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Cuadernos del CILHA

versão On-line ISSN 1852-9615

Cuad. CILHA vol.18 no.1 Mendoza jun. 2017

 

MISCELÁNEAS

La mirada performativa y la construcción de la visualidad en el relato de viajes La torre de los ingleses (1929) de Alcides Greca

The performative gaze and the construction of visuality in La torre de los ingleses (1929) of Alcides Greca

 

María Florencia Antequera

UNCUYO/Nodo IH-IDEHESI CONICET
Argentina
mfantequera@hotmail.com

 

Recibido: 3/2/2017
Aceptado: 27/4/2017


Resumen

En este artículo intentamos establecer algunas vinculaciones entre la obra editada del intelectual santafesino Alcides Greca (San Javier, 1889- Rosario, 1956) y ciertos materiales periodísticos contenidos en su archivo de escritor. En efecto, nos interesa articular un relato de viajes de titulado La torre de los ingleses (1929) y algunas repercusiones que tuvieron lugar en la prensa gráfica con motivo de su publicación. El quicio desde donde pivotea nuestra propuesta reside en aquello que denominamos mirada performativa, la cual religa un espacio y una subjetividad nueva, al concebir al relato de viajes como nuevo archivo de sensaciones y experiencias. Asimismo, comparamos en clave de visualidad La torre… con otro texto producido contemporáneamente, Veinte poemas para ser leídos en el tranvía de Oliverio Girondo.

Palabras clave: Alcides Greca; Mirada performativa; Relato de viaje.

Abstract

In this article, we try to establish some links between the edited work of Alcides Greca (San Javier, 1889 – Rosario, 1956) and certain journalistic materials contained in his private file. In fact, we are interested in articulating La torre de los ingleses (1929) and some repercussions in the graphic press of this publication. Our propose pivots in what we call the performative gaze, which reconnects a space and a new subjectivity, in conceiving the travel narrative as a new file of sensations and experiences. Likewise, around visuality we compare this text with another one produced contemporaneously, Veinte poemas para ser leídos en el tranvía of Oliverio Girondo.

Key words: Alcides Greca; Performative look; Travel Literature.


 

Introducción

Un hombre de letras y un hombre de estudio, Alcides Greca (San Javier 1889- Rosario 1956) fue un intelectual santafesino que supo conjugar, en su trayectoria, la literatura, la producción cinematográfica y la escritura de jurisprudencia, así como también el urbanismo y cuestiones relativas a la universidad. En efecto, aunque es recordado fundamentalmente por su pionero film El último malón (1917) y sus novelas realistas Viento norte (1927) y La pampa gringa (1936), Greca escribió dos relatos de viajes: La torre de los ingleses (1929) y Bahianos y bandeirantes (1950), una obra de teatro inédita Ananoc (1945) y algunos libros de poemas. En rigor, siendo muy joven, su carrera literaria se inauguró con la publicación de Palabras de pelea (1909), Sinfonía del cielo (himnos en prosa) y Lágrimas negras, estos últimos de 1910. También publicó unos breves relatos sobre la clase política titulado Cuentos del comité (1931) y ensayos como En torno al hombre (1941). Fue una figura de raigambre política, comprometida con los problemas de su tiempo: fue parlamentario, militó en las filas del radicalismo durante toda su vida, se desempeñó como periodista y como docente universitario en la Universidad Nacional del Litoral. Sus preocupaciones estuvieron dirigidas hacia los postergados mocovíes, la cuestión inmigratoria, la corrupción en la política, el artefacto urbano, por citar sólo algunos temas que le interesaron.

Denodadamente, con paciencia y sensibilidad patrimonialista (Antelo, 2001), una de las hermanas de Alcides, Teodelina (alias Chinola), fue acopiando en carpetas azulinas y rojo carmín, cada publicación en la que Greca intervenía o bien en donde se discurría en torno a su trabajo, su figura o sus aportes intelectuales. De esta labor de la recientemente fallecida hermana de Alcides Greca se nutrió este artículo, ya que analizamos algunos textos periodísticos de dicho reservorio, que contiene además papeles personales, correspondencias, obras inéditas y manuscritos. Todos estos escritos resultan, a las claras, material documental de gran valía, aunque el archivo de escritor -que estamos bregando por sistematizar- podría ser considerado como un estandarte de la fragmentación. En efecto, debido a la ausencia o falta de especificación de fuentes (algunos datos resultan insalvables o imposibles de reponer); la carencia de fechas, medios gráficos, datos de edición; el deterioro por el paso del tiempo y ciertos errores en la clasificación realizada por la mano amateur de la hermana de Alcides el reservorio es fragmentario. Si bien se podría pensar correctamente que estas contrariedades dificultan el estudio de este material que detenta una importancia considerable para la problemática que guía nuestra investigación, sería más preciso sostener que entraña un desafío: esta desavenencia metodológica impele a una revisión y sistematización exhaustiva, constituyéndose de este modo en un reto que atravesó, desde los inicios, este trabajo1.

La propuesta de la presente investigación reside en vincular el primer relato de viajes de Alcides Greca –La torre de los ingleses– y materiales provenientes de su colección documental privada. El análisis se centra en la construcción de la visualidad y de un tipo de mirada que hemos denominado performativa (Antequera, 2016). Estas relaciones entre la obra editada y algunos artículos periodísticos aparecidos en los medios gráficos, fundamentalmente con motivo de la publicación de La torre…, contribuyen a cimentar un diálogo que enriquece, a nuestro entender, el conocimiento teórico- crítico de la obra de este escritor.

Relato de viajes y mirada performativa

Los relatos de viajes de la década del veinte de Alcides Greca fueron escritos luego de desplazamientos realizados por la geografía latinoamericana (Antequera, 2010; 2016; 2017): en efecto, Argentina, Chile, Perú, Bolivia y Uruguay fueron los países recorridos entre 1919 y 1929. Algunos tramos de estos viajes de juventud los recorre solitariamente; otros, los transita acompañado por los hermanos –jóvenes también– Ángel (1896-1960) y Alfredo Guido (1892-1967), arquitecto y artista plástico respectivamente, figuras rosarinas de gran importancia con proyección nacional e internacional. De igual modo, comparte un tramo, la estadía en La Rioja –donde se escapa por cuestiones partidarias–, con el rosarino José Lo Valvo (1895-1971) quien ulteriormente llegaría a ser intendente de Rosario.

Desde la morfología del relato de viajes, género a caballo entre la literatura y la historia, se destaca ese asombro que jalona la escritura: sorpresa frente a los espectáculos a los que asiste el viajero curioso, fractal imbricación entre percepción y descripción que no deja de preterir sus impresiones sobre el paisaje natural, la ciudad o el paisaje humano, construyendo constelaciones de sentido. Estas, a partir de una base empírica, es decir, de lugares existentes que le ofrecen al lector un marco seguro, de aparente exactitud fáctica y con conocimientos directos de los objetos descritos, discutidos y valorados, son referidas desde una singular subjetividad: la credibilidad del relato se funda en haber visto los objetos, los sitios, etc. con sus propios ojos. Por ello, podemos sostener que los relatos son factuales y ficcionales.

Entendemos con Augé (2007b: 91) que “el viaje construye una relación ficticia entre mirada y paisaje” en donde la mirada de nuestro viajero percibe fragmentariamente el paisaje urbano. Y en este sentido es una mirada performativa. Retomando a de Certeau, Augé (2007b: 91) postula la noción de espacio como lugar practicado, es decir, como cruce de elementos en movimiento: de este modo, nuestro escritor inscribirá en clave de espacio, los lugares definidos por el urbanismo. Tratando de reforzar esta sospecha, entendemos que el espacio como práctica procede de un desplazamiento: del escritor viajero que va construyendo ese catálogo de referencias sensibles (Ette, 2004) donde sólo se aprecian vistas parciales, instantáneas, sumadas y mezcladas en su memoria y literalmente recompuestas en el relato que hace de ellas (Augé, 2007b: 91).

Esto demuestra un matiz altamente productivo de los relatos de viajes: enlazar lo heterogéneo, inscribir un mapa y, asimismo, crear las condiciones para que la mirada vague palpando por sobre la superficie de un complejo de signos connotativos (Cfr. Flusser, 2006: 14). De esta manera, la mirada performativa podría ser definida entonces como una forma de apropiación de la espacialidad, es decir, como captura de superficies significantes o de imágenes (Flusser, 2014: 13). Este gesto religa un espacio y una subjetividad nueva, al concebir el relato de viajes como exaltación de sensaciones o nuevo archivo de experiencias (Cfr. Monteleone, 1998). Ver, de este modo, pasa a ser no sólo el corolario físico y fisiológico de la empiria ocular sino el contacto corpóreo (Cfr. Antelo, 2010) con un paisaje que deja una impronta afectiva.

