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Revista del Museo de Antropología

versão impressa ISSN 1852-060Xversão On-line ISSN 1852-4826

Rev. Mus. Antropol. vol.16 no.2 Córdoba  2023  Epub 31-Ago-2023

http://dx.doi.org/10.31048/1852.4826.v16.n2.39175 

Dossier

Adopción y justicia en la historia argentina. Córdoba en los años sesenta

Adoption and justice in Argentine history. Cordoba in the sixties

Agostina Gentili1 

1Centro de Investigaciones de la Facultad de Filosofía y Humanidades, Facultad de Artes de la Universidad Nacional de Córdoba e Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. E-mail: agosgentili@gmail.com

Resumen

En este artículo analizo el papel del poder judicial en una etapa temprana del proceso de legalización de la adopción, los años sesenta, momento en que era una figura jurídica reciente pero llevaba siglos de existencia entre los repertorios de conformación de una familia. A partir de una reconsideración y síntesis de trabajos previos basados en el análisis de expedientes de los juzgados de menores Córdoba, sostengo que en esa etapa temprana de la institucionalización de la adopción, las prácticas formales e informales convivían y se retroalimentaban en los procesos legales. Las realidades de la adopción eran diversas y el poder judicial adoptó una actitud flexible y tolerante ante esa diversidad. Al mismo tiempo, construyó en torno a ellas una narrativa que exaltó aquellos rasgos que más se acercaban a los anhelos normativos en materia de familia, suavizó los que los contradecían y ocultó los que podían develar las ficciones de clase en las que esos anhelos se asentaban.

Palabras clave: Historia de la adopción; Poder judicial; Familia; Clase

Abstrac

In this article I analyze the role of the judiciary in an early stage of the adoption legalization process, the sixties, when it was a recent legal figure but had existed for centuries among the repertoires of family formation. From a reconsideration and synthesis of previous work based on the analysis of files from the Córdoba juvenile courts, I argue that in that early stage of the institutionalization of adoption, formal and informal practices coexisted and fed each other in the legal processes. The realities of adoption were diverse and the judiciary adopted a flexible and tolerant attitude towards this diversity, while at the same time building around them a narrative that exalted those features that came closest to the normative family aspirations, softened those that contradicted them and concealed those that could reveal the class fictions on which those aspirations were founded.

Keywords: Adoption history; Judiciary; Family; Class

Introducción

Los años sesenta tienen una significación especial en la historia de la adopción. Para entonces la adopción era una figura legal reciente, pero llevaba siglos de existencia entre los repertorios de conformación de una familia. Era muy común que niños y niñas que no eran propios formaran parte de la familia en calidad de hijos e hijas sin que existiera ningún “papel” que así lo reconociera. Los asilos infantiles, jueces de paz y defensores de menores entregaban niños y niñas en adopción, e idearon sus propios procedimientos para hacerlo “con papeles” cuando comenzaron a ser necesarios, por ejemplo, para inscribirlos en la escuela (Villalta, 2012 y 2022). Pero la mayoría de las veces se anotaba a los niños en el Registro Civil como si fueran propios, presentando dos testigos que así lo afirmaban; era un delito, pero gozaba de una amplia aceptación social, no era penalizado y seguiría siendo una forma habitual de incorporar niños y niñas a la familia. En 1948 la primera ley de adopción había estipulado que solo un juez podía crear ese vínculo de filiación que no devenía de la sangre; de “la naturaleza”, como decían en la época. Con la figura del juez como representante del Estado se quería desterrar el carácter de acuerdo entre particulares que la práctica tenía (Villalta, 2012 y 2022). ¿Qué papel tuvo el poder judicial en esa etapa temprana de legalización de la adopción? Existiendo otros caminos de adopción con mayor arraigo social y cultural, ¿cómo logró que las familias optaran por la vía legal?

