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Estudios - Centro de Estudios Avanzados. Universidad Nacional de Córdoba

versão On-line ISSN 1852-1568

Estud. - Cent. Estud. Av., Univ. Nac. Córdoba  no.43 Córdoba mar. 2020

 

ARTICULOS ORIGINALES

Migración y ‘cultura del miedo’: estudio sociosemiótico1

Migration and ‘Culture of Fear’: A Socio-Semiotic Study

Sebastián Moreno2

Resumen

Recientemente, los movimientos migratorios –en particular aquellos protagonizados por el elevado número de personas que han llegado a Europa buscando convertirse en refugiados– han dado lugar al surgimiento de un tipo de discurso social asociado a un «nacionalismo populista». En ocasiones este tipo de discurso, al generalizarse y normalizarse a nivel social, ha dado lugar al surgimiento de una «cultura del miedo» que, en tanto sistema articulado de sentido y significación, puede ser examinada desde una mirada sociosemiótica, prestando especial atención a los procesos perceptivos e interpretativos apoyados en la dicotomía imaginaria entre un «nosotros» y un «ellos» que ocurren a nivel tanto individual como colectivo. En este artículo se examina la «cultura del miedo» que emerge en torno a la diversidad cultural –específicamente asociada a la migración– desde tal perspectiva teórica, con el fin de realizar un aporte tanto a la literatura sobre las culturas del miedo, así como al debate sobre los riesgos que su propagación y normalización tienen para las sociedades democráticas.
Palabras clave: Miedo; Cultura del miedo; Migración; Diversidad cultural; Sociosemiótica

Abstract

Recently, migratory movements – particularly those involving large numbers of people who have come to Europe seeking to become refugees – have given rise to a kind of social discourse associated with «populist nationalism». At times this type of discourse, by generalizing and normalizing at the social level, has given rise to the emergence of a «culture of fear» which, as an articulated system of meaning and significance, can be examined from a sociosemiotic perspective, paying special attention to perceptive and interpretative processes supported by the imaginary dichotomy between a «we» and a «they» that occur both individually and collectively. This article examines the «culture of fear» that emerges around cultural diversity –specifically associated with migration– from such a theoretical perspective, in order to make a contribution both to the literature on cultures of fear, as well as to the debate on the risks their propagation and normalization pose to democratic societies.
Keywords: Fear; Culture of fear; Migration; Cultural diversity; Socio-semiotics

Introducción

Recientemente, los movimientos migratorios –en particular aquellos protagonizados por el elevado número de personas que han llegado a Europa buscando convertirse en refugiados– han dado lugar al surgimiento de un tipo de discurso social (Verón, 1988) asociado a un «nacionalismo populista’» (Fukuyama, 2018) que, en ocasiones, al generalizarse y normalizarse a nivel social, ha dado lugar al surgimiento de una «cultura del miedo». Basta con pensar en actores políticos asociados a la extrema derecha europea para identificar algunos rasgos característicos de este tipo de discurso: simplificación de la realidad social, uso de dicotomías básicas como «ellos»-«nosotros» y «bueno»-«malo», alusión al sentimiento de crisis o amenaza, entre otros (Cosenza, 2018; Ventsel, Madisson y Sazonov, 2019; Wodak, 2015).

Los discursos de este tipo han contribuido al surgimiento de una suerte de sentimiento general de alarma, apoyada en la idea de un peligro que amenaza al conjunto social (Ventsel, Madisson y Sazonov, 2019; Moïsi 2010; Glassner, 1999a y 1999b), que con el paso del tiempo ha dado lugar al establecimiento de lo que se podría denominar una «cultura del miedo», esto es, un sistema de sentido relativamente estable y colectivo, caracterizado por emociones vinculadas con la desconfianza y con el sentimiento de amenaza. Esta «cultura del miedo» específica asociada a la migración se enmarca en lo que Linke y Smith (2009) denominan una «lógica global del miedo», por lo que no puede ser considerada como un hecho aislado.

