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Olivar

versão On-line ISSN 1852-4478

Olivar vol.14 no.20 La Plata dez. 2013

 

ARTICULOS

De aquí a allá, de ayer a hoy: posmemoria y cine documental en la España y Argentina contemporáneas1

 

Laia Quílez Esteve

ASTERISC. Grupo de Investigación en Comunicación
Universitat Rovira i Virgili

1 La realización de este artículo se enmarca en el desarrollo del proyecto de investigación financiado por el Banco Santander y la Universitat Rovira i Virgili, "Memorias en segundo grado: Posmemoria de la guerra civil y el franquismo en la España del siglo XXI" (2013LINE-01).


Resumen

Tanto en el panorama cinematográfico español como en el argentino, varios son los títulos que desde el ámbito no sólo de la ficción, sino también del documental, han pretendido dar una visión de lo que sucedió durante la guerra civil y el franquismo y, en el caso del país latinoamericano, de la última dictadura militar encabezada por Jorge Rafael Videla. Dentro de este grupúsculo de películas, en la última década se ha producido un nada despreciable número de películas documentales (Nadar, Entre el dictador y yo, Muerte en El Valle, El muro de los olvidados, Cosas raras que pasaban entonces, Pepe el andaluz o Tierra encima, en España; o Los Rubios, M, En memoria de los pájaros, Encontrando a Víctor, Papá Iván o La fe del volcán, en Argentina) firmadas por la generación siguiente o subsiguiente a la de quienes fueron víctimas directas o indirectas de la tortura, el exilio, la represión y la falta de libertades impuestas por sendos regímenes totalitarios. Se trata, en todos los casos, de jóvenes cineastas y videastas que se acercan a un pasado que no recuerdan pero al cual necesitan interrogar de manera imperiosa para poder definirse en tanto que sujetos políticos. El artículo que presentamos pretende acercarse a dos corpus cinematográficos fraguados en países geográficamente muy distantes pero realizados bajo una mirada muy similar: aquella que se arroja desde la ‘posmemoria’, esto es, desde una distancia generacional respecto a los hechos históricos evocados que proporciona a estas cintas una voz políticamente más crítica pero no por ello menos intimista y autobiográfica que la que puede ostentar el superviviente o el testigo directo de los hechos. El propósito último de nuestro análisis es el de poder dilucidar los puntos de convergencia y de divergencia entre un conjunto de producciones documentales que si bien creemos que aboga por la transmisión de la memoria entre generaciones y su continuidad en el futuro, implica la presencia, por su misma idiosincrasia, de vacíos, silencios, recreaciones y, en definitiva, (auto)ficciones que, normalmente desde la primera persona, dan fe de unos sujetos fracturados por los traumáticos y complejos orígenes de sus respectivas genealogías familiares.

Palabras clave: Posmemoria; Guerra civil española; Franquismo; Documental subjetivo; Falso documental.

Abstract

Both in Spanish as in Argentina, there are several films that have tried to give an overview of what happened during the Civil War and the Franco’s regime and, in the case of the Latin American country, during the military dictatorship headed by Jorge Rafael Videla. Within this small group of films in the last decade there has been a not inconsiderable number of documentary films (Nadar, Entre el dictador y yo, Muerte en El Valle, El muro de los olvidados, Cosas raras que pasaban entonces, Pepe el andaluz or Tierra encima, in Spain or Los Rubios, M, En memoria de los pájaros, Encontrando a Víctor, Papá Iván, or La fe del volcán, in Argentina) signed by the next or subsequent generation to those who were victims of torture, exile, repression or murder imposed by the two totalitarian regimes. They are, in all cases, young filmmakers and videographers who come to a past they do not remember but which they need to ask in order to define themselves as political subjects. The present paper pretends to dive into two cinematic corpus forged in countries geographically distant but made under a very similar look: that which is thrown from the ‘postmemory’, that is, from a generation gap regarding historical facts evoked that provides these tapes a voice politically critical but no less intimate and autobiographical than it can bear the survivor or the direct witness of the events. The ultimate purpose of our analysis is to be able to explain the points of convergence and divergence between a set of documentary productions that not only advocates for the transmission of memory between generations, but also implies the presence, for their idiosyncrasies, of gaps, silences, recreations and invented stories.

Keywords: Postmemory; Spanish Civil War; Franco’s regime; Subjective documentary; Fake.


 

I. Sutiles pasados

A modo de introducción
Atender a los documentales sobre el pasado traumático que han realizado en Argentina y España hijos y/o nietos de desaparecidos, de supervivientes y/o exiliados, exige, en primer lugar, abordar el tema de la posmemoria, un concepto que no por casualidad viene tratado la mayor parte de las veces en los estudios realizados sobre el Holocausto, concretamente sobre la transmisión transgeneracional de tal infame etapa de la historia de la humanidad. En efecto, es a raíz del cambio de paradigma que, a partir de los años ochenta, opera en los discursos de la Shoah -y en el que la posibilidad o imposibilidad de representar esa barbarie viene sustituida por la pregunta de cómo hacerlo-, que se empieza a reflexionar sobre las producciones realizadas ya no por quienes sobrevivieron a los campos de concentración, sino por quienes heredan el relato de esa experiencia y lo reformulan desde su presente y desde su propia subjetividad. En el plano teórico, y como consecuencia de la proliferación de obras de todos los géneros y formatos firmadas por la generación siguiente a la que logró salvarse de las cámaras de gas, empiezan a publicarse un conjunto de ensayos, artículos y libros monográficos que versan sobre el proceso a través del cual la memoria directa de aquella experiencia se transmite a los que nacieron después, así como también sobre los modos en que éstos -en su mayoría hijos y nietos de supervivientes de los campos de concentración- plasman esa ‘memoria hereda- da’ en sus creaciones y productos culturales. Son todas ellas reflexiones que traen a colación cuestiones similares a las suscitadas en los estudios concernientes al terreno de la memoria -esto es, cuestiones, entre otras, relativas a los límites de la representación de lo traumático, a los usos y abusos de los materiales de archivo, a las fisuras de la voz testimonial, al problemático papel de la imagen o a la crisis del sujeto a la hora de configurar un relato verosímil de los hechos. Sin embargo, en este caso, dichas reflexiones se centran en los problemas concretos con los que se encuentra esta segunda y tercera generación a la hora de vehicular artísticamente este tipo de memoria, referida también, por los principales teóricos en este campo, como ‘memoria agujereada’ (Raczymow, 1994), ‘memoria heredada’ (Lury, 1998), ‘memoria tardía’ y ‘memoria protésica’ (Landsberg, 2004), ‘memoria vicaria’ (Young, 2000), o, finalmente, ‘posmemoria’ (Hirsch, 1997), la etiqueta que, hasta el día de hoy, más éxito ha tenido entre los expertos en este ámbito y la que utilizaremos de ahora en adelante.
El auge que en los últimos años ha tenido este tipo de estudios y producciones culturales en la sociedad contemporánea puede explicarse, especialmente en el caso de España, por la paulatina e inevitable desaparición de los supervivientes directos del horror. En efecto, la muerte de quienes lo sufrieron o lo perpetraron conlleva, irrefutablemente, "la pérdida de la memoria colectiva de la cual éstos son detentores" (Chéroux, 2007: 221) y la traslación, en consecuencia, de la prueba al documento, del testimonio a la representación. Es precisamente a raíz de este progresivo silenciamiento de las víctimas -provocado tanto por su distanciamiento temporal de los hechos (que obnubila su recuerdo) como por su propia desaparición física (que lo destruye del todo)-, que tiene lugar una lenta pero imparable sustitución de la "memoria comunicativa" (o colectiva) por la "memoria cultural" (o histórica), esto es de la memoria transmitida por los testigos directos del hecho histórico en cuestión -una memoria, por tanto, de duración limitada, en tanto que su transmisión abarca tres o cuatro generaciones como máximo (Hirsch, 2008: 110)-, por una memoria basada en las producciones culturales que, partiendo de los relatos conservados de esos testigos, garantizan la continuidad de la transmisión de esa memoria en el futuro (Chéroux, 2007: 221). Desde esta perspectiva, el puente por excelencia -o, en este caso, el receptáculo- que hereda esta memoria comunicativa y la transforma en memoria cultural, funcionando como un plano intermedio en el que tienen lugar las transferencias entre ambos polos, lo constituye, precisamente, y tal y como lo reivindica Paul Ricoeur, la figura del allegado, esto es, un "prójimo privilegiado" en tanto que se ubica "en una gama de variación de las distancias en la relación entre el sí y los otros" (2003: 172). Es así como el hijo, el nieto o el sobrino del superviviente se ven impelidos a escuchar a ese otro prójimo que los supera en edad y en experiencia para, de este modo, convertirse en garantes de la memoria familiar que, a partir de la reelaboración crítica, ética y artística a la que la sometan, se inscribirá en esa memoria cultural a la que hemos hecho alusión líneas más arriba.
No por su carácter mediado e indirecto, la posmemoria tiene menos fuerza o compromiso que los trabajos de memoria propiamente dichos. En efecto, la conexión que las segundas y terceras generaciones establecen con los recuerdos de las generaciones precedentes suele ser tan profunda y emotiva que la transmisión entre las unas y las otras sólo puede tener lugar de un modo íntimo y personal, y a menudo voluntariamente contrario a la profesionalidad y pretendida objetividad del historiador o del periodista. De ahí puede explicarse también aquello que revaloriza a este tipo de producciones y que las desmarca de las memorias vivenciales: su posición crítica e interrogante hacia una representación sin fisuras del pasado. Para alcanzarla, estas segundas y terceras generaciones hacen uso de todas aquellas herramientas, medios y expresiones que han marcado y marcan su descubrimiento y aprendizaje de esos pasados ajenos. Fotografías, películas, pinturas, obras de teatro, animaciones audiovisuales, etc., conforman para ellos una constelación de representaciones en las que la imagen les permite acceder más fácilmente a la memoria de sus antepasados, al tiempo que les promete una transmisión de la misma mucho más crítica que la que podría aportarles el documento escrito o el archivo entendido en sentido estricto.
En las líneas que ahora siguen pretenderemos aproximarnos precisamente a este tipo de trabajos audiovisuales que, por la experiencia de vida y las marcas socioculturales propias de la generación a la que pertenecen sus autores, consideramos que constituyen por sí solas un bloque aparte dentro de la historia del cine documental sobre la violencia estatal perpetrada tanto en España como en Argentina. La falta de una bibliografía que indague en este corpus de un modo profuso nos ratifica la necesidad de realizar una labor de investigación que se adentre en las múltiples y heterogéneas cuestiones que tales documentales plantean -tanto a modo individual como tomados en su conjunto- alrededor del terreno de la memoria, la historia y el lenguaje cinematográfico. El objetivo último de nuestro trabajo es, por tanto, acercarnos a los documentales más representativos realizados en Argentina y en España por esta segunda y tercera generación para cartografiar no sólo los modos con los que estos cineastas trabajan la memoria de esos años de represión, sino también las divergencias que, por su distinta procedencia histórica, cultural y familiar, se establecen entre ellos.