Estas preguntas organizan, aquí, una síntesis y relectura de algunos trabajos previos en los que indagué la relación del poder judicial con tres escenarios de la adopción: los escenarios de entrega (Gentili, 2017a), los escenarios de origen (Gentili, 2017b y 2021a) y los escenarios de destino de los niños y las niñas (Gentili, 2016 y 2021b), a partir del análisis privilegiado de expedientes de guardas con fines de adopción tramitados en Córdoba entre 1957 y 19741. El fragmento temporal se inicia con la creación del primer Juzgado de Menores de la ciudad y nos permite considerar los primeros años de vigencia de la segunda ley de adopción sancionada en 1971. Esta nueva legislación incorporó la adopción plena, un tipo de adopción que a diferencia de la simple, hasta entonces existente, creaba un lazo de filiación completo del niño o la niña con sus adoptantes y los ascendientes y colaterales de su familia adoptiva, y cortaba el vínculo con su familia de origen. Con esta nueva legislación se quería hacer más atractiva la vía legal para los adoptantes (Villalta, 2010 y 2022) y, como veremos, eso supuso que terminaran reconociéndose dinámicas que la adopción venía teniendo.

Los expedientes judiciales son fuentes de información muy interesantes. En ellos es posible identificar prácticas sociales e institucionales, situaciones y actores involucrados, ideas, percepciones y creencias. Los expedientes no lo dicen todo pero una lectura minuciosa permite en ocasiones develar lo que ocultan. Además de información y silencios, los expedientes ofrecen una narrativa, una retórica sobre las situaciones de las que tratan. Como nos enseñan algunos estudios que han prestado especial atención a la relación entre familias y autoridades (Farge, 1991; Vianna, 2010; Lugones, 2004; Leo, 2021; Stagno, 2021, entre otros), esa narrativa es el resultado de un juego de ponderaciones y ocultamientos respecto de qué decir y cómo decirlo, del que participa tanto el mundo estatal como el familiar. Quienes desempeñan funciones estatales deben dar cuenta de su respeto por procedimientos, normativas y formas de hacer propias de sus oficinas. Quienes acuden a él se esfuerzan especialmente por lograr una presentación de sí y de sus circunstancias que les permita conseguir el visto bueno de las autoridades.

Los estudios sobre las relaciones entre familias y autoridades no importan aquí meramente por las claves analíticas de las fuentes judiciales. Algunos de ellos son también centrales por sus aportes a la historia de la adopción. Incluso cuando no se preguntaron específicamente por ella, han detectado la presencia de una amplia gama de prácticas de circulación infantil desde épocas coloniales, tanto aquí (Ghirardi, 2008; Cicerccia, 1990 y 1994; Seoane, 1990) como en el resto de América Latina (Fonseca, 1998; Milanich, 2009; Fávero Arend, 2005; Premo, 2008; entre otros). Estos estudios nos permiten saber que las organizaciones filantrópicas que gestionaban los asilos infantiles en distintas partes del país se convirtieron en otro engranaje de esas prácticas de circulación (Leo, 2021) y en uno de los actores centrales de la demanda por la existencia de una ley de adopción (Villalta, 2012). Las propuestas legislativas fueron presentadas por legisladores de diversas corrientes políticas desde que el Código Civil de 1871 no la reconociera como vínculo legal de filiación (Guy, inédito), siendo finalmente sancionada en 1948 en el marco de un contexto cargado de una sensibilidad favorable a la infancia en el que se produjeron importantes modificaciones normativas en materia de familia (Cosse, 2006). La historia de la adopción ha sido también necesaria para comprender las prácticas y los sentidos en los que se asentaron el robo y la apropiación de niños y niñas durante la última dictadura (Villalta, 2012 y Regueiro, 2012), cuya denuncia en el espacio público suscitara cambios normativos tras la recuperación democrática (Villalta, 2022) y diera origen al reconocimiento del derecho a la identidad y, con él, se abriera un nuevo capítulo de esta historia alimentado por el activismo de quienes hoy buscan sus orígenes biológicos (Gesteira, 2013).

Mi idea aquí es mostrar que en ese período temprano de institucionalización de la adopción que fueron los años sesenta, en los procesos legales convivían y se retroalimentaban prácticas formales e informales. La formalidad e informalidad provenía tanto de la legalidad o ilegalidad de esas prácticas como de las pautas no escritas de las maneras de hacer del tribunal y otros elencos estatales, sus preferencias y sus excepciones. Esa combinación maleable y negociada de formalidad e informalidad se hacía presente tanto en las formas asumidas por la convalidación judicial de las adopciones según los escenarios de entrega de los niños y las niñas -que analizo en la primera parte del artículo-, como en la ponderación de las realidades familiares de sus escenarios de origen y destino a los que me aboco en la segunda parte del artículo. Así, veremos que las entregas en adopción eran diversas y que el poder judicial adoptó una actitud tolerante ante esa diversidad, pero, también, construyó en torno a ellas una narrativa que exaltó aquellos rasgos que más se acercaban a los anhelos normativos en materia de familia, suavizó los que los contradecían y ocultó los que podían develar las ficciones de clase en las que esos anhelos se asentaban.

