Introducción
Según la definición de la Real Academia Española (RAE), la palabra “madre” se refiere a la función “protectora y afectiva”. La maternidad sería el cuidado de quienes son dependientes y vulnerables, cuidado que es realizado con afecto y amor. Estas actividades serían propias de las mujeres y deben ser realizadas en forma gratuita, fuera de los cálculos utilitaristas del mercado. La entrega de protección y cuidado afectuoso no se circunscribe solo a la propia descendencia (hijos), sino también a generaciones mayores (padres y abuelos) y menores (nietos y bisnietos) y, además, a las propias parejas de las mujeres. Asimismo, se extiende a otros familiares o miembros de la comunidad, hermanos o vecinos, por ejemplo.
La maternidad está en el corazón de la construcción de lo femenino en América Latina, no solo en términos culturales sino también estructurales e institucionales (Ramm y Gideon, 2020). El peso del catolicismo, las jerarquías raciales y sexuales instaladas durante la Colonia, y un sistema de parentesco centrado en los lazos de sangre están en el origen de esta homologación de mujeres y madres. Esta concepción se encuentra también en las fundaciones de los estados republicanos independizados. Varias de las primeras políticas sociales que surgen en Latinoamérica se enfocaron en la maternidad. Esta asimilación de las mujeres a la maternidad y los cuidados es el núcleo desde el cual surgen y se multiplican una serie de mecanismos de discriminación hacia las mujeres. Así, las políticas sociales han sido mecanismos no solo de reproducción, sino también de imposición de una feminidad entendida como maternidad y de los cuidados como una responsabilidad exclusiva de las mujeres (Jelin, 2005; Molyneux, 2006a; Pieper-Mooney, 2020; Ramm, 2020b).
La pandemia del COVID-19 constituye un escenario privilegiado para una reflexión sobre maternidad, cuidados y políticas públicas. El distanciamiento social y las consecuencias de salud asociadas a la pandemia han agudizado la crisis de los cuidados que la literatura especializada venía denunciando. El COVID-19 agudiza las desigualdades, particularmente las de género, en una variedad de instituciones sociales: familias, comunidades, mercado y Estado.
Nos centramos en Chile para estudiar tres ámbitos de política pública: salud privada, políticas de vivienda y programas de empleo femenino. El caso de Chile es ilustrativo en cuanto muestra las contradicciones de una sociedad que, por una parte, presenta un profundo liberalismo de mercado junto a un marcado conservadurismo social. Asimismo, el país tiene un muy buen desempeño regional en índices de desarrollo económico y social (PNUD, 2020), junto con uno de los sistemas de protección social más desarrollados de América Latina (CEPAL, 2010). Pese a lo anterior, las desigualdades en Chile son profundas, con un rezago significativo en la distribución de trabajo doméstico y de cuidados no remunerado, en el acceso a derechos sexuales y reproductivos, y en la protección contra la violencia de género (CEPAL, 2010). El caso chileno ilustra la distancia entre una narrativa propia de una sociedad que aspira a ser más justa e igualitaria, con una institucionalidad que permita o lidere ese cambio (PNUD, 2010).
En este artículo nos preguntamos, ¿cómo están presentes las nociones de maternidad, su relación con las tareas de cuidados y los roles tradicionales de género, en el diseño e implementación de políticas públicas? ¿Cuáles son las consecuencias de estas nociones para el avance hacia una mayor autonomía e igualdad de género? En otras palabras, buscamos entender cómo nociones de feminidad-maternidad-cuidadora presentes en políticas públicas abren o cierran el acceso a derechos y cómo, a su vez, reducen o amplían la desigualdad de género y la autonomía de las mujeres.
Género, desigualdades y pandemia
La pandemia del COVID-19 ha agudizado y visibilizado las desigualdades sociales y de género. El COVID-19 está teniendo efectos complejos, particularmente en relación a salud, trabajo pagado y no pagado, carga de cuidados y violencia doméstica, entre otros (Rivera et al. 2020; UN Women 2020; UNFPA 2020; Wenham, Smith, y Morgan 2020). La crisis producida por esta pandemia puede hacer retroceder los avances que se han logrado en la eliminación de desigualdades y discriminaciones estructurales e institucionales, incluidas las de género, y ha revelado el costo de no tener un sistema integrado de cuidados de cobertura amplia en la región (CEPAL, 2020). Además, estudios recientes resaltan que uno de los impactos a más largo plazo del COVID-19 puede ser la restitución de normas tradicionales de género, ya que las mujeres tienen más probabilidades de estar en la economía informal y tienen mayor riesgo de perder sus trabajos (Czymara, Langenkamp, y Cano 2021; Smith et al. 2021). El COVID-19 ha confinado a las familias en sus hogares, desde donde las mujeres intentan trabajar, cuidar y educar a los niños al mismo tiempo (Bahn, Cohen, y van der Meulen Rodgers, 2020). Un número creciente de estudios, incluidos de Argentina y Chile, muestran que durante la pandemia del COVID-19 las mujeres han experimentado un mayor aumento en el trabajo de cuidado no remunerado en comparación con los hombres (Costoya et al., 2020; Energici et al., 2020; Rivera et al., 2020).
