Introducción
En el caso de la sociedad mapuche, la incorporación de la escritura y la formación de archivos nativos es un tema que, en varios de sus aspectos, ya no puede discutirse. 1 Partiendo de esa certeza, esta presentación refleja el estado embrionario de una investigación con relación a los tiempos tardocoloniales, en la que indudablemente campean todavía más dudas que convencimientos. Tal investigación estuvo al inicio inspirada en una acotación de Jorge Pavez Ojeda (2008), cuando señalaba algunas de las tareas pendientes en la revisión de “tres siglos de escritura alfabética mapuche”, al resaltar la necesidad de escribir esta historia siguiendo el rastro genealógico de las figuras secretariales, los procesos de su alfabetización y de su instalación en el seno de la jefatura mapuche (p. 52).
Con base en información de diversa procedencia, examinaré precisamente el sistema utilizado por ciertos longkos 2 para dar lugar a la alfabetización de algunos de sus hijos, con el propósito de que se convirtieran más tarde en los primeros letrados nativos que conocemos. A esos fines, los jovencitos fueron internados en el Colegio de Naturales de Chillán –una de las instituciones ofrecidas por la administración colonial– en el que se impartía el aprendizaje de la lectura y escritura del castellano. El colegio había sido fundado por misioneros franciscanos, recibía financiamiento estatal y se hallaba dedicado a formar jóvenes mapuche que promovieran luego de su egreso la incorporación de sus comunidades a la órbita del Estado colonial.
Aunque no se disponga de datos en abundancia que revelen explícitamente las motivaciones de los líderes indios que aceptaron confiar a sus hijos al colegio, y si bien parece evidente que el designio de reforzar lazos con la administración debió constituir un motivo importante, otro no menor pudo ser la expectativa de contar con mediadores culturales ladinos y letrados en quienes depositar plena confianza.
A lo largo del siglo XVIII, la evidencia apunta a que los mapuche adoptaron la escritura alfabética como una tecnología inserta en el ámbito del poder político y las leyes. 3 Hay que tener en cuenta que, dentro de ese dominio, los escribientes o letrados en su papel de mediadores culturales reunían dos condiciones imprescindibles: a) la eficacia en el manejo de ciertos saberes, dado que no solo se trataba de leer y escribir, sino que habrían de disponer asimismo de la capacidad de interpretar un texto y transferirlo a otra lengua; un buen traductor, en efecto, debía hallarse en condiciones de emplear las equivalencias adecuadas entre la forma ritual del mapudungun –koyag– empleada en las juntas –parlas– y el castellano utilizado por la burocracia colonial, y seleccionar cuidadosamente las fórmulas y el vocabulario; 4 b) la confianza de sus promotores, tan importante como la destreza descripta en el apartado anterior. 5
Longkos, konchos y werkenes en el manejo de la comunicación oral
Cuando un longko deseaba enviar un mensaje a alguno de sus corresponsales “…que ellos llaman concho, en cada una de las parcialidades de su butal-mapu, con la mutua obligacion de participarse los ocursos de su pais…” le:
…dirije mensaje al cacique principal de cada una de las citadas reducciones, noticiándole la resolucion del nuevo gobernador i convidándole a asistir; admite el convite, despide al enviado de su concho i el hace lo mismo con el que tiene en la siguiente parcialidad;… (Carvallo y Goyeneche, 1876 [1795], p. 146). 6
La relación existente entre un longko y su mensajero o werken 7 era, como veremos, aún más estrecha. El envío de cualquier mensaje importante a toda velocidad, o el surgimiento imprevisto de una novedad que podía afectar a quienes mantenían una buena relación, requería los servicios de un werken, que era capaz de desplegar una gran diligencia en el cumplimiento de su misión:
Todas las parcialidades amigas gastan entre sí una armoniosa preferencia, buena y atenta correspondencia. Todas las noticias dignas de saberse en un instante se la comunican, porque la posta, que ellos llaman Huerguén, marcha con tal velocidad que deja el correr por el volar, y llegando al cacique principal da su noticia con un razonamiento muy político, y se vuelve; el cacique que la recibe la pasa a otro y así en un instante se comunica toda la tierra (Sors, 1921 [1780], p. 157).
