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Memoria americana

versão On-line ISSN 1851-3751

Mem. am.  no.23-2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires dez. 2015

 

ARTÍCULOS

De la diplomacia a la opción militar: Pedro Andrés García en la frontera bonaerense

 

Florencia Roulet*

 

* Dra. en Antropología, Programa de Estudios de las Relaciones Interétnicas y los Pueblos Originarios de las Fronteras (PERIPLOS). Monthey, Suiza. E-mail: fo.roulet@gmail.com

 


Pedro Andrés García in the Buenos Aires frontier: From diplomacy to military occupation

RESUMEN

El Coronel Pedro Andrés García, considerado un gran especialista en la cuestión de fronteras con los indios del sur, fue partidario de una política que combinaba la amenaza de fuerza con la seducción para atraerlos a la "vida civilizada". En este trabajo propongo demostrar que su principal objetivo consistió en incorporar al Estado los territorios indígenas hasta el río Colorado. Su reflexión acerca de cómo lograrlo y qué hacer con los indios fue un subproducto de tal objetivo expansionista. La tierra -y no la civilización de los indios ni la defensa de la frontera- fue el motor de su política indígena. Así, en 1810 alentó un acuerdo formal mediante tratados con caciques aliados reanudando la tradición diplomática del último período colonial. Las circunstancias políticas cambiantes y la creciente avidez de tierras de la economía ganadera bonaerense en expansión lo inclinarían por un avance militar no negociado una década más tarde.

Palabras clave: Pedro Andrés García; Fronteras; Diplomacia; Ocupación militar

ABSTRACT

Colonel Pedro Andrés García is considered a highly skilled specialist in the issue of the southern frontier with Indians. He was said to encourage a policy that combined threatened violence with seduction as a way to attract them to "civilized life". In this paper I intend to prove that his main goal was to incorporate Indian territories, up to the Colorado River, to the incipient Nation-State. The land, not civilizing Indians or defending the frontier, was the object of his Indian policy. Thus, in 1810 he supported a formal agreement by treaties with friendly southern caciques, resuming the diplomatic tradition of the late colonial era. The changing political circumstances and the growing hunger for lands of Buenos Aires' expanding cattle-raising economy inclined him towards a non-negotiated military occupation a decade later.

Key words: Pedro Andrés García; Frontiers; Diplomacy; Military occupation


 

FRONTERAS: ¿PROBLEMA DEL INDIO O PROBLEMA DE LA TIERRA?

Una larga tradición historiográfica, no del todo desterrada, nos ha habituado a ver la "cuestión de la frontera" como "el problema del indio". Y a este último como una situación de permanente inseguridad y zozobra en la campaña debida a la irrupción violenta de grupos indígenas que asaltaban de improviso a los pobladores rurales, matando hombres, cautivando mujeres y niños y robando ganado. Transmitida por la literatura, la plástica y el relato histórico, la imagen del malón -máxima expresión del "salvajismo" y la ferocidad que se atribuía a los aborígenes- ha dejado una impronta indeleble en la memoria social de los argentinos, condicionando la percepción de sucesivas generaciones acerca del pasado de las relaciones hispano-indígenas. De acuerdo con esta caracterización, la solución al "problema del indio" debía ser o bien su exterminio o, más filantrópicamente, su "civilización". Ésta se entendía como la neutralización de sus capacidades bélicas y la progresiva asimilación de los nativos a las pautas de producción de la economía capitalista mediante la sedentarización, la destribalización y la proletarización, en el marco de una forzada evangelización y la imposición del castellano como vehículo de comunicación.
Las investigaciones de los últimos cuarenta años ponen de manifiesto, más bien, que la cuestión de la frontera fue ante todo el "problema de la tierra"1. Tierra abundante en un principio, vasta llanura donde proliferaba una
rica y variada fauna, campos sin límites ni accidentes naturales que frenaran los movimientos espontáneos del ganado en busca de aguadas y pastos: "la marcha de la civilización sobre el desierto no fue más que un peregrinar tras las reses y la línea de frontera, con sus fuertes y fortines, un vasto cerco, un gigantesco corral levantado para encerrar la vaca" (Tabossi 1989: 17). Tierra que con el tiempo resultaba cada vez más escasa para las necesidades de la actividad ganadera dominante, lo que aumentaba la presión para avanzar la frontera (Barba 1995). Además, la expansión colonizadora en el río Salado se había frenado mientras se aceleraba el crecimiento demográfico de la región bonaerense -pasando de 22.000 a 50.000 habitantes entre 1770 y 1810 (Chiaramonte 1986: 332-336). Tierra que en tiempos de la independencia se quería ver vacía de indios, "desierta", lista para recibir el torrente fecundo de brazos y rebaños de los hispano-criollos. En teoría ese vaciamiento podía operarse ya por medios violentos, usando la fuerza militar para correr a los indígenas al sur del río Negro o para eliminarlos físicamente, ya por medios diplomáticos, negociando su consentimiento para ceder territorios al blanco.
Desde tiempos tardocoloniales, todas estas alternativas fueron acaloradamente debatidas y ensayadas, hasta que en 1879 se impuso el vaciamiento por la fuerza militar en la "campaña al desierto". Cada opción requirió de una justificación que la legitimara, construyendo imágenes del indio y del territorio compatibles con los proyectos que se impulsaban: si todas ellas coincidían en caracterizar al indígena como bárbaro y feroz, cuya violencia palpable o latente obligaba a adoptar una firme actitud defensiva, el proyecto de un acuerdo diplomático requería una contraparte en la negociación que fuera mínimamente confiable para asumir un compromiso válido y duradero. Es decir, grupos o líderes a los que se considerara dotados de razón, de legítima autoridad y de un grado aceptable de buena fe. La propuesta de civilizar al indio suponía, a su vez, que su supuesta barbarie era una condición cultural pasajera y reversible a partir del contacto con la civilización. En cambio, los planes que apuntaban a la expulsión o al exterminio asumían como premisa el salvajismo congénito e irreductible de los pueblos libres de las pampas y su inalterable actitud violenta, la cual no dejaba otra alternativa que su eliminación. A ese fin respondió el estereotipo del indio nómada, ocioso y ladrón, que hacía de la rapiña un modo de vida. Sus territorios, vistos inicialmente como feraces pero incultos, pasaron a ser conceptualizados como
desiertos -es decir, como vacíos culturales-, lo que los convertía en espacios disponibles (Navarro Floria 2002).
Estas caracterizaciones divergentes del indio y de sus territorios coexistieron durante largas décadas hasta que la opción militar terminó consagrando la más negativa y deshistorizada imagen de los pueblos indígenas. Tras una larga era de acomodamientos y convivencia en la que habían alternado la guerra y la paz, con todas las formas de contacto que una y otra engendraron, la élite criolla reinventó al indio como un Otro radicalmente extraño al cuerpo de la nación, en un proceso que Pedro Navarro Floria (2005) llamó "la conquista de la memoria". Mientras tanto, los divergentes estereotipos del indio y las propuestas de políticas indígenas en que se sustentaron pudieron expresarse simultáneamente en diversos actores contemporáneos (Roulet 2013) o sucesivamente en un mismo individuo a lo largo del tiempo, como tácticas alternativas para lograr el objetivo de ampliar la base territorial del Estado a expensas de los aborígenes. Este fue el caso del coronel Pedro Andrés García quien entre 1810 y 1822, durante el largo y turbulento período de reorganización política, económica, militar y territorial que se abrió con el movimiento independentista, fue modificando sensiblemente su discurso acerca de los medios a emplear para adelantar la frontera bonaerense, al tiempo que transmitía una imagen cada vez más desfavorable de sus interlocutores indígenas. Mientras sus descripciones geográficas y etnográficas, así como sus proyectos de colonización agraria han sido abundantemente estudiados (Martínez Sierra 1975 II; Villar 1987; Gelman 1997 y Navarro Floria 1999), esta faceta de su plan de fronteras ha suscitado menos interés.
En este trabajo, y a través del análisis de su diario del Viaje a salinas Grandes (1810); de su Memoria sobre el arreglo de las campañas (1811); del informe que elevó, junto a José de la Peña y Zazueta, al gobernador de la provincia (1812) y del diario de su Viaje a la sierra de la Ventana (1823), en coautoría con José María de los Reyes, propongo poner en evidencia las estrategias diplomáticas que usó para promover su plan expansionista, valiéndose de las argucias y malentendidos a que da lugar la comunicación intercultural2.
Los informes del mismo García son los únicos textos que dan cuenta de sus negociaciones con los indígenas pero procuraré cotejar la información que proveen acerca de hechos y personajes recurriendo, en la medida de lo posible, a documentación de archivos. También pretendo mostrar cómo, ante la intransigencia indígena en la defensa de sus derechos territoriales, terminó optando por la ocupación militar de esos espacios.