En Chile, una encuesta encontró que alrededor del 70% de los niños menores de 12 años en los hogares encuestados son educados por madres o abuelas durante el encierro. A esto se suma el trabajo emocional, construido como típicamente femenino, de navegar y administrar las crecientes tensiones al interior del hogar generadas por la crisis. Toda esta carga de trabajo no remunerado perjudica las posibilidades de realizar trabajo remunerado o de priorizarlo. No es de extrañar entonces, que muchas madres también informaron un deterioro en su propia salud y bienestar como consecuencia de la mayor carga de cuidados (Energici et al., 2020). Además, las mujeres ocupadas en el sector salud, quienes representan el 73% de este, forman parte de la primera línea de respuesta al COVID-19, lo que se traduce en una mayor carga de trabajo y un deterioro de sus condiciones laborales (UN Women, 2020b).
El confinamiento debido al COVID-19 ha significado que la división entre trabajo asalariado y espacio público versus trabajo no remunerado y espacio privado se haga más tenue y porosa. En tiempos de pandemia y aislamiento social, las personas tienen que navegar sus distintas identidades y roles en un mismo espacio, el hogar, el cual muchas veces es limitado y reducido. Las restricciones a la movilidad de las personas implican así el ingreso al hogar del trabajo remunerado para quienes pueden trabajar desde casa, y para una gran cantidad, especialmente mujeres, el desempleo. Los empleos profesionales se pueden hacer a distancia, pero no así los manuales, que son habitualmente desempeñados por mujeres sin educación superior. La crisis ha afectado desproporcionadamente a los trabajadores informales y las mujeres y, en particular, a las mujeres jóvenes quienes son más vulnerables al deterioro del mercado laboral (CEPAL, 2020). La tasa de desocupación femenina alcanzaría un 22% en 2020 y aproximadamente 118 millones de mujeres vivirán en situación de pobreza en América Latina (CEPAL, 2021a, 2021b).
En cuanto a la respuesta del estado, particularmente en Chile, esta se ha dirigido a asegurar el acceso a servicios para sobrevivientes de violencia contra las mujeres, acceso a seguro de desempleo para empleadas domésticas y extensión del permiso post natal durante el COVID-19. También se adoptaron medidas para aumentar el acceso a recursos a través de microempresas y empleo, y entrega de bonos y subsidios (CEPAL, 2021a) Esto ilustra que se ha destinado poco o nada a políticas que permitan balancear, en términos de género, los efectos de la crisis en la carga de cuidado de las mujeres e impulsar una reconstrucción con mayor igualdad en los espacios públicos y privados. Es decir, la crisis producto del COVID-19 favorece la reinstalación de discursos y prácticas maternalistas, naturalizando que sean las mujeres quienes tienen la mayor -y muchas veces única- responsabilidad en buscar soluciones a la crisis en sus hogares y comunidades. Esto en un contexto en que se espera, además, que el COVID-19 aumente tanto el desempleo como la pobreza en toda América Latina (CEPAL, 2021a).
Las bases del sistema en Chile
Las bases del actual sistema de protección social en Chile se introdujeron durante la dictadura militar (1973-1989), bajo una ideología conservadora y de derecha que profundizó prácticas discriminatorias y los estereotipos de género como base de la nación (Alvarez Minte, 2016; Araujo, 2009; Huneeus, 2000; Pieper-Mooney, 2009). Esto quedó plasmado en documentos fundamentales del régimen militar como el Plan Nacional de Desarrollo (ODEPLAN, 1979) y la Constitución de 1980. Este régimen fue efectivo en combinar políticas neoliberales con una ideología religiosa católica, que buscaba retradicionalizar la “moral nacional”, creando una “síntesis conservadora” (Huneeus, 2000 y 2001).
Este giro neoliberal redujo el papel del Estado y dio mayor protagonismo al sector privado como proveedor de servicios sociales, junto con apostar por políticas de priorización de algunos grupos -los más pobres- a expensas de garantías universales. Como consecuencia, políticas sociales clave como pensiones, educación y salud se estratificaron, reproduciendo y profundizando desigualdades sociales. A pesar del retorno a la democracia en 1990, el sistema de protección social no ha cambiado significativamente. De hecho, hay evidencia que muestra que en Chile la desigualdad de ingresos ha aumentado en los últimos años, convirtiéndolo en uno de los países más desiguales de América Latina (Flores et al., 2017).
