A la América no le faltan Tucídides ni Salustios Francisco de Iturri, 1794
La ira romántica echó a andar la idea de una insensibilidad hacia la historia por parte de la Ilustración. Todavía encuentra eco este reproche en importantes estudiosos actuales, que recuerdan cómo la historiografía ilustrada queda en calidad y cantidad muy atrás de la del siglo XIX1. Con todo, esta última debe reconocer que algunas de sus ideas clave, como las de sociedad, revolución, progreso, reacción y civilización, fueron acuñadas en la Ilustración, y que lo fueron a partir de una mayor atención hacia las variaciones humanas en el espacio y el tiempo, la cual dio en relatos de viaje, en literatura etnográfica -testimonio de sus “contemporáneos primitivos”- y en abundante historiografía.
Esta comenzó de tal forma a ganar ese prestigio que perduró al menos hasta fines del siglo XX y un lugar central entre las ciencias humanas como clave para la interpretación de la realidad. Con ello desplazó, subordinó o colonizó a su vieja rival la metafísica. Además de la producción abundante, manifiestan dicho prestigio y centralidad el posicionamiento de la disciplina histórica en el currículo universitario y en el pensamiento filosófico y una serie de manifestaciones de aprecio de autores coetáneos2.
La valoración tuvo su correspondencia en las colonias ibéricas de América. Ello es importante porque de este modo inició la peculiar relación que con la historia ha mantenido desde entonces el pensamiento en nuestra región.
1. Ilustración ecuménica, historia ecuménica
El empuje historiográfico no caracterizó solamente la Ilustración europea, sino que tuvo un alcance más general entre las civilizaciones coetáneas. Posiblemente se originó en las relaciones cada vez más estrechas y frecuentes entre los pueblos, nacidas de la revolución comercial, en nuevas formas de socialización y en el aumento en la producción, circulación y permeabilidad de escritos, pero sobre todo se originó en esos primeros conflictos “mundiales” que a partir de la Guerra de los Siete Años (1756-1762) culminaron en las guerras de la Revolución y el Imperio, y en esas revueltas populares en la periferia (Pugachof, Tupac Amaru), fenómenos todos que en las décadas finales del siglo XVIII abarcaron escenarios europeos, americanos, asiáticos y africanos.
De tal suerte, en el área de cultura sínica -China, Japón y Corea- se empezó a contemplar a los clásicos como documentos, que quedaban sujetos por ende, del mismo modo que Homero en Europa, al escrutinio filológico; contrariamente a sus antecesores, Zhang Xuecheng (1738-1801) empleaba la crítica y el método historiográfico utilizando monografías, archivos, encuestas locales: “(…) todo es historia, incluso los Clásicos”, decía. En el Islam se han analizado casos parciales, como el de Tunicia, donde el Estado impulsó la revaloración de Ibn Jaldún y la escritura de la historia, la cual adquirió prestigio y empezó a desarrollar nuevas categorías; más en general, se ha observado un recuperado sentido de la historia en la voluntad de restablecer una tradición islámica primitiva (del mismo modo que el protestantismo buscó restablecer un cristianismo primitivo) que se consideró borroneada en el fárrago de los siglos, búsqueda que resultaría a la postre en movimientos “fundamentalistas” como el wahabismo3. En la India y en África se detecta alguna empresa historiográfica digna de atención4.
No todos aceptan de buen grado semejante mirada globalizadora5, por lo que es mejor volver a Europa, que últimamente está siendo mapeada también en sus periferias. La Ilustración en Escocia y Nápoles, dos reinos bajo la égida de centros políticos extranjeros, desarrolló el lenguaje de la economía política y esta echó mano de argumentaciones basadas en material etnográfico e historiográfico (Robertson, 1997). El pensamiento de Herder (alemán procedente de Riga, frontera con un mundo rural báltico y eslavo) estuvo dominado por la idea de que “todo es historia”6 y esta alcanzó un arraigo profundo en la academia, el pensamiento y las artes alemanas. En Europa oriental se han relacionado las distintas formas de la Ilustración con distintos “renacimientos nacionales” que buscaban en el pasado el origen de la identidad.
Junto a las razones más generales arriba vistas, esta apelación a la historia en las periferias se puede explicar por la conciencia del contraste entre los ideales universalistas ilustrados y la realidad circundante, o la acción de pensadores ligados a la nobleza y al clero, que elaboraron un ideario contrarrevolucionario: en vez de abrevar en una razón universal hacían referencia a la tradición, la cultura, la religión y la historia como fuentes de legitimidad (Valjavec, 1963). El caso más conocido de esta oposición es el romanticismo alemán, pero también se puede señalar al napolitano Giambattista Vico y los casos de Polonia y Rusia, cuna esta última de un pensamiento que se ha calificado como historiocéntrico (Berlin, 2000 b; Ignatow, 1996; Afanasjev, 2002).
