INTRODUCCIÓN
Escena cotidiana en los hospitales públicos, decenas de personas suelen apiñarse en pasillos y salas. Como intrusos suspicaces permanecen alertas al movimiento de los empleados, a la voz que llama su nombre o número, al paso de los profesionales. […] Acceder a la atención implica […] un itinerario de búsqueda y obtención de turnos para habérselas con análisis clínicos, estudios radiográficos, interconsultas, derivaciones. Lo hemos denominado “carrera del paciente de hospital público”. Este itinerario de esperas interminables, solicitudes de turnos, consultas, cuyo ciclo se inicia y reinicia permanentemente, tiene para quien sufre una marca obvia e irreductible: en el proceso, el padecimiento inicial amenaza permanentemente convertirse en enfermedad que se va cronificando (o agudizando, según los casos) a partir de la trayectoria impuesta por la consulta médica y el circuito burocrático-institucional de atención.1
Este extracto corresponde a un informe sobre acceso a la atención en hospitales públicos de la Ciudad de Buenos Aires realizado para la Defensoría del Pueblo en 2003. Escenas como la retratada aparecen recurrentemente en nuestros estudios sobre la institucionalización de la atención de enfermedades, daños, padecimientos y otras causas en hospitales públicos del Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA) durante los últimos 15 años2,3,4,5,6. Para su descripción y análisis, el tiempo y el espacio emergen como dimensiones significativas.
Ronald Frankenberg ha analizado el pasaje de las personas que demandan atención, desde el “afuera” hacia el “adentro” de la institución hospitalaria, en el que se imponen nuevos espacios y temporalidades. Al respecto afirma que “la medicina, en su expresión actual” puede entenderse en parte como “una cultura de la espera”7, en la que la flexibilidad en el manejo del tiempo es proporcional al estatus y la autoridad de los distintos actores.
Este artículo presenta algunos resultados de una etnografía realizada en un centro obstétrico de un hospital del Gran Buenos Aires a partir de una discusión de la dimensión espacio-temporal de la trama de relaciones, prácticas institucionales e itinerarios de personas y grupos, que se tramitan cotidianamente en la atención hospitalaria. Analizamos la organización de la atención médica, los dispositivos y secuencias institucionales que transforman los problemas de las personas en problemas “resolubles” médicamente8, las modalidades de implementación burocráticas, los acuerdos, las negociaciones, las disputas, las distintas interpretaciones, los modos de designación y clasificación y los supuestos implícitos en la definición de los sujetos y sus necesidades9.
Luego de explorar los aportes de investigaciones sociales en servicios de salud en nuestro país y de precisar los puntos de partida y las definiciones conceptuales y metodológicas, el texto se organiza sobre la base de la reconstrucción etnográfica de distintos momentos de la atención obstétrica y sus implicaciones teóricas, entramando así descripción y análisis y apuntando al diálogo entre etnografía y teoría10.
La etnografía en la investigación en servicios de salud
Durante los últimos años, tanto en Argentina como en la región, se han producido desde las ciencias sociales numerosas investigaciones sobre servicios de salud. Analizar este vasto campo escapa a los objetivos de este artículo. Sin embargo, la referencia a algunos de estos trabajos, especialmente a aquellos que analizan servicios de salud en el AMBA, permite situar en términos generales el campo de discusiones y hallazgos en el que se inscribe nuestra investigación.
Algunas investigaciones se orientan a analizar la organización del sistema público de salud desde la perspectiva de la gestión territorial y los regímenes de implementación de políticas a nivel local. En este conjunto de estudios se analiza el proceso histórico de conformación del sector salud en municipios del Gran Buenos Aires desde una perspectiva enfocada en los procesos de descentralización sectorial y los escenarios político-institucionales locales. Así, se propone reconstruir “la arquitectura particular del sector en el nivel local, echar luz sobre los actores, las dinámicas locales, las decisiones tomadas y sus relaciones con procesos más generales”11. Se abordan las políticas locales y la coparticipación provincial por salud12; las prácticas de abastecimiento de medicamentos en hospitales públicos de la ciudad de Buenos Aires13; el financiamiento, los recursos y las estructuras administrativas de la gestión hospitalaria en cuatro hospitales de la provincia de Buenos Aires14; la accesibilidad de la población a la atención de su salud en los efectores municipales de dos municipios del Gran Buenos Aires15,16; entre otros. En un estudio se relevan las condiciones diferenciales de accesibilidad al control del embarazo y la atención del parto en distintos efectores de salud de municipios de la provincia de Buenos Aires17. En general estos estudios articulan el análisis de varias fuentes de información como encuestas en hogares, encuestas a directores y profesionales de efectores de salud, entrevistas en profundidad a funcionarios y directivos del sector salud y fuentes hemerográficas, normativas y estadísticas sectoriales18.
Los estudios etnográficos en instituciones de salud se orientan en general al análisis de las categorías y saberes profesionales, así como también al de las interacciones personal-pacientes y sus experiencias de atención. Incluimos aquí los estudios sobre trayectorias terapéuticas y prácticas de cuidado de la salud en poblaciones específicas: personas que padecen migraña19, personas afectadas por el VIH-sida20, migrantes con tuberculosis21,22, usuarios de drogas ilegales23, pueblos originarios24,25, entre otras. Un número significativo de estas etnografías explora las perspectivas terapéuticas, las categorías diagnósticas y los criterios de internación y/o los aspectos cotidianos de la vida institucional en hospitales psiquiátricos y servicios de salud mental26,27,28,29,30. En particular, los trabajos etnográficos en servicios de obstetricia y/o ginecológicos abordan las prácticas y representaciones de profesionales, la dinámica de los programas, las experiencias de las mujeres, los procesos de discriminación y la construcción médica del cuerpo de la mujer31,32,33. El análisis de los procesos de implementación local de políticas públicas, en su caso de las políticas dirigidas a la madre y el niño, está en el centro de la mirada de Pozzio34 en su etnografía de las interacciones cotidianas entre agentes estatales y mujeres en un centro de salud del Gran La Plata (provincia de Buenos Aires). Su trabajo apunta a entender “los diferentes modos de concebir a las mujeres, la maternidad y el género de parte de los distintos actores sociales que dan vida a las políticas públicas de salud”34.
