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La zaranda de ideas

versão On-line ISSN 1853-1296

Zaranda ideas vol.19 no.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires dez. 2021

 

Artículo

NEUROCIENCIAS Y DESARROLLO INFANTIL: DIÁLOGOS ENTRE ÉTICAS Y SABERES EN TORNO A UN CAMPO MINADO

NEUROSCIENCES AND CHILD DEVELOPMENT: DIALOGUES BETWEEN ETHICS AND KNOWLEDGE AROUND A MINED FIELD

Florencia Paz Landeira1  * 

1Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas, Universidad Nacional de San Martín. Martín de Irigoyen 3100 (CP 1650), San Martín, Provincia de Buenos Aires, Argentina. E-mail: flor.pazlandeira@gmail.com

Resumen

Este artículo indaga en el modo en que desde las neurociencias se discuten los procesos de producción, circulación y apropiación de argumentos que vinculan pobreza infantil y desarrollo cognitivo. A partir de una investigación etnográfica se evidenció el carácter relacional de la producción de conocimiento a la vez que la persistente politicidad de los saberes expertos en torno a lo infantil. En estos diálogos, los usos de conocimientos basados en el cerebro que hoy abundan en las políticas de primera infancia fueron en su gran mayoría matizados, cuando no abiertamente discutidos. El desarrollo infantil parece haberse constituido en un campo minado, en el que hacer investigación neurocientífica requiere de involucrarse en una controversia pública sobre los alcances de la evidencia y sus implicancias ético-políticas.

Palabras clave: Desarrollo infantil; Neurociencias; Saberes expertos; Pobreza; Crianza

Abstract

In this article I inquire the way in which neuroscientists discuss the production, circulation and appropriation of arguments that link child poverty and cognitive development. In the ethnographic research, the relational nature of the production of knowledge was evidenced as well as the persistent politicity of expert knowledge about childhood. In these dialogues, the uses of brain-based knowledge that abound in early childhood policy today were largely nuanced, if not openly discussed. Child development seems to have become a minefield, in which doing neuroscientific research requires getting involved in a public controversy about the scope of the evidence and its ethical-political implications.

Keywords: Child development; Neuroscience; Expert knowledge; Poverty; Parenting

Introducción

Dos expositores se ríen durante una conferencia por- que sus presentaciones de PowerPoint tienen dos diapositivas idénticas. Les sorprende, pero no tanto. A la audiencia tampoco. Es probable que incluso ya hayan visto esas mismas imágenes alguna vez. Los expositores no son colegas en el sentido estricto de la palabra. No comparten formación ni lugar de trabajo, pero hablan el mismo idioma -en sentido literal y figurado- y sobre todo comparten y son co-productores de una misma narrativa sobre la primera infancia y el desarrollo. La primera exposición está a cargo de un neurólogo. El eje de su presentación puede sintetizarse en uno de sus enunciados: “Vivir en la pobreza produce un impuesto cognitivo. Además, tiene un impacto anatómico y funcional” (Registro de campo, noviembre de 2019). Su primera diapositiva muestra dos cerebros de perfil. En uno se ve una suerte de tejido coloreado en amarillo que abarca buena parte de la superficie neuronal, mientras que en el otro esta porción coloreada es más pequeña. Se trata de imágenes obtenidas por técnicas de resonancia magnética. Señala primero una y luego la otra: “Este es un chico con buena nutrición y buen estímulo y estas son las conexiones de sustancia blanca, y este otro es un chico con deprivación socio-económica” (Registro de campo, noviembre de 2019). Luego de esta afirmación, muestra por primera vez las diapositivas en común con la economista. Son sencillas, un fondo negro y una serie de palabras en color blanco. En la primera, se leen 34 palabras, mientras que, en la segunda, 10. Es difícil a priori establecer una conexión entre ellas. Refieren a cuestiones varias: animales, partes del cuerpo, medios de transporte; hay sustantivos, verbos, adjetivos. El neurólogo las presenta de la siguiente manera:

“Son el resultado de un test de vocabulario a partir de imágenes que se hizo en distintos países de la región. Este es un chico de Ecuador, de una familia de clase media, que está bien nutrido, bien estimulado cognitiva y emocionalmente (imagen con 34 palabras). Este otro es un chico bien nutrido, pero que no está bien estimulado (imagen con 10 palabras)” (Registro de campo, noviembre de 2019).

Su presentación continúa alrededor de la importancia de usar la ciencia para políticas públicas a grandes escalas y cierra: “Si no lo hacemos por humanismo, hagámoslo por desarrollo” (Registro de campo, noviembre de 2019). Cuando le llega el turno de exponer a una economista de un organismo internacional, bromea sobre la coincidencia, pero aclara su aporte:

Estas imágenes nos muestran el problema de la equidad, pero también el problema de la eficiencia, por- que cuando a este niño lo seguimos a los seis años llega con dos años y medio de rezago en relación con el otro niño que está sentado en la misma sillita en la misma clase. Y no puede aprender. O sea, la inversión que se está haciendo en primer grado no es igualmente productiva (Registro de campo, noviembre de 2019).

Aunque la diferencia de énfasis es clara -entre el deterioro cognitivo, por un lado, y la eficiencia y productividad, por el otro- ambas exposiciones se inscriben en buena medida en un mismo enmarque para pensar la primera infancia y su desarrollo. Se inscriben en procesos transnacionales de producción de políticas para la primera infancia (Penn, 2011), desde un enfoque que considera a ésta como una etapa única de desarrollo cognitivo con consecuencias para el resto de la vida y que, a su vez, identifica a los comportamientos de padres y madres como un factor de riesgo para dicho desarrollo. Es notable, en ese sentido, la aclaración que hiciera el neurólogo en su presentación respecto de que no se trata de un problema de nutrición -indicador privilegiado del bienestar infantil en otros tiempos-, sino de estimulación. Estimulación que, por otra parte, de acuerdo a la presentación de la economista parece no corresponder primordialmente a la escolarización, sino que es un problema previo y, por lo tanto, responsabilidad de las familias. Si bien a priori podría parecer que se trata de una cuestión más intangible, las neuro- imágenes -tal como la que se mostró inmediatamente antes de la imagen de las palabras- están dotando a la estimulación de materialidad, a la vez que creando nuevas formas de representar y concebir a la mente humana. Se produce así un efecto de asociación entre las diapositivas: el manejo de menor cantidad de palabras se corresponde con cerebros menos desarrollados, producto de entornos menos estimulantes. Y en última instancia, se apela a ver allí -en la imagen de un cerebro coloreado o en un conjunto mayor o menor de palabras- a un niño o una niña cuyo desarrollo es deficitario. El modelo de desarrollo cognitivo que se sostiene en es- tas presentaciones objetifica y segrega el tiempo en dos estados fijos (Nadesan, 2002). El primero es la primera infancia, ordenada en una línea de tiempo homogénea y cronológica con escalas de desarrollo. Como una zona espacializada fértil de posibilidades, este primer estado debe ser examinado con la intención de identificar los fenómenos que contribuyen a los resultados medidos en el segundo estado, la edad adulta. La adultez aparece como una edad indeterminada asociada a habilidades cognitivas fijas y acabadas. Estas presentaciones tuvieron lugar en la Conferencia Anual del Centro de Evaluación de Políticas Basadas en Evidencia de la Universidad Torcuato Di Tella (CEPE-UTDT), realizada en noviembre de 2019, cuyo tema fue El Futuro de la Infancia en Argentina: mapa actual y políticas pendientes. La temporalidad es de suma relevancia. La conferencia se realizó solo algunas semanas después de las elecciones presidenciales en Argentina, en pleno proceso de conformación de gabinetes. Ese día, en el edificio de la UTDT situado en el barrio de Núñez de la Ciudad de Buenos Aires, se cruzaron funcionarios salientes y entrantes del Ejecutivo nacional con otros actores menos sujetos a los vaivenes, pero también participantes de la definición de agendas políticas. Frente a un auditorio colmado, investigadores, autoridades nacionales, provinciales y locales, legisladores y representantes de fundaciones, organizaciones no gubernamentales e internacionales intercambiaron saberes y experiencias de intervención en torno a políticas para la primera infancia. Analicé estas redes en otro trabajo (Paz Landeira, 2021), mientras que aquí quiero resaltar que los argumentos basados en el cerebro no solo hicieron parte de la presentación del neurólogo. Las neurociencias parecen haberse constituido en el más reciente discurso legitimador de prácticas de gobierno, con la fuerza seductora de las neuroimágenes, la pretensión de verdad científica y una renovada fe en el progreso. Palabras como neuroplasticidad, sinapsis y dendritas hoy pueblan documentos oficiales de gobierno y se repiten incesantemente en eventos como el organizado por el CEPE. Están en la base de la construcción de la primera infancia como ventana de oportunidad. Mientras escribo este artículo, retorno al trabajo de la antropóloga brasilera, Claudia Fonseca (2019), que parte de una escena muy similar a la que aquí narro. Mientras asistía a un congreso sobre adopción en México, le llamó la atención la proyección reiterada en sucesivas presentaciones de la imagen de dos cerebros, correspondientes a niños de tres años; muy similar a la que fue presentada por el neurocientífico en la conferencia a la que yo asistí. El cerebro más grande estaba etiquetado como normal, mientras que el otro como negligencia extrema. Comparto con Fonseca lo que ella describe como incomodidad y perplejidad frente a la eficacia, a la vez que el uso descontextualizado, de estos artefactos visuales tecnocientíficos, que parecieran ser en sí mismos portadores de verdad. Incomodidad que a su vez se liga a la memoria de nuestra disciplina sobre las perspectivas lombrosianas y de la antropología física de principios de siglo XX y que llevan a abordar con cautela los discursos que “vinculan la biología de una determinada clase, población o raza con sus capacidades cognitivas y disposiciones conductuales” (Fonseca, 2019, p.6, traducido por la autora), en especial cuando éstos son apropiados por decisores políticos. Sin embargo, la perspectiva etnográfica permite que la incomodidad no se transforme en mera acusación, sino que se sostenga como pregunta. Inspirada por los trabajos de los estudios de la ciencia y la tecnología, Fonseca invita a pensar en estos objetos tecnocientíficos entretejidos en la vida, a actores y situaciones concretas, de forma de indagar en los compromisos afectivos que hacen parte integral de sus representaciones. Incorporando a la propia perspectiva teórica como objeto de análisis, la antropóloga se pregunta “por qué me importa, a quién (además de mí) le importa y, en particular, cómo nos importa a cada uno de nosotros.” (Fonseca, 2019, p.3, traducido por la autora).

