Introducción
¿Qué hacíamos en esos años? Escribir pero no publicar, no poder escribir, escribir por rutina y paga, vivir como si se escribiera
María Moreno, Black out.
En Black out, María Moreno (Buenos Aires, 1947) narra, a través de escenas saturadas de alcohol, su ingreso a la bohemia porteña de los años setenta del siglo XX remontándose a sus primeros trabajos como cronista en revistas de circulación masiva y, en especial, a partir del ir y venir de la redacción al bar y del bar a la redacción. Historias y anécdotas personales representativas de aquella época en la que, como señala Alan Pauls,
la perspicacia psi, la pasión de la sospecha y la voluntad crítica copaban una calle –la calle Corrientes– y florecían en sus bares, el Ramos, La Paz, La Giralda, templos de trasnoche donde se impugnaba la cómoda interioridad del hogar burgués y la botella de Bols o las medidas en serie de Criadores eran condiciones de producción tan sine qua non como la Lettera 22, los sueldos pagados por Jacobo Timmerman en Primera Plana o la fe en la autorreferencialidad del lenguaje. (s/p)
María Moreno cuenta (usamos el término como sinónimo de invención antes que como registro verídico) las noches de rondas, los whiskys y las lecturas compartidas con sus amigos periodistas entre los que destaca a Norberto Soares, Charlie Feiling, Claudio Uriarte y Miguel Briante. Es en parte por ello que el libro ha sido leído por la crítica literaria como perteneciente a las llamadas “escrituras del yo”, con acierto, ya que se trata de un texto de cuño autobiográfico. Algunos reseñistas lo han definido, coincidiendo con la clasificación propuesta por la autora, como un libro de memorias (Fornaro 2016; Gigena 2016, Pardo 2017); mientras que otros, señalando la dificultad de encasillar el libro en un género específico, sugieren que es al mismo tiempo crónica, ensayo, diario, biografía y autobiografía (Quintana 2017; Crespi 2017). Sin desconocer esta particularidad, pretendemos ir más allá de dicha lectura para iluminar que en Black out se encuentran temáticas y formas discursivas características de las narrativas de fines del siglo XIX que hicieron del artista y su época el objeto novelable.
En el marco del proceso de autonomización de los campos disciplinares a fines del siglo XIX como consecuencia, entre otras cuestiones, del proceso de modernización social, económico y cultural, la incorporación al régimen capitalista mundial y la instauración del sistema de valores burgueses, se produjo en América Latina la emergencia de una forma discursiva nueva de raigambre europea: las novelas de artista (Gutiérrez Girardot Modernismo)[1]. Estas narrativas que tuvieron al arte y al artista en el centro de su interés se particularizaron por anteponer los sentimientos de los protagonistas a las circunstancias exteriores para, de alguna manera, denunciar el descrédito que sufrían y debían afrontar dentro del mundo del arte[2]. En especial, De sobremesa de José Asunción Silva, –como advirtió Aníbal González (1987)– representa los orígenes del intelectual moderno en Hispanoamérica porque registra la búsqueda angustiosa del artista por definir su posición y su papel en una sociedad nueva[3].
Black out relata los inicios de la escritora María Moreno en un crearse a sí misma en la exploración de sus inclinaciones alcohólicas, genéricas, corporales, sexuales, literarias, estéticas, artísticas, psicológicas y culturales. En especial, el relato minucioso de las dolencias y enfermedades, el enfrentamiento al discurso médico, el papel decisivo de la sexualidad y la oposición a valores burgueses constituyen escenas fundamentales que interpretamos como ecos de las novelas modernistas. Black out se concentra en un momento particular de la vida de la protagonista y focaliza el relato en torno a dos intereses: ir a beber al bar con sus amigos al terminar la jornada laboral y disfrutar de encuentros amorosos siempre que la endometriosis (enfermedad que provoca el crecimiento anormal de tejidos por fuera del útero manifiesta a través de sangrados abundantes) se lo permita. En este sentido, el personaje se opone al modelo de homo economicus con su lógica mercantil así como también a la moral católica a través de escenas que sugieren una sexualidad disidente. Hasta ahí, temas y perspectivas que permiten leer Black out a la luz de la novela de artista referida. Además no debe olvidarse la heterogeneidad formal que Rafael Gutiérrez Girardot ha señalado como una de las marcas distintivas de dicha narrativa; y sin lugar a dudas, la decisión de narrar su adicción a la bebida a través de la forma del diario. Con el objetivo de analizar estos aspectos que asociamos a una sensibilidad propia del fin de siglo (la “sensibilidad amenazada” dirá Graciela Montaldo[4]), nos permitimos entrar y salir con libertad de estas novelas en un paseo de salto intermitente entre finales del siglo XIX y finales del XX.
