1. Introducción
El autor y su obra
Lo poco que se ha podido reconstruir de la biografía de Pedro de Cornwall se sabe gracias a los datos que él mismo ha ido dejando en sus obras y a unas crónicas compuestas en el siglo XV[1]. Sabemos, pues, que nació en c. 1139/40 en Launceston, antiguo municipio de Cornwall (o Cornualles). Estudió en la escuela catedral de Saint-Paul de Londres, y que en esa misma ciudad, en algún momento posterior a 1170, ingresó al hoy desaparecido priorato de la Santa Trinidad, Aldgate, del que llegaría a ser su cuarto y más célebre prior a partir de 1197 y hasta su muerte en 1221[2].
Además de la obra que nos ocupa –sobre la que nos detendremos más adelante–, Pedro de Cornwall ha escrito el Pantheologon (1189), su obra más difundida, que se trata de una especie de enciclopedia para predicadores; el Liber revelationum (1200/1) que consiste en una colección de visiones; el De reparatione lapsus generis humani (1197-1208); y el De duabus corrigiis praedestinationis et reprobationis (?), del que se tiene noticia gracias al cartulario de Aldgate[3]. La extensión de las obras que nos han llegado es considerable por lo que, como bien nota Galloway (2017:180), probablemente sea este uno de los principales motivos por los que ninguna de ellas ha sido editada en su totalidad hasta el día de hoy[4].
El Liber disputationum
Si bien aquí nuestro interés primario es el Prólogo del Liber disputationum, conviene presentar la obra completa a la que, precisamente, prologa. Esta nos ha llegado a través de un único testimonio, el MS Eton College Library, 130 (Bl.4.3) II, ff. 92r-226v, que data del siglo XIV[5].
Está dedicada a Esteban Langton, a quien Pedro se dirige como arzobispo de Canterbury, cargo que efectivamente ocupó entre 1207 y 1228. Ello permite decir con toda seguridad que el término post quem de su composición fue 1207, mientras que el ante quem es 1221, cuando fallece el autor. Richard W. Hunt, responsable de la edición del Prólogo, arriesgó una fecha precisa sino de composición, al menos de finalización: 1208, año en el que Inocencio III lanzó el interdicto sobre Inglaterra y Gales por el cual le negaba a los súbditos de la corona la posibilidad de recibir sacramentos luego de que su rey, Juan I, rehusara aceptar a Langton como arzobispo[6]. La base de tal hipótesis de datación es el pedido de Pedro a Esteban por la salvación de Inglaterra en un breve pasaje de la dedicatoria que el mismo Hunt (1948: 144) reconoce bastante oscuro: “[…] Su santidad, en cuya sabia elocuencia la Galia sabe y en la religión reposa, y en una y otra la Anglia concibe con firmeza la esperanza de la salvación”[7]. Sin embargo, nada impide pensar que podría haberla escrito algún tiempo después del interdicto. Más aún, dado el tono pomposo empleado en la dedicatoria, tampoco puede descartarse que se trate de una formulación meramente retórica.
Según el mismo Pedro explica, la obra estaba originalmente dividida en dos libros. Dice que llamó al primero “Liber allegoriarum Petri contra Symonem Iudeum de confutatione Iudeorum”, y que consistía en una recopilación de “las más provechosas y las más necesarias”[8] alegorías veterotestamentarias que muestran, según entiende, que Jesús es el Mesías anunciado[9]. Desafortunadamente, hasta el momento no se tienen noticias de que haya sobrevivido alguna copia. El segundo, el Liber disputationum Petri contra Symonem Iudeum de confutatione Ideorum, en cambio, es el que nos ha llegado en los más de 130 folios que siguen al Prólogo.
Al respecto, lo primero que debe notarse es que el Prólogo abarca ambos libros, por lo que técnicamente es incorrecto llamar a la obra completa solo por el segundo de ellos. En todo caso, el título general debería dar cuenta de los dos libros, dejando solo lo que tienen en común: Libri contra Symonem Iudeum de confutatione Iudeorum. Tampoco sería desacertado designarla con la primera parte del título con el que fue consignada por John Bale (1902: 321) en el Index Scriptorum Britanniae .c. 1550), ya que se refiere al tópico central de la disputa: De adventu Messiae [10]. Con todo, señalado este inconveniente, hemos optado por mantener el título de la edición de Hunt, pues ese es también aquel con el que circula desde entonces.
