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Prismas

versão On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.10 no.1 Bernal jun. 2006

 

RESEÑAS

Tulio Halperin Donghi
El revisionismo histórico argentino como visión decadentista de la historia nacional, Buenos Aires, Siglo XXI, 2005, 90 páginas

La editorial Siglo XXI ha repropuesto a los lectores tres textos de Tulio Halperin publicados entre 1976 y 1997. El título del libro, que reproduce el del primero de los tres artículos, no da cabal cuenta de su contenido. La obra trata, en realidad, dos temas diferentes. El primero es, efectivamente, una reflexión de conjunto sobre el revisionismo argentino. El segundo, en cambio, que integran los dos trabajos restantes, constituye un análisis acerca de estudios sobre la época de Rosas que le sirven a Halperin para desarrollar ideas e hipótesis, polémicas o interlocutorias, con los autores de los mismos (Carretero, Myers, Raed, Sampay), ninguno de los cuales puede ser incluido entre los autores revisionistas.
El criterio de selección de los artículos incluidos resulta algo sorprendente si se observa que no forma parte de la compilación otro más extenso estudio de Halperin sobre el revisionismo, publicado en forma de libro, por la misma editorial, en 1970. Ciertamente, la confrontación de los dos textos específicos sobre el revisionismo hubiera presentado superposiciones y continuidades (sobre todo porque reposan sobre un semejante corpus de obras y autores analizados) pero también no pocas diferencias y complementariedades. Seguramente, la operación de incluir ambos podía requerir volver sobre ellos y suprimir las más visibles de aquellas superposiciones. Nada hay que objetar aquí de todos modos; finalmente, la opción de escoger unos textos y no otros corresponde al autor o al editor. Sólo se puede observar que desde el punto de vista de los lectores interesados, sea en el revisionismo, sea en el periplo intelectual de Halperin, la operación de fusionarlos para los primeros o de superponerlos para los segundos hubiera sido más iluminadora.
En el largo artículo que abre la presente compilación, "El revisionismo histórico argentino como visión decadentista de la historia nacional", escrito en 1983 (y el momento es aquí significativo), Halperin repropone formalmente el esquema presentado en el libro de 1970. El nacimiento del revisionismo es establecido en 1934 con la publicación del libro de los hermanos Irazusta, La Argentina y el imperialismo británico. Esa elección permite a Halperin resaltar, en primer lugar, la conexión entre historia y política que es para él la operación fundante del revisionismo. Si, en cambio, se hubiese querido priorizar la dimensión exclusivamente historiográfica del revisionismo, visto como una simple relectura del pasado nacional, la cronología hubiera podido retrotraerse, ya que es bien claro que la mayoría de los temas históricos que el revisionismo va a plantear, en disidencia con la historia oficial, ya están presentes desde mucho antes, como el mismo Halperin señala en las páginas iniciales de su segunda contribución. Sin embargo, si en un Saldías o en un Quesada, por ejemplo, la reevaluación de Rosas está ya plenamente realizada, con argumentos que no son diferentes de la mayoría de los que emplearían los revisionistas, no es menos cierto que en ellos no existe desde esa revisión del pasado ninguna disidencia sustantiva con el orden ideológico vigente. En este sentido, la operación del revisionismo es, en su novedad, la paralela revisión del pasado y del presente, así como la instrumentalización del primero en función del segundo. En otras palabras, la subordinación de la tarea historiográfica a la tarea política. Ciertamente, tampoco esta operación era completamente nueva en el ámbito rioplatense. Como ha mostrado la reciente tesis de Laura Reali, el paralelismo entre operación histórica y operación política (con una posición más equilibrada entre ambas) y con influencias y temas no diferentes en muchos puntos a los de los revisionistas, había sido llevado a cabo por Luis Alberto de Herrera desde La Revolución Francesa y Sud América (1910) hasta El drama
del 65. La culpa mitrista (1926), obras que gozaron de una aceptación significativa de corresponsales argentinos, desde Ernesto Quesada a Dardo Corvalán Mendilaharsu, y despertaron la vigilante hostilidad de La Nación. Sin embargo, más allá de la quizás inútil búsqueda de precursores, la opción elegida por Halperin parece la más plausible.
Partir de la obra de los Irazusta le permite a Halperin, adicionalmente, filiar esa revisión con la derecha maurrasiana francesa y desde ahí postular el "decadentismo" que domina el momento fundante del revisionismo. En ambos casos, la declinación era atribuida a la incapacidad de las élites políticas de llevar adelante políticas nacionales, dadas sus perspectivas ideológicas abstractas o su enfoque antipatriótico, idea esta última que en Maurras tiene un preciso antecedente en la polémica de Fustel con Mommsen.