En el marco de una investigación doctoral en curso sobre la regulación de la parentalidad en las políticas para la primera infancia, en este artículo me pregunto cómo la circulación de argumentos basados en el cerebro relativos al desarrollo infantil es significada y discutida por parte de algunos/as neurocientíficos/as, considerando su propia implicación en el campo y objeto de estudio y las apuestas ético-políticas que se entretejen a sus prácticas científicas. En particular, la mirada sobre la circulación implica atender a desarrollos, cruces y resultados no previstos en múltiples direcciones a partir de encuentros, negociaciones y tensiones dentro de un circuito en el que participan diversas figuras (Raj, 2013 citado en Macchioli et al., 2017). A su vez, a partir de indagar en las concepciones que se movilizan sobre la infancia, me pregunto cómo estos procesos contribuyen a redefinir la preocupación política y la agenda de investigación sobre el desarrollo infantil, como también qué diálogos se vuelven posibles y cuáles resultan truncos. En un primer apartado, reviso analíticamente la bibliografía que ha analizado la historia y expansión de las neurociencias y su incorporación al diseño de políticas públicas. En el segundo apartado, entro en diálogo con tres investigadores de las neuro- ciencias para pensar con ellos los modos de concebir a la infancia y, en particular, la relación entre pobreza infantil y desarrollo cognitivo, considerando sus implicaciones ético-políticas en dicha área de estudio, como también los diálogos y enredos tanto con policy makers como con los estudios sociales de la infancia. El artículo concluye con una revisión sumaria de los argumentos expuestos.

Hacia la conquista del cerebro

La comprensión de la individualidad en términos del cerebro no es necesariamente novedosa. Al respecto, Vidal (2009) ha señalado que la concepción previa según la cual la subjetividad y lo neurológico están íntimamente vinculados es la que ha permitido la popularización de la neurociencia contemporánea, y no al revés. El historiador de las ciencias ha identificado esto como the ideology of brainhood, que hace del cerebro la locación del sí mismo. Como sujeto cerebral, el ser humano estaría definido por la propiedad o calidad de ser -y no solamente tener- un cerebro. Los variados intentos a lo largo de la modernidad de examinar, clasificar y representar cerebros humanos dan cuenta de la profundidad histórica de esta concepción, basada también en la idea de que la morfología y/o la actividad cerebral guardan relación con el comportamiento. El cerebro se configura como más que un órgano, en tanto parece representar el centro de la mente y del self (Rose, 2007). La socióloga feminista de la ciencia y el neurobiólogo Rose y Rose (2016) también han indagado en los antecedentes tempranos de la neurociencia y señalan como punto de partida a la ubicación de la glándula pineal en el cerebro como unión entre el alma y el cuerpo propuesta por Descartes en la década de 1630. Para ellos, ese fue el momento de inicio para que el cerebro se convirtiera en el sitio de convergencia de dos tradiciones diferentes: los filósofos interesados en el funcionamiento de la mente y la sede del alma; y la bio- medicina, interesada en las funciones del cerebro, en la bioeconomía del cuerpo y sus diversas patologías. Dos siglos más tarde, identifican otro hito fundamental en el surgimiento y expansión de la frenología, en la producción de una explicación materialista de las relaciones entre la mente y el cerebro, en cuanto afirmaba ser capaz de inferir el temperamento, las inclinaciones y las habilidades de las personas palpando las protuberancias en la superficie de su cráneo. En paralelo, también en la segunda mitad del siglo XIX, se expandieron las investigaciones con cerebros de personas muertas, en intentos de relacionar la estructura y la función cerebrales. Anatomistas y antropólogos físicos comenzaron a coleccionar cráneos que luego se integrarían a los museos europeos de historia natural. A partir de este recorrido, Rose y Rose (2016) analizan cómo, en el nivel macro de la coproducción de ciencia y sociedad, el cerebro normal de la biología fue moldeado por el imperialismo del siglo XIX y las relaciones sociales patriarcales. Por lo tanto, el cerebro del hombre blanco de clase media en ascenso se construyó como el estándar de normalidad. El resto-organizado por combinaciones de género, clase y raza- se dispuso en orden jerárquico, con la necesaria subordinación de las mujeres y los pueblos racializados. Más allá de estos antecedentes en experimentación y clasificación de cuerpos humanos, el desarrollo de la neurociencia durante el siglo XX sucedió primordialmente en los laboratorios, a partir del trabajo con ani males (ratas, gatos, perros y, en menor medida, monos). Tanto Rose y Rose (2016), como otros investigadores (Adelman, 2010; Prkachin, 2021) ubican en la década de 1960 el surgimiento de la neurociencia moderna, encarnado en el Neurosciences Research Program funda- do por Francis O. Schmitt en el Massachusetts Institute of Technology y en el trabajo de Herbert H. Jasper en el Montreal Neurological Institute que daría lugar a la nue- va organización global Interdisciplinary Brain Research Organization (luego renombrada como International Brain Research Organization). Hacia fines de esa dé- cada, en 1969, fue creada la Society for Neuroscience y su primera conferencia relevante tuvo lugar en 1979, a la que asistieron 1300 personas. Rose y Abi-Rached (2013) analizan cómo este número creció persistente- mente los años siguientes. Sin embargo, coinciden en señalar que no fue hasta el comienzo del siglo XXI que se conformó una verdadera infraestructura global para la neurociencia. Al día de hoy, la Sociedad para la Neurociencia tiene alrededor de 36 mil miembros en más de 95 países. Rose y Abi-Rached (2013) se preguntan cómo la neurociencia se transformó, en medio siglo, en tal repositorio de esperanza y anticipación, y cómo se volvió disponible para prácticas de gobierno. Su pregunta se enlaza al fenómeno de incorporación masiva de la neurociencia a las políticas públicas y, especialmente, la política social, iniciado en la década de 1990, nominada por el entonces presidente de Estados Unidos, George Bush, como la década del cerebro, a partir de lo cual la priorización del cerebro como campo de estudio, investigación y divulgación se ha transformado en un fenómeno internacional. Neuro se ha convertido en un prefijo que no cesa de extenderse a nuevos aspectos de la vida. Rose y Rose (2016) señalan que el trabajo neurocientífico se ha conformado en una neurotecnociencia, por la centralidad de las nuevas tecnologías moleculares y digitales para sus desarrollos y, sobre todo, para su popularización. En especial la imagen por resonancia magnética funcional (IRMf) y otra serie de técnicas de imagen -usualmente leídas como indicadores sin mediación de las funciones cerebrales- han dado lugar a nuevas formas de visualizar y ordenar el mundo y han propiciado la centralidad del cerebro en la retórica de esperanza contemporánea, sustentada en una visión progresiva sobre el papel de la tecnomedicina en los procesos sociales (Mulkay, 1993). El proyecto BRAIN en Estados Unidos y el Human Brain Project (Proyecto Cerebro Humano, HBP en inglés) en la Unión Europea con el antecedente del Proyecto Genoma Hu mano son indicios de este auge persistente. ¿Cuál es la relevancia de esta historia para las políticas de primera infancia? Como he señalado, los argumentos basados en el cerebro están en el centro de los modos en que, desde estas políticas, se regula la paren- talidad en la contemporaneidad. Imágenes y categorías de la neurociencia son evocadas constantemente por expertos y decisores políticos de este campo. Comprender las formas de producción, circulación y apropiación de estos conocimientos, entonces, aparece como una clave relevante para indagar en los procesos de significación y resignificación del desarrollo infantil. Las categorías científicas mismas traspasan constantemente las fronteras de los laboratorios, en recorridos más espira- lados que lineales. Sin dejar de considerar los complejos procesos de traducción y re-enmarque del conocimiento científico, quisiera proponer aquí una perspectiva atenta a la co-producción de saberes (Smulski, 2019), como también al carácter afectivo y ético-político del propio trabajo científico, lo cual implica asumir la inherente diversidad y el carácter controversial y disputado de toda área de indagación. Es por ello que este artículo se centra en el análisis de conversaciones y entrevistas con neurocientíficos/as, de la lectura de sus producciones académicas, del seguimiento de sus redes de inter- cambio y cooperación como también de la asistencia a eventos y congresos. Me centro en la trayectoria de tres investigadores -Sebastián Lipina, Alejandra Carboni y Michael Thomas- que, aun cuando son de distintos orígenes, participan de una misma red de intercambio y diálogos, a la vez que cada uno de ellos ha sido parte del momento de conformación y consolidación del estudio neurocientífico de la pobreza infantil en sus respectivos países. A los fines de comprender los modos encarna- dos en que dan sentido a sus investigaciones, de qué manera entienden que éstas se incorporan a diálogos previos sobre pobreza infantil y desarrollo y qué intervenciones y diálogos propician y cuáles otros obliteran.

