1. Introducción
La hipótesis de la relatividad lingüística (en adelante: HRL), conocida como “la hipótesis Sapir-Whorf”1, afirma que el lenguaje que hablamos afecta o influye en algún grado y en diferentes aspectos sobre nuestro pensamiento o cognición no lingüística (Sapir, 1929; Whorf, 1956; Lucy, 1992; Gentner & Goldin-Meadow, 2003). En este contexto “lenguaje” refiere a los principios de categorización y a las reglas que definen la estructura gramatical de las lenguas naturales2, y “pensamiento” refiere a todos los procesos cognitivos3, excluidos aquellos que están específicamente involucrados en el procesamiento lingüístico (Beller et al., 2015). Sin embargo, es claro que la distinción misma es problemática de establecer, por lo cual la cuestión podría ser más apropiadamente reformulada de la siguiente manera: “¿cuán estrechamente interconectados están el pensamiento lingüístico y otros tipos de pensamiento?” (Everett, 2013, p. 35) y más precisamente aún: ¿en qué medida y de qué maneras el lenguaje influye sobre sobre cada uno de los diversos procesos cognitivos? (Zlatev & Blomberg, 2015).
La HRL ha cobrado nueva vida en las últimas décadas, como lo reflejan los trabajos experimentales realizados por los psicolingüistas testeando varias hipótesis más específicas sobre distintos dominios semánticos. En este contexto, se ha suscitado una interesante convergencia teórica entre los resultados de las investigaciones psicolingüísticas en los que se constatarían efectos cognitivos de las gramáticas de género de las lenguas y los estudios feministas acerca del papel de las lenguas en reproducir y perpetuar actitudes y estereotipos sexistas.
En efecto, desde que hace 70 años Simone de Beauvoir afirmara en El segundo sexo que “no se nace mujer, se llega a serlo” (Beauvoir, 1998), la filosofía feminista ha complejizado la distinción femenino-masculino que persiste en la gramática de muchas lenguas. En los estudios feministas y en general en las ciencias sociales encontramos desarrollada una distinción entre sexo y género, reservando el término “sexo” para referir a las diferencias biológicas entre los seres humanos4, en tanto que la palabra “género” se utiliza para hacer referencia a la dimensión social que acompaña usualmente a las distinciones biológicas.5 En la actualidad las distinciones que el feminismo traza en lo relativo al género son muchas. Por un lado, contamos con la noción de “identidad de género” que remite a la autopercepción que cada persona tiene de sí misma, por lo tanto, se trata de una categorización puramente subjetiva. En segundo lugar, la “expresión de género” está relacionada con la manera como nos presentamos ante los demás, i.e. qué género queremos que los demás usen para referirse a nosotros. En tercer lugar, la expresión “roles de género” atañe a las actividades y características usualmente asignadas a hombres y mujeres en nuestra sociedad. Y finalmente, la “orientación sexual” se define en términos del tipo de personas que son el objeto del deseo sexual (del mismo sexo, del sexo opuesto, de ambos sexos).
La cuestión es aún más compleja de lo que parece hasta aquí, dado que el supuesto básico que está detrás de todas estas distinciones podría ser incorrecto. Parece inadecuado utilizar una distinción dicotómica (“binaria”) para clasificar a las personas: no hay por qué pensar que cada persona debería encasillarse como mujer o varón (-cis o -trans)6, ni para sí misma, ni para los demás; hay personas que no tienen una orientación sexual en la que su deseo se orienta sistemáticamente hacia un mismo conjunto de personas de un sexo/género determinado; y podría sostenerse que la mayoría de (¿todos?) los roles sociales pueden ser realizados por cualquier ser humano, más allá de qué etiqueta tenga o no tenga de acuerdo a cada una de las distinciones mencionadas arriba.
Lo cierto es que hasta no hace mucho tiempo estas distinciones no se explicitaban, dado que socialmente se encontraban “alineadas” (y, consecuentemente, cualquier caso que se apartara de este alineamiento era considerado una patología). Así, se partía de la idea de que biológicamente hablando hay solo dos sexos, a los que socialmente se les asociaba un género diferente. Por ejemplo, las mujeres –biológicamente hablando– no podían verse a sí mismas sino como mujeres, debían presentarse ante los demás para ser reconocidas como mujeres, debían asumir los roles asignados a las mujeres en la sociedad a la que pertenecían, y debían tener como orientación sexual la femenina, i.e. desear sexualmente solo hombres. Y lo mismo mutatis mutandis en el caso de los hombres. Nótese que la forma misma de presentar esta concatenación de alineamientos es normativa, no descriptiva. Cualquier persona o conducta que se alejara de este patrón era considerada patológica hasta no hace mucho tiempo atrás: la homosexualidad (i.e. la orientación sexual hacia personas del mismo sexo) fue eliminada en 1973 del DSM-IV y la OMS la eliminó como trastorno mental el 17 de mayo de 1990. Y muchos casos de diferencias con el alineamiento mencionado siguen siendo consideradas patológicas: hasta hoy el DSM vigente (DSM-V) sigue considerando la transexualidad como una patología denominada “disforia de género”.
Consideramos que en el contexto de la convergencia señalada entre los estudios psicolingüísticos y los estudios feministas surgen nuevas preguntas y reflexiones que podrían contribuir al debate actual acerca de la viabilidad de promover no solo distintas estrategias inclusivas de uso lingüístico sino también reformas más profundas de la gramática de las lenguas, así como a ponderar sus efectos positivos. Nuestro plan de trabajo es el siguiente. En primer lugar, presentaremos las variedades de la HRL actualmente en discusión, identificando diferentes tipos de influencia del lenguaje sobre la cognición/pensamiento, en distintos dominios semánticos (2.). En segundo lugar, examinaremos los recursos o las gramáticas de género que las diferentes lenguas utilizan para referir a entidades, tanto sexuadas como no sexuadas, especialmente en las lenguas con carga de género (3.). En seguida, relevaremos algunos resultados experimentales realizados sobre lenguas que difieren claramente en sus recursos para realizar dichas referencias en los que se comprueban diversos impactos cognitivos en los hablantes (4.). Nos referiremos, luego, a la universalización del género masculino, teniendo en cuenta los efectos constatados en estudios empíricos en los que se comparan usos del genérico masculino vis-a-vis usos más inclusivos del lenguaje (5.). Finalmente, sobre la base de los estudios empíricos revisados que prueban efectos relativistas referidos al género en muchas lenguas, y en nuestra lengua en particular, mencionaremos brevemente diversas formas de concebir el lenguaje inclusivo, y sostendremos la conveniencia de adoptarlo (6.).