La dimensión espacial y/o temporal de las instituciones de salud es tema central en algunos trabajos. Crivos35 analiza la disposición espacial, la organización general, las prácticas rutinarias y las interrelaciones entre miembros del personal de un hospital escuela para concluir que la estructura vertical del hospital y la transformación del enfermo en paciente producen lo que la autora denomina “inversión de la relación de servicio” por la que el paciente pasa a estar “a disposición del hospital”35. A partir de la noción de “trabajo rutinizado”, Ferrero36 indaga “el lugar que asume el tiempo” y “las formas sociales de regularlo” en la organización de los cuidados médicos en un centro de atención primaria de la ciudad de Buenos Aires. La autora focaliza en el análisis etnográfico del procedimiento de asignación de turnos, entendiéndolo “como una forma de actividad ritualizada en tanto presenta un carácter formal, convencional y simbólicamente expresivo de las relaciones sociales que se producen en el contexto de esa institución”36. Por su parte, Visacovsky37 analiza las formas en que se construye la identidad psicoanalítica de los profesionales a partir de los usos espaciales en el servicio de salud mental del “Lanús”. Por fuera de las instituciones biomédicas, cabe asimismo recuperar los desarrollos de Auyero38, quien analiza la espera, su normalización y la percepción del tiempo de potenciales beneficiarios de la asistencia social del Estado, en la provincia de Buenos Aires, en sus encuentros cotidianos con funcionarios y políticos. A través de lo que designa como una “tempografía” de la dominación38, plantea que la experiencia de la espera en las instituciones del Estado crea y recrea subordinación entre los “pobres urbanos” quienes “aprenden” a ser “pacientes del Estado” a partir de la producción y reproducción de incertidumbre y arbitrariedad, condiciones ya presentes en sus vidas cotidianas.
METODOLOGÍA
Partimos de la noción de “heterología”39 de los procesos de salud-enfermedad-atención40 y, por tanto, de la necesidad del abordaje etnográfico en el estudio de estos procesos. Esto supone que el padecimiento y el tratamiento se constituyen a partir de una multiplicidad de voces, prácticas y perspectivas y se producen como una totalidad, conformándose en la intersección de relaciones entre instituciones, actores, biografías e interacciones cotidianas.
Desde este abordaje, la institución se nos presenta como proceso en el que las relaciones se construyen, se cuestionan, se mantienen y se transforman permanentemente. En este marco, recuperamos la perspectiva desarrollada por Menéndez41,42 y su priorización descriptiva y analítica de las prácticas de personas y grupos. El autor afirma que:
…son sus actividades las que relacionan de una manera determinada a los diferentes servicios y son ellos y su “carrera del enfermo”, sus “estrategias de supervivencia”, etc., las que establecen la red de relaciones de servicios y no cada uno de los servicios de salud en sí.41)
Proponemos un enfoque teórico-metodológico que, tomando prestada la expresión de Petryna43, denominamos “prismático” en referencia a un “ángulo de inserción”44 que, enfocado en las prácticas cotidianas y los itinerarios de personas y grupos y sus modalidades individuales y colectivas de percibir, interpretar, demandar y atenderse por diversos padecimientos, busca captar cómo se “reflejan”, “refractan” y “transforman” las políticas de salud, los modos de gobierno de las poblaciones y las condiciones de desigualdad en las instituciones de salud.
A partir esta perspectiva, analizamos las relaciones entre prácticas institucionales, rutinas cotidianas y los itinerarios de las mujeres que se atienden, cursan sus trabajos de parto y paren en el centro obstétrico de un hospital general de un municipio del Gran Buenos Aires. Entre 2007 y 2011, concurrimos allí procurando seguir la dinámica de la vida cotidiana hospitalaria45. El trabajo de campo incluyó la observación en la unidad de obstetricia (salas de espera, consultorios externos, sala de ecografías, sala de internación, centro obstétrico, entre otros) y en otros espacios como el servicio de turnos y estadísticas, las oficinas del servicio social, el hall central, las cabinas donde se asignan los turnos, la farmacia y los pasillos de espera. Se realizaron además entrevistas a jefes de servicio, médicos/as obstetras, enfermeros/as, trabajadoras sociales, personal del laboratorio y del servicio de estadísticas y turnos, voluntarios/as y pacientes. Las entrevistas siguieron una guía con pautas abiertas y fueron grabadas digitalmente, previo consentimiento del/la entrevistado/a. El proyecto de investigación y los modelos de consentimiento informado utilizados con el personal de salud y pacientes fueron revisados y aprobados por el Comité de Ética del hospital en estudio. Para preservar el anonimato de los/as participantes de la investigación se omiten los nombres o se utilizan nombres ficticios.
EL ABORDAJE RELACIONAL DEL ESPACIO-TIEMPO EN SERVICIOS DE SALUD: ALGUNAS PRECISIONES CONCEPTUALES
En este trabajo exploramos la dimensión espacio-temporal de la atención hospitalaria atendiendo tanto a la materialidad, la distribución y los usos de los espacios como a la organización y el manejo de los tiempos institucionales. Siguen en este sentido algunas precisiones conceptuales. Como ha planteado Foucault46, uno de los grandes procesos que caracterizan al “despegue” de la medicina a partir de fines del siglo XVIII es la transformación del hospital en un “aparato de medicalización colectiva”46. El autor atribuye el desarrollo de la medicina hospitalaria al desarrollo de la medicina urbana y a la introducción de las técnicas de poder disciplinario, poder que implica la vigilancia y el control de los cuerpos individuales de los enfermos, separados ya de la vida doméstica. Así, el espacio hospitalario se torna objeto central de intervención médica a través del estudio de las localizaciones, las distribuciones y los desplazamientos. Visacovsky37 destaca, a partir de su análisis de El nacimiento de la clínica, que “la dimensión espacial es crucial en la constitución del saber médico” ya que el surgimiento de la mirada médica, a partir del siglo XVIII, es consustancial al desarrollo del espacio hospitalario medicalizado37. Ha de señalarse, empero, que este lugar teórico central asignado a los saberes y prácticas médicos y los procesos de medicalización tiende a desplazar analíticamente las relaciones y procesos institucionales y la experiencia de los enfermos, al subsumir su protagonismo y actividad en las condiciones establecidas por la mirada profesional. Un notable aporte a esta cuestión lo ha hecho, desde la historia, Armus47, quien discute “la supuesta pasividad” de los enfermos de tuberculosis en Argentina entre 1870 y 1940, mostrando sus diversas acciones y reclamos y los modos a través de los cuales estos “se las ingeniaron para lidiar con el saber y las prácticas de los médicos”47.
En su trabajo etnográfico en un hospital universitario de Brasil, Recoder3 abreva en Simmel y el interaccionismo simbólico para abordar cómo las actividades y prácticas de los sujetos y grupos sociales se configuran en su relación con el espacio, a la vez que lo construyen al otorgarle sentido. La autora señala que las posibilidades del espacio hospitalario definen la variabilidad de temporalidades existentes y las características de las interrelaciones que en él se suceden. El hospital produce, a través de sus diferentes espacios, los tiempos, las formas y significados del conjunto de interacciones y prácticas que, en su interior, se crean y recrean. Pero también, estos espacios son producidos por las interacciones de los diversos actores que intervienen en el proceso de atención, que dicen y escuchan, hacen y observan diferencialmente en cada espacio y frente a cada persona.
