A cuarenta años de su irrupción, Teatro Abierto ha asumido para la historia argentina reciente un carácter de mito de la resistencia cultural a la dictadura. En otro trabajo (Manduca, 2017), nos hemos centrado en este aspecto retomando la clásica definición de Roland Barthes (2003). El autor francés sugiere una lacónica definición: “el mito vuelve inocente las cosas, las funda como naturaleza y eternidad” (p. 238). Para llegar a esta condición, el saber que se condensa en esas construcciones termina siendo “un saber confuso, formado de asociaciones débiles” (Barthes, 2003, p. 211). Asumir este punto de partida para el caso de Teatro Abierto se torna imprescindible. Pensamos que desde allí es posible construir tramas de inteligibilidad más densas en torno a las condiciones de posibilidad para el surgimiento del movimiento y sus derroteros. Lindes desde los que, al mismo tiempo, se puedan iluminar otras dinámicas del campo cultural y específicamente teatral en el marco de los años dictatoriales. Aportes que permitan dimensionar los alcances de las activaciones de un sector la sociedad civil durante ese período.
En este trabajo buscaremos situarlo como un punto de llegada en el que confluyeron diversas articulaciones que, desde el ámbito teatral (aunque no exclusivamente), comenzaron a desarrollarse con mayor visibilidad desde 1979 tomando como eje principal la denuncia a la censura. Nos proponemos entonces comprender a Teatro Abierto cómo un momento de inflexión en el desarrollo de la “resistencia molecular” a la dictadura (Brocato, 1986) en relación con las tensiones del incipiente proceso de transición a la democracia (Manduca, 2018a). Para ello nos interesa en un primer momento reponer brevemente algunas discusiones en torno al concepto de resistencia, para luego reconstruir una serie de acciones protagonizadas por distintos sectores del campo cultural y teatral porteño para finalmente dejar planteadas las singularidades que en ese entramado adquirió Teatro Abierto.
Resistir, replegarse
En un artículo publicado hace ya algunos años, Federico Lorenz (Lorenz, 2012) trazaba una serie de potentes consideraciones acerca del concepto de resistencia. En la sucinta historización que allí proponía encontraba el fundamento de este concepto en la lógica militar, la resistencia de las formaciones hoplitas en la antigua Grecia, asumiendo desde allí un carácter colectivo trasladado a múltiples experiencias en siglos posteriores: de los maquis franceses contra la invasión nazi en la Segunda Guerra Mundial a la resistencia peronista del 55 en nuestro país. En todos los casos, la matriz subyacente al concebir las resistencias aparece dada por la construcción de “imágenes sobre el bien y el mal, lo justo y lo injusto” (Lorenz, 2012, p. 13). En ellas, “el pequeño y derrotado es por antonomasia alguien con la justicia de su lado; por el contrario, el vencedor y el poderoso tienen connotaciones de características malignas” (Lorenz, 2012: 13). Resistir adquiere entonces un carácter incuestionablemente épico.
Al pensar la última dictadura militar argentina, el carácter resistente ha asumido una fisionomía sin dudas difusa, opaca. A excepción de la visibilidad y el interés despertado por el movimiento de derechos humanos, amplificada incluso por su incasable militancia y sus conquistas históricas en las décadas posteriores, fueron pocos los estudios que han puesto su atención en las posibilidades de resistencia desde la sociedad civil1. Los alcances del terrorismo de Estado y su capacidad de exterminio; la rápida desarticulación de las organizaciones político militares y la compleja persistencia de las izquierdas no armadas sumidas en la clandestinidad2, constituyeron aspectos de peso para dar por tierra con la consideración de una resistencia organizada. Conjuntamente, el “consenso antisubversivo” (Feld y Franco, 2015) que operó como condición de posibilidad para la asunción de la Junta Militar en marzo de 1976 y la capilar conformación de una sociedad “auto-vigilada” con “micro déspotas” en todas las cuadras, a decir de Guillermo O ´Donnell (2010) completaron una postal lejana a la de una sociedad “resistente”.