Gracias al trabajo de autores como Clifford Geertz y Humberto Eco, entre otros, sabemos hoy que la cultura, en sentido amplio, consiste en un sistema caracterizado por procesos permanentes y complejos de producción, distribución y consumo de sentido. Como sostiene Geertz (1973) en su conocida definición, «creyendo con Max Weber que el hombre es un animal inserto en tramas de significación que él mismo ha tejido, […] la cultura es esa urdimbre», por lo que el análisis cultural debe ser «no una ciencia experimental en busca de leyes, sino una ciencia interpretativa en busca de significaciones» (p. 20). Los sistemas culturales se componen, para Geertz, de «estructuras de significación socialmente establecidas en virtud de las cuales la gente hace cosas» (p. 26) y, en tanto sistemas, deben «poseer un mínimo grado de coherencia, pues de otra manera no los llamaríamos sistemas» (p. 30). En esta misma línea de pensamiento, Eco (1976) sostiene que «la cultura en su conjunto puede comprenderse mejor, si se la aborda desde un punto de vista semiótico » (p. 51). Según escribe el autor, «la cultura por entero debería estudiarse como un fenómeno de comunicación basado en sistemas de significación», ya que «solo estudiándola de ese modo pueden esclarecerse sus mecanismos fundamentales» (pp. 44-45).

A partir de esta premisa, durante las últimas décadas la semiótica ha dejado de estudiar exclusivamente textos en el sentido restringido del término (es decir, productos culturales con una materialidad específica, como ser comics, obras literarias, avisos publicitarios, etc.), para ocuparse de describir, analizar y comprender los procesos de significación que se dan en la esfera social, volviendo así a la idea originaria de Ferdinand de Saussure sobre la disciplina, consistente en estudiar el funcionamiento de los signos en el seno de la vida social (Lorusso, 2010), con un foco especial en los procesos de interacción (Landowski, 2014). Los trabajos de investigadores como Jean-Marie Floch (1990), Jacques Fontanille (2008, 2016), Eric Landowski (1997, 2005) y Gianfranco Marrone (2001, 2016), entre tantos otros, reflejan claramente el intento de extender el análisis semiótico hacia la esfera sociocultural.

Desde esta mirada teórico-metodológica, la «cultura del miedo» resultante de la extensión y normalización a nivel social de los discursos del miedo asociados a los movimientos migratorios contemporáneos puede ser examinada desde una perspectiva semiótica, en tanto tal cultura consiste, por definición, en una trama de significados que son producidos, distribuidos y consumidos por individuos en base a procesos de enunciación, de interacción y de interpretación, dando lugar a la emergencia de determinadas emociones. En este sentido, no hay una «cultura del miedo» si la gente no siente miedo. Hay en juego, por lo tanto, un proceso cognitivo, asociado a la percepción de la realidad según ciertos parámetros normativos («X es una amenaza»), que tiene un efecto en las emociones de las personas. En ambos procesos (el cognitivo y el emocional), la semiosis, en tanto «dimensión significante de los fenómenos sociales» (Verón, 1988, p. 125) desempeña un rol central. De este modo, el análisis sociosemiótico de los procesos de producción de sentido que se dan en base a un hecho objetivo –los movimientos migratorios y la consecuente llegada de inmigrantes a nuevos territorios– parece justificado. De hecho, si existe algo como un «discurso del miedo» (Altheide, 2003) es porque alguien lo ha enunciado, lo que implica un modo de producción textual que resulta en un relato, que como tal involucra ciertos actores, objetos de valor, axiologizaciones, etc. En este sentido, según propone Verón (1988), «una sociosemiótica solo puede ser una teoría de la producción de los discursos sociales» (p. 126).

El objetivo de este artículo es examinar la «cultura del miedo» que emerge en torno a la diversidad cultural –específicamente vinculada con el fenómeno de la migración– desde la sociosemiótica, con el fin de realizar: primero, un aporte teórico al estudio de los mecanismos subyacentes a los discursos del miedo asociados con la migración –con especial atención a los procesos interpretativos que dan lugar a una valorización negativa de la diversidad cultural–; segundo, una contribución a la discusión de los riesgos que la propagación y normalización de dichos discursos tienen para el funcionamiento deseable de una sociedad democrática. La relevancia del tema queda dada por los efectos potenciales que tal sentimiento de miedo prevaleciente en la sociedad puede tener en los procesos de toma de decisiones por parte de los individuos (Ventsel y Madisson, 2019), así como por el peligro que el eventual uso indebido con fines estratégicos de tal discurso por parte de quienes tienen marcadas intencionalidades políticas representa para el correcto –o al menos deseable– funcionamiento de una democracia liberal. A final de cuentas, como todo discurso social, el discurso del miedo tiene amplias repercusiones en la vida cotidiana de las personas. Como señala Altheide (2003), el discurso del miedo tiene consecuencias importantes en las políticas sociales, en las percepciones públicas de asuntos sociales, en la defunción del espacio público, para ciudadanos que se «arman» y «blindan» cada vez más, y en la promoción de una nueva identidad social: la víctima.