2. La hipótesis de la relatividad lingüística: fundamentos y variedades
Una prestigiosa tradición filosófica ha concebido al lenguaje como un mero medio de codificación de los pensamientos, los cuales estarían constituidos por componentes conceptuales y reglas para combinarlos que se consideran pre-existentes e independientes del lenguaje. Esta es la concepción del lenguaje como un código (Acero, 1998). De acuerdo a ella, el lenguaje es, sobre todo, un medio de expresión de los pensamientos. La HRL desafió esa concepción, al asumir, primero, que las lenguas naturales pueden diferir entre sí tanto en los significados vehiculizados por medio de las palabras como en las reglas gramaticales y construcciones sintácticas a las que recurren; y afirmando, luego, que estas diferencias influyen o afectan las formas en las que los hablantes de las distintas lenguas piensan y actúan. Ahora bien, si el lenguaje natural puede influir en el modo cómo los hablantes perciben y conceptualizan el mundo, es decir, influir sobre el pensamiento, entonces los hablantes de diferentes lenguajes piensan (al menos, en alguna medida) de maneras diferentes (Wolff & Holmes, 2011). El lenguaje ya “…no es solo una herramienta comunicativa, sino que es, también, una herramienta representacional” (Gomila, 2012, p. 20). Esta hipótesis, elaborada por Sapir primero y sobre todo por Whorf después (entre los años 40 y 50 del siglo pasado) ha sido “revitalizada” (Reines & Prinz, 2009) a partir de mediados de los años 90 (Lucy, 1992; Gumperz & Levinson, 1996), tanto en la investigación lingüística comparada como en la reflexión teórica, sobre todo en las ciencias cognitivas.
Sin avalar la HRL, Roman Jakobson (1971) formuló un núcleo importante de la idea contenida en ella: “…los lenguajes difieren esencialmente en lo que ellos deben expresar y no en lo que pueden expresar” (p. 264). Este hecho podría llevar a hablantes de diferentes lenguajes a prestar más atención a aquellas dimensiones del significado que están obligatoriamente expresadas en su lenguaje (“...naturalmente la atención de los hablantes y oyentes nativos estará constantemente focalizada en tales ítems en la medida que están compulsivamente en su código verbal” (p. 264-265)7 y, en ese sentido, son “estructuralmente imperativas”. Del mismo modo, llevaría a prestar menos atención a los ítems que son opcionales o solo “preferencias acerca del uso” (Lucy, 2016). Por otra parte, e independientemente de la posible existencia de rasgos universales al lenguaje humano, se acepta actualmente que las lenguas naturales están estructuradas de maneras muy diferentes en todos los niveles: fonológico, morfológico, léxico, sintáctico y semántico (Evans & Levinson, 2009). Por ejemplo, los inventarios o repertorios léxicos, es decir, las distinciones que en distintos dominios semánticos están codificadas en palabras, varían dramáticamente entre las lenguas, i.e., acerca del color, el movimiento, las emociones y otros estados mentales, las partes del cuerpo, el espacio, la causalidad, etc. (Wolff & Malt, 2010; Everett, 2013). Las lenguas también difieren en una variedad de componentes y roles gramaticales, establecidos mediante reglas fonológicas, morfológicas y sintácticas. Algunos ejemplos que ilustran la diversidad mencionada podrían ofrecerlo los pronombres personales: el pronombre de segunda persona en lengua española distingue el trato formal (“usted”) e informal (“tú” o “vos”) en singular y también en plural (“vosotros” vs. “ustedes”), en contraste con el inglés; también el pronombre de primera persona del plural en lengua tamil, distingue entre un “nosotros” inclusivo que incluye al hablante y al interlocutor y quizás a otros y un “nosotros” exclusivo que no incluye al interlocutor, en contraste con el español; incluso hay lenguas como el aymara, el guaraní y el quechua, que tienen más de tres personas gramaticales (Mannheim, 1982; Bossong, 2009).
El descrédito de la variante determinista de la HRL, i.e. la tesis radical –también atribuida a Whorf– según la cual las lenguas determinan enteramente los esquemas conceptuales y los modos de pensamiento de las comunidades que los utilizan8 y el predominio de la tradición “universalista” en la lingüística y en las ciencias cognitivas en general (Gumperz & Levinson, 1996), que favoreció una visión acerca de los rasgos estructurales del lenguaje humano indiferente a la diversidad de las lenguas naturales, tuvo una de sus expresiones más explícitas en Pinker (1999), quien desechó cualquier variedad de relativismo como “enteramente errónea”. Pinker dedicó una crítica in extenso sobre todo al determinismo, cuestionando la frágil evidencia psicológica con la cual Whorf pretendió justificarlo. No obstante, como señala acertadamente Thierry (2016), de la insustentabilidad del determinismo no se sigue que pensamiento y lenguaje sean independientes. Pero Pinker también criticó los “exiguos resultados” que las investigaciones de laboratorio acumularon durante los 30 años siguientes, las cuales, según su valoración, apenas intentaron poner a prueba “…versiones ‘descafeinadas’ de la hipótesis de Whorf” (p. 68). Sus objeciones más importantes, sin embargo, se dirigieron a algunas limitaciones inherentes al diseño de las pruebas experimentales, objetando, por ejemplo, que estuvieran basadas exclusivamente en la realización de pruebas verbales, ya que incurrían en circularidad al presuponer (y no explicar) que las diferencias lingüísticas eran responsables de diferencias en las respectivas maneras de pensar. Del mismo modo señaló la necesidad de clarificar las instrucciones en las pruebas experimentales, identificar con claridad las capacidades cognitivas involucradas, etc. Todos estos señalamientos metodológicos fueron tenidos en cuenta en los diseños experimentales más recientes que dan apoyo a la HRL, como veremos más adelante.
El giro que ha vuelto a revitalizar el interés por la HRL ha sido posible por un “cambio de clima intelectual” (Gumperz & Levinson, 1996, p. 3) en varias disciplinas científicas, sobre todo en la psicología y la lingüística, marcado por un desplazamiento hacia enfoques que volvieron a prestar más atención a la diversidad lingüística y cultural frente a la búsqueda de rasgos comunes, de la cognición y/o el lenguaje. Tuvo el mismo impacto otro factor notable: el mayor conocimiento y disponibilidad de datos acerca de las aproximadamente 7000 diferentes lenguas del mundo, puesto que ha proporcionado fundamentos hasta hace relativamente poco tiempo no disponibles, acerca de la magnitud y la potencial relevancia teórica de la diversidad lingüística (Gumperz & Levinson, 1996; Evans & Levinson, 2009)9. Por otra parte, también debe distinguirse a la HRL de versiones “triviales” de la influencia del lenguaje en el pensamiento, que nadie negaría, pero que no son relevantes para ella.10 Así, dejando de lado la tesis fuerte del determinismo y la tesis trivial del relativismo, la HRL volvió a ser examinada como una hipótesis empíricamente plausible.11
En la literatura más reciente sobre el tema se denominan “efectos relativistas” a los diferentes tipos de influencia que el lenguaje, más propiamente ciertos rasgos de la lengua, léxicos y/o gramaticales, ejercen sobre la cognición no lingüística. En la literatura se pueden rastrear distintas clasificaciones del fenómeno de acuerdo a diferentes criterios. Lucy (1996), por ejemplo, distingue entre tres tipos de relatividad: “semiótica”, “estructural” y “discursiva”. La relatividad “semiótica” está referida al tipo de influencia específica que el lenguaje, en tanto un tipo de sistema semiótico en contraste con otros sistemas semióticos, ejerce sobre el pensamiento humano;12 la “estructural” refiere a “las características de los lenguajes específicos (que) tienen un impacto sobre el pensamiento o conducta de quienes lo hablan” (Lucy, 1996, p. 41). El relativismo “discursivo”, finalmente, es la influencia que ejercen ciertos modos habituales de uso del lenguaje por parte de ciertos grupos dentro de una misma lengua e incluso dentro de una misma comunidad de habla.13 Las investigaciones sobre relativismo lingüístico han estado limitadas a lo que Lucy denomina “relativismo estructural”.