Asimismo, la síntesis neoliberal-conservadora del caso chileno, que se sostiene sobre un Estado subsidiario y la debilidad y limitaciones de políticas públicas universales, significa una sobrecarga a las familias y a las mujeres-madres en particular (Valenzuela, 2006). A esto se suma que Chile está experimentando una serie de transformaciones en su sistema familiar, en línea con varias tendencias mundiales (UN Women, 2019). Desde fines del siglo XX se observa la emergencia de familias más diversas e informales, que se apartan del modelo de familia nuclear heterosexual sancionada por el matrimonio (Palma y Scott, 2018; Ramm y Salinas, 2019; Valdés, 2007). El matrimonio y la fertilidad disminuyen, mientras aumentan la cohabitación, los nacimientos fuera del matrimonio y los hogares encabezados por mujeres. En paralelo, desde fines de la década de los 90, la fuerza laboral ya no está compuesta casi exclusivamente por hombres, y se ha transitado gradualmente a un modelo de “doble ingreso” (Lewis, 2001).
Pese a estos avances, muchas mujeres en Chile tienen más probabilida-des de estar ubicadas en la economía informal, sin acceso a los beneficios de protección social relacionados con el empleo formal o el matrimonio (OIT 2018). Igualmente, las mujeres continúan realizando los trabajos de cuidados no remunerados y los quehaceres domésticos, aunque trabajen en forma remunerada (Instituto Nacional de Estadísticas (INE), n.d.). Así la incorporación de las mujeres al trabajo pagado muchas veces se traduce en una doble o triple jornada laboral y en pobreza de tiempo. Pese a esto, el ideal normativo de la familia nuclear tradicional sigue al centro de las aspiraciones de los y las chilenas, en tanto las mujeres son vistas, y se ven a sí mismas, primordialmente como esposas y madres a cargo del cuidado de la familia y del hogar (Thomas, 2011). El aumento de las uniones de convivencia no ha sido producto de una transformación cultural de rechazo al matrimonio, sino de una adaptación pragmática. El matrimonio ha ido perdiendo atractivo en términos económicos, producto de la creciente autonomía económica de las mujeres, asociada a su creciente incorporación al trabajo pagado y mejor acceso a ciertas políticas públicas (Ramm y Salinas, 2019).
La maternidad en Chile (Ramm y Gideon, 2020), al igual que globalmente (Amarante y Rossel, 2017; England, Budig, y Folbre, 2002; Folbre, 2006), es socialmente elogiada y está vinculada a un sentido de superioridad moral y sacrificio personal. Esto se traduce en que una rebeldía o alejamiento de las mujeres de su rol materno-cuidador tiende a ser enjuiciado negativamente (Franceschet, Piscopo, y Thomas, 2016; Ramm, 2020a). En Chile, al igual que en el resto de América Latina, esta misma supuesta superioridad moral y sentido de sacrificio es capturada por la noción de marianismo, que asimila la maternidad al modelo de la Virgen María (Montecino, 2017; Morandé, 1984; Steven, 1973). Una versión alternativa es la de la supermadre, que logra superar todos los obstáculos sola (Chaney, 1980). Lo que comparten estos estereotipos es que no solo ocultan y naturalizan los enormes costos asociados a ejercer la maternidad, sino que la situación de opresión de las mujeres producto de la maternidad la revisten de ropajes de santidad (Virgen María) o de heroísmo (supermadre) (Collins, 2002; Ramm, 2015). Estos supuestos, creencias y normas sociales se encarnan e imponen a través de las políticas públicas (Molyneux, 2006a), en las cuales el rol maternal suele ser el punto de partida en el diseño o bien en la incorporación de las mujeres en la propia gestión (Blofield y Martínez F., 2014; Michel, 2012). Se trata de un punto de partida complejo porque asume que todo el trabajo de cuidado es propio de las mujeres y deja afuera a las mujeres que no son madres y a los hombres.
En una perspectiva de largo plazo, los discursos y narrativas de género hegemónicos han tenido un papel fundamental en la formación de las políticas sociales no solo de Chile, sino en toda América Latina (Dore, 2000; Hughes y Prado, 2011; Jelin, 1994; Lavrin, 1995; Nagels, 2018; Sanders, 2011; Staab, 2017). Los análisis revelan que las madres estuvieron entre las primeras en ser reconocidas como beneficiarias de diversas políticas sociales, especialmente en el área de la salud (Goldsmith Weil, 2020; Molyneux, 2006b; Pieper-Mooney, 2009). Sin embargo, habitualmente, las madres tenían que estar legalmente casadas, es decir, ser madres “adecuadas”, para poder recibir dichos beneficios (Ramm, 2020a). Las madres solteras accedieron solo en casos excepcionales a beneficios sociales (Zárate, 2008). De hecho, gran parte de los esfuerzos de asistentes sociales y matronas estuvieron dirigidos a lograr que las madres de sectores pobres se casaran como forma de resolver su pobreza (Rosemblatt, 2000), mientras que las “educaban” sobre cómo ser buenas madres (Zárate, 2008). Asimismo, las madres accedieron a salud y otros beneficios en atención a sus hijos, no en reconocimiento de sus propios derechos.