Lo segundo que debe notarse es lo siguiente: la cantidad de folios que ocupa este segundo libro alcanza por sí sola para saber que se trata de una obra muy extensa. El mismo Pedro cuenta que este libro –es decir, el Liber disputationum propiamente dicho– está, a su vez, dividido en tres libros o partes. En la primera, dice, “probamos, a partir de muchos argumentos y de muchos pasajes del Antiguo Testamento, que el verdadero Mesías ya había venido y que era nuestro mismo Cristo”[11]; y un poco más adelante hace notar que tiene mucho en común con el Liber allegoriarium. La segunda parte consta de la “refutación de la exposición literal de los judíos respecto del Antiguo Testamento”[12]; y en la tercera “se hallan muchas cosas que corresponden a la fe en la trinidad y unidad divinas, […] o a muchas otras cuestiones dignas de ser comprendidas”[13]. Y hasta aquí llega la información proporcionada en el Prólogo. Así pues, teniendo en cuenta esta analítica descripción, es imposible no preguntarse por qué el autor no detalló las partes del primer libro de un modo semejante. Aun cuando no contamos con suficiente sustento documental para proponer una hipótesis concreta, dos opciones parecen ser las más plausibles: o porque nunca lo escribió, o porque se trataba de una mera colección de alegorías sin ninguna división interna.
Ahora bien, para una descripción más detallada de la obra completa de la que el mismo Pedro hace y a falta de transcripción del MS completo o de acceso de primera mano a este, es preciso seguir la que realizó Hunt (1948: 146). Según especifica el autor, la primera parte está compuesta por 56 capítulos cuyo objetivo principal es probar que (a) el Mesías prometido en las Escrituras ya había llegado, y (b) que ese Mesías es Jesús o, como señala a menudo el personaje-autor en el Prólogo, “nuestro Cristo”. La segunda parte es la más breve, pues cuenta con tan solo 18 capítulos: en los primeros seis, Pedro cuestiona la interpretación literal del Antiguo Testamento. Esto lo conduce a detenerse en los ritos y ceremonias del pueblo judío y a explicar, entre los capítulos 7 y 14, por qué algunos de ellos fueron suprimidos tras venida de Cristo. Dedica los últimos tres capítulos de esta parte a contestar las objeciones que acusan al cristianismo de haber destruido la Ley en lugar de completarla. La tercera parte, finalmente, tiene un total de 35 capítulos. Entre los capítulos 1 y 24 –o sea, casi en su totalidad– Pedro responde una serie de objeciones usualmente hechas por los judíos, para luego, en los seis capítulos siguientes, retomar y, a partir de lo ya dicho, ampliar sus observaciones sobre el rechazo del pueblo judío al llamado de Dios. En este punto termina lo que puede considerarse la disputa en sentido propio. A ella le sigue, ya en el capítulo 31, el desenlace dramático: Simón termina por aceptar la verdad de la fe cristiana. A partir de allí y hasta el final, Pedro se muestra magnánimo en la victoria, legándole al recién converso instrucciones relacionadas con el futuro estado del ser humano.
2. Estudio crítico
En este apartado nos proponemos hacer un breve estudio crítico de la obra centrado en el Prólogo y en el episodio de la conversión, que son aquellos cuyo texto latino conocemos y que hemos traducido aquí. No obstante, incluiremos algunas consideraciones sobre el resto de la obra basándonos en lo que de ella sabemos gracias a la labor de Hunt.
De la obra en sí misma
El Prólogo del Liber disputationum está dividido en dos grandes momentos: la dedicatoria al arzobispo de Canterbury, Esteban Langton, y el que podríamos llamar “introducción”. El estilo de escritura de ambos momentos contrasta a primera vista. La dedicatoria se compone de cuatro oraciones, tres de las cuales presentan un latín complejo en cuanto a su estructura, afectado en cuanto al estilo, y halagüeño en cuanto a su sentido. Podría decirse, incluso, que toda ella es una gran captatio benevolentiae con una deprecatio final, que podría resumirse así: “La pequeñez de mi conocimiento se avergonzó, juzgó indigno, temió recargar […] los oídos de Su santidad [a la que] con pocas y las más simples palabras imploro […] que enmiende [sc. este libro] con la mano correctora […]”[14]. La introducción, en cambio, está escrita en un latín deliberadamente llano –como anticipa el mismo Pedro– y tiende a abusar del recurso de la repetición. Esta es una conjugación de accessus clásico –en tanto que contiene en los primeros cuatro párrafos, aunque dispersos, algunos de sus elementos básicos: título, causa, intención del autor, número y orden de los libros[15]– y marco narrativo dramático –especialmente en los dos últimos párrafos, destinados a establecer las reglas a partir de las cuales se desarrollará la disputa y en los que ya aparecen los primeros discursos directos–.
