cuando trabajaba para “un gringo”[19], ese patrón no permitía que las mujeres estén presentes en el momento en el que se efectuaba la remuneración, aunque trabajaran en la quinta a la par de los hombres, o incluso más, ya que también realizaban el trabajo doméstico (Blanco Rodríguez, 2017, 2018). Esas formas de remuneración del trabajo en las quintas frutihortícolas son incluso anteriores a la llegada de los migrantes bolivianos, y no solo implican desigualdades de género, sino que también establecen distinciones entre los adultos y los jóvenes que trabajan. Sin embargo, eso no significa que los/as miembros/as de la familia que trabajaron no reciban una parte del dinero que se obtiene luego de que se vende la producción. Cuando el trabajo es familiar el dinero se distribuye según las jerarquías que se establecen entre los miembros de la familia y que se asocian al trabajo que cada uno hace en las quintas -cantidad y tipo (doméstico, para el mercado)-, y que significan usos específicos para ese dinero (Blanco Rodríguez, 2020).
Vemos que, los/as migrantes planifican su supervivencia a través de otras estrategias que no tienen que ver exclusivamente con empleos regulados o con retribuciones específicas en forma de salarios. Trabajando primero para otros migrantes -españoles o italianos- y luego sus connacionales, los/as migrantes bolivianos/as han logrado constituir espacios de producción y comercialización de productos frutihortícolas en lugares donde antes no había. De este modo se han generado lo que suele llamarse “economías de tipo étnico”, ya que, si bien hay propietarios bolivianos y argentinos, las personas empleadas son en su mayoría bolivianas (Benencia, 2017). Estos/as trabajadores/as producían de forma familiar e informal en sus lugares de origen y continúan haciéndolo luego de migrar, de forma mucho más intensiva. Los objetivos de adquirir las tierras y ascender socialmente tienen gran relevancia para entender este proceso, en el que existen desigualdades de género y edad. Esas desigualdades están asociadas a la distribución de los trabajos -domésticos y para el mercado- y a cómo la remuneración se asocia a esa distribución, anclándose en las jerarquías que se establecen entre los miembros de las familias en el mismo proceso de trabajo. Por eso no pueden explicarse sólo a través de la existencia o no de pagos individuales, sino que es necesario observar cómo se conceptualiza, distribuye y realiza el trabajo- tanto doméstico como para el mercado- dentro del proceso de trabajo en las quintas.[20]
En este marco, aparecen los reclamos por la regulación legal de estas “otras” formas de trabajo. Reflexionar sobre esto no significa justificar prácticas que vulneren los derechos de los/as trabajadores/as alegando defensas culturales, sino problematizar y tensionar lo que se considera como trabajo “verdadero” o “típico” (Neffa et al., 2010), en el marco de la crisis de la sociedad salarial (Castel, 2010), y fundamentalmente, cuestionar la criminalización de los entornos laborales donde se insertan los sujetos de los sectores populares.
Varios estudios dan cuenta que el llamado trabajo informal es un elemento permanente y esencial del mercado de trabajo en nuestro país (Neffa et al., 2010). Se caracteriza por ser precario, inseguro, inestable, con bajas remuneraciones o escasa rentabilidad, falta de protección social y, en muchos casos, por operar en la ilegalidad. Busso (2004) señala que esta ilegalidad no es intrínseca a este tipo de trabajos, sino que se genera por la imposibilidad de cumplir con los requisitos para la legalidad. En este sentido, no se puede considerar que el trabajo asalariado, a tiempo completo, con garantías de seguridad social, estable y registrado, sea el empleo “típico” o “verdadero” (Neffa et al., 2010). Por otro lado, la criminalización de los trabajos informales que se despliega con el objetivo de “proteger” a los/as trabajadores/as que participan de ellos, funciona más con una lógica securitaria que crea nuevos espacios de gobernanza y extiende el control sobre estas poblaciones (Iglesias Skulj, 2017), que como una forma de combatir la desigualdad.
En relación a las mujeres que migran para insertarse en el mercado sexual, esta disputa es muy clara y se manifiesta en las causas judiciales cuando distintos/as operadores cuestionan la manera en que estas experimentan y narran su trabajo en el mercado sexual, y en las intervenciones de las operadoras municipales en los procedimientos realizados en el marco del despliegue de la normativa anti trata local[21]. Efectivamente, la forma en que los operadores judiciales (sean fiscales, jueces o defensores) y municipales piensan la prostitución, condiciona sus interpretaciones de las informaciones producidas durante las investigaciones judiciales y las intervenciones municipales.