UNA CARRERA MILITAR DURANTE EL VIRREINATO

Oriundo de Cantabria, don Pedro Andrés García (1758-1833) llegó al Río de la Plata en 1776 con la expedición de don Pedro de Cevallos como ayudante mayor del Real Cuerpo de Ingenieros. En 1778 y 1779 acompañó a Juan de la Piedra en su misión de erigir poblaciones y fuertes en las bahías Sin Fondo y San Julián de la costa patagónica, expedición de la que resultaría la fundación de San José en la península Valdés y la de Carmen de Patagones en el Río Negro. En 1780, con el rango de alférez, desde Mendoza tomaba parte en la campaña del comandante José Francisco de Amigorena contra los pehuenches del cerro Campanario, a consecuencia de la cual, entre diciembre de ese año y octubre de 1783, se firmarían una serie de tratados de paz con los principales caciques (Roulet 1999-2001, 2002). Jorge Gelman sostiene que esta experiencia "parece haberlo convencido desde temprano de que la solución del problema indígena residía en una sabia combinación entre fuerza, alianzas y seducción para atraerlos a las ‘ventajas de la vida civilizada'" (Gelman 1997: 21). Sin embargo, ignoramos si llegó a presenciar el desenlace pacífico de la estrategia ofensiva de Amigorena, puesto que permaneció en Mendoza menos de dos años3. A partir de entonces, desaparece de los registros documentales durante un cuarto de siglo aproximadamente. En su relación de méritos y servicios declara haberse desempeñado más de veintitrés años como teniente de milicias agregado a la plaza de Buenos Aires, por lo visto sin descollar particularmente. Su nombre resurge durante las invasiones inglesas, cuando se creó el Batallón de Cántabros Montañeses en el que ascendió rápidamente a capitán, comandante segundo y comandante primero. En la Defensa de Buenos Aires, García tuvo un desempeño distinguido en la batalla del 5 de julio de 1807, asegurando la recuperación del convento de Santo Domingo. Al producirse la Revolución de mayo había alcanzado el grado de teniente coronel, y en calidad de tal asistió al cabildo abierto que depuso al virrey Cisneros (Gelman 1997: 49-50).
Este oficial ilustrado, de ideas fisiocráticas caras a hombres como Mariano Moreno y Manuel Belgrano se perfiló enseguida ante la Primera Junta de gobierno como una persona idónea para visitar la línea de guardias de la frontera bonaerense y proponer medidas para mejorarla. En uno de sus primeros actos de gobierno, la Junta asumió el legado de la política reformista borbónica tendiente a promover el asentamiento de colonos y el desarrollo económico y a explorar, mapear, registrar y hacer el inventario de los recursos de los territorios indígenas no sometidos (Weber 2005). Pedro Andrés García, quien se convertiría con los años en "el mayor especialista del país en lo referente a la frontera sur" (Navarro Floria 1999: 253), tenía por entonces una experiencia de trato con los indios exigua y ya remota en el tiempo, carecía de las indispensables habilidades mediadoras que desarrollaba la convivencia fronteriza (Roulet 2013) y desconocía tanto el ámbito geográfico como la realidad en la que le tocaría desempeñar su misión. Como bien lo señaló Ramiro Martínez Sierra (1975 II: 8), "más que los antecedentes de su carrera, habrá de ser su posterior actuación la que justifique [su] elección".
Con 52 años cumplidos, y una larga pero intermitente carrera militar, fue nombrado comandante de la expedición a Salinas Grandes en septiembre de 1810. Su actitud será la del típico agente de la "anticonquista": el sujeto burgués masculino europeo "cuyos ojos imperiales pasivamente observan y poseen", al tiempo que claman su inocencia "en relación con una retórica imperial de conquista más antigua, asociada con la era absolutista" (Pratt 1997: 27)4. Pero su inexperiencia como negociador y el nerviosismo con
el que manejó sus tensas relaciones con los grupos indígenas exacerbaron divisiones que, a la larga, complotarían contra el éxito de su proyecto. Este primer viaje inauguraría una etapa de desencuentros entre el gobierno revolucionario y los pueblos indígenas de la frontera sur que haría eclosión, de manera virulenta, a partir de 1820 pues vuela en pedazos una era de paz que había durado tres décadas.

EL PROYECTO COLONIALISTA DE PEDRO ANDRÉS GARCÍA

En octubre de 1810, el Coronel ingresó tierra adentro con un ambicioso mandato:

Asegurar para siempre nuestros campos de las incursiones devastadoras de sus bárbaros vecinos, hacer de ellos una misma familia con nosotros, extender nuestras poblaciones hasta la falda de la cordillera famosa de Chile, formar provincias ricas en las producciones de los tres reinos de la naturaleza y dar un vuelo rápido a nuestro comercio, a nuestra industria, a nuestra agricultura [.]: hacernos verdaderamente independientes de las provincias del continente americano y de la Europa, por la posesión de las primeras riquezas de las naciones (García 1811: 276-277).

Reducida a la estrecha franja entre los ríos Paraná y Salado, que en su parte más ancha no tiene más de 200 km de extensión, la población rural de labradores y hacendados había aprovechado la prevalencia de relaciones pacíficas con los pampas, desde las paces de 1790, para ocupar gradualmente tierras al sur del río Salado. Esta expansión informal "debería mirarse por aquéllos [los indios pampas] como una manifiesta infracción y declaración de guerra", ya que el tratado estipulaba claramente que el Salado debía ser el límite entre unos y otros (García 1811: 279; Levaggi 2000: 134). Sin embargo, los indios habían tolerado tácitamente el avance. Así, las guardias quedaron rezagadas, obsoletas y desarmadas, y las familias instaladas allende el Salado se vieron "en campo enemigo e indefensas para reparar las hostilidades que experimentan siempre que los indios se acuerdan de sus derechos o sueñan hallarse ofendidos". Nótese que la violencia que aquí invoca García -que no ha dejado rastros documentales en los archivos, más allá de frecuentes robos de ganado a partir de 18065-, se da episódicamente contra pobladores criollos establecidos en territorio indígena, en violación de los tratados. La frontera bonaerense no había experimentado ningún malón desde que los pampas "asentaron paces que no han quebrado hasta hoy, sin embargo de que hemos transgredido los límites del Salado" (García 1811: 279, 286).
Como remedio a la situación irregular de estos pobladores, el Coronel consideraba urgente colonizar ordenadamente nuevos territorios, formar pequeñas poblaciones y establecer una línea que asegurara las fronteras (García 1811: 267). Este avance permitiría, en los planes de la Primera Junta, ganar más de 20.000 leguas cuadradas en lo mejor de la zona templada (Martínez Sierra 1975 II: 10). A fin de concretar tal objetivo, García proponía que la frontera se situara, por el sur, sobre la línea tendida entre la desembocadura del río Colorado en el Atlántico y el fuerte mendocino de San Rafael, con centro en la laguna de Salinas, ubicadas en el actual departamento de Atreucó, provincia de La Pampa. Por el oeste, sobre la cordillera de los Andes, entre las nacientes del Atuel y las del río Negro. Dentro de esta nueva línea deberían fundarse poblaciones en Sierra de la Ventana, Guaminí, sierra de Volcán y Río Colorado y avanzar hacia el sur las guardias cordobesas de Carolina y Bebedero. García pretendía dar inicio a su plan fundando un fuerte y asentando población en las márgenes de la laguna de Salinas o en el inmediato paraje de los Manantiales, en el centro de lo que debería convertirse en la nueva línea de fronteras (García 1811: 279-283). El gran interrogante era cómo lograrlo y qué hacer con los grupos indígenas que controlaban celosamente ese amplio territorio.
La guerra ofensiva no era para García el método apropiado y eso por dos razones: una jurídica y otra histórica. El Coronel, que en varios de sus escritos evidencia una genuina preocupación por la legalidad de sus actos, afirma sin equívocos que "nosotros desconocemos ese derecho que se dice de conquista" y condena como contrarias a "la humanidad y las leyes" las campañas de exterminio que se habían intentado en tiempos coloniales (García 1811: 288, 285). Además de ilegítima la guerra resultaba contraproducente a la luz de la experiencia histórica porque el error de haber querido conquistar a los indios de las pampas "a la bayoneta" había provocado un "inveterado concierto hostil", que había hecho imposible su reducción y fomentado "una guerra con los naturales que se ha perpetuado hasta nuestros días". Guerra acentuada por el carácter que García atribuía a los indios, según él "marcado por la ferocidad y la cobardía" que los llevaba a atacar por sorpresa y con perfidia, a menos que una eficaz vigilancia y un aparato militar imponente los hicieran optar por las relaciones amistosas, "que conservan hasta que
continuadas agresiones injustas los exasperen". Tras la violencia instalada por la conquista, el giro en la política indígena a partir del gobierno del virrey Arredondo (1789-1795) había privilegiado un acercamiento pacífico, para "atraer por el comercio y buen trato a estos hombres feroces", pero la consecuencia de esa nueva estrategia había sido dejar desarmadas las fronteras y permitir que los tránsfugas cristianos se familiarizaran con los indios y se fueran a vivir tierra adentro (García 1811: 277-278, 263, 286, 278).
Estos cristianos renegados y la población rural dispersa, móvil y sin sujeción eran, a ojos de García, el verdadero problema del mundo rural de su tiempo. De ese grupo social insumiso, sin arraigo a la tierra ni a las leyes, cuya vida libre y desordenada había fomentado en sus miembros "unas costumbres salvajes", inspiradas en "la indolencia e ignorancia de sus bárbaros vecinos", salían los variopintos personajes que ejercían funciones de mediación entre ambas sociedades: familias que acogían a los caciques y sus séquitos en su tránsito a la capital y mantenían con ellos tráficos ilegales incitándolos al robo de ganados mansos; tránsfugas y renegados que, alcanzando la confianza de los caciques, oficiaban entre ellos de lenguaraces, mensajeros, bomberos, baqueanos y consejeros; o bien comerciantes que viajaban clandestinamente a las tolderías llevando a los indios bebidas, armas blancas, uniformes y hasta armas de fuego -que aumentaban su poder bélico (García 1811: 263; 1810: 304, 358-359). En su planteo, el riesgo de la persistencia de un mundo indígena no subordinado no residía en la invocada barbarie y ferocidad de los indios -quienes, como le constaba, respetaban las paces, toleraban la transgresión de sus territorios y bajaban regularmente a comerciar a la frontera- sino en la válvula de escape y alternativa de vida a sectores marginales e incontrolables de la sociedad criolla que brindaban, proporcionándoles una vía de ascenso económico, social y político que los volvía tanto más peligrosos para el Estado.
Descartada la opción de la guerra, en 1810 García se inclina por una táctica pacífica que combinaba el comercio, la diplomacia y la fuerza. A sus ojos, los intercambios y agasajos tendrían la virtud de predisponer favorablemente a los nativos para iniciar negociaciones de paz: "desean con ardor muchos de nuestros artículos y no será difícil que por el estímulo de algunos regalos los decidamos a entrar en contratas ventajosas". García veía en el comercio el medio para "establecer unas relaciones que los tengan en necesidad de nuestro trato, los aficionen a la sociedad, y que quizás en la segunda generación formen con nosotros una sola familia, por los enlaces de la sangre" (García 1811: 288, 278-279)6. Fomentar en los indios nuevas necesidades,
inspirarles "el gusto de nuestras comodidades" -acá, sin mencionarlo explícitamente, el Coronel se refiere a los vicios del alcohol, el azúcar, la yerba y el tabaco- "imposibilitaría quizás la civilización de aquellos hombres" pero, volviéndolos dependientes de bienes que no podían producir por sí mismos, los acercaría inevitablemente al blanco, con quien terminarían mezclándose: "la dulzura, la libertad y el conocimiento de nuevos placeres y de nuevas necesidades nos unirán a los indios", quienes por el momento "apenas pueden contarse en la clase de hombres" (García 1811: 277-278, 284). En 1822, como lo revela su reacción escandalizada ante el espectáculo de las cautivas blancas casadas con indios en las tolderías (García 1823: 566-567), la utopía mestiza que imaginaba García en 1810 era, indudablemente, el fruto de la unión de las mujeres indígenas con los labradores y soldados criollos que poblarían la nueva frontera, reservando a los varones indios el papel de meros "brazos" para la actividad ganadera. Así, "serán unos miembros útiles al Estado, que tendrán un mismo idioma, costumbres y religión que nosotros" (García 1811: 283, 289).
Tal visión utópica, que García no tardaría en abandonar, era el resultado esperado a largo plazo de un estrechamiento de los vínculos comerciales. En lo inmediato, estos debían predisponer a los caciques a abrir negociaciones sobre el tema de la tierra: "debemos acordar y convenir con los indios salvajes, para obtener la posesión de los terrenos a que aspiramos" (García 1811: 278)7. Al formular esta original propuesta, el Coronel tropieza con una paradoja: para poder transmitir sus derechos territoriales a terceros los indios debían ser reconocidos como titulares de tales derechos. La posesión y uso racional del suelo y sus recursos por los grupos pastoriles y cazadores de las pampas eran, para el Coronel y sus contemporáneos, una evidencia insoslayable. Sus derechos territoriales estaban implícitamente confirmados por el tratado de 1790 -que retomaba la frontera en el río Salado, ya establecida en las paces de 1742- y eran constantemente defendidos por los propios indios, "idólatras de sus ganados y propiedades", que "mezquinan y resisten" los avances de los hispano-criollos (García 1811: 288, 284). Sin embargo, García no estaba intelectualmente dispuesto a admitir que ejercieran derechos de propiedad colectivos sobre sus tierras. En sus textos, evita cuidadosamente decir que las"poseen", prefiriendo hablar de las campañas "que ocupan" o "infestan"8. La cuestión de "investigar el derecho con que pueden hacerse las poblaciones y
ocupar esos terrenos" lo obliga, por lo tanto, a interpretar libremente difusas nociones del derecho natural (García 1811: 280, 279, 287).
García distingue así a "las tribus salvajes" de "los hombres que viven en sociedad"9. Mientras que las primeras, "ociosas", "no conocen más derecho ni más ley que la fuerza", estos últimos afirman su derecho natural a"poblar y cultivar las tierras que les han de mantener" cuando se asientan en poblaciones permanentes, cultivan sus parcelas y guardan "un cierto orden que les afiance la tranquilidad de sus posesiones" (García 1811: 287). Sedentarismo, agricultura y vida ordenada son, para García, las bases de la sociedad y de la propiedad de la tierra. Los indios de las pampas -pastores, cazadores y comerciantes itinerantes que se desplazaban en función de la disponibilidad estacional de pastos y aguadas para sus ganados- no cumplían esos requisitos. García salva la dificultad afirmando que: "si el infestar un país, o el poder de correrlo libremente, da un derecho de propiedad [.] nadie negará que los caciques podrán tratar libremente con nosotros y celebrarpactos valederos". Así, los derechos territoriales indígenas no son reconocidos sino como preludio a su cesión mediante convenios a un representante del Estado. Efectuados los tratados, "¿quién negará la justicia con que podemos rechazar las agresiones de cualquiera tribu que intente perturbarnos en el goce de los derechos adquiridos por un legítimo y solemne pacto con los caciques amigos?" (García 1811: 287-288).
Así, el meollo de la estrategia de Pedro Andrés García en su viaje a las Salinas Grandes consistió en identificar, entre sus múltiples interlocutores, cuáles estarían dispuestos a aceptar la erección de un fuerte y población cristiana en sus territorios, y fomentar las divisiones entre los distintos grupos para evitar que los demás hicieran frente común contra su proyecto: "la misma división de tribus y la perpetua enemistad en que viven abren un camino fácil para conseguir los objetos que se proponen" (García 1811: 289). Consciente de lo endebles que resultarían los derechos adquiridos sin un consenso general, el Coronel sugería disuadir la previsible oposición de los demás caciques con el recurso a la fuerza:

Nosotros no podemos tener una garantía segura de las tribus salvajes: sus intereses están en contradicción con los nuestros [.]. Como son naturalmente desconfiados e insubsistentes, es preciso que luego sin detención se proceda a ocupar los terrenos que nos cedan; y para esto se necesita una fuerza respetable, que no sólo les imponga, sino que aleje toda esperanza de cometer con suceso una perfidia" (García 1811: 287, 288).

Seducción por el comercio y los agasajos, astucia en la negociación de tratados con caciques amigos y firmeza en el recurso a la fuerza disuasiva, he aquí los tres pilares del proyecto colonialista de Pedro Andrés García.

LA ESTRATEGIA DIPLOMÁTICA DE GARCÍA, ENTRE CONTINUIDAD Y RUPTURA CON LA TRADICIÓN COLONIAL

Pedro Andrés García se veía a sí mismo como continuador de la política de fronteras tardocolonial, tanto por su objetivo general de avanzar hasta el río Colorado como por el método pacífico que preconizaba (García 1811: 278, 285). La idea no era nueva, pues; tampoco la táctica de la diplomacia. Lo que sí constituía una primicia era la pretensión de obtener un título legal a la tierra por cesión voluntaria de un conjunto limitado de indios amigos.
Los tratados y acuerdos hispano-indígenas concluidos en la frontera bonaerense tuvieron, en efecto, objetos diversos entre los que no se incluía el tema del traspaso de tierras indígenas a los cristianos, fenómeno que en América del Norte se conocía como la "extinción del título indígena a la tierra mediante tratados" (cf. Roulet y Navarro Floria 2005). Al sur del continente, donde los campos abundaban y escaseaban los brazos para trabajarlos, estos acuerdos habían tenido por objeto:
- la alianza militar con un determinado grupo para evitar, por ejemplo, el acceso a las pampas de cristianos de otras jurisdicciones a vaquear ganados que Buenos Aires reclamaba como propios (acuerdo con los pampas Mayupilquian y Yati en 1716) o para controlar la presencia y movimientos de grupos indígenas que amenazaran la ciudad y su campaña (paces con el cacique Bravo, en 1742; con los aucas de Lepín, 1770; con Pascual Cayupilqui, en 1782; con Lorenzo Callfilqui y sus parciales, en 1790);
- la paz y restitución recíproca de cautivos (paces de 1741 entre Cristóbal Cabral y los caciques de la sierra de Casuatí; de 1756 con Rafael Yatí; de 1770 con Lepín; artículos de paz propuestos por el virrey Vértiz a Callfilqui en 1781; propuesta de paz de Pascual Cayupilqui en 1782; tratado de 1790 con Lorenzo Callfilqui y sus parciales);
- la demarcación de las jurisdicciones respectivas (tratado de 1742: "el Saladillo, que ciñe dichas estancias de Buenos Aires, será en adelante el
lindero"; tratado de 1770: los indios no han "de pasar del terreno que se les tiene señalado a estas partes de las fronteras"; artículos propuestos por Vértiz, 1781: "no han de poder pasar hacia esta parte de la frontera"; respuesta a Cayupilqui, 1782: "la extensión de estas campañas [.] franquea su utilidad a todas las naciones de indios que las pueblan sin perjuicio de nuestros usuales territorios, siempre que se contengan en los que les son a ellos proporcionados"; tratado de 1790: españoles e indios "no se ofenderán unos y otros en sus respectivos establecimientos", "siempre que pasen a potrear los indios sobre las costas del Salado no deberán pasarlo de la parte norte cuyo campo corren nuestras partidas");
- el comercio (paces con Bravo, 1742; con Lepín, 1770; instrucciones de Vértiz, 1781; paces definitivas con Callfilqui, 1790);
- la autorización para la prédica evangelizadora de los misioneros (tratado con Bravo, 1742)10.
El proyecto del coronel García echaba raíces en la diplomacia colonial, retomando sus aspectos formales aunque pretendía modificar radicalmente sus contenidos: las negociaciones de paz debían dar como resultado la cesión de territorios para el establecimiento de fuertes y poblaciones hispano-criollas, tema hasta entonces ausente en las tratativas diplomáticas. Su propuesta no era enteramente novedosa pues tenía dos antecedentes que echan luz sobre las experiencias y los malentendidos que subyacían a las negociaciones de García en las Salinas: el plan de adelanto de fronteras del virrey Sobremonte, de 1804, y el tratado firmado en la frontera mendocina el 1 de abril de 1805, por el que pehuenches y puelches habían autorizado la erección de un fuerte español en el límite norte de su territorio.
En 1804, el marqués Rafael de Sobremonte había impulsado el traslado de la línea de fuertes "a la Laguna Blanca, llamada por los indios Tenemeche, o la Cabeza de Buey que le está inmediata" -en el frente bonaerense-, avanzando los fuertes de las Tunas y Loreto -en el cordobés-, y colocando el mendocino de San Carlos en la confluencia del Diamante con el Atuel, "proyecto antiguo y propuesto por el difunto comandante de aquella frontera, don Joseph Francisco de Amigorena"11. Con el fin de sondear la factibilidad
de este plan en el ámbito bonaerense, se encargó al Comandante de Frontera, Nicolás de la Quintana, que reflexionara sobre los medios para atraer a los indios pacíficamente a la idea, "de modo que no extrañen esta operación ni la plantificación de este cuartel general y población, qué efectos convenga llevar para su agasajo [y] qué seguridades podrán adquirirse de su avenencia, para evitar resultas de lo contrario"12. Sobremonte tenía previsto realizar un parlamento general con los caciques de las pampas en noviembre de 1804 pero desistió de su propósito tras los informes de Nicolás de la Quintana, quien durante la expedición primaveral a las Salinas notó un ambiente inquieto:"Entre los indios corría la especie de que se trataba de quitarles sus tierras". En semejantes circunstancias, su iniciativa podía llevar a un rompimiento de la paz. Prudentemente, el virrey dejó en suspenso su proyecto en el frente bonaerense13.
Sin embargo la agitación en las tolderías se expandió como un reguero de pólvora: en la frontera mendocina, pehuenches y puelches estaban llenos de recelos. Mensajeros ranqueles les habían dado noticia de que "salía de Buenos Aires una partida a introducirse en sus tierras" con la intención de esclavizarlos y los exhortaban a que "sostuviesen y defendiesen sus terrenos". Ya habían realizado sus juntas "para hacer retirar a los cristianos y no admitir tal fuerte en sus tierras", pero en marzo de 1805 la acertada elección de un negociador respetado por los caciques consiguió que acudieran al parlamento. El primer artículo del tratado resultante es fiel reflejo de las preocupaciones indígenas: los españoles debieron aclarar "que los recelos que tenían de que los españoles les querían quitar sus tierras y esclavizarlos [.] era incierto, que conociesen que nuestra antigua fidelidad y amistad era permanente y inviolable con lo que quedaron satisfechos y persuadidos"14.
Hechas estas salvedades, los caciques aceptaron conceder un derecho de tránsito hacia Chile por sus tierras (artículo 2), así como el terreno necesario para la construcción de un fuerte que los defendiera de sus enemigos y les acercara las ventajas del comercio, "aunque reclamaron su derecho" a la tierra (artículo 3, "cediendo y dando con mucho gusto y complacencia justa y legítima posesión de los terrenos que hacen las confluencias de ambos ríos
Diamante y Atuel")15. Sobre esta base legal, que por primera vez solicitaba formalmente el consentimiento indígena para la cesión de tierras, fue fundado el fuerte de San Rafael, el 2 de abril de 1805.
El virrey Sobremonte presentaba este logro como un adelanto de la frontera de Mendoza "sobre cuarenta leguas de la antigua, que es decir sesenta de la ciudad por terrenos fértiles de pastos y aguadas donde se formen considerables estancias de ganados"16. En los hechos, la situación no había cambiado demasiado salvo por la posibilidad de trasladar el fuerte de San Carlos a la orilla norte del Diamante, donde desde hacía muchos años estaba tácitamente establecido el deslinde efectivo entre el territorio indígena y el español. Los caciques no lo veían como un avance a expensas de sus territorios sino como la instalación de un modesto enclave español en el límite de sus tierras -como lo eran Valdivia en Chile y Carmen de Patagones en Buenos Aires-, defendiéndolos y poniéndoles al alcance de la mano los bienes que normalmente debían buscar en Mendoza o Chile. En cambio Pedro Andrés García, conociendo seguramente este antecedente y subestimando la sagacidad de sus interlocutores indígenas, intentaría hacer pasar la eventual aceptación de la erección de fuertes en puntos precisos tierra adentro como un aval implícito a la ocupación de los terrenos intermedios.