Bajo la forma del diario
Black out no está escrito enteramente en forma de diario como De sobremesa de José Asunción Silva; sin embargo, avanzada la historia, aparece el diario de la protagonista en el que registra su batalla contra la adicción al alcohol[5]. El personaje se embarca en dicha tarea, quizá por sugerencia de su psicólogo o de Alcohólicos Anónimos (poco importa) y, al asumir la forma del diario, el registro subjetivo se torna protagónico desplazando a un segundo plano las anécdotas ahí contadas. Basta citar la reflexión final del diario para ejemplificar la situación: “El alcohol es una patria. Por eso no se la pierde. Sólo se puede estar exiliado de ella” (Moreno Black out 258), expresa la protagonista después de períodos de abstinencia y recaída. Esta escritura fechada que busca dar cuenta del paso del tiempo paradójicamente no hace más que representar la circularidad en la que se encuentra atrapada. Ahora bien, si el diario focaliza un aspecto que el relato ya venía sugiriendo a través de la identificación del personaje con su padre alcohólico ¿qué propósito tendría la aparición de dicho registro? Además de confirmar la dependencia de la bebida, vehiculiza una crítica social ya que la protagonista se autorretrata en el diario como borracha diferenciándose de la imagen de alcohólica, es decir, una persona enferma que debe ser curada[6]. Ese aspecto se manifiesta en el texto cuando entrecomilla expresiones como “si me curo” o “estar en recuperación” generando una sensación de ajenidad hacia lo que implican dichos términos médicos.
También José Fernández en De sobremesa registra en el diario ansiedades, angustias y dolencias físicas, un apetito sexual insaciable, orgías y el consumo de opio entre otros paraísos artificiales. Allí, se pone de manifiesto un cuestionamiento a la mirada médica. Recordemos cuando el personaje asiste a una consulta con el Dr. Sir John Rivington, quien le indica que regularice su vida para curarse:
No soy práctico. Rivington me lo ha dicho con tono despreciativo y yo que lo sé mejor que él me sonrío al pensar en el desprecio que revelaba su voz al decírmelo. […] los hombres prácticos me inspiran la extraña impresión de miedo que produce lo ininteligible. Percibir bien la realidad y obrar en consonancia es ser práctico. Para mí lo que se llama percibir la realidad quiere decir no percibir toda la realidad, ver apenas una parte de ella. (Silva 296, las cursivas son del original)
Varios aspectos interesan de la cita: la diferencia radical en el modo de ver la realidad entre el médico y el artista que visibiliza una tensión típica del fin de siglo entre la razón y la pasión; también la incomprensión que siente Fernández como artista. Pero más que considerar el tema de reflexión, apuntamos a analizar el sentido del diario en términos más generales. De las lecturas críticas que han llamado la atención sobre el valor del diario íntimo en la novela (Picón Garfield, González, Gutiérrez Girardot, Sancholuz), recuperamos el planteo de Rafael Gutiérrez Girardot quien ha señalado que el diario le sirvió al escritor modernista para “refutar artísticamente –no científicamente– las tesis vulgares y pequeñoburguesas de Max Nordau y [...] justificar la plena libertad del artista; plena porque su pretensión es la de llegar a la esquiva verdad de la realidad a través de la experiencia total y absoluta de la vida” (“JFA” 630). Desde el campo del arte entonces José Asunción Silva discutió con Max Nordau, quien había aplicado la clasificación criminológica positivista de Cesar Lombroso a los artistas decadentes, esto es, se permitió disentir con el discurso científico-médico dominante a fines del siglo XIX[7]. En tal sentido, De sobremesa realiza dos operaciones: la relativización de la idea de que el genio solo puede ser tal si goza de buena salud y la postulación del vínculo entre el genio y la diferencia que algunos podrían llamar anormalidad.
