Ficciones
“No hallé ni rastro del rancho
solo estaba la tapera”
Martín Fierro, José Hernández
“Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era
un mínimo de mundo visible”
“Las ruinas circulares”, Jorge Luis Borges
Desde el proyecto liberal de formación de los Estados nacionales modernos en adelante, nuestro territorio debió ser desertificado, despaisado y vaciado para proponer, construir y sostener dicha empresa liberal de Estado-Nación (Lobato 11-15; Canal Feijóo Ensayo sobre la expresión 1-15). Pero desde el arte, la literatura y los archivos, al menos los archivos por venir (Derrida Mal de archivo 44) atravesados por los ojos del arte y de la literatura colectivos que aquí nos interesan,[1] es necesario recuperar las taperas que el proyecto modernizador del siglo XIX nos legó para percibirlas de otra manera: como un componente dinámico del paisaje y, a la vez, ya se verá, como un dispositivo crítico a la espera de ser interpelado y exhumado como huella superviviente, como exceso de vida que resiste al aniquilamiento (Derrida Mal de archivo 67 ), y no como el vacío que se ha ido construyendo históricamente sobre y en torno a él.
(De der. a izq.) Fig. 1: Foto tapera de Estación Quiñihual (2020). Fig. 2: Foto tapera de Lincoln (2021).
En el diccionario de la Real Academia Española encontramos como definición de “tapera” lo siguiente: 1) Habitación ruinosa y abandonada; 2) Conjunto de ruinas de un pueblo)[2]. Sin embargo, en el índice alfabético de Recuerdos de la tierra, un libro de cuentos del escritor y funcionario público argentino, Martiniano Leguizamón, publicado en 1896,[3] encontramos un dato, más bien una huella y una lengua, que la RAE omite: “tapera” proviene del guaraní. A su vez, en el mismo índice alfabético, encontramos que “tapes” es una palabra con la que se denominó en Entre Ríos y la República Oriental del Uruguay “á las personas aindiadas, de color moreno, que conservan el tipo de los guaraníes que habitaban la reducción jesuítica de Santo Tomé Apóstol en las Misiones, á la cual se decía Provincia del Tape— ó sea ciudad, pueblo en guaraní” (292).
Las taperas de la provincia de Buenos Aires, territorio que aquí nos interesa recorrer, refutan con fuerza no solo la definición de la RAE, sino también la idea que detrás de ella o con ella subyace. Esta es una definición que sostiene una ficción abigarrada por la larga historia de modernización nacional y que configura un territorio vacío, sin huellas y sin paisaje. La ficción del desierto.
Los intermitentes procesos de aislamiento y vaciamiento poblacional en los pueblos de la provincia de Buenos Aires a lo largo del siglo XX y XXI confirman la continuidad de aquel proyecto en la historia y en el territorio nacional. Pero este desierto no implica solamente la ausencia, desidia, abandono u olvido por parte del Estado de los puntos del mapa alejados del centro y sus comunidades, haciendo, inclusive, a estos cada vez más minúsculos e invisibles. El desierto que la nación moderna instaló implicó también un fuerte proceso de despaisamiento (Canal-Feijóo “El asalto a la selva” 60-76), el cual consistió en una política de vaciamiento, interrupción y limitación cada vez mayor, tanto de los paisajes y entornos naturales en el territorio, como de la percepción de sus habitantes. Tal proceso alteró, además, la relación de afinidades entre agentes humanos y no humanos que también constituyen la comunidad (Rivera Cusicanqui “Sobre la comunidad” 145). El desierto implicó, de este modo, el despliegue no solo de una política de despaisamiento, vaciamiento y fuerte centralización sostenidas, decíamos, en el tiempo, sino también la construcción de una Nación desde y para las ciudades letradas (Dalmaroni 38-49), para lo cual fue necesaria una política de ficcionalización del vacío cultural (Rodríguez 13-19). Este será reproducido en sólidos relatos de circulación, por sobre todo, en ámbitos institucionales, y fortalecido, incluso un siglo después, por el monocultivo, la política monolingüe y el libro moderno.