Más recientemente, desde los años 90, este foco en las madres ha recobrado vigor con las perspectivas de “inversión social temprana” centradas en invertir en la primera infancia y que utilizan a las madres para canalizar dicha inversión hacia niños/as y adolescentes (Chant, 2012; Esping-Andersen, 2009; Molyneux, 2006a). Aquí también se considera a las mujeres como madres sacrificadas y esforzadas que priorizan el bienestar de sus hijos y sus dependientes sobre el suyo propio, activamente retradicionalizando el papel altruista y materno de las mujeres (Roberts, 2015). Estas perspectivas también intensifican la feminización de la responsabilidad para salir de la pobreza, marginando a los hombres de dicha responsabilidad y dejando intactas las normas y prácticas sociales de la masculinidad (Chant, 2006).
Son las mujeres, como madres, quienes tienen que mantener una vivienda armónica, limpia y acogedora para hombres e hijos. El hogar, bajo la tutela la madre-esposa, es visto como un espacio en que los hijos crecen sanos y felices. También es definido como un refugio y lugar de descanso para el hombre, donde se guarece de las tensiones y agresiones que enfrenta en el trabajo y en el espacio público (Ramm, 2020b). La mujer-madre vela por el bienestar sanitario de la familia, muchas veces a expensas de su propia salud. Este bienestar incluye no solo cuidar enfermos, o quienes tienen alguna discapacidad, sino también una labor de prevención, proveyendo una alimentación sana y un medio ambiente estimulante y armónico para todos (Donelan, Falik, y DesRoches, 2001; Sepulveda Carmona, 2013).
Están claros los límites de estos modelos, en cuanto asumen una familia heteropatriarcal, con roles de género definidos en base a la división sexual del trabajo, con hombres proveedores y mujeres altruistas, portadoras de maternidad benevolente (Pieper-Mooney, 2009 y 2020; Yopo Díaz, 2016). Pero ni las prácticas de las personas, ni el mercado laboral, se ajustan a estos ideales. No todas las mujeres son madres y no todas las personas que cuidan son madres, ya sea biológicas o sociales. Las familias están cruzadas de tensiones, relaciones de poder, vulnerabilidades y discriminaciones, según género, edad, orientación sexual, discapacidad, entre otras. Estas tensiones, que se manifiestan en violencia doméstica, abuso, malnutrición, y pobreza de tiempo, afectando desproporcionadamente a mujeres, se han visto agudizadas por el COVID-19.
Es necesario reconocer que la identidad materna también genera poder y autonomía. De hecho, la maternidad ha sido, tal vez, la fuente más importante de movilización de las mujeres en América Latina (Arriagada, 2020; Franceschet, 2004; Power, 2010; Ramm, 2020a). En un contexto de predominio de roles convencionales de género, es más probable que las mujeres recurran a la maternidad para dar legitimidad a sus demandas y que estas sean consideradas lícitas si se enmarcan en la función maternal. Sin embargo, no deja de ser un enfoque complejo para la política pública, ya que cuando la identidad de las mujeres se equipara a la de madres, la maternidad fácilmente se transforma en la única identidad permitida que tienen las mujeres para ser reconocidas en la esfera pública (Gideon et al., 2021; Ramm y Gideon, 2020). En la siguiente sección nos enfocaremos en analizar las distintas prácticas y discursos sobre género y maternidad en distintos ámbitos de política pública y sus consecuencias para avanzar hacia una mayor autonomía femenina e igualdad de género.
Subsidios a la vivienda, programas laborales femeninos y acceso a la salud
Propiedad de la vivienda:género, autonomía y comportamiento apropiado
Las políticas de vivienda encarnan una paradoja. La vivienda o el hogar es un espacio femenino por excelencia y el lugar privilegiado para realizar la maternidad. El hogar es el lugar donde la mujer despliega su rol maternal, de cuidar hijos, pareja y otros familiares. La vivienda también delimita el espacio doméstico y la esfera privada. Pese a esto, históricamente el Estado chileno ha privilegiado a cierto tipo de hombres como propietarios de vivienda: hombres con un comportamiento apropiado, trabajadores y con una familia bien constituida. Las políticas de vivienda han dado al hombre decente la propiedad de la vivienda - y el poder asociado a esto-, mientras que han mantenido en la mujer-esposa-madre la responsabilidad de su mantención y cuidado.
Pese a ello, han sido las mujeres de clase baja las que han liderado las luchas y demandas por la vivienda propia (Figueroa Garavagno, 1998; Raposo Quintana, Acuña Flores, y López Dietz, 2014; Tinsman, 2009). En los años 60 y 70 las mujeres de clase baja tuvieron un rol protagónico en las tomas de terrenos, y hoy son ellas quienes lideran la mayoría de los comités de vivienda (Angelcos Gutiérrez, 2012). Esta lucha se basa en roles convencionales de género pues las mujeres apelan a que no pueden cumplir con su deber como madres y amas de casa sin un hogar en donde criar a sus hijos.