La filiación propuesta por Halperin de la obra de los Irazusta y de Ernesto Palacio con la mirada de Charles Maurras es irreprochable. Una reserva opinable podría surgir, en cambio, en la filiación, sugerida al pasar, de la lectura decadentista maurrasiana con la obra de Hipólito Taine y más en especial con sus consideraciones sobre el "espíritu clásico". Efectivamente, aunque Taine pensador es una de las mayores fuentes en las que abreva la lectura decadentista de Maurras, no es de ningún modo la única (como la monumental obra de Victor Nguyen ha mostrado) ya que esa perspectiva estaba
extensamente presente en el pensamiento francés luego de 1870 y aún antes (piénsese en Tocqueville y Quinet luego de la revolución de 1848). Asimismo, puede argumentarse que la filiación taineana de esa decadencia en el "espíritu clásico" no dejó de suscitar explícitas reservas en un Maurras necesitado de recuperar el clasicismo en contraposición al romanticismo, fuente según él de todos los males, lo que lo obligaba a buscar en otro lugar el origen de los problemas contemporáneos: Rousseau ante todo, pero aún más atrás, en el individualismo germánico, en el calvinismo y aun más allá, en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Finalmente, la decadencia francesa era atribuida por Maurras al individualismo y al atomismo del pensamiento moderno y no sólo a la ideología antinacional de las élites, tema mucho menos presente en sus seguidores argentinos, en especial en los Irazusta. Con todo, lo que quizás más se extraña en la reconstrucción que hace Halperin del tema decadentista en el revisionismo es la ausencia de cualquier referencia a otras lecturas de ese tenor presentes en la Argentina precedente, y más aun en la de la década de 1930, que podrían sugerir un lento conformarse de un clima de reflexiones con el que los primeros autores revisionistas, si no podían ser estrictamente filiados, no por ello dejaban de interactuar.
Ciertamente, Halperin no resume su mirada del revisionismo en su relación tributaria con la derecha francesa (con respecto a la cual
no deja de señalar importantes diferencias de sus seguidores argentinos) y pronto agrega otros motivos que aportan los nuevos reclutas de la corriente, desde el iberoamericanismo de Scalabrini, al fascismo de un José María Rosa. Esa heterogeneidad de motivos puede convivir gracias al nivel de generalidad de las lecturas del pasado en las que, en todos los casos, la dimensión ideológica es la dominante para juzgar los comportamientos de hombres y grupos en la historia argentina. Asimismo, de los dos núcleos básicos en torno de los que se articula el revisionismo -la crítica al ideal democrático y la crítica al imperialismo, entendido como un fenómeno político más que económico, cuya influencia en la Argentina habría derivado de la ceguera ideológica de sus grupos dirigentes-, es seguramente este último el que mejor se presta a esa convivencia de figuras conformadas en torno de matrices tan diferentes. El mismo tema (y las opciones políticas) permite luego integrar a los nuevos reclutas que proceden de un marxismo más o menos digerido según los casos (Puiggrós, Ramos, Astesano, Ortega Peña y Duhalde), acerca de los cuales Halperin no deja de señalar las enormes distancias que los separan de los primeros, sin negarse, sin embargo, a considerarlos dentro de esa misma tradición.
La lectura de Halperin, a cuya riqueza proverbial de matices y perspectivas no hace justicia el breve resumen precedente, va asimismo más allá y no deja de establecer con precisión las distintas fases del revisionismo y los cambios que
muchos de sus cultores proponen a lo largo de los años, en diálogo con las mudanzas políticas de la Argentina contemporánea. Finalmente, el ensayo, que empieza ya con un lapidario juicio de conjunto sobre el aporte historiográfico del revisionismo, culmina con otro no menos devastador en tanto lo disuelve en el seno de las distintas lecturas poéticas del pasado argentino. Ciertamente, esta severidad es bien comprensible, vista la casi inevitable irritación que producen tantos autores de una tradición cuya debilidad no está necesariamente en sus premisas, sino en la forma en que el discurso histórico se desarrolla a partir de ellas. Es decir, en el simplismo de sus construcciones, en el tono abogadil de las mismas, en la ausencia de todo moderno criterio metodológico. Aunque aquí quizás hubiera sido posible establecer diferencias o gradaciones más marcadas entre las mismas, como ocurre en el libro de Halperin de 1970. Por ejemplo, la identificación de género propuesta por Halperin entre la Historia argentina de Ernesto Palacio y la Vida política de Juan Manuel de Rosas, de Julio Irazusta, hace poca justicia a esta última. Mientras la primera es desde luego un ensayo basado en fuentes secundarias, la segunda es una sólida obra que más allá de su arcaísmo metodológico (aunque aquí, junto a Carlyle, habría que agregar a otros historiadores decimonónicos) reúne todos los requisitos exigibles en la historia erudita (aunque no se proponga ser tal). Es decir, la compulsa de un enorme corpus documental que incluía la gran mayoría de las fuentes primarias disponibles y un uso crítico de las mismas. Que ello fuese utilizado con el propósito de vindicar a Rosas es indudable, pero no era tan diferente del uso que realizaban muchos cultores de la historia académica. Que el texto abusase del empleo de la analogía es no menos verificable y ello da a la obra un tono poco actual (pero una querella de antiguos y modernos en sede historiográfica no hace quizá entera justicia a los aportes que los primeros hicieron y de cuya riqueza de perspectivas tanto uso, antes implícito, ahora explícito, ha realizado la historiografía contemporánea). En cualquier caso, el resultado de la voluminosa historia de Irazusta no puede compararse en tanto operación historiográfica con el que brinda el inteligente ensayo de Palacio, éste sí mucho más cercano del ejemplo de la historia que Philippe Ariès llamó "capeta", es decir, la de los historiadores cercanos a la Acción Francesa.