II. En busca del "héroe" perdido Duelo, identidad y justicia en el cine documental de hijos y nietos de desaparecidos

Uno de los vasos comunicantes que pueden establecerse entre los documentales argentinos realizados por hijos de desaparecidos y aquellos firmados por nietos de víctimas o victimarios de la guerra civil y el franquismo es el hecho de que en su mayoría se trata de trabajos que tienden a una sentida y profunda introspección, a una búsqueda apasionada y obcecada de esas ramas del árbol genealógico que han quedado sesgadas por la violencia, el olvido e incluso por un velado pero efectivo secretismo familiar. En Argentina, películas como Papá Iván (María Inés Roqué, 2000), Encontrando a Víctor (Natalia Bruschtein, 2005), Los Rubios (Albertina Carri, 2003) o M (Nicolás Prividera, 2007) o, en lo que se refiere a la posmemoria de la guerra civil y el franquismo, títulos como Muerte en El Valle (Christina María Hardt, 1996), Nadar (Carla Subirana, 2008), El muro de los olvidados (Joseph Gordillo, 2008) o Pepe el andaluz (Alejandro Alvarado y Concha Barquero, 2012) conforman un corpus fílmico que no puede desvincularse del retrato familiar y de la búsqueda identitaria por parte de sus autores2.
Jóvenes crecidos sin la figura del padre (Bruschtein, Roqué, Carri), de la madre (Prividera y de nuevo Carri) o del abuelo (Hardt, Gordillo, Alvarado y Subirana), el ‘yo’ que protagoniza estos documentales va moldeándose y encontrando su lugar en el mundo discursivo a partir de la biografía de ese ‘otro’ que les legó mucho más que un apellido. Es con él, sobre todo, con quien ellos departen, en una especie de diálogo fantasmal en el que el protagonismo de quienes sobrevivieron al terror totalitario y ahora dan testimonio ante la cámara (madres, padres, abuelos, tíos, primos o antiguos militantes, según el caso) está en función, fundamentalmente, de la cantidad y calidad de la información que puedan aportar con respecto a esa figura ‘desparecida’ que tanta curiosidad despierta en los realizadores. Sin embargo, existen matices con respecto al peso argumental y la función narrativa que adquiere el familiar desaparecido en los distintos documentales de este pequeño corpus. Así, mientras en unos casos el duelo del cineasta se exhibe más hiriente y desconsolado -probablemente porque es el padre o la madre quien les faltó y les falta (M, Los Rubios, Papá Iván, Encontrando a Víctor)-, en otros esa pena inconsolable se convierte en una obcecada voluntad de fortalecer una lucha colectiva por la memoria, especialmente en aquellas regiones -como la de Andalucía (El muro de los olvidados) o León (Muerte en El Valle)- en las que apenas se ha hecho nada para recordar y homenajear a las víctimas de la represión franquista. En efecto, tanto Muerte en El Valle (1996) como El muro de los olvidados (2008) parten de la necesidad de sus directores -ambos nietos de abuelos fusilados durante la posguerra- de realizar una búsqueda que parte de las raíces genealógicas pero que desemboca en la lucha colectiva por la memoria histórica. En el primero, la periodista neoyorquina Christina M. Hardt viaja a España con el fin de esclarecer la verdad sobre la muerte de su abuelo, Francisco Redondo, asesinado en 1948 por la Guardia Civil. Hardt intentará, mediante el testimonio oral de quienes vivieron y sufrieron ese brutal acontecimiento, esclarecer la verdad de una muerte que oficialmente se adujo a una "hemorragia pulmonar". Así, frente al miedo a recordar de los habitantes del pueblo y a las reticencias de su propia familia de hacer pública la historia personal de sus antepasados, y gracias al descubrimiento de algunos documentos escritos, la directora corroborará su hipótesis de partida, esto es, que su abuelo fue disparado por la espalda, acusado de esconder en su casa a dos miembros de la Resistencia que trataban de huir de España. Mientras que éstos lograron escapar cuando la Guardia Civil rodeó la casa, Redondo y su mujer fueron detenidos, siendo el primero ajusticiado días después al aplicársele la Ley de Fugas. El cuerpo del abuelo de Hardt fue abandonado en una fosa sobre la que hoy se levanta una residencia de ancianos y a la que su viuda y su nieta visitan en el documental, tratando de hallar las huellas de un pasado que tanto el paso del tiempo como las políticas del olvido hicieron prácticamente imperceptible.
También Joseph Gordillo en El muro de los olvidados (2008) realiza una búsqueda relacionada con sus orígenes familiares y, sobre todo, con la memoria histórica y la reparación de las barbaries cometidas durante y después del franquismo para con las víctimas de la guerra y sus familias. En el documental, Gordillo regresa a Valle de Abdalajís, el pueblo malagueño del que provienen sus padres, para tratar de encontrar allí el lugar en el que fue enterrado su abuelo, un maquis fusilado por la Guardia Civil en 1946 y se supone que enterrado en alguna de las fosas comunes de la localidad. El proceso de investigación que sigue Gordillo -consultando tanto a entidades públicas como a familiares de desaparecidos-, así como la decisión -en contra del alcalde- de colgar en el cementerio municipal una placa conmemorativa a las víctimas de la guerra y la dictadura, provocarán en los habitantes del pueblo un cambio radical con respecto a un capítulo de la historia nacional que hasta entonces habían tratado de enterrar.
A diferencia de Muerte en El Valle y El muro de los olvidados, Nadar (2008), de Carla Subirana, es uno de los pocos ejemplos de película realizada por un nieto de una víctima mortal del franquismo que más que preguntarse por el insuficiente trabajo de reparación histórica que está llevando a cabo el Estado democrático, se pregunta por sus raíces familiares y por la ardua tarea de rememoración que les supone a su madre y abuela hablar del pasado. No por casualidad Nadar empieza con una escena de Subirana zambulléndose en una piscina. Como esa agua que la acoge, y bajo la cual sólo escucha el sonido de sus propios latidos, la memoria que tratará de aprehender la directora se tornará líquida ya desde el principio de su investigación. Subirana quiere y necesita saber qué pasó realmente con su abuelo, Juan Arroniz, condenado a muerte por atracar una zapatería en mayo de 1940 y fusilado poco después por el recién estrenado régimen franquista. Pero su abuela Leonor, la mujer que más completas e inmediatas respuestas podría darle sobre ese misterioso personaje, padece Alzheimer y se ha quedado justamente sin aquello que la cineasta con más afán persigue: los recuerdos. El segundo -y último- componente de su familia, su madre Anna, también correrá la misma suerte, pues después de serle diagnosticada demencia presenil, irá olvidando poco a poco su pasado y su presente. La dificultad de Subirana por hallar, en su círculo familiar, respuestas que esclarezcan la muerte de su abuelo, la empujará a preguntar más allá de los muros de su hogar. Así, sospesará largamente con Joaquim Jordà la hipótesis de que su abuelo en realidad formaba parte de la resistencia y que el atraco que cometió se debía únicamente a motivos políticos; o visitará el pueblo de Mont-ros, en el que descubrirá que sus abuelos nunca llegaron a casarse porque Juan ya había contraído matrimonio anteriormente con otra mujer; o finalmente mantendrá una infructífera y algo encrespada entrevista con el escritor y militante anarcosindicalista Abel Paz, que la despachará reconociéndole no entender lo que le está preguntando y no saber "nada de nada". Ante este crisol de voces, testimonios y opiniones, Subirana va forjando en su imaginación la imagen de su abuelo, vendrá representado en pantalla en diversas ocasiones, cuando protagonice media docena de escenas en blanco y negro en las que se recrean, por medio de actores y una puesta en escena que recuerda la estética de las películas clásicas de cine negro, las distintas y posibles situaciones que pudo vivir su abuelo: el atraco a mano armada, los encuentros amorosos con Leonor, el viaje en tren a Mont-ros de la pareja, o su encierro carcelario justo antes de morir. Sin embargo, la búsqueda de ese rostro, de esa historia, de esa biografía, no puede más que terminar en fracaso: "él sigue siendo un extraño para mí", concluye Subirana en el desenlace del film, antes de anunciar el fallecimiento de su abuela y antes también de sumergirse de nuevo en las aguas de una piscina en penumbra3.