Consecuentemente, podríamos sostener que donde hay una huella mnémica, es, sin lugar a dudas, en estos relatos de viajes de Greca puesto que la memoria instrumentaliza la mediación de recuperar a través del paso del tiempo, esas visiones que hirieron la imaginación, teniendo en cuenta que la escritura es una actividad posterior al desplazamiento, una actividad vinculada al reposo y al retorno del viaje. Cada lugar recorrido deja en Greca una impronta: la visión y, por supuesto, la memoria se constituyen en facultades que participan de la lectura/escritura (Cfr. Monteleone, 1999: 15) y de la legibilidad semiótica de los paisajes. Estos modos de visualidad (Penhos, 2005:15) están vinculados también a ciertos elementos históricos y culturales que intervienen en el acto de ver y suponen selecciones y recortes de la masa de datos ópticos, puestos en relación aquí con las prácticas de acopio de conocimiento. Dicho de otra manera, la visión como rasgo característico de una modernidad (en proceso) influye en una determinada forma de entender el paisaje. Por eso en su paso por Buenos Aires, por ejemplo, Greca solamente destaca aquellos sitios ligadas a la modernización del artefacto urbano, aquellos que detentan la potencialidad de la modernización: el centro, sus edificios modernos, las avenidas, los escaparates, entre otros.

Un libro para las pupilas

Ahora bien, si nos preguntáramos: ¿qué ve nuestro escritor viajero? ¿Qué no ve? ¿Qué quería descubrir Greca con estos viajes en plena década del veinte del siglo pasado? ¿Cuáles eran sus objetivos? Podríamos respondernos que Greca reposa su vista y repara en ciertos aspectos de la vida urbana, la arquitectura, el arte, los espacios de socialización, por citar algunos y de este modo, va construyendo su propio mapa. Curiosidad y sensibilidad mediante, haciéndolas confluir en una suerte de conquista material expansiva del mundo de las sensaciones, Greca quiere tener un contacto directo, de primera mano –aunque en algunos tramos, este contacto está mediatizado por sus lecturas y por lo libresco, es decir, a través de lo ya escrito– de los sitios recorridos y mensurados. En suma, frente al mundo de la alteridad, las crónicas de Greca construyen esos espacios de observación participante: el relato de viajes ofrece una serie de informaciones, comentarios y aspectos que corresponden a una visión específica del lugar recorrido.

Entre tanto, estas observaciones tienen sus consecuencias: en rigor, al decir de Antelo (2012), para ejercitar la mirada no basta la horizontalidad del dislocamiento (el viaje) sino fundamentalmente la verticalidad de la abstracción, es decir, una cartografía, una ficción. Este engranaje, en los relatos de Greca, tutela una senda para transitar: las lecturas sobre estos viajes y la variedad de temas y topografías que allí aparecen descritas, junto con la idea misma de movimiento y de cambio que la travesía impone en sus percepciones, parecen habilitar una diversidad de claves interpretativas. En el acervo documental con el que estamos trabajando nos topamos con algunos escritos periodísticos que pueden sernos de utilidad para abordar una pluralidad de aspectos que hacen foco en la visualidad.

Por ejemplo, en un artículo suscitado por la publicación de La torre…, se subraya que es un libro para las pupilas, es decir, un texto eminentemente visual. Aparecido sin firma en el Diario Santa Fe, consignando como fecha el domingo 4 de agosto de 1929, el mismo expone:

En el libro que acaba de dar a luz el escritor santafesino Alcides Greca, aparece la forma geográfica, es decir, el paisaje. El hombre apenas es advertido. Pasa como un raudo perfil, visto desde un vuelo aeronáutico. Las pupilas se llenan con una luz un poco vaga de ciudades y de aldeas, de color de la pampa, de la imponencia de los Andes, de las tosquedades del Chaco. Greca ha paseado por todas las tierras argentinas, yendo hasta Chile, hasta Bolivia, hasta el Perú, regresando luego por los lugares más abruptos, no sin antes haberse mirado en el espejo del Océano Pacífico.

Su libro es para las pupilas. Son cuadros los que ofrece, como un pintor. En vez de la idea es el campanario de una ciudad el que proyecta su silueta, o es la llanura desolada, o los lagos del Sur, o una borrasca en la montaña o una selva sin pájaros. El paisaje, sólo el paisaje. Y este paisaje que nos presenta el escritor con palabras que forman una sintaxis polícroma, denota una civilización paupérrima, un estado salvaje al natural […].

Entendemos aquí que la escritura de Greca es interpretada a horcajadas entre lo topográfico, es decir, entre el arte de describir y delinear detalladamente la superficie y lo topológico, el estudio de las formas y su articulación en la sintaxis del viaje. De algún modo, la visualidad es registrada y valorada en este fragmento donde se destaca la potencialidad evocadora de la imagen que pone en el centro los sitios recorridos y la morfología del paisaje. Los fragmentos textuales son leídos como composiciones pictóricas; el protagonismo del paisaje y la sintaxis polícroma son los datos que se presentan como dignos de enfatizar. El escritor es asimilado a un pintor cuya función primordial es mirar (para ver). De algún modo, esta nota periodística permite avizorar que en tanto factuales y ficcionales, estos relatos de viajes cuentan con el procedimiento de la descripción como herramienta fundante.

En otro artículo periodístico podemos hallar algunas claves que contribuirán a seguir delineando esta mirada performativa de Greca. El mismo aparece el martes 23 de julio de 1929 en el Diario La Época2 de Buenos Aires, firmado con las iniciales F.M.P. Este medio gráfico era un órgano de expresión de las ideas radicales. No es de extrañar entonces que un diario que detentaba simpatía por el radicalismo, publicara una reseña literaria sobre el último libro de Alcides Greca, también radical. Sin embargo, aquello que sí llama la atención en la contemporaneidad misma de su publicación, es que el texto hiciera hincapié en ciertos rasgos de modernidad que atravesaban los relatos de viajes de Greca, rasgos en torno a la percepción fotográfica de los espacios visitados: “Alcides Greca como excelente viajero que es […] ha salido apresuradamente de su tranquila vida ciudadana, con un minuto del retardo para alcanzar el tren, pero sin olvidarse su Kodak que lleva en bandoleras”. Estas líneas contribuyen con acertadas intervenciones críticas en torno a la mirada construida desde los relatos, porque sus claves plásticas están emparentadas con la técnica de la fotografía. De esta manera, cabe agregar que el binomio viajes/cámara, inseparable y productivo introduce otro eje, la actividad turística, el turisteo, del que ya nos ocuparemos, porque contribuye a instalar esta mirada performativa en la que estamos tratando de discurrir.

El artículo, como decíamos, compara los textos de Greca con negativos de instantáneas de una máquina fotográfica marca Kodak, ya que se pregunta “¿Dónde mejor ubicarse para sacar instantáneas que en el lugar más aparente de la ciudad? ¿Y no es esto la Torre de los Ingleses?”. Más adelante expone: “Los negativos se acumulan, y al revelarlos, de nuevo en la tranquilidad aparente de la ciudad cosmopolita, les ha ido retocando, coloreándolos, o ampliándolos. Y después, en un desorden encantador y sugestivo, los ha ido mostrando a nuestros ojos curiosos y asombrados”. Los textos son asimilados a negativos revelados, coloreados y retocados a posteriori, en la tranquilidad del reposo. Esta última cuestión, coincide con aquello que postulamos antes acerca de la actividad escrituraria como una práctica posterior y subsidiaria al viaje, y, paralelamente, ligada al sosiego del escritorio, contrastando con el viaje mismo en donde prima la vertiginosidad, la fugacidad y el permanecer poco tiempo en cada sitio ya que “La Torre de los ingleses es el punto de mira de todos los viajeros: de los que se arrojan en la rapidez vertiginosa de un convoy, sobre los rieles tensos en su ambición de distancias, o de los que menos inquietos pero más hondamente emotivos se dejan sobrecoger por un asombro admirativo ante la solemnidad del mar”.

Por otra parte, la nota periodística destaca asimismo que es un viajero inquieto con un amplio bagaje que lo distingue en tanto letrado: “La inquietud espectante (sic) del viajero ha hecho que su bagaje sea nutrido y selecto. Curiosidad inteligente que sabe recoger lo que encierra verdaderos valores, emotivos, anecdóticos o documentales”. El itinerario del viaje en sí es visto como “ameno, personal, lleno de gracia. La Torre de los Ingleses se deja leer con interés y a medida que el lector se va introduciendo en el paisaje, gracias al arte del fotógrafo-relator, aumenta su deleite espiritual impidiendo abandonarlo hasta el final”.

Viaje, fotografía y literatura es el trípode que se destaca en esta nota de La Época, la cual apunta, fundamentalmente, a describir un modo complejo de apropiación de la espacialidad que asemeja al escritor con un fotógrafo-relator y al texto con un álbum fotográfico que encierra un cierto valor documental o emotivo: “Ya lo dice el autor en el introito de su interesante álbum fotográfico, de láminas iluminadas radiosamente por lo chispeante de su estilo y la sutilidad de su pensamiento”. Estas cuestiones lo acercan a otro escritor, un poeta contemporáneo a Greca, el vanguardista porteño Oliverio Girondo (1891-1967), viajero eminentemente urbano. Según Borges, “Girondo [refiriéndose a Calcomanías] impone a las pasiones del ánimo una manifestación visual inmediata” (Cit. en Schwartz, 2002: 190). Pero no nos conviene adelantarnos.