Una taxonomía más fina, aunque compatible con la anterior (Everett, 2013), respecto de las posibles maneras en las que el lenguaje influye sobre la cognición es la propuesta por Wolff y Holmes (2011), quienes distinguen las influencias que ocurren antes de usar el lenguaje, durante su uso y después de ocurrido.
(a) La primera es capturada por la noción de “pensar para hablar” (thinking for speaking) propuesta por Slobin (1996). Refiere al hecho de que los recursos específicos de cada lengua obligan a los hablantes que se preparan para hablar, a prestar atención a la información que deberá ser obligadamente codificada: i.e., los verbos en inglés deben registrar el momento en el que ocurrió el evento que se narra, en turco deben especificar si fueron o no presenciados por el narrador; en ruso, si quien realizó la acción narrada es varón o mujer (Boroditsky, Schmidt & Phillips 2003). Las reglas del género gramatical son también obligatorias para los hablantes de las lenguas que las poseen. Este vínculo debería extenderse, más allá de la producción del habla, a la comprensión del habla de otros (Gomila, 2012). Aunque para algunos este tipo de influencia no sería un caso de relatividad lingüística (Reines & Prinz, 2009), para otros debe tomarse en cuenta, en tanto afecta los patrones atencionales y la memoria.14
Cuando la influencia del lenguaje ocurre durante los procesos cognitivos, se pueden diferenciar dos tipos de interacciones:
(b) El lenguaje actúa como entrometido (meddler): en este caso las representaciones lingüísticas se combinan y compiten con las no lingüísticas, interfiriendo o facilitando el pensamiento. El mismo experimento con hablantes del griego y del inglés mencionado en la nota 14, que involucra verbos relativos al movimiento, muestra diferentes patrones atencionales y memoria de eventos cuando los sujetos no tienen que describir esos eventos, sino solo pensar en ellos. Los términos de color podrían tener efectos en la capacidad para discriminar y categorizar los colores (Winawer et al., 2007)15 y, como veremos, el género asignado a un objeto en la lengua nativa es recordado por ese hablante aun cuando no tenga que hablar de él.
(c) El lenguaje actúa como potenciador (augmenter): en este caso, el lenguaje posibilitaría ciertas formas de pensamiento. Este rol puede apreciarse “…cuando un lenguaje realmente carece de las palabras para un dominio particular que es considerado central para el funcionamiento cognitivo en nuestra propia cultura o viceversa” (Gordon, 2010, p. 199). El caso ha sido constatado en relación con la cognición numérica y el uso de números exactos, una capacidad dependiente de la habilidad lingüística, más precisamente, de la posesión de un léxico específico para los números exactos. Aunque es igual para sujetos que hablan diferentes lenguas, podría comprobarse un efecto relativista en el caso de los hablantes de una lengua que careciera de términos para números exactos –es decir, que poseyera solo sistemas así llamados uno-dos-muchos (one-two-many) o de números aproximados, no recursivo, que se supone innato, y que apenas permite distinguir cantidades de manera aproximada o borrosa y unas pocas cantidades precisas (no más de 4). Este sería el caso de los hablantes de la lengua pirahã, una pequeña población monolingüe de la Amazonia. Los tests realizados muestran que los individuos no consiguen realizar tareas cognitivas que requieren la posesión de un sistema gramatical de números exactos y del respectivo vocabulario, dado que estos proporcionarían un medio indispensable para su conceptualización.16
Otros tipos de influencia ocurren después de que el lenguaje ha sido usado: se trata del impacto del uso de un lenguaje en el largo plazo, en tanto puede dirigir la atención habitual a propiedades específicas del mundo, incluso en contextos no lingüísticos, y podría inducir un modo de procesamiento, que puede persistir incluso independientemente de la realización de tareas lingüísticas. Así:
(d) El lenguaje actúa como foco (spotlight), puesto que hace más salientes ciertas propiedades del mundo codificadas en las lenguas y que son de uso obligatorio. Como veremos enseguida, el género gramatical ha probado ser un caso donde las lenguas con carga de género, esto es, aquellas que diferencian por el género a los sustantivos comunes referidos a todo tipo de entidades e imponen reglas de género para otras palabras asociadas, obligando a poner la atención sobre ellas, refuerzan ciertas asociaciones que dependen enteramente de esos rasgos, en contraste con las lenguas sin esa carga. También se constataría este efecto en el caso de los marcos de referencia espaciales (absoluto, intrínseco o egocéntrico), respecto a los verbos referidos a relaciones espaciales (ubicación y movimiento), y en los sistemas de categorización de objetos y sustancias (mediante sustantivos contables y no contables), rasgos en los cuales las lenguas también difieren.
Finalmente,
(e) El lenguaje actúa como inductor: la idea es que el uso habitual del lenguaje podría estimular ciertas maneras de conceptualizar la experiencia, evidenciadas, por ejemplo, al reaccionar ante ciertas imágenes orientadas vertical u horizontalmente y a describirlas de cierta manera (Wolff & Holmes, 2011). Veremos que también en el caso del género gramatical, el lenguaje podría influir de este modo.
Ahora bien, no siempre es sencillo identificar cada uno de estos efectos, ya que a veces se solapan entre sí (Everett, 2013). Es momento de considerar los rasgos gramaticales que sirven para marcar el género o las gramáticas de género, en particular en las lenguas con mayor carga de género.
3. Gramáticas de género en las lenguas
Como dijimos, las lenguas difieren en los recursos que utilizan para expresar contenidos relativos a la clasificación de las personas y otras entidades. Para determinar tipologías entre ellas en lo referido al género gramatical se han utilizado diferentes criterios. Según la propuesta de Gygax et al. (2019), para abordar una investigación comparada rigurosa entre las lenguas, debería tomarse en cuenta la presencia de tres rasgos específicos de género: las diferencias morfosintácticas, el masculino genérico y las asimetrías en el léxico y en las expresiones referidas a mujeres y hombres.17 En este trabajo nos ocuparemos solo de los dos primeros, pero el tercer rasgo merece, al menos, un breve comentario.
Las asimetrías de género abarcan una variedad de tipos de expresiones codificadas en las lenguas, que reflejan maneras desiguales de tratar lingüísticamente a hombres y mujeres, tales como las formas de dirigirse a otras personas (address forms)18; las frases idiomáticas (frozen phrases)19 y los proverbios, las expresiones insultantes o peyorativas (i.e. “mother-fucking”, en inglés, y similares; “brujas” en español y similares), las metáforas (“sweetie”, “honey” en inglés, “caramelito” en español y otras metáforas comestibles referidas a las mujeres). También la ausencia de variantes femeninas o masculinas de ciertos términos (títulos, profesiones), y las asimetrías morfológicas en las palabras según el género (“poetisa” y “poeta”, en español, o “Lehrerinnen” (maestra) y “Lehrer” (maestro) en alemán, entre otras (véase Hellinger & Bußmann, 2001; Fernández Martín, 2011).20 En la medida que se trata de expresiones de uso muy frecuente en el lenguaje corriente, deberían ser incluidas en la evaluación de los efectos cognitivos y/o psicológicos que tienen sobre los hablantes (cfr. Gygax et al., 2019).