El Fiscal general sostiene que la prostitución es una actividad “ético socialmente disvaliosa” y se propone combatir lo que llama “cultura prostibularia”. Por ejemplo, en una nota colgada en un portal online, afirma lo siguiente:
(La) proliferación de prostíbulos no sólo solidificó la situación de explotación de las mujeres tratadas, sino que contribuyó a pervertir la educación sexual de los jóvenes. El mensaje que se transmite es que las mujeres se pueden comprar; la sexualidad se puede comprar; no es algo que tenga que ver con la afectividad sino con el mercado, con el dinero. No conozco si existen estudios sobre los efectos que esta disociación de la personalidad entre lo afectivo y la sexualidad han generado en el ciudadano medio consumidor de prostitución. No sería extraña la comprobación de acciones violentas en la familia, baja autoestima, depresión, etc.[22]
Uno de los jueces que conforma el tribunal narró cuando lo entrevistamos que había formado parte de la Asociación de Mujeres jueces, encabezada por la Dra. Carmen Argibay, y que en ese grupo había conocido los escritos de autoras feministas como Andrea Dworkin[23], por lo que cuando le tocó atender causas por trata, “ya tenía la experiencia teórica”. En una de las sentencias, reactualiza esta perspectiva, citando un libro clave del feminismo abolicionista local:
El feminismo, con mayor claridad y énfasis, ha subrayado esta interpretación al asegurar que ninguna mujer nace para ser puta. Este constituye un eje interpretativo fundamental para evaluar los casos que habitualmente se presentan toda vez que (...) las víctimas no manifiestan su disconformidad, considerando que a través de la actividad desarrollada se les dio una oportunidad de mejorar su situación. Esta falsa creencia de magnanimidad se traslada a su entorno social y familiar, formándose en consecuencia discursos sociales que toleran este tipo de prácticas inhumanas. (TOF, causa G).
Una trabajadora social de la Dirección de la Mujer de la Municipalidad, cuando hablábamos sobre las mujeres a las que ellas entrevistaban en los allanamientos realizados por Inspección General en los “privados”, comentaba que nunca habían llegado a la “víctima de trata tradicional, de libro” y que las mujeres no tenían “conciencia de víctima” y por eso su rol era ayudar a que internalicen la noción de víctima. En el mismo sentido, la coordinadora del Programa de Rescate, sostuvo en una entrevista que de todas las “víctimas de trata” que han asistido, “solamente el 2% se reconoce como víctima”[24].
Estas interpretaciones que señalan como problemático que las mujeres en el mercado sexual no se reconozcan víctimas, no tienen en cuenta sus trayectorias sociales y expectativas. Como señala Varela, si consideramos las posiciones de clases -y los capitales asociados a ellas- de las mujeres que participan en el mercado sexual, podemos comprender que dichas posiciones “se asocian a un haz limitado de trayectorias posibles donde se expresan las disposiciones del habitus” (Varela, 2016: 22), y que participar de dicho mercado forma parte del horizonte de expectativas de estas mujeres, que muchas veces lo viven como una forma de salir de la pobreza y mejorar su situación social -aunque el estigma social y la extensión del aparato punitivo sobre el mercado sexual atentan contra estas ventajas (Juliano, 2004)-. La narrativa de las prostitutas víctimas, que tiende a restringir las experiencias relacionadas a la práctica del sexo comercial a dimensiones coactivas y violentas, borra estos aspectos que son centrales en las experiencias de prostitución en la actualidad, como la posibilidad de una acumulación económica mayor que en otros trabajos disponibles para las mujeres de clase trabajadora (Schettini Pereyra, 2010). Muchas de estas, alcanzadas por el despliegue de políticas anti trata, expresan dicha posibilidad en el marco de causas judiciales, pero los jueces y fiscales leen sus testimonios en clave de falsas creencias que no les permiten darse cuenta de la situación de explotación en la que están involucradas.
Las mujeres que hemos entrevistado, cuando narran su ingreso al mercado sexual suelen hacer hincapié no sólo en las dificultades económicas que las acercaron al mismo, sino en las ventajas que allí encontraron. Luli, una mujer de 35 años, había comenzado a hacer sexo comercial a los 20, luego del nacimiento de su primera hija (actualmente tiene cuatro). Hasta entonces había trabajado en el sector de servicios y, complementariamente, en la venta de cosméticos a través de catálogos, pero las bajas remuneraciones y el horario fijo, la llevaron a probar suerte en la calle, donde la inició su hermana que ya trabajaba allí. Luego de un tiempo dejó la calle y comenzó a desempeñarse en departamentos privados. Cuando hablábamos de su trayectoria de vida y de los distintos trabajos que había tenido hasta dedicarse al trabajo sexual, nos decía lo siguiente:
Mis hijos van a escuela privada (...) no consigo otro trabajo donde gane lo mismo. Y la libertad de horarios, puedo salir si mis hijos me llaman (…) creo que para mejorar nuestras condiciones laborales tendría que tenerse en cuenta que somos personas normales. Somos trabajadoras sexuales, elegimos trabajar con nuestro cuerpo. Nadie te da nada y además nos discriminan (...) A mí no me desagrada mi trabajo, pero te desgasta el cuerpo. Me gustaría juntar plata para cuando me tenga que retirar, a los 45… para poder alquilarme un negocio, una rotisería (…) Hablan de igualdad, pero no existe la igualdad para nosotras. No tenemos amparo nosotras, nos tenemos solo nosotras.
