Hay numerosos artículos que abordan los efectos de la crisis económica que comenzó en 2008 sobre la salud de las poblaciones europeas y estadounidenses, especialmente, en países como España, Portugal y Grecia, que sufrieron los mayores impactos del declive en crecimiento económico y las tasas más altas de desempleo, y adoptaron además medidas de austeridad con recortes significativos en el financiamiento de las políticas sociales1,2,3.
Sin embargo, los resultados de muchos de los artículos parecen entrar en conflicto entre sí, y algunos han alcanzado conclusiones totalmente opuestas a las que se esperarían con base en el conocimiento actual sobre los determinantes macrosociales y su impacto en la salud4.
Aunque las relaciones y las mediaciones entre los fenómenos macrosociales -como las crisis económicas- y sus efectos sobre la salud de la población no son fáciles de desenredar adecuadamente, varios autores han utilizado métodos y conceptos apropiados para evitar conclusiones apresuradas y demasiado simplistas. Este es el caso del artículo en discusión5, en el cual los autores utilizaron una metodología apropiada y analizaron e interpretaron sus hallazgos cuidadosamente.
Una de las ventajas de este artículo, por encima de muchos otros, es que los autores analizaron el estado de salud en 2006, 2010 y 2014, es decir, antes y durante la crisis económica, lo cual probablemente permita una mejor evaluación de los efectos, teniendo en cuenta la brecha que existe entre el deterioro de las condiciones económicas y la pérdida de efectividad de las políticas sociales como amortiguadoras de los impactos negativos4,6.
Tanto las políticas sociales del Estado de bienestar, como los mecanismos de solidaridad social, en tanto factores significativos para frenar los efectos dañinos del deterioro del estado económico de las familias, suelen perder su efectividad durante el inicio y la profundización de la crisis hasta la recuperación económica, por las políticas de austeridad impuestas por organismos internacionales o el gobierno nacional, o por la pérdida de la red de solidaridad dada la extensión de la crisis.
Se puede dividir las crisis en distintas fases. La primera oleada es el impacto económico inicial con un descenso en el crecimiento del producto bruto interno y la reducción de trabajos e ingresos familiares, entre otras cuestiones. La segunda oleada está marcada por el impacto social, con un incremento de la tasa de desempleo, una creciente dificultad de los jóvenes para introducirse en el mercado laboral, y las políticas de austeridad que reducen los beneficios sociales. Finalmente, la tercera fase consiste en la recuperación, con una reanudación del crecimiento que puede tener tasas diferentes según país o región.7
La oportunidad de analizar los efectos hasta 2014 y, por lo tanto, durante un periodo más largo, permitió a los autores observar procesos que no se pudieron ver en estudios previos cuyos análisis incluyeron datos solo de tres o cuatro años después del inicio de la crisis. Otro punto de relevancia del artículo es que los autores consideraron en sus análisis e interpretación de resultados las especificidades de la formación social de España y aspectos del escenario político, extremadamente importantes para modular el efecto de la crisis.
Varios autores han tenido un abordaje un tanto ingenuo ya que parecen esperar una relación determinística entre la crisis económica y la salud de la población, sin reconocer que los determinantes macro no son exactamente iguales en diferentes estructuras sociales y que los mecanismos a través de los cuales operan pueden diferir de un escenario a otro. Como fenómeno complejo que afecta no solo la disponibilidad de bienes, sino que también cambia los patrones de los comportamientos relacionados con la salud, la crisis económica puede impactar sobre el estado de salud a través de mecanismos y procesos que den resultados opuestos2,6,8.
Como en cualquier estudio que intenta analizar la relación entre determinantes sociales y salud, es extremadamente importante elegir tanto indicadores del proceso social como indicadores de salud. Las variables socioeconómicas elegidas por Spijker y Gumá5 tienen características interesantes para los análisis propuestos. Además de ser una variable fácil de obtener, con pocos valores desconocidos en encuestas poblacionales, el nivel de educación tiene la ventaja de ser estable en poblaciones adultas. Generalmente, para los 30 años ya se ha completado la escolaridad y, por lo tanto, no se espera que varíe en el tiempo para el individuo. Sin embargo, para poblaciones, la distribución del nivel de educación refleja el efecto de cohorte generacional, dado que los niveles de educación suelen aumentar en el tiempo, y reflejan mejorías en las condiciones de vida. Los individuos que en 2006 tenían de 30 a 59 años nacieron entre 1947 y 1976; los que tenían esa edad en 2010, nacieron entre 1951 y 1980; y los que esa edad en 2014, nacieron entre 1955 y 1984 y, por lo tanto, experimentaron distintas oportunidades escolares. Los datos presentados en la Tabla 1 del artículo en discusión5 muestran exactamente esta tendencia de desplazamiento de la distribución poblacional a niveles más altos durante el periodo de estudio, lo que en sí debería resultar en mejorías en la salud autopercibida.
