“Como si hubiera sucedido hoy”
A partir de una convocatoria del Festival Internacional de Teatro de Londres (LIFT), la dramaturga y escritora argentina Lola Arias dio comienzo al trabajo que desembocaría en un proyecto artístico de amplio alcance de corte biodramático en torno a la guerra de Malvinas [1] . En 2013, en el marco del LIFT, se estrenó Veteranos, una videoinstalación que constaba de cinco videos de ex combatientes –tanto argentinos como ingleses– entrevistados en sus lugares de trabajo. En 2016 la videoinstalación se replicó como parte de la muestra multimedial "Doble de riesgo" en el Parque de la Memoria en Buenos Aires. También en 2016 se estrenó, primero en Londres y más tarde en Buenos Aires la obra de teatro documental Minefield / Campo Minado, resultado de tres años de trabajo con el grupo de ex combatientes ingleses y argentinos. El proceso fue filmado y proveyó el material para lo que sería el filme Teatro de guerra, que se estrenó en el Festival de Cine de Berlín y en el Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente (BAFICI) durante 2018. Además, en 2017 se publicó el libro bilingüe Campo minado / Minefield, con los textos de la obra. Así, en sus sucesivas realizaciones en diversos formatos, el proyecto se despliega en un tiempo extenso, en el cual se ponen en juego las múltiples posibilidades de superposición, combinación y cruce que dan las artes en su vertiente biodramática, de modo tal que el propio proyecto se va reformulando a medida que se realiza, así como cada una de sus etapas resignifica a las demás. En este sentido, esta "larga duración" del proyecto no remite tanto una temporalidad lineal como a una signada por la dinámica de potencia y actualización. El resultado es una suerte de "desacople de la cronología": las escenas de la película, por ejemplo, fueron tomadas durante los ensayos de la puesta teatral, sin embargo la película fue estrenada después. Así, cada escena de la película funciona en, al menos, una doble valencia temporal: a la vez que ilumina retrospectivamente unas escenas de la obra, puede leerse como preparación de esas mismas escenas. Finalmente, en conjunto, y a través de sus sucesivas actualizaciones, el proyecto termina por resignificar la experiencia que está en su origen, la guerra de Malvinas, de la que los protagonistas del proyecto artístico de Arias, fueron también protagonistas.
En el comienzo del filme Teatro de guerra, entonces, se muestran algunas de las presentaciones al casting en el que resultaron elegidos los seis ex combatientes protagonistas del proyecto: los argentinos Rubén Otero, Gabriel Sagastume y Marcelo Vallejo, los ingleses Lou Armour y David Jackson y el nepalí Sukrim Rai. En una de esas presentaciones, un soldado inglés muestra en una laptop una imagen de las nubes y dice mirando a cámara: "Incluí esto porque vi esta foto de las nubes y para mí se parecen a las islas Falklands".
No se trata, en absoluto, de una excepción. Por el contrario, es frecuente encontrar en los relatos, tanto literarios como testimoniales de Malvinas, escenas en las que los ex combatientes ven las islas en cualquier parte. Estas formas de regreso o repetición que son propias de las situaciones traumáticas modifican incluso las nubes, el único punto de referencia que, según Walter Benjamin, permanecía estable para esos soldados que, tras la Primera Guerra Mundial, volvían mudos del campo de batalla: les resultaba imposible poner en palabras la experiencia de una generación que había ido a la escuela en tranvía tirado por caballos y de pronto "se encontró indefensa en un paisaje en el que todo menos las nubes había cambiado" (Benjamin s/p.).
Para Sigmund Freud, el trauma remite "a una experiencia vivida que aporta, en poco tiempo, un aumento tan grande de excitación a la vida psíquica, que fracasa en su liquidación o su elaboración por los medios normales y habituales, lo que inevitablemente da lugar a trastornos duraderos" (Laplanche y Pontalis 468). Tal fracaso en la elaboración "por medios normales" conduce, algo paradójicamente, a que la experiencia traumática busque insistentemente ser elaborada y así tienda a reiterarse, una y otra vez. Así, el traumatizado se define como aquel que no puede olvidar: "No puede olvidar las imágenes del espanto, le vuelven de noche, si las ha excluido de día" (Soler s/p.). Esta exclusión, que desde luego no es voluntaria, redunda en una exclusión del propio sujeto, que no se reconoce en las imágenes, los significantes, las significaciones en los que el encuentro real se inscribe.