Es en los documentales realizados por hijos de desaparecidos durante la última dictadura donde el desgarro, el hueco irremplazable, la impotencia y el duelo crónico por la pérdida del familiar ocupan mayor protagonismo en el transcurrir narrativo de las cintas. Concebidos desde lo emotivo y lo íntimo, Papá Iván, Encontrando a Víctor y M (y también Los rubios, del que hablaremos más adelante) se presentan en realidad como ejercicios que parten, se desarrollan y culminan en un manifiesto sentimiento de pérdida de sus respectivos directores. Estando la ausencia que planea en estas películas sellada por la brusca y temprana desaparición de la madre o el padre, estos cuatro realizadores tratan el tema de la represión estatal desde una marcada posición de hijos-testigos cuyo objetivo es el de ahondar en la figura del desaparecido y, al mismo tiempo, explorar el estado de su propia memoria y de la de quien sobrevivió al terror totalitario.
Tanto Papá Iván como Encontrando a Víctor son películas firmadas por huérfanas de padre que, siendo niñas, se exiliaron con sus madres a México. Así pues, como argentinas cuya mayor parte de su infancia y cuya completa adolescencia transcurrió en otro país, y, por tanto, entre dos tierras, la natal y la de acogida, ostentan una identidad doblemente problemática pues, privadas de la figura paterna, se ven forzadas a definirse en el no lugar de dos culturas distintas. Es desde ese intersticio desde el que ambas se postulan como transmisoras -aunque a veces problemáticas- de la historia cultural y política de la que provienen. El hecho de que se sirvan de algunas de las herramientas más comunes del documental testimonial -como sería la entrevista o, en el caso de Roqué, la inclusión de imágenes de archivo de corte histórico- no conlleva, ni mucho menos, la exclusión de otras estrategias narrativas -como el recurso a una voz en off o a una escritura fuertemente ligada a la experiencia personal de las autoras- que subrayan ese vínculo filial quebrantado por una temprana y repentina desaparición. Tanto en uno como en otro documental, las cineastas asedian con preguntas a familiares y compañeros de militancia del padre desaparecido para, así, recuperar un pedazo de un origen que le fue brutalmente arrancado. En su trabajo documental Roqué da voz al padre ausente a través de la lectura en voz alta de la carta que éste escribió en agosto de 1972, cuando entró en la clandestinidad y casi cinco años antes de que muriera en un tiroteo en su refugio de Haedo. Es a partir de ese legado que Roqué lucha por resucitar al "héroe muerto" en que se convirtió su padre, cuestionando -sin por ello restarle valor- la imagen laudatoria y virtuosa que la historia y la memoria colectiva han conservado de él. Así, si bien es ella quien pone su voz para ir leyendo la carta paterna, también recurre a este medio para ir respondiéndola y para ir reflexionando, a modo de un diario personal o de un cuaderno de viaje, sobre la magnitud de esa ausencia en su vida. También Bruschtein, por su parte, dialoga con su desaparecido progenitor a partir de la fotografía que éste le legó pensando en su probable muerte. Así, y de igual modo que Papá Iván, este documental empieza con la voz -que en este caso la directora transcribe en texto sobreimpreso en pantalla- del desaparecido o, más concretamente, con esa especie de herencia íntima que éste ofreció en vida a sus descendientes con la intención de dejar en ellos un rastro que no pudiera desvanecerse con el olvido inherente al transcurso de los años. Sin embargo, y también de forma idéntica a cómo ocurría en el trabajo de Roqué, ese discurso pronunciado desde otro tiempo -y, consecuentemente, desde otro posicionamiento ideológico y vital- se yuxtapone -y al hacerlo se confronta- con la lectura que sobre él efectúa la generación sucesiva, esto es, la de los hijos. Es así como a lo largo del documental, Bruschtein irá hurgando en la memoria de aquellos que protagonizaron la fallida revolución para tratar de entender el abandono paterno en pos de una lucha colectiva por un mundo mejor: su madre, su tío, su abuela, desfilarán ante la cámara configurando así una especie de relato familiar al que siempre le acaban faltando algunas piezas. De ello se desprende que una y otra película sean, además de documentales performativos y autobiográficos, viajes dolorosos por la historia y la memoria o, dicho de otro modo, intentos frustrados por descifrar un lenguaje heredado que, la mayor parte del tiempo, resulta extraño y enigmático.
A punto de cumplir los 36 años, la misma edad que tenía Marta Sierra, su madre, cuando fue secuestrada y desaparecida por los responsables de la última dictadura militar argentina, Nicolás Prividera siente la necesidad de investigar sobre el destino de su progenitora. Y así se gesta M, un largometraje que se caracteriza por cuestionar el grado de responsabilidad civil que se esconde tras la historia oficial. La complejidad de capas y significados que adquiere el recorrido de Prividera por los caminos de la memoria subyace en el título mismo de la película, una letra que remite a múltiples y heterogéneos vocablos: M de Madre, M de Marta, M de Montoneros, M de Memoria. Esa M anuncia, por tanto, que, bajo una misma forma y a lo largo de casi dos horas y media de metraje, Prividera transitará paisajes distintos, planteando puntos de vista múltiples para llevar a cabo la búsqueda de un solo objeto: lo que ocurrió antes, durante y después de la desaparición de su madre. Documental marcadamente subjetivo, la voz y el cuerpo de Prividera entran en escena no tanto desde la emotividad, sino más bien desde una actitud crítica y reflexiva con respecto a unas revelaciones que va descubriendo con curiosidad pero también con cierto recelo. En efecto, tras su frustrado periplo por organismos e instituciones y espacios públicos en busca de cualquier información que pueda darle alguna pista sobre el paradero final de su madre, Prividera decide prestar atención al testimonio de familiares, amigos y antiguos compañeros de militancia y de trabajo de Sierra. Sin embargo, gran parte de estos relatos están irónicamente acompañados por la refutación, la pregunta impugnativa y el comentario perspicaz del receptor y orquestador de los mismos. Para Prividera, pues, los integrantes de la generación que vivió la revolución optan, en su mayoría, por el silenciamiento de aquello que, o bien puede colocarlos en una situación incómoda, o bien puede obligarlos a asumir viejas responsabilidades a las que han preferido renunciar.
Por lo que al nivel formal se refiere, M sigue la estructura de un diario filmado que va construyéndose a partir de dos tipos de materiales: por un lado, las entrevistas que realizó en 2004 a funcionarios y a antiguos compañeros de militancia y familiares de su madre; y por el otro, algunos fragmentos de videos caseros que su padre filmó antes de la fatídica noche en la que los militares se llevaron a Sierra de su casa. Con esta combinación de imágenes audiovisuales, Prividera consigue hacer de M una especie de tapiz que subvierte, con su heterogeneidad de texturas, tiempos y miradas, las expectativas del documental testimonial común, a la vez que resignifica desde su presente lo heredado, esto es, aquello aparentemente fijado e inamovible. Porque recuperar las imágenes de su madre, hacer de ellas una cuidada selección y, finalmente, recomponerlas en el montaje final de la película es, de algún modo, interrogarse sobre la propia identidad y bucear en las turbias aguas de una memoria que ya no se concibe como algo lineal y cerrado, sino, más bien, como un complejo entramado de recuerdos e invenciones en continua transformación.