Estas reglas son un elemento frecuente en los diálogos disputativos, pues sientan las bases metodológicas del resto del texto así como el clima entre los interlocutores. En este caso, ambos establecen de mutuo acuerdo dialogar con calma y ánimo de encontrar la verdad, y no interrumpir el discurso del otro. A ello le sigue una demanda particular de cada dialogante: el personaje cristiano agrega el requisito de admitir la existencia del Jesús histórico alegando que no todos los judíos lo hacen, mientras que el personaje de Simón, por su parte, le pide a Pedro que no traiga al debate únicamente los “pasajes y argumentos que creas que son insuperables y necesarios, sino también los probables, los persuasorios, los verosímiles y los que tienen presunciones”[16]. Así, aunque no lo diga explícitamente, Simón está anticipando al lector que la disputa se hará tanto por medio de la exégesis bíblica como por argumentos racionales, lo que recuerda especialmente a las reglas iniciales de la Disputatio inter iudaei et christianum (1093) de Gilberto Crispino, autor que –como veremos más adelante– es sin duda fuente de Liber disputationum.
De la intención poco se nos dice, pero suficiente para informar al lector: la intención de la disputa en sí es el deseo compartido por los interlocutores de buscar la verdad (tantum desiderio veritatem inquirendi) –intención que Pedro se preocupa por dejar bien en claro ya que la misma fórmula aparece tres veces a lo largo del Prólogo (cfr. Hunt 1948: 155, l. 40; 156, ll. 17 y 44)–; y la intención de ponerla por escrito, porque les pareció bien a sus colegas (placuit sociis nostris) que se conservara tan provechoso debate (cfr. Hunt 1948: 154, l. 36)[17]. En cuanto a la causa de los encuentros, ella aparece indicada como causa final seguida de su efecto inmediato: “para conversar y disputar, instruyéndonos recíprocamente”[18].
Resulta interesante reparar en que Pedro presenta a Simón como alguien con quien tenía cierta familiaridad: dos veces señala que se reunían “a menudo” (sepe) (cfr. Hunt 1948: 153, l. 20; 154, l. 33). Es más, según está transcrito en la introducción a la edición, más adelante Pedro dirá a su interlocutor en Liber disp. III.22: “Disputé contigo más de lo que cualquier otro cristiano haya alguna vez tratado o disputado contra algún judío”[19]. A pesar de ello, el intercambio no se acerca en absoluto a la dinámica de intercambio real –y una vez más debemos confiar en la palabra de Hunt (1948: 149), que advierte que, por momentos, se “apilan” (piled) pasajes, conectados solo por la partícula “item” [20]–. Contrariamente a lo que pretende sugerir en ese pasaje, Pedro no logra salirse de su lugar de compilador, el mismo que está a la base del Pantheologus, el Liber revelationum, e incluso del mismo Liber allegoriam. Pero, además, tampoco la manera de interpretar estos pasajes es muy novedosa. Pedro parece no estar al tanto de los debates contemporáneos y se limita más bien a repetir fórmulas de los diálogos pasados (cfr. Hunt 1948: 150). En su defensa, Galloway (2017: 182) sostiene que la originalidad de Pedro no consiste en el contenido de sus obras, sino en la habilidad de identificar y adaptar el material narrativo, por una parte, y de probar nuevas técnicas de organización y manipulación textual, por otra.
Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que no se ha podido determinar si este diálogo tiene un correlato con algún intercambio oral real[21]. Hay otros dos pasajes que, sumados al ya citado, podrían alentar una respuesta positiva a esta cuestión. El primero de ellos, del propio texto, es la conversión final de Simón al cristianismo, algo que anticipa Pedro en el Prólogo y que dramatiza en III.31. Esto, sin embargo, podría estar inspirado en otros diálogos. Aunque es verdad que en la mayoría de los diálogos de los siglos XI y XII los personajes judíos no se convertían –algunos incluso habiendo admitido la superioridad de la fe cristiana[22]–, hay un antecedente literario significativo del que Pedro pudo haber tomado la idea: otra vez, la Disputatio inter iudaei et christianum de Crispino. Si bien la Disputatio tiene un final claramente abierto, algunos manuscritos de la epístola dedicatoria a Anselmo de Canterbury que oficia de prólogo incluyen un breve relato sobre la conversión de un judío del público que, gracias a la disputa, se bautizó e ingresó como monje en Westminster, tal como Simón habría ingresado en el Priorato de la Santa Trinidad (cfr. Abulafia – Evans 1986: 10, §8)[23]. El otro apoyo textual proviene del cartulario de Aldgate. Allí Thomas de Axbridge dice que la disputa entre Pedro y Simón se llevó a cabo a lo largo de tres años[24], información relevante en tanto agrega un conocimiento nuevo, pues no proviene del Liber disputationum o, al menos, no fue refrendada por ninguno de los pasajes de este transcritos por Hunt, quien fue el que citó a Thomas en primer lugar. No obstante, dado que se han comprobado varios errores de Thomas en su compilación, esta información resulta poco confiable[25].