Las lenguas clasifican los sustantivos de acuerdo a diferentes rasgos semánticos: en algunas lenguas los sistemas clasificatorios son muy robustos, en otras se clasifican en apenas unas pocas categorías (Everett, 2013). Entre ellas, algunas categorías incluyen las que están más o menos relacionadas con el sexo biológico: son los géneros gramaticales. Ninguna lengua carece de recursos para establecer distinciones de género (Stahlberg et al., 2007). Se denomina a este sistema clasificatorio, definido por los rasgos y categorías que sirven para marcar el género en las lenguas, “gramática de género” (Gygax et al., 2019). Así, se distingue entre masculino y femenino, o entre masculino, femenino y neutro, o, incluso, entre más géneros, como el vegetativo u otros, dependiendo de las lenguas (Boroditsky, Schmidt & Phillips, 2003). Es decir, las lenguas varían en cuanto a cómo y cuánto marcan el género gramatical (Corbett, 1991). Un grupo mayoritario de las lenguas indoeuropeas (i.e., el español, el francés, el italiano, el portugués) son lenguas con carga de género (gender loaded) porque acarrean información de género en varias categorías gramaticales (Sera et al., 2002). En primer lugar, todos los sustantivos tienen género y, luego, también lo tienen las palabras que deben armonizar o concordar con ellos: los pronombres, adjetivos y determinantes, y en algunas, incluso el verbo. En español o portugués, por ejemplo, los sustantivos marcan el género mediante la vocal final, /o/ para el masculino y /a/ para el femenino (con algunas pocas excepciones). En contraste, solo unas pocas categorías gramaticales contienen información de género en alemán, una lengua que, como el ruso, el polaco y otras más, distingue entre tres géneros: masculino, femenino y neutro. Por último, en el inglés, el coreano, el japonés, el mandarín y el turco, ningún objeto inanimado posee género gramatical. Estas últimas se han denominado sistemas semánticos de género, porque el género viene determinado solo por el significado de las palabras. Por contraste, las lenguas con carga de género que extienden las distinciones de género a entidades inanimadas, deben recurrir a rasgos formales, fonológicos, morfológicos y/o sintácticos, para determinar el género para tales referentes (Beller et al., 2015). Según una taxonomía más fina, deberían reconocerse tres tipos de lenguajes: generizados (gendered), que marcan el género en nombres, pronombres y otras palabras (vgr. español, italiano, francés, hebreo); semi-genéricos o con poca carga de género, que marcan el género solo en los pronombres (vgr. inglés, sueco) y sin género (genderless), que no marcan el género ni en los sustantivos ni en los pronombres, aunque pueden tener algunas palabras que distinguen el género (vgr. finés, turco, mandarín) (Stahlberg et al., 2007).21
Ahora bien, no solo se considera arbitrario que las lenguas otorguen mayor o menor prominencia al género (Guiora et al., 2006), sino que el género gramatical asignado a las palabras tiene un lazo arbitrario con las propiedades de los objetos referidos.22 Esto es evidente en el caso de los sustantivos referidos a objetos inanimados, por lo cual proporcionan una manera de estudiar los efectos específicamente lingüísticos sobre la cognición (Vigliocco et al., 2005; Boroditsky, Schmidt & Phillips, 2003). Así, los objetos inanimados tienen asignado solo un género, y este varía con las lenguas (i.e. “luna” es femenino en español y en ruso, pero “der Mond” es masculino en alemán; “cama” es femenino en español, pero “lit” es masculino en francés, etc.). En el caso de muchos animales, tienen asignado un único género arbitrario, p. e. “jirafa” solo admite género femenino y “sapo” solo masculino, en español23, aunque no hay consistencia entre las lenguas y, además, algunos animales tienen asignados dos géneros, como “perro-perra” y “gato-gata”, también en español, de manera semejante a los humanos. La asignación de género tampoco es consistente en una misma lengua, si consideramos el caso de algunos hipérnimos e hipónimos (i.e. “el árbol”, “la acacia”).
En el contexto del debate acerca de la HRL, surge naturalmente la pregunta acerca de si las lenguas con carga de género imponen sobre sus hablantes, a través del uso obligatorio de marcadores de género, ciertas representaciones conceptuales con información de género24 cuando se refieren a entidades no sexuadas, y si ejercen, también, otras influencias sobre la memoria, la percepción de semejanzas y las descripciones de propiedades, activando y cristalizando sesgos o estereotipos de género. Esta influencia fue testeada en una temprana investigación sobre el tema referida por Jakobson (1971), en la que se constataron las asociaciones que los hablantes rusos realizaban entre los días de la semana y cierta tendencia a personificarlos mediante características masculinas o femeninas, consistente con los géneros gramaticales de los nombres respectivos: “lunes”, “martes” y “jueves” son masculinos, “miércoles”, “viernes” y “sábados” son femeninos en ruso.25
Así, la asignación de género no parece ser enteramente arbitraria para los hablantes de lenguas con carga de género. En efecto, resulta extraño que en otras lenguas las palabras familiares tengan un género diferente al que tienen en nuestra lengua.26 En primer lugar, porque hay cierto grado de consistencia27 entre el género gramatical y el sexo biológico en el caso del femenino y el masculino cuando es aplicado a los seres humanos.28 Luego, no es difícil conjeturar que esta asociación podría generalizarse a otras palabras referidas a entidades animadas e inanimadas (Everett, 2013). De este modo, el género gramatical asignado a los sustantivos referidos a entidades no sexuadas finalmente suscitaría asociaciones conceptuales con algunos rasgos característicos del sexo biológico con el que está vinculado en el caso de las entidades sexuadas, en los usuarios de esas lenguas.
4. Efectos cognitivos de las diferencias morfosintácticas
Las investigaciones psicolingüísticas han explorado con distintas estrategias los vínculos entre el género de las palabras y ciertos fenómenos cognitivos. Por ejemplo, Konishi (1993) comparó las reacciones de 40 hablantes del español y 40 del alemán respecto de 54 palabras de sus respectivas lenguas nativas. La tarea consistió en ordenar esas palabras en una escala de 1 a 7 atendiendo a su “potencia”, mayor o menor, asumiendo que la “masculinidad” está asociada estereotípicamente con una “potencia” mayor. Todas las palabras correspondían a entidades inanimadas, y fueron escogidas de modo que tuvieran un género opuesto en ambas lenguas, de la siguiente forma: 27 sustantivos con género masculino en español y otras tantas, sinónimas de aquellas, en alemán, pero con género femenino; las restantes 27 con género femenino en español y sus correspondientes sinónimas en alemán, con género masculino. Los sujetos desconocían el objetivo del estudio. Los resultados corroboraron la hipótesis de que el género asignado a las palabras suscitaba conceptualizaciones diferentes de las entidades nombradas. Un estudio posterior (Flaherty, 2001) hizo un experimento similar con hablantes del español y del inglés, para estudiar de qué modo el género lingüístico podría afectar la percepción de las entidades inanimadas referidas. En este caso los hablantes debían asignar nombres y cualidades a imágenes visuales (dibujos de objetos): los resultados mostraron una amplia consistencia en asignar nombres y atributos (i.e., como la belleza o la pequeñez a nombres femeninos) conforme al género de los nombres en la propia lengua, en el caso del español, pero no así en caso del inglés. Sera et al. (1994) habían constatado un resultado similar, en un test en el que se asociaba una imagen de un objeto natural o artificial y una etiqueta, con hablantes de español e inglés, y se les pedía a los sujetos que también asignaran una voz masculina o femenina a la imagen. Los efectos se detectaron en español y no en inglés. Sera et al. (2002) constataron el mismo efecto en tests realizados con hablantes del español y el francés, no así con el alemán, lo que quizás pueda explicarse porque esa lengua distingue entre tres géneros y no dos. Estudios ulteriores, sin embargo, también constataron efectos de género en lenguas con tres géneros.