III. Usos y no usos del material de archivo

Reapropaciones del álbum familiar y del archivo público en los trabajos de posmemoria
Vinculados a la historia y a la memoria familiar de un modo ciertamente distinto al de sus padres y abuelos, la generación que firma estas producciones documentales desde la distancia de quien no tiene una memoria directa del trauma de la desaparición, la persecución, el asesinato o la tortura, acostumbra a recuperar los materiales de archivo de ese pasado para otorgarles una nueva legibilidad, un valor y uso distintos. En este sentido, la creatividad y proceso de reflexión que mueve a estos autores les ha permitido salvar las imágenes del doble peligro que, según nuestra opinión, acecha la contemporaneidad: por un lado, el riesgo del esteticismo, que convierte la imagen en fetiche, esto es, en un "sustituto atrayente" (Didi-Huberman, 2004: 114-115) de la ausencia a la que representa y, por tanto, en una imagen ‘total’ -única, satisfactoria, totalitaria, bella y superficial como los ‘monumentos’ y los ‘trofeos’, concebida para no decepcionar jamás (2004: 119)-; y, por el otro, el peligro del escepticismo obcecado que, al considerar que toda imagen es fetiche, la rechaza sin miramientos y la condena al reino de la mentira y la perversidad. La resignificación a la que estos cineastas someten las imágenes heredadas -ya sea de los medios de comunicación, ya sea de los álbumes familiares o de las home movies- para que éstas no acaben siendo víctimas de un consumo automatizado y acrítico, corre en paralelo y se explica por el hecho de que todos ellos han nacido y crecido en una cultura que justamente privilegia la expresión audiovisual. Consumidores naturales y asiduos de televisión, cómics y cine, no es extraño que la mayor parte de estos jóvenes recurra a las imágenes como instrumentos para vehicular, como señala Ana Amado, "las ficciones o documentos testimoniales sobre su experiencia con el horror" (2005: 225), y para constatar no sólo su voluntad de conocer el pasado y vincularse a él en tanto que raíz y origen, sino también para proyectar sus afectos, miedos, necesidades y deseos de su presente.
Uno de los casos paradigmáticos que ilustra a la perfección los nuevos usos que la generación de los hijos otorga en Argentina a las imágenes familiares y de archivo es En memoria de los pájaros, un cortometraje documental realizado por Gabriela Golder en el año 2000. El plano que inaugura este trabajo, sin duda el más experimental de los que nos preocupan en este artículo, sintetiza esa reflexión sobre el lenguaje y los formatos (y en concreto sobre el material de archivo y su relación con la memoria) que tiene lugar a lo largo de los diecisiete minutos que dura el documental. En él se observa, en un cerrado primer plano y fuera de foco, una mano que parece jugar con una tira de fotogramas. No hay audio. Esta manipulación física de la película propiamente dicha derivará, segundos después, en un texto fílmico conformado por la técnica del foundfootage o ‘metraje encontrado’. Así es que en el trabajo de Golder hallamos una profusa labor de recontextualización -posible a través del montaje- de un tipo de material que, aunque parezca lo contrario, no procede de su álbum familiar. Nos estamos refiriendo, en primer lugar, a las imágenes en Super 8 de la familia cordobesa Bodone, películas caseras que simbolizan la ingenuidad y la felicidad que serán brutalmente aniquiladas por la violencia totalitaria y cuya procedencia Golder apenas insinúa en el documental. En efecto, el apellido de la familia sólo aparece en los agradecimientos finales y en boca del único testimonio que participa físicamente en el film: un hombre mayor que figura ser el padre de esa joven que aparece junto a sus hijas en las home movies rescatadas por Golder. Podríamos decir, pues, que la autora de En memoria de los pájaros se proyecta de algún modo en las películas de una familia con la que no comparte lazos de sangre pero que, por lugar y por época, le resulta generacionalmente muy cercana. De hecho, el mundo que reflejan esos viejos y entrañables tranches de vie fílmicos es un mundo que probablemente Golder también vivió en carne propia, esto es, el de los juegos y las canciones infantiles, desarrollados en paralelo al terror totalitario. A este conjunto de filmaciones, que abarcan desde la celebración familiar del Día del Padre, el 20 de junio de 1976, hasta los juegos infantiles de las niñas -en un columpio, en la orilla del mar, en el balcón de un edificio de apartamentos- de las dos hijas del matrimonio desaparecido, Golder incorpora otro tipo de metrajes. Por un lado, imágenes de archivo de la época de la dictadura. Se trata de planos o breves escenas extraídos de los noticiarios emitidos en la televisión que subrayan el clima de violencia y represión desmedidas que asolaba las calles del país durante los años de plomo. Filmadas en blanco y negro y en un estado visiblemente deteriorado, estas imágenes contienen, mayoritariamente, detenciones, persecuciones y marchas militares y, en consecuencia, desprenden una dureza y brutalidad que contrasta fuertemente con la calidez que envuelve las escenas familiares -símbolo de la ingenuidad y la felicidad perdidas- con las que en muchas ocasiones comparten el espacio de la pantalla. Su función en el documental, por tanto, no es la de ilustrar pedagógicamente el texto fílmico, sino más bien la de presentarse como un elemento extraño, siniestro y alienante que desautomatice, por brutal contraste, cualquier posible lectura complaciente de la historia.
Esa heterogénea suma de imágenes y texturas audiovisuales refuerza la estética fragmentaria que impera en este documental de Golder y que está presente también en el modo en el que la cineasta dispone el material fílmico que conforma su trabajo. Con el fin de acentuar la heterogeneidad de procedencias y de las imágenes con las que cuenta a la hora de montar su película, la realizadora opta por recurrir a un juego de fuertes contrastes audiovisuales, logrado mediante la partición de la pantalla en dos espacios bien diferenciados en los que proyecta simultáneamente el diverso material fílmico del que dispone. Asimismo, este dispositivo dialéctico en el que el montaje se hace visible dentro del plano entra en relación, por un lado, con el texto escrito -frases y palabras sueltas ("vi a mi hijo des- truido, rondaba la muerte", "yo tengo 5 años, año 1976")- que va entrando por arriba o por debajo de la pantalla, y, por otro, con una banda sonora que, cuando no recurre a un sepulcral silencio, incorpora el sonido del viento, el relato de los dos testimonios a quienes Golder entrevista o la voz de las protagonistas femeninas de las home movies. Reciclando un material filmado por la mano de otro y en una época totalmente distinta a su presente democrático, e incrustando en él -casi como si de un trabajo escultórico se tratara-, nuevos elementos (otras imágenes, otros sonidos, otras palabras), Golder consigue elaborar una lectura crítica, distanciada y reflexiva del pasado en la que conviven polos radicalmente antagónicos: lo público se engarza con lo privado, el infierno de la represión lo hace con el paraíso de la infancia, los desaparecidos perviven en el recuerdo de los supervivientes y, finalmente, lo histórico y lo personal quedan anudados en un reclamo por la memoria impulsado desde una filiación social y política que reclama, como así reza uno de los carteles del film, "empezar a entender", "acordarse de todo". Otro ejemplo muy significativo en lo que al uso de material de archivo se refiere es la pareja de cortometrajes realizados por Sandra Ruesga (Madrid, 1975): Haciendo memoria, un trabajo documental realizado para el proyecto titulado Entre el dictador y yo (2005), en el que a partir de la premisa ‘Cuál fue la primera vez que oí hablar de Franco’, seis jóvenes directores realizan un cortometraje sobre su relación -siempre en segundo grado- con el pasado de la dictadura. Después de unos títulos de crédito hechos a partir de letras recortadas, como si con ello Ruesga quisiera avisar al espectador de la domesticidad que impregna el film, aparece, en un primer plano y mirando directamente a cámara, una pequeñísima Ruesga, de apenas cuatro años, que parece decir ‘hola’ a cámara. Sin embargo, no es la voz de la niña la que registra la banda sonora de la película, sino la de la cineasta en el presente del montaje, saludando -y con ello doblando con un ‘hola’ adulto a la niña que ocupa la pantalla- a su padre, con quien mantiene a partir de ese momento una conversación telefónica.