En su estudio, Visacovsky37 apela a “la ayuda de una mirada constructivista del espacio en el que las experiencias prácticas del mismo [son] a la vez una dimensión de su constitución”. Recupera en parte a De Certeau y distingue cuatro operaciones a través de las cuales los actores se apropian del espacio y lo construyen “en la medida en que lo usan”37. Estas son las operaciones de nominación, de establecimiento de un orden, de creación de un lenguaje y de narrativización.
Por nuestra parte recuperamos la distinción de De Certeau entre “lugar” y “espacio”. Según el autor, un lugar “es el orden (cualquiera que sea) según el cual los elementos se distribuyen en relaciones de coexistencia”, esto es, una configuración instantánea de posiciones estables. Hay espacio, afirma, “en cuanto se toman en consideración los vectores de dirección, las cantidades de velocidad y la variable del tiempo”48. El espacio es un “lugar practicado”, el efecto de múltiples prácticas que lo orientan y lo temporalizan, siendo por tanto ambiguo, polivalente y móvil. Corresponde así al espacio una determinación que opera a través de las acciones de sujetos históricos. En este marco, en nuestras etnografías el mapa y sus coordenadas de lugar son acompañados por los recorridos, esto es, por las operaciones significativas que “fabrican” el espacio. Esos recorridos a la vez “temporalizan” el espacio, establecen secuencias y marcan la separación entre tiempo social y tiempo hospitalario.
Caracterizamos, entonces, espacio y tiempo a partir de los procesos que los definen, siendo por tanto necesario enfocar en “el carácter relacional del espacio-tiempo más que en el espacio aisladamente”49. Seguimos de este modo a Harvey, quien, a partir de Lefebvre, presenta la triple dimensión del espacio: material, representada y vivida, abriendo a las sensaciones, emociones y los significados incorporados en la vida cotidiana. Así, afirma, “la experiencia física y material del orden espacial y temporal está mediada […] por la manera cómo espacio y tiempo son representados” y por cómo “estos espacios de representación integran nuestro modo de vivir en el mundo”49. En nuestro recorte, los espacios-tiempos hospitalarios son, entonces, simultáneamente materiales, simbólicos y sociales y lugares sustantivos en los procesos de conformación de las experiencias de la enfermedad20.
El sistema de salud local
Los principales indicadores socioeconómicos del municipio señalaban la presencia de contrastes sociales y una marcada segmentación espacial. Según datos del Censo Nacional de Población, Hogares y Viviendas de 2010, un 11,2% de los hogares mostraba al menos un indicador de necesidades básicas insatisfechas (NBI), siendo este valor de 9,3% a nivel país, 8,2% en la provincia de Buenos Aires y 9,3% en los 24 partidos del conurbano bonaerense. Un 46,2% de los habitantes del municipio solo contaba con la cobertura del sistema público de salud50.
A su vez, los datos del sistema estadístico de la provincia de Buenos Aires sobre los servicios de salud locales indicaban -para el período del trabajo de campo- escasez de recursos físicos con relación a la cantidad de población y un uso intensivo de los recursos disponibles. Si tomamos el año 2011, es posible observar que la cantidad de habitantes por establecimientos sin internación, como los centros de atención primaria de la salud (CAPS), era de 3.735 en la provincia y de 12.635 en el partido. Asimismo, en ese año se registraba una relación de 0,4 camas (agudas y crónicas) por 1.000 habitantes, siendo 1,8 el valor provincial; el giro cama alcanzaba un valor de 50,5 mientras que en la provincia de Buenos Aires era de 32,8; el porcentaje de ocupación de camas se estimaba en 81,6% siendo de 75,8% en la provincia y el promedio de días de estadía hospitalaria era de 4,5 días, un valor inferior al provincial, estimado en 8. Estos últimos valores indican tiempos más breves de internación, lo que podría asociarse, en principio, al predominio de la atención de partos (que requieren generalmente entre 2 y 5 días de internación) respecto de los efectores del partido. En 2011, este fue el segundo municipio con mayor cantidad de partos en la provincia, con el 5,3% del total provincial (144.961). La relación parto/cesárea fue de 21,2 en el municipio, por debajo de la media provincial estimada en 30,651.
En el período 2007-2011, el funcionamiento de los centros hospitalarios estuvo periódicamente interrumpido durante lapsos variables de tiempo por paros del personal de salud, por falta de recursos humanos (especialmente anestesistas) o plazas de internación y/o por reformas edilicias que se extendían indeterminadamente. Asimismo, se registraba una fuerte concentración de los centros de atención (primaria u hospitalaria) en algunas zonas del municipio, con los consecuentes problemas de accesibilidad geográfica para los habitantes de las otras zonas.
En términos generales, le correspondía al municipio la atención hospitalaria de baja complejidad, las estrategias de atención primaria y acciones de promoción y prevención de la salud. A la provincia de Buenos Aires le correspondía garantizar la atención hospitalaria de mayor nivel de complejidad. Esta división del trabajo entre servicios de salud no contemplaba modalidades de intervención conjunta, sistemas de referencia y contra-referencia o posibles vías de comunicación entre efectores municipales y provinciales. De esta manera, como indican otros estudios del sistema de salud en el Gran Buenos Aires11,16 en el mismo territorio se superponían dos jurisdicciones sanitarias entre las que no se preveía, en principio, ningún tipo de articulación. De este modo, el sistema de salud local presentaba fragmentación y desarticulación entre jurisdicciones, niveles de atención y efectores, rasgos compartidos globalmente con el sistema de salud del país52,53.
El espacio-tiempo y su materialidad: el centro obstétrico
El servicio hospitalario de tocoginecología se componía de tres unidades: consultorios externos de ginecología y obstetricia; el centro obstétrico, donde funcionaba la guardia; y la sala de internación. Cada unidad era coordinada por un jefe, ocupaba lugares separados dentro del hospital y contaba con agendas y recursos propios. Aunque las unidades compartían el staff médico, cada una se manejaba con relativa autonomía con respecto a las demás.