En el plano específicamente artístico y cultural definiciones como las de “apagón cultural”, “genocidio cultural” o “cultura de las catacumbas” han abonado a la construcción épica de ciertos fenómenos que lograron por motivos diversos, traspasar el umbral subterráneo para lograr mayor visibilidad, siendo quizás el movimiento rockero (Vila, 1985; Pujol, 2005) y nuevamente, Teatro Abierto los ejemplos paradigmáticos. Contraponiéndose a esas imágenes Ana Longoni sostiene que:
sin minimizar la omnipresencia de la represión y la censura como dispositivos eficaces de control social, señalamos que su mera señalización no alcanza a reponer las fisuras y las alternativas que -aún en esas condiciones- pudieron producirse (…)en aquellos años negros se produjo, y mucho: existió una variada, compleja y contradictoria trama de producciones culturales y artísticas que van desde las políticas oficiales (que no se restringieron a la censura y la persecución sistemática), sus vínculos con la industria cultural así como ciertas complicidades de parte del campo intelectual con el régimen, hasta aquellas diversas (y arriesgadas) estrategias de producción, circulación y asociación. Hablamos de iniciativas colectivas alternativas que lograron sobrevivir a la cruenta represión y a la sistemática censura que impuso el terrorismo de Estado, e incluso nacieron en medio de esas adversas condiciones de manera precaria pero vital, y desplegaron diversas estratagemas que encontraron para decir lo suyo en medio del (y a pesar del) terror (Longoni, 2013, p. 4-5).
Es desde este enfoque que la autora propone “desabsolutizar” los alcances del poder dictatorial para poner el foco en los intersticios y fisuras del mismo, donde negociaciones, riesgos, confrontaciones y la mutación de la acción política se hicieron presentes (Longoni, 2013: 6). En relación a estas indagaciones puede ubicarse el reciente trabajo de Abel Gilbert (2020) en el que el autor arroja una definición sugerente. Tras un arduo recorrido por las sonoridades y músicas que atravesaron de manera oblicua la dictadura el autor afirma:
Si aceptamos la carga histórica de la palabra resistencia solo encuentra sentido en las marchas de las Madres que buscaron desesperadamente a sus hijos. No funciona a la hora de definir la música argentina de la que me he ocupado ni la que quedó afuera. No es lo mismo hablar de la resistencia que de modos moleculares de impugnación general al estado de las cosas, o, disidencias intersticiales de baja intensidad (Gilbert, 2020, p. 290).
La concepción de “resistencia molecular” que aparece esbozada en la reflexión de Gilbert tuvo un temprano antecedente en la perspectiva de Carlos Alberto Brocato, un activo partícipe de los ámbitos político-culturales en los años dictatoriales3. En una ferviente polémica con lo que el autor definía como una concepción heroica del exilio cultural, mediante la que se terminaba negando la persistencia de prácticas críticas en el ámbito local, proponía esta definición:
la resistencia molecular consiste precisamente, no en intentar recomponer el cuerpo, pues esto pone al descubierto la actividad y la hace fácilmente vulnerable, sino en reunir los átomos dispersados por el embate represivo y re-organizarlos en torno de pequeños espacios de actividad. De ahí el sentido de molécula, de actividad molecular, que explica este viejo dispositivo de los procesos de resistencia (Brocato, 1986, p. 152).
Ahora bien, el análisis que Brocato propone no supone una apología de lo épico, es antes que eso “un reconocimiento frente al silencio” que desde entonces cubría a estas acciones (Brocato, 1986: 153). El mismo autor dejaba planteada una pregunta que se enlaza de manera directa con los objetivos de este trabajo “¿de dónde sino de ella [de la resistencia molecular] surgieron las centenas de hombres de teatro que forjaron Teatro Abierto?” (Brocato, 1986, p. 154). Su respuesta apelaba a los múltiples talleres que sobre todo desde 1977 habían nucleado a centeneras de personas que buscaban en ellos espacios desde donde reconstituir una “actividad comunitaria que los rescatara de la fragmentación y la angustia que les imponía la represión” (Brocato, 1986, p. 154).