Estudios neurocientíficos de la pobreza infantil: trayectorias y reflexiones de un campo preliminar

Sebastián Lipina es director de la Unidad de Neuro- biología Aplicada del Centro de Educación Médica e Investigaciones Clínicas y del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas (UNA, CEMIC- CONICET) e investigador del CONICET. Se define como un psicólogo que trabaja a veces en el campo neurocientífico. Aun cuando sus investigaciones se centran en el desarrollo cognitivo y la pobreza infantil, no participó del encuentro sobre primera infancia organizado por el CEPE. En sus años de trayectoria en investigación, parte de su trabajo se ha vuelto reflexionar y decidir cuáles son los espacios en los que intervenir, qué invitaciones aceptar, cuáles son sus interlocutores y cómo estas intervenciones pueden ser leídas por otras personas. A partir de su experiencia, ha asumido que la producción de conocimiento requiere a su vez de estrategias de comunicación que implican deliberar los modos en que di- cho conocimiento se pone en juego. Al comentar sobre estas precauciones, da a entender que el debate público sobre neurociencias y primera infancia parece haberse constituido en un campo minado, en el que cada paso debe ser sopesado por las reacciones/asociaciones en cadena que puede generar. Como su presentación lo indica, Sebastián estudió psicología y si bien se formó en psicoanálisis, recuerda que desde que leyó a Gregory Bateson en la facultad, le atrajeron la mirada sistémica, las relaciones entre niveles y el interés por los procesos cognitivos. En el tercer año de la carrera ingresó como pasante al laboratorio de neurobiología que actualmente dirige. Hasta su graduación y durante los primeros años de su formación doctoral recuerda que se dedicaba principalmente a realizar experimentos con animales con el objetivo de comprender las influencias de la privación ambiental sobre el funcionamiento neural y cognitivo. Fue por sugerencia de su director que, en 1996, comenzó a indagar en la relación entre pobreza y funciones ejecutivas en bebés y niños/as pequeños/ as. Tras los primeros estudios, en 1999 Sebastián viajó a Inglaterra para realizar una estancia en el Instituto de Anatomía de la Universidad de Cambridge. Al regresar, la decisión estaba tomada: quería dejar de trabajar con animales para avanzar en la investigación sobre pobreza infantil. Su currículum vitae da cuenta de este proceso. Mientras que sus primeros trabajos publicados refieren a primates y la expresión de las células gliales en distintas áreas cerebrales, hacia el nuevo milenio -y hasta el día de hoy- sus trabajos se enfocaron en abordajes de la pobreza infantil desde la neurociencia cognitiva y la psicología del desarrollo. No solo fue un nuevo comienzo en su trayectoria, en tanto tuvo que reelaborar su proyecto de investigación doctoral, sino que se trataba de un momento de inicio para el campo de indagación mismo. A su vez, tal como ha sido analizado por Mantilla (2018), esto se dio en simultáneo a los procesos de popularización y diseminación del discurso neurocientífico en espacios públicos y mediáticos. Aun así, culminando la mentada “década del cerebro”, la relación entre estatus socioeconómico y desarrollo cognitivo era aún un área de estudio muy reciente en el mundo. En el caso de la UNA dirigida por Lipina, desarrollaron trabajos pioneros en aplicar un paradigma de la psicología del desarrollo y de la neuro- ciencia cognitiva al estudio de la pobreza en bebés. Para él, fue un momento reflexivo, de replantearse hacia dónde quería dirigir su profesión y sus esfuerzos investigativos y la decisión estuvo atravesada por su interés y compromiso con lo comunitario. “Aportar desde el nivel del análisis neurobiológico, con todas las limitaciones del caso” (Entrevista Sebastián Lipina, junio de 2020). Aun cuando la problemática de estudio parece no haberse modificado desde aquella decisión de reformular su investigación doctoral, basta con mirar las palabras de los títulos y resúmenes de sus trabajos publicados para advertir reelaboraciones constantes. Del impacto lineal y unidireccional de la pobreza sobre el desarrollo cognitivo a una consideración sobre la interrelación y la mutua influencia entre distintos niveles de sistemas biológicos y sociales; de un énfasis en el déficit y en el deterioro a una mirada compleja sobre la plasticidad y la diversidad de trayectorias:

El estudio neurocientífico de la pobreza infantil empieza formalmente a mediados de la década del 90. O sea, es un campo totalmente nuevo, preliminar, con todo lo que eso implica, es decir: la generación de un cuerpo de evidencia, que es discutible, se proponen hipótesis que hoy en día ya las estamos discutiendo. Obviamente estamos llenos de contradicciones, este es un proceso en construcción. Lo primero que hemos hecho es tratar de tener un marco de referencia conceptual, aunque sea meta teórico que nos permita incluir nuestras preguntas y nuestras propuestas de respuestas en un marco de complejidad. Hoy en día, estamos por el momento tratando de estar contenidos por lo que son los postulados sistémicos-relacionales. Entonces todo es relacional. No se trata de relativizarlo al punto de no poder estudiarlo. En esos sistemas relacionales, vos podés considerar desde el nivel de análisis genético molecular hasta el idioma y ver cómo los distintos sistemas o niveles de organización se van relacionando entre sí. (Entrevista Sebastián Lipina, junio de 2020).