En el centro obstétrico se realizaban partos, cesáreas, algunos procedimientos quirúrgicos (legrados, entre otros) y se atendían consultas de urgencias. Dependían del jefe del centro obstétrico diez médicos internos con cargos de dedicación de 36 horas semanales, 24 de las cuales debían ser destinadas consecutivamente a la atención en la guardia. Diariamente dos de ellos coordinaban las actividades del día, estableciendo rutinas y pautas de trabajo que solían variar según el profesional a cargo. Dos días por semana (sábado y domingo, por lo general) los cargos en la guardia debían cubrirse a través de otros sistemas de contratación (becas, por ejemplo). Cada día a las 12 del mediodía, tras terminar las tareas diarias en consultorios externos o la sala de internación, un residente se sumaba al staff del centro obstétrico. Correspondía al médico interno la supervisión de los residentes en la atención de urgencias. Dos enfermeras, dependientes del departamento de enfermería, también formaban parte del personal. Con frecuencia, durante la tarde, se sumaban estudiantes de medicina y de enfermería. Tras 20 años de funcionamiento con un staff compuesto exclusivamente por médicos y enfermeras, en diciembre de 2008 se incorporó una obstétrica al personal de guardia. También trabajaban en el centro obstétrico médicos internos y residentes del servicio de neonatología, quienes realizaban las primeras maniobras sobre los recién nacidos en un área contigua a la sala de partos y al quirófano.
Espacialmente, el centro obstétrico se encuentra en el primer subsuelo del hospital. El ingreso podía efectuarse a través de dos puertas que solo se abrían desde adentro. A través de una de las puertas ubicada en la sala de espera se daba acceso a las pacientes. El personal de la guardia y del hospital podía acceder a través de la otra puerta ubicada en un pasillo lateral reservada exclusivamente para ellos. Generalmente eran las enfermeras, quienes abrían cualquiera de las dos puertas, controlando así quiénes y por dónde ingresaban.
La puerta de acceso general conducía a los “consultorios de admisión”, un espacio de aproximadamente 1,5 x 2 metros con dos camillas ginecológicas separadas por una cortina de tela. Si tras la consulta se decidía la internación en la guardia, el médico o la obstétrica llevaban a la mujer a una de las cinco habitaciones del centro. Adentro de cada cuarto, además de un pequeño sanitario, había dos camas con colchones sin sábanas y frazadas de lana.
El “lugar practicado” I: la admisión
Al llegar, la mujer debía golpear la puerta ubicada en la sala de espera y aguardar allí ser atendida. El tiempo de espera “afuera” variaba en función de la actividad que se desarrollaba “adentro”. En el ínterin, durante la espera, no había modo de saber si efectivamente el golpe había sido escuchado o si había alguien adentro.
Generalmente, las mujeres eran recibidas por una enfermera quien abría la puerta dando ingreso solo a la mujer, sin acompañantes, y dejaba asentados en el “libro de enfermería” algunos datos como nombre, lugar de residencia, edad, fecha de la última menstruación, número de gestaciones y partos y presión arterial. Las enfermeras luego llamaban al médico o a la obstétrica para que efectuara la “consulta de admisión”. Solo ocasionalmente, y en situaciones muy específicas, los médicos internos se ocupaban de esta tarea. Una vez “adentro” comenzaba para la mujer una nueva espera para aguardar la llegada del médico o la partera.
La consulta de admisión comenzaba siempre pidiendo los mismos datos que la enfermera ya había asentado en el libro de enfermería: esta vez se registraban en el “libro de guardia”. Las internaciones de las mujeres en el centro obstétrico podían decidirse por diferentes motivos. Todas las mujeres que llegaban con “rotura de bolsa” o con un aborto en curso eran ingresadas de inmediato. La espera para la realización de legrados era variable y dependía, fundamentalmente, de la disponibilidad del médico anestesista de guardia del hospital (esta espera podía variar entre seis y 36 horas). En el caso de mujeres que llegaban con contracciones, las respuestas eran variables según el estadio estimado del trabajo de parto y también -como veremos- según la insistencia de la mujer y la predisposición de la obstétrica o el residente. Si la mujer tenía contracciones con una frecuencia de una por minuto, por lo menos siete centímetros de dilatación del cuello uterino y el bebé estaba “bajo”, era internada porque se consideraba que había entrado en trabajo de parto. Si la mujer tenía contracciones con esa frecuencia, pero sin la dilatación necesaria, se le recomendaba que volviera a la casa y acudiera a la guardia unas horas más tarde. Sin embargo, la mayor parte de ellas transcurría su trabajo de parto en la pequeña sala de espera ya que, dadas las distancias del municipio, temían no poder volver al hospital a tiempo.
En la consulta de admisión, era habitual que las mujeres insistieran para que se las ingresara lo antes posible. Algunas insistían contando historias de mujeres que habían tenido sus partos en el colectivo o el pasillo. Otras salían, pero luego golpeaban la puerta repetidas veces para recordar su presencia y demandar atención. Otras insistían con firmeza y amenazaban con no moverse de la camilla hasta que no se las ingresara. También algunos acompañantes demandaban la internación de la mujer cada vez que salía un médico, obstétrica o enfermera. Estos modos de insistir y presionar rendían diferentes resultados.
En el office la médica interna parecía estar escondiéndose de alguien. Al ver a la obstétrica le pidió que fuera para la parte de admisión porque había “una fierita” y ella no quería “verla, ni tocarla”. En los consultorios de admisión, la chica esperaba en una camilla con contracciones y visiblemente asustada. Tenía 22 años, era su segundo hijo, estaba embarazada de 38 semanas. Su compañero había quedado afuera, otro “fierita”, según la médica. No tenía los papeles de los controles prenatales aunque “había hecho todo bien”, repetía. Los papeles habían quedado en el penal donde había estado detenida un mes atrás. La obstétrica la tactó y le explicó que todavía faltaba para el trabajo de parto que fuera a su casa y esperara un poco más. La chica no parecía muy convencida, le repetía que con el anterior no había tenido contracciones ni dolores y preguntaba por qué no la ingresaban para tener al bebé. En un tono cálido pero firme la obstétrica insistió que todavía faltaba, que tenía solo “cinco centímetros de dilatación” y le explicó que si la internaba se iba a tener que quedar sola. Más o menos una hora después, la chica volvió a golpear la puerta, esta vez entró diciendo que no se iba a ir aunque le dijeran que se fuera. La obstétrica la hizo pasar, volvió a tactarla y nuevamente le dijo que faltaba, la chica dijo que se iba a quedar allí porque si no iba a tener el parto en el pasillo. Su insistencia y firmeza le hicieron ganar la pulseada. La obstétrica comenzó a preparar los papeles para internarla. (Registro de campo, 24 de marzo de 2009)
Una primera aproximación a los procesos de admisión muestra la discrepancia entre los tiempos establecidos por las rutinas institucionales y los tiempos vividos en el proceso del parto, las expectativas, inquietudes y arreglos familiares y las distancias y la oferta disponible de recursos del sistema público de salud local.