Junto a los constreñimientos narrados (“no consigo otro trabajo donde gane lo mismo”, “no existe la igualdad para nosotras”, “no tenemos amparo”), Luli pone de relieve que su trabajo no le desagrada, aunque a mediano plazo quisiera dejarlo por el impacto físico que acarrea, la discriminación y las malas condiciones laborales. El énfasis puesto en que son “personas normales”, su identificación como “trabajadora sexual” y la apelación al bienestar de sus hijos son elementos a partir de los cuales intenta construir un discurso de respetabilidad que le permita distanciarse del estigma, en un contexto donde su actividad (y ella misma) es etiquetada como desviada.
Por otro lado, algo que también queda en evidencia en las interpretaciones de los/as agentes estatales son las tensiones en torno a la relación entre dinero, poder y sexo, que no permiten que la sexualidad pueda entrar de lleno y sin conflictos en la lógica de las transacciones comerciales. Como afirma Zelizer (2009) la idea de que la mercantilización corrompe la intimidad sexual bloquea nuestra capacidad de explicar cómo se articulan sexo, poder y dinero, de la misma forma que la idea opuesta de que el sexo funciona como cualquier mercancía. Aunque la actividad económica y la intimidad se interceptan todo el tiempo no se comportan, sin embargo, como mini mercados, sino que sólo funcionan bien cuando las personas hacen lo que la autora llama buenas combinaciones. Estas hacen posible el trabajo económico de la relación y la sostienen, ya que la transacción económica distingue la relación de otras con las cuales podría ser confundida y permite manejar los acuerdos entre las partes.
En el caso del sexo comercial, el pago monetario permite definir y delimitar la relación, tanto para las trabajadoras como para los clientes. Ariadna, una mujer de 45 años que entrevistamos en un departamento privado, con una trayectoria de 25 años en el mercado sexual nos decía que:
Hay tantos mitos sobre nuestro trabajo, que me da una bronca cuando los escucho...eso que dicen que los clientes pueden hacer lo que quieren porque nos pagan...no es así...me da una bronca...y no se a veces cómo explicarlo, porque soy bruta...pero si a mi un cliente no me va, lo rechazo...si quiere hacer algo que yo no hago, le digo que no, o si está sucio, lo mando a bañar....porque esto es un trabajo y yo decido a quien atiendo, que hago y que no...Y también hay mucha fantasía sobre lo que hacemos… sabés las veces que los tipos vienen a charlar y no nos tocan ni un pelo? o a dormir la siesta? porque a veces no tienen con quien hablar o no tienen cariño y nos buscan a nosotras que les hacemos de psicólogas…
Mientras que el testimonio de Ariadna ilustra como el intercambio monetario en una relación de sexo comercial permite delimitar las prácticas aceptables y los roles que desempeñan tanto la trabajadora sexual como el cliente, los jueces y los fiscales insisten con la idea de que la mercantilización de la sexualidad produce la subordinación de las mujeres:
“Es imposible considerar que “todo” lo real, en sentido ontológico fuerte, pueda ser convertido en objeto real de comercio, que tenga precio y consecuentemente pueda ser adquirido. Ello vale para los cuerpos prostituidos que pueden ser adquiridos sin culpa, ni moral ni penal, por lo que los movimientos feministas denominan “heteropatriarcado capitalista”, que con ello logra ocupar en forma total la vida. Como bien afirman Fontenla y Belloti (en sus reflexiones acerca del documento de este 8 de marzo pasado de “Ni una Menos”), nadie tiene derecho a comprar la subordinación sexual de las mujeres, ni a enriquecerse con su explotación o trata. Es así como se valoriza “el trabajo sexual”, tal como alegaban enfáticamente las defensas en este debate, se critican los allanamientos efectuados en esta causa sin advertir que forman parte de las políticas sociales y penales destinadas –con o sin éxito- a ofrecer una nueva oportunidad de vida a las víctimas. Oportunidad a través del universo de opciones que las mujeres de esta causa no pudieron divisar por su vulnerabilidad y opción que debería incluir la igualdad, la libertad, la autonomía, el placer sexual, y el derecho a una vida sin violencias y en una relativa paz. Es imposible ser dueño de su propio cuerpo sin ese horizonte de posibilidades abierto” (TOF N° 1, Causa H).