A este giro en su carrera, le siguieron años de mucho intercambio y circulación, centrales en su trayectoria, pero también en la configuración de una red de interlocución y de la conformación de una perspectiva analítica. Recupero aquí el análisis de Spivak L’Hoste y Hubert (2012) sobre la movilidad científica y su tesis de que los desplazamientos de los investigadores modelan modos de producir conocimiento, a partir de lo cual proponen considerar la espacialización de las ciencias de un modo contextualizado y subjetivo. Tal como surgió en otras entrevistas con investigadores de la región, en contextos de academias latinoamericanas de psicología fuertemente atravesadas por el enfoque psicoanalítico, la conformación de las neurociencias como campo de estudio fue en gran medida posibilitada por estos desplazamientos. Para Lipina, en particular, fueron especialmente significativos los sucesivos viajes que emprendió durante las últimas dos décadas al Department of Psychology y el Brain Development Laboratory de la University of Oregon y la relación que a partir de ello se posibilitó con el referente del campo de la neurociencia cognitiva del desarrollo, Michael Posner. Otro escenario de importante intercambio fueron las Escuelas Latinoamericanas de Educación, Ciencias Cognitivas y Neurociencias, que a su vez evidenciaron el componen- te intrínseco de intervención que tuvo este campo de estudios desde sus inicios. En efecto, el contexto escolar viene siendo para el equipo de Lipina y el de otros colegas, un escenario de indagación, intervención y potencialmente co-diseño. Alejandra Carboni es colega de Lipina, a quien conoció en una de las ediciones de dichas escuelas latinoamericanas. Con él también comparte, desde entonces, publicaciones y eventos científicos. Ella es uruguaya y se formó en psicología en Montevideo entre 1991 y 1997, para luego continuar sus estudios de posgrado en neurociencias en Madrid, donde residió entre 2004 y 2011. Actualmente, dirige la línea de investigación Neurodesarrollo en la primera infancia en el Centro de Investigación Básica en Psicología de la Universidad de la República (Uruguay):

En el 2009 empezamos a armar la idea de crear un centro de investigación básico en psicología, con gente que estaba afuera y que también tenía perspectivas y ganas de volver a Uruguay. Vos sabés, igual que en Buenos Aires, la formación en psicología está muy atravesada por el psicoanálisis tradicionalmente, tanto en la Universidad de Buenos Aires como en la Universidad de la República. El eje de formación nuestro era psicoanalítico. Y era muy poco lo que veíamos de otras corrientes y de otras aproximaciones, y de otros roles de la psicología. Porque cuando nosotros… Cuando yo hice la formación, el psicólogo era el terapeuta psicoanalítico, o sea esa era la imagen que vos tenías de alguien haciendo psicología. Era muy difícil tener idea de otra posibilidad. A mí siempre lo neuro me gustó bastante porque tenía como sentido para mí esa cosa de base material del comportamiento. (Entrevista Alejandra Carboni, junio de 2020).

El relato de Carboni tiene puntos en común con aquel desplazamiento que también narrara Sebastián desde el psicoanálisis hacia las neurociencias. Aunque como vimos, en el caso de Lipina su acercamiento a la neurobiología inició en el tercer año de su carrera de grado, por lo que se habituó tempranamente a la convivencia entre perspectivas. En la experiencia de Alejandra, esto también estuvo posibilitado por desplazamientos físicos y geográficos y por su formación en el extranjero. En su reconstrucción de esos años, recuerda que a la par que ella y otros colegas comenzaban a pensar la posibilidad de volver a Uruguay, la propia UdelaR atravesó por cambios. A partir de un proceso de evaluación externa, la Facultad de Psicología fue instada a incorporar y fortalecer áreas de investigación, para lo cual era también necesario que contaran con investigadores con título de doctor/a:

Yo volví en 2012 con un programa similar al Raíces de Argentina. Y ahí armamos el Centro de Investigación Básica en Psicología (CIBPsi) que es muy nuevo. Todos los que regresamos veníamos más del estudio de psicología básica, o sea más bicho de laboratorio. Y cuando se organizaron estas escuelas latinoamericanas fue una cosa grupal de abrir una cancha y darnos cuenta que había un problema vinculado a educación en nuestros países, sobre todo con los niños en los primeros grados, y que capaz había alguna de las cosas que nosotros hacíamos, que podían… Sí, que podían servir. O como preguntas que podríamos también plantearnos ahí. Siempre en mí caso, podría decir en el resto de mis compañeros, pero en mi caso era una cosa más de curiosidad, no tanto de “¿qué puedo dar yo hacia la política en primera infancia o la educación?” Creo que todavía no lo tenemos claro. Pero sí, cosas como para qué es interesante entender esto. Entonces ahí en 2015, presentamos el primer proyecto dentro de esta línea de Neurodesarrollo en la primera infancia... Sebastián tiene muchísima más trayectoria y él fue uno de los pilares que de alguna manera nos ayudó y nos sostuvo para que nosotros pudiéramos hacer ese paso. (Entrevista Alejandra Carboni, junio de 2020).

Mientras habla, a Alejandra muy pocas veces se le cuela la primera persona del singular. Casi siempre habla del carácter colectivo de ese proceso de forjar un área de estudio y de la centralidad de los escenarios de interlocución y de las redes de intercambio. Como recordaba Lipina respecto de sus primeros años en el estudio sobre pobreza infantil desde las neurociencias, Alejandra también narra que al inicio se trató de replicar estudios que se hubieran realizado en otros países para obtener datos nacionales que permitieran constatar la asociación entre contexto socioeconómico y desarrollo cognitivo. De su relato se evidencia una imbricación desde el inicio entre el interés científico y la preocupación por lo que era percibido como un problema público en relación a la educación infantil. A su vez, refiere a esta suerte de salto que hay entre, por un lado, la comprensión científica, -“entender estas asociaciones de una forma no determinista, sino desde la idea de la sensibilidad al contexto, de la adaptación” (entrevista Alejandra Carboni, junio de 2020)-, y, por el otro, la formulación de políticas en base al conocimiento producido. Entre los proyectos desarrollados en estos años de trabajo, Carboni destaca el realizado en conjunto con equipos de Argentina en torno a la plataforma digital de estimulación cognitiva Mate Marote y su adaptación a niños/as pequeños/as, del nivel inicial educativo. Hasta el momento, de la implementación del programa han hallado de forma preliminar que los niños y las niñas que pertenecen al contexto más vulnerable (quintil 1) tuvieron un desempeño significativamente mayor en las tareas con demandas de control inhibitorio y flexibilidad cognitiva luego de las ocho semanas de juego con la plataforma. Sin embargo, aún no está probado que dicha mejora se transfiera, es decir, si persiste más allá de la intervención. A su vez, para Alejandra esto no quita la necesidad de abordajes complejos y multidimensionales:

Hay muchas experiencias que dan buenos resulta- dos, pero la transferencia de recursos directos a la familia también, porque en la medida en que esas franjas salgan de situación de pobreza, hay una serie de cosas que empiezan a pasar… es como un falso dilema, por- que no hay una sola respuesta. (Entrevista Alejandra Carboni, junio de 2020).

Estos resultados, aun con sus limitaciones, fueron recientemente publicados en una obra colectiva sobre exploraciones neurocientíficas de la pobreza (Lipina & Segretin, 2020), en la que participaron investigadores de distintos países luego de coincidir y trabajar juntos en la edición de 2017 de la International School of Mind, Brain and Education, organizada y dirigida por Lipina en la ciudad de Erice, Italia. En adición a investigadores de Argentina y Uruguay, pertenecientes en general a los equipos coordinados por Lipina y Alejandra respectivamente, hubo investigadores de Estados Unidos, España, Países Bajos, Reino Unido y Suecia. Uno de los autores fue Michael Thomas, profesor de neurociencia cognitiva en la Birkbeck University de Londres y fundador en 2003 del Developmental Neurocognition Laboratory en la misma universidad. En la actualidad, dirige el Centre for Educational Neuroscience (Birkbeck, UCL Institute of Education y University College London). Su formación de grado también es en psicología, con posgrados en ciencia cognitiva y psicología experimental completados en la primera mitad de la década de 1990. Desde un enfoque que él define como una mezcla de psicología, modelos computacionales, neurociencia y genética, Thomas está interesado en aportar a los asuntos transdisciplinarios de las ciencias del aprendizaje. Posicionado en lo que se denomina neurociencia educacional, pretende hacer una pequeña contribución, fundada en la intuición de que si entendemos un poco más acerca de cómo se desarrolla el cerebro y, fundamentalmente, los mecanismos de plasticidad cerebral y aprendizaje, es posible hacer un aporte a las políticas educativas. “No será necesariamente la ‘porción más grande la torta’, seguramente sea una pequeña parte del rompecabezas, pero una pieza al fin” (Entrevista Michael Thomas, julio de 2020). A diferencia de Lipina y de Carboni, con quien no solo comparte autoría en el libro mencionado, sino también traducciones, diálogos y dossier de revistas, en la trayectoria profesional de Thomas los desplazamientos geográficos no han sido tan notorios. Probablemente esto se deba tanto a las distintas tradiciones de las academias psicológicas, como también a las lógicas centro-periferia que continúan operando en la producción científica y académica. Sin embargo, aun dentro de las fronteras de su país, Thomas se ha movido. Desde un temprano interés por los procesos de adquisición de lenguaje, su paso por la unidad de desarrollo neurocognitivo en el Institute of Child Health, dirigida entonces por la Profesora Annette Karmiloff-Smith, fue central en forjar su interés por comprender los procesos cognitivos en la infancia y, en particular, por comprender la variabilidad. Thomas es uno de los investigadores que ha participado de la propuesta neuroconstructivista (Wastermann et al., 2017), que ha procurado aportar elementos para contextualizar las concepciones y categorías de infancias y desarrollo: propone diferentes niveles de análisis, retoma teorías piagetianas y las integra con la neurociencia, y propone constructos novedosos sobre la evolución de representaciones neurales. Los tres investigadores, desde sus trayectorias en ciertos sentidos próximas y en otros distantes, enfatizan recurrentemente en nuestras conversaciones la modestia y el carácter provisional de los hallazgos de sus campos. En adición a ser co-partícipes de redes de intercambio y formación, los tres han ocupado posiciones relevantes en la institucionalización de la investigación neurocientífica sobre el desarrollo infantil en sus países, a la vez que comparten una mirada crítica respecto de los modos de circulación y popularización del discurso neuro. Tal como evidenciaba la precaución con la que se mueve y habla Lipina, ninguno desconoce los procesos de amplificación y los, en ocasiones, inesperados efectos de estos estudios. Lejos de pretender contribuir a moldear una imagen ingenua de la producción científica, en los siguientes apartados reviso, en diálogo con estos investigadores, las principales controversias y dilemas que atraviesan sus trabajos, y de qué modos más o menos visibles, más o menos explícitos, se implican en el campo minado del desarrollo en primera infancia. Un aspecto sobre el que reflexionar es con quiénes, de qué manera y con qué efectos son posibles los diálogos. Al respecto, la dislocación respecto de las corrientes hegemónicas al interior de las academias de psicología locales, que evidencian las trayectorias de Sebastián y de Alejandra ofrece una primera pauta para pensar las persistentes resistencias desde el campo psi y educativo, mayormente dominado por el lenguaje psicoanalítico y/o constructivista, hacia estos abordajes neurocognitivos.