La experiencia de la visión o mejor, la visión como experiencia callejera de un escritor-fotógrafo de la modernización, se entreteje mediante instantáneas que captan el proceso de transformación del artefacto urbano: se combinan las coordenadas subjetivas de un viaje junto a las históricas, las cuales revelan que la modernización del artefacto urbano es central en el texto de Greca. Al borde de la dificultad de querer captar en una instantánea el movimiento, Greca hace uso de pocas oraciones: son casi destellos o como reza el artículo periodístico, láminas, que el montaje articula. Por ejemplo, tomamos unas líneas con motivo de la descripción de la céntrica calle Florida por la noche, el fragmento se titula “Florida a las diez de la noche”: “Callejón de cementerio que en la tarde vio pasar un interminable acompañamiento” (Greca, 1929: 10). El fragmento siguiente se titula “Casa Rosada” y el anterior lleva como título “Vereda del hotel España”. Con respecto a este último espacio de sociabilidad expresa: “Característico congreso del país, con diputaciones que se renuevan constantemente. Solución de grandes problemas económicos y sociales a base de cinzano y maní tostado” (Greca, 1929: 10).

De algún modo, la escritura de paisajes nuevos opera como el montaje, procedimiento que él conoce bien ya que se valió del mismo en otro registro, el cine: da cuenta de esto, su pionero film El último malón (1917), uno de los largometrajes latinoamericanos más antiguos que se conserva en la actualidad. El montaje en La torre… se puede vislumbrar en las conexiones entre diversos sitios de la Capital Federal: son imprevistas, no siguen ni persiguen una organización topográfica de cercanías ni de cronológico orden sino que, como saltos en la memoria, se van tramando en el capítulo, con similitudes a un álbum de fotos urbanas. Son imágenes desde adentro, percibidas de primera mano, de contacto directo con los objetos: imposible resulta sustraerse a los influjos de un intelectual que en tanto cineasta cargaba con este bagaje y que plasma en este relato de viajes.

Al recapitular, podríamos sostener: Greca es escritor-artista plástico para el artículo del Diario Santa Fe, escritor- fotógrafo para La Época, escritor-cineasta, donde el segundo término de la serie funciona como un calificativo que adjetiva a escritor, y conforma un sintagma que liga la actividad escrituraria a lo visual. Nunca escritor a secas. Volveremos sobre esto.

Turisteo

Sin embargo, las crónicas de viajes de Greca no desarrollan su atractivo solamente por la vinculación que establecen con una realidad extralingüística, con una determinada alteridad cultural o con la factualidad del viaje o del viajero sino porque postulan una sintaxis de la mirada cuya yuxtaposición de pequeñas anécdotas nos habla de un sujeto que es a la vez, extranjero y contemporáneo, coterráneo y forastero: un turista, un intérprete de aquello que ve. Con Ricouer, podríamos pensar que esa re-construcción de un pasado (ya-sido) implica una selección y una configuración en una unidad significativa (Klein, 2008: 17).

Nuestra intención es agregar ahora otro elemento y ahondar en cómo se va construyendo su mirada de turista y cuáles son las características del turisteo. Cuando decide representar las ciudades que recorre, Greca opta por una operación que involucra la mirada, exponiendo el fuerte impacto que algunos sitios producen en su sensibilidad. Sin embargo, en primer lugar, conviene deslindar algunos términos. Actividad visual por excelencia y de puro encuentro con las cosas, el turismo remite a una sensibilidad cutánea (Salabert, 1995: 44). En efecto, la particular imaginación territorial que va construyendo los mapas al referir, exalta la sensibilidad de un sujeto ambulatorio (Salabert: 1995: 49) que discurrirá por la grafía de la ciudad yuxtaponiendo imágenes y superponiendo sensaciones. La modalidad del ver que entra en juego en el turismo es primordialmente el vistazo (Cfr. Salabert, 1995:41): un pasar que permita la acumulación mental o el atesoramiento mnésico de los lugares recorridos (Cfr. Salabert, 1995: 42).

Por otra parte, y nuevamente según Pere Salabert (1995: 43), la banalización del turismo se inicia en el siglo XIX, sustituyéndose así el afán de conocimiento por el de sentimiento, aunque ambos afanes aspiren luego a aquella síntesis de una curiosidad que se alimentará de la visión abreviada hasta el vistazo apresurado. Entendemos que La torre… se podría encuadrar en esta concepción del viaje como viaje turístico en donde los relatos exaltan la sensación, este rastro paradójicamente indeleble y fugaz. A la sazón, el núcleo del asunto se torna entonces más complejo porque lo propiamente turístico no es lo que visitamos, no son las cosas que podemos ver. Es turístico un goce difuso que procede en primer término de una huida y después de la fascinación que resulta de proyectar los materiales de la imaginación en el espacio recorrido (Salabert, 1995: 45). En efecto, es turístico el goce que implica también un acotamiento en el espacio-tiempo: un poco en cada sitio es el lema. En términos de Greca, sería “ese saltar de un tren a un vapor”. Conviene recalcar entonces que una característica del turista es que está de paso. De alguna manera, podríamos pensar que la horizontalidad espacio-tiempo se modula en la ficción o bien que el tiempo, como expresa Ricoeur, se convierte en temporalidad humana al articularse narrativamente. En resumidas cuentas, el turismo en vinculación con las coordenadas espacio y tiempo implica, por un lado y con respecto al primero, desplazamiento y cambio de lugar y con respecto al segundo factor, inmediatez y pérdida del tiempo. Quizás huelga la explicación pero con esta última noción queremos exponer una suerte de derroche crónico que se da con el turismo y que aparta del discurrir cotidiano.

No obstante, este es un viaje que pone entre paréntesis la rutina, y que permitirá sobrellevar la cotidianeidad al regresar: “El recuerdo de nuestro viaje, tan rico en incidentes y gratas sensaciones, contribuirá a hacernos más llevadera la rutinaria vida de trabajo” (Greca, 1929: 111). Planos superpuestos nos conducen a pensar en un viaje por la memoria y paralelamente, en la memoria de un viaje, mejor, de varios viajes que condensan experiencias variopintas, con el impulso inextinguible de sacudirse el aburrimiento de lo cotidiano. El viajero informa (da forma) y expone, por una parte, su deseo; por otra, su bagaje. Pero no olvidemos que en última instancia es, parafraseando el título de un libro de viajes del escritor brasileño Mario de Andrade, “un turista aprendiz”, de sí mismo.

Coincidimos con Marc Augé (2007a) quien define el rol de turista como un consumidor de exotismo en su ensayo titulado Por una antropología de la movilidad. El sujeto ambulatorio que protagoniza estas crónicas de viajes –y se desplaza con el empeño de visitar y dar cuenta de aquello que va viendo, experimentando y sintiendo–, tiene diferentes ritmos de viaje: es por momentos un errante, casi un vagabundo sin rumbo fijo ni intención precisa, como sucede por ejemplo en las calles de Lima, a orillas del Rimac. Ya no viaja en coche, ni en tren sino a pie. Aunque también es ese frenético ambulante que salta de un medio de locomoción a otro, de una localidad a otra. Como vemos, el cronista oscila entre un hombre con prisas y un errático paseante. El vagabundo nunca da muestras de impaciencia; el cargado de presteza, por su parte, en su desorden, salta de un tren a un vapor o viceversa y recorre a la disparada algunas calles (Cfr. Greca, 1929: 52). En el discurrir textual, se define asimismo como “turista de segunda clase” (Greca, 1929: 23), es decir, sin muchos medios económicos, punto expresado recurrentemente: “No sin cierta angustia noto que la moneda escasea en mis bolsillos” (Greca, 1929: 168).

Llegados a este punto, podríamos preguntarnos entonces cuál es la estructura del viaje turístico, cuál es su fundamento. En esta dirección, Rosa (2006) sostiene que se cifra en el deseo, en esa tensión entre aquello que se imagina y la referencialidad de lo ya conocido: “La estructura del viaje turístico se fundamenta en una falla inicial, propia de todo deseo, un desmedro propio del viaje imaginario entre lo exótico y la referencialidad implícita de lo ya habitado, de lo ya frecuentado, de lo ya explorado: una exploración metódica de un mapa construido por el deseo y el mercado capitalista de la transitoriedad” (Rosa, 2006: 30).