Desde luego, así como hay estudiosos que dan por sentado el diálogo oral real (cfr. v.g., Cardelle de Hartmann 2007: 113; Flanagan 2008: 158) así también otros lo ponen en cuestión. Alex Novikoff (2013: 271, n. 60), por ejemplo, observa que el pasaje en el que Pedro se jacta de haber disputado con un judío más que nadie bien podría ser un simple recurso narrativo para justificar la formidable extensión de la obra[26]. A Lauren Fogle (2018: 39), por su parte, le resulta un final “demasiado perfecto” para ser real. Claro que, como en el caso de otros diálogos, también puede tratarse de una base real modificada en función de ser puesta por escrito. Folge (2018: 39) añade que es sospechoso que Simón, en tanto converso, no aparezca en ningún otro documento de la época, pero el mismo autor sostiene que ello no es argumento suficiente porque bien podría haber tenido una vida reservada. Por nuestra parte, aunque no tenemos datos suficientes para esgrimir un argumento concluyente, nos animamos a relevar al menos elementos que hacen dudosa una conversación con fundamento real. Entre los que ya hemos mencionado, se encuentra el hecho de que la “disputa” sea más bien una compilación de citas y que carezca de una exégesis original. A ello hay que sumarle, al menos según nuestro criterio, el brusco cambio de tono por parte del personaje cristiano hacia el final del Prólogo. En efecto, la amabilidad inicial se disipa en la intervención directa de Pedro, quien desconfía de la honestidad intelectual del judío y hasta llama “inicuos y perseguidores de Cristo” a los correligionarios de este[27]. En otras palabras, que el trato sea amistoso e intimidante casi al mismo tiempo no solo resulta poco verosímil sino que, además, pareciera ser la conjunción de dos modos de plantear este tipo de literatura: por una parte, la cordialidad propia de los diálogos de finales del XI, por otra, la agresividad creciente propia de la época en la que fue compuesto.
De la obra en relación con otros diálogos de la época
El Liber disputationum cobra mayor relevancia en la medida en que forma parte de los diálogos ficcionales llamados “controversiales”, “polémicos” o, como preferimos aquí, “disputativos”, que proliferaron en el Occidente cristiano entre la segunda mitad del siglo y finales del XII (cfr. Dahan 2006: 60-61)[28]. Si bien luego este tipo de literatura perdió su fuerza, no cayó totalmente en desuso y prueba de ello es, precisamente, el texto que aquí nos convoca. De hecho, al ser uno de los últimos exponentes de una tradición en decadencia, Pedro recupera varias características de los más célebres diálogos anteriores. Aunque no en todos los casos sean las más atractivas desde el punto de vista argumentativo, sí nos interesan en tanto que nos permiten ver bajo qué aspectos y en qué medida los primeros diálogos ejercieron su influencia, por una parte, y analizar la evolución del tema, por otra.
Dada la descripción del contenido hecha por Hunt, todo indica que se trata de un texto de carácter apologético-didáctico. Siguiendo la clasificación de Cardelle de Hartmann (2001: 108-109) los diálogos didácticos son aquellos que están al servicio no de una eventual disputa real –como sucederá con algunos manuales del XIII o XIV[29]– o de un genuino interés en el intercambio teórico en función una búsqueda común de la vedad –como suelen manifestar los mismos personajes en los marcos narrativos–, ni tampoco de “desmostar y dramatizar la subordinación del judaísmo al cristianismo” –como opina Novikoff (2013: 190)– sino en la explicación de la propia fe a la propia comunidad. De ahí que, por una parte, prevalezcan los ejemplos y las elucidaciones de citas bíblicas sobre temas particularmente espinosos del cristianismo antes que la argumentación dialéctica y, por otra parte, se evidencie la falta de conocimientos de la religión del oponente –generalmente el judío, como en este caso– pues en definitiva ella no es lo que importa, en tanto funciona como mera excusa narrativa (Cardelle de Hartmann 2007: 109-111). A decir de la autora (2001: 107-108), la obra de Pedro sería la última de esta primera etapa didáctica en la cual “el interés en ‘desmontar’ posiciones del contrario es bastante limitado”[30]. De alguna manera, en ello coincide con Hunt (1948: 152), quien ve en el Liber disputationum el último representante en Inglaterra de la tradición de diálogos literarios interreligiosos “revived” por Gilberto Crispino.