En cualquier caso, el problema no es tanto el de una lectura más matizada sino el de observar que si las cosas están efectivamente así, ¿qué puede brindarnos una explicación convincente de tantas carencias? Es aquí cuando el retorno al libro de Halperin de 1970 brinda perspectivas iluminadoras ausentes en el de 1983. Ellas parten de hacer dialogar a la historia revisionista con la historia académica, no sólo porque, como observó el gran Arnaldo Momigliano, los enemigos y los maestros casi siempre se parecen, ni tampoco porque una historia interpretativa basada en materiales secundarios reposa en demasía en la calidad de éstos, sino también porque esa subalternidad de muchos revisionistas hacia el modo de hacer historia por parte de la "Nueva Escuela" fue muy visible. Recuérdese simplemente que el Instituto de Investigaciones Históricas "Juan Manuel de Rosas" copiaba literalmente su nombre del Instituto homónimo que dirigía Emilio Ravignani en la Facultad de Filosofía y Letras y que su publicación, Boletín, también. Asimismo, otros autores no analizados por Halperin en su breve ensayo, de Gabriel Puentes a Fermín Chávez, se esforzaban por dotar a sus libros del mismo ropaje formal erudito que los historiadores académicos. Que los resultados fuesen menos felices, sea. Que el móvil político estaba en muchos de ellos en primer lugar, también. Sin embargo, la interacción con la Nueva Escuela nos da algunas posibles pistas para pensar los límites del primer revisionismo. Como concluía el mismo Halperin en 1970, dando vuelta una afirmación de Ernesto Palacio, que el revisionismo hubiese surgido en tiempos en los que reinaba Ricardo Levene no dejaba de ser significativo. Lo que sugería que los límites del revisionismo estaban subsumidos, al menos en parte, en los de toda una época de la historiografía y de las ciencias sociales argentinas y en los bajos estándares que ella fijaba. Obsérvese, por ejemplo, que Defensa y pérdida de nuestra independencia económica fue cobijado en una publicación "especializada", la Revista de Economía Argentina, o
compárese ese libro, sin duda elemental, con la Historia Económica Argentina, que un eminente profesor de la Facultad de Ciencias Económicas con aspiraciones neoclásicas, Luis Roque Gondra, publicó contemporáneamente, y rápidamente se percibirán los límites generales de una estación historiográfica.
Desde luego, que hubiese existido una más consistente tradición profesional o incluso una tradición erudita alternativa, a la manera por ejemplo de la escuela católica en Francia agrupada en la Revue de Questions Historiques, opuesta a la de la Revue Historique, o siquiera algo aproximable al nivel de esta última, no sugiere que los resultados hubiesen sido necesariamente diferentes en las figuras principales de esa corriente y tal vez tampoco en esa segunda línea revisionista más atraída hacia las posibilidades que brindaba la carrera académica (como desconsoladores ejemplos actuales muestran). Sugiere apenas que, tal vez, hubieran podido serlo y que algunos problemas del revisionismo pueden ser colocados también en el débito de sus contrincantes, sin que ello signifique tratar de equipar el nivel de unos y otros. Finalmente, la inspiración maurrasiana más una sólida formación profesional podía dar lugar en Francia, por ejemplo, a una obra tan consistente como la de Raoul Girardet.
La segunda parte del libro de Halperin viene a mostrarnos en sus propias reflexiones las muchas posibilidades que pueden emerger de la interlocución con una forma mucho más refinada y compleja de hacer historia de las ideas o historia de los discursos políticos como la por él cultivada. Su admirable reflexión acerca del pensamiento político de Rosas, en explícita confrontación con la propuesta por Sampay, brinda tantas nuevas perspectivas metodológicas para encarar el análisis de una figura que no es un teórico de la política sino un político práctico pero que, sin embargo, no deja por ello de esbozar una reflexión cuyas raíces pueden ser rastreadas. No menos iluminador que su diálogo con la obra de Myers, que complejiza el papel del discurso republicano clásico en su superposición con otros discursos a él subordinados pero de ningún modo desdeñables.
En suma, se trata de un libro en el cual la maestría que es dable requerir al mejor historiador argentino aparece en plenitud. Ello no invita a la aquiescencia discipular sino a intentar un diálogo. Como señaló alguna vez Delio Cantimori, cuanto más nos atrae una obra más debemos esforzarnos por discutir con ella, a riesgo de revelar al hacerlo nuestras propias limitaciones.

Fernando J. Devoto
UBA

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