BUSCANDO ALIADOS, GANÁNDOSE ENEMIGOS

Cuando García emprendió su viaje a las Salinas, las fronteras se hallaban desguarnecidas: Belgrano iniciaba entonces su campaña al Paraguay y los porteños movilizaban tropas para frenar el avance realista de la Banda Oriental hacia Entre Ríos. Escasamente dotada de hombres y pobremente pertrechada en comparación con los habituales despliegues militares de esas expediciones, la suya no contaba con oficiales habituados al trato con los caciques ni con lenguaraces confiables. Apenas un par de cañones, veinticinco soldados, dos oficiales de infantería con armas de fuego y cincuenta soldados de caballería equipados sólo con lanza debían escoltar y proteger decenas de carretas con su dotación de capataces, peones y pulperos. Las numerosas deserciones aumentaron la sensación de inseguridad del inexperimentado Coronel, quien buscó compensarla afirmando su autoridad mientras intentaba identificar potenciales aliados17.
A lo largo de su viaje, el coronel García alternó con tres grandes conjuntos étnicos que estaban estrechamente emparentados entre sí: los que designaba como pampas, ubicándolos en el territorio que mediaba entre la frontera y el fuerte del Carmen; los ranqueles o del Monte, de las Salinas hacia el oeste, y los araucanos o chilenos asentados en distintos puntos de las pampas y la cordillera, aunque yendo y viniendo de un lado a otro de los Andes18. Era notoria la animadversión que se tenían unos a otros y que los llevaba a estar "siempre en declarada guerra, sacrificándose mutuamente como lo he visto, siendo el nombre de ellos recíprocamente odioso a no poderse tolerar, ni contener" (García 1810: 293).
Entre los pampas el cacique de mayor peso en el relato es Lincón, cuyas tolderías eran las más próximas a la frontera. Tras un primer encuentro protocolar, Lincón volvió, borracho, a pedir soldados para defenderse de sus enemigos. Ante la negativa de García, prometió "despachar correos a todos los caciques interiores [como lo hizo] para que embarazasen la expedición y la asaltasen". En efecto, seguramente bien informado por los numerosos desertores de la expedición, Lincón esparció el rumor de que "por varios puntos iban los españoles a atacarlos y a hacer poblaciones en la laguna del Monte, Guaminí, salinas y a matarlos". Asustado, el cacique pampa Quilapí, hijo del famoso Lorenzo Callfilqui, se acercó preguntando si era cierto que la expedición "iba a formar ciudades en la laguna del Monte, Guaminí y Salinas, con miras de despojarlos de sus posesiones" (García 1810: 314, 320, 323). Si la intención de exterminio está ausente del plan de García, las noticias sobre sus planes de colonización, en cambio, son exactas y prueban que las novedades circulaban tierra adentro mucho más rápido de lo que sospechaban los cristianos.
El proyecto de García también encontró un decidido opositor en Carrupilun o Carripilum, renombrado cacique ranquel que llegó a las Salinas escoltado por 600 mocetones "con ánimo de declarar la guerra", por "tener entendido que veníamos a hacer poblaciones en sus terrenos y a degollarlos"19.
En vez de tranquilizarlo, García lo amenazó con ponerse sobre las armas, pedir refuerzos a la frontera y no perdonar "la vida de ningún ranquel ni de sus amigos" (García 1810: 332, 333). El cúmulo de torpezas que desplegó con el fin de humillar y amedrentar a este poderoso y respetado cacique de las pampas, sumado al efecto desinhibidor del alcohol, estuvieron a punto de llevar al enfrentamiento armado (cf. Bechis 2010: 145; Roulet 2013). En los parlamentos, el Coronel invocó los tratados de paz que autorizaban a los españoles a sacar sal de las lagunas -"que Dios había criado para los hombres y ninguno podía ponerles precio, ni privarlas a los demás hombres sin ofenderlos"-, pero no dijo ni una palabra de su propósito de fundar poblaciones. En cambio, pidió con insistencia que le explicaran "quién era el dueño y señor de la laguna y aquella tierra, porque todos alegaban una misma preferencia y yo debía salir de esta duda y hacerla presente al superior gobierno que me mandaba" (García 1810: 339, 347).
En ese contexto hostil, García se apoyó en la actitud amistosa de tres caciques "araucanos o chilenos", Epumur, Quinteleu y Victoriano, "hermanos y todos de razón despejada, de poder y de respeto entre las tribus vecinas" (García 1811: 281). Eran originarios de Valdivia, donde según Epumur "se respetan los mayores, se reconoce la superioridad del gobierno y obedece al rey; donde había obispos y padres que trataban con amor a los indios; donde se levantaban cruces y hacían parlamentos, de cuyos acuerdos nunca se separaban" (García 1810: 317). Reacios a participar en los asaltos contra los españoles habían tenido que trasladarse "a la parte opuesta de la cordillera, para reparar las desgracias que le amagaban en terrenos de la indiada chilena". Esa actitud les valía también la desconfianza de varios caciques de las pampas que los consideraban "amigos de los españoles". Epumur, Quinteleu y Victoriano se sabían "odiados, por este modo de pensar, de los caciques e indios haraganes que se mantenían de robo". De estos araucanos proclives a la alianza, el Coronel hizo una descripción idealizada
destacando su entereza, juicio, honradez y aspecto venerable (García 1810: 353, 332, 317-318).
Viviendo a distancia unos de otros, los tres hermanos estaban situados en los puntos que García consideraba "más interesantes" para adelantar la frontera: Epumur, en las primeras tolderías del oeste, no lejos del cacique pampa Lincón; Quinteleu en las Salinas y Victoriano en los pasos de la cordillera neuquina hacia la frontera chilena de Penco o Concepción20. La presencia de Epumur entre los indios pampas puede rastrearse en la frontera bonaerense por lo menos desde 1790: es uno de los firmantes del tratado concluido en el campo de Guaminí el 3 de mayo de 1790 (Levaggi 2000: 133). Su nombre aparece escrito en otros documentos como Eppumurr, Epugnur, Epugner, Epunurri, es decir Epuguor, "Dos zorros". En cambio, sus hermanos no han dejado huellas documentales antes de 1810, lo que sugiere una instalación más intermitente en la región.
El cacique Epumur fue el primero en admitir la erección de ciudades en los parajes referidos "así por el comercio recíproco que tendrían, remediando sus necesidades, como por la seguridad de otras naciones que los perseguían, como los ranqueles, guilliches y picuntos" (García 1810: 316). Al igual que los pehuenches y puelches en Mendoza cinco años antes, el cacique araucano no hablaba de renunciar a sus tierras sino de las ventajas que supondría un enclave fortificado que facilitara el comercio y la protección contra sus enemigos. El ranquel Payllatur, una vez asegurado por Victoriano y Quinteleu "de la paz y buena fe de los españoles", también argumentó que su presencia contrarrestaría los malos influjos que recibían de los muchos
renegados que acogían y les permitiría "proveerse de muchas cosas de que carecían" (García 1810: 332, 348). Comercio próximo, defensa contra enemigos y respeto a la autoridad de los caciques, ésas eran las expectativas de los contados líderes -una docena en total- dispuestos a aceptar la fundación de poblaciones cristianas en sus tierras. Los ranqueles y la mayor parte de los pampas se mantuvieron reticentes.
Con exagerado optimismo, García afirmaría que "Quinteleu, Epumur y Victoriano nos ofrecen sus tierras, desean formalizar tratados" (García 1811: 287, 288). ¿Se trata de un malentendido propio de la comunicación intercultural, de una exageración de García para presentar su plan a los miembros de la Primera Junta como factible o de una astuta maniobra de los caciques araucanos para perfilarse como "indios amigos" y beneficiar de un trato preferencial, a sabiendas de que los cristianos nunca lograrían obtener la anuencia indígena para esas fundaciones? Sea como fuere, el propio García matizaría su entusiasmo diciendo que si bien varios caciques habían consentido en que se erigieran poblaciones, "los más sensatos opinan que se forme un congreso o parlamento general, al cual sean convocados todos los caciques del sur y oeste para declararles abiertamente nuestras intenciones" (García 1811: 281).
Las negociaciones de García en Salinas Grandes no culminaron en un tratado sino en la promesa de un parlamento general ulterior. En octubre de 1811, los caciques Quinteleu y Evinguanau -hijo de Epumur- ratificaron ante el Triunvirato su acuerdo con el plan de García, pidiendo un parlamento con los demás caciques. Tres meses después, Epumur y otros dos caciques acudieron ante el cabildo expresando sus deseos de que se estableciera una guardia española en sus territorios. En mayo de 1812 volvió a presentarse Quinteleu, quien preparaba un parlamento general en Salinas previsto para la primavera siguiente (Estrada Avalos 1973: 444-446; García 1811: 281). Pero las circunstancias políticas de la revolución, la situación de guerra y la falta de recursos impedirían la realización del proyecto. A pesar de la insistencia de García y de las reiteradas negociaciones y visitas de los caciques amigos a Buenos Aires, la prevista expedición a Salinas fue suspendida en septiembre de 1812, en septiembre de 1813 y nuevamente en octubre de 1814.