El diario en Black out remite a aquel célebre diario de la tradición latinoamericana, en principio, porque en él se explicita el posicionamiento del personaje sobre su adicción concentrando las críticas al discurso médico en tanto biopolítica que se ejerce sobre los cuerpos. La protagonista se reconoce –como advertimos antes– como borracha, no como alcohólica y, por ello, hacia el final del libro declara: “no estoy dispuesta a aceptar ser un caso clínico y hasta estoy a favor de exigir el agregado de una A en la serie LGTTBI si no tuviera el temor a una expulsión más dolorosa que la del Estado Sobrio por recibirla de los que supongo mis compañeros” (Moreno Black out 353). Moreno establece una distancia con el discurso médico no sólo cuando explicita no estar dispuesta a ser un caso clínico sino también al entrecomillar las expresiones médicas. De manera similar a De sobremesa, el diario de esta cronista también constituye una postulación estética de la disidencia sociocultural. En consonancia con esta lectura, debemos interpretar el subtítulo elegido para la crónica que constituye el antecedente del libro (“memorias de años teñidos por la bebida”) que evita la nominación clasificatoria y estigmatizante que podría haber implicado titularlo memorias de una adicta o una alcohólica. Es en efecto la escritora María Moreno quien prefiere la polisemia del término black out con la intención de referir, en términos personales, a sus noches de ronda, sus años de formación y su historia familiar y, en términos colectivos, a las borracheras de la tradición literaria, al periodismo bohemio de los setenta y la socialización en los bares, entre otras.
Estética de la decadencia/ estética de la suciedad
El diario en Black out se encuentra antecedido por una breve reflexión sobre el exceso como valor literario, aspecto que permite iluminar reminiscencias del Modernismo y, en especial, del tipo de artista que representa José Fernández. Antes de decidirse a escribir para atravesar su “recuperación”, María Moreno señala: “los escritores que amaba –Néstor Perlongher, Copi, Osvaldo Lamborghini, Manuel Puig– habían muerto, y todos eran excesivos en algún sentido” (Moreno Black out 245). Con esta apreciación, la escritora sugiere nuevos sentidos del exceso asociado hasta ese momento al consumo desmedido de alcohol. El exceso empieza a remitir también a la retórica de la proliferación (el horror vacui) de la estética barroca a la que la prosa de Moreno adscribe. La declaración de preferencias literarias marcadas por la contaminación y el desborde, por el juego constante con los límites instituidos, refuerza cierta idea del exceso que el lector encuentra en la novela en relación con la imagen de escritora.
Black out presenta una innumerable cantidad de situaciones narradas en detalle que evidencian un regodeo en la mugre: “Mi cuerpo olía mal. A trapo macerado en alcohol, a sudor seco, quiero imaginar que no a sexo ni a queso –me lavaba por partes en una palangana colocada junto a mi cama para eludir la distancia friolenta del cuarto de baño, ubicado del otro lado del patio” (Moreno Black out 165) y, más adelante, agrega: “ese llegar de madrugada a la cama vacía, al frasco de somníferos y al vaso de gaseosa que apaga el ardor de una boca que la mañana traducirá en aliento fétido y espeso” (166). El desaliño corporal del personaje expresado a través del exceso de referencias desagradables cifra el enfrentamiento y cierta provocación a los valores burgueses así como un posicionamiento estético cargado de desobediencia ante las normas del decoro, el recato y las popularmente llamadas “buenas costumbres”. Este rasgo también aparece en la imagen de artista de José Fernández, quien concibe su vida como una obra de arte, es decir, presenta una “existencia estética” (un hombre sin profesión burguesa aunque con cierta riqueza para disponer del ocio que le permita ser un artista). Fernández es una construcción arquetípica del “artista absoluto en la sociedad ambiguamente tradicional-burguesa hispanoamericana” (Gutiérrez Girardot “JFA” 626). Entre las características más sobresalientes compartidas por el protagonista de De sobremesa y la de Black out, señalamos las conquistas eróticas relatadas a partir de numerosos encuentros sexuales y las actitudes y acciones con las que se oponen a principios morales y económicos[8]. Ambas representaciones actúan y simbolizan una crítica a los valores burgueses que, en el caso de Silva, José Fernández evidencia al bregar por la aristocracia del arte; y en Black out, María Moreno lo hace con la identificación de la protagonista a las clases populares donde la suciedad constituiría una marca del trabajo.