Escenarios de entrega y convalidaciones judiciales

En estos años el poder judicial era un escenario de convalidación -no de arbitrio- de las realidades asumidas por las entregas de niños y niñas en adopción. La mayoría de esas entregas estaban en manos del mundo familiar, siendo madres, padres, parientes o entornos próximos de los niños y las niñas quienes las resolvían. Las maternidades y en ocasiones algún hospital, la Casa Cuna y los institutos de menores, solo en su conjunto superaban el número de las entregas privadas y cada una de estas instituciones tenía sus propios listados de adoptantes. Las entregas en adopción también involucraban a clínicas privadas y a parteras particulares (Gesteira, 2013), pero de ellas no hay rastros en los expedientes de estos años, por lo que el poder judicial tuvo entonces la posibilidad de convalidar los arbitrios de otras instituciones estatales, no de todas las instituciones que daban niños en adopción.

Para dar entidad legal a esas decisiones que se tomaban en otros escenarios y entre otras personas, el poder judicial no contaba con un procedimiento específico. Se guiaba por el procedimiento genérico de los procesos que involucraban a niños, niñas y adolescentes sin conflicto con la ley penal: la intervención de la asesoría de menores, la realización de un informe técnico que consistía en una encuesta ambiental y familiar que realizaban las asistentes sociales de la Dirección General de Menores -órgano de colaboración de los juzgados, del que dependían los institutos de menores, que en 1966 pasó a llamarse Consejo Provincial de Protección de Menores y que actualmente conocemos como secretaría de niñez y adolescencia-, y la realización de una audiencia previa al dictado de una resolución fundada que, en el caso de las guardas, eran autos interlocutorios, un tipo de resolución que a diferencia de las sentencias puede revocarse sin necesidad de iniciarse un nuevo proceso judicial.2

Digo que el procedimiento se guiaba porque su aplicación era selectiva y dependía en gran medida del escenario de entrega. En pocas palabras y en líneas generales, las energías judiciales se dirigían con mayor ahínco hacia el escrutinio de las entregas privadas o a aquellas que sucedían en los institutos de menores sobre los que ejercía su patronato, y el proceso estaba especialmente destinado a ponderar las aptitudes de quienes deseaban adoptar, escrutando sus condiciones y modos de vida y el lugar que daban al niño o a la niña en la configuración familiar. Veamos dos ejemplos que muestran con claridad el celo diferencial con que las autoridades judiciales atendían estas solicitudes según sus escenarios de entrega.

El 1 de diciembre de 1964 un matrimonio pedía la guarda de un bebé que había conocido en la Maternidad Provincial. Acompañaba su pedido con una nota donde el servicio social informaba que el bebé había nacido siete días atrás, estaba inscripto en el Registro Civil y su madre lo había dejado para ser dado en adopción. Ese mismo día el asesor de menores daba su opinión favorable al pedido y en el juzgado concedían la guarda oficiando a la Maternidad para que les entregaran al niño. El asesor también pedía que se averiguase el domicilio de la progenitora y que se hiciera la encuesta en la casa de los guardadores, pero nada de esto se hacía y la entrega se legalizaba, así, en solo un día.3 El ejemplo es quizás un poco extremo porque nada nos dice sobre el matrimonio que va a adoptar al niño y esto no era común, generalmente el servicio social hacía mención a sus propios informes de evaluación y pedía a los futuros adoptantes que presentaran certificados de matrimonio, trabajo, buena conducta, salud y esterilidad. Pero no deja de ser un ejemplo típico de la confianza que los juzgados tenían ante las entregas oficiadas por las maternidades públicas, en cuyas manos dejaban el arbitrio de la entrega sin más actuaciones que el otorgamiento de la guarda con vista al asesor. Aquel procedimiento expeditivo que en tan solo un día concedía una guarda preadoptiva salteándose las prescripciones normativas y las pautas no escritas del quehacer judicial podría también encerrar algo de desidia, falta de compromiso institucional o desinterés en la labor judicial. Sea cual sea el caso, da clara cuenta de que las prácticas formales e informales convivían en estos procesos, y contrasta con el escrutinio que merecen las entregas privadas. Veamos una del mismo año.