En la primera sección del texto presento las ideas de Zygmunt Bauman respecto al uso político del «pánico migratorio» –ciertamente un tipo de discurso social anclado en el miedo–, para luego, en base al trabajo de Patti T. Lenard, proceder al análisis de los mecanismos semióticos subyacentes a la emergencia y el establecimiento de la ‘cultura del miedo’ asociada a la diversidad cultural.

El ‘pánico migratorio’ como discurso social

En el libro Extraños llamando a la puerta (2016), Zygmunt Bauman realiza un análisis crítico del fenómeno migratorio que durante los últimos años ha tenido a Europa en jaque, el que según el autor ha dado lugar a un «pánico moral» (p. 9) en tanto, según el panorama presentado por diversos medios de comunicación, la llegada masiva de migrantes en busca de asilo significaría «el desmoronamiento y la desaparición del modo de vida que conocemos, practicamos y apreciamos» (p. 9). Sin embargo, afirma el autor, es importante tener en cuenta que el fenómeno no es nuevo, ya que movimientos migratorios por razones políticas y económicas han existido desde tiempos inmemoriales. Según Bauman, la crisis migratoria que vive Europa se debe a que en los últimos años ha habido una suba en la cantidad de individuos que, además de los migrantes de siempre, buscan asilo en Europa, un aumento que se produce en base a «la creciente lista de Estados ‘en derrumbe’ (o, mejor dicho, ya derrumbados)» como resultado de la globalización (p. 12).

En este contexto, basta con escuchar a políticos europeos de extrema derecha como Marine Le Pen (Francia), Geert Wilders (Países Bajos), Viktor Orban (Hungría) o Matteo Salvini (Italia) para encontrarse con la idea de que la actual «crisis» migratoria es «peligrosa», es decir, que supone una amenaza para los individuos que viven en los países de acogida. En este sentido, Bauman afirma que los medios de comunicación, los discursos políticos e internet funcionan como «puntos focales y válvulas de escape para las ansiedades y los temores de la población en general» (p. 9), generando así lo que se podría denominar un ‘discurso del miedo’ asociado a la migración. En tal discurso, los ‘refugiados’ son concebidos y representados como ‘extraños’ (p. 15), con la característica de que éstos «suelen causar inquietud precisamente por el hecho mismo de ser ‘extraños’, es decir, aterradoramente impredecibles, a diferencia de las personas con las que interactuamos a diario y de quienes creemos saber qué esperar» (Bauman 2016, p. 15).3 De este modo, «pensamos entonces que la afluencia masiva de tales extraños tal vez haya destruido cosas que nos son muy preciadas, y que esos recién llegados tienen toda la intención de mutilar o erradicar nuestro estilo de vida, ese que nos resulta tan consoladoramente familiar» (p. 15), dando lugar al surgimiento de una «intemporal desconfianza» (p. 20) hacia los extraños.

Al concebir y representar discursivamente a los inmigrantes como extraños, se pone en juego un mecanismo semiótico de actorialización, apoyado en la dicotomía entre un «nosotros» colectivo y homogéneo, y un «ellos» con las mismas características (Cosenza, 2018). Según señala Bauman (2016), aunque a las personas que discursivamente categorizamos como pertenecientes al actor colectivo «nosotros» no las conozcamos, «sabemos bien cómo comportarnos con ellas y cómo proceder con nuestras interacciones», mientras que «de los extraños, sin embargo, conocemos demasiado poco como para sentirnos capaces de interpretar apropiadamente sus tácticas y concebir nuestras propias respuestas adecuadas: es decir, para adivinar cuáles podrían ser sus intenciones y qué harán a continuación» (p. 15).4 En este sentido, según Bauman, «el desconocimiento de cómo continuar, de cómo tratar una situación que no hemos creado y que no tenemos bajo control, es causa fundamental de grandes ansiedades y miedos» (p. 15). Como se puede apreciar claramente, las dimensiones cognitiva y emotiva mencionadas en la introducción pueden ya ser vislumbradas: la falta de un conocimiento –de un «saber»– lleva al surgimiento de un estado emocional.