Las escenas en las que la protagonista enfatiza el descuido corporal y la falta de higiene recuperan el imaginario decadente de fines del siglo XIX y su predilección por lo prohibido en tanto reto a las convenciones sociales y morales tan presentes en De sobremesa[9]. Una cuestión importante para mostrar esas reminiscencias de la narrativa de María Moreno con el Decadentismo es que aquel fue, como señala Sylvia Molloy (2012), ante todo una cuestión de pose en la que la exageración constituyó su principal estrategia de visibilización. Moreno construyó a través del autorretrato de la protagonista lo que denominamos una estética de la suciedad que, a nivel del lenguaje, supone el uso de una adjetivación que apunta a lo grosero y se regodea en lo desagradable. Representaciones temáticas y estrategias discursivas que entroncan con aquel proyecto que reivindicó la indagación estética de la descomposición, la alteración y la agonía[10]. Maximiliano Crespi ha subrayado con acierto que la crítica de Black out se materializa en “la pasión por lo rancio, la pasión por lo descompuesto, la pasión por lo miserable. Una política de la grela que se expone como tal por referencia implícita al higienismo normalizador” (97). La afirmación de la suciedad como mecanismo para desautorizar el cuidado del cuerpo, símbolo de una educación burguesa (según la protagonista) que ella dice no haber recibido, puede ser pensado como un guiño al lector por las referencias al discurso del Higienismo de fines del siglo XIX que consideraba a la enfermedad como un fenómeno social que abarcaba los distintos aspectos de la vida. A través de la protagonista entonces, Moreno se enfrenta a dos discursividades que organizan los cuerpos en las sociedades contemporáneas como son la retórica publicitaria, que promociona sujetos limpios, alegres y bellos, y el discurso médico que, como planteamos anteriormente, clasifica a los sujetos a partir de la rígida antinomia salud/enfermedad.
La protagonista realiza un alegato de la mugre al asumir con orgullo la construcción del abandono: “Reconozco en mi mugre dos vertientes, la de pertenencia de origen y la política. Mi novela familiar, ya lo he dicho, era higienista, no higiénica” (Moreno Black out 167), “mi mugre se cultivaba sobre hules lustrosos, sábanas cambiadas con frecuencia y ropa lavada y planchada con cuidado” (169). Puesta en escena en la que el adjetivo posesivo adquiere un valor fundamental. Mi mugre, insistirá poco después, “tenía una vertiente política. Mi cabellera larga indica aún ecos de la conspiración selvática de Sierra Maestra” (170). Además, aclara: “porque no éramos burgueses, nuestras costumbres no eran ceremonias de limpieza sino purga de bacterias: alcohol en los cabellos, manos y rodillas” (168). El valor dado en este autorretrato a la artificialidad evidencia un vínculo con el Modernismo y en la exaltación de lo miserable marca su diferencia. Esto último obliga a recordar que los escritores, a fines del siglo XIX, concibieron el campo literario en oposición a las lógicas de la utilidad y el provecho característicos de la economía capitalista postulando la búsqueda de la belleza como ideal artístico. El antagonismo que el arte sostuvo con el campo económico conllevó el desarrollo de lo que se ha denominado el arte por el arte, una tradición estética de origen francés que los escritores modernistas alimentaron oponiéndose a la idea de supeditar el arte a algún fin externo. Umberto Eco sintetiza el proceso de consolidación de una religión estética:
mientras el arte se separa de la moral y de las exigencias prácticas, se desarrolla el impulso, presente ya en el Romanticismo, de conquistar para el mundo del arte los aspectos más inquietantes de la vida: la enfermedad, la transgresión, la muerte, lo tenebroso, lo demoníaco, lo horrendo. Pero ahora el arte ya no pretende representar para documentar y juzgar, sino que al representar busca redimir con la luz de la belleza todos estos aspectos. (330)
Las novelas de artista tuvieron en común el hecho de que en la respuesta al para qué del arte, que se encuentra en la base de estas narrativas, se advierte el rechazo del mundo materialista en el que estaban inmersos. Rechazo que se materializó –esto interesa destacar– en gran medida en la construcción estética de la belleza. En Ídolos rotos (1901), de Manuel Díaz Rodríguez hay una escena ilustrativa de este fenómeno cuando Emazábel y Alberto Soria sueñan con construir un ghetto artístico ya que la palabra artística sería el único medio para superar la “podredumbre que [...] infesta la atmósfera y nos la hace irrespirable” (Díaz Rodríguez 229)[11]. Referimos a que la belleza se constituyó en el territorio estético de los escritores modernistas ya que supuso el “ámbito por antonomasia de la resistencia del artista en un intento por sobrevivir al tiempo presente percibido como una crisis histórica radical, preñada de angustia y de un sentimiento amargo ante la existencia. La belleza repudia la moral filisteísta del capitalismo y contrapone la moral sublime del arte” (Foffani 15). Bregar por este ideal artístico a nivel semántico y formal posibilitó la construcción de un espacio capaz de oponerse en términos simbólicos a los valores dominantes de aquel fin de siglo que se tornaba cada vez más utilitario, mercantil y pragmático.
