Si bien los consumos de sustancias psicoactivas son una práctica que se remonta a los albores de la humanidad, en el último siglo se han constituido en un problema que interpela a la comunidad científica, a las agencias estatales de control, a los profesionales que actúan en los más diversos ámbitos, a la comunidad toda. Siendo una cuestión compleja que se expresa en múltiples manifestaciones, se ha tendido a circunscribirla como enfermedad y/o como delito; sin embargo, no todas las formas de consumo representan un uso problemático de sustancias, ni producen trastornos.
Así, el tema está atravesado por una intensa discusión en el ámbito científico, político y social, con repercusiones en las políticas públicas y acciones directas para las personas que consumen drogas. Impacta tanto en la vida cotidiana de los individuos, como a nivel macroestructural, estando históricamente moldeado por el discurso moralizante/religioso, medicalizante/pseudocientífico y criminalizante/jurídico1. A lo largo de la historia, tales posiciones han generado intervenciones y políticas basadas en el estigma estructural, con la función de deshumanizar, controlar y promover un estatus ignominioso a grupos sociales específicos2,3.
En este contexto, es importante destacar el impacto internacional, especialmente para América Latina, de la estrategia de “guerra contra las drogas”, que produjo durante décadas la muerte y el encarcelamiento masivo de jóvenes, la gran mayoría de los cuales vivían en las periferias urbanas, con un claro recorte de clase social y, en Brasil y otros países, de raza/etnia.
Históricamente, las políticas de drogas latinoamericanas han sido dictadas e impuestas por EEUU, y se enfocaron en la prohibición, la militarización y la obstaculización de los flujos de tránsito. La criminalización de los productores, distribuidores y consumidores, la erradicación de cultivos y las elevadas tasas de fuerzas del orden, fueron la norma regional, con asistencia provista por el gobierno estadounidense.
En los primeros años del siglo XXI, cuando varios gobiernos progresistas en América Latina se abrieron camino, algunos países de la región empezaron a tomar el control a nivel nacional y regional, experimentando con nuevas formas de abordar el tema y sirviéndose de agencias multilaterales como una manera de generar cambios. Estos avances se vieron frenados en los últimos años, cuando varios países de la región asistieron a un proceso de derechización, como resultado de un ciclo de contraofensivas políticas operadas por las élites económicas nacionales y por los partidos que las representan, en contra de los gobiernos progresistas, con el fin de restaurar un orden político conservador e implementar medidas de ajuste estructural.
Los intentos de reforma de las políticas de drogas tropezaron con la oposición de poderosas fuerzas políticas conservadoras y algunos sectores religiosos. Con bastante frecuencia, la opinión pública sigue dando apoyo a las medidas de mano dura, como resultado de la percepción y del temor a que políticas de drogas más flexibles conduzcan a un aumento del consumo de drogas y de la violencia. Estos temores son alimentados por la cobertura sensacionalista o parcial que hacen algunos medios de comunicación, así como por los problemas reales de inseguridad ciudadana y violencia en las comunidades más segregadas.
Paralela y contradictoriamente, en la región se observa una cada vez mayor normalización del uso del cannabis, especialmente con fines terapéuticos. A la experiencia uruguaya de regulación del mercado, en diversos países se suma la aprobación de legislaciones que permiten el acceso al cannabis medicinal, en tanto que se afianza un movimiento social que reclama cesar la prohibición de esta sustancia.
Por su parte, los organismos internacionales, que durante décadas abogaron por la represión como estrategia para reducir la oferta y la demanda, han cambiado de posición debido a los efectos que producen las políticas represivas y a la evidencia de que el consumo y el tráfico de drogas no han disminuido en el mundo4.
Es así que dos documentos recientes de organismos multilaterales fortalecen una perspectiva crítica. En noviembre de 2018, la Junta de los Jefes Ejecutivos del Sistema de las Naciones Unidas para la Coordinación acordó una posición común para apoyar la aplicación de la política internacional para el control de las drogas, en la que se expresan los principios compartidos por todas las organizaciones de Naciones Unidas con respecto a la política sobre drogas y su compromiso de hablar con una sola voz5. El documento es muy progresista, pues incorpora diversos elementos de la Asamblea General de las Naciones Unidas de 2016, el marco de los Objetivos de Desarrollo Sostenible y los instrumentos sobre derechos humanos. Ante todo, el documento constituye un paso fundamental para comenzar a dejar de lado las medidas coercitivas que exacerban la marginación social, las crisis sanitarias y las encarcelaciones masivas.
Asimismo, en marzo de 2019, se presentaron las Directrices Internacionales sobre Derechos Humanos y Política de Drogas, elaboradas por una coalición de Estados miembros y entidades de las Naciones Unidas y destacados expertos en derechos humanos. La guía incluye recomendaciones para acabar con las “prácticas policiales discriminatorias, arrestos y detenciones arbitrarias”, y aboga por la “despenalización de drogas para uso personal”6.
No obstante, si bien la Organización de las Naciones Unidas ha venido defendiendo la cohesión en detrimento de la coacción, es de destacar que la estrategia bélica ha ido ganando fuerza nuevamente entre los grupos conservadores que regresan al poder y refuerzan la “guerra contra las drogas” (y contra algunos usuarios) con castigo, control y eliminación de grupos considerados desviados de las normas sociales. Esto ha incrementado aún más las graves consecuencias sociales en los países del hemisferio sur, especialmente, de América Latina, con el aumento de la desigualdad social y el sufrimiento de la población más pobre, característica tan marcada de nuestra región.
Por estas razones, es de suma importancia contar con producción científica que difunda y encuentre evidencia de calidad, que contribuya a combatir el negacionismo, el oscurantismo y a denunciar las injusticias sociales contra las poblaciones tradicionalmente oprimidas, para que la ciencia cumpla así su rol de mejorar el mundo y la vida de las personas, promoviendo la justicia social.
En este sentido, la convocatoria abierta “Consumos de sustancias psicoactivas: del castigo al cuidado” reunió investigaciones que aportan conocimientos y acciones contrarias al punitivismo, que infelizmente insiste en permanecer en la sociedad. Son autoras y autores de Brasil, Uruguay, España, México, Argentina y Colombia, que abordan diferentes realidades, describen distintos escenarios y dialogan con diversos actores: mujeres7,8, población carcelaria9, personas en procesos de tratamiento10,11 y familiares12. Sus análisis atraviesan temas como la reducción de daños13,14, las redes de usuarios15, las representaciones16, la cibercultura17, el uso de la ciencia como herramienta política18 y las políticas de drogas19, siempre con precisión conceptual, rigurosidad metodológica y compromiso ético-político.
Por tanto, este conjunto de trabajos busca reforzar la idea de que la comprensión integral del fenómeno de las drogas requiere investigar los procesos históricos, biológicos y sociales que lo rodean, atendiendo a la complejidad del objeto, la pluralidad de enfoques científicos y la diversidad de modos de intervención ante un problema interdisciplinario. Además, en tiempos de retrocesos y ciclos históricos, es importante destacar la esfera del cuidado integral, que busca la cohesión como postura ética del investigador, en el sentido amplio de la palabra, y como posición de resistencia a los procesos de coerción, control y castigo de determinados grupos y poblaciones históricamente marginados de la sociedad.