En el número 4 de Cuadernos del Camino, una de las tantas revistas subterráneas que proliferaron durante la dictadura (Margiolakis, 2016), el director teatral Carlos Braña reflexionaba sobre el mismo fenómeno al que se refería Brocato. La bajada de la nota situaba en más de 10.000 a los estudiantes de teatro en Buenos Aires hacia mediados del año 1979, quiénes en su enorme mayoría apelaban a talleres privados para su formación. Braña señalaba allí que “proporcionalmente existen más estudiantes que espectadores” y agregaba que “la afluencia de estudiantes tiene que ver más con la expresión que con el teatro”, en su perspectiva esto reflejaba “un desesperado intento de la juventud por canalizar su necesidad de expresión”. Por último, entendía que este fenómeno se conjugaba con la ausencia de modelos claros, en el ámbito teatral, que expresaran modos de vida con sus expresiones en el plano estético “producto del deterioro político e histórico del país” (Cuadernos del Camino, diciembre de 1979). En otra publicación del mismo estilo, pero dirigida principalmente a la juventud, la revista Propuesta, también se hacía eco de esta creciente afluencia juvenil y entrevistaban para ello a diversos y disímiles referentes como Roberto Villanueva, Raúl Serrano, Ilda Fava y también en esta ocasión, Carlos Braña, quiénes explicaban a los jóvenes periodistas, los rasgos generales los talleres que por esos por esos años dirigían. El copete de la nota ponía énfasis en la existencia de incipientes “talleres, salas de ensayo o piezas con luces de enfoque” en las que se podía aprender desde “cómo llorar como cocodrilos o vender jeans en la televisión, hasta calzarse la capa negra, alzar la espada y recrear el hermoso y terrible monólogo de Lady Macbeth” (Propuesta, enero de 1979).
Este repliegue hacia los ámbitos privados, este refugio en pequeños ámbitos ante el desmembrado espacio público dictatorial, constituyó entonces una táctica, pero no la única, para continuar generando hechos escénicos que de otro modo hubieran encontrado la condena del régimen (Verzero, 2016). Si bien no fue un fenómeno exclusivo del teatro, sino que caracterizó la persistencia del quehacer cultural en los años dictatoriales (Ollier, 2009) es posible pensar a esta transformación del ecosistema teatral cómo un aspecto duradero que al día de hoy continua caracterizando la escena teatral porteña.
Resistir, denunciar
Estas expresiones que comenzaban a emerger tuvieron una particular dinámica en 1980. Por un lado, se amplío la cartografía de espacios teatrales dispuestos a alojar expresiones alternativas y críticas desde la oblicuidad que caracterizó al sistema teatral de este período (Pellettieri, 1995). Según lo planteado en Cuadernos del Camino, la propuesta de ir hacia “el off Corrientes” comenzaba a ser una frase frecuente en boca de numerosos actores, directores, escenógrafos y dramaturgos. Esa ampliación de la cartografía teatral en dictadura, que ha sido mapeada por Bettina Girotti y Lorena Verzero (2016), encontraba dos novedades fundamentales. Una de ellas fue que el Equipo del Teatro Payró (ETP), quién persistió su labor a lo largo de la dictadura con diversas obras de un carácter crítico a los cánones autoritarios de la época, se hizo cargo de la programación de los Teatros de San Telmo. Este espacio amplío su capacidad con la apertura de una nueva sala ese mismo año, construida y diseñada por Osvaldo Giesso especialmente para el estreno de Marathon, obra de Ricardo Monti y el ETP. Prácticamente de manera simultánea, el 21 de julio abrió sus puertas el Teatro del Picadero, iniciativa que tuvo a la cabeza a Guadalupe Noble y Antonio Mónaco, actriz y director que eran parte del “Grupo Reunión”. Así como Giesso había amoldado la nueva sala a las necesidades de la obra de Monti, según relataba Mónaco en una entrevista publicada en Cuadernos del Camino, también en este caso se trataba de una sala “de alguna manera hecha a la medida de un grupo de teatro” (Cuadernos del Camino, agosto 1980, p. 3). En la misma entrevista, Noble destacaba que el carácter que buscaban otorgarle al teatro tendía a priorizar propuestas de impronta experimental, de allí su estructura “polivalente” y “modular” diseñada por Rosalía Fischberg y Eduardo Marcus con el asesoramiento de Gastón Breyer(Cuadernos del Camino, agosto 1980, p.4-5). Ese novedoso diseño en el edificio de una vieja fábrica de bovinas de aviones le valió también un lugar destacado en la sección de “Arquitectura, ingeniería y diseño” del diario La Nación, un día antes de abrir sus puertas (La Nación, 23 de julio 1980).