Otro de los ingleses que se presentan al casting de Teatro de guerra lee un poema que avanza en la misma dirección:
No puedo ir a la cama
porque hay cosas en mi cabeza
que no me dejan dormir
es como si hubiera sucedido hoy
y no se va a ir nunca
no me pidan que cuente ovejas.
El poema permite recuperar un elemento central, que aparecía ya en la definición freudiana de trauma: lo duradero de los trastornos. Los regresos del trauma suceden en el tiempo, un tiempo a la vez atrofiado y extenso: un tiempo que primero se rompe y después se vuelve pura repetición de lo mismo, pura proyección de una imagen mental que no cambia ni se olvida.
Las inflexiones particulares que asumieron estos rasgos del trauma en el caso de Malvinas pueden ser pensadas en relación con los diversos relatos a través de los cuales, desde muy temprano, la guerra fue contada. En agosto de 1982 (la guerra había terminado el 14 de junio), ya circulan dos de los textos más importantes sobre el conflicto: por un lado, en fotocopias, Los pichiciegos, de Rodolfo Fogwill, y por el otro, Los chicos de la guerra, un libro de entrevistas a soldados realizadas por el periodista Daniel Kon. La importancia de estos textos deriva del hecho de que, como ha señalado Martín Kohan, cada uno establece uno de los modos fundamentales en que el conflicto será contado: las ficciones y los testimonios [2] . Pero también, es posible pensar algunas cuestiones a partir de la premura con que vieron la luz.
Existe toda una leyenda en torno a la escena de escritura de Los pichiciegos, según la cual la novela fue escrita entre el 11 y el 17 de junio de 1982, de un tirón, sin dormir y con doce gramos de cocaína. A veces, la cantidad de días son menos y los gramos de cocaína son más, pero en todos los casos se trata de una escritura veloz, urgida incluso, y simultánea respecto de la guerra. A la velocidad de la escritura se suma la velocidad de la primera circulación: en fotocopias, de mano en mano. Para Carlos Gamerro, Fogwill escribió rápido (algo de lo que, en general, no se jactaba) porque necesitaba terminar la novela antes de que terminara la guerra o, al menos, antes de que empezara a contarse como historia: "El gesto fundamental de Fogwill en Los pichiciegos fue, entonces, el de la simultaneidad: desmintió el dictum de que deben pasar años o décadas para que un episodio histórico 'se convierta' en literatura" (Gamerro s/p.).
Concretamente, esta carrera contra el tiempo tomó, para Fogwill, la forma de una carrera contra el otro libro "simultáneo" a Malvinas: Los chicos de la guerra. El mismo Fogwill, en algunas entrevistas, lo ha planteado en estos términos: “Para mí, el factor récord tiene un componente importante en lo que quería decir; corrí contra reloj. Cuando llegaron los primeros ex combatientes de Malvinas a la Argentina, ese libro ya estaba circulando por todo San Pablo entre los exiliados” (Speranza 44) [3] .
Sin embargo, más allá de esta competencia, los dos textos también confluyen en un punto que será quizás lo que los vuelva fundacionales en un sentido más profundo: coinciden en eludir lo propiamente bélico. Con algunas excepciones y variantes, será esta versión de la guerra de Malvinas la que tienda a repetirse a lo largo del tiempo. En efecto, no solo en las ficciones sino también en los testimonios destinados a dar cuenta de la experiencia bélica, es justamente la guerra, con sus combates, sus tácticas, sus héroes, lo que menos aparece explicitado en el relato. Esto puede comprobarse desde el comienzo: Los pichiciegos transcurre en una cueva donde se esconde un grupo de soldados, que por medio de intercambios comerciales se procura de lo necesario para sobrevivir hasta que termine la guerra. La novela inaugura así una literatura de Malvinas cuyo centro no está en el campo de batalla sino en los márgenes, y cuya figura principal no es el héroe sino el desertor.