Sabemos que el “turisteo” es ambulación (o circulación) y ociosidad, y en ese ir y venir, entre la visita apresurada y el vistazo se fragua el interés por los objetos culturales: Greca en esta sustitución de afán de conocimiento por afán de sentimiento o sensación (aunque no son estrictamente lo mismo), alimenta su curiosidad en la “visión abreviada”, el “vistazo apresurado”: “Nos vamos con la convicción de que no hemos hecho otra cosa sino asomar la cabeza por el tragaluz, para dar un vistazo al paisaje” (Greca, 1929: 69), nos dice en un pasaje. De algún modo, en la superficialidad ambulatoria de la mirada (Salabert, 1995: 34) el viajero expone su deseo y de ese modo también se define. Aunque las motivaciones para sus viajes sean variopintas: ansias de conocer presencialmente sitios “ya conocidos” por mediaciones literarias, inquietudes de los hermanos Guido -sus compañeros de viaje- por descubrir el barroco arequipeño o simple curiosidad, la idea de impresión y de instantánea, como características de la modernidad opera en estos relatos y la ciudad se vertebra en una profusión de imágenes o superficies significativas. En este contexto, Greca nos remite lingüísticamente a palabras tales como “observaciones”, “impresiones”, “instantáneas”, “vistazos” que condensan el espectro semántico de lo visual como modo de acercarse a las cosas y a las configuraciones geográficas, para constituir paisajes (urbanos fundamentalmente, aunque también, rurales).

Ahora bien, por definición, el turismo es también una actividad económica que consume paisaje y que postula una dinámica entre “un tiempo que fluidifica el espacio con el espacio que coagula el tiempo” (Salabert, 1995: 29). En este sentido, consideramos que la noción de paisaje (léase como esbozamos más arriba, como lugar practicado) digita, de un modo notable, la dinámica que se establece entre la realidad física (la dimensión textural, podríamos atrevernos a bautizar) y su representación (lo textual); la fisonomía externa y visible de una determinada porción de la superficie terrestre y la percepción que esta genera; una suerte de tangible geográfico y su interpretación intangible. Es así como el sujeto se inscribe en el paisaje mediante una ficción como dice Antelo: resultando una nueva dimensión, la dimensión textu(r)al3 que coliga paisaje y ficción, espacio y tiempo.

Deseo, transitoriedad o interinidad (Salabert, 1995: 50), bagaje personal y encuentro con el otro son las coordenadas que operan en el turisteo de Greca. De este modo, para recapitular, argüimos que produciendo una transformación del espacio recorrido en lugar practicado, transformando el deseo en imaginación territorial, el viaje se va plasmando y la aproximación a los objetos se produce desde la visualidad. La escritura, actividad subsidiaria y posterior, recoge aquellas imágenes, emociones, sensaciones y experiencias que hicieron mella en la sensibilidad del viajero-turista. Pero conviene ahondar un poco más en estas cuestiones.

Coleccionismo de sensaciones y voracidad de visualidad

Más arriba apuntábamos que el deseo es una de las coordenadas que opera en el turisteo y que contribuye a definir al sujeto viajero. Como explica el crítico alemán Ottmar Ette (2004: 10) en su artículo titulado “Los caminos del deseo”, la literatura de viajes tiene dos estructuraciones e impulsos fundamentales: el deseo por el otro y el coleccionismo. Este último –agregamos nosotros– entendido como un modo de la subjetividad cuya insistencia es el establecimiento de series: en esta obstinación de inventario, se incluye la paleta cromática en su amplio despliegue de matices. Entendemos que estas categorías tienen su correlato en La torre de los ingleses: podemos sostener que el coleccionismo se traduce en primer término, en coleccionismo de sensaciones y el deseo por el otro, en voracidad de visualidad.

En el texto se conforma una suerte de archivo visual, de vívido catálogo de imágenes4 cuya nomenclatura colorística revela en las descripciones otro modo de concretarse la visualidad. La valoración del color se traduce en la paleta que agita las inflexiones de los tonos diferenciados sutilmente entre sí. De este modo, descripciones, valoraciones comparatísticas y enumeraciones van jalonando el texto:

Entramos en el valle de La Paz. En la planicie se abre un hondo pozo. El tren lo bordea primero e inicia luego el descenso.

Este valle es lo más pintoresco que hemos visto en todo el viaje. Las quebradas, el río, las frondas, y allá en la hondura, la ciudad cubierta de rojos techos, que en ciertos lugares se amontonan demasiado para desparramarse, poco a poco, en las colinas. Y ya empinándose sobre los cerros, se ven quintas arboladas y más arriba aún, casi tocando las cumbres moles de un color ocre-oscuro que semejan enormes catedrales góticas coronadas de sutiles torrecillas o fantásticos templos budistas de techos superpuestos. Todo brilla con vivos colores, que día a día lava la lluvia. Se diría que el paisaje de este valle un tanto chillón y detallista, fue imaginado por un pintor de esas policromías inverosímiles que tantas veces hemos visto en las fondas y cafetines del suburbio […]

La Paz impresiona como si fuera una fiesta del color. Los techos rojos y lavados, la fronda verde y retozona, las montañas agrietadas, las cholas con sus blancos sombreros y floreados mantones y los indios con sus gorros y sus ponchos serían dignos motivos de la gran paleta de los impresionistas (Greca, 1929: 81-82).

Así como La Paz es descripta como una fiesta del color y detalladamente son dispuestos los colores apreciados, en franco contraste Santiago de Chile es, para Greca (1929: 33), ciudad gris-plomo, a causa del polvo que lo cubre todo y de las escasas precipitaciones: “La capital gris, así hemos bautizado a la capital de Chile. Un color gris plomo se extiende uniformemente sobre las calles, fondas y tejados. Quizás la circunstancia de que llueva rara vez hace que un polvo impalpable, finísimo cubra los árboles y los edificios, contribuyendo a darles un tono borroso, sin fuertes contrastes […]”. Otra urbe que difiere con aquellas coloridas es Antofagasta: “Otra ciudad gris, sin árboles y sin césped. Aquí jamás llueve […]” (Greca, 1929: 47). Con respecto a Iquique sostiene:

Sigue la costa árida. Al contemplar la llanura y la montaña, donde nunca cae una gota de agua, se experimenta la sensación de sed. Pero Iquique tiene un encanto que no encontramos en Antofagasta ni en Coquimbo. Sus casas de madera con galerías a la calle, pintadas en vivos colores, y el pavimento de macadán, recién regado, producen algo así como una frescura que reemplaza a la falta de vegetación (Greca, 10929: 47-48).

Por otra parte, encontramos que el coleccionismo de sensaciones y la voracidad de visualidad también se despliegan en las descripciones arquitectónicas. Estas tienen una importancia capital en la itinerancia por las ciudades, ratificando que nuestro escritor se emparenta con esos viajeros que encarnan la frase “yo estuve allí y lo he podido ver” (Salabert, 1995: 37). Este juego de correspondencias (Ette, 2008: 48) es propio de la literatura friccional o híbrida que materializa los relatos de viajes. No obstante, más allá de las descripciones arquitectónicas que hemos analizado en otras oportunidades5, queremos centrarnos en otra tipología de descripciones. Dijimos que como viajero que escribe es un turista que exalta la búsqueda de sensación, traza paradójicamente persistente y efímera. En este sentido, son descriptos bailes indígenas, retratos de personajes singulares, accidentes geográficos: en rigor, estas descripciones son cinceladas en las páginas de La torre… siempre y cuando hayan producido un impacto en el cronista. Tal es el caso de un retrato particular cuyo personaje en cuestión es mefistofélico: la prosografía (descripción del físico de las personas) y la etopeya (descripción de las personas por su carácter y costumbres) también están presentes para destacar un personaje:

Me presentan un ingeniero alemán, el señor Lamaker, encargado de la dirección de las obras que construye la Empresa de Luz y Fuerza para aprovechar la corriente del Río Mendoza. Es un hombre curtido; una barbilla rala le cubre las mejillas rojizas; bajo dos gruesos lentes bailan unos ojillos saltones, diabólicos. Se me antoja que he encontrado a Mefistófeles veraneando en Cacheuta (Greca, 1929: 184).

Otro pasaje interesante, que presentamos a manera de ejemplo, vincula la construcción de visualidad en clave del dato físico-natural concreto y su minucioso registro textual. El fragmento en cuestión describe una parte del itinerario por tierras tucumanas y catamarqueñas:

Nos vamos acercando al Aconquija. Como primer plano, delante de las sierras boscosas, se ven varias colinas recortadas en cuadrados y triángulos de diversos colores. Predominan el morado, el verde y el amarillo. Se dirían innumerables […] Algunos terrenos, en los que recién aparecen los brotes en los surcos, presentan el aspecto de alfombras listadas de amarillo y verde. El espectáculo es todo un cuadro cubista de Pettoruti. Atravesamos el paisaje cubista de parte a parte (Greca, 1929: 209).

En referencia específica a la construcción de la visualidad, Greca apela a la geometría –por eso religa planos, triángulos y rectángulos–, a la colorística donde están presentes el morado, el verde y el amarillo y al cubismo de Pettoruti6. Construcción y color, fragmentación en planos, collage, son las prerrogativas del cubismo que Greca trae a colación en este fragmento. De algún modo, este detalle es otro ejemplo que manifiesta que las artes visuales en general, la pintura en particular y, por supuesto, también el cine, funcionaron como interlocutores y dejaron marcas indelebles en su obra. Quizás más aún, podríamos sostener que sin hacer referencia tanto al cine como a la plástica sería deficitaria una intelección de la obra de Greca, la cual está íntimamente comprometida con estos modos del ver. Como gran articulador, se podría decir que “el relato de viajes (trans)pone en movimiento (vivo) lo pre-sabido, la memoria individual y colectiva” (Ette, 2008: 50). En efecto, lo pre-sabido es esa biblioteca ligada a la plástica, lo literario, las artes en general, el cine, con la que carga y que hace que un letrado como Greca –vinculado a la UNL y a los grupos intelectuales rosarinos que estaban renovando la cultura local7– pueda comparar y encontrar nexos entre la estética de Pettoruti y un paisaje tucumano catamarqueño.