De su Disputatio iudaei Pedro toma –además de los elementos que ya hemos señalado, esto es, la argumentación por vía exegética y por vía racional a la vez, y la conversión de un personaje judío y posterior incorporación a la propia comunidad– la idea de presentar al judío como un erudito tanto en su Ley como en la cristiana, la familiaridad en el trato y, sobre todo, el cuidado en establecer una atmósfera pacífica y dejar en claro que lo que debe primar es la búsqueda de la verdad y no el deseo de victoria, todos ellos elementos que pueden apreciarse en los respectivos prólogos[31]. Estas similitudes, aventura Hunt (1948: 152), incluso podrían ser intencionales, dada la popularidad de la que gozaba entonces el diálogo de Crispino[32].
La segunda fuente del Liber disputationum son los Dialogi contra iudaeos de Pedro Alfonso de Huesca, a quien incluso el cornuallés nombra explícitamente ya hacia el final de la obra[33]. Si bien también este texto mantiene un ambiente cordial entre los dialogantes, no es este un préstamo relevante. En este caso lo que hay es una dependencia textual directa identificada por Hunt en al menos ocho pasajes. Se trata principalmente de pasajes en los que la discusión de los personajes tiene relación con la lengua hebrea o la literatura posbíblica, que en el caso de Pedro Alfonso nos consta que conocía de primera mano pues él mismo es un judío converso[34]. Por otra parte, los Dialogi son conocidos por ser los primeros que, además de defender la fe cristiana, se proponen “la destrucción de las creencias de todas las otras gentes”[35]. Esta misma empresa se refleja en los capítulos 1-14 de la segunda parte del Liber disputationum, aun cuando la obra en su conjunto pertenezca inequívocamente a los diálogos de naturaleza apologético-didáctica.
Una última fuente que pudo identificar Hunt (1948: 150, n. 6) es el Contra perfidiam iudaeorum (.. 1190) de Pedro de Blois, si bien aclara que los préstamos no son tan nítidos. Como sea, el conjunto de fuentes en las que abreva Pedro de Cornwell vuelve a poner de manifiesto el perfil de compilador antes que de exégeta original de nuestro autor. Muestra, además, que para principios del XIII los diálogos disputativos constituían casi un género en sí mismo con una marcada tendencia a la intertextualidad.
3. Traducción
Prólogo al Libro de las disputas contra Simón el judío de Pedro de Cornwall [36]
A su queridísimo señor y padre en Cristo, Esteban, Arzobispo de Canterbury por gracia de Dios, primado de toda la Anglia y cardenal de la Santa Iglesia Romana, su devoto siervo Pedro, nombrado prior de la Santa Trinidad de Londres, con salud del cuerpo y del alma para servirle con sincero afecto y la debida obediencia. La pequeñez de mi conocimiento se avergonzó, juzgó indigno, temió recargar con ornamentos de palabras propios de la elocuencia ciceroniana o aporrear con las muchas expresiones de una epístola más extensa los oídos de Su santidad, en cuya sabia elocuencia la Galia sabe y en la religión reposa, y en una y otra la Anglia concibe con firmeza la esperanza de la salvación. Así pues, con pocas y las más simples palabras, imploro a Su santidad, a la que dediqué el presente libro de disputas contra judíos, que lo enmiende con la mano correctora, que exponga la fealdad de las palabras y ponga al desnudo los errores de las sentencias, para que este librito merezca recibir enteramente por Vos la gracia y la autoridad que en sí mismo no tiene, y para que el que ahora se oculta bajo una vasija o desagrada por su oscuridad resplandezca en el candelero gracias a la vida, fama y doctrina del corrector (cfr. Lc. 11. 33). Que Su santidad, venerado Padre, tenga eternamente salud.