Entretanto, durante las entrevistas de Los chicos de la guerra, el periodista Daniel Kon tiende a interrumpir las que denomina "anécdotas" bélicas para reconducir una y otra vez la conversación hacia posibles conclusiones que permitan dar una suerte de cierre a lo que pasó, de cara a un nuevo comienzo en la sociedad democrática. Ya en la introducción, Kon entrevé dos posibilidades para su empresa: la primera supone “ahondar en lo estrictamente anecdótico, rescatar sólo las aristas más terriblemente dolorosas de estos testimonios” (10). La segunda apunta a “intentar una interpretación desde cualquiera de los ángulos posibles (psicológico, sociológico, político, estratégico-militar, etc.)” (10). Las dos conllevan riesgos, pero también las dos de alguna manera se le imponen. Sin embargo, será la dimensión interpretativa la que prevalezca: aunque los relatos tienden a la anécdota, esta resulta incompleta si no puede funcionar como herramienta de conocimiento. Así, en Los chicos de la guerra los relatos no alcanzan a desplegarse, pues permanentemente son interrumpidos por las preguntas de un periodista que busca extraer una enseñanza de los relatos. Estas preguntas apuntan en muchos casos a provocar en los soldados algún tipo de reflexión; en otros, se trata de reprenderlos cariñosamente por alguna de las conductas adoptadas durante la guerra o de guiarlos en el camino para que por sí mismos se reencaucen. A Guillermo, por ejemplo, Kon le pregunta: “¿Pensás que algunas de las cosas que esta guerra les enseñó pueden resultar peligrosas, en el futuro, para algunos de ustedes? Aprendieron a robar, a mentir, a ocultar” (27). Se ve, allí, cuál es la pregunta fundamental que subyace: ¿cómo van a integrarse estos jóvenes, marcados por la guerra, a la sociedad democrática?
Los sentidos que Kon introduce desde afuera con sus intervenciones se ligan de esta manera al discurso pacificador que primó en los primeros años de la democracia y para el cual Malvinas representaba un problema, en tanto ligaba el presente con el pasado dictatorial que se quería dejar atrás y recordaba que el nuevo orden, que en sus relatos se afirmaba como basado en la cultura pacífica y conciliadora, se originaba en realidad en un hecho bélico. Las interrupciones de Kon replican la imagen de la guerra como interrupción, como hecho discontinuo respecto del presente y del futuro: tanto en términos biográficos como históricos es la experiencia bélica lo que no llega a constituirse en relato. Así, la guerra parece volverse irrepresentable incluso para aquellos que la vivieron, para quienes el trauma permanece entonces como tal, esto es, sin elaborar.
Imágenes fuera de control y una historia que puede contarse sin llorar
En Teatro de guerra esta cuestión puede seguirse a lo largo de las sucesivas reiteraciones de una de esas "anécdotas bélicas", que resultó especialmente traumática para su protagonista, Lou Armour. En el comienzo del filme, Lou cuenta por primera vez la historia del argentino que antes de morir en sus brazos llegó a dirigirle unas palabras en inglés. En un momento del relato, Lou señala a uno de sus compañeros de obra, David Jackson, que es quien va a actuar de Richie, uno de sus compañeros en la guerra. El propio Lou comienza también a actuar y de a poco va involucrando a todos en la escena. En un momento, sin dejar de hablar, se agacha y toma entre sus brazos a un exánime Rubén Otero que, finalmente, "muere". Lou lo acuesta en el suelo.
Más adelante, Lou volverá a contar varias veces la misma historia: en el casting o sentado en un sillón frente a cámara. Después, veremos a un Lou joven que, sentado en otro sillón, con la voz quebrada y los ojos llenos de lágrimas, cuente la historia, pero esta vez no consigue terminarla. Antes se larga a llorar y pregunta si es posible parar un minuto. Las imágenes forman parte de un documental de 1984.En ese momento, para Lou, supuso un problema haber llorado en cámara por la muerte de un enemigo, siendo militar, según explica en el filme: "Supongo que un actor se sentiría orgulloso de poder llorar frente a la cámara, pero yo era un Royal Marine", dice, y traza la distinción fundamental entre los dos roles que, ahora, su protagónico en el proyecto de Arias aúna: el soldado y el actor. "Por más de 30 años", sigue, "sentí culpa por llorar por un argentino muerto". Y enseguida agrega: "Podría volver a contar la historia del argentino muerto, y no necesariamente me haría llorar. A veces, cuando la cuento, puedo sentirme en carne viva, pero logro controlarlo y la cuento como una historia". Esta historia "controlada", que fue construyendo a lo largo de 30 años y que puede contar sin llorar, contrasta con la imagen que está en su origen, la del argentino, primero herido y después muerto. Dice en otra parte, cerca del final de la película: "No sé qué es lo que hace que la imagen vuelva. Puede ser en cualquier momento. Puede ser mientras almuerzo. A veces sueño con ella, pero a veces puedo estar sentado en un tren o en cualquier otro lugar. O corriendo. Y de repente aparece en mi cabeza" [4] . Aquí Lou hace un gesto, sube el puño a la altura de su cabeza y rápidamente abre la mano, simulando una especie de pequeña explosión.