Los tecnócratas de la dictadura de Pinochet favorecieron al hombre casado, con una familia numerosa, con el sistema de entrega de subsidios a la vivienda, y discriminaron a familias encabezadas por madres solteras. En concreto, las madres no casadas legalmente obtenían menos puntos en el cuestionario de evaluación socioeconómica que las familias encabezadas por hombres casados, quedando así marginadas de acceder a la vivienda propia (Ramm, 2020b).
Sin embargo, a comienzos del siglo XXI ocurre un giro histórico: las mujeres y en particular las madres no casadas legalmente comienzan a ser las principales beneficiarias de los subsidios a la vivienda dirigidos a los grupos más vulnerables (Ramm, 2020b).
Luego de la vuelta a la democracia en los 90, los gobiernos subsecuentes aumentaron el gasto social y perfeccionaron los mecanismos de focalización, identificando una serie de grupos vulnerables, entre los cuales estuvieron las mujeres jefas de hogar (Schkolnik, 1995). Entre 1990 y 2000, el acceso de las mujeres a subsidios de vivienda aumentó significativamente y desde el año 2007 en adelante las madres no casadas legalmente comienzan a superar a las mujeres casadas como receptoras de dicho subsidio (Ramm, 2020b). Hablamos de mujeres no casadas legalmente, pues incluyen tanto a madres solteras como convivientes. Si en 1990 los hombres representaban el 81% de los beneficiados del Fondo de Solidario de Vivienda (FSV), en el 2000 las mujeres representan el 66%. Entre el 2010 y el 2020 el 81% de los beneficiarios de este subsidio son mujeres (Ministerio de Vivienda y Urbanismo, 2020). Desde 2010 en adelante, las mujeres no casadas legalmente representan más del 50% de las beneficiarias del FSV (Ramm, 2020b).
Este giro de las políticas de vivienda, si bien incluye a hogares que se apartan del modelo hegemónico de familia, sigue enmarcando por roles de género tradicionales. Las madres no casadas comenzaron a ser consideradas vulnerables por la ausencia de un hombre proveedor y son apoyadas por enfoques de inversión social, relacionados con su función materna, con el fin de reducir la transmisión intergeneracional de las desventajas (Ramm, 2020b). Las madres no legalmente casadas de bajos ingreso también apelan a los roles de género convencionales para acceder al subsidio a la vivienda. De hecho, muchas madres convivientes se presentan como madres solteras para acceder a la vivienda propia, demostrando gran capacidad de agencia al usar estratégicamente el ideal de la madre sola sufriente, promovida por la propia política de vivienda, para acceder a dichos subsidios (Ministerio de Desarrollo Social, 2013; Ramm, 2016).
El actual acceso de las mujeres de menores ingresos a subsidios para la vivienda significa un avance en su autonomía residencial y económica, junto con más recursos para enfrentar situaciones de violencia doméstica. Sin embargo, las políticas de vivienda se enfocan en la vulnerabilidad de las “madres solas”, sin desafiar los roles de género convencionales. Lo que evidencia cómo la tecnocracia del policy making opera dentro de un marco de género convencional (Montecinos, 2001). En el caso de las políticas de vivienda analizadas, esto resultó en un claro avance en términos de autonomía de las mujeres, pero no así en términos de igualdad de género. Ello se debe a que ninguno de estos subsidios busca ni incentiva la copropiedad o cojefatura de la vivienda (Deere y Twyman, 2012).
Producto del COVID-19, el gobierno de Chile dictó como medida de emergencia la “Ampliación de Convenio de Subsidio Habitacional de Mujeres Víctimas de Violencia” (CEPAL, 2021a) que recurre al Subsidio de Arriendo como principal forma de traslado de viviendo para mujeres víctimas de violencia de género. Asimismo, establece un acceso preferente de mujeres víctimas de violencia de género a diversos subsidios, incluidos el Fondo Solidario de Vivienda. Esto demuestra la relevancia de la autonomía residencial para hacer frente a situaciones de violencia contra las mujeres, pero, al mismo tiempo, reproduce la idea de la madre sufriente como la figura adecuada para acceder al “beneficio” -en oposición al derecho- de la vivienda.
Programas laborales para mujeres1
Existen algunos paralelismos entre las políticas de vivienda y los programas laborales dirigidos a mujeres. Ambos se basan en la vulnerabilidad de las mujeres-madres. Sin embargo, en este caso los discursos maternalistas se utilizan para impulsar la participación laboral femenina. Los programas laborales para mujeres muestran un discurso de empoderamiento de las mujeres a través del acceso a recursos, al mismo tiempo que identifican a las mujeres como madres (de la Cruz, 2020). Entonces incentivan la participación laboral de las mujeres-madres no con base en el derecho de las mujeres a un trabajo digno, sino como una forma de asegurar el bienestar de sus hijos/as.