El concepto de archivo que queremos aquí desestabilizar es justamente el que administró y controló “con pulsión escrituraria lo que sucedió y legitimó por dentro y sobre el diagrama territorial y cultural impuesto” (Dalmaroni 47-49). Es un concepto que potenció, a su vez, la homogeneización y desestimación de lo que sucede por fuera y a pesar del proyecto legado. Nuestra apuesta es, entonces, ir tras los rastros de los archivos, en plural, por venir: aquellos que ya estaban ahí, en un afuera simbólico y topológico; expulsados, aislados, arruinados, minimizados y silenciados por las letras impresas de ese Estado Moderno. La señalización, reunión, conexión y lectura de estos desde el arte y la poesía como acciones colectivas permite, ante la falta de instituciones que los reconozcan como tales y los alberguen como archivos en potencia, la creación de un espacio de exterioridad y de domiciliación alternativo que emerge de ese mismo vacío y desierto legado. En esa intemperie, leemos las taperas del paisaje del noroeste y sudoeste de la provincia de Buenos Aires.
Por lo tanto, creemos que los objetos, las comunidades, los territorios y los paisajes que aquí se recorrerán como puntos de abordaje pueden desafiar las ficciones impuestas que antes enunciamos. El encuentro entre los restos de ladrillo y los “fragmentos de historia” de Mirtha Dermisache en el “desierto” de Quiñihual y el encuentro con aquellos restos que habitan en la revista Tapera del desierto de Lincoln interrumpen la desertificación, el vaciamiento y el despaisamiento impuestos también por una política de lectura hasta entonces dominante, letrada y centralizada. Al interrumpirlos, desestabilizan los restos que hasta entonces pensábamos fosilizados y los transforma en huellas con una futuridad superviviente.
Las taperas que aquí recorreremos habilitan otros modos no solo de concebir y hacer ficciones culturales a través del arte, la literatura y los archivos por venir. También, otros lugares críticos desde donde leer y pensar categorías, conceptos y universos dominantes en torno a las prácticas mencionadas, tales como las de obra, autor, texto, catálogo, firma, domicilios. Es así que, con la mirada del arte, de la literatura y del archivo como política de lectura (Goldchluk “El archivo por venir”) podemos detectar, en la llanura del desierto y sus taperas legadas, formas de vida latentes capaces de establecer, a su vez, conexiones territoriales, históricas y disciplinares tan potentes como inesperadas[4].
Por último, decíamos, estos objetos, las huellas poéticas de Dermisache iluminadas por el proyecto cultural Estación Pringles y viceversa, más las otras huellas que habitan en la Tapera del desierto, ponen en duda las grandes ficciones porque, sobre todo, el paisaje y las pequeñas comunidades que allí habremos sido (Rivera Cusicanqui Un mundo ch’ixi 36-44) permiten ver y escuchar las huellas de los encuentros, las conversaciones, las reflexiones desde el territorio sobre el que vivimos y sobre el que andamos. Esto es acaso el resultado más elocuente de una política de lectura que entiende el triángulo arte-literatura-archivos por venir también como política de intervención en el desierto legado[5].
En la “tapera” de Lincoln
En la ciudad de Lincoln (aunque con resonancias en todo el noroeste de la provincia[6]), nació la editorial Diario del desierto en el año 2012. Una editorial autogestiva e independiente que surgió para publicar los textos e ilustraciones de un par de amigos: Ludovico Fonda y Agustín Luigi. Hasta ese momento, la única manera de publicar libros en el noroeste era a través de una imprenta de Junín, para lo cual había que tener el dinero suficiente para publicar los libros y el conocimiento, pero también voluntad y tiempo suficientes como para generar las diferentes instancias de difusión: presentación, distribución, articulación con otres. Diario del desierto nació para ser ellos mismos quienes imprimieran e hicieran circular el próximo libro que estaban por publicar. En estos 9 años, las razones de la editorial siguieron siendo las mismas, con la salvedad de que se expandió el “ellos” a muchas otras personas: los libros y las revistas fueron cada vez más a medida que se iba expandiendo la comunidad alrededor de Diario del desierto. El crecimiento no fue en términos mercantiles (ofrecer la editorial para publicarles los libros a quienes puedan pagar por ello y vender cada vez más cantidad de libros a más personas en más lugares). Por el contrario, la ampliación de los textos publicados y las personas involucradas se produjo por la expansión de los vínculos interpersonales que fueron sucediendo alrededor y a consecuencia de la editorial. Se han publicado hasta el momento 28 libros de poesía, teatro, ilustraciones, cuentos, relatos y ensayos[7] y 2 números de la revista Tapera del desierto [8] .