Ahora bien, conjuntamente con esta expansión de posibilidades para un teatro que desbordara la calle Corrientes, tuvieron lugar respuestas organizativas ante la censura diferenciales respecto a momentos previos. Como señala Perla Zayas de Lima (2001) y es posible de ver en la recopilación hecha por Andrés Avellaneda (1986), sumadas a las persecuciones y listas negras, desde 1976 al menos una decena de espectáculos fueron prohibidos una vez estrenados o particularmente inspeccionados por los censores durante los meses de ensayo, aspecto que repercutía en la autocensura tanto de sus directores, como principalmente de los empresarios teatrales. En 1980 la novedad no fueron entonces que haya nuevas restricciones sino la respuesta articulada en torno a ellas. En julio de 1980 La Sartén por el mango de Javier Portales fue levantada de la cartelera del Payró pese a que su estreno en 1972 había generado críticas favorables, incluso en publicaciones católicas (Schoo en Avellaneda, 1986, p. 192). Ocho años después se le imputaba, entre otras cosas, contener “una profusa sucesión de expresiones, gestos y actitudes de inclasificable grosería” y llegar al “inadmisible extremo de ofrecer una irrespetuosa interpretación de una canción patria” (Avellaneda, 1986, p. 193). En septiembre, fue clausurada la sala teatral que funcionaba en el Hotel Bauen, debido al espectáculo “Coacktail Show” del transformista Jean François Casanovas, por ir contra un decreto de 1938 que prohibía el disfraz de mujer a personas de sexo masculino en lugares de acceso público (Avellaneda, 1986:195). Finalmente, en octubre fue el turno de Apocalipsis según otros dirigida por Ángel Elizondo y la Compañía Argentina de Mimo4. Tras la función inaugural la obra fue prohibida al tiempo que fue clausurado por 24 hs el Teatro del Picadero donde estaba desarrollándose. Nuevamente los motivos eran la presencia de gestos groseros e impúdicos fundamentados en esta oportunidad en la presencia de desnudos, pese a la reducción adrede hecha por Elizondo quién ya había adoptado sus propias tácticas para tratar de evadir un nuevo atropello.
Tras esta sucesión de prohibiciones que el diario Clarín definió como “un nuevo brote de censura en el teatro” (Clarín, 24 de octubre 1980), la AAA tomó cartas en el asunto. El 25 de octubre llamó a una conferencia de prensa y puso en circulación un comunicado en el que rechazaban enfáticamente el accionar de los funcionarios. El eje estuvo centrado en criticar la actitud paternalista en medidas de estas características que subestimaban los criterios del público sin reconocer en este “las actitudes adultas” que siempre lo habían caracterizado. Apelando al mismo recurso de María Elena Walsh (cuya definición de País-Jardín de Infantes era citada literalmente al final del comunicado), la asociación gremial asumía una posición crítica buscando situar su intervención entre los discursos audibles por la sociedad y relativamente habilitados por el régimen (Diario Popular, 24 de octubre de 1980). Quizás de allí, la exclusión al menos explícita en el comunicado y la conferencia de prensa, sobre el espectáculo protagonizado por Casanovas.