De este modo, el werken constituyó un elemento clave en el manejo de información. Se entrenaba en el arte de adquirir, transmitir y circular mensajes por vía oral y con notable fidelidad, auxiliado por una oratoria muy desarrollada, en cuyos secretos comenzaba a ejercitarse desde edad temprana. Se los reclutaba de entre las personas de mayor confianza de los concho, por lo general, entre sus hijos o sobrinos.
Esta proximidad parental generaba ventajas para ambas partes: los padres tenían a su servicio una persona de su confianza, mientras que los hijos encontraban oportunidad de adquirir fama y prestigio, al demostrar sus habilidades como jinetes resistentes y buenos oradores; y asimismo, de generar lazos personales, de establecer su propia red de contactos con otras comunidades, y finalmente, de ganar un conocimiento personal y directo de rutas, territorios y recursos en paisajes diversos. Esta función ejercida en la juventud explica la razón de la amplia versación geográfica que podían exhibir los longkos indígenas durante su madurez.
Por su parte, el longko que recibía un werken de su concho podía estar seguro de la fidelidad del mensajero y de la exactitud de sus palabras.
Longkos y letrados
La lealtad del mediador con respecto a su promotor constituyó un factor clave, por ser la única garantía de la exactitud del mensaje oralmente transmitido. Si se trataba de un mensaje escrito, en principio puede aceptarse que la exactitud quedara garantizada por la propia naturaleza registradora de la tecnología empleada, pero ¿qué sucedía, en cambio, cuando quien dicta el mensaje no estaba en condiciones de leer su contenido, tal como era el caso en la gran mayoría de las ocasiones?; ¿cómo saber si el escribiente no había incorporado en el texto elementos que traicionaran la letra o el espíritu del mensaje? En este sentido, podría darse el caso de que se reprodujera especularmente lo que ocurría con los funcionarios obligados a confiar en intérpretes nativos de dudosa probidad (Villar et al., 2009; Villar, Jiménez y Alioto, 2015).
En las mediaciones del Brasil colonial estudiadas por Alida Metcalf (2005) encontramos una cierta similitud que nos permite comprender mejor el dilema al que se enfrentaban nuestros longkos. Lógicamente, constituía una condición necesaria para la eficacia de la mediación que los escribientes (o secretarios) fueran ladinos y letrados, esto es, que dominasen el castellano en su forma oral y escrita. Estas habilidades les permitirían asumir el rol de mediadores transaccionales sensu Metcalf, es decir, aquellas personas cuya intervención facilitaba la interacción social entre nativos y extraños (pp. 9-11), y constituirse así en un factor clave para el éxito de la comunicación. Cuando los portugueses arribaron a Brasil, ya contaban con experiencia previa acerca del problema y, en consecuencia, habían desarrollado varios procedimientos para solucionarlo. Uno de estos consistía en utilizar los servicios de un lançado, 8 generalmente un delincuente preso (a veces condenado a muerte) a quien se le conmutaba la sentencia a cambio de que aceptase viajar al Nuevo Mundo e instalarse en una comunidad nativa extraña para él, con la expectativa de una eventual inserción exitosa. Para quienes eran así lanzados, la aventura representaba una remota posibilidad de sobrevivir y de empezar una nueva vida, al librarse de una prisión prolongada o del cadalso. Y, desde la perspectiva de las autoridades portuguesas, eran sondas enviadas a un espacio hostil: si morían en el intento, poco o nada se perdería, y si sobrevivían, se habría iniciado un camino conveniente de mediación.
Todos –promotores y clienteؘ– esperaban que el intento culminase en alcanzar una posición duradera en la sociedad receptora desde la cual fuese posible aprender la lengua y las costumbres locales, y hasta formar familia con mujeres del lugar. Los éxitos iniciales de esta práctica se vieron luego oscurecidos por el hecho de que, con el tiempo, estos lançados forjaron fuertes lazos con sus nuevas comunidades. Muchos se incorporaron incluso a los entornos de los dirigentes locales, y desempeñaron tareas de consejeros e intérpretes, con lo cual se fueron desligando paulatinamente de toda lealtad hacia su comunidad de origen (Metcalf, 2005, pp. 58-59).