El 21 de setiembre de 1964 una mujer iba al juzgado a pedir la guarda de un niño de 9 años, al que su madre se lo había entregado tres años atrás porque “se iba a Buenos Aires a trabajar y no podía tenerlo”. Desde entonces “una sola vez lo visitó” y en ese momento estaba viviendo otra vez en la provincia “con un tal N. que […] se encontraba detenido”. En el juzgado pidieron al Registro Civil la partida de nacimiento del niño para acreditar su filiación. A tres semanas del pedido de guarda llegaba el informe ambiental y familiar en la casa de la guardadora. La asistente social decía que la mujer “impresionó como una persona buena, amable, sencilla y que siente gran afecto por el menor”. Era ama de casa y vivía con su marido -obrero en una fábrica automotriz- y tres sobrinos de 20, 17 y 16 años que estudiaban y trabajaban. La casa era propia, tenía tres habitaciones, mobiliario suficiente y adecuado, “reinaba orden y limpieza”. Le había contado a la asistente social que el niño era “hijo extramatrimonial pero estaba reconocido por el padre”, del que “nunca se tuvo noticias”. La madre lo había visitado una vez “pero nunca se preocupó” y “si los padres lo consentían” ella quería adoptarlo. Con ese informe en la asesoría de menores opinaron que podía concederse la guarda y en el juzgado ordenaron la designación de una fecha de audiencia. La audiencia se hizo recién en marzo del año siguiente. Ese día las autoridades judiciales conocieron al niño. Estaban presentes una asistente social y un asesor, y la guardadora informaba la dirección de la progenitora “donde ella mandaba las cartas”. Pero a la progenitora no se la citó, o si se lo hizo no quedó rastro en el expediente, y a seis días de la audiencia se dictaba la resolución que nombraba a la mujer como guardadora formal del niño.4 La legalización de esta entrega privada no solo nos muestra que en estos casos el poder judicial sí desplegaba todos sus instrumentos procesales de intervención (informe técnico, participación de la asesoría, audiencia y dictado de resolución fundada). También nos muestra que la adopción legal se convertía en una alternativa ante la presencia de algún conflicto que hiciera peligrar un arreglo de crianza de un niño con quien se habían encariñado, esto es, una “adopción” que ya había sido consumada por los hechos, por la vía del acogimiento informal y la consolidación de lazos afectivos entre adultos y niños.

El conflicto real o en puerta no era sin embargo la única alternativa. En ocasiones la vía legal podía ser una opción de partida: se recibía al niño o a la niña a quien se estaba dispuesto a criar como a un hijo o una hija y al poco tiempo se acudía al juzgado a legalizar su guarda con fines de adopción. Tanto en una como en otra ocasión la adopción legal se nutría de la circulación infantil como forma de garantizar el cuidado de niños y niñas (Cicerchia, 1990 y 1994; Fonseca, 1998; Fávero Arend, 2005; Milanich, 2009; Leo, 2021). Esos arreglos de crianza tenían una importancia central entre los sectores populares. Servían para garantizar el cuidado de niños y niñas ante situaciones de necesidad económica, habitacional o laboral, tanto más si se combinaban con crisis vitales, como la separación de la pareja, la viudez o la enfermedad. También eran un modo de solidificar lazos de parentesco social y afectivo en el marco de un entendimiento más abierto de lo familiar, una comprensión de la familia que rebasa los límites de lo nuclear y sanguíneo. Las autoridades estatales de los años sesenta sabían perfectamente que esas formas de crianza eran comunes. Se trataba, además, de motivos habituales de su labor: al menos cuatro de cada diez solicitudes de guarda eran por arreglos de crianza y tenencia de niños, niñas o adolescentes. Pero a diferencia de la circulación infantil, una entrega en adopción era una entrega entendida como definitiva. Como explicaba una madre que se había separado del padre de sus hijos, ella había decidido “entregar definitivamente a su hijo” porque tenía “seis hijos y tenía que mantener a todos aunque no se encuentran con ella pero ella los ayuda con su trabajo […]. Que al único que no ayuda es [al niño que pedían en guarda con fines de adopción] pues se encuentra muy bien y la familia que lo atiende no está muy necesitada”.5