La revista Tapera del desierto salió en el año 2020, para reunir y hacer circular por el territorio, las voces de quienes construyen la comunidad editorial. Es por esta razón que la revista puede ser pensada como una fotografía de la comunidad: un registro de qué está pasando, qué están pensando, haciendo y reflexionando; cómo dialogan y construyen una versión propia del territorio que discute la ficción impuesta. Esta revista es una especie de catálogo posible del no-desierto: hay personas, palabras, oralidad y escritura, que desarticulan la ficción de desierto construida sobre los territorios alejados del centro. Son 41 las personas que se hacen palabras en la revista (son las mismas que hacen los libros), bien diferentes entre sí: docentes, artesanes, escritores, artistas plásticos, psicólogues, músicos, actores, arquitectes, bibliotecaries, titiriteres, historiadores, periodistas, cineastas, bailarines. Esa heterogeneidad hace redes en un territorio que trasciende los límites municipales para construir una zona de cruces en el noroeste de la Provincia de Buenos Aires: Lincoln, Junín, Chacabuco, General Pinto. Se trata de una comunidad que nace desde abajo y desde adentro para crear “una revista que nos mira desde la misma tierra donde nos paramos” (AA.VV s/p).
Si se mira y escucha esta revista con ojos y oídos de archivo por venir, es decir, como política de lectura atenta a detectar formas de vida latente allí donde los grandes relatos han mostrado sólo la muerte y el vacío[9], podemos afirmar que esta revista abre un catálogo de huellas supervivientes. El catálogo editorial es la materialidad de las decisiones editoriales, en el que los textos y libros publicados hacen un efecto de conjunto, hacen sentido, construyen espacios de lo común, comunidades, lazos y formas de intercambio que pueden intervenir y tensionar las lógicas de mercado (Stedile Luna 129-147). La aseveración de López Winne y Malumián que cita la investigadora y editora Verónica Stedile Luna nos ayuda a encontrar la particularidad de la revista en relación con los catálogos editoriales: “El catálogo es la voz del editor y debe expresar una mirada sobre el mundo al momento de curarlo y decidir qué títulos son ajenos y cuáles propios” (15). De este modo, la revista Tapera del Desierto no se presenta como un mensaje del editor sino como el mensaje de la comunidad editorial que excede los límites del texto publicado para catalogar el no desierto más allá del libro (como forma y dispositivo dominante en las instituciones para leer y ordenar la historia y la literatura). Las 41 personas que conforman la comunidad se presentan y, a la vez, muestran el paisaje, las voces, los personajes, las imágenes, los modos de leer y sus reflexiones respecto al territorio que habitan e intervienen. Cada une tiene ese espacio para presentarse a través de una sección de la revista que prometen continuar en los siguientes números[10].