“Enfermo de cinematografía”

La revista porteña Caras y caretas, autodefinida como “semanario festivo, literario artístico y de actualidades”, constituyó una de las expresiones más notables y extendidas en el tiempo del periodismo argentino (De Marco, 2006). Esta publicación inició su labor el 8 de octubre de 1898 y cesó el 17 de octubre de 1939. Nuevas técnicas gráficas8 le permitían publicar en las tapas y en el interior caricaturas coloreadas de las que se hacía en cada número una tirada aparte, en hojas de gran tamaño, para la venta a los interesados en coleccionarlas. La revista era esperada y

[…] arrebatada de las manos de los distribuidores por un público ávido de solazarse con las caricaturas acerca de los principales personajes del momento político, y de instruirse a través de un contenido variado que abarcaba desde informaciones gráficas nacionales e internacionales y artículos de escritores notables, hasta crónicas interesantes y amenas sobre todo tipo de sucesos. La publicidad ocupaba una parte importante de la revista y constituía una de sus principales bases de sustento (De Marco, 2006: 452).

En esta revista que salía a la venta los días sábados, apareció una nota fechada el 5 de octubre del mismo año de edición de La torre… firmada por Raúl P. Osorio quien plantea –acertadamente– que Greca está “enfermo de cinematografía”. En realidad, Osorio retoma una suerte de autodefinición vertida por el propio escritor sanjavierino que desde el prólogo mismo de La torre… esboza:

Una película que filmé hace algunos años me ha enfermado de cinematografía. Uso en literatura las tijeras y la cloretona, para cortar aquí y unir allá. Lo mismo que en las grandes concepciones de Hollywood. Mi novela “Viento Norte” una vez soñada y pensada, una vez que me hube familiarizado con sus personajes –con quienes conversaba diariamente la llevé a término en ratos perdidos. Y hasta creo que escribí el epílogo antes que el prólogo. Las escenas pasaban al papel conforme a lo que cenara la noche anterior. Vino luego el trabajo del compilador, del metteur en scéne. Esta modalidad, debo confesarlo, obedece un poquito a mi género de vida, lleno de exigencias de todo orden, de marchas y contramarchas, de defensas y de ataques (Greca, 1929: 5).

Este fragmento del prólogo resulta más que interesante puesto que confluyen algunos elementos que contribuyen a diagnosticar esa “patología” que afecta a Greca: la cinematografía. De alguna forma, relata cómo es su trabajo y emparenta al escritor y al cineasta en clave de montaje, el cual –como vemos en el fragmento– opera a favor de la reversibilidad temporal en el libro en cuestión ya que el mismo no cuenta con una disposición cronológica lineal sino que los capítulos están dispuestos aleatoriamente. Esta subversión del orden cronológico se produce, teniendo en cuenta que se suscribe al orden del recuerdo. Esto es claramente observable en concreto en el capítulo que le dedica a la ciudad de Buenos Aires. Sin embargo, el escritor es definido también como un compilador, quien recolecta los textos y como un metteur en scéne, es decir, un director de teatro.

Ahora bien, en la nota periodística Osorio plantea que más allá del autodiagnóstico que hace Greca, “la nerviosidad cinematográfica no puede considerarse como una dolencia peligrosa” ya que, por el contrario, “inmuniza al escritor preservándole de un mal terrible: la exuberancia”. En efecto, Osorio sostiene que Alcides Greca consiguió “la concisión de la forma y la precisión del supervisionista”. A través de cláusulas breves y oraciones unimembres “nos da la pintura de hombres, paisajes, edificios y costumbres”. Como vemos, el crítico de Caras y caretas hace mención a la propensión de Greca a la descripción breve o sucinta, es decir, enfatiza su interés por la concisión formal9. Transcribimos a continuación, para ejemplificar esta cuestión, el comienzo del capítulo II, cuyo fragmento se titula “La torre de los ingleses”: “La torre de una abadía sin la abadía. Gusto de ladrillo colorado. El reloj. Time is money” (Greca, 1929: 9). También la crónica titulada “Mar del Plata” del Capítulo IX “El Litoral argentino”:

Limpia, demasiado limpia.
Clara, demasiado clara.
Chalets. Arboleda.
Rambla. Columnatas. Luces. Fiesta.
Camino por la costa. Chalets.
Cabo Corrientes. Grandes rocas amontonadas por un pintor.
Gente que pasea en carretelas.
Pobres que hacen lo posible por divertirse.
Enero, 1928 (Greca, 1929: 123).

Por otro lado, subrayamos que son apreciados aquellos puntos no enfatizados por ningún otro artículo periodístico o crítica literaria en ese mismo momento de aparición del libro: por una parte, alude a la relación entre la actividad cinematográfica y la escritura literaria, actividad que funda una mirada particular en este escritor cuya “patología incurable” es el cinematografismo y cuya cámara en movimiento capta los destellos de los espectáculos urbanos:

Cuando salió a viajar por esas tierras suramericanas, llevóse una de esas camaritas que convierten a las fotos en retratos movedizos. Cronista-operador. ‘Time is money’. Nada de descripciones interminables y enfáticas. ‘Al pan, pan y al vino, vino’. Que el lector ponga el relleno, que el lector complete los cuadros. Alcides Greca da las acotaciones indispensables, como cuando filmó una película.

Quizás esta reseña del año 1929 en Caras y caretas resulte atinada fundamentalmente porque implica una lectura perspicaz, en la contemporaneidad misma de la emergencia del libro. Tampoco omite el buen humor, cargado de ironía, que destila en los viajes ni ciertas denuncias de las injusticias sociales: “Irónico, bullicioso, viaja en tren de broma; se divierte y aún le quedan ganas para ofrecernos, de vez en cuando, notas rebeldes y emociones que le inspiraron algunos espectáculos injustos. El estilo de Greca, ligero como cinta agradable, nos ha proporcionado una hora gustosa y un caudal de datos acerca de las comarcas recorridas por el excelente viajero”.

Asimismo, en otro pasaje de La torre… Greca (1929: 6) apunta:

Mi manera (de hacer literatura) es muy sencilla. Después de un largo viaje, cuando me reintegro a la vida vulgar, todo lo que en él fue trivial, falto de interés, desaparece. Lo que hirió vivamente mi imaginación: un personaje, una incidencia, un paisaje de fuerte colorido, se destaca nítido del conjunto de recuerdos. Lo recojo y lo transporto al papel. Cabe agregar que soy fiel, fotográfico. Por algo he sido cinematografista. En lo demás, ya verá el lector que no soy el narrador minucioso, preciosista, que sacrifica una anécdota a un efecto de luz. El factor hombre se mueve siempre en la crónica y es el animador del paisaje […]

Como vemos, una construcción escritural en tanto escritor-cinematografista está presente al punto de subrayarlo en múltiples oportunidades: no obstante, podríamos ceñir más su pretensión, recortar su alcance y definirlo como escritor-documentalista, el que atento a la concisión formal quiere ser fiel y documentar aquello que ve. Sin embargo, cabe destacar que todos los pares escritor-fotógrafo, escritor-pintor, escritor cinematografista a los que hemos hecho alusión, en donde los segundos términos del par más que funcionar como adjetivos, están sustantivados, tienen un fuerte contenido visual y apelan a la modernidad de un artefacto urbano que estaba en franca modernización.

Por último, y retomando esta cuestión del estilo que hace de la concisión formal una característica central, queríamos agregar que esto llamó la atención de dos importantes escritores: Miguel de Unamuno y Elías Castelnuovo. En efecto, en una carta de este último del 4 de agosto de 1929 que funciona como respuesta a un envío de ejemplares, sostiene con respecto a La torre…:

usted posee un estilo limpio y llano, exento de retórica, desprovisto de polvo y paja. No parece parlamentario. Yo no sé cómo usted se conducirá en la tribuna pero supongo que su oratoria debe ser una oratoria tipo siglo veinte: sin cantito y sin congestiones epilépticas. Una oratoria franca y humana. Se me ocurre que con la misma sencillez que vive y escribe, habla. Eso, se me ocurre.

Como podemos apreciar, Castelnuovo establece una oposición entre Greca escritor de La torre… y Greca parlamentario. Al primero le asigna sencillez y concisión de la forma, al segundo le endilga ejercicios ampulosos de retórica. Más allá de que esta carta se entronca con la motivación central de Greca para establecer corresponsalías10 –dar a conocer sus obras literarias o jurídicas–, nos interesa subrayar que también Castelnuovo valoró positivamente esta característica de su escritura. Solo agregaremos al respecto que esta característica es más visible en los capítulos dedicados a la ciudad de Buenos Aires. Aunque abordado y practicado desde diversas perspectivas, ambos escritores se encuentran unidos por el realismo. Al de Boedo le interesa Greca: le interesa su literatura, quizás más específicamente su novelística que, exenta de ornato, discurre por las problemáticas sociales –como la cuestión de la inmigración o la problemática indígena, por ejemplo- y las denuncia.