Estas políticas no reconocen la carga de cuidados de las mujeres, ni buscan una distribución más equitativa de las tareas domésticas y de cuidado entre hombres y mujeres. Esto puede continuar hasta una edad avanzada, ya que las funciones de cuidados de las mujeres continúan mucho después de que sus hijos alcancen la edad escolar (Vives et al., 2018). A estos cuidados luego se suman los cuidados a generaciones mayores, que nuevamente recaen en forma casi exclusiva en las mujeres (Palacios, Ramm, y Olivi, 2020; SENAMA, 2009).
Chile tiene una de las tasas más bajas de participación femenina en el mercado laboral en la región (46% en 20202) (Puga y Soto, 2018), acompañada de una brecha salarial de género en todos los sectores del mercado laboral y de una marcada segmentación por género del mercado laboral (-28,1%3) (Hermann y Jáuregui, 2019). Desde los inicios de las reformas sociales de principios del siglo XX, el trabajo pagado de las mujeres se condenó como causa de diversos males sociales, incluidos la desnutrición infantil y descomposición familiar. Esta visión fue incorporada a normativas y leyes, varias aún vigentes (Hutchison, 2001; Mauro, Godoy, y Díaz, 2009; Valdés y Valdés, 2005). Desde temprano las políticas laborales opusieron el trabajo remunerado al trabajo no remunerado. Los quehaceres domésticos, la crianza y los cuidados fueron también establecidos como propios y exclusivos de las mujeres.
Como ya se ha mencionado, la dictadura militar de Pinochet reforzó el papel de las mujeres como madres. Pese a esto la participación laboral femenina aumentó bajo la dictadura, debido a los cambios económicos introducidos y la expansión de exportaciones agrícolas y pesqueras, que crearon nuevas oportunidades laborales para las mujeres. Sin embargo, los trabajos realizados por las mujeres eran muchas veces mal pagados, inestables e informales (PNUD, 2010; Tinsman, 2014).
Los gobiernos posteriores buscaron aumentar la participación laboral femenina, apuntando a las madres de bajos ingresos, bajo la figura de la “mujer jefa de hogar”. El análisis realizado por De la Cruz (2020), sobre las políticas de incentivo al empleo femenino del segundo gobierno de Michelle Bachelet (2014-2018) muestra que, si bien estos programas hicieron avances para abordar las desigualdades socioeconómicas, no abordaron las responsabilidades domésticas y de cuidado no remuneradas que limitan la participación laboral femenina. A una conclusión similar llega un reciente estudio sobre las limitaciones que enfrentan mujeres cuidadoras de familiares adultos mayores para integrarse o permanecer en el mercado laboral pagado (Palacios, Ramm, y Olivi, 2020).
De la Cruz (2020) identifica que las políticas dirigidas a incentivar el empleo femenino no solo tendieron a reforzar el papel materno de las mujeres, sino que, además, promovieron formas de trabajo inestable y mal pagado. Varios programas dirigidos a mujeres trabajadoras fueron transferencias condicionadas para asegurar el bienestar escolar y de salud de los hijos de estas trabajadoras. Estas políticas no solo excluyeron a mujeres que no son madres, sino también a mujeres que tienen otras responsabilidades de cuidado (no necesariamente hijos), y, también, a otras personas con responsabilidades de cuidado que no son madres. Tampoco reconocen el trabajo de cuidados como un trabajo merecedor de una remuneración (De la Cruz, 2020; Palacios, Ramm, y Olivi, 2020). Así, los programas de incentivo al empleo femenino no buscan involucrar a hombres ni a otras instituciones, creando un antagonismo entre trabajo remunerado y no remunerado que solo afecta a las mujeres.
El acceso de las mujeres a las prestaciones de salud
Similar a lo sucedido con las políticas de vivienda y de empleo, a principios del siglo XX la participación de las mujeres en el sistema de salud público se basó en su calidad de madres, para asegurar una maternidad e infancia sanas (Gideon, 2014; Pieper-Mooney, 2009; Zárate, 2020). Sin embargo, el análisis de las políticas de salud es complejo, ya que la provisión de salud pública y privada puede ser distinta (Gideon, 2001, 2014).
En Chile existe un sistema mixto de atención de salud público-priva-do, que incluye un seguro público a través del Fondo Nacional de Salud (FONASA) y aseguradoras privadas (ISAPRE). Alrededor del 78% de la población está cubierta por FONASA, el 18% en ISAPRE y el resto de la población está cubierta por otros seguros (Gideon, 2014; Sánchez, 2016). Por los mayores costos de los planes de salud privada, las mujeres están en su mayoría registradas en el sistema público. Solo un 35% -aproximadamente- de los titulares de planes salud del sector privado son mujeres, pero estas constituyen alrededor del 60% de los usuarios dependientes del sistema privado de salud (Sánchez, 2016). Es decir, las ISAPRE incorporan mayoritariamente a las mujeres como dependientes de un hombre, quien ejerce de titular. Esto no es algo azaroso, sino que refleja cómo fue diseñado el sistema de salud privado, reflejando los roles de género convencionales.