1811-1820: UNA DECADA DE TENSIÓN, TRANSFORMACIONES Y ESPERA

Entre las primeras tratativas diplomáticas de Pedro Andrés García en Salinas Grandes, en la primavera de 1810, y las segundas en la Sierra de la Ventana, en el otoño de 1822, la región rioplatense vivió profundas transformaciones políticas, sociales y económicas que obligaron a postergar los planes de avance de la frontera sur. En primer lugar, La revolución trajo una larga y costosa guerra en la que, durante una década, Buenos Aires peleó contra los focos realistas mientras llevaba adelante un conflicto civil paralelo, enfrentando las variadas resistencias regionales a su hegemonía. En este contexto, las autoridades se fijaron la tarea de transformar el aparato político y militar, heredado de la etapa colonial, en una eficiente máquina de guerra (Halperín Donghi 1985: 56). El cuerpo de blandengues que protegía la frontera indígena fue incorporado temporariamente a las nuevas unidades de combate y trasladado a otros frentes, desguarneciendo los fuertes y fortines y descuidando la relación con los grupos indígenas. A cambio de mantener satisfechos a los caciques principales, la paz con los indios del sur permitía concentrar el esfuerzo bélico en otras áreas. Frente al espectáculo de las guerras que desangraban a los huincas, los caciques ofrecían espontáneamente su colaboración en el esfuerzo bélico, como lo habían hecho durante las invasiones inglesas21. Mientras tanto, las tolderías acogían un número creciente de cristianos -oficiales de una u otra facción enfrentadas en las guerras de la independencia en Chile (1818-1824) y en los conflictos civiles del Río de la Plata- que, con otros grupos indígenas desplazados de sus territorios por los avatares de esos enfrentamientos, venían a sumarse a los contingentes de cautivos y renegados ya instalados tierra adentro. Estos nuevos refugiados procuraban sumar a los indios a sus propios planes políticos y militares (Villar y Jiménez 2011).
Los primeros cinco años del período (1810-1815) fueron también de intensa experimentación política. Distintas facciones competían por el poder, instalando un aparato represivo que "actúa a menudo con una cierta brutalidad", desterrando o confinando de la noche a la mañana ante la menor sospecha de disidencia política, dando forma a "un Estado más poderoso que la vieja administración colonial" pero que "todavía no se ha identificado con el país que gobierna" (Halperín Donghi 1985: 101). Pedro Andrés García vivió estas vicisitudes en carne propia. En mayo de 1815, mientras marchaba para concretar el aplazado parlamento con los caciques amigos, fue arrestado sin miramientos y arrojado en prisión durante un año. Esta enésima postergación suscitó la desconfianza de los caciques aliados que, "cuando pudieron
entender que se trataba de formar a su frente nuevos establecimientos", se opusieron abiertamente a "la ocupación de sus terrenos" (García 1821: 420; 1820: 69).
En 1816, inmediatamente después de liberado, el coronel García presentó un nuevo plan de fronteras insistiendo en la necesidad de parlamentar con los indios "asentando los capítulos de amistad y recíproco trato más solemnes", aunque advirtiendo "lo falaces que son en sus ofertas, el doble y capcioso trato con que se presentan, suponiendo siempre representaciones que no tienen y ofertas que jamás pueden ni tienen miras de cumplir". García era consciente de que difícilmente se obtendría el consenso de los caciques para ceder tierras; no obstante, seguía alentando la negociación pacífica sostenida por un imponente despliegue militar que permitiera "jugar alternativamente de las dos armas". Los tratados no bastarían para asegurar la nueva frontera: "dando un valor que no pueden tener para con los indios a los sagrados nombres de la amistad y de la buena fe, debemos decorarlos con el respeto de las armas, y nunca hacer uso de ellas sino en los apurados términos de una agresión" (Estrada Avalos 1973: 483-486). García tenía claro que todo acuerdo no podía ser sino un compromiso provisorio. Desconfiaba de la volubilidad de los caciques y sabía que los cristianos siempre irían por más.
En su nuevo plan de colonización, el Coronel ya no aludió a su utopía mestiza pero seguía esperando que el ejemplo de la vida sedentaria resultara atractivo. Por lo tanto, previó que se dejaran disponibles tres o más cuadras y terrenos para chacras con el fin de repartirlas "a los indios que quieran venir en sociedad" (Estrada Avalos 1973: 487). Este proyecto tampoco se concretaría: encargado al coronel Francisco Pico, Comandante general de fronteras, fue suspendido en agosto de 1816. Sin embargo, García no se dio por vencido y en los años siguientes volvió a insistir en la necesidad de un avance gradual de la línea de fronteras.
La cuestión de la incorporación de nuevas tierras se volvía, en efecto, apremiante. En la Banda Oriental y Entre Ríos, hasta entonces las zonas de mejores pastos y más pobladas de ganado, las guerras desatadas a partir de 1810 contra realistas, portugueses y porteños causaron la ruina de la ganadería y la desarticulación de los circuitos de comercialización. Mientras la demanda interna de carne para consumo se mantenía en alza y los cueros y el sebo constituían el principal rubro de las exportaciones porteñas se daba inicio a la industrialización del vacuno con los primeros saladeros (Halperín Donghi 1963). La presión por ampliar la superficie consagrada a la producción de vacunos aumentaba y frente a la autonomía, de hecho, de la Banda Oriental y de las provincias del Litoral sólo las tierras al sur del Salado podían satisfacer las exigencias de hacendados y saladeristas. Entre 1814 y 1819 se realizaron numerosas mensuras y amojonamientos en esa región y a partir de 1817 se
expidieron títulos de propiedad para los ocupantes avanzados. Ese mismo año, sin mediar acuerdo formal con los indios, se fundó Dolores en tierras cedidas por don Francisco Ramos Mejía, hacendado que se había establecido tierra adentro desde 1811 después de haber negociado amistosamente con los caciques de las tolderías vecinas (Ramos Mejía 1988).
Al oeste de la frontera, en el pago de Salto otro hacendado había conseguido tejer con los ranqueles una relación de respeto y confianza similar, era don Juan Francisco Ulloa. A él acudió el gobierno para negociar un parlamento general que tuvo lugar en Mamuel Mapu, en noviembre 1819. En esa ocasión, el coronel Feliciano Chiclana intentó persuadir a los ranqueles de que no acogieran en sus tierras a refugiados realistas ni a montoneros federales y se propuso obtener su consentimiento "para extender indefinidamente la línea de fronteras hacia el Sud". El anciano Carripilum lo paró en seco, recordándole que ya se había acordado "se colocasen nuestras fronteras en la banda oriental del Salado". Al cabo de largas deliberaciones los caciques aceptaron únicamente el adelanto de las guardias de Luján, Salto y Rojas al oeste del Salado, "con tal que en ellas sólo se previese la fortaleza y algunas pulperías para comerciar con los indios, a quienes se habría de auxiliar con cabalgaduras y carne" (Burucúa 1974a: 291, 295). Los ranqueles rechazaban explícitamente la posibilidad de fundar poblaciones permanentes más allá del Salado.
Pocos meses más tarde, tras el triunfo federal de Cepeda y la caída del Directorio, se realizó un encuentro entre el Comandante de la campaña, brigadier Martín Rodríguez, y los principales caciques pampas del sur. De esta conferencia, que tuvo lugar en la estancia Miraflores de don Francisco Ramos Mejía en marzo de 1820, resultó la firma de un tratado cuyo artículo 4° reemplazaba la antigua línea divisoria en el Salado por una nueva, de trazado impreciso, constituida por "el terreno que ocupan en esta frontera los hacendados". Este corrimiento "legal" de la frontera no era más que el reconocimiento oficial por los caciques pampas de la situación imperante, de hecho, ya que la guardia de Kakelhuincul había sido fundada dos años antes en aquellas mismas tierras (Ramos Mejía 1988: 62). El punto más importante de ese artículo, en cambio, era el que congelaba expresamente todo ulterior avance de la frontera: "sin que en adelante pueda ningún habitante de la Provincia de Buenos Aires internarse más al territorio de los indios" (Levaggi 2000: 179).
Mientras se frustraban las expectativas de obtener el consentimiento indígena para el ansiado avance territorial al oeste y al sur de las tierras ya ocupadas el coronel García volvía a producir, en ese agitado año de 1820, un informe en el que señalaba "lo perjudicial que será siempre abrir una guerra permanente con dichos naturales, contra quienes parece no puede
haber un derecho que nos permita despojarlos con una fuerza armada sino en el caso de invadirnos". García insistía en la propuesta de convocar a los caciques del sur y del oeste a reunirse en el territorio del cacique pampa Albune (o Avouné) "a tratar los puntos convenientes que concilien la paz y adelanto de nuestras poblaciones con la buena armonía que deba guardarse entre todas las tribus de indios que hoy infestan, mejor que ocupan esa inmensa campaña". El Coronel aun confiaba en la posibilidad de manipular las rivalidades entre unos grupos y otros, "sabiéndolas fijar mañosamente en la conferencia que se tenga", para lograr que los del sur convencieran a los del oeste de avenirse "por grado o por fuerza" a la propuesta de los cristianos (García 1820: 67-68, 70).
Entretanto grupos cada vez más numerosos de indios procedentes de Boroa, en Chile, se habían instalado en las pampas asociándose con los ranqueles y con el venerable cacique "araucano" Quinteleu, quien sin advertir que el viento de la historia había cambiado de signo se seguía proclamando "buen vasallo del Rey de España". Estos migrantes recientes y sus aliados locales, alentados por los turbulentos refugiados cristianos, promovían robos de ganado y asaltos contra establecimientos rurales en el sector occidental de la línea de fronteras (Estrada Avalos 1974: 168). Por fin, tras las paces entre Buenos Aires y Santa Fe el agitador chileno José Miguel Carrera, protegido hasta entonces por Estanislao López, se vio librado a su suerte y buscó refugio entre los ranqueles e indios chilenos, a quienes incitó a atacar la frontera del Salto el 2 de diciembre de 1820. El malón se saldó con más de trescientas mujeres y niños cautivos, el robo de bienes y ganado y varias casas incendiadas. No se había visto semejante espectáculo desde el asalto contra Luján que, cuarenta años antes, había concluido con un centenar de muertos, cincuenta cautivos y mucha hacienda arreada" (Tabossi 1989: 117). Al cerrarse el año 1820 una larga era de paz llegaba brutalmente a su fin.
La reacción de Martín Rodríguez, próspero hacendado y famante gobernador, no se hizo esperar. Tras una proclama altisonante, denunciando la monstruosidad de Carrera y sus aliados indígenas, salió en campaña para perseguirlos pero no se dirigió hacia el oeste, poco atraído por los estériles campos de los ranqueles, sino hacia las ricas tierras de los pampas del sur asaltando, en enero de 1821, las tolderías de los mismos caciques con quienes unos meses atrás había firmado las paces en Miraflores. Pedro Andrés García lo acompañaba, valiéndose de la ocasión para explorar, mensurar y mapear la zona serrana mientras estimaba el número de guerreros indígenas (García 1823: 501, 540, 573, 662). Al año siguiente, el Coronel podría apreciar por sí mismo el profundo resentimiento que había dejado esa infructuosa campaña entre los pampas agredidos.