Cierto judío especialmente erudito en su Ley y en nuestra literatura, pero que ahora se ha vuelto un fiel cristiano y canónigo en nuestra iglesia, y yo a menudo nos encontrábamos para discutir sobre su Ley y la nuestra; y sucedió que gracias a muchos argumentos y testimonios de la Sagrada Escritura probé, según estimo, que el Mesías ya había venido y que este era el que nosotros, los cristianos, llamamos nuestro Cristo. En efecto, recorriendo cada uno de los libros del Antiguo Testamento, le hice ver a aquel, de manera manifiesta, cómo todos aquellos textos hablan de nuestro Cristo y de su tiempo, y que coinciden con Él solo. Le hice ver que antes de la venida de Cristo todo el Antiguo Testamento había estado cerrado y marcado con siete sellos (cfr. Ap 5. 1), esto es, envuelto y cubierto por oscuridades, alegorías, extrañas parábolas y enigmas para que permaneciera alejado y ajeno al conocimiento y la inteligencia de los hombres, a excepción de unos muy pocos. Después de la venida de nuestro Cristo, en cambio, se abrió e hizo accesible para que pudiera ser entendido por todos los que hicieran el esfuerzo, aunque de acuerdo con la medida de la fe de cada uno (cfr. Rom 12. 3)[37]. Llegó, pues, el mismo Cristo sobre el que se habla en el libro del Antiguo Testamento; Él mismo fue el que lo abrió, esto es, que puso al alcance de la inteligencia de los hombres el sentido hasta entonces oculto en las oscuridades. Mostró cómo los textos de aquel libro coincidían con Él y cómo daban testimonio abriéndolos de tres modos, a saber: inspirando, enseñando, obrando. Inspirando, cuando abrió el sentido a sus discípulos originales y luego a otros expositores de las Sagradas Escrituras para que entendieran los textos que hablaban de Él y de su iglesia, de modo que las cosas que a Él mismo le habían sido reveladas interiormente, siendo el Espíritu Santo el que se las enseñó, ellos se las enseñaran y abrieran a otros. Enseñando, pues al abrir mostró aquello mismo cuando, al examinar algunos pasajes, expuso e hizo ver mediante el discurso cómo el testimonio convergía en Él, y hablaba de Él y lo presentaba a Él, tal como aquel dice allí: “Esta noche, todos ustedes se van a escandalizar a causa de mí. Pues está escrito: ‘golpearé al pastor y se dispersará el rebaño’”, etc. (Mt 26. 31). Y de nuevo allí se dice: “Así como Jonás estuvo en el vientre de la ballena tres días y tres noches, así tres días y tres noches estará el hijo del hombre en el corazón de la tierra” (Mt 12. 40). Y allí se dijo otra vez: “¡Oh, insensatos y lentos de entendimiento para creer en todo lo que anunciaron los profetas! ¿Acaso no fue necesario que Cristo padeciera para así entrar en su gloria? Y comenzando por Moisés y todos los profetas que interpretaron en todas las Escrituras lo que concernía a Él…” (Lc 24. 25-27). Y abajo: “¿Acaso no ardía nuestro corazón mientras nos hablaba en el camino y nos abría las escrituras?” (Lc 24. 32). Y nuevamente el mismo dice allí: “Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito sobre mí en la ley de Moisés, en los profetas y los salmos” (Lc 24. 44). Entonces el sentido se abrió a ellos para que entendieran las escrituras. Obrando, pues cuando abrió mostró aquello mismo al realizar algo por medio de lo cual se comprobó que algún pasaje que antes de su venida hablaba de Él de manera oscura, hablaba sobre Él y se refería a Él; por ejemplo, este pasaje: “He aquí que una virgen concebirá y parirá un hijo y lo llamará con el nombre de Emanuel” (Is 7. 14), que significa “Dios está con nosotros”, era extremadamente cerrado y oscuro antes de la venida de Cristo, y jamás habría sido entendido si no hubiera venido Cristo, quien fue verdadero hombre y verdadero Dios entre nosotros, y quien por obra de su nacimiento de una virgen abrió ese pasaje y se comprobó que había hablado únicamente de Él, el único que pudo nacer así y el único que efectivamente nació así. De manera similar, el pasaje que dice: “Me acosté, me dormí y desperté”, etc. (Sal 3. 6) permaneció siempre cerrado y jamás habría podido entenderse si Cristo, el que obrando esto –es decir, muriendo y resucitando–, no hubiera venido y lo hubiera abierto y, de ese modo, comprobado por su misma obra que había hablado de Él. Pues se despeja toda duda y se hace evidente la verdad allí donde la verdad es probada no con palabras sino con los hechos mismos.
Así pues, como a menudo ambos, el antedicho judío y yo, nos habíamos encontrado para conversar y disputar, instruyéndonos recíprocamente, y nuestra investigación acerca del verdadero Mesías ya había llegado a su fin y se había agotado el tema, a nuestros colegas les pareció bien que pusiera por escrito todo lo que provechosamente habíamos tratado, ya sea conversando, ya sea disputando. Pero, como consideré que todo esto no puede ser condensado en un solo libro, pues de otro modo el libro excedería la moderación de una extensión apropiada, redacté dos libros en pos de un mayor provecho, a saber: el primero, en el que se tratan las alegorías de la parte más importante de todo el Antiguo Testamento, esto es, las Escrituras y autoridades del Antiguo Testamento que hablan de nuestro Cristo, el verdadero Mesías, y de su iglesia; pero no consigné todas sino las más provechosas y las más necesarias de conocer, según las expusieron los santos doctores, inspirados e instruidos por Cristo, que mostraron de manera manifiesta que coincidían únicamente tanto con nuestro Cristo, el verdadero Mesías como con su iglesia. Dispuse el segundo libro de los antedichos como un provechoso compendio en el que figuran nuestras disputas sobre el Mesías, sobre nuestra fe y la ley antigua.