La sociosemiótica, basada en la extensión de los métodos de la semiótica al análisis de fenómenos socioculturales que van más allá de lo clásicamente textual (Landowski, 2014), se ha ocupado de estudiar el surgimiento y la circulación de discursos sociales, en tanto éstos sirven como vehículos de pensamiento e interpretación de la realidad social (Verón, 1988). Como afirman Ventsel y Madisson (2019), una amenaza es el resultado de «un acto discursivo que constituye al menos un ‘objeto referente’, concebido como bajo amenaza y al que, por lo tanto, es necesario proteger de manera urgente» (p. 129). El miedo es entonces una emoción resultante de un proceso discursivo, en el que la realidad se interpreta de determinada manera según ciertas convenciones institucionalizadas culturalmente, dando lugar al surgimiento de ese sentimiento. ¿Cuál es el «objeto referente» que se ve amenazado en los discursos del miedo asociados a la migración y a la diversidad cultural? Una respuesta pertinente podría ser la siguiente: la pureza y continuidad de la «forma de vida» de la «comunidad imaginada» (Anderson, 1983) en cuestión. Volveré sobre este punto más adelante.

Discurso y cultura del miedo: una aproximación semiótica

El concepto de «cultura del miedo» no es nuevo para las ciencias sociales. Glassner (1999a) utiliza la expresión para describir un estado coyuntural de la sociedad estadounidense ante el cambio de siglo. Para el autor, «una de las paradojas de una cultura del miedo es que los problemas serios son en gran parte ignorados, incluso si dan lugar a los peligros que la población más teme» (p. xxii). El punto de partida del trabajo de Furedi (2002) es la observación de que las sociedades occidentales «estamos cada vez más dominadas por una cultura del miedo», cuya característica esencial es «la creencia en que la humanidad está siendo confrontada por poderosas fuerzas destructivas que amenazan nuestra existencia cotidiana» (p. vii). Altheide (2002 y 2003) se ha dedicado a estudiar cómo el miedo es el producto de una construcción llevada a cabo por los medios de comunicación. Finalmente, Wodak (2015), desde la perspectiva del análisis crítico del discurso, recientemente ha estudiado al miedo como un ingrediente fundamental de la forma de hacer política por parte de la extrema derecha en Europa.

Sin embargo, en el marco de la semiótica, el concepto es relativamente nuevo. En su libro sobre la semiótica de las pasiones, por ejemplo, Greimas y Fontanille (1991) estudian con detalle la avaricia y los celos, pero no el miedo. Sí se pueden encontrar algunas referencias al tema en los trabajos de Juri Lotman, quien en un manuscrito inédito publicado en 2008 estudia los mecanismos de emergencia del miedo a partir del caso de la caza de brujas en la Edad Media. Según Lotman (2008), «el problema del miedo pone al estudioso frente a cuestiones de carácter no solamente psicológico, sino también semiótico» (p. 3), en tanto en aquellos casos en que las causas del miedo no son conocidas, «surgen destinatarios mistificados, construidos semióticamente: no es la amenaza la que genera el miedo, sino el miedo el que genera la amenaza» (p. 4). El miedo es, para Lotman, una construcción social. Recientemente, un grupo de investigadores de la universidad de Tartu, Estonia, enraizados en los tradición teórica de la semiótica de la cultura lotmaniana, ha realizado investigaciones al respecto (Ventsel, Madisson y Sazonov, 2019; Ventsel y Madisson 2019; Lotman, 2001).

Con una clara esencia constructivista (Searle, 1995), la sociosemiótica ha conceptualizado fenómenos sociales usualmente dados por supuestos y/o naturales como el resultado de construcciones socioculturales (Landowski, 2014; Verón 1983 y 1988). Un ejemplo claro de tal giro conceptual es el estudio del trauma: actualmente hay un consenso académico en concebirlo como un fenómeno esencialmente semiótico, en el que un evento especifico genera, mediante procesos individuales y culturales de interpretación y significación, un efecto de sentido en el sujeto que tiene consecuencias psicológicas (Alexander, 2004; Violi 2014). En esta misma línea teórica, las identidades no son ya concebidas como algo fijo y pre-social, sino como el resultado de procesos intersubjetivos apoyados en la interacción (Arfuch, 2005; Bucholtz y Hall, 2005; Burke y Stets, 2009). Del mismo modo, la memoria es conceptualizada como un proceso semiótico y, como tal, discursivo y colectivo (Demaria, 2012; Violi, 2014; Tamm, 2015).