Junto a los miembros de la AAA, los directores y elencos de las obras censuradas y Antonio Mónaco expresando al sector empresario, algunas crónicas mencionan también a otros espacios y grupos que asistieron a brindar su apoyo tales como la Cooperativa teatral Los Siete Locos5, el grupo Acto Reunión, Teatro Sur, Club de Teatro de Buenos Aires, el Taller de Investigaciones Musicales y la Asociación Argentina de Mimos (Convicción, 25 de octubre de 1980). La visibilidad lograda y la relativa movilización generada en el propio ámbito teatral llevaron a que el Buenos Aires Herald definiera a estos reclamos como un “espontáneo movimiento contra la censura” que ponía en discusión también la importancia del teatro independiente como ámbito diferencial dentro del campo teatral (Buenos Aires Herald, 24 de octubre de 1980).
Recomponer el cuerpo
De los grupos participantes en la conferencia de prensa, el Taller de Investigaciones Musicales (TiM) y la Asociación Argentina de Mimos estaban unidos por un denominador común: en ambos tenía influencia el PST. Su presencia allí se debía a una orientación que venía madurando desde 1975 al interior organización perteneciente al espectro de las izquierdas no armadas y adherente al trotskismo6. En sus perspectivas, la posición del Partido Comunista Argentino (PCA) condescendiente con el régimen militar (Casola, 2015) junto con la fuerte represión sobre las organizaciones político militares, los dejaría en una condición inmejorable para erigirse en el partido de izquierda capaz de canalizar a los sectores críticos y activos del campo intelectual (Manduca, 2018b). Desde esa caracterización se desarrollaron iniciativas con mayor o menor vínculo orgánico, tanto hacia la juventud (las mencionadas en el apartado “Resistir, denunciar”, entre otras), cómo hacia los sectores consagrados de la intelectualidad. Dentro de estos últimos, en el plano teatral y cumpliendo un rol relevante según los documentos internos aparece Alberto Sava, quién por entonces era también el presidente de la Asociación Argentina de Mimos y se había formado durante años con Ángel Elizondo.
Ahora bien, si traemos a cuenta esto es porque en el proceso molecular que venimos reconstruyendo aparece un evento singular hacia finales de 1980 impulsado desde estos sectores militantes: el Encuentro de las Artes. Dando un salto más de lo hasta entonces realizado, este encuentro conjugó un momento de charlas debate, centradas principalmente en el estado de las artes y la cultura durante esos años, es decir, un cauce de continuidad a las campañas contra la censura y por otro, un segundo momento de cierre en cada jornada con funciones de diversos artistas, ya sea músicos, actores o bailarines. En una entrevista que le hemos realizado a Alberto Sava, el director recordaba que hacia 1980
Cuando ya nos habíamos conformado como un equipo de trabajo, con cierta envergadura en cantidad y calidad nos tiramos a hacer el Encuentro de las Artes. En cierta forma, era una iniciativa que se proponía disputarle el terreno de la cultura, hegemonizada desde la izquierda, históricamente por el PC7.