Asimismo, no se trata, para la mirada y la escucha crítica, de lo que la historia preponderante del libro y de la edición podría llamar un “catálogo”, que presenta una lista de libros y de textos publicados, sino que se expande más allá de los bordes del texto. A través de la presentación de las personas que construyen la comunidad editorial, la revista alista los personajes, las costumbres, las voces, los objetos que construyen el paisaje del noroeste de la provincia de Buenos Aires[11]. En este caso, ponemos la mirada y la escucha en aquellos espacios en que la escritura reescribe las voces que construyen este paisaje. Desde el primer texto, se presenta el territorio de encuentro (la tapera) y su paisaje:
Ahora estamos todxs abocados a tender la mesa, la larga mesa hecha de tablones montados sobre pilas de ladrillos (donación de la ex pared de la pieza del fondo de la tapera). No faltan las guirnaldas hechas con hojas de eucaliptus, flores de calabazín y jazmín paraguayo, y, en una ostentación de color y perfumes, desbordan varias jarras, a la sazón floreros, de verbenas, caléndulas rosas, fresias y flores de cardo. Y lo mejor del decorado lo pone el movimiento continuo de la pampa: las gambetas virtuosas de las liebres, el sisear concéntrico de las alas de los chimangos, la vertiginosa inmovilidad de las vacas pastando, la chispa incesante de los mistitos entre el pastizal [...]. Y estamos la gente, claro. Somos muchos los que trajinamos de acá para allá (AA.VV s/p).
La tapera que presenta la revista se aleja y discute la definición de los diccionarios que presentamos anteriormente, donde se la describe como inhabitable y vacía. Desde la mirada del archivo, del arte y la literatura, la tapera puede pensarse como el resto y la resistencia ante la desertificación. La editorial Diario del desierto toma la palabra tapera para nombrar el espacio de encuentro como “guiso cultural revuelto por el viento” (AA.VV s/p). Le quita la precariedad para valorar que “todo el alrededor de la tapera luce bien barrido” (AA.VV s/p). Y trae una voz entrecomillada que advierte que “seremos crotxs pero no ignoramos las ventajas del orden y el aseo” (AA.VV s/p). La tapera es el espacio en el que todxs se abocan alrededor de una mesa, donde todxs hablan con todxs. En un paisaje que es, por un lado, guirnaldas hechas con hojas de eucalipto, flores de calabacín y jazmín paraguayo; caléndulas, rosas, fresias y flores de cardo, liebres, chimangos, vacas, pastizal, lagartos overos, árboles, tarariras, lagunas, perdices. Y también la gente: “Y estamos la gente, claro” (AA.VV s/p), dice. La gente está del lado del paisaje y el encuentro. Pero, por otro lado, es también “el glamoroso glifosatismo, mental y material, y la urnosa manera de ver la existencia, entre otras mancas truncas de alimentar la tristeza” (AA.VV s/p). A esto resiste la tapera: a la precariedad, el abandono, la suciedad y el mal estado con que se lo nombra desde los diccionarios. Y a la tristeza, también.
Podemos vislumbrar la predominancia de la imagen pictórica en la manera de describir este paisaje, con las imágenes potentes de las personas alrededor de la mesa, las guirnaldas de fauna pampeana y los animales típicos de la región. Sin embargo, a lo largo de la revista, encontramos otra manera menos convencional de construir el paisaje, no desde la mirada sino desde la escucha: otro sentido que resulta constitutivo al momento de escribirlo y catalogarlo. Nos interesa la recuperación de las voces y sonidos que se oyen en el noroeste de la provincia de Buenos Aires, el modo en que la comunidad editorial Diario del desierto escucha y transcribe los sonidos y las voces que circulan, pero también los construyen a través de una reescritura de voces y de estructuras sintácticas propias de la oralidad para escribir sus presentaciones.