De la misma manera, el miedo debe ser concebido no como un mero sentimiento o emoción individual resultante de procesos psicológicos y biológicos, sino como el producto de un fenómeno semiótico (Lotman, 2001), que emerge a partir de procesos de interpretación de la realidad social según ciertos marcos interpretativos (frameworks), discursos e imaginarios, en los que una situación, un agente o un objeto es axiologizado de manera negativa como una amenaza que pone en peligro el bienestar del «objeto referente» en cuestión. En este sentido, como proponen Linke y Smith (2009), las culturas del miedo son «regímenes de terror que son impuestos de manera discursiva, estratégica y experiencial a los seres humanos atrapados en las cada vez más volátiles zonas de contacto entre sistemas políticos, comunidades militarizadas y aparatos administrativos» (p.4). Glassner (1999), por su parte, afirma que «en el discurso público, los miedos proliferan mediante un proceso de intercambio. Es a partir de contracorrientes de sustos y contra-sustos que la cultura del miedo crece» (p. xxii). Según el planteo de Hutchinson y Bleiker (2014), «lo que la gente siente fisiológicamente como emociones es el producto de encuentros sociales y culturales, así como de la manera en que los individuos han sido socializados en la gestión de sus emociones a través de y durante esos encuentros» (p. 505). De este modo, si bien las emociones que sentimos surgen de nuestros cuerpos, «los sentimientos se forman y estructuran dentro de entornos sociales y culturales particulares» (p. 505), es decir, están mediados culturalmente. Se trata claramente de un fenómeno intersubjetivo, resultante de una construcción social (Altheide, 2003; Glassner 1999b; Goode y Ben-Yehuda, 2010).

Al tratarse de un fenómeno discursivo, el miedo puede ser colectivo, dando lugar al establecimiento de una «cultura del miedo». Tal como sucede con el trauma, el surgimiento de la emoción del miedo implica un proceso de construcción simbólica a partir de un determinado hecho, como ser la llegada (o eventual llegada de) de inmigrantes. Ventsel, Madisson y Sazonov (2019) afirman que «en su forma más general, el miedo es una reacción al peligro» (p. 6), lo que apoya la idea presentada más arriba sobre la necesidad de concebir a esta emoción como el resultado de un proceso de interpretación según relatos, narrativas e imaginarios dominantes en un grupo. Semióticamente, por lo tanto, «el miedo no es una reacción a un evento concreto u objeto, sino la interpretación de varios signos o fenómenos anticipatorios como amenazantes o peligrosas» (p. 7). Entre la causa del miedo y la emoción hay un espacio de indeterminación, en el que se le atribuye sentido a tal causa, en una dinámica similar a lo que sucede con el surgimiento del trauma (Violi, 2014). En este sentido, es fundamental, como sugieren Ventsel y Madisson (2019), distinguir entre el «susto» [fright] y el «miedo» [fear]: mientras que el primero es una reacción más bien instintiva, el segundo surge en base a la ambigüedad y a la falta de claridad (p. 129).

De este modo, el miedo puede ser alimentado discursivamente mediante el uso de lenguaje deliberadamente ambiguo (Ventsel, Madisson y Sazonov, 2019). Al estudiar las ciber-amenazas, Ventsel y Madisson (2019) proponen que pueden ser clasificadas en dos tipos, concretas y abstractas, y consideran que el discurso del miedo suele caracterizarse por el empleo del segundo tipo en la estructuración del relato, donde «las relaciones entre las causas y los efectos de las amenazas, así como el sentimiento de miedo asociado al riesgo, son articulados de manera ambigua» (p. 144), sin mostrar de manera clara cómo la amenaza puede afectar a los potenciales involucrados (Ventsel, Madisson y Sazonov, 2019). Por el contrario, las amenazas concretas van usualmente acompañadas de una explicación racional entre la causa de la amenaza y sus posibles efectos, lo que ayuda a que el debate público sea más racional y menos emocional. En síntesis, como afirman Ventsel, Madisson y Sazonov (2019), «el miedo crea nuevas conexiones y transforma significados existentes » (p. 6), con lo que se vuelve un «medio discursivo esencial para la legitimación de decisiones políticas» (p. 2). Siguiendo a Mölder (2015), «la cultura del miedo aumenta el rol de la inestabilidad y de la ansiedad en los discursos y las relaciones sociales, y establece distinciones entre un ‘Nosotros’ amistoso y un ‘Otro’ hostil» (p. 134).

Semióticamente, entonces, hay dos factores centrales a analizar al lidiar con el funcionamiento de una cultura del miedo. En primer lugar, es fundamental tener en cuenta que se trata de un tipo de discurso que logra imponerse y normalizarse a nivel sociocultural y que, como tal, es el resultado de procesos de enunciación y construcción narrativa –de articulación textual–, donde no solo se construyen actores colectivos («nosotros» y «ellos»), sino que además se propone la existencia de un objeto de valor (aquello por lo que «nosotros» y «ellos» compiten, al menos en el discurso), y también una axiologización, que atribuye signos positivos y negativos a los accionares de los actores involucrados en el relato. En segundo lugar, es fundamental subrayar el componente pasional inherente a la cultura del miedo: se trata de un tipo de discurso que tiene efectos emocionales, generando estados de ánimo y dando lugar a respuestas comportamentales en base a esos estados.