Una limitación de estos estudios es que los sujetos son testeados en su propia lengua nativa, por lo cual solo mostrarían los efectos de esa lengua sobre el pensamiento de sus hablantes, pero no efectos sobre el pensamiento en relación con el uso de otras lenguas o al realizar tareas no lingüísticas, lo que, en cambio, permitiría evaluar mejor su impacto en distintas funciones cognitivas y si este se produce o no de manera consciente (cfr. Lucy, 2016). Así, experimentos que no requieren tareas lingüísticas o que permiten comparar el impacto de diferentes lenguas sobre el pensamiento de un mismo grupo de hablantes, podrían arrojar mejores evidencias de efectos relativistas de género. Las lenguas seleccionadas en las pruebas debían diferir claramente respecto de sus gramáticas de género aunque las comunidades a las que pertenecen sus hablantes no debían diferir culturalmente, para excluir el papel de factores culturales no lingüísticos en la explicación del comportamiento de los hablantes.29
Boroditsky, Schmidt y Phillips (2003) estudiaron a dos grupos de hablantes del español y el alemán, en un experimento realizado en inglés como segunda lengua para ambos grupos, enseñándoles 24 nombres propios asignados a 24 objetos inanimados, que correspondían en cada una de las lenguas a sustantivos comunes con diferentes géneros. La mitad de las veces el nombre propio asignado era consistente con el género del objeto nombrado en la lengua nativa y la otra mitad no lo era. El experimento buscaba testear la memoria de estos nombres propios, de uno u otro género, en relación con su asociación con objetos cuyos nombres tenían también un género asignado en esa lengua. La hipótesis que confirmaron era que cada grupo de hablantes recuerda mejor los nombres propios consistentes con el género del nombre común en la lengua nativa, por ejemplo, los hablantes del alemán recuerdan mejor “Patrick” para el término correspondiente a “manzana”, “Apfel”, porque es también masculino en alemán, y los hablantes del español recuerdan mejor “Patricia” para “manzana”, porque éste es femenino en español. La explicación razonable es que la experiencia previa con la lengua nativa interfiere o se “entromete” en la capacidad para recordar estos nuevos pares de nombres cuando evidencian una inconsistencia en el género, trascendiendo así el fenómeno thinking for speaking.
Otro tipo de efecto del género gramatical puede verse en los rasgos estereotípicos con los que los objetos son caracterizados, los que se tornarían más salientes al representarse a dichos objetos en relación con el género que la palabra le asigna. Si el género gramatical fuera diferente, otros rasgos resultarían más salientes. Boroditsky, Schmidt y Phillips (2003) testearon hablantes nativos del español y el alemán sobre 24 nombres de objetos que poseían el género gramatical opuesto en ambas lenguas, de los cuales la mitad eran masculinos y la otra mitad femeninos, en un estudio nuevamente realizado enteramente en inglés, una segunda lengua para ambos grupos de hablantes. El test les pedía que asociaran con cada uno de esos objetos tres características que los describieran, eligiendo tres adjetivos para ello. Otro grupo de hablantes clasificaba los adjetivos escogidos, en más o menos masculinos o femeninos. Las respuestas fueron nuevamente consistentes en reflejar las asociaciones entre el género gramatical de los nombres y las cualidades asignadas a los objetos (i.e. “puente” es un sustantivo femenino en alemán y los puentes son descriptos por sus hablantes como bellos, frágiles y elegantes, pero es masculino en español, y son descriptos por sus hablantes como grandes, peligrosos, fuertes; “llave” es masculino en alemán, y las llaves son descriptas como duras, metálicas y útiles por sus hablantes, y es femenina en español, descriptas por los hispano-parlantes como doradas, intrincadas, delgadas, pequeñas).
En cuanto a los tests no lingüísticos, uno de ellos, utilizando solo dibujos y no palabras, consistió en pedirles a hablantes del español y el alemán que valoren la similaridad entre pares de dibujos que representaban a objetos o animales y a personas, varones o mujeres (Boroditsky, Schmidt & Phillips, 2003). Las instrucciones fueron dadas en inglés, una segunda lengua en la que ambos grupos eran competentes. Los objetos dibujados fueron escogidos de modo que sus nombres respectivos tuvieran diferentes géneros gramaticales en cada una de las dos lenguas. Los dibujos eran comparados con dibujos de varones y mujeres biológicos. Los hablantes produjeron emparejamientos consistentes con el género gramatical asignado a los objetos respectivos en sus lenguas nativas, y ello sería evidencia de un “efecto de similaridad categorial incrementada”, dado que agrupar las entidades en una misma categoría fortalece la percepción de similaridades entre ellas (Gomila, 2012).
Por último, resultan especialmente interesantes los resultados del estudio de Guiora et al. (2006), que comprueba que los niños que hablan una lengua con carga de género adquieren una identidad de género más tempranamente en el desarrollo que los niños que hablan una lengua que utiliza pocos o ningún marcador de género. Se definió como “identidad de género” a “la capacidad de los individuos para categorizarse a sí mismos como un miembro de un sexo y no del otro” (p. 292). Las lenguas testeadas fueron el hebreo, que marca el género incluso en los verbos y en los pronombres, singulares y plurales, de segunda persona, y a veces también en la primera persona; el inglés, en el que el género está marcado solo en los pronombres de tercera persona, y en algunos sufijos de unas pocas palabras, y el finés, donde el género no es significativo. Los niños de cada grupo tenían entre 16 y 42 meses de edad. Claramente, los niños que hablan hebreo aprenden a prestar atención obligada al género de quien habla y al de sus destinatarios, por lo tanto al género de sí mismos, para entender o producir una expresión lingüística, mucho antes que los niños que hablan inglés o finés. Este sería un claro ejemplo de la influencia cognitiva diferenciada de las lenguas, dependiendo de si algunos rasgos son o no obligadamente salientes para sus hablantes.