Ante la diversidad de prácticas que confluían en la adopción legal, las autoridades judiciales desplegaron una actitud tolerante que llegaba incluso a la convalidación de inscripciones falsas en el Registro Civil. Así lo atestigua un proceso en el que decidieron que el niño tenía que quedarse junto al matrimonio que lo había inscripto como propio y no con la madre que lo reclamaba, porque le brindaba “el cuidado de un ‘hijo’, habiendo incurrido en un error al inscribirlo como tal, tan sólo para protegerlo”. Si bien reconocían que eran “supuestos autores de un hecho punible por la ley penal”, entendían que “desde el punto de vista humano” habían brindado al niño “lo mejor de ellos y, sobre todo, lo más importante, un ‘afecto’ solo comparable al de los propios hijos”.6 Esto había sido incluso considerado como una posibilidad en uno de los proyectos que se debatieron cuando se sancionó la primera ley de adopción: “se tendrán por no pronunciadas las sentencias; se clausurarán los procedimientos de los procesos; y no se procesará a nadie que haya incurrido hasta la sanción de esta ley, en el delito de inscripción como propio a un hijo ajeno, siempre que lo haya hecho por el impulso del afecto, con una finalidad social y humana”.7

La flexibilidad con que las autoridades judiciales resolvían los procesos de guarda fue tanto un recurso como una necesidad del proceso de institucionalización de la adopción: en un contexto en que las familias acostumbraban a transitar otras vías hacia la adopción, les permitió conseguir el ejercicio efectivo de la potestad que la ley les otorgaba. Esa misma flexibilidad tuvieron las autoridades judiciales ante la diversidad de familias que querían adoptar.

Anhelos normativos y narrativa judicial

La legislación y los manuales de derecho decían que para adoptar había que tener “solvencia moral y económica” para “poner al menor a cubierto de futuros peligros, dentro de lo que es humanamente previsible” (Borda, 1962: 143). Los expedientes revelan que la evaluación de la “solvencia moral y económica” involucraba tres órdenes de la vida familiar: el económico (ocupaciones y condiciones de vida), el normativo (estructuras familiares según vínculos jurídicos y preceptos morales) y el afectivo (vínculos afectivos y expectativas en torno a la incorporación del niño o la niña a la familia).

Al observar el orden económico expresado en indicadores como sus ocupaciones o credenciales educativas, vemos principalmente a miembros de las clases trabajadoras, en menor medida a profesionales y patrones de clase media y en ningún momento a miembros de la clase alta cordobesa. Los primeros eran protagonistas indiscutidos de todas las entregas pero especialmente de las entregas privadas, los segundos lo eran de las entregas institucionales. En pocas palabras, las instituciones tenían claramente preferencia por quienes quedaban mejor posicionados en términos de ocupaciones, credenciales educativas y condiciones de vida. Cuando me refiero a clases no pienso simplemente en la inscripción de esas personas en el mundo del trabajo. Estoy también pensando en sus modos de vivir en familia porque las experiencias de interacción con los elencos estatales revelan que eran un recurso fundamental de la inscripción social, que la participación en el mundo del trabajo también adquiría sentidos en relación con estilos de vida, capacidades de consumo y formas de organización familiar (Gentili, 2021b).

Cuando el Estado podía elegir a los adoptantes nos encontramos con parejas casadas sin hijos ni posibilidades de tenerlos, que recibían a un bebé o a un niño pequeño, al que podían dar un cuarto propio y con quien no tenían ningún vínculo de parentesco biológico ni lazos sociales previos. Así, las entregas institucionales formaban familias adoptivas como si fueran familias de sangre y no lo hacían por prescripciones normativas sino por sus propias preferencias, como revela el análisis del estado civil y la presencia de hijos propios de los adoptantes.

Las leyes no impedían adoptar según el estado civil de las personas, pero a nueve de cada diez solicitudes las hacían personas casadas. Creo que ello era así no solo porque fuera humanamente más simple una crianza en pareja, sino también y especialmente porque la unión matrimonial era un recurso simbólico fundamental para ganarse la aceptación de los elencos estatales. Es más, la legislación no lo prohibía pero en los manuales de derecho una unión de pareja no consagrada legalmente era un signo de insolvencia moral parangonable a la comisión de un delito: “desde luego, no podrá otorgarse la adopción si el adoptante está sujeto a proceso o ha sido condenado por un delito infamante; si explota una casa pública, o ejerce la prostitución; si vive en concubinato, etc.” (Borda, 1962:143 y 1977:152). Estos manuales de derecho no eran meramente importantes por ser parte de la formación y actualización profesional de quienes se dedicaban al derecho; también lo eran porque su autor, Guillermo Borda, era un jurista de renombre que ocupó en aquellos años el doble cargo de Ministro del Interior y de la Corte Suprema de Justicia de la Nación durante el gobierno dictatorial de Onganía (1966-1971).