Fue frecuente en la guardia encontrar mujeres que llegaban desde distintos puntos del partido derivadas de otros centros asistenciales. Sin mayores explicaciones, sin un sistema de derivación formalizado, sin un apoyo para el traslado, las mujeres debían movilizarse variables distancias, en la mayor parte de los casos en transporte público, cursando algunas contracciones, otras el trabajo de parto. En algunas oportunidades eran derivadas, a su vez, a un centro asistencial de la ciudad de Buenos Aires. A lo largo del trabajo de campo, fueron repetidas las ocasiones en que el centro obstétrico no contó con anestesistas de guardia o que era el único efector del municipio que contaba con estos profesionales. Lo mismo ocurría con la disponibilidad de plazas en la terapia intensiva neonatal. Frente a estas situaciones, las repuestas de los jefes de guardia variaron entre el cierre del centro obstétrico, la limitación de la atención a afecciones puntuales y la continuidad de la atención habitual.
Gabriela llegó a la guardia del centro obstétrico con contracciones, estaba cursando su octavo embarazo, tenía cinco hijos y había perdido dos embarazos avanzados según contó. La recibió Ana, una obstétrica comprometida y afectuosa que había empezado a trabajar en el hospital recientemente. Gabriela tenía 34 años, pero parecía de muchos más, tenía la piel agrietada y la mirada cansada, hablaba tímida y pausadamente. Cuando Ana le preguntó dónde vivía, respondió que “en el campo”, como no tenía una dirección exacta, le dio algunas indicaciones para ubicar su casa. La obstétrica le pidió más precisiones, pero Gabriela aclaró que, en realidad, vivía “más adentro” de lo que había indicado. Su descripción y gestos parecían indicar una gran distancia. Gabriela entregó a la obstétrica una pila de papeles y estudios prolijamente acomodados en una carpeta con dibujos, entre ellos un estudio de Chagas con resultado positivo, un ecodoppler calificado como “patológico” y una orden de derivación de un médico de un hospital materno-infantil más cercano a su casa. Ana se sorprendió al ver esa derivación, le preguntó si sabía por qué la habían derivado. Gabriela encogió los hombros y solo dijo que la “habían mandado para acá”. Ana pidió que la esperara […] Cuando las médicas vieron la orden de derivación recordaron al médico como un viejo conocido de la “época de residentes” y le explicaron a la obstétrica que ese jueves el hospital era el único del partido que tenía anestesistas, era por eso que derivaban pacientes aun desde “los materno-infantiles”. (Registro de campo, 18 de junio de 2009)
La definición de adentro y afuera, de distante y cercano es siempre e ineludiblemente relacional. El hospital se convierte en “adentro” cuando recibe y atiende a las personas que atraviesan distancias y no logran atenderse con éxito en otros centros de salud. Vuelve a ser “afuera” cuando no consigue responder a las demandas de atención y las deriva hacia otro centro asistencial. Así, mirado en la perspectiva relacional de los recorridos y demandas de las pacientes y sus allegados, el espacio se amplifica en referencia a lo que acontece en los barrios, en los otros servicios de salud, en los territorios en los que se desenvuelve la vida cotidiana. Y son las personas en el territorio, devenidas eventualmente pacientes en el hospital, quienes articulan espacios y temporalidades en la búsqueda por resolver u atender sus problemas de salud y enfermedad.
El lugar practicado II: el ingreso en la guardia
Las rutinas médico-administrativas de la admisión marcaban la separación de la mujer con respecto al “afuera”. A partir del ingreso, su cuerpo dejaba de ser privado, quedaba dispuesto para las intervenciones médicas y expuesto a las miradas de todos los que se encontraban, circunstancialmente o no, en el centro obstétrico.
Luego de asentar los datos, el primer paso estipulado para las mujeres que llegaban con contracciones era la realización de un tacto vaginal, para lo que la mujer debía desvestirse y acostarse en la camilla sin contar con una bata descartable o una cortina que redujera su exposición. Después del tacto, se realizaba el monitoreo de los latidos fetales que podía realizarse con el estetoscopio de Pinard o con un monitor. El uso del Pinard requiere entrenamiento para saber dónde y cómo apoyarlo y luego agudizar el oído para detectar los latidos del feto. Tanto estudiantes como residentes practicaban innumerables veces el monitoreo sobre las pacientes. En general, no conseguían escuchar los latidos en los primeros intentos, muchas veces despertando la inquietud de las mujeres que ofrecían su cuerpo como objeto didáctico. Con el uso de los monitores, las mujeres podían escuchar los latidos, pero era frecuente que alguna de las dos máquinas con que contaba el centro se encontrara descompuesta.
Para dar lugar a la internación de una mujer se confeccionaba una historia clínica que implicaba siempre, en primer lugar, la firma de un consentimiento informado. A través de este documento la mujer consentía la internación y también la realización de un procedimiento no especificado, cuyo espacio quedaba en blanco. Durante nuestras observaciones en el centro obstétrico, solo una mujer pidió leer el documento antes de firmarlo.
Este ingreso al mundo médico-institucional del centro obstétrico estaba signado lingüísticamente por la adopción de un término técnico, “primigesta”, “secundigesta”, “RPM” (“rotura prematura de membranas”), “metrorragia”, “FM” (feto muerto), etc., que desde ese momento en adelante se utilizaba para designar a la mujer. Ocasionalmente, y cuando la historia de una mujer no se ajustaba a estas denominaciones, se utilizaba el apellido o un apodo improvisado. El empleo de estos términos colaboraba con la separación de la mujer respecto del mundo del afuera y, al mismo tiempo, instalaba como nuevo orden de verdad el mundo de la guardia54. Solo las obstétricas llamaban a las mujeres por el nombre de pila cuando las acompañaban en el trabajo de parto.
Una vez ingresadas, para las mujeres comenzaban nuevas esperas en una habitación del centro obstétrico. La modalidad de seguimiento del trabajo de parto era muy diferente según fuera un residente o una obstétrica el encargado de la atención. Mientras que los primeros ponían el foco en los tactos para medir la dilatación del cuello uterino y el monitoreo de los latidos fetales sin tener otro tipo de interacción con las mujeres, las obstétricas, si bien tomaban en cuenta los mismos indicadores, buscaban acompañar a la mujer en el proceso. Ellas solían intercalar las mediciones con conversaciones, masajes en la cintura, palabras de aliento o de consuelo, instrucciones sobre cómo hacer fuerza y cuándo pujar, explicaciones sobre el proceso del parto, etc. Los médicos internos muy raramente participaban de la tarea y se limitaban a escuchar las novedades que los residentes o las obstétricas presentaban sobre cada mujer internada. Estas rutinas y la distribución de funciones se definían, reforzaban y reproducían a partir de relaciones profesionales fuertemente jerárquicas que, en su ejecución cotidiana, establecían los términos del accionar institucional y validaban, al mismo tiempo, las pautas adoptadas39.
El proceder cambiaba cuando se estimaba que una mujer podía ser candidata a una cesárea y se la seguía más de cerca. Las cesáreas eran realizadas por un médico interno o un residente bajo la supervisión del médico interno. En estos casos, tenía que aguardarse al médico anestesista, quien solía concurrir al centro obstétrico dos veces por día. “Adentro”, entonces, las mujeres transcurrían la espera del nacimiento de sus hijos en soledad, separadas de su soporte afectivo, entre procedimientos médicos y trámites administrativos.