La iniciativa del Encuentro de las Artes, entonces, puede ser entendida en términos amplio como parte del proceso de resistencia molecular que venimos reconstruyendo y de forma singular, como una táctica de intervención del PST entre los intelectuales y artistas aprovechando un eje en el que, bajo el clima general de la coyuntura, era posible desarrollar un discurso de rasgos críticos. Se trató de una propuesta se buscaba exceder el mero momento del festival para configurarse como un espacio de organización frentista interdisciplinaria con un funcionamiento periódico. El primer encuentro tuvo lugar, no casualmente, en el Teatro del Picadero entre el 10 y 20 de noviembre de 1980. Así como se repite la referencia de este espacio dando cuenta de su intensa, efímera y trágica existencia durante esos años, también se filtra otra referencia que como venimos señalando articulaba el accionar contra la censura. Nos referimos a la constante apelación al ya citado texto de María Elena Walsh. En este caso funcionó como disparador para una propuesta escénica de la Escuela de Mimo Contemporáneo y Teatro Participativo que dirigía Sava. La intervención se llamaba “Az-Censor” en un evidente juego verbal con la figura encargada de la represión en el ámbito cultural y planteaba a los espectadores la dinámica de un jardín de infantes alterando el orden cotidiano de la sala teatral. En ella se conformaban suerte de “rincones de juego”, como sucede en los jardines de infantes, a los que los espectadores debían dirigirse según correspondieran las indicaciones. A partir de consignas específicas dadas por los actores y actrices, se construía un clima signado por premios y castigos evidenciando así las relaciones de poder y asimetría entre actores/espectadores y maestros/estudiantes que eran fácilmente extrapolables al binomio régimen/sociedad. La puesta era producto de ejercicios que el grupo de Sava venía realizando en un jardín de Palermo cuyo director era amigo de él. Ahora bien, más allá de experiencias de estas características
por encima de las rupturas conceptuales y formales del teatro, era más bien un encuentro político, se convocaba a gente que estuviera en una línea de avanzada del teatro pero no necesariamente tenía que haber rupturas estéticas. […] Era un poco eso de mostrar lo que hacíamos, lo que podíamos. Creo que fue un primer intento de abrir una puerta dentro del campo de la cultura más masiva (En Verzero, 2014, p. 103).
La segunda edición se realizó exactamente un año después (del 9 al 19 de noviembre de 1981) y contó con varias sedes: el Teatro Margarita Xirgú, el teatro Payró (San Martín y Córdoba), en la casa de Castagnino (Balcarce al 1000) y en el Auditorio UB (Federico Lacroze y Luis María Campos). Un rasgo fundamental a los fines de este trabajo es que, en ambas ediciones, el momento inicial de las mesas de debate contó con la participación entre otros, de algunos de aquellos teatristas que serían parte de Teatro Abierto como Roberto Cossa, Pacho O´Donnell y Osvaldo Dragún. Justamente este último, quien fuera el principal impulsor del movimiento teatral, era integrante también de la Comisión coordinadora del Encuentro, conformada tras la primera edición. En ese espacio “coordinador” estaba acompañado por Elizondo, Sava, Mónaco, Inda Ledesma y otros referentes de diversas disciplinas. Como vemos, los nombres se repiten y las tramas se hacen más densas.
En un material de julio de 1981, editado por el Encuentro de las Artes, el diálogo entre este espacio frentista del PST y el ya conformado Teatro Abierto aparece en reiteradas ocasiones. Por un lado, aunque de forma menos lineal, a partir de un extenso artículo escrito por Dragún, en el que el dramaturgo contraponía el rol de los medios de comunicación como agentes de desinformación y fomentadores del desconocimiento al del arte, y particularmente del teatro, al que definía constructor de un conocimiento legítimo sobre la realidad nacional. En su argumentación, se hacía presente también una defensa del “teatro realista”, no por la estructura dramática en sí, sino en tanto “actitud del autor frente a la realidad”. Al mismo tiempo el artículo del dramaturgo ponía en valor la estructura que asumiría Teatro Abierto al decir que para que la gente se sienta “más cómplice” de los artistas, ya no bastaba con el “off off Corrientes” sino que era necesaria la búsqueda de nuevos “métodos de difusión” y la unidad de los diversos sectores de la cultura y el arte (Encuentro de las Artes 2, julio de 1981, p.1-2).