Tanto en los manuales como en la práctica cotidiana de los juzgados, para ganarse la aceptación judicial como futuros adoptantes era más importante una unión matrimonial no exigida legalmente, que la existencia de hijos propios prohibida por ley. Los casos no fueron numerosos pero involucraron tanto a entregas privadas como institucionales. Los manuales de derecho explicaban que la adopción tenía por fundamento la posibilidad de que quienes no tuvieran hijos pudieran conformar una familia volcando “el ansia de su paternidad frustrada en un hijo ajeno” (Borda, 1962: 125). Esa empatía hacia quienes “la naturaleza” no les había permitido ser padres y madres era también una defensa de la “familia legítima”: la prohibición de adoptar teniendo hijos propios estaba “plenamente justificada” porque había que “impedir que la adopción, hecha con espíritu quizás generoso, pueda luego convertirse en una grave interferencia en la familia de sangre” (Borda, 1977: 143). Pero la legislación había dejado una rendija abierta: la presencia de hijos propios suponía tan sólo una nulidad relativa del proceso y dependía de la voluntad de los descendientes el iniciar o no una acción de nulidad (Borda, 1962: 141), dejando entonces en manos del mundo familiar la última palabra respecto de la incorporación de un “extraño”.

El orden afectivo entraba especialmente en escena cuando las credenciales económicas o normativas no eran las esperadas. La pareja podía ser “humilde”, tener hijos propios o ser demasiado grande para criar a un bebé, pero poseían algo sumamente valioso: la posibilidad de presentarse como personas que podían orquestar sus vidas en torno al cuidado de niños y niñas a quienes ya los unían vínculos afectivos que las autoridades no estaban dispuestas de desarmar. Como explicó una asistente social que entrevistó a un matrimonio que tenía hijos mayores de edad y pedía la guarda de una niña de un año que estaba con ellos “desde su nacimiento”: “evidentemente no era lo ideal para una adopción, pero se había dado una situación de hecho que no se podía desconocer ni pasar por alto”: la niña se había “ambientado y adaptado” a ese hogar y “ya existía una relación, una resonancia de padres e hija (si así se puede llamar) fortalecida por el tiempo transcurrido”. El peso de los vínculos afectivos en la decisión judicial tenía correlación con la política de minoridad del período, que apeló al mundo familiar y a las organizaciones de la sociedad civil para limitar la institucionalización de niños. Subsidios familiares, familias sustitutas, pequeños hogares y un plan de desinstitucionalización que se valió de esos dispositivos, fueron parte de una estrategia articulada en torno al reemplazo de la institucionalización por la crianza en familia, propia o ajena. El desencanto con la institucionalización que estaba presente desde principios del siglo XX, se revitalizó esos años con la difusión del modelo psicológico de crianza que, centrado en la dimensión afectiva y emocional (Cosse, 2010), tornaba vanos los intentos por fraguar una formación integral en espacios colectivos faltos de cuidados y afectos personalizados.

Para que en la decisión judicial pesaran más los lazos afectivos que las credenciales económicas y normativas, era fundamental haber dado una buena impresión a las asistentes sociales porque los juzgados se basaban en sus informes para fundamentar sus decisiones. Si ellas salían de la visita ambiental y familiar convencidas de que esa familia representaba la mejor opción para ese niño o esa niña, podían estilizar algunos rasgos y escribir finalmente informes favorables en los que la diversidad de las realidades familiares quedaba de algún modo traducida a las preferencias estatales. De esta manera, las decisiones judiciales terminaban sustentándose en una ponderación maleable y negociada de los órdenes material, normativo y afectivo de la vida familiar de quienes pedían guardas con fines de adopción.