Respecto al primer punto, resulta esencial comprender mediante qué mecanismos se construye discursivamente a los actores del relato. Así, la constitución de grupos colectivos («nosotros» y «ellos») tiene que ver con mecanismos perceptivos y discursivos en los que se incluye, a través de ciertas estrategias, a individuos particulares en un colectivo u otro, en base a algún criterio especifico, sea empíricamente verificable (género, nacionalidad, edad) o imaginario. Según proponen Burke y Stets (2009), un grupo social consiste en «un conjunto de individuos que comparten la visión de ser miembros de una mima categoría social» (p. 118), visión que da lugar al establecimiento de categorías distintas, con una barrera imaginaria entre un «nosotros» y un «ellos». El resultado de tal proceso es, como afirman los autores «ver las cosas desde la perspectiva del grupo, produciendo una cierta uniformidad en el pensamiento y en la acción» (p. 118). En este sentido, al tratar de migración y diversidad cultural, la explicación de Anderson (1983) acerca de los procesos a través de los cuales se construye la idea de pertenecer a un colectivo nacional imaginado como limitado y soberano resulta pertinente a la hora de entender los miedos asociados a la llegada de migrantes: como señalaba Bauman (2016), de los «extraños» sabemos poco y nada como para asumir que se comportarán de manera similar a como nos comportamos «nosotros».

En este sentido, respecto al segundo punto –el pasional–, Lorusso (2010) afirma que, en la lógica de la distinción entre ambos grupos, «la vergüenza y el miedo presuponen una distinción de base entre un ‘nosotros’ y un ‘ellos’ y regulan las relaciones de los dos grupos», en una dinámica en la que «la vergüenza regula principalmente las relaciones internas al ‘nosotros’, mientras que el miedo regula la relación nosotros-uste- des, nosotros-ellos, es decir con los otros, con el exterior» (p. 69). Es posible apreciar cómo un fenómeno semiótico desempeña una función social específica. Procedamos ahora a estudiar desde una perspectiva sociosemiótica el mecanismo de atribución de sentido subyacente a la cultura del miedo asociada a la migración y a la diversidad cultural.

La cultura del miedo asociada a la migración y a la diversidad cultural

En su libro Trust, Democracy and Multicultural Challenges (2012), Patti T. Lenard afirma que la evidencia empírica muestra que «a medida que la diversidad cultural crece dentro de una comunidad, los niveles de confianza disminuyen» (p. 95). Teniendo en cuenta que, según la propuesta de la autora, los pilares de una democracia sólida se encuentran en «relaciones vibrantes y robustas de confianza», entonces «existe un motivo para preocuparnos si la presencia de diversidad cultural las erosiona» (p. 95).

Según Lenard (2012), toda comunidad comparte una «cultura pública», compuesta por una serie de normas y principios de convivencia, específicamente referidas a las esferas social y política, que es única y diferencial de ese grupo. La cultura pública es un «conjunto de entendimientos acerca de cómo un grupo de personas debe conducir su vida en común» (p. 76), lo que claramente tiene un componente normativo, en tanto estos entendimientos guían e influyen en el comportamiento y las actitudes de los miembros de la comunidad. Para la autora, la cultura pública «provee a sus miembros de una noción sobre las conductas y los valores que generarán aprobación y los que no» (p. 112), por lo que forma la base de la confianza hacia los otros, en tanto «saber que compartimos este sistema de valores –un sistema de valores que forma la base de las decisiones que probablemente tomaremos– hace que se mantenga la confianza entre los miembros que lo comparten» (p. 112). En sociedades democráticas, la confianza surge a partir de estas normas y valores compartidos, por lo que, cuando estas parecen verse amenazadas, «también la confianza está bajo amenaza» (p. 6).

El argumento de Lenard para apoyar la idea de que los niveles bajos de confianza dentro de una sociedad están relacionados con la presencia de diversidad cultural es que «muy a menudo, la categoría étnica o cultural de un individuo es erróneamente tomada como señal de un compromiso con valores que son incompatibles con aquellos que definen a la cultura pública» (2012, p. 96). Estas líneas presentan una idea cercana al concepto de los «extraños» empleado por Bauman y discutido anteriormente: ante el desconocido, el individuo asume diferencias sustanciales e irreconciliables en sus «formas de vida» en base al hecho de que los individuos que son categorizados como «extraños» provienen de un contexto sociocultural diferente, lo que en cierto modo los vuelve «impredecibles » en tanto no se comparten las normas y principios de convivencia básicos que constituyen la cultura pública del «local». Como propone Lenard, «en nuestras interacciones diarias con otros, tanto a nivel político como social, tenemos expectativas respecto a cómo los otros se comportarán, las que, cuando se cumplen, forman la base de las relaciones de confianza» (p. 112).