Como señala Fraser dado que el comercio sexual no establece una relación de dependencia a largo plazo y que la transacción está generalmente antecedida por la negociación anticipada de los servicios específicos, el poder del cliente se ve limitado. Lo que se vende es una fantasía masculina del derecho sexual masculino, que revela su fragilidad cuando se consuma: “lejos de adquirir poder de mando sobre una prostituta, lo que obtiene el cliente es la representación escenificada de dicho poder” (Fraser, 1997: 307).
Otra dimensión que en el caso de estas migrantes los/as funcionarios/as relacionan a situaciones abusivas y que en el marco de procesos judiciales por infracción a la ley de trata es utilizada como prueba de que hubo “acogimiento”, es decir, que se cometió un delito, tiene que ver con el ofrecimiento de alojamiento, que es frecuente en varios “privados” y cabarets. Sin embargo, como señalan Absi et. al. (2012), para muchas migrantes el hecho de que los trabajos en los que se insertarán les permitan prescindir de capital económico y escolar, y que les brinden alojamiento y/o apoyo económico (adelantos, préstamos, regalos), constituyen facilidades para migrar. Así es frecuente que en las escuchas telefónicas que sirven de pruebas en estas causas, se encuentren conversaciones donde las mujeres solicitan trabajo y piden alojamiento.
Un aspecto también relevante, en tanto posible indicador de “trata” para los operadores judiciales, es el carácter de las relaciones sociales que organizan el espacio laboral. En la causa H, también se hace alusión a lo siguiente:
En este punto, la mención por parte de las entrevistadas a los “buenos tratos” recibidos en el lugar no constituiría en sí un aliciente, sino que, por lo contrario, dificultaría que las mujeres visualicen con claridad la situación de subordinación en la que se encuentran, así como las limitaciones en su autonomía.
El supuesto de que estas relaciones funcionan como una pantalla que esconde una verdad criminal, ligada a la idea de que las mujeres en comercio sexual no se reconocen como víctimas de trata, señala una incapacidad de estas para discernir que se encuentran insertas en relaciones de explotación y configura una jerarquía entre quienes no pueden ver la “realidad” y los/as rescatistas, fiscales y jueces que pueden correr el velo y hacerlo (Varela y Martynowskyj, 2019).
Por otro lado, desde esta perspectiva es imposible contemplar los matices que hay en las relaciones entre las trabajadoras y las/os dueños/as o encargadas, las cuales se presentan siempre de antemano como relaciones de víctimas y victimarios, en clave de dominación/subordinación. Muchas veces las dueñas o las terceras partes, como las encargadas, son mujeres que han sido (o continúan siendo) trabajadoras sexuales, y que comparten con las demás trabajadoras una posición estructural de opresión en términos de género, origen migratorio, clase y condición laboral. Además, como ha mostrado Cecilia Varela, en el mercado sexual en Argentina “la figura estereotipada (y masculinizada) del proxeneta no permite dar cuenta de la variedad de roles y posiciones que permiten la reproducción cotidiana de las personas que ofertan sexo comercial” (Varela, 2016: 17), que se ajustan más a lo que O´Connel Davidson (1998) denomina como “proxenetismo de emprendedor”. Esto hace referencia a la modalidad de proxenetismo en la que predomina la provisión de servicios (y no el control directo sobre las prostitutas), es decir que quienes desarrollan alguna función identificable en dicha reproducción reciben un pago como intercambio por esos servicios, y que involucra a personas que tuvieron una inserción previa en el mercado como trabajadoras, que comienzan a desempeñarse como intermediarias o gestoras -muchas veces como forma de organizar su retiro del mercado, dada la imposibilidad de una jubilación, o para mejorar su situación económica-.
Finalmente, esta lectura rígida desde el lenguaje del derecho penal, al centrarse en la relación entre trabajadoras y “empleadores/as” y desestimar el contexto que la rodea, obtura la comprensión de las libertades que las mujeres pueden experimentar por fuera de esta esfera limitada de sus vidas, derivadas de las ganancias en dinero que funciona como “un recurso y una fuente de poder” (Fraser, 1997: 303).