Otros escritos del boletín, como el de Alicia Padura8 directora de la revista antes mencionada, también se refieren con sumo entusiasmo a la articulación lograda entre los teatristas, señalando que esto era muestra de la ascendente “tendencia entre los artistas de buscar caminos colectivos para la difusión y la defensa de su actividad” (Encuentro de las Artes 2, julio de 1981, p.2).Finalmente, en página central, un recuadro firmado por la Coordinación del Encuentro saludaba el lanzamiento de Teatro Abierto, al que veía como el comienzo de la cada vez más “contundente respuesta de artistas e intelectuales” a las políticas del régimen conjuntamente que señalaba que no había que quedarse sólo en la “admiración de la veintena de elencos” sino que era necesario poner de relieve que la voluntad de los autores, directores y actores por reagruparse era una muestra de que el movimiento teatral en Argentina había sobrevivido pese a la censura y el desmantelamiento cultural (Encuentro de las Artes 2, julio de 1981, p.4). Luego de esto, anunciaba la realización conjunta de mesas de debate entre el EdA y TA y se ponía a disposición de los teatristas. Este comienzo de coordinaciones y cercanías, sin embargo, no tuvo continuidad tras el 6 de agosto (día del incendio del Picadero). Entre las adhesiones de solidaridad con el movimiento teatral, también se hizo presente la del Encuentro de las Artes9.
Ahora bien, al calor de estos reagrupamientos y del período de aparente liberalización del régimen (O ´Donnell y Schmitter, 2010) durante el gobierno de Roberto Viola, surgieron otros agrupamientos con participación de teatristas que apelaron al frentismo cultural como modo de resistencia (Margiolakis, 2016). A mediados de ese año, impulsado por otro partido de izquierda, en este caso el Partido Comunista Revolucionario (PCR) de orientación maoísta surgió el Movimiento por la Reconstrucción y Desarrollo de la Cultura Nacional (DECUNA). De carácter multisectorial, tenía como objetivo aunar en un mismo a científicos, intelectuales y artistas en pos de la defensa de la cultura nacional. En el movimiento tuvieron una participación destacada músicos folkloristas como Leda Valladares y Tarrago Ross, también fueron partícipes Ernesto Sábato, Leonor Manso e incluso León Gieco, quién se propuso ser un puente entre el folklore y el rock nacional tras la masividad alcanzada por este género en el marco de la Guerra de Malvinas. Un activo partícipe de este movimiento, que integró también Teatro Abierto y que ya hemos mencionado a lo largo de este trabajo fue Ricardo Monti. Sus aportes fueron relevantes en la confección del manifiesto inaugural así como también en el rol de vocero asumido en diversas entrevistas (Manduca, 2020).
Sumado a ellos y como emergente del propio ámbito teatral, es oportuno traer cuenta otra peculiar experiencia, reconstruida recientemente en un artículo periodístico por el director Pablo Weisberg (Perfil, 10 de febrero de 2020), a quién, además, hemos podido entrevistar. Se trató de una iniciativa impulsada por los miembros del Grupo Taller (dirigido por Oscar Fessler) entre finales de 1980 y principios de 1981. Tomando como ejemplo la modalidad implementada por el “posibilismo” español en tiempos del franquismo, basado en obras con referencias elípticas a la situación política y social de esos momentos, se proponían realizar un ciclo teatral que pudiera replicar estos procedimientos con la realidad argentina. Lo habían bautizado como “Un Decamerón criollo” y para llevarlo a cabo comenzaron a convocar a autores con la consigna de que escribieran obras breves apelando a metáforas y estrategias de “humor y sexo” a través de las cuáles poder erigir un discurso crítico en términos sociales y políticos, pero sin por ello exponerse más de lo debido. Varios comenzaron a trabajar en el proyecto, como Sergio De Cecco, Patricio Esteve, Agustín Cuzzani y nuevamente, Dragún. Este último llevó como propuesta una obra titulada Hay que matar al flaco10, que recibió algunos señalamientos críticos de los organizadores en tanto el tono asumido iba más allá de la consigna “posibilista”, cuestión que llevó al autor a retirar su obra y en términos de Waisberg, persuadir a los demás para que hicieran lo mismo. Esto que podría haber sido una anécdota más de los tantos proyectos inconclusos en el ámbito teatral, aparece a las vistas de hoy como un antecedente poco conocido de lo que posteriormente fue Teatro Abierto.