Croniqueur anecdótico: convergencias con Oliverio Girondo

En una crítica bibliográfica de la revista Camuatí, órgano de publicación de la agrupación homónima de artistas, de la que participaban, entre otros, el artista plástico Alfredo Guttero (Buenos Aires, 1882-1932) y el escultor Alfredo Bigatti (Buenos Aires, 1898- 1964), cuyas producciones tuvieron repercusión en Rosario, se definió a Greca como un croniqueur anecdótico. Estas líneas, escritas en 1929 por C. Cramer Mil, caracterizaron a La torre… como un texto de visión moderna que no vierte una idea de conjunto, en otros términos, es presentado como un libro hecho de fragmentos ensamblados y de diversa cronología. Por eso, describe a Greca en clave de un cronista de la anécdota, de la nimiedad:

Libro ensamblado con artículos de distinta data, “La torre de los ingleses”, no da la noción de conjunto que en forma bastante cabal había logrado aquella novela [por Viento norte]. Moderno en su visión, Alcides Greca ha objetivado en este libro el diverso panorama de sus viajes. Quizás por eso, demasiado frío ante muchas sugestiones de “su paisaje”, el Dr. Greca se ha quedado muchas veces en algo que si poseyéramos la magnífica plasticidad del lenguaje de Moraud, llamaríamos croniqueur anecdótico.

En esta intervención, a pesar de comparar una novela y un relato de viajes, Cramer Mil puntualiza algunas cuestiones que consideramos fundamentales y que podrían vincular la escritura del sanjavierino con la de Oliverio Girondo. En textos cuya factura fue contemporánea, si pensamos que Veinte poemas para ser leídos en el tranvía fue publicado en 1922, Calcomanías en 1925 y La torre de los ingleses data de 1929, podríamos argüir algunas conexiones en relación al viaje, la visión, la percepción fotográfica, la fragmentariedad, la modernidad y el artefacto urbano. Un probable pero no corroborado encuentro entre los dos escritores, quizás un más asequible aún, encontronazo con la literatura de Girondo, y un contexto histórico compartido, expliquen acaso ciertas resonancias comunes que podrían resumirse en un modo de acercarse a los objetos desde una visualidad contundentemente fotográfica. Aunque carecemos de la certeza documental de que Greca consultara algunos relatos de viajes de su época, sí podemos afirmar que comparte con la prosa poética de Oliverio Girondo algunos puntos y que difiere en otros, cuestiones que nos sirven para seguir delineando la mirada performativa en las crónicas de viajes del escritor santafesino.

Al comenzar conviene señalar que las primeras décadas del siglo XX se caracterizan, desde el punto de vista estético, por ser un verdadero laboratorio cultural (Schwartz, 2002: 13) donde la aceleración de la cronología y el acortamiento de distancias, fruto del progreso tecnológico (Schwartz, 2002: 15), están a la orden del día. Para las vanguardias, que entronizan la categoría de lo nuevo, la vorágine moderna pasa a ser menos el sustento productivo del artista que su condición de posibilidad. Girondo comprende esto a la perfección y es por ello que apuesta por una nueva sensibilidad. Este gesto se traduce en recursos y estrategias que le permiten al texto, en su estructura, capturar los aspectos propios de un referente urbano, cuya médula social y cultural pero también material, se encontraba en plena transformación. Según Schwartz, las vanguardias inauguran una nueva percepción de la realidad en que lo sucesivo pasa a dar lugar a lo simultáneo, el espacio histórico es sustituido por el espacio geográfico, la diacronía por la sincronía, la tradición por el instante (Schwartz, 2002: 16).

De un modo cabal, esta nueva sensibilidad opera en los aspectos formales en Veinte poemas… y Calcomanías mediante, por ejemplo, la hibridez entre prosa y poesía, la percepción fotográfica de los paisajes y la vinculación entre texto e imagen, ya que uno de cada dos textos están acompañados por ilustraciones (Cfr. Retamoso, 2005: 14). En el texto de Greca, por su parte, podríamos resumir que sólo en el capítulo dedicado a la ciudad de Buenos Aires hay, stricto sensu, concisión de la forma –vertebrada en oraciones unimembres y prosa poética– y percepción fotográfica, aunque no están presentes los otros rasgos que define Schwartz (2002), a propósito de los dos primeros libros del poeta vanguardista, a saber: la reificación del sujeto que implica una visión deshumanizada del hombre en la cosmópolis, el erotismo cosificado o la visión carnavalizada del mundo que incluye la antropomorfización de los objetos (Schwartz, 2002). Girondo, vanguardista, tiene por preocupación el registro inmediato del contexto, en que la dimensión biográfico-histórica se disipa a favor de la exaltación del momento presente (Schwartz, 2002: 183) pero torsionando la lengua, adoptando una actitud desenfada que le imprimió formas inéditas y novedosas.

De igual manera, podríamos agregar también que en los textos del escritor porteño existe un tratamiento del cosmopolitismo en clave de simultaneidad y una fuerte desacralización del mundo representado que no están en Greca. Tampoco existen en el texto del sanjavierino incursiones plásticas que conjuguen texto y dibujos, como sí cuentan Veinte poemas… y Calcomanías: sólo vemos en La torre… el diseño de tapa y un ex libris, diseñados por Ángel Guido, quien también se desempeñaba como dibujante. Con estos elementos puestos en consideración, entendemos que Greca no es un escritor vanguardista como la crítica se ha cansado de definir a Girondo.

No obstante, encontramos en sus apuestas escriturarias durante la década del veinte, ciertas concomitancias dignas de destacar. Podríamos proponer como ejercicio, analizar algunos aspectos en torno a la categoría relato de viajes. Consideramos que los puntos de mayor coincidencia entre Greca y Girondo podrían resumirse en la apropiación visual (fotográfica y/o cinematográfica) de los paisajes, la configuración genérica como libros de viajes y el turisteo, sin que suponga homologar la escritura de los textos en cuestión.

Vale subrayar que tanto Girondo como Greca comparten el mote de cronista urbano. Ambos están pensando la modernidad y la modernización del artefacto urbano, uno desde la metrópolis, el otro desde una ciudad del interior, Rosario. Asimismo, los dos escritores son “viajeros de valijas” que relatan sus anécdotas vividas. De igual modo, digamos que desde el punto de vista de las analogías textuales, tanto Oliverio –quien practica un cosmopolitismo de maletas (Schwartz, 2002)– en Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (1922) y Calcomanías (1925) como Alcides en La torre… recurren a las crónicas de viajes, urbanas en su mayoría11, datadas en espacio y tiempo. De igual manera, cada capítulo del libro de Greca podría ser pensado, en cierta medida, como una unidad cuasi autónoma ya que incluye los destinos (países o provincias) marcados en el título y no persigue un ordenamiento cronológico. En vinculación con lo anterior, nos interesa subrayar que este libro está conformado por viajes “datables”, cuya fecha –mes y año– se consigna al finalizar cada capítulo y son posteriormente narrados con una clara voluntad descriptiva y un arraigado sentido de la “testimonialidad”, es decir, de corroborar que se estuvo allí, que se visitó tal sitio, se vivió tal anécdota o bien que se conoció a ese personaje descripto.

Según afirma Enrique Molina: “Los dos primeros libros de Girondo, en efecto, son dos libros de viaje, en un sentido literal: el poeta recorre el mundo, toca el nervio de los lugares, anota vivencias” (Cit. en Schwartz, 2002: 183). Una operación de interrogación sobre el artefacto urbano nos remite a la vivencia personal de la ciudad es decir, nos permite sostener que la misma es –en primer término” una experiencia estética, plástica, para Greca, porque “cada momento del recorrido es iluminado por una serie de súbitos contrastes que producen un impacto en la retina y que dan vida al plano” (Cullen, 1978: 17). En este peculiar modo de forjar el conocimiento del espacio vivido, proyectado con imágenes visuales, se cifra la literatura de Greca.

Notoriamente, Greca tematiza sitios connotados –en tanto hitos urbanos que pueden articular una trama significante colectiva (cfr. Gorelik, 2004: 186)– junto a espacios de una urbe que está viviendo grandes cambios modernizadores, en rigor, en los capítulos dedicados a Buenos Aires. Por esta razón, el Palacio y Pasaje Barolo, la Avenida de Mayo, las veredas céntricas, los comercios de moda son tematizados y descriptos mediante unas pocas oraciones unimembres, poniendo de manifiesto que la mirada textualiza una ciudad desde su centro, desconociendo, recortando la periferia. Por ejemplo, desde su particular mirada, Greca apunta en el apartado titulado “Pasaje Barolo”: “Balcones que son merengues. Gran estilo confitura. Votad Melo-Gallo. Fórmula de la victoria” (Greca, 1929: 11). Consideramos que Greca destaca este hito arquitectónico, entre otros motivos, porque era un baluarte de la modernización de la ciudad: inauguró la flamante industria urbana inmobiliaria al proponer oficinas en alquiler, constituía lo que hoy denominaríamos un edificio inteligente, era el más alto de la ciudad hasta la construcción del emblemático Kavanagh. Por cierto, las calles de Greca son –como las de Girondo– las del centro, no las del arrabal ni las periféricas y es la ciudad, en ambos escritores, el tema dominante.