A MODO DE CIERRE
Hemos mostrado cómo desde la reemergencia de la “trata de personas” como problema público a principios del siglo XXI, configurado como un problema al mismo tiempo securitario y humanitario, y enmarcado en una política criminal transnacional, se ha reorientado la comprensión de procesos migratorios y condiciones y formas de organización del trabajo, principalmente en el mercado sexual, la industria textil y el sector rural. En este escenario, la inserción de trabajadoras/es de sectores populares en dichos mercados, generalmente informales y precarizados, comenzó a ser leída en clave de “trata” y se ha montado un andamiaje institucional orientado a “salvar” a estas personas y a punir a sus “tratantes”. De este modo, las políticas anti trata, en tanto políticas carcelarias, reducen una trama compleja de vulnerabilidades que atraviesan a determinados grupos sociales, a un esquema rígido de víctimas y victimarios. En los casos que analizamos esto produce una caracterización homogeneizante de las personas que migran para insertarse en el mercado sexual y en el cordón frutihortícola, como víctimas de “trata”, desdibujando su rol activo en pos de sus proyectos laborales/vitales. Y al mismo tiempo cuando algunos/as de ellos/as consiguen mejorar su situación socio-económica y ocupar roles de mayor jerarquía, con personas a cargo, la vulnerabilidad que cancelaba o disminuía su capacidad de agencia -entendida por los/as operadores judiciales como la posibilidad de proyectar un “plan de vida”-, desaparece y son caracterizados como criminales con propósitos claros y total dominio de sus acciones.
A través de nuestro trabajo de campo hemos podido constatar que muchas de las personas identificadas como víctimas de trata por la justicia no se ven a sí mismas de esa manera, ni entienden sus trayectorias migratorias y laborales en clave delictiva. Los operadores judiciales han explicado esta situación como el resultado de falsas creencias, ancladas en una especial “vulnerabilidad” que asocian a sus condiciones materiales de vida y, en algunos casos, a características culturales y/o personales de las “víctimas”. Esta apelación a la “vulnerabilidad” opera entonces como un dispositivo de gobernanza que permite a jueces y fiscales legitimar sus intervenciones y posicionarse como sujetos relevantes y autorizados para solucionar el problema de la “trata”, al tiempo que se desestiman, o incluso se ponen bajo sospecha, las experiencias, estrategias de supervivencia y proyectos de progreso de los/as migrantes que no se posicionan como víctimas.
En este sentido es que nos propusimos retomar la voz de los sujetos, no porque sea la que pueda indicar la existencia o no de un delito, como señala Pacceca (2011), sino porque permite restituir complejidad a estos fenómenos. En los casos que analizamos, la traducción de las redes migratorias y las carreras laborales en términos de redes criminales y trayectorias delictivas, no permite ver que los sujetos pueden ser agentes activos de sus proyectos migratorios y laborales -aun cuando estos se desenvuelven en contextos de desigualdad, precariedad y estigmatización- y, al mismo tiempo, aumenta la intensidad y extensión de las tecnologías de control sobre estos/as. Como propone Cecilia Varela (2016), es necesario cultivar una imaginación no punitiva que permita realizar intervenciones que atiendan las desigualdades socio-económicas que enfrentan los sectores populares y amplíen de ese modo sus márgenes de autonomía, construyéndolos como sujetos de derechos, y no sólo de tutelaje.
A su vez, el despliegue de políticas anti trata pone en cuestión qué actividades pueden ser consideradas un trabajo y cuáles no, y quiénes tienen poder para influir en esa definición. En relación a las migrantes que se insertan en el mercado sexual, hemos mostrado cómo la forma en que los agentes estatales piensan la “prostitución” -en tanto violencia de género o como una intimidad degradada por el dinero-, imposibilita conceptualizar la actividad de estas mujeres en términos laborales. En el caso de los y las migrantes que trabajan en el cordón frutihortícola, la tensión se encuentra en las controversias que genera la regulación de la mediería, que según los productores es la forma en que mayoritariamente se realizan los arreglos entre “socios” en las quintas. Para ellos, poder contar con un contrato resolvería muchas de las situaciones que luego en las investigaciones judiciales son entendidas como trata y que se vinculan con la imposibilidad de registrar a los/as trabajadores/as. Tanto cuando los/as trabajadores frutihortícolas formulan demandas que pretenden legitimar estas otras formas de trabajo, como cuando las mujeres que hacen sexo comercial caracterizan como trabajo su actividad, lo que se pone en cuestión son los límites entre lo que puede ser aceptado o no como trabajo “verdadero”, en sociedades donde para acceder a cierta seguridad social hay que ser reconocido/a como trabajador/a –aun cuando la sociedad salarial está en crisis-.