GARCÍA EN SIERRA DE LA VENTANA: DE LA NEGOCIACIÓN A LA FUERZA

En noviembre de 1821, Pedro Andrés García y José de la Peña y Zazueta presentaron un informe al Gobernador en el que proponían volver a lo acordado en las paces de Miraflores estableciendo la nueva línea "sobre las estancias avanzadas al sud del Salado", poblaciones hasta entonces toleradas por los indios. Debía reforzarse la guardia de Kakelhuincul devastada por un malón tras la campaña de Rodríguez y fundarse nuevos fortines hacia las sierras, evitando provocar un choque con los indios que tenían allí sus ganados y tolderías. El límite natural entre los territorios indígenas y los criollos podría fijarse en la zona deprimida donde se volcaban las aguas de los arroyos nacidos en las sierras. Reducidos a permanecer al sur de estos bañados, "no podrán los indios reclamar nuestras disposiciones como detentadoras de sus posesiones: pues tienen hasta ahora nuestros hacendados la ocupación que ellos han tolerado sin reclamación" (García 1821: 422-424).
En este informe se advierte un marcado viraje en el lenguaje del coronel García, quien admite sin tapujos que su proyecto implica una empresa de "ocupación o conquista" y que ésta debe resultar de "una profunda meditación"22. En este plan, un avance gradual -más modesto que sus primeras propuestas y que el que hubieran deseado "algunos genios exaltados y celosos del aumento de la provincia"- es el primer paso indispensable "para la total ocupación a que aspiramos". Los autores enumeran las dificultades prácticas de la empresa, entre las que citan la inevitable oposición armada de los indios: "Ellos no deben desconocer que la fuerza de nuestras poblaciones los va a acercar a la pérdida de las faldas de la Sierra que ocupan, y este temor impulsarlos a tomar la medida de incursiones y ataques parciales". Para prevenirlos, recomiendan escarmentarlos en la primera tentativa. La necesidad de ocupar nueva tierra es tal que "debemos buscarla, si fuera preciso, con las armas en la mano". Camuflado de plan de defensa contra los "excesos y bajezas horrorosas" de los indios se trata, con todas las letras, de un plan de conquista que prevé el recurso a la fuerza. Apuntando a largo plazo a su completo despojo territorial, este nuevo proyecto abandona la ilusión de "formar una misma familia" con ellos e incorporarlos como mano de obra en los futuros establecimientos. Nuevamente percibidos como externos a la patria, de "carácter innoble y desconfiado", ladrones, traicioneros y vengativos,
los indios son "los enemigos" a derrotar y se los obliga a "retirarse a mayor distancia, o tal vez repasar el río Colorado para refugiarse a las cordilleras de los Andes, término a que deben venir por un orden regular en la sucesión de los tiempos". Sin embargo, dado que los caciques habían presentado una propuesta de paz, los comisionados aún esperaban poder obtener su anuencia para establecer algunos fuertes en el camino a Patagones, con lo que quedarían al cabo "enteramente dominados" (García 1821: 425-428, 441).
Estos -y además "reconocer facultativamente [sus] terrenos, de cuya geografía estábamos absolutamente ignorantes"- serán los objetivos de la campaña de Pedro Andrés García a Sierra de la Ventana en 1822. Cuál no sería su estupor ante la firme declaración del cacique principal Avouné anunciando con altivez que "los tratados se harían bajo ciertas bases que [los caciques] propondrían a la comisión, y que si las conseguían, jamás las quebrantarían". El Coronel, que tenía previsto "exigirles el acomodamiento de fortificar uno o dos puntos del camino" a Patagones se encontró con que eran los indios, interesados en las ventajas comerciales de la paz, quienes pretendían imponer sus condiciones (García 1823: 446, 546; 1821: 428). Y no sólo eso sino que aprovechaban la ocasión para dar su propia versión de la historia, punto de vista rara vez reproducido en nuestras fuentes23. Según Avouné, "los cristianos siempre habían sido los primeros en romper la guerra" porque "no podían mirarlos con indiferencia poseedores de sus terrenos y haciendas". Los indios no habían hecho sino "defender sus propiedades y el suelo que la naturaleza les dio para sustentarlos y habilitarlos" y eran conscientes de que "jamás podrían vivir tranquilos, porque eran poseedores de un país que la ambición había de suscitar pretexto para arrancárselos". Rememorando la larga tradición oral indígena acerca de los conflictos con el blanco, Avouné concluyó que "si sus paisanos habían invadido y robado las poblaciones de la frontera repetidas veces, había sido en justa represalia de las usurpaciones de terrenos y violaciones continuas de sus propiedades e intereses" (García 1823: 547).
Con absoluta lucidez, el líder pampa identificaba la verdadera causa del conflicto fronterizo -la lucha por la tierra- y señalaba como meros pretextos los argumentos huincas para romper la guerra. Ante sus palabras, los demás concurrentes al parlamento intervinieron "haciendo presente las épocas en que habían sufrido aquella clase de tropelías" y pidiendo "que se reparasen aquellos males y pérdidas, castigándose". A grandes voces, la multitud expresó "que había llegado el caso de pagarles cuanto habían perdido y que en los tratados debía acordarse para su indemnización" (García 1823: 548). Reparación, pago, indemnización: términos fuertes que reflejan una clara conciencia del despojo cometido y una concepción de la compensación material que difiere de la noción de castigo occidental24.
Las exigencias indígenas no pararon ahí, cuando se trató de libertad de comercio y seguridad pidieron poder pasar por todas las guardias, que se fijaran los precios de sus productos -por los que cada vez recibían menos-, que se cambiaran los corraleros que los alojaban, que se garantizaran su seguridad y sus intereses con tropa para su custodia, "y fueron discurriendo tan favorablemente en su beneficio, que desde la Sierra de la Ventana querían imponer la ley a los comerciantes con ellos en la capital" (García 1823: 549-550). En cuanto al adelanto de las fronteras y a la apertura del camino a Patagones, objeto central del viaje de García, contestaron que "no sólo no convenían en eso, sino que expresamente pedían se retirase la tropa que había en Patagones y que además en el término de un año se retirasen todas las estancias y familias situadas al sur del Salado, terrenos que eran de su particular ocupación" (García 1823: 549). Las esperanzas del Coronel se venían abajo como un castillo de naipes. Si algo había logrado la campaña agresiva del Gobernador el año anterior había sido un abrumador consenso entre los pueblos indígenas de las pampas para impedir la progresión territorial de los criollos y volver al statu quo anterior, tal como había sido definido en las paces de 1790: comercio libre en las fronteras y límite de los territorios respectivos en el Salado.
A partir de este punto, la negociación pacífica perdía todo sentido para el Coronel. Escudándose en la carencia de mandato para acceder a tales demandas García sólo procuró "del mejor modo posible terminar el presente
tratado y retirarse", sacando como único provecho de su expedición el "reconocer sus intenciones, sus fuerzas físicas, sus campañas, la población de las diferentes tribus, la estadística en general y su industria". Fracasado su intento de manipular a los caciques en el parlamento, el Coronel concluía que sólo "una fuerza imponente, o medidas correspondientes, podrían hacer que abatiesen el orgullo con que se creían sobrepuestos a las nuestras" (García 1823: 550-551). Atrás quedaban doce años de prédica sobre las bondades de una diplomacia que, bien llevada, debía dar como resultado el consentimiento indígena para la extensión indefnida de la línea de fronteras. Si la negociación no llenaba tal objetivo lo haría el fragor de las armas. Sus exploraciones geográficas sirvieron en lo inmediato para "esparcir la luz sobre los ulteriores proyectos de invasión en el desierto". Habiendo adquirido un "conocimiento práctico del teatro de las operaciones" el coronel García pudo recomendar al gobernador Rodríguez qué puntos fortificar (García 1823: 663, 665-666).