Coincidimos con Schwartz (2002: 143) en que “la ligazón del medio de locomoción con la obra de arte funciona como un modo de atribuir a esta última un cuño pragmático, vinculándola irremisiblemente a lo urbano”. No sería exagerado entonces sostener que concuerdan en darle un rol destacado a los medios de locomoción, los cuales generan una nueva forma de materializar el viaje y una incursión de la mirada en el espacio, ya que viajando desde diversos medios de locomoción obtenemos diferentes perspectivas. Por ejemplo, entretejido en la escritura, como contexto de lectura y como elemento propio de la vida moderna y la revolución tecnológica, el tranvía se erige en componente central para el texto de Girondo. En efecto, desde su título mismo12 incluye en él la noción de viaje que se cristaliza de un modo discontinuo y fragmentario pero también en una forma de lectura tranviaria, como la bautizó Gómez de la Serna (Schwartz, 2002) es decir, en una lectura entre una parada y otra13. Greca, en esta dirección, realiza una apuesta interesante ya que están presentes una amplia variedad de medios de traslación, los cuales instauran una multiplicidad de formas de apropiación del paisaje y de despliegue del movimiento, así como organizan diversas escenas de representación, según pudimos investigar (Antequera, 2017).

Asimismo, y como otra cuestión coincidente y que se hilvana con lo anterior, La torre…, Veinte poemas… y Calcomanías14 son libros eminentemente referenciales, apoyados en el contexto geográfico, fundamentalmente urbano, que tratan de describir. Tanto en Veinte poemas… y Calcomanías, pero también en La torre…, se destaca el montaje que hilvana las secuencias temporales y geográficas discontinuas, instalando la fragmentación como búsqueda escrituraria. Esto se evidencia, a modo de ejemplificación, al momento en que el poeta porteño salta –temporal y espacialmente– de Brest a Mar del Plata, y de Venecia a Buenos Aires. Cabe recalcar que en este punto existen coincidencias entre las escrituras de Oliverio y Alcides. En efecto, no sólo concuerdan en que sus textos no detentan una linealidad cronológica sino también en que los cronistas urbanos presentan sus viajes como un saltar de un medio de locomoción a otro. En esta dirección, Retamoso (2005: 15) lee estas coordenadas textuales en Girondo como “parte de su voluntad vanguardista de generar representaciones que puedan desprenderse de los imperativos tradicionales propios de las estéticas realistas produciendo una suerte de perspectivismo múltiple que podría entenderse como un correlato de los principios constructivos del cubismo […]”.

Por otra parte, Veinte poemas…, como sabemos, fue publicado en París por primera vez en 1922, en una edición “de lujo”: resulta realmente muy poco probable que Greca accediera a esa edición pero quizás sí a la reimpresión porteña de 1925, la llamada “edición tranviaria”. Oliverio, como instancia de autoafirmación cosmopolita (Schwartz, 2002: 182), edita en París su primer libro; Greca por su parte, aunque mucho más modestamente, también como una suerte de autoafirmación como letrado de una ciudad del interior, edita por primera vez La torre… en Buenos Aires, no en Rosario.

En estrecha relación con lo anteriormente expuesto, podemos sostener que Greca comparte con Girondo y con los escritores vanguardistas de la década del veinte la percepción del mercado como tal. Por esto son reiterativas sus intervenciones para dar publicidad a sus obras, desde abocarse a las entrevistas para medios gráficos (y relatar cuestiones de su vida privada y familiar), hasta el enviar a otros escritores sus libros y solicitar una reseña, prácticas publicitarias que, aunque sin perseguir el shock como Girondo en su conocida apuesta de marketing: su recorrido por la ciudad junto a un espantapájaros (para publicitar el libro homónimo), expresan que Greca tenía una percepción del mercado como tal, enlazada fundamentalmente a su deseo más profundo “ser un hombre de letras”, como se puede apreciar en varias de sus intervenciones. En efecto, podríamos sostener que Greca quiere pertenecer al mundo de la cultura y la literatura más aún que a las esferas de la política partidaria.

Por otra parte, podemos advertir que en algunos pasajes coinciden Greca y Girondo en la percepción y en la construcción del paisaje urbano y en la utilización de términos que convocan rasgos animados en objetos (como por ejemplo, los medios de locomoción). Para ilustrar estas apreciaciones, conviene examinar algunos fragmentos. Nos dice Greca: “El tren devora kilómetros y kilómetros. Pasan las horas monótonamente […] acompañado de la respiración asmática de la locomotora y del ruido de hierros de todo el tren” (1929: 143)114, donde el silencio sólo es interrumpido por la máquina. También podemos destacar este pasaje: “Hemos subido mil quinientos o dos mil metros por lo menos. […] Y, durante horas y horas, vamos rodando siempre por este páramo, en el que la audacia del hombre ha echado rieles sobre los que se desliza una locomotora que va tragando horizontes” (1929: 71). (Subrayado nuestro).

En este sentido, Greca describe al moderno subterráneo, inaugurado en Buenos Aires en 1913, en estos términos: “Gargantúa de hombres, que se come también la pechuguita de preciosas empleadillas. ¡Quién fuera el subterráneo!” (12). Como se puede apreciar, en estos fragmentos de La torre… que remiten a medios de transporte, símbolos del progreso y el avance tecnológico, Greca utiliza verbos como devorar, tragar y construcciones sintagmáticas como respiración asmática y apela a la cosificación de los sujetos. Consideramos que este fragmento, como tantos otros, se puede vincular con Girondo y sus Veinte poemas… en la humanización de objetos: “Junto al cordón de la vereda un quiosco acaba de tragarse una mujer” (Girondo, 2011: 57). En relación a su caracterización del Río de la Plata, Greca expresa: “Gato barcino que lame los pies de una cocotte que no le lleva el apunte” (Greca, 1929: 13). Por estas razones, podríamos aventurarnos y conjeturar que estos fragmentos de prosa poética del capítulo dedicado a la ciudad capital, donde se acentúan los rasgos de la modernización y el progreso, podrían ser parte de alguno de los Veinte poemas… de Oliverio.

En cuanto a la utilización de formas geométricas, Greca, como aludimos con anterioridad, compara o estrecha una vinculación entre un paisaje tucumano y una pintura de Petorutti, por ejemplo. Conviene recordar que Girondo reducía los paisajes a formas geométricas, como una forma de extremar esta cuestión de incluir la geometría en las descripciones. En este sentido, Schwartz (2002: 202-203) sostiene:

En versos como “Y a veces las cruces de los postes telefónicos, sobre las azoteas…” La superposición en cruz sobre la plataforma horizontal se equipara a la relación “pirámide/horizonte” […]. En “Paisaje Bretón”, poema que abre Veinte poemas para ser leídos en el tranvía encontramos el paisaje metamorfoseado en cubos:

Douarnenez,
en un golpe de cubilete,
empantana
entre sus casas como dados
un pedazo de mar, […]

En este pasaje se puede ver con claridad una diferencia que se materializa en el vínculo de ambos con el cubismo: para Girondo el paisaje está metamorfoseado en cubos, es más que una alusión, es un modo de proyectar en literatura; en cambio, en los textos de Greca la alusión es tangencial: es un remitir al cubismo, no un construir un espacio cubista en el texto. De este modo, la divergencia no implica tan sólo una diferencia de gradación (que entrañaría, si se quiere, una diferencia cuantitativa) sino diferentes modos de apropiación del cubismo (es decir una diferencia cualitativa en la apropiación).

Por último, nos interesa agregar que existen ciertas concomitancias entre ambos textos en vinculación a pensar los textos literarios como “apuntes”. En efecto, este tema fue trabajado por varios críticos en torno a la obra de Girondo (Antelo, 1999; Retamoso, 2005; Schwartz, 2002). En estrecha relación con esta cuestión, traemos a colación un texto que hallamos en la colección documental de Greca: es una reseña bibliográfica que se publicó en el periódico El Mundo en la sección titulada “Libros nuevos”. No consigna fecha precisa ni firma pero sin lugar a dudas fue con motivo de la aparición de La torre…. Allí se define a los fragmentos de La torre…como apuntes, aunque ciñe está conceptualización solamente a los que se vinculan a la ciudad de Buenos Aires:

En este libro de 220 páginas, el Señor Greca reúne una serie de crónicas de viaje sencillamente escritas. Entre los 21 capítulos de “La torre de los ingleses” merece especial mención el titulado “Ciudad de Buenos Aires”, compuesto de fugaces apuntes porteños que nos presentan al autor de esta simpática obra como un apasionado lector de los modernos escritores franceses y españoles. El estilo de tales imágenes es, en cierto modo, semejante al de Renard, al de Morand, y al de Gómez de la Serna, pero no obstante esas influencias, ha sabido conservar una vivacidad y un humor que, sobre ser porteñísimo, constituyen el mejor atractivo de “La torre de los ingleses”.