Pero volviendo ahora al punto, veremos que en las fronteras indígenas con Valdivia y Concepción existió, a la inversa, un rol en algún sentido semejante a la promoción de los lançados. Los nativos, aprovechando la demanda de mano de obra servil, enviaban a algunos de sus niños (weñis) 9 a vivir entre los españoles, prevaliéndose de los rescates y de las ventas a la usanza del pays, prácticas habituales en la región que persistieron hasta fines del período colonial.
En el caso de los rescates, se trataba de personas acusadas de ser brujos (o kalkus) entregadas generalmente a un conchavador, a cambio de ciertas pagas y del compromiso de alejarlas de su lugar de residencia. Una vez en aquellas ciudades de frontera, el comerciante cedía, a su vez, el rescatado, a particulares que le abonaban un precio por él y utilizaban sus servicios, y que lo convertían en su criado por lapsos de hasta diez años, durante los cuales asumían la obligación de alimentarlos, vestirlos e instruirlos en los misterios de la fe católica (Martínez de Bernabé, 1898 [1782], p. 107).
Las ventas a la usanza del pays implicaban un acuerdo entre padres o familiares de niños o niñas nativas y un español, a quien los entregaban para que lo sirvieran como criados por un período determinado, a cambio de lo cual recibían una compensación material. La práctica fue prohibida en 1679, debido a que los beneficiarios pasaron a considerarla una forma de esclavitud, y se negaban a devolver los weñis a sus familiares una vez vencido el plazo, aunque es bien cierto que la prohibición no impidió que las transacciones continuaran (Villar y Jiménez, 2001). 10
También los franciscanos participaron de los rescates, de manera que en sus misiones siempre había niños indígenas en proceso de instrucción. Pero para frustración de los religiosos, una vez llegados a la adolescencia tendían a fugarse o eran reclamados por sus parientes. Una vez de regreso en su tierra, 11 estos neófitos solían abandonar el catolicismo y se ajustaban nuevamente al admapu, en tanto que además se hallaban ahora en la ventajosa posesión de una segunda lengua. Frustrados con la actitud de las autoridades civiles que accedían a los reclamos de los familiares, los misioneros insistían en que debía negarse licencia a los neófitos para que se alejaran de la frontera porque “la experiencia nos enseña q.e Viven como los demas [...] y defendiendo sus Admapus con más empeño q.e sus mayores”. Más allá de esta argumentación general, lo más revelador de la carta escrita por fray Millán es que la motivó una autorización dada por la autoridad militar local a ciertos indígenas para que se llevasen de la misión a un adolescente “ladino y bien instruido”. El misionero solicitó que se suspendiese la licencia acordada, aduciendo que, en realidad el verdadero interés de estas recurrentes peticiones consistía en recuperar a los neófitos reducidos y convertidos, por ser poseedores de saberes útiles para quienes los reclamaban. 12
La facilidad con que los adolescentes recuperaban sus vínculos parentales y se reinsertaban en sus comunidades de origen llegó a motivar una denuncia de Pedro Ángel Espiñeira, obispo de Concepción en 1775. En ella, el prelado solicitaba al rey que se prohibiera a las autoridades civiles acceder a los muy frecuentes pedidos de restitución que los familiares presentaban en los parlamentos. Espiñeira demandaba que se instituyese una prohibición absoluta de entregar a quienes denominaba yanaconas, una vez que hubieran sido bautizados, porque en su mayoría concluían por apostatar. 13
Aunque resulta innegable que las prácticas descriptas tendían a favorecer la adquisición de la lengua por ladinos que más tarde se reinsertarían sin problemas en sus comunidades natales, no existe evidencia directa de que produjeran letrados. En realidad, la oportunidad de que algunos weñis aprendiesen a leer y escribir la lengua imperial además de hablarla y comprenderla fue brindada por la propia corona al sostener el Colegio de Naturales de Chillán.