El lugar practicado III: la sala de espera
Una vez internada en el centro obstétrico, la mujer perdía contacto con sus eventuales acompañantes que quedaban “afuera”, en la sala de espera.
Centro obstétrico, 10.30 aprox. […] En la pequeña salita de espera se entremezclaban mujeres esperando ser atendidas con familiares que esperaban noticias: un hombre con una niña intentaba responder todas las insistentes preguntas sobre el “hermanito” recién nacido; todavía no había podido ver a su hijo, solo sabía que había nacido la noche anterior. Otro hombre caminaba por el pasillo, mientras hablaba por el celular alternando transacciones comerciales con conversaciones sobre su novia que estaba adentro; había entrado a las ocho, pero todavía no sabía nada. Un grupo de personas había instalado un “campamento” en el pasillo, con reposeras, termos, sándwiches; eran seis personas que, contaron, estaban esperando desde el día anterior noticias del nacimiento del primer hijo/nieto/sobrino de la familia. Mientras, cada tanto llegaba alguna mujer preguntando quién era la última para ser atendida. El tiempo parecía congelado. Desde afuera no se podía percibir si adentro había alguien, algún movimiento, tampoco se sabía cuándo empezaría la atención, cuándo se tendrían noticias. El hombre impaciente empezó a golpear la puerta cada cinco minutos, pero no hubo respuesta. Varias mujeres que aún esperaban ser atendidas lo imitaron […] Los movimientos de las personas parecían transcurrir en el vacío. Algunas mujeres que habían llegado para la guardia se fueron […] A las 12.50 la puerta se abrió y detrás de ella apareció una enfermera, las personas se amontonaron rápidamente en la puerta, solo ingresaron las dos mujeres que estaban primeras en la lista, tácitamente consensuada de la sala de espera, “sin acompañantes”, a los demás les dijo que esperaran el “parte médico”. (Registro de campo, 15 de abril de 2009)
“Afuera” la espera de noticias se desplegaba sobre la base de la incertidumbre, sin saber el tiempo aproximado que demorarían las novedades, sin un referente de la institución que indicara los pasos a seguir, sin un rostro al cual apelar, preguntar. En ese espacio incierto de la sala de espera quedaban sitiadas las emociones puestas en juego en la atención del ser querido, la alegría de recibir un hijo, el miedo de que no todo saliera bien en el parto. Sentimientos que quedaban suspendidos en la atmósfera silenciosa de la espera, emociones que sólo encontrarían su canal de expresión o alivio al recibir las noticias del personal de salud.
“Adentro” las maneras de comunicarse con los familiares y sus acompañantes variaban. La espera “afuera” podía ser muy diferente según el día y el ánimo de cada profesional. Esto se hacía especialmente perceptible en la comunicación con los acompañantes en el momento inmediatamente posterior al parto. En algunos casos, no estaba estipulado que se tomara contacto con ellos luego del alumbramiento. En algunas guardias, los médicos neonatólogos salían con el bebé para que sus familiares lo vieran, aunque esto no estaba sistematizado, ya que si se decidía no salir por los motivos que fueran, los familiares no podían ver al bebé sino hasta que la mujer ingresara en la sala de internación, un traspaso que podía demorar hasta dos días. Solo en una de las guardias semanales estaba acordado por orden de la médica interna a cargo, que la obstétrica o el residente mostrara al bebé a los familiares y comunicara el estado de salud general de la mujer.
Más allá de las modalidades adoptadas, el diálogo con quienes esperaban “afuera” era una preocupación cotidiana para el personal de la guardia, en especial, cuando los golpes a la puerta se volvían muy insistentes. Cada vez que la puerta del centro obstétrico se abría, era usual que varias personas se amontonaran preguntando por sus familiares. Generalmente, a medida que el tiempo transcurría, el tono de la pregunta mutaba, haciéndose cada vez más ansioso hasta llegar a veces a un tono intimidante, amenazador. En ocasiones, estas situaciones devenían en peleas y enfrentamientos de los acompañantes con el personal del hospital.
Cuando la insistencia y los golpes amenazaban perturbar el ambiente “adentro”, era frecuente que se enviara a un residente con una lista de las pacientes internadas para dar un escueto “parte médico”. En otras oportunidades, el “parte médico” podía reemplazarse por una lista manuscrita colgada en la puerta que enumeraba los apellidos de las mujeres internadas, aclarando que “están todas bien” y pidiendo que no se golpeara la puerta.
En ocasiones, los acompañantes ponían en juego el recurso de relaciones de parentesco, afinidad o vecindad con algún miembro del staff del hospital para habilitar el ingreso al centro obstétrico por la puerta de uso exclusivo del personal o facilitar el contacto con los médicos. Se trataba habitualmente de enfermeras o administrativas y sólo en una oportunidad el mediador fue un médico externo al hospital quien golpeó e ingresó por la puerta de uso exclusivo del personal.
La gestión de las relaciones entre el personal y la red social de las mujeres implicaba así estrategias institucionales como la segregación de los espacios y la restricción de la información. Las discusiones, los gritos y los golpes reiterados a la puerta constituían un componente no incidental sino habitual en las tareas del centro que daba lugar a un permanente malestar frente al cual el personal respondía responsabilizando a familiares y acompañantes por el descontrol o aplicando mecanismos discrecionales.
El centro obstétrico se constituía de este modo como un espacio cerrado. La forma específica de la “admisión” de una mujer le garantizaba atención médica, pero también la sustraía de su red social, al aislarla y obligarla a transitar el proceso en soledad, separada de su familia, que no sabría de ella hasta que los profesionales así lo decidieran. Padres, hermanos, parejas, amigos, quedaban afuera y, con ellos, los sentidos y significados cotidianos, de sentido común, respecto de la vida, el nacimiento, los cuidados y la necesidad de apoyo afectivo. Se engendraba así un espacio protegido para los profesionales en el que podían tomar decisiones sin verse influenciados por la racionalidad del cotidiano y la emocionalidad y los sentimientos de quienes esperaban. Esta organización del espacio contribuía a la creación de distancias y jerarquías y, al mismo tiempo, al aprendizaje del rol profesional y lo que podríamos denominar indiferencia afectiva en la tramitación de las relaciones con pacientes y familiares.