Más allá del déficit: debates sobre lo normal y lo diferente

Como se desprende de la escena de campo que reconstruí al inicio de este capítulo, las actuales políticas de desarrollo infantil temprano vehiculizan la idea de que la primera infancia es una etapa de riesgo, puesto que los déficits en la crianza y la estimulación en dichos años, en particular aquellos asociados a situaciones de pobreza, pueden ocasionar impactos cognitivos perdurables hasta la vida adulta. Tal como ha sido analizado por Briolotti (2018), ya desde la segunda mitad del siglo XX en Argentina se profundizó la tendencia en la pediatría y la psicología a relativizar el determinismo constitucional, para otorgar mayor peso a variables ambientales, que comprendían todo lo que rodeaba al/a niño/a: el clima, la altura, los cuidados maternos y los llamados factores socioeconómicos, a los cuales se atribuía una importancia cada vez mayor. En ese sentido, es posible afirmar que el interés por la relación entre pobreza y desarrollo infantil no es nuevo, sino que ha encontrado en las neurociencias novedosos lenguajes y tecnologías. Sin embargo, como analizaré a continuación, el carácter de dicha relación continúa siendo objeto de disputas epistémicas y políticas. Durante la entrevista, Thomas lo plantea de este modo. Parte de su trabajo y del que realizan otros/as investigadores/as de su centro se basa en la observación de que la pobreza podría estar teniendo un efecto en el desarrollo cognitivo infantil. En concreto, hay una correlación entre aspectos que pueden ser medidos en el ambiente vinculados al estatus socioeconómico y un conjunto de cambios estructurales y funcionales en el sistema nervioso. Identificar las rutas de asociación entre éstos podría brindar oportunidades para intervenir o pistas para mejorar prácticas educativas. Sin embargo, esto abre más preguntas que respuestas. Hay muchos aspectos ambientales que correlacionan juntos, con lo cual es difícil saber cuáles producen qué efectos. La pobreza es en sí misma comprendida como multidimensional y, a la vez, ésta co-ocurre con otros fenómenos. Por otra parte, tampoco encuentran que estos efectos sean uniformes. Pero quizás lo que verdaderamente complica todo es lo obvio, que, no obstante, a veces se escurre de las explicaciones: correlación no es igual a causalidad. Con una afirmación similar a ésta, empieza Lipina su presentación en un evento de divulgación científica en 2019. En sus palabras, expresó que “los estudios nos muestran relaciones entre variables, pero no necesariamente por qué ocurren” (Registro de campo, marzo 2019). A continuación, aclara que parten de asumir la interdependencia de niveles de organización y la multidireccionalidad de los efectos de unos y otros, lo cual no permite pensar en relaciones de causalidad unilineal. O como lo ha escrito en otra oportunidad: “La naturaleza asociativa de esta evidencia no permite inferir los mecanismos causales a través de los cuales tales relaciones se producen” (Lipina & Segretin, 2019, p.27). El desarrollo, en su perspectiva, estaría caracterizado por una transformación permanente y de mutua influencia entre sistemas biológicos y sociales a lo largo de toda la vida. Es por ello que se refiere más a procesos y experiencias que a etapas o períodos fijos. No deja de ser un dato el carácter aclaratorio de estas afirmaciones. Es que no siempre ni todos en las neurociencias lo piensan de esta manera. Basta recordar la presentación del neurólogo en el CEPE, que ofrecía un abordaje más lineal y taxativo sobre el impuesto cognitivo que produce la pobreza. En efecto, en una etapa temprana del área de estudio, las interpretaciones pre- dominantes de la evidencia tendieron a atribuir déficit por pobreza, que a su vez resultó en la construcción de patrones rígidos basados en la idea de riesgo y de privación. Esto fue rápidamente engarzado a teorías psicológicas sobre el determinismo infantil y teorías neoliberales sobre el capital humano, extendiendo los hallazgos de las neurociencias más allá de sus posibilidades. Estos procesos han dado lugar a fuertes autocríticas (Bruer, 1999) y explican, en cierta medida, la cautela con la que hoy investigadores como Lipina, Carboni y Thomas abordan trabajos propios y ajenos. En la actualidad, los tres coinciden en que la hipótesis del déficit es insuficiente, cuando no inadecuada:

Por supuesto que hace 25 años lo pensaban en ese marco porque era lo que uno leía, lo que uno todavía no se cuestionaba, hasta que empezamos a ver que había respuestas autorregulatorias en pobreza y ¿cómo son?, ¿no son también adaptativas? Por supuesto, lo que es- tamos viendo ahora es que no hay déficit. Lo que hay es diferencia, hay diferente calidad de activación, esa evidencia está viniendo de distintos países, en los últimos cinco años, hay poca todavía, hay menos de diez trabajos, pero todo eso está motorizado una nueva manera de analizar el tema de la pobreza (Entrevista Sebastián Lipina, junio de 2020).

Thomas comparte en gran medida esta visión y organiza los abordajes en dos modelos. Un modelo normativo, donde todos los efectos son pensados en términos de déficit y un modelo adaptativo, donde los efectos son pensados desde la flexibilidad y la adaptación, valga la redundancia. De acuerdo a él, el principal problema del modelo normativo es que implica la construcción de un parámetro de desarrollo cognitivo perfecto que, aun cuando resulta inexistente en términos reales, es moldeado de acuerdo a mediciones y promedios hallados en población blanca, occidental, urbana, de sectores medios-altos. A su vez, en adición a estos problemas de orden más epistemológico y ético-políticos, señala que el modelo normativo ha mostrado ser inapropiado para comprender la variabilidad, para explicar que, en efecto, los cerebros funcionan distinto, de acuerdo a distintos patrones de conectividad. Diferencia, no déficit. Para Thomas, la idea de déficit parecería ser operativa sólo en situaciones de privaciones extremas, asociadas a desnutrición o estrés crónico.