Todo el cortometraje se estructura de igual modo: en pantalla van sucediéndose imágenes extraídas de los videos caseros de la familia de la cineasta, mientras que en la banda sonora se desarrolla un incómodo diálogo entre ella y sus progenitores que contrapuntea, por tenso con- traste, la inocencia y felicidad inscriptas en esas escenas de su infancia y adolescencia. Así, las excursiones que la familia hacía al Valle de los Caídos, en las que vemos a una graciosa Ruesga caminando con su hermano por los alrededores de esa tumba monumental, son reprendidas por una joven y obcecada cineasta que requiere a sus padres el motivo último de esas salidas. "Es porque lo teníamos al lado e íbamos de excursión", intenta justificarse su padre. "Me extraña, porque es un sitio donde yo ahora mismo no iría, porque allí está enterrado Franco", le reprende la hija. Centrándose en aquello más íntimo y familiar, Ruesga lucha con tenacidad y valentía contra la amnesia -producto de un conformismo egoísta y algo reaccionario- de un importante segmento de la generación anterior a la suya: aquel que, sin aplaudir abiertamente el franquismo, lo toleró sin cuestionar sus métodos. Ruesga parece escandalizarse con el hecho de que su madre sólo se percatará de la falta de libertades que constreñía al país con lo que a la censura cinematográfica se refiere; o que considerara un simple rumor -y por tanto, indigno de su atención- las torturas que sufrían los presos políticos; o que su padre no le diera importancia alguna al monumento a Onésimo Redondo que preside el Cerro de San Cristóbal y que funciona de telón de fondo de alguno de los videos de la familia. "Yo no he tenido ningún interés en sacar adelante la historia. Si vosotros tampoco lo habéis tenido, pues el desinterés ha sido mutuo", sentencia incómodo el padre de Ruesga en un momento de la cinta. Sin embargo, la voluntad de la hija por saber y por cuestionar la pasividad de sus progenitores frente a un pasado marcado por el totalitarismo es más que patente. Y lo es no sólo mediante la tensa conversación que mantiene con ellos (y que tiñe de lobreguez unos fotogramas que en su origen sólo denotan felicidad y pureza), sino también, y en última instancia, a través del trabajo de recontextualización que lleva a cabo con unas imágenes que ahora se nos presentan convertidas en un documento de alto valor colectivo. Pues aunque el film parezca ser únicamente una muestra del desencuentro entre generaciones, termina convirtiéndose en mucho más, pues también es, como señala Efrén Cuevas, "una minicrónica de la vida de España durante el tardofranquismo" (2012: 119) que nos empuja a preguntar quiénes somos y de dónde venimos.
Si hasta ahora nos hemos detenido en documentales que vehiculan su narrativa a través de la reapropiación de metraje heredado, no podemos obviar otro trabajo que, prescindiendo de cualquier referencia a la imagen fílmica y audiovisual del pasado, precisamente construye un sólido discurso alrededor de la memoria y el archivo. Así es Cosas raras que pasaban entonces, el mediometraje documental que Francina Verdés (Guissona, 1978) y Pablo Baur (Córdoba, Argentina, 1966) dirigieron en 2008 se adentra en el testimonio de Ramón Sangés, un agricultor casi nonagenario que recorre en su viejo Renault 4 los paisajes leridanos para recuperar de esos lugares las "miserias" -como el mismo catalogará- que se vio abocado a sufrir durante la guerra civil española, cuando luchó en la Batalla del Segre contra el bando sublevado. De un modo similar al que hallamos en la magna obra de Claude Lanzmann, Shoah (1985), Verdés y Baur transportan a su testimonio a los espacios donde padeció los horrores del conflicto armado, aunque en su caso, y a diferencia del cineasta francés, no les interesa tanto el discurrir verbal de su testimonio como la puesta en situación del mismo setenta años después de los acontecimientos. En este sentido, Cosas raras que pasaban entonces no trata tanto de hacer revivir el horror de la guerra, sino más bien, como veremos, de reflexionar sobre el paso del tiempo y las dificultades de la memoria por evocar el pasado.
Nacido en 1920, Ramón perteneció a la llamada Quinta del Biberón, el nombre que recibieron las levas republicanas de 1938 y 1939 conformadas por españoles que apenas habían entrado en su primera juventud. Después de resistir siete meses en combate, huyó a Francia por los Pirineos y acabó en Bilbao, en uno de los muchos campos de concentración que funcionaron en la España franquista hasta 1947. El resto de su longeva existencia ha estado marcado, pues, por esas "cosas raras que pasaban entonces", como él mismo reconocerá a M. Elisabeth Coljow, una de las mujeres que se cruza en su tour automovilístico y que resulta ser una holandesa superviviente de la Segunda Guerra Mundial que terminó afincándose en Cataluña. Verdés, Baur y el señor Sangés van recorriendo con parsimonia los pueblos del Segre, rastreando, como si de tres cazafantasmas se tratara, aquello que, pese a no existir más, conserva su cicatriz o su huella, aunque sólo sea en la memoria del nonagenario o en el relato heredado de las generaciones más jóvenes: en Tudela del Segre se encuentran con la hija de un coetáneo -ya fallecido- de Ramón, y con otro testimonio que por edad no puede recordar nada de la guerra; en el pueblo de Foradada se alza una iglesia que despierta en Ramón recuerdos remotos: "Cuando llegamos nos hicieron bajar los pantalones y levantar la camisa, para mirar si había alguna mujer camuflada", confiesa a la pareja de realizadores. Pese a las expectativas que puede hacerse en un inicio el espectador, ya en los primeros minutos de la cinta el anciano explica a la señora Coljow que el objetivo que persiguen Baur y Verdés con su película ("Quieren ver por dónde pasé durante la guerra", le dirá) no es el de recopilar las gracias y desgracias de la guerra y la posguerra, sino explorar los asombrosos vericuetos de la memoria de uno de los pocos testimonios que quedan de esa época pretérita. Así, resulta conmovedora la escena en la que Sangés se confunde al recordar el nombre del pueblo en el que "un nido de ametralladoras" le estaba apuntando, y sin embargo es capaz de recitar, minutos después, los apellidos de prácticamente todos los ex presidentes de Estados Unidos desde Frankiln D. Roosevelt o el de los Pontífices desde Pío XII. Parece como si la memoria de Sangés se hubiera detenido en los detalles, y es en ese intersticio de la anamnesis en el que Verdés y Baur quieren recalar con su cámara. En efecto, son las pequeñas anécdotas, aquellas que nunca recogerán los libros de historia, las que cobran protagonismo en este documental, como bien se evidencia en la escena en la que Ramón detalla a uno de los señores con quienes se cruza en su sobrecogedor viaje el miedo que pasó una noche junto con sus compañeros por culpa de un inofensivo asno:

Un día por la noche, un burro blanco y pequeño, ¡nos dio un susto de muerte! Se escondía en un campo de cebada, meneaba el cereal y mira... Hasta que salió y vimos que sólo era un burro pequeño.