Frente a la maleabilidad del relato judicial de las familias de destino, la narrativa sobre las familias de origen se muestra más uniforme. Pocos expedientes dejaban un rastro de la historia personal de la madre u ofrecían descripciones de sus condiciones de vida, como el segundo caso que relaté. En la mayoría de los expedientes hay datos aislados: la edad, el estado civil, una declaración escueta sobre las razones de la entrega o una tirilla de papel enviada desde las maternidades en las que decían entregar a sus hijos “por razones económicas y familiares”. En lo que los expedientes dicen se perfila la figura de la madre soltera, delineada como una mujer joven y pobre que no estaba junto al padre del niño o la niña que traía al mundo y que enfrentaba no solo dificultades materiales para criarlo sino también el peso de la condena social por haber tenido un hijo “ilegítimo”. En la narrativa judicial de la adopción los orígenes familiares se asociaban entonces a una procreación que contrariaba los mandatos jurídicos y sociales en materia de familia, signados en esos años por la unión matrimonial heterosexual, legalmente constituida e indisoluble.

Según el director de la Maternidad Provincial, hacia 1973 las entregas en adopción involucraban a “estudiantes universitarias embarazadas y rechazadas por su familia y la sociedad” y a “empleadas de servicio doméstico influenciadas por sus ‘patrones’ y el problema laboral que se les presenta, etc.”8 La lectura de este funcionario puede haber sido una síntesis un poco estereotipada que reducía a dos figuras prototípicas una mayor diversidad de situaciones. Pero su significación devela dos grandes silencios de las narrativas judiciales de la adopción: que no solo eran jóvenes de los sectores populares las que entregan niños en adopción y que tanto unas como otras podían verse obligadas a entregar a sus hijos, por la presión de su familia o sus patrones. En otras palabras, existía una clara política de reconocimiento de los orígenes familiares de esos niños anclada en el sostenimiento de las jerarquías de clase. Era una decisión deliberada de los juzgados y de los servicios sociales de las maternidades que en la narrativa judicial de la adopción los orígenes familiares de los niños y las niñas quedaban asociados a situaciones que contrariaban mandatos sociales y normativos en materia de familia y que estas situaciones solo fueran reconocidas cuando involucraban a los sectores populares.

A modo de cierre

La adopción había sido reconocida como forma legal porque su presencia era ineludible y, en un contexto cargado de una sensibilidad favorable a la infancia, ya no era posible evitar su incorporación en defensa de la “familia legítima”. Se la aceptó entonces como figura legal y se encomendó a los jueces como responsables de su creación. Las autoridades judiciales se encontraron frente realidades de adopción muy diversas, especialmente con realidades populares en las que eran evidentes sus distancias con los anhelos normativos en materia de familia. Ante esa diversidad de las familias adoptivas realmente existentes, las autoridades adoptaron una actitud flexible y fueron acompañadas por otros elencos estatales en la combinación de prácticas formales e informales de legalización de las entregas. La formalidad y la informalidad se hacían presentes en los procedimientos normativos pero también en aquellos a los que estaban habituados, y la propia costumbre podía incluso admitir excepciones, saltearse pasos o resaltar rasgos, como los lazos de cariño entre los niños y sus adoptantes, cuando las credenciales normativas y económicas no eran las previstas, ni por la ley ni por los mandatos morales o las preferencias institucionales. Esa informalidad dentro del proceso acompañaba una política de minoridad de más largo aliento: mientras la Dirección General de Menores se abocaba a evitar o revertir la institucionalización de niños y niñas a través de subsidios, familias sustitutas o pequeños hogares, la esfera judicial favorecía la vida en espacios familiares, propios o ajenos, con la concesión de toda guarda que le era pedida. Ea flexibilidad de la labor judicial tenía su tope frente a los escenarios de origen de las niñas y los niños dados en adopción. Aquí el relato judicial era claramente monolítico en su ocultamiento sistemático de todo origen familiar que no fuera popular. Ese silencio deliberado no era una mera pieza más de la cultura del silencio que rodeaba a la adopción, expresaba la existencia de una política burocrática del reconocimiento de los orígenes familiares anclada en el sostenimiento de las jerarquías de clase.

En 1972, a un año de la segunda ley de adopción, la Dirección General de Menores creó su Equipo Técnico de Guarda y Adopción. Era un equipo interdisciplinario compuesto por asistentes sociales, un médico, un abogado, psicólogas y psicopedagogas de la repartición.9 Tenía la tarea de evaluar la situación en que se encontraban los niños internados en los hogares infantiles de la Dirección para saber quiénes podían regresar al ámbito familiar, propio o ajeno. También debía unificar los criterios de entrega y las pautas a seguir para el registro y la selección de los guardadores al interior de la dependencia y con las maternidades, la Casa Cuna y el Hospital de Niños.10 Fue la primera experiencia de centralización de las entregas en adopción, al menos de sus criterios, y no fue decisiva. Hacia 1974 el equipo tenía cada vez menos reuniones y en los años ’80 la tarea recaería finalmente en el poder judicial, con la creación de sus propios equipos técnicos y listados únicos de adoptantes. Pero era todo un gesto de lo que en esos años les estaba importando especialmente: estudiar de modo más completo a los adoptantes, unificar criterios de entrega.