Los planes de las ISAPRE “sin útero”, es decir, sin cobertura en caso de embarazo, constituyen un ejemplo esclarecedor de cómo el sistema de salud privado se relaciona con las mujeres (Gideon, 2014). El sistema de cálculo de los planes de salud, que diferencia por género y edad, se traduce en que las mujeres en edad reproductiva pagan hasta tres veces más que los hombres (Martínez-Gutiérrez y Cuadrado, 2017). Frente a esto, muchas ISAPRE ofrecen planes más económicos para las mujeres, pero con una cobertura muy limitada para los costos de nacimientos y abortos (legales). Si bien este tipo de planes están prohibidos por ley, en la práctica se siguen ofreciendo, evidenciando el poder que tienen las ISAPRE para resistir estos intentos de regulación (Gideon y Álvarez Minte, 2018).
El resultado es una provisión de salud solo accesible para quienes tienen suficientes recursos para pagar y una buena salud para ser aceptados por las aseguradoras (Gideon, Leite, y Álvarez Minte, 2015; Martínez-Gutiérrez y Cuadrado, 2017). En comparación con el sistema público de salud, el sector privado muestra un mayor crecimiento económico y concentra el 62% de las horas de atención médica (Martínez-Gutiérrez y Cuadro, 2017). Si bien la proporción de mujeres que están cubiertas por las ISAPRE es menor, sus prácticas institucionales tienen impactos de género ya que, incluso en condiciones de acceso a recursos, no se garantiza la superación de las discriminaciones por género.
Un tema pendiente, desde antes de la pandemia del COVID-19, es la falta de consenso sobre el acceso a la salud reproductiva, especialmente a métodos de anticoncepción, control del embarazo y aborto. Las élites conservadoras se han opuesto a ampliar el acceso a derechos sexuales y reproductivos, lo que ha tenido consecuencias tanto para la salud pública como privada (Alvarez Minte, 2017, 2020). La introducción de intereses comerciales en el sector de la salud, favorecida por la dictadura militar, fortaleció la influencia de grupos empresariales conservadores y católicos, que tienen una visión conservadora sobre la maternidad y la familia. Estos grupos se han opuesto a cualquier intento de avance en temáticas referidas a despenalización del aborto, educación sexual y acceso a anticoncepción de emergencia (Alvarez Minte, 2020; Ewig y Kay, 2011).
A pesar de esta oposición, el sistema de salud público está avanzando hacia una mejor provisión de servicios de salud sexual y reproductiva, como quedó demostrado con la despenalización del aborto en tres causales en el año 2017. El sistema de salud privado, sin embargo, ofrece una imagen contradictoria. Por una parte, el costo de la salud materna y el parto recaen exclusivamente en las mujeres. Por otra parte, se restringen los servicios de salud sexual y reproductiva en nombre del imperativo maternal de las mujeres y la idea de que las mujeres están destinadas a ser madres (Álvarez Minte, 2017; Cristino, 2015; Gideon y Álvarez Minte, 2018; Pérez, 2015; Urquieta, 2015). Es decir, a diferencia de los sectores de vivienda y mercado laboral, en el sector privado de la salud la maternidad se usa de manera explícita para restringir el acceso de las mujeres a ciertos derechos, en este caso, sexuales y reproductivos.
Conclusiones
La maternidad, por su construcción simbólica en torno a los cuidados, vincula a las mujeres con los trabajos no remunerados, la priorización del bienestar de otros y el trabajo emocional (England, 2005). El trabajo de cuidado en la mayoría de las sociedades es una práctica feminizada, invisible, considerada una ocupación subordinada (Folbre, 1986, 2008 y 2012). Separar a las mujeres de la maternidad, las tareas de cuidado no remunerados y el trabajo doméstico es una demanda feminista de larga data. La evidencia muestra el peso negativo que estas tareas tienen en la salud y bienestar de las mujeres, y en sus oportunidades de independencia y autonomía (Center for Health Research y Coughlin, 2010; Gammage, Joshi, y Rodgers, 2020; Strazdins y Broom, 2004). En un contexto de crisis, como el generado por la pandemia del COVID-19, esas labores se hacen aún más pesadas, y es ahora cuando se observan con claridad las limitaciones de una política pública que no ha impulsado los cambios institucionales y en las normas y prácticas sociales que aseguren una igualdad en las responsabilidades de cuidados.
Como muestra Chile, los ideales normativos en torno a la maternidad continúan dando forma a las políticas públicas en las áreas de vivienda, trabajo y salud. El ideal de la maternidad que construye a la mujer como la única proveedora de cuidados afectuosos y gratuitos, no solo para sus hijos y familiares, sino para quien lo necesite. Este ideal está en la base de las tres áreas de política pública analizadas aquí. Teniendo esto como punto de partida, las políticas de vivienda y los programas de incentivo al empleo femenino representan un progreso hacia una mayor autonomía de las mujeres. Sin embargo, este avance es limitado en tanto no se libera ni se busca repartir las tareas de cuidados de manera equitativa. Los cuidados son definidos como femeninos y así se justifica que hombres, Estado y mercado se excluyan de esta tarea. En vivienda no se promueve la copropiedad, ni la co-jefatura del hogar y los programas de incentivo al empleo femenino no promueven la corresponsabilidad en los cuidados.