Y puesto que el judío que había tratado conmigo y yo nos llamábamos Simón y Pedro, me pareció bien que aquel primer libro se titulara “Libro de las alegorías de Pedro contra Simón el judío, sobre la refutación de los judíos”. Y me pareció bien que este segundo libro, puesto que contiene las disputas entre el ya mencionado Simón y yo, hechas de un modo similar, se titulara “Libro de las disputas de Pedro contra Simón el judío, sobre la refutación de los judíos”.
Ahora bien, el modo de tratar el asunto y el orden de nuestras disputas en este segundo libro es el siguiente. Respecto de los primeros asuntos, dividimos este segundo libro en tres partes o en tres libros, en el primero de los cuales probamos, a partir de muchos argumentos y de muchos pasajes del Antiguo Testamento, que el verdadero Mesías ya había venido y que era nuestro mismo Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, y que todo lo que predica nuestra fe acerca de nuestro Cristo convergía en Él, y solo en Él. En efecto, “el león de la tribu de Judá, el retoño de David, venció para abrir el libro del Antiguo Testamento y desatar sus siete sellos” (Ap. 5. 5). En este mismo lugar hablamos de lleno sobre qué son estos siete sellos del libro del Antiguo Testamento y cómo los desatará y abrirá nuestro Cristo, que era de la tribu de Judá, y cómo por medio de su apertura, que se lleva a cabo por inspiración, doctrina y obra, se prueba todo lo que creemos de nuestro Cristo, aun cuando habíamos hablado de muchas de estas cosas en el Libro de las alegorías de Pedro contra Simón, sobre la refutación de los judíos, sobre todo de aquella apertura de los libros sellados que hizo por inspiración. En la segunda parte, esto es, en ese segundo libro de las disputas de Pedro contra Simón se encontrará minuciosamente dividido lo que pertenece a la refutación de la exposición literal de los judíos respecto del Antiguo Testamento, ya sea la refutación del Sabbat y otras celebraciones suyas, o la refutación de la circuncisión, o la refutación de los sacrificios y de todos los otros ritos conforme a las leyes, o la reprobación de los judíos y la invalidación del Antiguo Testamento, o el llamado a los gentiles y la introducción del Nuevo Testamento. En la tercera parte, esto es, en el tercer libro de nuestras disputas, se hallan muchas cosas que corresponden a la fe en la trinidad y unidad divinas, o a los milagros del parto virginal, o a la humanidad y divinidad de Cristo, o a muchas otras cuestiones dignas de ser comprendidas.
Ha de saberse que cuando el antedicho judío y yo nos habíamos encontrado por primera vez para disputar, se convino entre nosotros que no nos conduciríamos con obstinación, ni gritando, ni con ánimo de vencer, sino en completa paz y tranquilidad, y con el solo deseo de buscar la verdad, y que ni yo interrumpiría su intervención ni él la mía durante todo el tiempo en que uno o el otro quisiera hablar, y si en el ínterin surgiera alguna cuestión, esperaríamos en silencio hasta el final de la intervención del otro. Pero después a lo dicho le agregué una exigencia, al decirle al otro: “No disputaré contigo, judío, si conmigo no quisieras conducirte como si estuviésemos en el mismo tiempo en el que nuestro Cristo existió y hubiésemos visto y escuchado todo lo que los hombres que en aquel entonces existieron vieron y escucharon sobre Él, y lo que Él mismo predijo o realizó, y muchas otras cosas que acontecieron históricamente. Porque en vano disputaré si pretendieras negar alguna de estas cosas; de modo que evítame el paso de probar que son verdaderas, tal como siempre hacen en sus disputas contra los cristianos tus hermanos, judíos ciertamente inicuos y perseguidores de Cristo. Pues contra el enemigo de la verdad y el defensor de la falsedad, me parece del todo mejor callar que disputar”. A estas palabras me respondió el antedicho judío, diciendo: “Es verdad que de vez en cuando alguno, señor Pedro, suele hacer lo que dices. Pues hay muchos de nuestros judíos que no examinaron con atención lo más íntimo de la Ley o, si lo examinaron, no todo lo retuvieron en la memoria. Y hay muchos que escucharon poco de esas cosas que acontecieron históricamente en el tiempo de vuestro Cristo, y como todos estos parecieran no prevalecer, se ponen impacientes, disputan a los gritos y a menudo niegan las verdades y afirman lo falso como verdadero. Pero yo, que escudriñé con frecuencia las profundidades y los misterios de nuestra Ley, y que me conduzco contigo con el solo deseo de buscar la verdad, y escuché que todo lo que aconteció históricamente en aquel tiempo de vuestro Cristo fue vaticinado por los antiguos padres y nuestros predecesores, no soy así. Pues nuestros padres, que vivieron durante el tiempo de Cristo, le contaron a sus hijos así como también escribieron lo que entonces había acontecido históricamente, y de este modo la verdadera historia de vuestro Cristo llegó hasta mí y sobre todo a muchos judíos que existen ahora, por mucho que hayan deseado que esto no fuera proclamado por todas partes. También hasta ahora se preserva entre algunos judíos nuestros el evangelio de Mateo que el mismo hebreo escribió, a partir del cual algunos asumieron lo que los otros habían contado y que así llegó hasta nosotros. Así pues, señor Pedro, te concedo sin ninguna ambigüedad todo lo que, acerca de vuestro Cristo, se encuentra en nuestros escritos y todo lo que escuché de nuestros padres, con tal de que no presentes contra mí el testimonio de ningún texto más allá del de nuestra Ley, dado que no aceptaré ningún otro. Siendo así, entre nosotros se avanzará hacia la victoria de la disputa conforme a las reglas de modo que alguno de nosotros sea convencido en base a su propia Ley. Presenta, pues, señor Pedro, cualquier testimonio de vuestras escrituras que desees que permitiré todos sin excepción y, dado que preguntaré, tú habrás de juzgar si estos testimonios de nuestra Ley son verdaderos, o si los escuché de nuestros padres o se encuentran en nuestros escritos secretos”.