Punto de llegada
En diversas entrevistas realizadas por Irene Villagra (2015), protagonistas de Teatro Abierto recuerdan que la idea inicial que les acercó Dragún era realizar un ciclo de obras cortas de carácter erótico. Esta propuesta finalmente no prendió. Las similitudes de este recuerdo, tamizado por los entreveros y olvidos de la memoria, con el proyecto elaborado por el Grupo Taller, son sin dudas llamativas. En un terreno puramente especulativo, podríamos pensar que Dragún buscó acercar a sus compañeros de letras al “Decamerón Criollo” pero tras su propia deserción reformuló la iniciativa. Es más, podríamos agregar que su experiencia dentro del Encuentro de las Artes se conjugó con esta última para pensar el formato y la orientación que debía tener Teatro Abierto. A nuestros fines, esto es lo de menos. No se trata de buscar de quién fue la idea que derivó en Teatro Abierto, que fue antes, que después, transmutar de historiadores en jueces, sino de entender a este movimiento como el punto de llegada de un proceso de resistencia molecular en el que intervinieron diversos sectores del campo teatral y político, en una coyuntura específica de la última dictadura militar.
James Scott en su libro Los dominados y el arte de la resistencia (2001) identifica que en la relación entre dominadores y subordinados existen dos tipos de discursos. Un discurso público de los oprimidos, caracterizado por aparentar el cumplimiento de lo establecido y un discurso oculto constituido por “conductas fuera de escena, más allá de la observación directa de los detentadores del poder” (Scott, 2001, p. 266). Esos ámbitos son en los que los oprimidos construyen sus discursos disidentes y devienen en la perspectiva del autor en “espacios de relativa libertad de expresión” (Scott, 2001, p. 50). Cuando este discurso oculto encuentra su primera declaración pública tiene lugar “una saturnal de poder” (Scott, 2001, p. 239), este es el “momento en el que la disensión del discurso oculto cruza el umbral hacia la resistencia explícita constituyendo una ocasión de enorme carga política” (Scott, 2001: 266). El punto de llegada que aquí llamamos Teatro Abierto parece condensar estos alcances señalados por Scott.
La relevancia y centralidad de aquellos que integraron el movimiento es un elemento sin dudas trascendental para entender sus resonancias. Es posible leer allí una táctica de resistencia “donde encontrarse y ganar fuerza en la ostentación pública [se constituía] como modo de protección y de apoyo desde la cultura a un proceso que comenzaba a abrir vías de negociación para la transición hacia la democracia” (Verzero, 2016, p. 21). Conjuntamente, es indudable que el paso a la posteridad del movimiento se encuentra estrechamente enlazado con el impune accionar del régimen, el incendio del Teatro del Picadero y la continuidad del primer ciclo. En esa acción y reacción aparece un elemento diferencial respecto al proceso de resistencias moleculares reconstruidas en este trabajo. Esteban Buch señala que evaluar las resistencias a partir de la peligrosidad que le adjudica el régimen ha sido un camino jerarquizado por muchos historiadores (Buch, 2016) ¿es posible leer en esa clave la bomba del 6 de agosto? ¿era peligroso Teatro Abierto para el régimen? ¿o acaso el atentado era un mensaje al interior de los mismos factores de poder respecto a los alcances y ritmos de una posible transición? Este trabajo no será el lugar para responderlas, pero quedan planteadas para futuras indagaciones.
Parte de deshilvanar los sentidos de los mitos es situarlos en tramas más densas, reconocer los múltiples actores sociales involucrados en ellos, indagar en sus intereses y reconstruir sus trayectorias. En este trabajo hemos buscado hacer un aporte en ese sentido reconstruyendo iniciativas heterogéneas que desde el campo teatral fueron acumulando en un sentido “resistente”. Ese proceso de acumulación y experiencia organizativa, tendiente a ampliar los ámbitos de incidencia fue en algún punto, el marco de posibilidad para un acontecimiento del carácter de Teatro Abierto.