Sobre el quehacer literario
A partir de las últimas décadas del siglo XIX, empezó a cobrar notable presencia la inscripción de la figura de la lectora y el lector en las novelas, fenómeno que se corresponde con la constitución de un público lector propiamente latinoamericano (Zanetti 2010). De sobremesa resulta un relato paradigmático para advertir el valor otorgado a dicha práctica en las sociedades modernas. Basta ejemplificar con la célebre escena que funciona de marco a la novela en la que se muestra a José Fernández leyendo el diario a sus amigos. La representación del acto de leer en una novela protagonizada por escritores e intelectuales simboliza la cofradía artística, “escena fundacional de la camaradería masculina en la literatura latinoamericana”, subraya Sylvia Molloy (191). El ritual de lectura entre un selecto grupo de entendidos evidencia el sentido rector que el objeto libro poseía en aquella época. Resulta interesante destacar que, al modo de cajas chinas, José Fernández lee el diario de viaje que, a su vez, comienza con otras dos lecturas: la de Degeneración de Max Nordau y del diario de la artista rusa María Bashkirtseff. En este sentido, las escenas de lecturas demuestran que el Modernismo estableció a la obra publicada como parámetro legitimador del escritor. “El poeta, moderno o modernista, se debe por entero a la letra, al mundo escrito y sobrescrito, esto es, a la ciudad de la lectura” (Ortega 5). La subjetividad artística finisecular se sustentó, legitimó y posicionó desde el lugar del sujeto lector.
El libro en tanto elemento rector del campo cultural aparece desplazado en Black out, donde María Moreno plasma una visión singular de los escritores y el trabajo literario a través de los retratos de Norberto Soares, Charlie Feiling, Claudio Uriarte y Miguel Briante, que aparecen de manera intercalada en el relato, y, por supuesto, de su propio autorretrato. Allí, rescata una tradición de escritores sin obras publicadas. Algunos de ellos solamente contaban con un libro editado, otros tenían solo borradores y la mayoría, una escritura dispersa en publicaciones periódicas. Ejemplificamos con el retrato de Norberto Soares, quien, al decir de la narradora, tenía una obra en cuadernos Gloria, notas que les iba leyendo por teléfono (que se publicaron recién en los años noventa). Cuadernos, borradores, anotaciones que además, como se cuenta ahí, fueron escritas en el bar:
Empezó a parar en un bar llamado El Senado. Llegaba a eso de las siete. Se pedía un JB, intercambiaba unas palabras con el mozo, se diría que para hacerse ver. Antes de comenzar a escribir, anotaba la fecha, la hora y el lugar, a veces el estado anímico. Luego venía el párrafo. No sé si se daba cuenta de que era siempre breve y autónomo, que ya en su apertura y remate existía un obstáculo para su continuidad, un llamado a que el próximo fuera borrón y cuenta nueva, si había próximo. Poco a poco el tiempo de los preparativos crecía hasta que no quedaba casi nada para la escritura salvo esos párrafos muy condensados, la mayoría de comienzos, llamativos y con gancho. (Moreno Black out 135-136)
El retrato de Norberto Soares recupera cierto imaginario bohemio al mostrar a un escritor que es antes la promesa de una obra futura que la materialización de esta; sin sugerir por ello que no sea un escritor sino, al contrario, una alabanza (a modo de orgullo) del escritor sin obra realizado justamente por María Moreno que ha hecho de la imposibilidad de terminar los libros una marca de autora (basta recordar el autorretrato que hace de sí misma en Teoría de la noche [12]). El código compartido por la protagonista y sus amigos pasaba por no exigir nunca “el producto” (Moreno Black out 137), dice la protagonista en un juego interesante en el que cambia la palabra obra por una que remarca la ausencia de valor artístico. De ese modo, se sugiere que la materialización final, la obra, para ellos no era más que un producto. El interés estaba en la escritura sea esta fragmentaria o inconclusa. La protagonista aclara que Soares les trasmitió “una ética del escritor cuyo proyecto abjuraba del centro y de las seducciones del mercado” (Moreno Black out 138).