Jalonando la película aparecen, entonces, los dos elementos centrales que, en su divergencia, configuran lo traumático: por un lado una imagen que insiste, que provoca efectos inesperados, incontrolables e indeseables (llanto, culpa, vergüenza), que es del orden de lo real; y por otro lado una historia, una serie de palabras que, en algún sentido, remiten a lo ocurrido, pero que en un sentido más profundo mantienen con la imagen un hiato. La historia se fue construyendo en la reiteración de lo siempre igual, sin embargo, al mismo tiempo que se construía, se disociaba de la imagen que estaba en el origen. Así funciona muchas veces el trauma: la reiteración permite construir una historia que, sin embargo, no supone una verdadera elaboración en tanto, en palabras de Colette Soler, el sujeto no se reconoce en ella.
Todavía la historia de Lou y el argentino muerto volverá a aparecer una última vez al final de Teatro de guerra. Entre la escena inicial y esta, la reiteración sucesiva de la anécdota se realiza por medio de una serie de procedimientos que ubican al filme y al proyecto en su conjunto en la "estela del biodrama" (Pitrola s/p.). Me interesa centrarme especialmente en el hecho de que el principal insumo artístico sea la vida de los propios actores, que no eran actores antes de participar del proyecto. Como se vio a propósito de la escena inicial de Teatro de guerra, frecuentemente los roles se intercambian y cada uno se pone temporariamente al servicio de la representación de las escenas de las vidas de los compañeros. Esta variación de roles, unida al trabajo con no actores, deja un gran margen para lo imprevisto. En ese sentido, cada representación puede pensarse como una actualización parcial, a través de la actuación, de esa imagen mental que insiste en la cabeza de cada ex combatiente: [5] como una suerte de "repetición no repetida" que permite eludir tanto el descontrol total de la irrupción repentina como el control absoluto de esa historia que, a fuerza de repetirse, como memorizada, puede contarse "sin llorar".
En El recuerdo del presente, Paolo Virno señala que la distancia que introduce el acto respecto de la potencia es en sí misma un devenir: así, cada acto, forzosamente posterior a la potencia, traza una temporalidad que en la pura potencia no existe o no existe del mismo modo: "Potencia y acto son la matriz del devenir porque su relación, que se identifica con su diferencia, es, en sí misma, una relación (o una diferencia) temporal [...] Este par exhibe la articulación de anterior y posterior, precedente y sucesivo, pasado y presente" (70). Contra la permanente actualidad del trauma y sus irrupciones –ese "hoy" continuo a fuerza de reiteraciones–, el devenir temporal del acto en sus sucesivas realizaciones y, fundamentalmente, la distinción (nunca total, sin embargo: nunca un hiato) que en consecuencia se va operando entre esa imagen que no se olvida y sus proyecciones.
Sobre el final de Teatro de guerra aparece un grupo de jóvenes que van a representar a los ex combatientes protagonistas, en una última versión de la muerte del argentino que recuerda Lou. Ahora sí se trata de actores, que no pondrán su vida a disposición de la obra. En un espacio agreste, al atardecer, primero los ex combatientes se ubican representando la escena de la muerte del argentino presenciada por Lou. Los actores jóvenes, ya caracterizados, están sentados a unos metros, como espectadores. De a uno, se van poniendo de pie y se ubican en la escena en el lugar de uno de los soldados que, cuando es reemplazado, ocupa a su vez un lugar como espectador. Al final, quedan los chicos representando la escena y los veteranos por fuera, mirándola.
Sin embargo, lo que sucede aquí no se parece en nada a "contar una historia" en el sentido despersonalizado en que lo refería Lou. No se trata de algo que esté en lugar de otra cosa (en un puro procedimiento representacional metafórico que acarrearía, quizás, los peligros propios de los simulacros [6] ), sino de una continuidad en el tiempo en la que lo simbólico se monta sobre lo real, la metáfora sobre la metonimia. Dos hechos son fundamentales en este sentido. Por un lado, que cada ex combatiente participa de la preparación de aquel que va a reemplazarlo (en el caso de Lou, indica también a la maquilladora cómo preparar al actor que va a representar al argentino muerto), y será el encargado de ubicarlo en la escena. Por otro lado, el traspaso generacional: los chicos, que tienen la edad que tenían los ex combatientes cuando los enviaron a la guerra, tienen también edad para ser sus hijos; así, reemplazan a los que ellos fueron y marcan la distancia temporal (unos treinta años) con los que ellos son ahora. A la vez, los soldados "originales" no desaparecen de la escena: quedan como espectadores, visiblemente conmovidos.