A MODO DE RECAPITULACIÓN

Entre 1810 y 1823 las sucesivas propuestas de política indígena de Pedro Andrés García reflejan a las claras que la finalidad última de la estrategia diplomática impulsada no era ni la paz, ni la civilización de los indios, ni la regulación de las relaciones interétnicas, ni la defensa eficaz de las fronteras, sino el avance territorial. Mientras alentó esa expectativa pudo matizar la imagen negativa general que brindó de sus interlocutores indígenas, introduciendo retratos idealizados de los caciques proclives a la alianza. Pero el fracaso de su misión en la Sierra de la Ventana lo convenció de "la falacia y mala fe de estas hordas de hombres bárbaros [entre quienes] no hay tal vez sino uno solo que tenga sensibilidad y aquellas cualidades racionales que constituyen a los seres racionales y los distingue de los que no lo son" (García 1823: 605). En el contexto general de surgimiento de teorías racistas y en el marco más particular de la contienda por la tierra al sur del Salado sus posturas humanistas iniciales se debilitaron hasta desaparecer como posibilidad discursiva (cf. Pratt 1997: 87).
Si su estrategia inicial, enmarcada en la narrativa pretendidamente inocente de la anticonquista, supuso la innovadora pretensión de utilizar el instrumento jurídico de los tratados como medio para legitimar un avance territorial, considerado necesario e inevitable, la opción de descartar la confrontación armada no nacía de un impulso flantrópico sino de una postura legalista y del análisis de la experiencia histórica. Esta demostraba cuán inquebrantable era la determinación indígena en defender sus territorios y
lo difícil que resultaba cubrir militarmente un frente tan largo y alejado de los centros poblados que debían proveerlo y socorrerlo. Estimulada por el interés comercial y apoyada en el despliegue de una fuerza militar disuasiva la diplomacia debía brindar el espacio de negociación en el que, mediante subterfugios y "mañas", se lograra una cesión de territorios que el mero recurso a las armas no estaba aún en condiciones de obtener.
Sin embargo, las turbulencias de la primera década revolucionaria y la agencia indígena, que veía con muy buenos ojos el incremento del comercio y las promesas de protección ante sus enemigos pero rechazaba el avance territorial, frustraron los sucesivos planes pacíficos de García y lo terminaron inclinando hacia la opción militar con un notorio giro en su discurso, pues pasó a reclamar explícitamente la conquista armada de esos espacios. Tras su viaje a la Sierra de la Ventana, una vez explorado y mapeado el territorio, el Coronel propuso el trazado de "la línea de defensa más corta [que] abrace y guarde la mayor extensión de terreno posible" (García 1823: 664), a sabiendas de que los indios considerarían ese avance unilateral como una declaración de guerra.
En febrero de 1823, el mismo mes en que Pedro Andrés García y José María de los Reyes presentaban su diario, comenzaron los preparativos para la segunda campaña de Martín Rodríguez, de la que resultaría la fundación, en el mes de abril, del fuerte de la Independencia, origen del futuro pueblo de Tandil. Entre esta campaña y la de Rauch en 1827 -las cuales dejaron un inmenso botín de tierras para la provincia de Buenos Aires- se produjo el despojo y el desplazamiento, hacia el oeste y el sur, del próspero núcleo pastoril de los pampas de las sierras bonaerenses. La pérdida de estos ricos campos de cría los forzaría a volver al malón como estrategia económica colectiva y como respuesta política y militar a la apropiación de su base de subsistencia (Navarro Floria 1999: 273; Halperín Donghi 1985: 180). Y, con la reanudación de la guerra el discurso dominante terminaría de consagrar la deshumanización del aborigen, transformándolo en un salvaje que no dejaba otra alternativa que el exterminio. La imagen que dejó Martín Rodríguez de los indios de las pampas en el diario de su segunda expedición perduraría en el tiempo:

los pueblos civilizados no podrán jamás sacar ningún partido de ellos ni por la cultura, ni por ninguna razón favorable a su prosperidad. En la guerra se presenta el único, bajo el principio de desechar toda idea de urbanidad y considerarlos como a enemigos que es preciso destruir y exterminar (Burucúa 1974b: 479).

Notas

1 Los trabajos pioneros de Raúl Mandrini (1984, 1985, 1986, 1987 y 1991) y de Miguel Ángel Palermo (1986, 1988, 1991) revelaron hasta qué punto el mundo indígena pampeano y cordillerano había sido transformado, desde muy temprano, por la adopción de elementos propios de la cultura material europea -incorporación del caballo, la vaca y la oveja, cultivo en pequeña escala de cebada, trigo, habas, garbanzos y lentejas, consumo de cereales, alcohol, azúcar, yerba y otros productos coloniales- que favorecieron el desarrollo de economías pastoriles, procesos de especialización regional y una vasta red de integración económica hispano-indígena basada en un intenso comercio. Al contacto con la presencia colonial española, las sociedades indígenas dieron prueba de un enorme dinamismo y capacidad de transformación. Movilidad potenciada por el caballo, ampliación de las bases de subsistencia, competencia por recursos sobreexplotados que se volvían escasos (León Solís 1989-1990, 1991; Mandrini 1994b), nuevos modos de hacer la guerra y de forzar la paz (Crivelli Montero 1991), migraciones, procesos de reconfiguración étnica y territorial conjugados con imposición de identidades (Bechis 1984; Boccara 2002; Nacuzzi 1998), nuevas formas de acumulación de capital político y consolidación de jefaturas (Mandrini 1994a): esta serie de profundas transformaciones, reseñadas de manera breve pero completa en Mandrini (1997), dan cuenta de que el origen de los conflictos y acercamientos entre indígenas y colonizadores fue la intensa competencia por los recursos y la mutua interdependencia que comenzó a resquebrajarse al desmoronarse el orden colonial (Palermo 2000).

2 La importancia de la noción de malentendidos en la comunicación intercultural ha sido puesta de relieve, en particular, por autores como Richard White quien la aplica a su concepto de middle ground, un espacio específico a un tiempo y lugar en el que pueblos culturalmente diversos ajustan sus diferencias mediante lo que interpreta como un proceso de malentendidos creativos y a menudo oportunos. De esos malentendidos acerca de valores y prácticas "arise new meanings and through them new practices, the shared meanings and practices of the middle ground" (White 1991: X, cuya traducción sería "nacen nuevos sentidos y, a través de ellos, nuevas prácticas: los sentidos y prácticas compartidos del middle ground"). Sobre la inevitabilidad de los malentendidos y la desconfianza en estos contextos véase también el magnífico trabajo de Merrell (1999).

3 La política mendocina hacia los nativos es invocada por García para ejemplificar los efectos "pacificadores" de las campañas militares españolas entre los indios: "Los felices resultados de una tentativa los hace [sic] muy atrevidos, pero un castigo severo los escarmienta para muchos años: tenemos una prueba reciente en las fronteras de Mendoza en el año 1784" (García 1811: 286).

4 A lo largo de su relato, García observa los territorios indígenas con una codiciosa "mirada imperial", pues "describe el paisaje como deshabitado, desposeído, no historizado" (Pratt 1997: 97) invisibilizando la presencia y los derechos de sus pobladores: "Este sitio, que algún día será apetecible de los hacendados, hace ventajas a los demás para criar una numerosa hacienda de toda clase de ganados", dice al describir el Médano Partido. Luego, al explorar el paraje de los Manantiales al oeste de la laguna de Salinas, lo encuentra "abundante de hermosos pastos", con tierras "de excelente piso y feracidad, según los ensayos de un indio que tiene allí su toldería y haciendas" y concluye que "este sitio está perfectamente indicado para establecer en él la población y el cuartel general" (García 1810: 307, 363-364). A medida que avanza tierra adentro y que "descubre" accidentes geográficos que no tiene registrados en sus planos, García los va bautizando con nombres cristianos: laguna de las Ánimas, de la Concepción, de las Cinco Hermanas, de Santa Clara, Mercedes, lagunas Acordonadas, Médano del Carmen, etc. (García 1810: 318, 319, 321, 322), en una actitud que evoca la "rabia nominativa" atribuida por Tzvetan Todorov a Colón, cuyo "primer gesto al entrar en contacto con las tierras recién descubiertas [.] es una especie de acto de nominación extendido" que "equivale a una toma de posesión" (Todorov 1991: 36; véase también en Pratt 1997: 67).