Variabilidad, plasticidad, flexibilidad parecen ser hoy las categorías centrales que organizan los intereses de estos investigadores y sus equipos, que los desplazan de modelos únicos de desarrollo para habilitar consideraciones complejas acerca de las múltiples trayectorias de desarrollo posible. Esto no solo implica una posición teórica, sino que se traduce en decisiones metodológicas. Al respecto, Lipina comenta que en su equipo de investigación no usan para tareas cognitivas ningún parámetro de normalidad o de umbral, incluso en las tareas estandarizadas, porque tendría que estar representada la población que se está evaluando, “cuando esto viene de una prueba que fue validada en otra población, nosotros usamos el dato bruto, no normativo, porque el dato bruto me da una imagen de una posibilidad de desempeño” (Entrevista Sebastián Lipina, junio de 2020). Esto refiere a que no se emplea un parámetro normativo con el que contrastar los datos obtenidos en los estudios, puesto que esto puede implicar perder de vista la variabilidad y situacionalidad de las respuestas cognitivas. Esta mirada se basa, a su vez, en el concepto psicológico de autorregulación, que refiere a la capacidad cognitiva de ajustar pensamientos, emociones y prácticas de acuerdo al contexto. Constituyen procesos que se construyen, se aprenden y se modifican en el ciclo vital y, neurobiológicamente, se asocia a la organización de diferentes redes neurales. En relación a diferencias interpretadas como adaptaciones a experiencias de pobreza, Thomas (Entrevista, julio de 2020) ejemplifica que lo que suele leerse como dificultad de concentración o distracción podría reflejar una mayor vigilancia apropiada para un entorno más peligroso; o bien la impulsividad podría ser funcional a un contexto de mayor incertidumbre. Aun así, los tres coinciden en señalar que en el largo plazo esto podría tener un costo. Por ejemplo, una preocupación compartida son los niveles subclínicos de inflamación y cronicidad de la respuesta al estrés, que pueden generar una acumulación de desgaste de diferentes sistemas orgánicos que se asocian con aumento de morbilidad y disminución de la expectativa de vida:

Nosotros creemos que conocer ese tipo de fenómeno pueden contribuir a que los chicos sean vistos de una manera más compleja por los adultos de la sociedad. Es decir, nosotros creemos que los adultos no estamos viendo adecuadamente a los chicos en estos aspectos y creemos que lo neurobiológico tiene que ser parte de nuestra mirada, dentro de una complejidad que tenemos que comprender colectivamente. Sobre todo con las infancias que están padeciendo la injusticia de la pobreza porque ahí la adversidad hace que los sistemas de regulación estén mucho más demandados. Es un tema de inequidad. (Entrevista Sebastián Lipina, junio de 2020).

Este señalamiento acerca de la mirada incompleta sobre la infancia parece ser una posición crítica respecto de la noción de persona o de lo humano más próxima al constructivismo social. Hay un reclamo allí por reintegrar la materia, lo orgánico, a la vez que tener en cuenta la experiencia, es decir, cómo cada niño/a vivencia la pobreza, por ejemplo. No obstante, una limitación actual frente a esta mirada sistémica y ecológica tiene que ver con las metodologías neurales que continúan construyendo los datos principalmente en términos individuales y las dificultades que suscita la integración del cuerpo al análisis. Esto último en dos sentidos: por un lado, los estudios cognitivos pueden tanto contribuir a aportar a la complejización de lo humano, como avanzar en su fragmentación; por otro lado, integrar la expresión y variabilidad corporal -en particular, cognitiva- a una comprensión sociohistórica de lo infantil no resulta una tarea evidente. Nadie objetaría que en efecto se trata de un nivel de análisis pertinente, sin embargo, lo que resulta controversial es dilucidar la pauta que conecta, por retomar la idea del antropólogo Gregory Bateson (1990), tan influyente en la formación de Lipina. Quizás dependa, entonces, de qué historia estemos contando.

El prefijo neuro-, los neuromitos y la seducción del cerebro

Hay mucho discurso neurochucu por todos lados, de- terminista, se utilizan los conocimientos neurocientíficos hasta ideológica y políticamente para cosas que nosotros no estamos pero para nada de acuerdo. Entonces, como que parte de nuestro trabajo es diferenciarnos de todos los neurococina, neuroamor, neuro lo que quieras. Que oscilan entre miradas reduccionistas y deterministas del déficit al marketing de la sobreestimulación, con Baby Einstein, Mozart for Kids y todo eso. (Entrevista Alejandra Carboni, junio de 2020).

En apartados previos, abordé los procesos mediante los que las neurociencias se incorporaron masiva y aceleradamente al diseño de políticas sociales, en general, y a las dirigidas hacia la infancia, en particular y dirigidas hacia la infancia. Proceso, a su vez, inscripto en una más amplia popularización del conocimiento sobre el cerebro. Como da a entender Carboni, lo neuro como prefijo se extiende a cada vez más áreas de la vida y promete ser la solución a grandes problemas sociales. No obstante, parece necesario revisar la apelación al nosotros de su relato. En primera instancia, podríamos pensar que se trata de una frontera entre científicos y no-científicos que apelan al cerebro para legitimar sus argumentos. Sin embargo, como hemos estado viendo, esta es una frontera más bien porosa. Al respecto Mantilla (2018) ha analizado la participación de los propios científicos -junto a otros agentes- en la producción del neuroboom, lo cual a su vez los obliga a posicionarse respecto a si los contenidos que se divulgan sobre las neurociencias son fieles o no a las evidencias científicas existentes. Este papel activo que muchos/as neurocientíficos/as asumen en medios de comunicación y otras formas de intervención pública ha llevado a que sean analizados como anfibios, en cuanto individuos que actúan simultáneamente en la producción, circulación y difusión de saberes, y en distintos niveles culturales y sociales (Caravaca, Daniel & Plotkin, 2018). Aun cuando muchos investigadores del campo neurocientífico han participado y continúan participando de distintos modos de esta retórica salvacionista y que construye al cerebro como la última y más fundamental pieza en la comprensión de lo humano, para Carboni se trata más de un obstáculo, de una prenoción acerca de lo que ella y sus colegas hacen que es necesario desarmar constantemente. En nuestra conversación, ha caracterizado ese salto de sus estudios a las políticas como una desilusión. Estos procesos de traducción, diálogos, articulación -en las palabras de los investigadores- dan cuenta de giros, incomprensiones y resignificaciones:

Hay un exceso de uso de la evidencia para justificar la existencia de determinantes únicos tempranos para la vida productiva, la vida adulta. Esa retórica no viene de la neurociencia ni de las ciencias del desarrollo, viene de un intento de los economistas de la región, de organismos multilaterales, para poder justificar teorías de capital humano que vienen fundamentalmente de la mano de Becker (economista estadounidense). La existencia de un período único y temprano en el desarrollo que determine la vida adulta, desde el punto de vista de la evidencia que disponemos en neurociencia, no se sostiene. Cuando vos lo planteás en los foros te miran raro, te miran como que vas en contra de una corriente. A mí eso no me importa porque lo que pido es la evidencia y no la tengo. Yo encuentro que ahí hay una articulación que no es científica ni técnica. (Entrevista Sebastián Lipina, junio de 2020).

La molestia en el tono de voz de Lipina se hace notar. Es algo que ha repetido en reiteradas ocasiones, como un obstáculo a remover, en coincidencia con lo referido por Carboni. Se trata, entonces, de una articulación de conocimientos con teorías y saberes previos, que no se sostiene científicamente, pero que por asociación funciona como una forma de legitimación. Sin embargo, aun cuando en la actualidad los principales portavoces de esta concepción del desarrollo infantil sean expertos de organismos internacionales y la teoría del capi- tal humano sea uno de los marcos principales desde el que sustentan su perspectiva, esta representación del sujeto y del determinismo de la experiencia infantil aso- ciado al concepto de trauma no es ajena a la psicología, sino que ha sido activamente producida por algunas de sus corrientes. Al respecto, Briolotti (2018) ha analiza- do cómo la percepción de la primera infancia como un período decisivo para la salud mental y la integración social del sujeto fue una constante durante buena parte del siglo XX, con fundamento en teorías psicológicas de diverso cuño como el conductismo y el psicoanálisis y como base para justificar las intervenciones en el campo de la crianza y la educación infantil (Vilhena & Gomes Ferreira, 2014). Desde esta mirada de más largo aliento, bien podría decirse que los argumentos basados en el cerebro están siendo principalmente movilizados para legitimar saberes y valores previos. A la persistencia de sentidos moralizantes sobre la crianza se añade la reducción de fenómenos complejos del desarrollo a asociaciones causales unilineales sin evidencia adecuada ni suficiente que las sostenga, incluso en la propia producción de saberes psicológicos y pediátricos.

Lo que más parece molestar a Lipina son los diálogos que trunca esta articulación;

“Porque desde los organismos internacionales suelen naturalizar una idea hegemónica del desarrollo humano y usan a la neurociencia para sostenerlo. Y eso lleva a la cancelación de toda un área de estudio que podría contribuir a visibilizar la complejidad de trayectorias” (Entrevista Sebastián Lipina, junio de 2020).