A los fines de este artículo y para comenzar a abordar estas cuestiones, mencionaremos solo dos fragmentos de la revista en los que se materializan estas huellas, en los que se catalogan algunas de las voces constitutivas del paisaje. En “Costumbres linqueñas”, Marina Iticovici relata lo siguiente sobre su regreso a la localidad: “Cuando volví a Lincoln, me di cuenta que la charla entre comerciante y cliente, en cualquier negocio al que entrara, parecía prácticamente obligatoria” (AA.VV s/p) y, también, “La primera navidad que pasé en Lincoln en mi nuevo barrio, un vecino nos deseó felices fiestas en calzoncillos, desde la vereda de enfrente” (AA.VV s/p). Ese grito se escucha cuando lo leemos, aparecen los calzoncillos, la calle angosta y la ventana por la que se asoma el vecino. Marina construye el paisaje en ese grito que reescribe. Asimismo, se citan las mitologías populares de transmisión oral. En “Yuyerías”, Josefina Piolucci recupera la historia y las tradiciones en torno a la ruda: “la mitología popular recomienda tener una ruda en la entrada de la casa (a la derecha) [...] Hace días atrás, volviendo de cosechar, nos cruzamos, al costado de la ruta, con una casa muy pequeña, vieja o abandonada [...] Una ruda había crecido tapando casi la mitad de la puerta de entrada” (AA.VV s/p). Aquí la oralidad, además de ser parte del paisaje como veíamos en “Costumbres linqueñas”, condiciona su organización: la mitología popular dice que la ruda va a la derecha de la entrada y eso se materializa en el paisaje que se describe.
En la “tapera” de Quiñihual
En el año 2006, se crea Estación Pringles, un proyecto de plataforma poética y artística desarrollado en el territorio de Coronel Pringles, ubicado al sudoeste de la provincia de Buenos Aires. Allí, al igual que la gran mayoría de los pueblos de Buenos Aires, habitan pequeñas estaciones de ferrocarril ya desafectadas para su uso público. El tren que por allí pasaba no solo conectaba con un centro político y económico (siempre la ciudad de Buenos Aires, la capital nacional) sino, además, interconectaba pequeñas estaciones alrededor de las cuales las personas dedicadas al trabajo rural o ferroviario organizaban y desarrollaban sus vidas. La desaparición paulatina del tren fue vaciando estos puntos del mapa bonaerense, ya que hizo desaparecer también las fuentes laborales. A su vez, fue colaborando una vez más en una fuerte campaña de centralización territorial. No obstante, esas pequeñas estaciones aún quedan erguidas ante nuestros ojos para recordarnos lo que alguna vez existió. Aunque también, ya veremos, para recordarnos un nuevo desafío: qué hacer, cómo mirar, cómo escuchar y cómo dar a leer nuevos restos.
Estación Pringles, decíamos, entonces, fue fundado por los escritores Arturo Carrera, César Aira, los artistas visuales José Cambre y Alfredo Prior y la gestora cultural Chiquita Gramajo[12]. Estación Pringles consistió –y lo enunciamos en pretérito porque el proyecto dejó de ejecutarse en el año 2015, principalmente, por falta de recursos económicos para su mantenimiento– en la reactivación, justamente, de esas estaciones. Lo hizo no ya mediante la maquinaria del tren, tarea que supone una política de intervención por parte del Estado, sino mediante la poesía y el arte en manos de un conjunto heterogéneo de personas y de saberes. Entre las acciones colectivas realizadas se encuentran: kermesses, concursos de manchas, murgas, justa de payadores, caravana de declamadoras, muestra de poesía ilustrada, recitales, encuentro de artistas, traductores y escritores, talleres de escritura dictados por escritores reconocidos para las maestras rurales, residencia para escritores nacionales e internacionales, intervenciones artísticas en zonas rurales y en edificios de Francisco Salamone, concursos literarios, ediciones de libros de poesía, visita de docentes y estudiantes universitarios con fines académicos y recuperación de espacios colectivos y con memoria histórica como la escuela rural N° 21 de Quiñihual y la estación de trenes, hace años ya desafectados, como hemos venido insistiendo, para sus usos públicos.
Fig.5. Interior de los restos de una construcción en estado de derrumbe ubicada al borde de las vías de ferrocarril de la Estación Quiñihual (2020).
Fig. 6. Interior de los restos de una construcción en estado de derrumbe ubicada al borde de las vías de ferrocarril de la Estación Quiñihual (2020).