De ese modo, esta escena final conjuga la sustitución con la continuidad, la metáfora con la metonimia; y conjuga, en consecuencia, dos tiempos heterogéneos: esos dos tiempos que coexisten en tensión en las cabezas de cada uno de los ex combatientes, de esos chicos-veteranos [7] . En ese sentido, lo fundamental es no tanto que la escena reúna los dos tiempos sino que posibilite su exhibición. Se trata de lo que en su análisis de las producciones culturales de la generación de los hijos de desaparecidos en Argentina, [8] Cecilia González denomina un "dispositivo anacrónico" de enunciación, que le impone "una torsión al tiempo, explotando estéticamente las posibilidades que ofrece el anacronismo" (González s/p.). El pasado (la infancia, en el corpus que ella analiza) es una posición que perdura en el tiempo hasta que termina por amalgamarse con la del adulto, induciendo distorsiones temporales y distorsiones genealógicas que son precisamente lo que estos proyectos artísticos buscan integrar. Concomitantemente, estas producciones desarrollan aquella «cualidad anacrónica» de la memoria [...] capaz «de reunir el ahora y el entonces, el aquí y el allí» y que es «fuente de su poderosa creatividad »" (González s/p.).
En Campo minado, la obra de teatro documental que Lola Arias estrenó dos años antes de Teatro de guerra, y con la que recorrería festivales de las más diversas partes del mundo, la historia de Lou y el argentino muerto aparece dos veces. La obra está dividida en partes que remiten a distintos momentos, más o menos cronológicos, de la guerra. En la parte que se llama, precisamente, "Campo minado", cada uno de los ex combatientes recuerda algún episodio de su guerra. Allí, Lou cuenta la historia y sus compañeros se prestan a representarla. Todo ocurre de manera muy similar al comienzo de Teatro de guerra. En cambio, la segunda aparición de la historia, en la sección "Ayer y hoy", es algo distinta. Primero, Lou está sentado en una silla, de perfil al público, y en una pantalla detrás de él se proyecta su rostro en ese momento. Está contando la historia del argentino. Sin embargo, si prestamos atención, vemos que existen pequeñísimos desfasajes entre la voz y el movimiento de los labios. Entonces, en otra pantalla, a la izquierda (del lado del "ayer", hacia donde mira Lou) aparecen las imágenes del documental de 1984 en el que el Lou joven cuenta la historia por primera vez y debe interrumpirla porque se larga a llorar. En la pantalla de la derecha, permanece el primer plano de la cara actual de Lou, ahora en silencio (es decir, con los labios quietos), oyendo lo que "el otro" cuenta. Como está de perfil al público, no veríamos claramente su expresión si no fuera porque un dispositivo técnico lo está filmando mientras proyecta, en simultáneo, su rostro presente, su reacción actual a esa primera versión, totalmente descontrolada, de la historia. Comprendemos que la voz perteneció siempre al Lou del pasado, y que el de hoy solo movía los labios haciéndolos coincidir con los de aquel. Después, cuenta algunas de las cosas que aparecen también en Teatro de guerra, por ejemplo, la preocupación que lo acompañó a lo largo de toda su vida por haber llorado frente a cámara, siendo militar, por un argentino muerto; y que cada vez que una persona que acaba de conocerlo lo googlea, lo primero que aparece es el documental [9] .
Si bien esta representación de la escena es la última de todas en función de la cronología de producción (recordemos que las escenas de la película fueron tomadas durante los ensayos de la obra), el hecho de que Campo minado se haya estrenado antes la hace funcionar en una doble valencia temporal [10] . Por un lado, esta escena ilumina todas las de la película. Por otro lado, se comprende que de lo que trata la película es de la preparación de esta escena.