Estos usos o articulaciones han dado lugar a lo que muchos investigadores del propio campo de las neurociencias nominan como neuromitos. Ideas o construcciones que se presentan como basadas en conocimientos acerca del cerebro para justificar teorías, políticas e intervenciones, pero que no son sostenibles desde la evidencia neurocientífica. La propia construcción de los primeros 1000 días como un período crítico en el que se pueden producir déficits irreversibles y a partir del cual se puede predecir la vida adulta entra dentro de esta categoría. Como también lo son la idea de que el impacto de la pobreza infantil tiene efectos permanentes y, por lo tanto, son irreversibles o que por exposición a privaciones el desarrollo del cerebro se interrumpe. Lipina aclara que el desarrollo se aproxima más a un devenir, en cuanto hay multiplicidad de trayectorias y derivas posibles, pero en donde justamente no es posible la interrupción. “La interrupción del desarrollo es igual a muerte”, sentencia en una de sus exposiciones (Registro de campo, marzo de 2019). Un elemento crucial en la producción de estos neuromitos es el uso de neuroimágenes, una pieza central en el particular régimen de visualización que acompaña la propagación del conocimiento neurocientífico y que urge a ver en ellas el núcleo central del ser humano. Como aquellas que mencionara al inicio de este capítulo y que se reproducen sin cesar en eventos sobre el desarrollo en la primera infancia. Estas imágenes suelen ser leídas como una captación transparente y sin mediaciones de la práctica humana. Sin embargo, condensan una serie de procedimientos y decisiones de los/as investigadores/as. Las técnicas de IRMf permiten asociar cambios en el flujo sanguíneo durante la realización de una actividad. Asignar tales cambios a lo que supuestamente evalúa la tarea que se administra sería la reificación de una identidad ontológica: por ejemplo, afirmar que un cierto cambio en el flujo es igual a con- trol inhibitorio. La identidad ontológica elimina la diferencia entre asociación y causalidad. Aun cuando este uso reificado y con pretensión de autoevidencia de las neuroimágenes es cada vez menos frecuente en ámbitos científicos, persiste en actores políticos y académicos hipervisibles, como los expositores de la conferencia del CEPE con los que inicié este capítulo. Al respecto, Alac (2008) analizó las neuroimágenes como representaciones visuales de aquello que era no visible y, en términos más generales, a la visión como un proceso situado en la intersección entre instrumentos y tecnologías, prácticas, escenarios y las experiencias encarnadas de los/as investigadores/as. Ver aparece ligado a acciones significativas concretas. Estas consideraciones sobre las neuroimágenes también son elocuentes sobre la historia del campo neurocientífico. Lipina y Thomas, que tienen más de veinte años de trayectoria en dicho campo, recuerdan que, en la década de 1990, cuando la imagen por resonancia magnética funcional era reciente, era frecuente que en los congresos se utilizaran las imágenes como prueba autoevidente y explicativa, mientras que ya en los primeros años de la década del 2000, comenzó a criticarse el reduccionismo que esto implicaba. Es interesante cómo las imágenes intervienen en lo público, traspasando las fronteras de los laboratorios y las academias, como un artefacto transparente, una suerte de talismán, para acceder a la interioridad no solo corporal, sino del sujeto en su conjunto. Contribuyen, así, a moldear al cerebro como un locus de agencia multicausal (Fox Keller, 2000) y de carácter enigmático (Mantilla, 2014). Para ello se omite que esta forma de visualización que las neuro- ciencias movilizan implica una construcción de dichas imágenes, una compleja tecnología de producción de una verdad sobre el cuerpo y sobre lo humano, sobre su esencia. Objetos como las imágenes cerebrales, producidas con asistencia mecánica, análisis estadístico, software de visualización e interpretación encarnada, son altamente intervenidos a la vez que son un agente de intervención, aun cuando puedan aparecer inmediatamente legibles. Es central comprender este poder de tornar a estas imágenes en evidencias objetivas y sin marcas de autoridad, en tanto su aparente carácter fotográfico solapa su naturaleza interpretada, agentiva y mutuamente constituida. En nuestras conversaciones e incluso también en sus publicaciones y presentaciones públicas, Lipina, Carboni y Thomas son reflexivos respecto de la seducción de las neurociencias, en particular para decisores políticos. Thomas (Entrevista, julio de 2020) señala que se trata de un arma de doble filo, en tanto cuando decís que algo está en el cerebro, los decisores políticos son más propensos a creer que los efectos son reales, lo cual es importante para que la pobreza infantil se vuelva un asunto políticamente relevante. Sin embargo, el lado negativo que él encuentra es que también suelen pensar que aquello que está en el cerebro tiene un carácter fijo, sin solución y que, entonces, por el contrario, puede reificar y funcionar como reproductor de las desigualdades. Más que una preocupación por la pureza del conocimiento científico, de las apreciaciones emerge su implicación ética con el problema que estudian y su interés por cuidar las intervenciones e interpretaciones a las que se puede dar lugar:

El problema es que esas formas de abordar a la primera infancia son culpabilizantes, culpan a la familia de lo que le ocurre a un chico que no puede tener sus capacidades, etcétera, porque no hay suficiente inversión o porque no hay suficiente estimulación. Nosotros no creemos eso, creemos que cada familia les da a los chicos muchas cosas, que eso pone en juego una dinámica muy compleja de trayectorias de desarrollo y de posibilidades, con dificultades, pero no necesariamente determinantes de la productividad adulta. Eso sería negligir los sistemas relacionales de desarrollo, cuando vos hacés una proyección a partir de una regresión de tu adversidad inicial con tu productividad en tu cuarta o quinta década de vida, lo que estás haciendo es borrar las trayectorias de cuatro décadas y para mí eso es peligroso, por lo menos, no coincido desde el punto de vista técnico ni ideológico, pero además es peligroso porque las asociaciones de ese tipo no son causales, la manera de construir ese dato es asociativa, entonces tampoco estás viendo las grandes diferencias individuales de las trayectorias. (Entrevista Sebastián Lipina, junio de 2020).

Sus palabras señalan usos estratégicos de los conocimientos basados en el cerebro que resultan inesperados e incluso contradictorios respecto de la evidencia científica y, más aún, del espíritu y la intención con que estos conocimientos fueron producidos. Aun así, inspirada en el pensamiento de Ingold (2010, 2018) comparto la mirada que considera que el conocimiento científico no sale de los laboratorios y centros de investigación como productos acabados, sino que las fronteras son porosas y estos conocimientos ingresan en corrientes de flujos variables y se enredan con otras cosas, que dan lugar a deslizamientos creativos y contingentes. Esto no quita que también dentro y entre los laboratorios se pongan en juego implicaciones ético-políticas y formas de cuidado respecto de los objetos y las áreas de estudio. A su vez, pensar la producción de conocimiento como práctica relacional que tenga en cuenta estos flujos y desplazamientos, permite observar el modo en que dichos usos y efectos inesperados motorizan también reelaboraciones teóricas, ajustes metodológicos y la reflexividad de los propios investigadores. Así comparto que “los procesos de recepción, circulación, reapropiación y redefinición de saberes son fenómenos de carácter multidireccional y constitutivos de los propios saberes” (Caravaca et al., 2018, p.3), mirada que, a su vez, permite reflexionar sobre su eficacia social.

No todo es el ambiente. Sobre las bases materiales del comportamiento más allá del determinismo

En nuestros primeros intercambios con Lipina, percibí un intento de su parte de descifrar desde qué lugar me aproximaba a su trabajo. En este mapa de actores y saberes sobre la primera infancia, él se posiciona en las ciencias del desarrollo a la vez que sostiene una mira- da crítica respecto de las construcciones de la primera infancia por parte de organismos internacionales y policy makers, por los intrincados procesos de traducción y malas interpretaciones que he comentado. En ese mapa, yo también tengo un lugar, que, probablemente por formación en antropología, él lo asocia a los estudios sociales de la infancia. Un campo de estudios con los que, por motivos diferentes, los diálogos también le resultan enredados. Desde su experiencia, buena parte de estos diálogos han sido truncos a razón de lo que él analiza como un rechazo a lo biológico. Y se plantea la pregunta acerca de dónde se ubican las ciencias del desarrollo en relación a los estudios sociales de la infancia: ¿por dentro, por fuera, en relación a?

Desde una posición próxima a la de Lipina, Carboni y Thomas también refieren batallar contra la acusación de positivistas y biologicistas por parte de investigadores de las ciencias sociales, que consideran que en parte se corresponde con una concepción de lo biológico como determinado y fijo. Thomas señala que hay mucha resistencia a considerar que no todo es el ambiente. De su parte, también reconocen las limitaciones propias para comprender que haya aspectos de la educación, por ejemplo, que no sean mensurables o reductibles a técnicas. No obstante lo cual, apuestan por pensar juntos. Por otra parte, resulta difícil pensar estos diálogos sin considerar las mediaciones y traducciones ya revisadas en un particular contexto que ha sido analizado como de neuromanía, inscriptos en una extensa historia de explicaciones monocausales del comportamiento humano a partir de la selección de algún rasgo biológico/genético/corporal. La caute- la, como dijera Fonseca (2019), es comprensible. Aun así, la cautela -en lugar de la negación o la acusación- quizás pueda ser suficiente para propiciar algún diálogo y coproducir nuevas formas de pensar la materialidad:

Se puede llegar a afirmar ciegamente que, por ejemplo, no existe ninguna relación entre lo orgánico y la capacidad lingüística, y que absolutamente todo lo que le concierne al ser humano es de origen cultural o social. Nos hemos olvidado así de la materialidad; no sólo del mundo, sino también de nuestro propio cuerpo, y establecemos una oposición tajante entre naturaleza y cultura, entre mente y cuerpo. (Silla, 2013, p.11).