Yendo detrás de las huellas que este proyecto colectivo dejó en el territorio, llegamos a Quiñihual, un punto del mapa bonaerense que, si bien llegó a tener numerosos habitantes, en el 2008 contaba con 10 y hoy en día solo tiene 1, Pedro Meier. Él es el encargado del único almacén de ramos generales de la zona que abre sus puertas a trabajadores rurales o viajeras/os no solo para vender neceseres, sino también para sociabilizar. En ese lugar de encuentro, el proyecto Estación Pringles dejó, sobre un mueble enorme que oficia de estantería, una biblioteca ambulante de libros contemporáneos donados por sellos editoriales con prestigio en el circuito académico, tales como La Marca y Mansalva, por ejemplo; también por el poeta Arturo Carrera. Frente al almacén de ramos generales, se encuentran las vías del ferrocarril, la estación de tren de Quiñihual, los galpones que servían como talleres ferroviarios y restos de casas de ladrillos y hormigón en las que vivían los trabajadores de esos talleres junto sus familias (así cuenta Pedro Meier). En el interior de una de esas taperas, es posible avistar una imagen que deviene un texto de ladrillo muy particular[13]. Si bien a simple vista esa imagen nos devuelve una construcción en estado de derrumbe y de abandono, en una segunda mirada desviada y descentralizada, el interior de esa tapera nos permite conectar con otro texto, con otro fragmento de historia: el legado por la artista Mirtha Dermisache[14]. Una pieza visual que, tal vez, por qué no, haya sido incluso, en su proceso de creación, contemporánea a la de Quiñihual:
Mirtha Dermisache. Tinta sobre papel, 28,1x23, 2 cm. Piezas de la serie “Fragmento de historia 2”, 1974. Disponibles en Legado Mirtha Dermisache: http://mirthadermisache.com/obras_ver.php?i=55&c=2&t=1
Si la mirada desde el archivo como método de lectura es la que se pone a reunir los restos, a exhumarlos y a establecer conexiones dispares entre partes, impulsadas por una lógica de sentidos diferente a las dominantes en las ciencias sociales; a la vez, por ello mismo, es la que nos permite recuperar las emergencias hasta entonces no vistas y establecer otros repartos de lo sensible (Antelo s/p.). Leer la pieza de ladrillo de Quiñihual junto con las piezas visuales y textuales de Mirtha Dermisache nos habilita a decir que, en esos fragmentos, hay arte, hay poesía. Si entendemos la poiesis, desde una de sus concepciones fundantes, como un punto o lugar en el que radica un principio de creación, la fuerza de un comienzo capaz de emerger en cualquier momento (Rivera Cusicanqui Ch’ixinakax Utxiwa 32-33), o, “el vigor que da el vacío y la posibilidad que éste abre para el que busca una verdad nueva: la poesía de la acción” (Carrera 26), los restos de ladrillos conservados en la tapera de Quiñihual contienen dicha apertura y dicha potencia. Se hacen huella superviviente. Son capaces, inclusive, como decíamos al comienzo, de visibilizar filiaciones negadas, disputas solapadas y vacilaciones, en un rumbo que puede coexistir con otros posibles (Goldchluk “El archivo por venir”). En el sentido de esta fuerza poética, Faustino Sarmiento, una de las figuras fundacionales de la literatura y territorio nacional, afirmaba que en la experiencia estética del aparente vacío y en la curiosidad por saber qué hay más allá del desierto habitaba una pregunta con la que rastrear y escribir la poesía nacional:
¿Qué impresiones ha de dejar en el habitante de la República Argentina el simple acto de clavar los ojos en el horizonte y ver… no ver nada?” […] Cuanto más hunde los ojos en aquel horizonte incierto, vaporoso, indefinido, más se le aleja, más lo fascina, lo confunde y lo sume en la contemplación y la duda. ¿Dónde termina aquel mundo que quiere en vano penetrar? ¡No lo sabe! ¿Qué hay más allá de lo que ve? La soledad, el peligro, el salvaje, la muerte. He aquí ya la poesía (Sarmiento 9).