La forma en que opera la salud privada, moldeada según la síntesis conservadora, ofrece otro ejemplo de los efectos de este ideal de maternidad. Por una parte, las ISAPRE cobran un sobreprecio a las mujeres en edad fértil, castigando la maternidad. Por otra, incentivan que las mujeres sean beneficiarias de este sistema como dependientes de un hombre proveedor. A esto se suma que con la legalización del aborto por causales, varias clínicas privadas, asociadas a grupos confesionales, han utilizado la figura de la objeción de conciencia institucional para negarse a esta práctica (Casas et al., 2020). Es decir, el sistema de salud privado castiga simultáneamente tanto la maternidad -planes de salud de mujeres son más caros- como la maternidad electiva -barreras de acceso a píldora del día después y negación de cobertura para aborto legal. Dado el sustrato conservador del sistema de salud privado, el castigo a la maternidad electiva es esperable, pero no así el castigo a la posibilidad de tener hijos (sobreprecio en planes salud para mujeres en edad fértil). Lo que sí es común a ambas situaciones, es que constituyen ejemplos de discriminación de género, pues solo afectan a las mujeres.
Las políticas de vivienda, empleo femenino y salud privada en Chile, si bien tienen enfoques distintos sobre cómo se asegura la inclusión de las mujeres a las políticas públicas, mantienen un hilo común, que es la equiparación de las mujeres a sus roles de madres, roles que además pertenecen a un imaginario en que las madres benevolentes y altruistas son las encargadas de velar por el bienestar de los hijos e hijas y las familias en general. Mejorar y asegurar una vivienda digna, aumentar los ingresos familiares o velar por la salud, son parte de los imperativos maternales que se impulsan en las políticas públicas para asegurar el bienestar de los niños y niñas. En definitiva, el caso chileno evidencia que las mujeres suelen convertirse en merecedoras de políticas sociales y de la regulación estatal en calidad de madres. Así, el ideal convencional de maternidad está en sintonía y es útil también a un Estado que se define como subsidiario, como lo hizo el régimen militar, y cuyo legado permanece hasta hoy.
Las mujeres son particularmente discriminadas en estas tres políticas, Esto se hace evidente en el caso de las mujeres de menores ingresos, que son quienes tienen menores niveles de participación en el trabajo formal pagado, precisamente por la prevalencia de los roles de género convencionales y no contar con los recursos para poder externalizar los cuidados, ya sea al mercado o al Estado. A esto se suma que el escaso acceso de estas mujeres a la protección social muchas veces está además condicionado a su condición maternal.
Frente a este escenario, las autoras de la región proponen reconocer el derecho a cuidar y a ser cuidado como un derecho universal (Pautassi, 2007). Lo que ampliaría tanto a los proveedores como receptores de cuidados. También reconocer el aporte económico de los cuidados, que se calcula que aportan alrededor de un 25% del PIB en varios países de la región (Rico, 2011). Este reconocimiento de los cuidados como trabajo de reproducción involucra que sean remunerados. Se apela a una desfeminización y colectivización de los cuidados, es decir, que a nivel de la esfera privada se incorporen los hombres y a nivel público, el Estado, ofreciendo servicios de cuidados universales (Blofield y Martínez-Franzoni, 2014; Rico, 2011).
Es en este contexto que debemos situar la llegada del COVID-19 a la región. Con esta pandemia se han diluido las fronteras, fuertemente generizadas, entre espacio público -donde transcurren el trabajo remunerado y la educación formal- y el espacio privado del hogar -propio del trabajo no remunerado y los cuidados. Pero, sobre todo, el COVID-19 ha significado un aumento de la carga de cuidados, al interior del hogar y en los sistemas de salud. En América Latina, millones de personas que viven la pandemia están en una situación de mayor vulnerabilidad ya que están sin acceso a redes de seguridad o protección. Pero por lo dicho aquí, es claro que son las mujeres para quienes esta pandemia ha significado una mayor carga de trabajo, en condiciones que ya eran muy desiguales. Así, lo que evidencia el caso chileno, y que es extrapolable a los demás países de la región, es que el Estado reinstala la responsabilidad de los cuidados en las familias, lo que en verdad es un eufemismo para decir: en las mujeres de esas familias. Si bien los efectos de la crisis generada por el COVID-19 serán largos, hay oportunidades de generar una nueva institucionalidad que entienda a las mujeres como ciudadanas con derechos universales, no solo como madres. Sin un cambio sustantivo en la institucionalidad, difícilmente podrán cambiar las prácticas generizadas del cuidado.