Entre 1775 y 1818, el colegio funcionó como anexo de la empresa misional. En él se educaban no solo “los hijos de gobernadores, caciques e indios principales, sino también…los comunes y ordinarios de ínfima clase, para que todos logren el beneficio y se consiga la conversión y reducción de estas numerosas naciones a mi suave dominio”. 14 En la década de 1760, los franciscanos ya habían enseñado a leer y a escribir a varios niños pewenche, y así ganaron su adhesión. Siete años después, varios sacerdotes firmaron un extenso informe acerca de los resultados obtenidos en una década de actividad misional. En él, afirmaban haber enseñado a doce weñis de aquel origen a leer y escribir, entre quienes se destacaba Felipe Pichipill, hijo del longko de la reducción de Rucalhue, un alumno aventajado, al punto de ser nombrado maestro de otros niños indígenas, por lo que recibía un sueldo de seis pesos mensuales. Su habilidad enorgulleció a sus compatriotas, quienes pudieron vanagloriarse de ella en un koyag que sostuvieron con los lelfunche. 15
Pero cuando sobrevino la rebelión de Curiñancu, 16 contrariamente a lo esperado por sus mayores, Pichipill y varios otros tomaron partido por los franciscanos, abandonaron a sus familias y cruzaron el río Bío-Bío (en zona de Concepción en Chile, que hacía las veces de frontera entre españoles e indígenas independientes) para instalarse entre los hispano-criollos. Felipe en particular se refugió en Santa Bárbara, adonde llevó consigo a varios parientes. 17
Este éxito de los franciscanos en obtener la lealtad al menos de parte de sus alumnos se mantuvo en el tiempo. En un informe dirigido al monarca y datado en 1816, se resumieron los logros educativos de cuatro décadas de actividad; ente los que se hacían notar:
El fruto que se sacó de los indios es como sigue: dos clérigos, sacerdotes; uno de ellos muerto –al presente– y el otro es teniente cura del obispado de Santiago. Un religioso domínico, sacerdote que tomo el hábito en dicha capital. Dos franciscanos, uno es corista y acaba de concluir filosofía. El otro, después de haber estudiado filosofía y teología y ordenado de sacerdote, fue destinado por sus prelados para maestro de gramática en Mendoza y hoy se halla de capellán de la guarnición de un fuerte construido a la otra banda de la cordillera para resguardar a los indios pehuenches, a fin de que los aconseje como a hermanos. Otro de sus alumnos está estudiando la teología en la capital del reino. Otros dos se prepararon para seguir, uno la carrera de medicina y otro la de leyes. En la milicia se hallan incorporados dos con plazas distinguidas, y otros más con la de sargento. En la isla de Laja vive uno casado y bien acomodado. Este sacó de la infidelidad a su madre, a una hermana y a un sobrino, los que tiene a su lado, mantiene escuela para los pobrecitos de aquel país, ha hecho muchos servicios entre los indios a favor de los españoles. Otro está casado en Yumbel y es el maestro de escuela en aquella Plaza. Algunos con la buena letra se han acomodado en los escritorios de diferentes personas, y muchos se han dedicado de propia voluntad a oficios mecánicos de su inclinación, pero todos bien catequizados en la doctrina cristiana y con la ventaja de saber leer y escribir por lo menos; advirtiendo que ninguno de cuantos salieron de la tierra –de los indios– para alumno del Colegio ha vuelto a la infidelidad. Esto es en cuanto a los indios. 18
Como se ve, el envío de los jovencitos al Colegio de Naturales no alcanzó plenamente los objetivos previstos en su real creación y tampoco garantizó que los longkos dispusieran de los letrados que habían buscado. Los autores del informe enumeran a los alumnos que continuaron su formación académica y se convirtieron en clérigos o en profesionales –doctor, abogado, militar–, y se felicitan porque, en todo caso, la mayoría no regresó a la tierra, sino que permaneció entre los españoles. ¿Hay alguna forma de verificar la exactitud de estas afirmaciones? Una manera de hacerlo consiste en intentar el rescate de los datos biográficos de, al menos, algunos de los alumnos. Pero la tarea encierra sus dificultades: en primer lugar, el documento en cuestión no aporta nombres propios, lo cual dificulta la individualización de los aludidos; y tampoco ofrece una cifra precisa de cuántos fueron los colegiales en total, lo que impide hacerse una idea de las dimensiones del universo a analizar. No obstante esas restricciones, empleando la limitada información disponible ha sido posible identificar a cuatro de ellos. Son los siguientes:
a) Francisco Inalikang, hijo del longko de la Imperial Baja Felipe Inalikang; sus días concluyeron en el convento de Santiago en 1825 (ver Gunckel, 1961; Pavez Ojeda, 2008, pp. 53-54);
b) Su primo, fray Francisco Millapichun, de quien se sabe que luego de ser ordenado regresó por un breve lapso como misionero a Dangipulli y falleció también en Santiago (Gunckel, 1961, p. 144; Pavez Ojeda, 2008);
c) Otro primo de Inalikang, Santiago Lincogur, que ingresó a la carrera de las armas y se enroló en el ejército patriota, donde alcanzó el grado de capitán; tuvo una trayectoria por demás azarosa en Chile y en las pampas; estaba con vida a principios de la década de 1830, en territorio bonaerense; no se conocen las circunstancias de su muerte (Bechis, 1997; Fernández, 1998-1999; Villar y Jiménez, 2003);
d) Un tío de Millapichun, el teniente coronel Pablo Millalikang; los conflictos bélicos generados a raíz de la disolución del orden imperial motivaron su retorno a territorio nativo; vivió un tiempo prolongado en las pampas, incorporado a los boroganos de Salinas Grandes; sin negar su condición indígena, se identificaba más por su rango militar y rechazaba enfáticamente que pudiera considerárselo cacique. 19
Con la excepción de Inalikang, los restantes retornaron a la tierra, pero no a sus comunidades de origen. Aunque de él y de Millapichun sea posible afirmar que murieron como hombres de la iglesia, se ignora, en cambio, cuáles hayan sido las creencias de los militares, si bien Millalikang en su correspondencia invocaba con frecuencia –y de un modo peculiar– al dios cristiano.
Estamos entonces a frente a un grupo de personas que compartían un origen geográfico cercano –Boroa 20 y Baja Imperial 21 – y que provenían de familias de longkos vinculados por alianzas matrimoniales. Inalikang era hijo del cacique gobernador de la Baja Imperial, y Millalikang afirmaba ser hijo de caciques, lo mismo que se dice de Millapichun. Es probable además que todos ellos fueran, o bien inan votùm –esto es, hijos menores de la esposa principal–, o bien hijos de esposas secundarias dentro de una familia poligínica. Dado que de las filas de los primogénitos (unen votùm) saldrían los werkenes– candidatos a suceder a sus padres en el liderazgo por sus habilidades oratorias y contactos políticos–, quizá convenga invocar tentativamente esa circunstancia para explicar el motivo por el cual los ladinos letrados hayan optado por no regresar a sus reducciones de origen. Tal vez una posición de escribiente subordinado a sus hermanos no constituyera un prospecto atractivo para quienes habían tenido posibilidades de iniciar un camino distinto al abrazar las armas o la cruz en el seno de la sociedad hispano-criolla. 22
El hecho es que estos cuatro alumnos en particular no volvieron a la casa paterna. Y, al parecer, una estrategia que mostró su eficacia a la hora de producir ladinos no lo fue tanto en la promoción de letrados confiables. De nuevo: a semejanza de muchos lançados portugueses, los alumnos del Colegio de Naturales, al alejarse de sus comunidades, tuvieron ocasión no solo de adquirir nuevas habilidades comunicativas, sino también de mejorar su posición personal. De esta manera, quienes los habían estimulado previendo recuperarlos con ventaja terminaron perdiéndolos.
Fue así que, aun cuando aparecieron letrados nativos en actividad entre aproximadamente 1800 y 1830, hasta donde hoy es posible saberlo, no lo hicieron al servicio de sus grupos parentales. Será necesario hallar más información biográfica acerca de los demás alumnos mencionados en la Representación al rey de 1816 para que, con el tiempo, nos sea permitido confirmar o refutar esta percepción: solo de este modo quedaría a la vista si estamos frente a un patrón o en presencia de cuatro excepciones.