El encuentro con la tapera de Quiñihual ha habilitado, antes que todo, la pregunta por cómo mirar esos restos en la posterioridad; con qué dispositivos y con qué otros fragmentos mirarlos para reponerles una agrupación y un conjunto; finalmente, cómo darlos a ver para que sean legibles desde su fuerza poética y no desde el derrumbe o el estado de pérdida inminente. De este modo, mirar las taperas de Quiñihual con la obra de una autora como Mirtha Dermisache, quien ha interrogado insistentemente con trazos, soportes y medios de circulación las instituciones modernas, incluso desde una labor también pedagógica,[15] permite varias acciones. En primer lugar, explorar el espectro de los trazos y diálogos imaginarios entre el paisaje y los restos que resguarda en su propia exterioridad. En segundo lugar, despuntar los pequeños tesoros que han quedado afuera del entretejido de la historia moderna y de la institución archivística (Artières 22-8. En tercer lugar, mirar, a su vez, en el movimiento pendular que suponen las imágenes y los archivos (Didi-Huberman 19), las piezas de Dermisache junto con la tapera de Quiñihual permiten otorgar nuevo sentido a los propios fragmentos de la autora. Esa conexión invita a sacarlos de su contexto de producción, 1974, y ponerlos a funcionar nuevamente en un aquí y un ahora al que tal vez nunca hayan pertenecido ¿O sí? ¿Con qué fragmentos de la historia trabajó Dermisache? ¿Y si estaban hablando del libro, las líneas y los lenguajes por venir? ¿Qué relato puede este libro volver a armar sobre la historia de Quiñihual? ¿Qué memoria poética del lugar esas piezas resguardan? Tal vez, la potencia poética de los trazos de Mirtha Dermisache iba incluso más allá de donde la cultura letrada y la crítica especializada creyó encontrarla. Su fuerza irradia, ahora, luz sobre los trazos de una obra inimaginable que, si bien esperaba por fuera de la institución artística y literaria, conversaba en silencio con la suya propia.
El diálogo entre el texto de ladrillo que hoy aguarda en la tapera de Quiñihual y el de tinta sobre papel que hoy aguarda en el Archivo Dermisache[16], producen, entre esos objetos, una experiencia semiótica particular, como nos invita a pensar Julio Prieto en “La línea pseudoalfabética: apuntes sobre lo ilegible en Mirtha Dermisache y León Ferrari”. En un contexto de crisis de los paradigmas de legibilidad establecidos y, entre los muchos procedimientos de reducción sémica que el arte del siglo XX opone al cultivo de la “gran frase (neo)clásica”, Prieto se detiene en lo que denomina “el repertorio de la línea pseudoalfabética” (2). Se trata de una serie de prácticas que oscilan entre la literatura, la poesía visual y las artes plásticas y que exploran el espectro de los lenguajes hipotéticos, inventados o imaginarios en su forma más evanescente, produciendo una serie de experiencias semióticas en infrarrojo que ponen continuamente en juego lo que, con términos de Foucault (19), Prieto (2) denomina el vínculo “infinito” entre lo legible y lo visible. En vez del período o la frase (neo)clásica, ahora el elemento productivo es la línea “pseudoalfabética”: “la línea en cuanto elemento textual o unidad semiótica reducida a su visualidad y a su materialidad, movilizada en un parpadeante umbral entre la (esfumada) promesa de sentido y la performatividad de un acto verbal indiscernible” (Prieto 2). Con esta lectura, se acentúan las circunstancias externas o materiales de los trazos e inscripciones, así como también su capacidad de proyección: “la escritura, vale decir, cobra relieve como acción corporal y como gesto inventivo, intervención gozosa de la línea donde el ojo y la mano tienen precedencia sobre la razón del lenguaje” (Prieto 2).
Esta conversación entrelíneas es también el nexo coordinante que alguna vez propició el paso del tren por la estación de Quiñihual. Una vía capaz de conectar aquello institucionalmente legible y visible con aquello que, ante los ojos de los centros letrados, solo son fragmentos de la historia. Y más aún: es una vía capaz de conectar los “Fragmentos de la historia” de Mirtha Dermisache con aquello que, ante los ojos que miran y dan a leer desde los grandes centros, solo son restos arqueológicos de las políticas del desguace, del desierto. Tal vez, este puente imaginario colabore en la reescritura de la historia y de su gente con otros “libros” y con las nuevas caligrafías de las huellas que, confiamos, vendrán desde el pasado nuevamente.