El fragmento precedente fue escrito por el antropólogo argentino Rolando Silla (2013) en el marco de un dossier titulado “Materialidad y agencia: un debate con la obra de Tim Ingold”. En su texto, revisa la perspectiva del antropólogo británico como potente para supe- rar dichas dicotomías, en tanto aborda el mundo-vida desde la experiencia y los flujos en los que las cosas se hallan inmersas. En este pensamiento, la materia no es inerte y pasiva, sino que está ella también en el flujo de la vida. El fragmento, por otra parte, tiene sugerentes reminiscencias con lo dicho por Lipina en nuestro inter- cambio: “La biología también es parte de la voz infantil, en el sentido que expresa un estado que hay que tener en cuenta” (Entrevista Sebastián Lipina, junio de 2020). Por otra parte, la propia historia de la antropología física y los cuestionamientos intradisciplinarios respecto de sus preceptos que se han dado a lo largo del siglo XX -y continúan- resultan elocuentes para avanzar en una consideración no fragmentada de lo humano y de la vida en general. En particular, la llamada Nueva Antropología Física ha recuperado la tradición boasina en torno a la plasticidad de los rasgos somáticos en relación a las condiciones ambientales (Stini, 2010), para reconceptualizar la variabilidad biológica desde enfoques procesuales, ecológicos y de ciclo vital. Por supuesto que esto no se ha dado sin conflictos, puesto que como ha señalado Ramírez Velázquez (2014), la relación biosocial no se resuelve simplemente con la articulación de agregados. Uno de los emergentes en estos debates se sitúa justamente en la consideración de las relaciones organismo-ambiente. Para continuar animando el problema, retorno a Bateson (1972), quien afirmó que la mente no está limitada por la piel, sino que es inmanente a un sistema de relaciones y se rea- liza en él, a través de un flujo continuo de conexiones y caminos sensoriales (Carvalho & Steil, 2018).

Desde estos diálogos, emerge la pregunta acerca de si es posible incorporar la consideración sobre los niveles de cortisol o hierro -por nombrar algunos indicadores- a las comprensiones sobre la experiencia y la agencia infantiles, de modo tal que éstos no funcionen como variables explicativas de los comportamientos, sino que visibilicen la singularidad y relacionalidad de lo humano -y más aún, de lo viviente- en todos sus niveles, a la vez que avanzar en consideraciones sobre la cognición en cuanto actividad práctica no disociada del flujo experiencial.

Palabras de cierre

En este artículo, procuré reflexionar acerca de los dilemas suscitados por los procesos de producción, circulación apropiación de conocimientos neurocientíficos sobre el desarrollo infantil. Dar cuenta del modo en que los intereses científicos están consustanciados con posiciones éticas, políticas y afectivas permitió problematizar la idea de una preexistencia de espacios e instancias claramente delimitados: uno correspondiente a la producción, vinculado al mundo experto, y otro de recepción, vinculado a sectores sociales más amplios Caravaca et al., 2018. A partir de conversaciones con investigadores neurocientíficos y de la revisión de sus trabajos sobre pobreza infantil y desarrollo cognitivo, se evidenció el carácter relacional de la producción de conocimiento a la vez que la persistente politicidad de los saberes expertos en torno a lo infantil y la definición de sus necesidades. En estos diálogos, los usos de conocimientos basados en el cerebro que hoy abundan en las políticas de primera infancia y desarrollo infantil fueron en su gran mayoría matizados, cuando no abiertamente discutidos. Hacer neurociencias en relación al desarrollo infantil parece que hoy requiere de involucrarse en un campo minado, en el que hacer investigación neuro- científica requiere de involucrarse en una controversia pública sobre los alcances de la evidencia y las implicancias ético-políticas. La inscripción de estos saberes en trayectorias singulares y en sus contextos de producción y circulación permite comprender a dichos saberes como tecnologías que producen grillas interpretativas sobre problemas sociales. De estos diálogos, emerge también de forma saliente la tensión en torno a la materialidad corporal, que puede ser comprendida tanto como un nivel de análisis que aportaría a la complejización de la experiencia -en particular, la infantil-, como también parte de la eficacia autolegitimante de las neurociencias como tecnología de gobierno y forma de regulación de la parentalidad en particular. Derivada de ello, surge la pregunta acerca de si desarrollo cognitivo es una nueva categoría sociocultural para marcar y distorsionar la percepción de las desigualdades sociales y cómo son incorpora- das y activamente producidas y reproducidas o puede aportar a una comprensión más compleja de la pobreza infantil, que recupere la materialidad de lo viviente sin pretender recortarlo de la red de relaciones y procesos sociohistóricos en que se inscribe. ¿Es una reedición del debate naturaleza contra crianza intersectado con nuevos sentidos regulatorios sobre la parentalidad y la estimulación en la primera infancia o el principio de un camino para terminar con el falso dilema y para situarnos en la relacionalidad de lo humano en todos sus niveles? En mis intercambios con Thomas, él se preguntaba si las neurociencias, al contribuir a aliviar los efectos de la desigualdad -al identificar, por ejemplo, cómo equipa- rar trayectorias educativas incidiendo en procesos de enseñanza-aprendizaje-, están ayudando a sostenerla. Él cree que no, sino que por el contrario puede aportar a una mejor comprensión de un fenómeno complejo. No es menor que, no obstante, se haga la pregunta. Y también reconoce que, si la evidencia terminara mostrando que las rutas de causalidad son demasiadas, la única solución sería terminar con la desigualdad. “Quizás es lo que deberíamos estar haciendo de todos modos” (Entrevista Michael Thomas, julio de 2020), reflexiona. Otros neurocientíficos también se han preguntado si estas investigaciones desvían la atención de las consecuencias estructurales que genera la inequidad en primer lugar, corriendo el foco de los factores subyacentes que generan las condiciones para la desigualdad Pakulak y Stevens, 2019. En su reflexión sobre el aporte de las neurociencias cognitivas para el estudio de las relaciones entre las condiciones socioeconómicas y el desarrollo humano, sostienen que la comprensión de los mecanismos a través de los cuales la inequidad se refleja a nivel biológico y se asocia con diferentes aspectos de la vida pueden ser una herramienta para continuar complejizando el problema de la pobreza. Las respuestas no son unívocas porque, como se ha visto, no lo son los saberes ni los sentidos que se les atribuyen. De allí la propuesta de pensar la ciencia y el conocimiento desde sus efectos, desde aquello que produce, ¿qué políticas -pero más en general- qué mundos posibilita y cuáles obstruye o silencia?

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1 Los nombres y datos personales son reales, con el consentimiento de los/as entrevistados/as. Nombrarles de esta manera responde a principios éticos y también epistemológicos, puesto que las reflexiones aquí presentadas han sido producidas en diálogo con ellos/as.

2Refiere a habilidades como la inhibición de la respuesta, la flexibilidad cognitiva y la memoria de trabajo, y las que derivan de ellas, como la planificación y la organización.

3Las células gliales son células del sistema nervioso, que cubren los axones neuronales (estructura nerviosa que sale del cuerpo de la neurona, con la finalidad de transmitir el impulso nervioso a otra célula nerviosa).

4El control inhibitorio y la flexibilidad cognitiva son categorías propias de las neurociencias y la psicología cognitiva. Ambas son consideradas funciones ejecutivas que, de acuerdo Lezak (1982), son capacidades necesarias para formular objetivos, planificar una estrategia para alcanzarlos y llevarla adelante eficazmente. El control inhibitorio es un componente ejecutivo que permite que las acciones no estén determinadas por impulsos, hábitos adquiridos o estímulos ambientales dominantes y hace posible el cambio y la elección acerca del modo de actuar. La flexibilidad cognitiva refiere a la capacidad de alternar los patrones de respuesta frente a una tarea o situación con demandas cambiantes. Supone la habilidad de aprender de los errores, reconocer estrategias alternativas, dividir la atención y procesar múltiples fuentes de información simultáneamente.

Recibido: 17 de Junio de 2021; Aprobado: 09 de Octubre de 2021

*Autor para correspondencia: Florencia Paz Landeira, email: flor.pazlandeira@gmail.com

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