Las otras tres variables seleccionadas están más sujetas a cambios en el escenario, por lo que pueden reflejar los efectos de la crisis económica más rápidamente. La estructura familiar, la capacidad económica de la familia para enfrentar sus necesidades y el estado de empleo de la familia hacen referencia a aspectos objetivos, que permiten identificar grupos sociales con diferentes vulnerabilidades, cómo pueden ser afectados por la crisis y con qué recursos cuentan para enfrentarla.
La elección de la salud autopercibida, como variable dependiente, es interesante, ya que refleja una evaluación global del estado de salud, que remite al concepto de salud como bienestar y no solo ausencia de enfermedad9. Los autores que han elegido la tasa de mortalidad o indicadores como esperanza de vida (dependiendo del perfil de mortalidad específica por edad) como variable dependiente no han sido capaces de demostrar el efecto de la crisis sobre la salud, probablemente, porque ambos son indicadores globales que se obtienen al distribuir las muertes por grupo de edad y, por lo tanto, sujetos a múltiples factores relacionados con la estructura de edad, las causas y los determinantes de las muertes y el desempeño de los servicios de salud8. La salud mental, por ejemplo, es un componente importante del estado de salud, pero no se ve reflejado adecuadamente en los datos de mortalidad o esperanza de vida, salvo por la incidencia de suicidio. Hay evidencia de que durante una crisis empeora el estado mental y aumenta el uso de ansiolíticos2,10.
Es importante subrayar el aspecto más crucial para entender la paradoja aparente entre la mejora del estado de salud y la crisis económica: los datos globales enmascaran las diferencias entre grupos sociales y en diferentes momentos de la crisis1,6,8,9,11,12,13.
Aunque Barroso et al.11) reconocieron, por ejemplo, que entre 2006 y 2012 las muestras estudiadas difieren respecto a determinantes sociales de la salud importantes, como nivel de educación (con una reducción en la proporción de individuos con poca o nula escolaridad), lo que favorecería una mejor percepción del estado de salud, afirmaron categóricamente que, a pesar de la crisis, hubo mejoras en el nivel de salud observada.
Los cambios en la distribución de los determinantes de salud antes y durante la crisis son responsables de los distintos procesos, con distintos impactos sobre cada grupo social. De esta manera, la tendencia temporal a largo plazo de mejora del nivel de escolaridad de la población española, no modificada inmediatamente por la crisis, en combinación con la reducción proporcional de individuos sin escolaridad, o con escolaridad básica a favor de estratos con educación secundaria o más, fue definitivamente uno de los elementos que contribuyó directa e indirectamente en la mejoría del estado de salud.
Además de mejor escolaridad, el periodo atestiguó mayor desigualdad de ingresos, traducida en el aumento en el índice de Gini y la redistribución del poder de compra de las familias, con mayor impacto en la población de jóvenes y con preservación relativa de los ingresos de los mayores, gracias a que las pensiones se mantuvieron durante el periodo de crisis. Los ingresos aumentaron en el quintil más alto de distribución y se redujeron en el quintil más bajo. Estos movimientos, en parte positivos y en parte negativos, producen impactos diferentes según la vulnerabilidad de un grupo social pero, en general, tienden a generar mejor salud al afectar desproporcionadamente a los grupos más saludables (como las personas jóvenes)1,8,12.
Hasta el desempleo puede tener impactos distintos sobre los grupos que perdieron sus trabajos tempranamente en la crisis y los que crónicamente están afuera del mercado. Una porción significativa del desempleo ocurrió en el sector de construcción civil, que emplea personas jóvenes con poca escolaridad y sin calificaciones profesionales. El desempleo, en este grupo, puede haber tenido un efecto paradojal sobre el estado de salud, ya que con la preservación del seguro de desempleo durante los primeros dos años y la reducción de los riesgos asociados a la ocupación en sí, el estado de salud efectivamente podría haber sido percibido como mejor. Asimismo, los recortes en los gastos de salud pública se concentraron más en el deterioro de los salarios del personal de salud que en la oferta de servicios y, por lo tanto, podrían no haber tenido un efecto inmediato en el estado de salud13.
Como muestran los autores en el artículo discutido5, la extensión de una crisis puede erosionar progresivamente los mecanismos de compensación, produciendo efectos dañinos en los grupos más vulnerables, así como en las personas cuyo estado económico ha sido profundamente afectado.