De este modo, sin utilizar en ningún momento la imagen de archivo ni el narrador extradiegético -aquél que en muchos documentales va informándonos didácticamente de fechas y geografías-, Verdés y Baur logran hilvanar presente y pasado en el relato disperso de un testimonio que deambula por un paisaje aparentemente bello y templado, pero que esconde, como su memoria, los latigazos imborrables del horror y el trauma pasados. Y es así como concluye el film, con un plano general del viejo Renault 4 serpenteando por una estrecha carretera que se abre entre extensos campos de maíz, mientras la noche -esa especie de olvido- se cierne poco a poco sobre ellos -y quizás también sobre nosotros.

IV. Posmemoria y juegos de la imaginación Fakes, Playmobils y actores de carne y hueso

Si bien la contaminación de lo real y lo imaginario resulta hasta cierto punto característica del lenguaje cinematográfico, la disolución de las fronteras entre géneros se manifiesta con una fuerza peculiar en muchos de los títulos de nuestro corpus. Así, a la incorporación de la voz en primera persona, en gran parte de los trabajos que han abordado la posmemoria del pasado traumático argentino y español se le añade la violación de otra prohibición inherente al documental más convencional: la inclusión de ciertas estrategias y técnicas ficcionales. Actores que representan directa o indirectamente a los cineastas (Analía Couceyro haciendo de Carri en Los rubios o Mónica Donay interpretando el papel de una especie de alter ego de Poliak en La fe del volcán), cineastas que se inscriben en sus producciones y que actúan en ellas -en algunos casos elaborando personajes con claras resonancias del cine negro (Prividera y Subirana)-, juegos narrativos que tienen en cuenta escenas de animación ejecutadas por Playmobils (Los rubios) o, incluso, la invención de historias y personajes que nunca existieron (Tierra encima), ratifican la idea de que el documental es un texto permeable que no puede más que organizarse como relato, como representación, como performación. Efectivamente, conscientes de habitar un presente incompleto, fragmentario y vicario en el que la subjetividad no puede más que construirse desde la escisión y la falta, estos cineastas han convertido la fabulación en un ingrediente imprescindible a la hora de hacer pública su palabra y su particular visión del mundo y de la historia.
Pionera en este juego de mundos y pactos de lectura, en tanto que la inclusión de estos dos ámbitos (lo factual y lo ficticio) en apariencia antónimos tiene lugar en la estructuración misma de la cinta, fue La fe del volcán, dirigida por Ana Poliak en 2001. La primera parte del film, de diez minutos, se mueve dentro de las fronteras -aunque rozando los bordes de ellas- del cine documental, concretamente en la parcela en la que lo testimonial y lo autobiográfico se despliegan bajo una forma eminentemente ensayística y casi experimental. Allí una inestable Poliak inicia una exploración de la memoria personal, que empieza con la visita de la casa donde nació, un espacio en el que la cineasta cree poder hallar impresas las marcas fundacionales de su vida. Habiendo logrado abrir la cerradura y traspasar la puerta de entrada -ese umbral que, de alguna forma, separa (y, al mismo tiempo, une) el presente (la calle) con el pasado (la casa)-, la cámara de Poliak escudriña las paredes desconchadas, las salas ruinosas y vacías y los ‘restos’, en definitiva, de una época socialmente convulsa y terrorífica que terminó haciendo estallar en ella ese ‘volcán’ que da nombre a su película. A esta detenida -y desolada- exploración a lo poco que sobrevivió al paso de los años, le sigue la voz de la madre, el único testimonio que puede dar fe de la profunda depresión que sufrió Poliak cuando era niña y que coincidió con los años de mayor terror y violencia militares.
La segunda parte (y la más extensa) de La fe del volcán, protagonizada por Danilo -un afilador de cuchillos y tijeras que supera los cuarenta años de edad- y Anita -una preadolescente de catorce que trabaja en una peluquería-, puede considerarse en sí misma una película de ficción, a pesar de que estética y narrativamente eche mano de los modos de exposición, los temas y los escenarios que comúnmente hallamos desarrollados en el cine documental. Tanto Anita como Danilo son personajes excluidos y marginales que comparten una relación de amistad nada convencional. Si Danilo, hijo de un victimario del régimen, es la cara viva del trauma pasado, Anita lo es de la desesperanza presente, pues acabará sin empleo recorriendo, en largos y desestabilizados planos secuencia y en taciturno silencio, la ciudad. Eludiendo aquello que le sería propio de su edad - esto es, la risa, la fabulación, la palabrería-, Anita adopta la actitud grave de quien observa analíticamente su alrededor, incluido un Danilo que se esfuerza muchas veces con sus esperpénticos monólogos por robarle una sonrisa. Anita es quien pregunta, quien quiere saber, quien escucha. Anita es en quien Danilo aboca su amargura, el canal a través del cual exorciza sus demonios. Prueba de ello es la escena tragicómica en la que éste, haciéndose pasar por su hermano mellizo, le confiesa su historia: cómo se enfrentó al padre y cómo, montado en su bicicleta, se escapó de casa para no regresar jamás. Esta suplantación identitaria -Danilo no es quien dice ser, aunque, paradójicamente, el disfraz le brinda la oportunidad de expresar en voz alta aquello que hasta ese momento había estado reprimido- tiene lugar, asimismo, en Anita. Como luego harán Albertina Carri y sus compañeros de rodaje en Los rubios, aquélla se enfunda una peluca rubia -para parecer mayor, para aparentar ser otra o simplemente para sorprender a su amigo (la intención de la joven en ningún momento queda clara)- que, poco después, colocará en la cabeza de Danilo. Como apunta Ruffinelli, en La fe del volcán "nadie quiere ser quien es. O bien no saben quiénes son. O quieren ser otros" (2005: 325). La actuación en La fe del volcán tiene lugar, por tanto, dentro de la actuación misma, dando pie a una reflexión sobre la capacidad expresiva y narrativa del lenguaje audiovisual, así como sobre la escindida y fragmentaria idiosincrasia del sujeto posmoderno, que también hallamos en otros títulos como Un muro de silencio (Lita Stantic, 1993), Juan, como si nada hubiera sucedido (Carlos Echeverría, 1987) o, como vamos a detallar a continuación, en Los rubios, de Albertina Carri, uno de los documentales del panorama argentino contemporáneo que ha suscitado -tanto por su apuesta estética como por desafiar los discursos imperantes sobre la dictadura- más artículos, entrevistas y ensayos de todo tipo en la crítica cinematográfica, tanto de dentro como de fuera de las fronteras de Argentina.
En 1977, cuando Roberto Carri y Ana María Caruso fueron secuestrados y asesinados, Albertina Carri apenas tenía tres años. Veinticinco años después, y para completar los vacíos de su álbum familiar, Carri no quiso -porque en parte no podía, pues su memoria apenas tenía cuerpo cuando sus padres desaparecieron de su vida- recurrir al testimonio entendido en su sentido estricto, es decir, en su carácter de prueba judicial. Tampoco pretendió establecer con el espectador un pacto puramente autobiográfico, sino que juzgó como única vía posible para transmitir ese horror aquella que, dentro del relato testimonial, incluyera la imaginación y la creación artísticas. E hizo Los Rubios. Acompañada por el equipo técnico de la película, Carri recorre la provincia de Buenos Aires buscando alguna respuesta que pueda arrojar algo de luz a la violenta y oscura desaparición de sus progenitores. Sin embargo, ni sus familiares, ni los que fueron compañeros de militancia de sus padres, ni sus antiguos vecinos, pueden ayudarla. A partir de esa decepción Carri decide reflexionar sobre las distorsiones de la memoria y el inevitable peso que adquiere el olvido en toda reconstrucción del pasado, construyendo un documental que es, al mismo tiempo, una autoficción. La hibridez y el juego inherentes a esta categoría genérica se hacen evidentes en Los Rubios a través de la máscara de Albertina Carri que es Analía Couceyro, es decir, mediante la presencia de una joven que la interpreta: "Mi nombre es Analía Couceyro, soy actriz y en esta película represento a Albertina Carri", reconoce impertérrita en los primeros minutos de la cinta. Asumiéndola como experiencia propia -pues es la actriz quien, haciéndose pasar por Carri, entrevista a la mayor parte de los testimonios e incluso se somete a una prueba de ADN para verificar su "ficticio" parentesco con el matrimonio asesinado- y, al mismo tiempo, escenificando su carácter de simulacro -evidente en las escenas en que Carri da instrucciones a Couceyro sobre cómo debe interpretarla- la actriz se convierte en el engranaje perfecto para que el espectador establezca, respecto al texto fílmico, un pacto llevado al límite; un pacto, al fin y al cabo, en el que lo autobiográfico y lo ficticio quedan interrelacionados de manera similar a como lo están el rostro y la máscara, el autor y el personaje, la imaginación y el recuerdo.