La relevancia sociosemiótica del enfoque de Lenard radica en la idea de que la desconfianza –y el consecuente miedo emergente asociado a ella– dentro de una sociedad se da sobre la base de interpretaciones acerca del otro –el «extraño»–. En esta dinámica, las percepciones individuales, mediadas culturalmente, desempeñan un rol central en tal mecanismo de atribución de sentido. Así, un individuo que se siente parte de un «nosotros» asociado a, por ejemplo, una cierta nación, ante la llegada de sujetos provenientes de contextos socioculturales diferentes sentirá que su «forma de vida», el «objeto referente» a proteger, se ve amenazada. Según la autora, «cuando la población inmigrante se vuelve lo suficientemente grande como para ser notada, el primer peligro es simplemente la percepción de que «nosotros» ya no compartimos las normas y valores que forman la base de la cultura pública» (2012, p. 98). El rol que la percepción juega en este planteo es central. En otro pasaje, la autora advierte una «progresión peligrosa», que comienza con los desafíos generados por la simple llegada de nuevos individuos que se comportan de manera diferente en las esferas social y política, cuyos comportamientos son frecuentemente tomados como signo de valores y principios que son incompatibles (o al menos que están en tensión) con aquellos que definen la cultura pública a la que se han incorporado (2012, p. 97)

Las interpretaciones –procesos de atribución de sentido–, entonces, juegan un rol central en este enfoque. El descenso de la confianza en una sociedad surge a partir de la interpretación que se hace, a partir de comportamientos humanos –y también de ciertos imaginarios sociales, incluidos los estereotipos–, respecto a la diferencia entre los sistemas de valores y normas que guían la conducta de los «extraños» y la «nuestra». Así, «la forma de vida a la que estamos acostumbrados aquí», el ‘objeto referente’ en cuestión, se ve amenazada y el miedo, en tanto reacción al peligro culturalmente mediada, emerge. Para Lenard (2012), «lamentablemente, la percepción –sea verdadera o no– de que las minorías a veces no están dispuestas a adoptar las normas que caracterizan a la cultura pública de la comunidad receptora hace que sea más difícil para la cultura pública producir relaciones extendidas de confianza» (p. 100). El mecanismo subyacente, claramente apoyado en procesos semióticos de interpretación e imaginación del «otro», es el siguiente: si un individuo tiene la percepción de que el «otro» –el inmigrante– no comparte las mismas reglas de juego –la cultura pública– que definen su vida social, entonces no tendrá la seguridad de poder esperar que el inmigrante se comporte de tal y tal modo, y por lo tanto surgirán dudas sobre la posibilidad de, eventualmente, confiar en ese individuo. Como señala Geertz (1973), toda cultura es un sistema de estructuras de sentido socialmente establecido, estructuras que forman la base para el accionar de los individuos, por lo que, si las configuraciones culturales de los involucrados en la interacción –aunque esta sea potencial– difieren, parecería haber razones para desconfiar. Como resultado, la confianza no logra establecerse de manera sólida.

La dimensión semiótica queda marcada por el hecho de que tales interpretaciones acerca del «otro» están enmarcadas en un sistema específico y particular de creencias acerca del funcionamiento del mundo, que no necesariamente tiene un correlato empírico. Como afirma Lenard (2012): si bien la elección de no seguir patrones normales de vestimenta y de continuar desarrollando en la esfera social prácticas culturales que son (de momento) diferentes ciertamente no constituyen evidencia de la falta de confiabilidad de los recién llegados, sin embargo a veces son percibidos de esta manera. En estos casos, la comunidad rechaza extender su confianza basándose en una percepción de que los recién llegados rechazan las normas compartidas, una percepción equivocada que frecuentemente crece a partir de una interpretación errónea de las prácticas culturales de las minorías (p. 99)

La integración de un individuo a una nueva realidad sociocultural requiere tiempo, durante el que los recién llegados deben experimentar un proceso de aprendizaje respecto a la cultura pública del lugar de acogida, para luego decidir qué aspectos de ella incorporar a su vida cotidiana, así como cuáles de aquellos que ya poseen mantener. En esta dinámica, la presencia (o ausencia) de ciertos signos puede ser interpretada erróneamente como una falta de interés en integrarse, produciendo un efecto cognitivo-emocional (la desconfianza y, eventualmente, el miedo), claro producto de procesos intersubjetivos apoyados en percepciones –e imaginaciones– del «otro». Se trata, sin dudas, de un fenómeno de significación en la esfera social, esto es, sociosemiótico.