5 "Hace más de tres años que están robando los indios infieles a las invernadas situadas al otro lado del Salado en el frente de este partido y el de los Lobos, pero en la estación presente con desvergüenza y con exceso [.] sin que haya servido varios recados que les he mandado a decir a los caciques con los indios que suelen venir por estas inmediaciones", se quejaba Joseph López a Manuel Martínez Torres desde Navarro, el 25/9/1809 (AGN IX, 1-7-6).

6 Entre quienes sostenían que la intensificación del comercio era el mejor expediente para atraer a los indios a la vida civilizada se contaban Manuel Belgrano y Feliciano Chiclana, que habían presentado propuestas con ese objeto en 1802 y 1803 (Roulet 2013: 114-115).

7 En ésta y ulteriores citas textuales, el destacado es mío.

8 Según el diccionario de Autoridades infestar significa "hacer daños, estragos, correrías, entradas y hostilidades el enemigo en las tierras, especialmente en las costas de mar".

9 García ubica a las "tribus salvajes" fuera de la sociedad pero contempla la posibilidad de que con el tiempo lleguen a integrarla, adoptando el modo de vida de los hispano-criollos: "El convencimiento de su propio bien será quien los decida a mezclarse con nosotros, y a entrar en nuestra sociedad"; "El interés, que los indios conocen y defienden, les hará entrar en sociedad" (García 1811: 288-289). Como el "hombre civilizado" de García es un ser esencialmente social, la condición pretendidamente asocial de los indios es la que lo lleva a decir que "apenas pueden contarse en la clase de hombres".

10 Sobre el contenido de los tratados coloniales en la frontera bonaerense, véase Levaggi (2000: 103-137). Sólo poseemos la versión española, escrita, de acuerdos que contenían también cláusulas verbales (Roulet 2004). En los tratados citados figura con insistencia la prohibición hecha a los indígenas de potrear al norte del Salado y nada se dice de la prohibición a la parte española de asentarse al sur de este río, tema que sin embargo fue explícitamente acordado como lo revela la interpretación que Pedro Andrés García tenía de lo pactado en las paces de 1790.

11 Oficio del Marqués de Sobremonte al Gobernador Intendente de Córdoba. Buenos Aires, 27/6/1804, (AHC, Gobierno, Caja 26, legajo 10).

12 Oficio de Sobremonte al Comandante de la Quintana. Buenos Aires, 14/7/1804 (AGN IX, 1-7-6). Nótese que el plan de Sobremonte se basa en los mismos ejes que más tarde el de García: atracción por los agasajos, diplomacia y medidas de seguridad preventivas.

13 Oficio del virrey Sobremonte al Gobernador Intendente de Córdoba. Buenos Aires, 26/10/1804, (AHC, Gobierno, Caja 26, legajo 10); Oficio de Sobremonte al secretario de Estado Joseph Antonio Caballero. Buenos Aires, 25/6/1805, (AGI, Buenos Aires 92).

14 Oficio del Comandante Miguel Teles Meneses a Sobremonte. Fuerte de San Rafael del Diamante, 8/4/1805; carta de fray Francisco Inalicán a Sobremonte. Fuerte de San Rafael del Diamante, 9/4/1805 y texto del tratado del 1/4/1805, (AGI, Buenos Aires 92).

15 Tratado del 1/4/1805. En el mismo legajo, la citada carta de Fray Inalicán deja en claro que los caciques admitieron la erección del fuerte por las ventajas materiales y militares que les aportaría: "Se estableció también a gusto de todos ellos que se hiciera aquí en su tierra el fuerte, por donde sus enemigos pasaban y que se les pusiese en él todo comercio" (AGI, Buenos Aires 92).

16 Oficio de Sobremonte a Caballero. Buenos Aires, 25/6/1805 (AGI, Buenos Aires 92).

17 Sobre la composición de la expedición García 1810: 295-296, 311, 315; sobre las numerosas deserciones García 1810: 299-230, 306, 307 y 315.

18 Sobre la ubicación de los pampas García 1811: 286; sobre los ranqueles o del Monte, García 1810: 332 y sobre los araucanos García 1811: 282, 286 y García 1810: 359, 361.

19 Carripilum era el principal cacique en la porción norte del territorio ranquel. En 1796, junto con el cacique Treglen o Chacalén, firmó paces con Córdoba. En 1799 hizo las paces con sus enemigos pehuenches y con los españoles en la frontera mendocina. En 1806 parlamentó en su propio territorio con el chileno Luis de la Cruz, quien lo convenció de acompañarlo a Buenos Aires donde pretendía presentarlo al Virrey. La toma de la capital por los ingleses y la huida de Sobremonte a Córdoba frustraron este proyecto. A fines del año siguiente, el cacique ranquel volvió a Melincué con la intención de pasar a los Arroyos y Rosario para comprar ganado y en 1808, según informa el propio Pedro Andrés García, había recibido del virrey Liniers sombrero, uniforme y bastón de general, aunque no me consta que se encontraran personalmente (cf. Roulet 2002, 2013; García 1810: 339). Pese a estos antecedentes de relación pacífica García lo aborda con absoluta desconfianza, basándose en sucesos recientes debidos al inmoderado consumo de alcohol: "Como todos los antecedentes eran de que este cacique quería burlarse de la expedición y asediarla como lo había hecho con otras, [yo] tenía toda la gente armada". El Coronel se refiere a"la penúltima expedición, en que desalojó al comandante de su carruaje y se cometieron otras desatenciones, que causaron las embriagueces de sus indios y la suya" (García 1810: 337, 340).

20 La importante referencia de García a la distribución territorial de los tres caciques araucanos ha sido frecuentemente citada -y mal interpretada- a partir de la imprecisa transcripción hecha por De Angelis de este diario (García 1811: 287). Sin haber podido cotejar el original, pero analizando las demás referencias de García a la territorialidad, propongo leerla como sigue, señalando entre corchetes los cambios sugeridos: "los tres hermanos caciques, situados en los puntos más interesantes, que son las primeras tolderías de las fronteras del oeste [,] en la laguna de Salinas y paso de las cordilleras a [Penco, y no Penes como escribe De Angelis]". En efecto, Epumur se junta con García en los Monigotes, a una jornada de viaje de la Cruz de Guerra, donde se había presentado a la expedición Lincón acompañado, entre otros, de un hijo de Epumur, "inmediato vecino de Lincón"; a la vuelta de la expedición, con su hijo y toda su familia, Epumur se despide de García en el mismo punto -que debemos suponer próximo a sus tolderías (García 1810: 315). En cuanto a Quinteleu, se presenta ya en Salinas ante García junto con su hermano Victoriano y luego de ser recibido y agasajado se retira "a buscar [a] su familia" regresando al día siguiente (García 1810: 335), lo que hace pensar que sus toldos debían estar próximos al lugar del campamento. Victoriano, por su parte, emprendió el regreso a Chile en cuanto García terminó de cargar sal. Su presencia en las pampas parece circunstancial y su lugar de residencia habitual, la cordillera.

21 En febrero de 1813, el hijo del cacique Epumur se había presentado ante las autoridades en Buenos Aires para ofrecer, a nombre de su padre, armas, gentes y caballos para la defensa de la causa del Directorio (Estrada Avalos 1973: 458). En 1819 un cacique ranquel, Santiago Quintana, ofreció al Director Supremo 1000 hombres y 3000 mil caballos para auxiliar al ejército patrio en caso de desembarco de una expedición española (Burucúa 1974a: 290).

22 Es de notar que ,paralelamente, García modifica el modo de designar a los grupos indígenas, degradándolos de la condición de "tribus" -término que utilizaba con mayor frecuencia en sus textos de 1810 y 1811- a "turbas" y "hordas" de "bárbaros" en sus últimos escritos (cf. Roulet 2013: 326).

23 En efecto, la memoria social fraguada por una historiografía que sólo registró el punto de vista colonizador reproduce el discurso de la época acerca de la violencia indígena, justificando así el castigo ejemplar que merecía y silenciando la violencia inversa que estaba en el origen de muchas de las agresiones de los indios hacia los blancos. Así lo había reconocido en un comentario marginal el propio Pedro Andrés García al señalar que muchas de esas desgracias "habían tenido origen [en] el mal trato dado a los indios, cuando en [las fronteras] se han presentado con sus miserables artículos de comercio, procurando robárselos descaradamente y aun darles de golpes, herirlos y matar algunos. Estos hechos, que la comisión ha visto repetir y aun castigado, han incendiado los ánimos de un modo terrible, provocándolos a la venganza" (García 1821: 428).

24 Entre las sociedades indígenas del sur las muertes violentas debían ser compensadas materialmente por el asesino o sus parientes, sólo en su defecto se recurría a la venganza. En las relaciones fronterizas el recurso a estas compensaciones era inhabitual pero existieron, sin embargo, algunos antecedentes como cuando en noviembre de 1814 el cacique Quidulef -cuñado de Quinteleu y uno de los caciques aliados de García- se presentó ante el cabildo quejándose de que su hermano y otros seis indios que viajaban con él a Buenos Aires habían sido asesinados por un grupo de desertores. En esa ocasión Quidulef fue compensado con dinero (Estrada Avalos 1973: 464).

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Fecha de recepción: 29 de abril de 2015

Fecha de aceptación: 24 de agosto de 2015

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