Como ha mostrado Comelles55 en su estudio sobre una unidad de atención a grandes quemados de Madrid, al negar la presencia “de lo social y lo cultural en el proceso asistencial hospitalario, el modelo médico muestra su cara más negativa” abriendo precisamente “las puertas del conflicto, de las irregularidades y de las transacciones”. El autor señala, al respecto, que “la incapacidad de la cultura corporativa de los servicios” para resolver estas tensiones “nace de su fundamentalismo” y de la dificultad para “aceptar que la presencia social del paciente forme parte de la misma”55; en este caso, la presencia en el espacio-tiempo de la guardia obstétrica de las nociones, los saberes, las emociones y experiencias de las mujeres y sus acompañantes.
El espacio representado: “las trincheras”
En las conversaciones informales y en las entrevistas fue frecuente que médicos/as, enfermeros/as, trabajadoras sociales, obstétricas y autoridades, se refirieran a las condiciones de su trabajo cotidiano. En reiteradas ocasiones, detallaron, desde el humor, la queja o la indignación, las dificultades que -evaluaban- se presentaban en su práctica cotidiana: falta de ciertos profesionales (especialmente de anestesistas y enfermeros/as), bajos salarios, falta de concursos y nombramientos, insuficiente número de residentes.
Especialmente, la escasez y el deterioro de recursos materiales necesarios para la atención fue un tópico recurrente: desde la falta de sillas para sentarse en el estar médico del centro obstétrico hasta el único electrobisturí cíclicamente enviado a reparar, desde un monitor del “pleistoceno” en la guardia hasta un único monitor de latidos fetales “de cuando quedó embarazada María Antonieta” para todo el sector de consultorios externos, desde “tijeras que no cortan como tienen que cortar” y “pinzas que no cierran como tienen que cerrar” hasta la ausencia de un ecógrafo para el diagnóstico de emergencia en el centro obstétrico. También se referían a problemas en el diseño, uso y mantenimiento de algunos lugares del servicio, a la falta de batas descartables y ropa de cama y a la incierta provisión de medicamentos para pacientes ambulatorias (“a veces no tenés una buscapina pero tenés un antibiótico carísimo”). Quienes ocupaban cargos de gestión referían además dificultades para la compra o reparación de material dañado. Cada problema que se presentaba, afirmaban, planteaba una nueva dificultad y abría una cadena de negociaciones, una “lucha” según describió uno de ellos. “Que no se queme una bombita de luz” rezaba en la entrevista otro. “Siempre estamos al azar de los acontecimientos”, evaluó otro de ellos. Los médicos internos, de planta o jefes, solían referirse al desgaste, al cansancio de trabajar en esas condiciones, aunque algunos también reivindicaban ese esfuerzo cotidiano por trabajar en el límite de lo posible, rescatando -en sus términos- ese “hacer medicina con medicina”, sin tecnología y sin recursos.
Durante una de las jornadas, una médica obstetra se presentó ante nosotras como “médica de las trincheras”. De hecho, fue frecuente escuchar esa misma expresión por parte de los médicos, toda vez que se aludía al ejercicio profesional en ese hospital. El espacio hospitalario así presentado remitía a lo señalado arriba, las condiciones edilicias, la escasez de recursos, el deterioro del instrumental, la imprevisibilidad en el accionar institucional y aquello que sentían como “abandono” de las autoridades.
En su expresión, “las trincheras” referían además a la población usuaria cuya presencia social caracterizaba el servicio. La caracterización y las valorizaciones sobre las pacientes no eran uniformes y tampoco eran siempre iguales las apreciaciones de una misma persona. Sin embargo, los relatos y comentarios tendían a organizarse en torno de innumerables “casos testigo” fuertemente estereotipados. En esta estrategia argumental, los “casos” confirmaban o ratificaban juicios previos, y las historias, a la vez que se generalizaban a una población mayor, también perdían su singularidad. Así encontramos narraciones sobre adolescentes que eran madres a una edad muy temprana, mujeres que tenían una cantidad desmesurada de hijos que no podían mantener, mujeres que llegaban sin controles prenatales, mujeres violentas o “malandras”. Algunos profesionales se mostraban conmovidos por algunas de las historias; otros manifestaban una queja permanente, siempre indignados ante ellas; otros elegían plantear una relación médico-paciente distante y fría en la que nada parecía digno de interés.
Esta forma discursiva se inscribía en el conjunto de significados, sentidos y orientaciones que, aun con variaciones, impregnaban el conjunto de las prácticas y rutinas institucionales, incluida la organización y distribución de los espacios y las secuencias temporales. En este contexto de sentido, la precariedad del trabajo en el sistema público de salud y la supuesta ignorancia, incompetencia e incluso peligrosidad de la población atendida podían incluso presentarse como “coartada”19 para fundar y validar la creación de distancias jerárquicas, el cercamiento de los espacios de atención y el rechazo de la presencia de las pacientes y sus familiares y soportes afectivos.
En esta “metáfora de las trincheras” se ponía de manifiesto una representación médica de un tipo de ejercicio profesional que combinaba una apreciación del deterioro e imprevisibilidad de la presencia estatal con una noción de marginalidad de la población y sus modos de sociabilidad. En la metáfora estaba implicada además una visión del espacio hospitalario como margen o frontera territorial, institucional y social en la que el Estado se diluía o debilitaba56.
Cabe aquí destacar el aporte de un escrito ya clásico en el que Ferguson y Gupta analizan las metáforas de “espacialización” o “verticalización” del Estado, asociadas a un modelo de centro y periferia. Los autores encuentran que la fuerza de estas metáforas “resulta […] del hecho de que las mismas están encarnadas” y a la vez son producidas “en las prácticas cotidianas” de creación de “jerarquías espaciales y de escala” en el “dominio múltiple y mundano” de las instituciones estatales57. Desde este punto de vista, se pone en cuestión la imagen de “verticalidad” y las denominadas “periferias” aparecen como espacios significativos en los que el Estado configura permanentemente sus modos de gobernar, de construir y regular poblaciones.
Mujeres, familiares y el espacio-tiempo vivido
Ni espacios periféricos de la acción estatal, ni “islas” con una cultura y una racionalidad separadas, los procesos de la atención hospitalaria se modelan a partir de las condiciones sociales de producción de la enfermedad, los contextos de vulnerabilidad diferencial y las relaciones de fuerza políticas, económicas y técnico-ideológicas implicadas en las respuestas institucionales del Estado. Estos procesos trascienden los límites del hospital y sus temporalidades; no obstante, en él, y a través de los modos específicos de institucionalización de la atención biomédica, dan forma al conjunto de transacciones entre profesionales, pacientes y familiares y modelan a la vez que producen distancias y asimetrías.