Pero Analía Couceyro no es el único personaje ‘ficticio’ de Los Rubios. De hecho, la película empieza con una animación hecha a partir de muñecos de Playmobil dispuestos en una granja construida del mismo material. Estos diminutos e infantiles personajes van reapareciendo a lo largo del film y se presentan como un nuevo lenguaje para subrayar el inevitable contenido de fantasía que acompaña a todo proceso mnemotécnico, especialmente aquél que tiene que ver con el trauma. Es con esta intención que, tanto para escenificar la idílica vida familiar que durante años soñó con recuperar algún día, como para superar las historias que su mente infantil inventaba para explicarse la súbita pérdida de aquellos que le dieron la vida, la cineasta argentina recurre a la irrealidad que sólo los Playmobil pueden ser capaces de transmitir en pantalla. "Necesitaba incluir la experiencia infantil, la mirada infantil sobre el recuerdo", explicó en una entrevista (Scholz, 2003). Por otro lado, los Playmobil son de los pocos juguetes cuyo aspecto puede transformarse a partir del cambio de pelucas y sombreros. De hecho, en una escena del film en la que Couceyro, haciendo de directora, reflexiona sobre lo que supuso y todavía le supone apellidarse Carri, aparece en pantalla uno de los diminutos muñecos cambiándose continuamente, como si fuera una máscara, el gorro y el color del pelo. Como los integrantes del equipo técnico de Los Rubios -que juegan a ser otros simplemente colocándose una peluca rubia en la cabeza-, también el muñeco de Playmobil va modificando su rol -pasa de sheriff a pirata o de niño a ama de casa- con un único cambio de cabello o de sombrero. Filmadas mediante la técnica del stop-motion, estas evocaciones ficcionalizadas de los recuerdos infantiles incluyen desde el tiempo que Carri pasó en el campo con sus tíos hasta el secuestro de sus padres, que ella representa como si hubiesen sido abducidos por unos extraterrestres. Es esta su manera de apelar a los distorsionados y difusos recuerdos y fantasías que conserva de su infancia -una memoria que contrasta irónicamente con ‘la realidad’ (la del campo o la de la versión del secuestro que consigue del testimonio de una mujer que fue vecina de los Carri) que también filma su cámara. La invención, pues, que alimenta Los rubios, es así una invención creíble, es decir, una estrategia que apela a la ficción pero que, al no desfigurar la verdad histórica, consigue lo que muchos de los documentales con pretensiones de objetividad no logran: hacer que la realidad parezca real, o dicho de otra manera, propiciar que la verdad se vuelva verosímil. Carri quiere tornar el cine en reflexión, la autobiografía en autoficción, la Historia en ensayo, de manera que su testimonio no sea el punto y final de una verdad específica de los acontecimientos pasados, sino que, precisamente, la actualice en el presente y la proyecte al futuro, dejándola abierta y volviéndola plural y problemática. Falsificando lo real -mediante la actuación, pero también mediante el disfraz y la animación con Playmobils- Carri consigue poner en escena una imposibilidad, un fracaso, una ausencia o, dicho en otras palabras, logra apelar a una identidad incansablemente diferida: Albertina se proyecta en Analía y ésta en Albertina, en una especie de baile de máscaras sobre el que se proyecta la alargada y trágica sombra de la desaparición. Si Albertina Carri y Ana Poliak apelan a la ficción mediante la inclusión de personajes y escenas surgidas de su imaginación, Sergio Morcillo decide, en los cuarenta minutos que dura Tierra encima (2005), vincularse a ella a través de los engranajes que le brinda el fake o falso documental, esa especie de híbrido genérico en el que la revelación del carácter ficticio del material filmado muchas veces no tiene lugar hasta la aparición de los créditos finales. Sin embargo, y lejos de lo que se pudiera pensar, el engaño que funda todo fake no se erige como un fin en sí mismo, pues, tal y como apunta Fernando de Felipe, la mayoría de los falsos documentales "aspira no ya a confundir a sus potenciales espectadores (...), sino a reactivar la conciencia crítica de su auditorio, cuando no a provocar deliberadamente la risa cómplice" (2001: 36).
Tierra Encima
se centra en la figura y el testimonio de alguien que bien podría haber existido: Félix Costa Pujadas, un anarquista catalán que, ya octogenario, rememora desde la Barcelona del siglo XXI la historia de su militancia en las Juventudes Libertarias, su papel en la guerra civil española, su encarcelamiento en un campo de concentración francés, su exilio canadiense y el reciente y asombroso descubrimiento que ha hecho con respecto a su biografía. Gracias a un viaje que su nieto realiza a la ciudad condal y a los datos que éste le aporta a su regreso a Monreal -cuando lee el nombre de su abuelo junto con el de su tío, Vicent, en el monumento conmemorativo que se erige en el Fossar de la Pedrera en memoria de los republicanos caídos durante la contienda española y los años de represión franquista-, se percata de que su condición en la administración pública es la de una víctima mortal de la guerra, concretamente de uno de los muchos fusilamientos que tuvieron lugar en el Camp de la Bota en 1939. Ante esta situación, Félix decide regresar al país del que huyó hace más de sesenta años: "Si el Estado me da por muerto, es como si todos sus enemigos (los anarquistas) estuvieran muertos; he venido para remover las aguas", sentencia ante la cámara, sentado en medio de la plaza de Sant Felip Neri, uno de los rincones más emblemáticos de la ciudad por albergar una iglesia en cuyos muros se recogen, tal y como la narradora extradiegética del fake nos informa, con un tono que recuerda al de los guías turísticos, "las huellas directas de la guerra civil".
A partir de ese primer contacto con el protagonista de Tierra encima, el espectador lo acompañará en su recorrido por los lugares de la ciudad que de algún modo puntearon su periplo vital de aquellos años convulsos. El primero que visita es lo que fuera el arenal del Camp de la Bota, una zona que en los años cuarenta estaba apenas habitada por algunas barracas y que quedaba lo suficientemente apartada del núcleo urbano para que pasaran desapercibidos para la población civil los miles de fusilamientos que se perpetraron allí después de la guerra, concretamente de 1939 a 1952. El horror, la sangre y la muerte que impregnaron ese paraje durante aquellos años se han desvanecido por completo. En su lugar, hoy se asienta una tranquila y cimentada plaza, transitada por algunas palomas y algún jubilado que dormita en un banco. El Monumento de la Fraternidad, que se erige en su centro desde que en 1992 el Ayuntamiento de Barcelona decidiera evocar la memoria de los hechos que ocurrieron en esa tierra, simboliza aquello contra lo que Costa -y en última instancia, Morcillo- quieren combatir: la memoria institucionalizada, cuya lectura del pasado tiende siempre a la simplificación y reduce lo acontecido a un estanco, artificioso, mediatizado e inmutable continente de verdades eternas e incuestionables. Contra ello, Tierra encima parece imponerse como un ‘contramonumento’, esto es, como un espacio de diálogo y análisis crítico que de algún modo excave y horade esa ‘tierra’ -ese olvido- que peligra en caer encima de la memoria de aquellos años. Y Morcillo lo consigue no sólo escuchando el detenido relato de su ficticio testimonio, sino también recurriendo a la recreación de aquellos momentos del pasado de los cuales, por la propia naturaleza de los mismos, no se ha conservado ninguna prueba audiovisual tangible. Así, utilizando como marco el visor de la segunda cámara del equipo, y después de que Costa observe lo que allí se visualiza -el monumento de la Plaza del Fórum-, se recrea, como si de un sortilegio de la imaginación y la memoria se tratara, uno de los muchos fusilamientos que pudo haber tenido lugar en ese punto de la geografía barcelonesa. Teñidos por una artificiosa -por marcada- luz azulada, un pelotón de soldados se dispone a disparar a tres detenidos. Tras la orden de ‘fuego’, se oye un estruendo, y acto seguido, el mar. De los cadáveres sólo se nos muestra, después, una mano abierta, sin vida, que en su descontextualización, en su aislamiento, representa metonímicamente a todos los cuerpos caídos, a todos los hombres fusilados y, en última instancia, a todas sus familias.
Después de un fallido intento de visitar el interior de la Modelo, la prisión desde la que muchos detenidos eran trasladados al Camp de la Bota -donde les esperaba un fatal destino-, Félix se encuentra con tres ex militantes libertarios con los que reflexiona sobre ese pasado y con los que intercambia experiencias y pensamientos. A diferencia del protagonista del documental -cuyo nombre real adivinaremos que es Germà Barnadas Ortillas gracias a los créditos finales-, Luis Andrés Edo, Adolfo Castaño y Juan Luis Colorado son quienes dicen ser, esto es, tres supervivientes de la guerra y la posguerra que de algún modo refuerzan el de por sí creíble ‘documental’.
Tierra encima
se cierra con la llegada de Costa al Fossar de la Pedrera, ubicado detrás del Cementerio de Montjuic. Valiéndose de su bastón y a paso lento, el octogenario sube el empedrado camino que lo conducirá a las austeras columnas dedicadas a las víctimas de la contienda. Mientras en over oímos una voz de mando recreada para tal ocasión, y que simula lo que pudiera ser una ejecución colectiva, Costa lee las inscripciones que se despliegan en el referido monumento. A través de ellas, y bajo una lluvia que no puede borrar las incólumes letras, descubriremos, en el plano final, que la identidad de Félix Costa Pujadas ha sido construida artificialmente, a partir del nombre y apellidos de tres republicanos distintos. Es así cómo se desvela el carácter ficticio de la historia central de la película, su condición de escritura híbrida: Félix Costa no existió, su relato de vida ha sido inventado, si bien es riguroso y cierto el resto de informaciones sobre aquel periodo histórico que nos viene dado tanto por las imágenes de archivo que van apareciendo a lo largo de la cinta, como por la narradora y otros testimonios (como el del historiador Josep Marià Solé): el origen etimológico del Camp de la Bota, el volumen de fusilamientos y los años en que estos tuvieron lugar o, entre otros datos, el número de cadáveres que fueron inhumados en el Fossar.
Tierra encima
puede considerarse, pues, como una especie de experimento en el que Morcillo parece querer demostrar los olvidos y las medias verdades (o medias mentiras) inherentes a las representaciones más mediáticas de la historia. De hecho, en un escrito del cineasta publicado en el Butlletí Estel Negre, subraya la necesidad de "crear un espectador receptor crítico, que cuestione los mensajes, tanto su contenido como su forma" (2006: 3). El espectador de Tierra encima sin duda lo es, pues por el alto grado de autorreflexividad y subversión que subyace en el metraje de Morcillo, éste desafía las limitaciones de la memoria oficial y nos sacude esa ‘tierra’ que muchas veces puede volver invisible un pasado que es necesario, siempre, recordar. Porque, tal y como el personaje de Costa reconoce con tristeza al final de la película:

A muchos les hubiera gustado que yo estuviera enterrado aquí. Estos monumentos los hicieron para tirar "tierra Encima" y hacer que nos olvidáramos más rápidamente. Nos recuerdan como víctimas, pero han olvidado lo que defendimos. Hasta nuestros propios hijos han olvidado nuestras vidas. De todas las derrotas que sufrimos, esta ha sido la peor.

Notas

2 En este conjunto de films podríamos incluir Bucarest, la memoria perdida (2008), aunque en este caso la muerte del padre del cineasta es exclusivamente simbólica. En su caso Albert Solé -nacido en Bucarest en 1962- no ha perdido físicamente a su progenitor, aunque sí lo ha hecho emocionalmente. Jordi Solé Tura, político español y figura clave en la lucha antifranquista y en la Transición Española, sufre Alzheimer y ha perdido aquello que con más persistencia busca su hijo en el documental: los recuerdos. Testigo del deterioro implacable que sufre su progenitor en cuanto a la capacidad anamnética, el cineasta acude al testimonio de políticos y de familiares con el fin de reconstruir tres décadas (de los años 50 a los años 80) que resultarán cruciales para dar forma a su propia memoria y a la memoria del país.

3 Pepe el andaluz nace de una inquietud parecida a la que hallamos en Nadar: la de descubrir, en este caso por parte de Alejandro Alvarado, quién fue en realidad su abuelo, José Jódar, un malagueño que emigró a Argentina después de la guerra civil y nunca más regresó a España. Allí dejó a su mujer, María (abuela de Alvarado), y a sus tres hijos pequeños, propiciando con ello la disgregación de una familia que a lo largo de los años tuvo que ir moviéndose de un país a otro para poder sustentarse. Es pues, a partir del misterio que envuelve la biografía de "Pepe el andaluz" que Alvarado y Barquero llevan a cabo un film teñido de preguntas sin respuesta. Viajan a Polonia, Colombia, Canadá y Argentina a visitar a tíos y primos que puedan arrojar algo de luz sobre la personalidad de alguien a quien Alvarado ni Barquero nunca llegarán a conocer ni a comprender del todo.

Bibliografía

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2. Chéroux, Clément, 2007. "¿Por qué sería falso afirmar que después de Auschwitz no es posible escribir poemas?", en Políticas de la memoria. Tensiones en la palabra y la imagen, Sandra Lorenzano y Ralph Buchenhorst (eds.), Buenos Aires: Gorla; México: Universidad del Claustro de Sor Juana, 210-230.         [ Links ]

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Filmografía

Cosas raras que pasaban entonces (Francina Verdés y Pablo Baur, 2012. España).

El muro de los olvidados (Joseph Gordillo, 2008. Francia).

En memoria de los pájaros (Gabriela Golder, 2000. Argentina).

Encontrando a Víctor (Natalia Bruschtein, 2005. Argentina).

Haciendo memoria (Sandra Ruesga, 2005). Cortometraje contenido en Entre el dictador y yo (VV.AA., 2005. España).

Juan, como si nada hubiera sucedido (Carlos Echeverría, 1987. Argentina y Alemania Federal).

La fe del volcán (Ana Poliak, 2001. Argentina).

Los Rubios (Albertina Carri, 2003. Argentina).

M (Nicolás Prividera, 2007. Argentina).

Muerte en El Valle (Christina María Hardt, 1996. Estados Unidos).

Nadar (Carla Subirana, 2008. España).

Papá Iván (María Inés Roqué, 2000. Argentina y México).

Pepe el andaluz (Alejandro Alvarado y Concha Barquero, 2012. España).

Shoah (Claude Lanzmann, 1985. Francia).

Tierra encima (Sergio Morcillo, 2005. España).

Un muro de silencio (Lita Stantic, 1993. Argentina). .

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