De acuerdo a estos resultados, la influencia del género gramatical se constata tanto en la atención como en la memoria (vgr. en la memoria de los nombres propios para objetos), en la percepción de similaridades y en tareas de categorización entre imágenes de objetos así como en las descripciones de los objetos, incluso cuando no se requiere el uso del lenguaje y cuando la tarea es realizada mediante instrucciones o con estímulos de una lengua diferente sin carga de género respecto a la nativa que sí la tiene. En todos los casos, la dificultad para suprimir la influencia del género gramatical puede considerarse evidencia del impacto del lenguaje sobre un variado rango de funciones cognitivas. De todo ello surge que el uso regular de una lengua con carga de género, en tanto obliga a prestar atención continua a las reglas morfosintácticas que conforman su gramática de género, genera “hábitos de pensamiento” (Reines & Prinz, 2009), es decir, modos de pensar (prestar atención, percibir, asociar, recordar, caracterizar, inferir) que operan, dada su habitualidad, más o menos automáticamente. Sapir se refirió a este tipo de influencia del siguiente modo:
El “mundo real” está edificado, en gran medida inconscientemente, sobre los hábitos de lenguaje del grupo… Vemos, escuchamos y experimentamos de otra manera, en gran medida como lo hacemos, porque los hábitos de lenguaje de nuestra comunidad predisponen a ciertas opciones de interpretación (Sapir, 1929, p. 209; el subrayado es nuestro).
Se trata, por lo tanto, de una influencia no efímera, en el sentido de que no depende estrictamente del uso efectivo del lenguaje, sino que produce modos estables de cognición, es decir, efectos de largo plazo (Reines & Prinz, 2009). Aunque pueden revertirse, esos efectos no desaparecen fácilmente. En este sentido, el lenguaje ejerce una influencia robusta que opera a través del tiempo e independientemente del contexto, y que se manifiesta, incluso, en tareas no lingüísticas.30 No obstante, como señala Lucy (2016), todavía debería establecerse con precisión de qué maneras y en qué medida operan los distintos efectos relativistas: “Puede haber efectos cualitativamente diferentes dependiendo de cuáles sean los aspectos del lenguaje (léxicos vs. gramaticales), de la cognición (clasificación vs. memoria), o el dominio (color vs. tiempo) en cuestión” (p. 506). En lo que respecta al género, esta precaución podría ser relevante, si se tienen en cuenta los diferentes rasgos lingüísticos involucrados, tanto léxicos como gramaticales, y la diversidad de lenguas en lo relativo a sus sistemas de género.
En cuanto a la sugerencia de Reines y Prinz (2009) respecto a otra variedad que denominan “whorfianismo ontológico”, consistente en el hecho de que agrupamos a los objetos o particulares en categorías con la ayuda de los sistemas clasificatorios provistos por las lenguas, también ocurriría en el caso del género. Las lenguas que, como la nuestra, poseen un sistema categorial exhaustivo que distingue entre dos géneros para todas las entidades, animadas e inanimadas, con lo cual apoyan la asociación de cada una de ellas con características estereotípicas para uno u otro género, producen, en conjunto, una manera peculiar de organizar la experiencia. Al poner obligatoriamente a los objetos en una misma categoría gramatical,
las lenguas pueden invitar a sus hablantes a hacer (de manera no necesariamente consciente) comparaciones que de otro modo no habrían hecho (o quizás no habrían hecho tan a menudo o con los mismos fines en mente) (…) [así] las personas pueden descubrir similitudes significativas entre los objetos [que] (…) luego son almacenadas o realzadas en las representaciones de los objetos. (Boroditsky & Phillips, 2003, p. 932).
Luego, “…dado que estas influencias no son obvias por medio de la introspección, somos propensos a confundir los límites de las categorías lingüísticamente influenciadas con los límites que son privilegiados, naturales e inevitables” (Reines & Prinz, 2009, p. 1029). Aquí, el lenguaje actuaría no solo como un foco sino también como un inductor de esas categorías (Wolff & Holmes, 2011).
5. Efectos psicológicos de la universalización del género masculino
“El hombre es la medida de todas las cosas” 31
Protágoras
Cuando escuchamos frases como la de Protágoras pensamos en un varón cis heterosexual blanco de clase media, e identificamos este estereotipo32 como la medida de todas las cosas, de manera que todo lo que se aleja de él resulta “desviado”, “impropio”, “inadecuado” e incluso “patológico”. Y, por supuesto, esto incluye varones trans, varones gays, personas no blancas, pobres y, desde ya, mujeres (cis y trans, lesbianas, heterosexuales, bisexuales, asexuales, blancas y no blancas, ricas y pobres). Este fenómeno se denomina la ginopia del lenguaje y consiste en “la falta de registro de la existencia de un sujeto femenino, la invisibilización de las mujeres (y otros sujetos) que quedan fuera de lo nombrado” (Maffía, 2012, p. 2; véanse también Lakoff, 1973; Irigaray, 1993 sobre la invisibilización de las mujeres, y respecto de otras identidades, Cabral, 2009). En español se ha generalizado el uso de la expresión lenguaje inclusivo (aunque en la literatura especializada también se emplea “lenguaje libre de género”, “lenguaje no sexista” y “lenguaje neutral al género”) (Sczesny, Formanowicz & Moser, 2016), para hacer referencia a las distintas estrategias de uso de las expresiones de la propia lengua a las que nos referiremos enseguida, tendientes a evitar la universalización del masculino o bien a incorporar nuevas expresiones que den cuenta de la diversidad de géneros. Pero también refiere a otro tipo de cambios introducidos en el léxico e incluso en las reglas de la gramática de género, como parte de una política no sexista relativa a la lengua y también a otras dimensiones extralingüísticas (Sczesny, Formanowicz & Moser, 2016).
Como nos recuerda Maffía, no es obvio que el uso universal de “hombre” sea realmente universal. En sus palabras:
Un caso clásico es la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano, de la Revolución Francesa de 1789, que en su artículo 1º dice: “Todos los hombres nacen y permanecen libres e iguales y tienen los mismos derechos”. Esa declaración, considerada universal en su mención de los derechos del hombre y el ciudadano, solo aceptaba la ciudadanía de los varones blancos, adultos y propietarios, y solo preservaba sus derechos bajo la forma del lenguaje universal (Maffía, 2012, p. 3).
Será por esto que el primer cambio significativo ocurrido en la búsqueda de un lenguaje más inclusivo, y que podemos calificar de exitoso, ha sido la eliminación de la palabra “hombre” para hacer referencia a los seres humanos en su conjunto.33 Hasta no hace mucho era moneda frecuente este uso; pensemos, por caso, en El hombre y la gente de Ortega y Gasset o en The Descent of Man de Darwin. En la actualidad no se publican libros nuevos con estos títulos, y se evita el uso de “hombre” como genérico para referir a nuestra especie biológica.