A modo de recapitulación, conviene recordar que los dos escritores que consideramos presentan puntos de unión en torno a la configuración escrituraria del viaje, el modo de apropiación visual del mismo, la percepción fotográfica, el interés por la modernidad y modernización del artefacto urbano. A su vez, los libros analizados son eminentemente referenciales, apoyados en el contexto geográfico, aunque el gesto del escritor porteño se inscriba dentro de las experiencias vanguardistas.

Consideraciones finales

Cada viaje, cada lugar recorrido, deja en Greca una impronta que el viajero actualiza y da forma: la visión y la memoria como mediadoras se constituyen en facultades que participan en la lectura/escritura de los paisajes. Escribir un viaje es una práctica cultural que moviliza referencias de todo tipo, impulsadas por la experiencia y filtradas por la escritura (Reguera, 2010: 22). En este sentido, coincidimos con el arquitecto y urbanista inglés Gordon Cullen cuando sostiene que la facultad de ver, la visión, “resulta no solamente útil sino que además tiene la virtud de evocar nuestros recuerdos y experiencias, todas aquellas emociones íntimas que tienen el poder de conturbar la mente en cuanto se manifiestan” (Cullen, 1978: 9).

La construcción de la visualidad como forma de apropiación de la espacialidad religa un espacio y una subjetividad nueva, al concebir el relato de viajes como exaltación de sensaciones o nuevo archivo de experiencias y constituye al sujeto viajero en un turista que discurrirá por la grafía urbana articulando imágenes y sensaciones. Entre lo textural de los paisajes urbanos y su textualización, el sujeto se inscribe mediante una ficción que sólo es posible en ese contacto directo con los objetos vistos.

Notas

1. Cabe destacar que desde el año 2009 venimos ininterrumpidamente trabajando con la literatura de Alcides Greca, bregando por establecer diálogos entre la obra editada y los textos provenientes de su colección documental.

2. Cabe subrayar que este periódico nace en la década del diez, específicamente en 1916, de la mano de quien luego entre 1922 y 1926 fuera gobernador de Buenos Aires, José Luis Cantilo, amigo personal y miembro del grupo más cercano de Hipólito Yrigoyen. Luego, con el golpe de Uriburu fue quemado y posteriormente, fue comprado por el escribano Eduardo Colom quien también militaba en el Radicalismo.

3. Tomamos esta forma nominal de un texto de Pere Salabert (1985) titulado (D)efecto de la pintura. Salabert lo piensa como la emergencia de un inconsciente del deseo. Nosotros lo tomamos en el sentido lato: la dualidad textural/ textual para pensar el paisaje como lo textural y la ficción como lo textual.

4. En un artículo anterior trabajamos la cuestión de la imaginación colorística y, desde otra perspectiva, las coordenadas de coleccionismo de sensaciones y voracidad de visualidad (Antequera, 2016).

5. Hemos abordado las descripciones arquitectónicas en Antequera (2010; 2016; 2017). En estas oportunidades intentamos dar cuenta del interés de Greca, de Ángel Guido (arquitecto y urbanista) y Alfredo Guido (artista plástico) por el urbanismo y la arquitectura. Estos tres exponentes de la intelectualidad rosarina, muy versados en cuestiones artísticas, reparan en los artefactos arquitectónicos y ornamentales desde una mirada descentrada.

6. Recordemos que el 13 de octubre de 1924, a pocos días de que el cuadro “La chola desnuda” de Alfredo Guido ganara el 1er premio al Salón Nacional, Emilio Pettoruti expone en la galería Witcomb de Buenos Aires y es consciente que su obra aporta un nuevo lenguaje. De regreso de un viaje de una década en Europa, esa exposición generó un revuelo en el ambiente artístico y cultural, sumándose a las vertidas por la Revista vanguardista Martín Fierro. Pettoruti traba una fuerte ligazón con los colaboradores y mentores de la Revista, como por ejemplo Jorge Luis Borges, Macedonio Fernández, Oliverio Girondo y su amigo Xul Solar. Lo “nuevo” va a presentarse, en el trascurso de la década del 20, como categoría central del proceso de modernización. Las polémicas por esos días serán en torno a aceptar lo nuevo o desestimarlo. En esta referencia, Greca, intelectual del interior, deja entrever que tiene conocimiento de la propuesta de Pettoruti.

7. Nos referimos a los núcleos de sociabilidades en torno a la Asociación Cultural “El Círculo de la Biblioteca” y por otra parte, los ligados a la UNL. Greca no participó directamente de esta Asociación que animaban los hermanos Ángel y Alfredo Guido pero tenía vinculación con varios de sus miembros. Para mayor información sobre la Asociación sugerimos consultar los muchos trabajos de Sandra Fernández, entre ellos: Fernández, Sandra. “Sociabilidad, arte y cultura. Una experiencia en la Argentina de entreguerras”. História Unisinos, 17 (3), Setembro/Dezembro 2013; Fernández, Sandra: La revista El Círculo o el arte de papel Una experiencia editorial en la Argentina del Centenario. Universidad de Murcia, 2010.

8. Caras y caretas introdujo una novedad técnica: la linotipo, que en 1897 había comenzado a funcionar en la imprenta de Peuser y pronto fue incorporada por The Standard. La incorporación de la autotipia, proceso fotográfico de impresión que se basaba en las técnicas del heliograbado y en las propiedades que adquirían ciertas resinas a través de la acción de la luz, dio un vuelco extraordinario en la parte gráfica de diarios y revistas en la Argentina. Esto permitía incorporar imágenes “instantáneas” en cada número de Caras y caretas (De Marco, 2006).

9. En orden a señalar la integración que estos elementos tienen en La torre… estas cuestiones fueron abordadas en anteriores oportunidades (Antequera, 2007; 2009; 2016; 2017) sin haber conocido el texto firmado por Osorio.

10. De algún modo, podría decirse sucintamente que lo que Greca intenta con las epístolas es construir, a través de la esfera privada y de la comunicación personal, un espacio de legitimación: que se hable de su producción escrituraria, darse a conocer, que circulen sus obras, generar las condiciones para que se lo tenga en cuenta como hombre de letras. En este sentido, la carta completa de Castelnuovo nos da algunas pautas para pensar la estrategia de Greca para alcanzar el fin antedicho (Antequera, 2017).

11. Francine Masiello (1986) es quien se ocupa de leer los textos desde esta perspectiva. Otra cuestión coincidente se puede observar en “El Tabaris”: “Una música que parece que se raja. Parejas que dan vueltas con ceremonia. Aires de aburrimiento. Despreocupación. Indiferencia, distinción. Una francesa que fuma. Zonzos que beben champagne. Calaverada. Plata de papá” (Greca, 1929: 13). Esta crónica nos remite a una representación de la representación (el teatro inserto en un fragmento), cuestión que también está presente en Veinte poemas… en “Café- Concierto” donde Girondo alude a una representación. Para profundizar en este punto sugerimos consultar: Retamoso (2005).

12. “Dicho título puede leerse como una auténtica interpelación de los supuestos sobre los que se sostuvo, tradicionalmente, la circulación social del discurso lírico. Porque a la dimensión privada, íntima, de la recepción poética instituida por la cultura burguesa a lo largo del siglo XIX, ese título viene a oponer la dimensión pública de un espacio insólito e inédito –o más precisamente, insólito por inédito–: el espacio de un moderno medio de transporte como el tranvía. Pero además, el complemente para ser leído en el tranvía introduce otra dimensión, ya no espacial sino temporal, en la medida en que denota un lapso acotado –perentoriamente acotado, podría pensarse– de tiempo, aquel que implica un viaje en un tranvía” (Retamoso, 2005: 12-13).

13. Schwartz (2002: 143) expresa que “tanto el trayecto del tranvía como la lectura del poema son considerados como objeto de consumo”

14. Aunque exigiría un tratamiento más exhaustivo, a grandes rasgos, creemos que no sería osado incluir en el corpus, los papeles del joven Oliverio que recopiló Raúl Antelo en la Edición Crítica de Archivos (1999).

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5. Antequera, María Florencia. “Escribir la ciudad en La torre de los ingleses de Alcides Greca”, Landa, vol. 5, 2016: 1-18.

6. Antequera, María Florencia. El relato de viajes en la obra de Alcides Greca como formación de una subjetividad moderna en el campo intelectual argentino. Tesis para acceder al Doctorado en Letras. Universidad Nacional de Cuyo (en proceso de evaluación), 2017.         [ Links ]

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Fuentes

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Fuentes periódicas

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26. Santa Fe, 4 de agosto de 1929.         [ Links ]

Cartas

27. Carta de Elías Castelnuovo a Alcides Greca, 4 de agosto de 1929.         [ Links ]

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