Compromiso
“Y estamos la gente, claro. Somos muchos
los que trajinamos de acá para allá.”
Tapera del desierto, Ludovico Fonda
“Y sin embargo
hay alguien.”
Las cuatro estaciones, Arturo Carrera (49)
Les invitábamos al comienzo de este trabajo a recorrer las taperas de Buenos Aires desde una mirada distinta a la ofrecida por los diccionarios y los relatos del desierto. Recorrer el territorio trazado desde las coordenadas que los archivos por venir, la literatura y el arte colectivo nos ofrecen, nos permite ir detrás de huellas supervivientes que no suelen ser percibidas o atendidas como tales por las ficciones centralizadas y desertificadoras. En la tapera de Quiñihual, no hay solo restos de paredes derrumbadas. También hay poesía, caligrafías o formas de escritura ahora legibles, una vez que las acciones colectivas de Estación Pringles y los fragmentos de Mirtha Dermisache han colaborado en iluminar y dar a leer el comienzo de una historia posible del no desierto con nuevos “libros”. En la tapera de Lincoln, no hay solo campo abierto. También hay redes, vínculos interpersonales, una puesta en común de saberes desjerarquizados y de voces heterogéneas que siembran comunidad sobre un estado de aridez impuesta, dando luz, a su vez, a un catálogo posible del no desierto.
Es necesario pues, desde nuestras disciplinas y ámbitos de estudio, como nos recuerda Canal Feijóo en Ensayo sobre la expresión popular artística en Santiago (18-25), ponernos a imaginar la historia y a crear otra historia con los archivos por venir. Si bien, ante los ojos de la historia de la literatura, estos son archivos ficcionales porque aún se hallan en un incipiente proceso de reunión y de consignación, para nosotras son también poéticos, anticipatorios y políticos, en tanto emergen desde el vacío legado con una potencia creativa, imprevisible y transformadora, capaz de sembrar el territorio con los viejos archivos que vendrán.
Para que esta ficcionalidad sea en verdad prometedora es necesario insistir en políticas de lectura que amplíen los conceptos y los modos de pensar en nuestras disciplinas y métodos de estudio. Abrir, quitar los alambres de púa de nuestras percepciones, volver a conectar, diagramar nuevos recorridos y distribuir son prácticas y operaciones de lectura más que necesarias para convertir nuestras taperas en rastros valiosos y supervivientes que el paisaje ha resguardado como uno de otros tantos restos tangibles. Este gesto de ampliación nos conduce, pues, a pensar nuevas formas de textos, de bibliografías, de catálogos y de restos en estado de archivación y nuevas formas de domiciliación para esos materiales que no encuentran aún un edificio o espacio institucional que los resguarde. Por el contrario, se trata de un vacío de ellos en el territorio, la huella de una falta, capaz de convertirse, ante la coordenada del triángulo arte-literatura-archivos por venir, en una tapera desobediente, en un texto ilegible, en un paisaje ferroviario que se mueve de lo real a lo estético y viceversa, en un catálogo de voces, redes y textos múltiples. Este desplazamiento conceptual constituye, al igual que las acciones colectivas llevadas a cabo por la revista Tapera del desierto y por el proyecto Estación Pringles, un acto de exhumación (Derrida “Biodegradables” 821.; Gerbaudo 83-4) que además de rescatar objetos en estado de pérdida potencial y de valorizar géneros, entramados, voces y textos silenciados, corre de lugar al archivo y a las nociones que rodean su constitución para llevarlas a leer a otro lugar y desde otro lugar. Aquí, esos lugares han sido las taperas de Lincoln y de Quiñihual: un espacio para la ficción que se imagina, se hace y (com)promete.