Como yo había respondido que era justo eso que había dicho, él agregó: “Y porque mientras se busque la verdad por la cual salve mi alma me da lo mismo vencer que ser vencido, te exijo, señor Pedro, que no presentes contra mí solo los pasajes y los argumentos que creas que son insuperables y necesarios, sino también los probables, los persuasorios, los verosímiles y los que tienen presunciones. Pues quizá tales pasajes y argumentos moverán más mi ánimo hacia el propósito de la verdad que los que tú crees que son más fuertes y hacen más en tu favor”. Y como le concedí esto que pedía, que lo siguiente se desarrollara con ánimo benigno y tranquilo y el solo deseo de buscar la verdad, arrancamos nuestra disputa.
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Conversión de Simón [38]
Simón: Así pues, quiero que sepas sin ninguna duda en tu corazón, señor Pedro, que habiendo ya abandonado toda la infidelidad y dureza de los judíos, soy un fiel cristiano que abraza por completo la fe de los cristianos. Doy inmensas gracias a Dios y también a ti, señor Pedro, porque Dios, por quien firmemente creo que deberé ser salvado y que incluso mi pueblo ha de salvarse al final de los tiempos, me condujo a lo que soy a través de tu sana doctrina e invencible disputa, y de Su propia misericordia. Por tanto, respecto de las demás cosas, me entrego plenamente a Dios y a ti, y me someto con plena obediencia a tu servicio y al de nuestro Jesucristo. Que Dios actúe conmigo según Su misericordia y cumpla en mí, a través de ti, lo que todavía falta para mi salvación y perfección. Pues “el que no renazca del agua y del Espíritu Santo no puede entrar en el reino de Dios” (Jn 3. 5).
Pedro: Y yo, de ahora en adelante, señor Simón, te recibo en mí con tal voluntad y agradezco inmensamente a mi Dios porque no regresaré a Él con las manos totalmente vacías sino contigo, como con un ramillete, y aunque sea uno, me reportaré ante Él colmado con las espigas y los granos de las virtudes y las buenas obras. Que aquello que, como dices, falte para tu salvación, Dios, hijo mío, lo perfeccione en ti y yo, alegremente, me aplicaré al ministerio y el servicio, para que todas las cosas que fueran necesarias para tu cuerpo y alma se completen bien y de manera perfecta en ti. Ve, Simón, por siempre en Cristo, y que sea Él para ti el camino, la verdad y la vida.
Ediciones y traducciones
Abulafia, A. y Evans, G. (eds.) (1986). Gilbert Crispin. Disputatio Iudei et Christiani en The Works of Gilbert Crispin, Abbot of Westminster. London: Oxford University Press for the British Academy.
Easting, R. y Sharpe, R. (eds. y trads.) (2013). Peter of Cornwall’s Book of Revelations. Toronto: Pontifical Institute of Mediaeval Studies - Bodleian Library.
Hunt. R. W. (ed.) (1948). “Peter of Cornwall. Prologue to Liber Disputationum contra Symonem ludeum” en Hunt, R. W., Pantin, W. A. y Southern, R. W. (eds.). Studies in Medieval History Presented to Frederick Maurice Powicke. Oxford: Clarendon Press; 153-156.
Mieth, K. (ed.) (1996). “Pedro Alfonso de Huesca. Dialogi contra Iudaeos” en Lacarra, M.-J. (coord.). Diálogo contra los judíos. Huesca: Instituto de Estudios Altoaragonenses; 5-193.