El argumento de que había que hacer más atractiva la adopción para los adoptantes, darles más garantías y quitarles trabas, era un argumento institucional, un argumento de quienes necesitaban tener un mejor instrumento legal para disputar con otros escenarios el arbitrio de la adopción y, con ello, la fisonomía de la familia adoptiva. Hay una razón de clase jugando detrás de esto. Como vimos al considerar la flexibilidad con que los elencos estatales ponderaban las realidades económicas, normativas y afectivas de quienes pedían guardas con fines de adopción, las familias adoptivas que resultaban de las entregas privadas no eran las familias que ellos elegirían. En los ’80, la nueva entidad que adquiere el robo de niños tras la denuncia de las apropiaciones del terrorismo de Estado (Villalta, 2012 y Regueiro, 2012), será un argumento indiscutido de la importancia de la centralización estatal de las entregas y de la prohibición de las entregas directas (Villalta, 2022). Es cierto, las entregas directas pueden favorecer prácticas delictivas o moralmente objetables, como comprar un niño u obligar a una madre a entregar a su hijo. Pero las entregas institucionales no están exentas de eso y las presiones para la entrega no solo provienen de intermediarios o adoptantes inescrupulosos, sino también de las propias familias de origen que obligan a sus hijas a dar a sus “bastardos” o las engañan diciéndoles que han nacido muertos. De modo que no es la mera prevención del delito lo que animó la prohibición de las entregas privadas: también responde a la necesidad de que sean los elencos estatales quienes eligieran a los adoptantes.

Córdoba, 25 de enero de 2023.

Referencias bibliográficas

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1 Los expedientes en estudio forman parte del Fondo Menores del Centro de Documentación Histórica del Poder Judicial y se conservan en el Archivo General de los Tribunales de Córdoba (en adelante, AGTC, CDH, FM). Se trata de expedientes que iban a ser eliminados porque ya habían cumplido sus diez años de archivo pero fueron felizmente rescatados y ahora son de acceso público. Sobre su rescate y conservación, ver Lugones y Rufer (2004).

2Artículo 17° de la ley provincial N° 6.986 de 1957, “Aplicación del régimen penal y correccional de los menores de 18 años”; y artículo 16° del “Estatuto de la minoridad”, ley provincial N° 4.873 de 1966.

3AGTC, CDH, FM, Caja 16, Expediente 3.

4AGTC, CDH, FM, caja 17, expediente 34.

5AGTC, CDH, FM, caja 16, expediente 6.

6AGTC, CDH, FM, caja 15, expediente 20.

7Proyecto de ley de adopción presentado por Solano Peña Guzmán, Horacio Honorio Pueyrredón y Arturo Frondizi, Cámara de Diputados de la Nación, 23 de junio de 1948, pág. 1.187.

8Archivo Provincial de la Memoria, Fondo Secretaría de Estado de la Mujer, Niñez y Adolescencia, caja 5, Libro de Actas del Equipo Técnico de Adopción y Guardas, “Reunión con representantes de las Instituciones”, 13 de julio de 1973, fojas 52-54.

9Archivo de Gobierno, Minoridad, Serie B, T47, 1972, Res. 4.826, 24/10/76 y Res. 4.879, 8/11/72.

10Archivo Provincial de la Memoria, Fondo Secretaría de Estado de la Mujer, Niñez y Adolescencia, caja 5, Libro de Actas del Equipo Técnico de Adopción y Guardas del Consejo Provincial de Protección al Menor, reuniones del 25/6/73, pp. 48 y 49; 13/7/73, pp. 52-54; 27/9/73, pp. 68-70; 5/12/73, pp. 78 y 79; 31/1/74, pp. 86-88; 20/2/74, pp. 88 y 89; 22/5/74, pp. 95-96 y 28/5/74, pp. 97-98.

Recibido: 11 de Octubre de 2022; Revisado: 25 de Enero de 2023; Aprobado: 21 de Abril de 2023

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