El “orden hospitalario” se presenta como un “orden negociado” en el que el proceso de negociación se efectúa desde relaciones de subordinación social, técnica e ideológica de las pacientes y sus acompañantes, que transitan el pasaje del “cuerpo social” al “cuerpo hospitalario” desde una posición de disrupción e incertidumbre7. A partir de la bibliografía y de nuestro análisis etnográfico, hemos sostenido que tales relaciones expresan y a la vez producen jerarquías espaciales y temporales. Aun cuestionadas, tales jerarquías se organizan como rutinas, conjunto de acciones que -aunque el personal y los profesionales no siempre adhieran o actúen conforme a ellas- se llevan a cabo de manera repetitiva, sin reflexionar explícitamente y sin necesidad de legitimar las decisiones en cada ocasión8.
Como mostramos en las viñetas etnográficas, en la “producción” de la paciente del centro obstétrico resultaba central el establecimiento y adecuación a los tiempos institucionales y el control de los procesos corporales para subsumirlos en los tiempos técnicos de la intervención obstétrica. Como dijimos, para ellas, esto implicaba la espera en soledad entre procedimientos médicos y trámites administrativos. Esta remoción biomédica de las temporalidades “normales” de las pacientes “hacia un espacio donde la visión del tiempo de otros [podía] ser impuesta sobre [ellas]”7 tenía para las mujeres y sus acompañantes significativas implicancias no solo terapéuticas, sino también existenciales y pedagógicas. Terapéuticas, en términos de la pérdida de oportunidades para la atención adecuada, considerando los estándares acordados en las normativas nacionales y provinciales de cuidados obstétricos. Existenciales y “pedagógicas”20 si atendemos a las vivencias de la cotidianeidad de la atención por parte de las personas y en tanto espacios de aprendizaje del valor diferencial de sus tiempos, cuerpos y vidas. Como ha planteado Frankenberg7, esto es parte
...integral del modus operandi de la biomedicina tal como es practicada en el presente [la cual] produce iatrogénicamente una situación que incrementa el poder de los curadores y reduce la autonomía de los pacientes, más allá de sus intentos por negociar la reconstitución de sus propias temporalidades. [Traducción del original: an integral part of the modus operandi of biomedicine as at present practiced [which] iatrogenetically produces a situation of enhanced power for the healers and reduced autonomy for the patients, notwithstanding the latter’s attempts to negotiate their own reconstituted temporalities]7
“Arrojados” a la operatoria institucional, algunas mujeres y sus acompañantes aceptaban las órdenes e intervenciones asistenciales; otros, en cambio, procuraban tensar las situaciones para mejorar las circunstancias y lograr una respuesta más sensible a sus requerimientos. En su tramitación del pasaje del “afuera” al “adentro”, relevamos la aceptación muda y la subordinación pero también diversas transacciones a partir de reclamos y protestas, muchas veces airados. Así, las mujeres y sus acompañantes no necesariamente se sometían en forma pasiva a las condiciones de atención. Frente a la estrategia hospitalaria de control y regulación de las circunstancias y los tiempos, podemos entender estas prácticas y transacciones como tácticas48 que no cuentan con “un lugar propio” dentro del campo de poder pero que, aun desde la subordinación y aprovechando las “ocasiones” y posibilidades disponibles en el campo de fuerzas institucional, coproducen el espacio-tiempo hospitalario en su búsqueda de respuestas más cercanas a las propias temporalidades, sentidos y necesidades de atención.
REFLEXIONES FINALES
En este escrito efectuamos una presentación de la atención en un centro obstétrico hospitalario público del Gran Buenos Aires, a partir del análisis etnográfico de prácticas institucionales, rutinas cotidianas y los itinerarios de las mujeres y sus acompañantes, la cual se organiza alrededor de un abordaje relacional de espacio y tiempo. A partir del reconocimiento del espacio como lugar practicado48, recuperamos la distinción de Harvey de la triple dimensión del espacio: material, representada y vivida49.
Presentamos los espacios del centro obstétrico como “lugares practicados” a partir de los procesos que los orientan y temporalizan. Así se analizan los procesos de admisión, ingreso en la guardia y espera de familiares y allegados. Al respecto señalamos:
En la distinción adentro-afuera, el afuera del hospital se resignifica si atendemos a la perspectiva relacional de los recorridos y demandas de las pacientes y sus allegados, quienes producen arreglos domésticos, atraviesan distancias y articulan la oferta institucional del Estado en la búsqueda por resolver u atender sus problemas de salud y enfermedad. De este modo, se pone de manifiesto que los procesos de la atención hospitalaria se modelan a partir de las condiciones sociales de producción de los padecimientos, los contextos de vulnerabilidad diferencial y las modalidades de demanda de los sujetos y grupos.
La implementación de rutinas médico-administrativas marcaba la separación de la mujer con respecto al “afuera” y su inscripción en un nuevo orden de verdad: la guardia obstétrica. La espera y la incertidumbre signaban la experiencia de las mujeres y sus allegados. Destacamos a partir de allí, la discrepancia entre los tiempos técnicos de la intervención obstétrica y los tiempos vividos por las mujeres y sus acompañantes en el proceso del parto.
El centro obstétrico se constituía como un espacio cerrado. La gestión de las relaciones entre el personal y la red social de las mujeres incluía la segregación de los espacios y la restricción de la información y daba lugar a situaciones conflictivas que se constituían en un componente habitual en el cotidiano del centro. Al respecto, referimos un componente central en los procesos de institucionalización biomédica, la negación de la presencia social y cultural del paciente(55).
A partir del análisis de la forma discursiva “médico/a de las trincheras”, expresión recurrente entre los profesionales, se propone una interpretación del espacio tal como era representado por los médicos. En esta metáfora se identifica el espacio hospitalario y la trinchera combinando una apreciación del deterioro e imprevisibilidad de la presencia estatal con una noción de marginalidad de la población y sus modos de sociabilidad. La metáfora se asocia, a su vez, a un tipo de rol profesional y a la validación de las prácticas cotidianas.
La perspectiva etnográfica posibilitó captar la producción continua de jerarquías espacio-temporales y, simultáneamente, las transacciones, negociaciones y resistencias cotidianas a través de las cuales, las mujeres y sus acompañantes, aun desde la subordinación y la incertidumbre, co-producían el espacio-tiempo hospitalario y tensaban el campo de fuerzas institucional en su búsqueda de respuestas más cercanas a las propias temporalidades, sentidos y necesidades de atención.
En el final, deseamos recuperar el aporte al conocimiento en salud colectiva de las etnografías en servicios de salud. En su anclaje en lo local y en las prácticas cotidianas, encontramos un medio de sumo valor para captar la multiplicidad de los procesos de salud-enfermedad-atención y los complejos modos en que se funden lo micro y lo macro. Al revelar la densidad local del Estado y las políticas de salud, al dar carnadura a los procesos de producción médico-institucional de la enfermedad y los enfermos, al transformar las variables epidemiológicas en historias y prácticas, puede hacer emerger tanto los procesos de subordinación como la negociación, las resistencias y los esfuerzos y la creatividad de las personas.