Este rasgo de la gramática de género consiste en usar un sustantivo de género masculino cuando se desea hacer una afirmación general. Nuestra lengua, entre muchas otras, establece que el masculino no solo se usa para referir de manera específica a uno o más varones, sino también de manera genérica o para hacer afirmaciones generales, tanto en singular como en plural, es decir, incluyendo a personas de género femenino entre los individuos referidos. La universalización del masculino se manifiesta de dos maneras diferentes. La primera, es mediante el uso de algunos sustantivos comunes masculinos (“hombre”, “hijo”, “padre”) en singular, para hacer referencia a un conjunto de personas de género diverso (en contextos tales como el de la cita de Protágoras). La segunda, es en las afirmaciones en plural. En nuestra lengua, cuando hablamos de personas de diversos géneros, basta que haya una persona de género masculino en el grupo referido, para que deba usarse el plural en masculino. Lo mismo sucede cuando se desconoce el sexo de las personas. Así, hablamos de “los niños”, “los estudiantes”, “los profesores”, “los diputados”, etc. El plural en femenino, en cambio, solo se usa cuando la totalidad de los involucrados son de género femenino. Estas asimetrías entre el femenino y el masculino se consideran indicativas del carácter sexista de la lengua (Kaufmann & Bohner, 2014; Koeser, Kuhn & Sczesny, 2015). Veamos algunos efectos causados por el genérico masculino en las lenguas, revisando evidencias empíricas que muestran que la forma en la que nos referimos a las personas, p. e., a quien ocupa un cargo o rol social,34 influye en la activación de estereotipos femeninos o masculinos.
En un interesante estudio, McConnell y Fazio (1996) presentaron a personas de distinto sexo y con distintas actitudes hacia las cuestiones de género (más conservadores o más liberales) pequeñas historias en las que un personaje realizaba una cierta actividad. Dichas historias estaban narradas de alguna de las siguientes tres formas: (1) en un lenguaje masculinizado (“el empresario…” o “el albañil…”), (2) en un lenguaje claramente inclusivo (“el/la empresario/a…” o “el/la albañil...”), o (3) en un lenguaje más neutro (“la persona a cargo de la empresa…” o “quien realizaba la obra…”).35 Se pedía a los participantes que atribuyeran ciertas características a los personajes, algunas estereotípicamente masculinas como “asertivo”, otras típicamente femeninas como “cálida”. El resultado del estudio mostró que, más allá del género de los participantes, la lectura de textos en masculino activaba la atribución de rasgos masculinos y la versión en lenguaje claramente inclusivo, más rasgos femeninos (de una manera más marcada entre los conservadores que entre los liberales). Muchos estudios posteriores confirmaron la hipótesis de que el uso del masculino como genérico activa estereotipos y representaciones masculinas en mayor medida que el uso de formas más neutras o inclusivas, tanto en alemán (Irmen & Rossberg, 2004; Braun et. al., 2005), como en español (Kaufmann & Bohner, 2014). En efecto, Kaufmann y Bohner (2014) realizaron un estudio entre hablantes del español, comparando historias breves narradas alternativamente en lenguaje inclusivo (“lxs…” o “las/los…”) o usando las formas masculinas para los plurales y generalizaciones. Pidieron a los lectores que pongan un nombre a los protagonistas de las historias y constataron que las formas no inclusivas llevan a pensar en protagonistas masculinos, mientras que las formas inclusivas disminuyen este sesgo androcéntrico. Curiosamente, este efecto es más notable entre las lectoras mujeres que entre los hombres. Y también curiosamente, los términos neutros como “persona” inclinan la balanza hacia la masculinización de los protagonistas. Sobre la base de estos resultados, los autores concluyen recomendando el uso de un lenguaje que vuelva consciente la cuestión de género (gender-aware language) por ser más efectivo como propuesta inclusiva que el uso de genéricos neutros.
Biegler y Leaper (2015), por su parte, estudiaron el caso de los sesgos de género inducidos por el uso del lenguaje no inclusivo en niñas y niños. De acuerdo con sus estudios, el uso de los sustantivos y pronombres con carga de género precipitan un efecto cascada en la siguiente secuencia de fenómenos cognitivos: (1) saliencia de género, (2) categorización en géneros, (3) activación de los estereotipos de género, (4) activación de los prejuicios de género (p. 191). En la misma línea, Leaper (2014) revisa una enorme cantidad de estudios asociados a diferentes sesgos de género presentes en diversos tipos de formas lingüísticas, tanto con adultos como con niños. Ellos muestran que el uso del genérico masculino induce al oyente a imaginar que los ocupantes de los roles mencionados son hombres, invisibilizando o relegando a los personajes femeninos de las narraciones (Leaper, 2014). De manera similar, efectos del uso del genérico masculino fueron constatados por Stout y Dasgupta (2011), quienes mostraron que las mujeres en la situación de una entrevista laboral sienten menos posibilidad de pertenencia, menos motivación, menos expectativas de éxito y menos nivel de identificación con el cargo al que aspiran, cuando se dirigen a ellas usando el plural masculino que usando diversas formas de lenguaje que las incluye. Estos resultados indican que el genérico masculino no es –cognitivamente hablando– realmente neutro, sino que, por el contrario, induce a formar o activar representaciones masculinas, excluyendo mujeres y otras identidades. Sumados a las comprobaciones respecto a los efectos de los restantes rasgos morfosintácticos de género en la cognición, la idea de una reforma del lenguaje que promueva usos inclusivos e incluso modifique la regla del genérico masculino parece un camino interesante por recorrer. Veamos por qué.
6. Más allá de los géneros: la cuestión del lenguaje inclusivo
Como mencionamos al comienzo de este trabajo resulta inadecuado desde el punto de vista biológico sostener que hay dos sexos y también resulta inapropiado alinear la identidad de género con la expresión de género, los roles de género y la orientación sexual de las personas. Hoy vivimos en una sociedad que reconoce diversos alineamientos, incluso a través de la legislación; por ejemplo, en la Argentina con la ley de matrimonio igualitario (Ley 26.618) y la ley de identidad de género (Ley 26.743). Sin embargo, estas distinciones, acuñadas en el feminismo académico, no han trascendido a la sociedad en su conjunto.36 Así, se sigue asociando lo femenino con una específica realidad biológica, experiencial, social, laboral, etc. Y, por supuesto, la inversa también sucede: asociamos ciertos roles con ciertas determinaciones biológicas, por ejemplo, cuando escuchamos mencionar la palabra “presidente” pensamos en un hombre, cuando escuchamos la palabra “madre” pensamos en una mujer con características biológicas femeninas, no pensamos en una mujer-trans ni en una mujer que formó pareja con otra mujer y es madre de un bebé que nació del vientre de su pareja. Aunque las distinciones propuestas por la filosofía feminista pretenden recoger taxonomías existentes en nuestro mundo, nuestro lenguaje posee todavía pocos términos que permitan distinguir todas las combinaciones de “alineamientos” posibles, dado que continúa teniendo solo dos adjetivos: “femenino” y “masculino” y dos sustantivos: “mujer” y “hombre”, es decir, solo dos géneros gramaticales para clasificar a todos los seres humanos. Dicho de otra forma, nuestra lengua impone la generización mandatoria, dicotómica y excluyente, para todas las entidades animadas e inanimadas. Como hemos intentado mostrar, este hecho lingüístico tiene distintos efectos cognitivos/psicológicos, más o menos perdurables y, agregamos ahora, socialmente perniciosos, porque van en la dirección de la perpetuación de formas patriarcales de organización social. Por todo ello, promover un lenguaje más inclusivo no es una mera cuestión teórica.