Anacronismo y fecundidad
En cualquier caso, en la puesta teatral no se insiste en la escena como en la película. Por el contrario, esta se inscribe, junto con otras, en un relato posible de la guerra de Malvinas, cuyo rasgo principal es el de ser contado por las voces de seis ex combatientes, entonces enemigos, hoy compañeros. En este sentido, algo que destaca a primera vista es el bilingüismo: los dos idiomas (y los dos subtítulos) conviven en la obra, coexisten, como coexisten los dos tiempos según señalamos antes. Sin embargo, aquí no hay confrontación, lo cual incluso se explicita en distintos momentos. Casi al comienzo dice Marcelo: "Durante varios meses, tres veteranos ingleses y tres argentinos trabajamos juntos en Buenos Aires y en Londres. Los ingleses no hablan español y los argentinos no hablamos inglés, pero de alguna forma nos entendimos". En ese marco, ya no le molesta, como le pasó durante años, escuchar hablar en inglés [11] . En ese sentido, esta convivencia sin confrontación de los idiomas es una primera señal del tono general de Campo minado. El mismo Marcelo cuenta en una parte que durante años quiso tener un gurka en una habitación para agarrarse a trompadas. Y agrega: "Y ahora tengo uno acá, frente a frente". Lejos de agarrarse a trompadas con el nepalí, a continuación se representa una suerte de show televisivo en que un Lou Armour en el rol de conductor hace dialogar a Sukrim con Marcelo, pacífica, cordialmente, sobre distintas cuestiones vinculadas a la guerra.
En otra parte, Rubén cuenta que canta regularmente en una banda de tributo a los Beatles y que desde luego tiene que hacerlo en inglés. La escena resulta graciosa. En distintos momentos de la obra los ex combatientes conformarán una banda musical que producirá una de las formas de entendimiento más allá del idioma, a las que se refería Marcelo al comienzo. La idea que emerge es la de que la unión a través de una cultura global –en la que el punk, el rock y, en especial, los Beatles, ligados fuertemente a la cultura inglesa, ocupan un lugar preminente– desdibuja las diferencias nacionales sobre las que, en definitiva, se apoyan las guerras. Algo parecido a lo que tempranamente planteó Borges con su conocido poema "Juan López y John Ward" [12] .
Lo que antes era confrontación irresuelta, ahora es entendimiento, encuentro, diálogo, risas. Cerca del final de la obra, se reflexiona sobre esto: cuenta Rubén que durante los ensayos, entre los veteranos, no discutieron el problema de la soberanía de las islas. A continuación, cada una de las partes postula sus argumentos en favor de la soberanía inglesa o argentina, según el caso. Como no se ponen de acuerdo (aunque en ningún momento la discusión sube de tono ni parece despertar verdaderas pasiones entre los contendientes), deciden dejar el tema a un lado con un chiste: "Si quieren saber más, pueden leer la versión en español y en inglés en Wikipedia".
El encuentro amistoso de los que antes fueron enemigos, eso que el arte o el tiempo hacen posible ahora, podría hacer de la obra un gran espectáculo reconciliatorio que termine por borrar la dimensión política de un conflicto que, en definitiva, subsiste [13] . El fin de las hostilidades ¿no supone en parte cierto olvido del conflicto que las originó? Dejar de pelear por Malvinas ¿no supone aceptar que son inglesas? Si aceptamos, como la obra de hecho acepta, la sinonimia entre Malvinas y Falklands, ¿no estamos a un paso de empezar a decir Falklands, en vez de Malvinas? En un artículo para Anfibia, el escritor Félix Bruzzone se detiene en esto que llama incomodidad y aventura una respuesta para estas preguntas que la obra formula o permite formular. Para Bruzzone, es fundamental el hecho de que Campo minado no está sola, sino que es parte de un proyecto, en el que la relación entre las partes es ante todo temporal: "Como si Lola Arias, atenta a que la foto de ese gran abrazo no dejaba ver bien las grietas y homogeneizaba el sentido alrededor de una guerra que de un lado y otro del océano sigue siendo un problema, hubiera necesitado rajar la superficie de la imagen y narrar el camino recorrido" (Bruzzone s/p.).
En efecto, creemos que es posible (y necesario) pensar, a la vez, a Teatro de guerra como preparación de Campo minado y al proyecto en su conjunto como un dispositivo anacrónico que, a otro nivel, reproduce esos procedimientos que detectábamos funcionando en algunas escenas puntuales de las obras, y produce lo que en Ante el tiempo Didi-Huberman llama la fecundidad del anacronismo [14] .