La cultura del miedo como amenaza a la democracia

El objetivo de este artículo era examinar desde la sociosemiótica la «cultura del miedo» que emerge en torno a la diversidad cultural, con el fin de realizar, en primer lugar, un aporte teórico al estudio de los mecanismos subyacentes a los discursos del miedo asociados con la migración y, en segundo lugar, una contribución a la discusión de los riesgos que la propagación y normalización de dichos discursos tienen para el funcionamiento deseable de una sociedad democrática.

Un enfoque sociosemiótico sobre la cultura del miedo resulta fundamental para poder desarticular el uso indebido de tal emoción con fines políticos. Como afirma Mölder (2015), «en las manos de políticos populistas, el miedo es un incentivo poderoso para moldear la opinión pública» (p. 135), una idea que se ve reflejada también en la creencia de Linke y Smith (2009) respecto a que las culturas del miedo «son herramientas afectivas de gobierno que surgen como una forma de manejar a la población utilizada por actores militares, políticos y administrativos» (p. 5). Brzezinski (2007), por su parte, cree que la cultura del miedo «oscurece la razón, intensifica las emociones y facilita a políticos demagógicos la movilización de lo público en nombre de las políticas que quieren llevar a cabo». Si aceptamos la tesis de Lenard respecto a que las democracias sólidas se apoyan en relaciones robustas de confianza, es fundamental comprender los mecanismos que se esconden detrás de la emergencia del sentimiento de desconfianza, así como del miedo que estos mecanismos traen aparejados. En este sentido, como proponen Linke y Smith (2009): el miedo se ha transformado en una propiedad central de la vida social global: moldea aquellas sociedades en el mismo centro de la ‘guerra contra el terror’ (Estados Unidos, la Unión Europea, Australia), así como a aquellas comunidades nacionales relegadas a los márgenes por la globalización, a la violencia y al conflicto armado (El Salvador, Mozambique, Uganda) (p. 4)

Teniendo en cuenta que «una cultura del miedo es normalizada en la vida social cotidiana» (Linke y Smith 2009, p. 4), el estudio de los procesos de semiosis en la esfera sociocultural resulta fundamental para describir, pero también para desarticular, modos de producción discursiva y de enunciación que surgen a partir de determinadas intencionalidades políticas. En este sentido, la semiótica no puede ser considerada simplemente como una disciplina descriptiva, sino que se debe reconocer su finalidad crítica (Eco, 1976), con especial atención a la desarticulación de las ideologías que subyacen a los discursos (Escudero Chauvel, 2017). Es fundamental entonces poder analizar, comprender y deconstruir los procesos perceptivos que guían nuestra relación con el mundo externo y con los otros, para poder visualizar que muchos de los marcos interpretativos que los individuos tenemos incorporados son en realidad discursos que heredamos de la sociedad en la que vivimos, y que estos pueden ser diferentes de aquellos que los recién llegados tienen incorporados como resultado de sus propios procesos de socialización.

Comprender qué procesos de significación y atribución de sentido subyacen a nuestras percepciones y actitudes para con ‘el otro’ nos permitirá comprenderlo mejor. Como escribe Appiah (2007), «cuando el extraño no es ya imaginario, sino real y presente, compartiendo una vida social con nosotros, puede agradarnos o no, podemos ponernos de acuerdo o no; pero, si ambos así lo deseamos, al final podemos comprendernos mutuamente» (p. 99). En este sentido, como afirma Glassner (1999), «mejor aprender a dudar de miedos inflados antes de que nos destruyan », en tanto «los miedos falsos y alarmistas solamente generan adversidad» (p. xxii).

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Notas:

1 Trabajo recibido el 17/09/2019. Aceptado el 30/11/2019.
2 Universidad ORT Uruguay. Contacto: sebamoreno87@outlook.com
3 De hecho, en algunos idiomas, las palabras «extraño» y «extranjero» coinciden en un único término, como por ejemplo étranger en francés o stranac en croata.
4 Una dinámica apoyada en la lógica identificada por Anderson (1983) al definir a la nació como una «comunidad política imaginada».

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