Mucho trabajo empírico alertó sobre la exclusión que el uso del genérico “hombre” producía en los lectores (por ejemplo Schneider & Hacker, 1973), dando sustento a la promoción de formas más inclusivas del lenguaje. En relación con el uso del género masculino para el plural, el argumento feminista clásico ha sido que invisibilizan a las mujeres (Lakoff, 1973; Irigaray, 1993; Maffía, 2012), pero a ello se agrega que también lo hacen con todas las otras identidades de género que no se acomodan al patrón binario (Cabral, 2009). En los últimos años se han multiplicado las guías aprobadas por instituciones estatales, gubernamentales, educativas, de organizaciones sociales, etc., que indican cómo evitar ambas formas de universalización del masculino. Usualmente incluyen recomendaciones que fomentan el reemplazo de ciertas “frases hechas” y de alta frecuencia en nuestra lengua, por otras menos frecuentes pero tan gramaticalmente correctas como las primeras, mediante las cuales se busca eliminar ciertos resabios de la cultura patriarcal. Así, por ejemplo, si en un libro de historia podíamos encontrar años atrás la frase “Los nómades se trasladaban de un lado al otro con sus pertenencias, sus mujeres y sus hijos”, hoy pediríamos una versión que no considere a las mujeres y los niños como propiedad privada de los hombres, tal como “Las familias nómades se trasladaban de un lado al otro con todas sus pertenencias” (ej. tomado de Bengoechea, s.f.). Sin duda, se trata de cambios que no son costosos lingüísticamente hablando, ya que no suponen cambiar la gramática del español, sino que solo requieren de una reflexión por parte del hablante o escritor acerca de algunos supuestos que operan detrás de ciertas expresiones frecuentes, que lo motive a hacer un uso menos sexista, patriarcal y/o androcéntrico del lenguaje.37 Es decir, se trata de cambios que pueden producirse mediante un esfuerzo consciente de los hablantes, apoyados por una fuerte sanción social para quienes no los incorporen a sus prácticas lingüísticas. Entre ellos, como dijimos, usar términos que no se refieran a colectivos generalizando un término que se refiere en primer lugar sólo a los varones, siempre que sea posible (“los seres humanos”, “las personas” o “la gente” en lugar de “los hombres”); usar el sustantivo abstracto en lugar del plural en masculino (“el alumnado” en lugar de “los alumnos”, “la presidencia” en lugar de “el presidente”). Ahora bien, estos cambios, así como aquellos que derivan del enriquecimiento léxico con nuevas categorías, no suponen un cambio en la gramática de género de la lengua sino que, simplemente, aprovechan los recursos léxicos de la lengua –los actuales o los incorporados recientemente– para describir la realidad plural con la que de hecho nos encontramos, en términos menos sexistas, patriarcales y/o androcéntricos. Hay otros cambios, sin embargo, que buscan alterar la gramática de la lengua.
En efecto, con el fin de evitar la exclusión lingüística de múltiples minorías se ha alentado la propuesta conocida como lenguaje inclusivo38 que, como dijimos, supone realizar cambios no solo en el uso sino también cambios más profundos en el léxico e incluso en la gramática misma de la lengua. Esta propuesta requiere una reforma radical de nuestros modos de hablar, por cuanto supone violar las reglas gramaticales de género que están institucionalizadas y a las que nos hemos habituado desde que aprendimos la lengua. Hay dos formas de hacerlo. La propuesta más conservadora consiste en la visibilización de las mujeres a través de la yuxtaposición de las generalizaciones en masculino y femenino. En este caso se prefiere el uso de “las y los” para destacar la presencia de ambos, mujeres y hombres, rechazando la regla del genérico masculino. Así, en lugar de decir “los amigos” diríamos “los amigos y las amigas” o bien “los/las amigos/as” o “las/os amigas/os”. Nótese que solo la primera propuesta es fácilmente pronunciable, mientras las otras dos solo pueden funcionar en la modalidad escrita, lo que constituye una severa limitación para su generalización en los contextos comunicativos cotidianos que son predominantemente orales. Esta propuesta, sin embargo, ha sido considerada insatisfactoria, porque invisibiliza a otros géneros: no binarios, trans, intersex, etc. (Cabral, 2009). La propuesta más radical, entonces, es reformar la gramática del español, generando la forma neutra. Dado que nuestra lengua incluye una fuerte carga de género que afecta los sustantivos, adjetivos, artículos y pronombres, la reforma propuesta es muy profunda. La búsqueda de la forma adecuada de expresar el neutro ha llevado a considerar cuatro opciones: el uso de la @, de la x, del asterisco *, y de la /e/. En todos los casos, la propuesta consiste en reemplazar todas las terminaciones de palabras que denoten género introduciendo neologismos neutros, p.e., en el caso de los artículos, “l@s”, “l*s”, “lxs” o “les”, con el objeto de desmontar la dicotomía masculino-femenino y ser explícitos en la inclusión de todas las identidades de género. Es importante notar que solo la última opción es fonéticamente posible, es decir, que si se busca arraigar dicha modificación en el lenguaje oral, solo esta opción (u otra similar) es viable.39
Detrás de estas diversas reformas del español hacia un lenguaje más inclusivo, hay propuestas teóricas alternativas o formas alternativas de “ver el mundo” que buscan una vehiculización lingüística. De alguna manera, se trata de la HRL vista del revés: distintos grupos humanos que “ven el mundo” de formas diferentes buscan que el lenguaje exprese de la manera más perspicua posible esa forma de “ver el mundo”. Claramente algunas de estas opciones implican reformas radicales de la lengua. Y no está claro que ese tipo de cambios lingüísticos puedan producirse solo por la suma de voluntades individuales o por el impulso sostenido de colectivos conscientes de su importancia cultural. Sin embargo, insistir en el uso del lenguaje inclusivo, aun alterando las reglas gramaticales actuales, produce en los oyentes/lectores un efecto cognitivo también. Davidson (1990) sostuvo que las metáforas son como golpes en la cabeza: producen efectos cognitivos a pesar de ser afirmaciones o bien triviales o bien carentes de sentido (dado que, según este autor, no existe un “significado metafórico” sino que las palabras solo tienen significados literales que generan sinsentidos al combinarse de las maneras en las que se combinan en las metáforas). Esta disrupción de las reglas de la lengua (semánticas o pragmáticas en el caso de Davidson) que suponen las metáforas, produce un efecto similar a un golpe en la cabeza, por cuanto nos lleva a pensar de maneras diferentes a las habituales. Mientras seguimos debatiendo acerca de cuál sería la mejor reforma del lenguaje, el uso de las formas lingüísticas que violan las reglas del español puede producir en los oyentes un efecto similar al de las metáforas. Es claro que si, finalmente, las nuevas reglas de un lenguaje inclusivo se impusieran, ello no bastaría para generar una sociedad más inclusiva. Pero estos golpes en la cabeza pueden generar no solo efectos lingüísticos sino cognitivos e incluso afectivos, alterando nuestros hábitos de pensamiento, actitudes y acciones. Tal vez estos usos violatorios del lenguaje nos lleven a pensar en la necesidad de volver más inclusiva a nuestra sociedad. Y si esto ocurre, el lenguaje inclusivo habrá tenido el efecto que sus defensores buscaban. Y resulta claro, por los argumentos que presentamos a lo largo del trabajo, que perpetuar las formas lingüísticas heredadas en lo relativo al género contribuye a perpetuar formas de organización social que queremos cambiar.40