Contra la eucronía (coincidencia de tiempos a la que aspira el historiador, según el cual la clave del pasado está en el pasado), en el anacronismo y su montaje de tiempos heterogéneos, hay una fecundidad, ligada en primera instancia a la posibilidad de acceder a los múltiples tiempos estratificados, y asumir así la paradoja propia de todo lo que tiene duración y quiere ser abordado desde un tiempo que no es el que lo vio nacer. Como ejemplo de esta paradoja Didi-Huberman menciona a los propios hombres que, a lo largo del tiempo, por un lado cambian, lo que los hace diversos, pero por otro lado también duran, reproduciéndose, por lo que se parecen unos a otros. En el anacronismo se hace escuchar, así, en una inquietante extrañeza, la dimensión transhistórica que el historiador no debería dejar de lado, incluso cuando sabe que debe desconfiar, puesto que es allí "donde se detiene el dominio de lo verificable" (60): es también allí donde aparece la fecundidad. La pretensión de fidelidad al pasado (que, en tanto objeto del saber histórico, es también cuestionado [15] ) es desplazada por un interés en la memoria: principio organizador de ese tiempo que no es exactamente el pasado: "es ella la que humaniza y configura el tiempo, entrelaza sus fibras, asegura sus transmisiones, consagrándolo a una impureza esencial [...] la memoria es psíquica en su proceso, anacrónicaen sus efectos de montaje, de reconstrucción o de 'decantación' del tiempo" (Didi-Huberman 60).
A pesar de que su tema es la tarea del historiador del arte, los ejemplos de Didi-Huberman están tomados casi siempre del ámbito literario. Así, la memoria involuntaria de Proust (en el sabor de la magdalena mojada en té, un pasado que se actualiza en forma de novela ¡en 7 tomos!) permite señalar la importancia de que en las diversas formas de relación con el pasado confluyan esos dos ámbitos que alguna vez se quisieron separados, la historia y la literatura:
Una vez más, el anacronismo juega, en la posición de este problema, un rol absolutamente crucial. De un lado, aparece como la marca misma de la ficción, que se concede todas las discordancias posibles en el orden temporal: a este respecto, sería dado como el contrario de la historia, como el cierre de la historia. Pero de otro, legítimamente puede aparecer como una apertura de la historia, una complejización saludable de sus modelos de tiempo: los géneros de montajes anacrónicos introducidos por Marcel Proust o por James Joyce quizás habrán –a sus espaldas– enriquecido la historia de este 'elemento de omnitemporalidad' del cual habló tan bien Erich Auerbach (73), y que supone una fenomenología no trivial del tiempo humano, una fenomenología atenta primero a los procesos, individuales y colectivos, de la memoria.
Respecto de esta fenomenología, la historia demuestra la insuficiencia de su vocación –vocación necesaria, nadie lo negará jamás, por restituir las cronologías. Es probable que no haya historia interesante excepto en el montaje, el juego rítmico, la contradanza de las cronologías y los anacronismos. (Didi-Huberman 62)
Comenzamos este trabajo hablando de la separación entre esos ámbitos que, en cambio, se operó en el caso de Malvinas: la carrera que corrió Fogwill, con su novela, contra los testimonios que daban los chicos de la guerra en el momento mismo en que se convertían en veteranos, y la dicotomía entre lamento y farsa que postuló Martín Kohan. Mencionamos también los intentos de Daniel Kon de restituir la cronología marcando en el presente un corte entre el pasado de guerra y el futuro de paz, por medio de un realce del "saber" en desmedro de la "anécdota".
El anacronismo apuntaría, precisamente, a lo contrario. Si el anacronismo aparece como "la marca misma de la ficción" es porque introduce, desde el punto de vista de la ciencia, una suerte de "error": "una falta cometida respecto de la conveniencia de los tiempos" (Didi-Huberman 61). En el anacronismo aparece junto lo que en verdad no está junto. Y como señala Anne Carson en la lectura de la Retórica de Aristóteles que realiza en su poema "Ensayo sobre las cosas en las que más pienso", el error es algo así como la antesala de la metáfora: ahí reside su posibilidad [16] .
Contra la restitución de las cronologías, entonces, el montaje de tiempos diferentes o, más bien, una exhibición, propiciada en gran medida por los procedimientos biodramáticos, de cómo esos tiempos están montados en realidad; de que no existe, para los ex combatientes, un ayer de guerra separado de un hoy de paz; si bien el dispositivo anacrónico que es el proyecto artístico de larga duración de Arias, tomado tanto en conjunto como en sus sucesivas actualizaciones, no produce nunca algo total, algo que busque cerrar el sentido, al modo de una conclusión definitiva, una moraleja, un saber o incluso una metáfora sino que de lo que se trata es, por el contrario, siempre de una preparación.