Los retratos de escritores en Black out presentan un guiño al Decadentismo en parte por la intertextualidad que puede establecerse con el momento en que Floressas Des Esseintes, el protagonista de À rebours de Joris-Karl Huysmans (novela considerada la “biblia decadente”) ordena su biblioteca a partir de una tradición de autores desconsiderados hasta ese momento[13]. Como los autores rescatados por María Moreno tampoco forman parte del canon literario, podemos considerar un gesto similar de legitimación literaria. Pero no continuamos el análisis por allí para no apartarnos del corrimiento de la práctica de lectura como instancia legitimadora de la ciudadanía artística que en Black out se advierte también en la ausencia de las clásicas escenas de lectura referidas. Si bien María Moreno rescata una gran cantidad de obras y autores (Lucio V. Mansilla, Fray Mocho, Alfonsina Storni, Rodolfo Walsh, Fernando Noy, Osvaldo Lamborghini, Walter Benjamin y David Viñas, por nombrar escritores de distintas épocas y campos del saber), esta lectora voraz no se autoriza a partir de esa práctica intelectual que, probablemente para alguien autodidacta como ella, resultase demasiado académica. En consonancia con este aspecto, Black out recrea como instancia de formación la circulación de saberes heterogéneos que tuvo lugar en “la universidad bohemia de los bares” (Moreno Oración 143) como la ha denominado la escritora con el fin de enfatizar más que la lectura la escucha. En Oración,el libro posterior a Black out, se visualiza de manera clara esa autorrepresentación: “Aquí y allá, yo escuchaba las oratorias incendiarias y la escolástica combativa que se llevaban con el cuello Mao o la guayabera de bordado industrial. Me intimidaban, pero había algo en ese ‘nosotros’ que me tentaba sin decidirme” (Moreno Oración 145, las cursivas son nuestras). La reivindicación de la circulación oral del saber desacraliza el objeto libro como garante de la cultura, al tiempo que escenifica la multiplicación de las expresiones y sus medios de difusión. En definitiva, las instancias referidas (la tradición de escritores periodistas, la ausencia de escenas de lectura y la priorización de la escucha) evidencian un cambio respecto del paradigma moderno, letrado y culto que rigió el campo artístico desde fines del siglo XIX hasta avanzado el siglo XX ya que muestran a la escritora familiarizada con nuevas formas de autofiguración y legitimación. En Black out, María Moreno reivindica el oficio periodístico y la idea de autora forjada en torno a una escritura dispersa en medios masivos sin necesidad de la legitimación que otorgan las editoriales[14].
A modo de conclusión
Black out manifiesta ecos del archivo modernista a través de un juego de intertextualidades estéticas con resonancias a nivel semántico, formal y autofigural. Hemos abordados tres aspectos que permitieron inscribir el libro de María Moreno en la tradición de las novelas de artista. Una primera cuestión fue la aparición del diario de la protagonista que puso de manifiesto su identificación con la figura del borracho y el consecuente enfrentamiento al discurso sanitario. Si hubo un diario de artista en dicha tradición que funcionó como postulación estética de la disidencia sociocultural, ese fue el de José Fernández; por ello, la intertextualidad dada por asumir dicha forma discursiva sirvió para insistir en la legitimación del abordaje artístico de la enfermedad y reforzar la crítica a la mirada médica. El segundo punto analizado fue la defensa de la estética de la suciedad con las reminiscencias del Decadentismo finisecular por la recuperación de cierto universo simbólico asociado a lo prohibido como también la reivindicación de una poética novedosa y disruptiva. La representación de la mugre de la protagonista interpretada como alegato de una sensibilidad artística transgresora cifra la resistencia de la cronista a las denominadas “buenas costumbres”. El tercer aspecto relativo a la tematización del quehacer literario como un tópico de dichas narrativas iluminó la valorización del oficio periodístico, la escritura dispersa en diarios y revistas y la relativización de la legitimación que otorga contar con una obra publicada.