La preparación de la metáfora
En las notas a los cursos dictados en el Collège de France entre 1978 y 1980, reunidas en La preparación de la novela, Roland Barthes se dedica a reflexionar en torno a la escritura de una novela, y en ese marco postula la idea de una preparación. De lo que se trata es de la escritura en tanto técnica, de modo tal que la preparación supone un retroceso respecto del saber, de la ciencia. Se trata, en todo caso, de dos formas diferentes del "saber": el saber de la ciencia organizaría un curso sobre cómo está hecha la novela para saber lo que es en sí. Aquí, en cambio, se busca saber cómo está hecha la novela para rehacerla. Contar la historia, dice Barthes, es diferente a escribirla. La historia (la anécdota, podríamos decir, con Daniel Kon), tal como aparece por ejemplo en las solapas o contratapas de las novelas, no da ganas de leer.
A la vez, Barthes ubica su preparación en el marco de una reflexión de orden temporal: reconoce en sí una disposición hacia el presente más que hacia el pasado (propia de las novelas de memoria construidas con recuerdos como, una vez más, En busca del tiempo perdido), y se pregunta por la posibilidad de escribir (preparar) una novela con el presente. Deja planteada así una pregunta más amplia que guarda relación con nuestro tema: ¿cómo escribir, entonces, el presente (este presente que es, también, el de los recuerdos de los ex combatientes)? "Se puede escribir el Presente anotándolo, a medida que 'cae' sobre nosotros" (Barthes 53). (¿Acaso este "caer" no es una suerte de "pop up" invertido?). En las páginas que siguen, Barthes se dedica a indagar en la que considera una "forma ejemplar de notación del presente": el haiku, algunos de cuyos rasgos llevan a pensar en los recuerdos de guerra: el haiku, dice Barthes, es ante todo una práctica de la individuación, del matiz; su referente es siempre algo particular. En ese sentido se contrapone a la poesía metafórica, en tanto la metáfora apunta a la abstracción y a la generalización. En relación con esto, lo que todo haiku de alguna manera dice es: "esto ha sido". El haiku da la impresión de que lo que enuncia tuvo lugar. El haiku es, así, una forma antiinterpretativa. Ante un (buen) haiku no hay mucho más para decir. Por eso el haiku, en quien lee, toma la forma de un momento de verdad, esto es, la "conjunción de una emoción que inunda (hasta las lágrimas, hasta la perturbación) y de una evidencia que imprime en nosotros la certeza de que lo que leemos es la verdad (ha sido la verdad)" (Barthes 159).
En una segunda parte del libro, Barthes se pregunta cómo pasar de una notación fragmentaria del presente (haiku) a un proyecto de larga duración, como la novela. La cuestión central reside en que la novela, en su largo flujo, no puede sostener la verdad del momento, no es esa su función: "cuando produzco Notaciones, todas son 'verdaderas': no miento nunca (no invento nunca), pero, precisamente, no accedo a la Novela; la novela comenzaría no en lo falso sino cuando se mezcla sin prevención lo verdadero y lo falso" (164). En todo caso, la clave residiría en que la novela conserve en medio "de ilusiones, de señuelos, de cosas inventadas, de 'falsedades' si se quiere" algunos "Momentos de Verdad que son su justificación" (164). ¿Y cómo puede operarse el pasaje para que no se pierdan, en el salto, esos "momentos de verdad"? Dice Barthes en otra parte: "Entre el haiku y el relato, una forma intermedia, posible: la escena" (139). Podríamos agregar: la escena anacrónica.
Quizás esa sea la única vía para escapar de aquello que Jordana Blejmar, citando a Bernard McGuirk, observa en los estudios sobre la guerra de Malvinas a ambos lados del Atlántico: una atención captada por las representaciones antes que por las realidades, por los personajes antes que por los protagonistas, por los rumores antes que por los recuerdos. Quizás sea esta la vía para que el momento de verdad de aquello que antes solo irrumpía en forma discontinua e inesperada perdure en el tiempo y, a la vez, pueda transformarse en otra cosa; para que sea posible reconocer que las mismas nubes de siempre tienen cada tanto la forma de las islas; para que la mente, retomando a Anne Carson, aprenda "a disfrutar del error" y se vuelva fecunda "la yuxtaposición entre lo que es y lo que no es".