En esa otra periferia que constituían España y Portugal la historiografía experimentó en el siglo XVIII un resurgimiento, a partir de un periodo de decadencia barroca marcado por descuido, falsificaciones o énfasis literario: los plomos de Granada, las cartas entre Séneca y San Pablo, los falsos cronicones o la venida de Santiago fueron rechazados por la historiografía ilustrada (Maravall, 1972, p. 282). El siglo XVIII hispano fue llamado por Claudio Sánchez Albornoz el “siglo de la historia”, disciplina que consideraba a su vez José Luis Abellán como “clave de la Ilustración”7. Se centralizó su estudio y se fundaron las academias de la historia en Portugal en 1720 y en España en 1738. Además de remozarse las instituciones dedicadas a su cultivo, se realizaron aportes de crítica y de teoría, se introdujeron nuevos métodos, se indagaron archivos, se analizaron ruinas e inscripciones y aumentó la escritura de obras históricas, muchas de ellas sobre temas sociales, económicos, sobre historia del derecho y las instituciones, de carácter innovador (Morales Moya, 1996). En el pensamiento político se estableció la escuela historicista de Jovellanos y Martínez Marina: ambos sentaron las bases del estudio histórico del derecho y las instituciones, que sustituía las visiones abstractas y anticipaban a autores transpirenaicos del siglo XIX como Savigny y Ranke (Cañizares Esguerra, 2007).
Lo mismo se ha recalcado en Portugal, donde la historiografía, hasta entonces difusa y retórica, dejó de ser disciplina auxiliar de la filosofía y adquirió una especie de lugar central entre las ciencias. Bajo la influencia de Luís António Verney, los planes de reforma de la Universidad (1771) denunciaron la escasa preparación que esta ofrecía para la erudición y la crítica y aconsejaron recurrir a la historia. Fue además vista como una forma privilegiada de acceso a la experiencia política, necesaria en la búsqueda de los orígenes de la decadencia portuguesa, problema que cada vez más llamó la atención de los letrados. La historiografía adoptó el método filosófico para dejar de ser un amontonamiento de datos y abandonó el marco de los relatos bíblicos (Cloclet da Silva, 2010).
Tal reavivamiento ibérico de la historia se notó especialmente en el americanismo, disciplina que puede decirse que nació entonces8, con la reedición de escritos clásicos -como los de Garcilaso, de León Pinelo y una serie de “Historiadores primitivos de Indias”- y la compilación de diccionarios geográfico-históricos. El régimen borbónico buscó recuperar la primacía que España había tenido, amenazada por obras ilustradas como la Historia de las dos Indias de Raynal (1770ss) y la Historia de América de William Robertson (1777). Tales obras respondían a varios propósitos de expansión económica y política de franceses e ingleses e iban al encuentro del renovado interés por América entre el público. Los Borbones alentaron la traducción de dichos libros, aunque el primero en una versión censurada, y el de Robertson en una que quedó trunca e inédita. Luego se consideró mejor impulsar la composición de una síntesis propia, que fue confiada a Juan Bautista Muñoz, si bien éste sólo pudo completar el primer volumen de una Historia de América desde el punto de vista hispano (1793).
Dicha producción, que gozaba del favor oficial, era parte de un vasto objetivo de la monarquía borbónica de acopiar datos sobre sus dominios americanos en vista de una mejor explotación y del control sobre las narrativas (“conocer para gobernar”). Era un ideal formulado desde el poder, cuidadoso por ende de evitar cuestionamientos, y que del siguiente modo expresaba un escrito sobre las Indias occidentales, publicado en 1790, de Rafael Antúnez: “(…) muchos hechos históricos relativos a la legislación de nuestro comercio y pocas reflexiones”9. El marco general al que ajustaban los datos fue el Discurso sobre la historia universal, que retomaba la inspiración bíblica, compuesto hacia 1679 por Bossuet, autor regalista y muy en boga con los Borbones10, y a escala local la versión tradicional de la historia española, a la cual era incorporada América.
El apego a estas directivas se buscaba mediante la tradicional vigilancia de la burocracia y la Inquisición sobre la producción, impresión y circulación de escritos en torno a América11. Después de la Independencia se denunció cómo “un velo impenetrable nos encubría los idiomas extranjeros, la química, la historia de la naturaleza y la de las asociaciones civiles: una sombra oscura nos separaba del conocimiento de nuestro propio país, de nuestro planeta y de la mecánica general del universo; no teníamos la menor idea de las relaciones que ligan al hombre en sociedad y a las sociedades entre sí” (García del Río, 1826, pp. 235-236). “Todo ensayo político, todo examen de la constitución del país y sus recursos; en una palabra, la historia de los sucesos de la conquista y las subsiguientes hasta la época presente estaba vedada a los americanos”, remachaba el argentino Manuel Moreno (1812, p. 246).
“Al rey y a la Inquisición, chitón”, es cierto, pero a tanto rigor en verdad no se llegaba, y los mismos escritos tardocoloniales muestran que ni velo ni sombra ni veda eran absolutos, que tales denuncias más bien se dirigían a los deseos que el poder acariciaba, pero que nunca lograba concretar y que con el paso del tiempo se mostraban imposibles: a pesar de sus aspiraciones, el americanismo oficial solo pudo exhibir una producción escasa y fue entonces que sus temas fueron recogidos de este lado del Atlántico, donde se elaboró una nueva historiografía crecientemente desligada de la de las metrópolis12.
2. Ilustración americana, historiografía americanista
Junto a la escritura de las propias hazañas, el estudio de la historia antigua y moderna fue muy apreciado en tiempos de la Conquista; ahí están como muestra los catálogos de biblioteca, las denuncias inquisitoriales, la evidencia anecdótica y los ejemplos y citas con que se adornan muchas composiciones. El interés decayó posteriormente, con una merma de los títulos nuevos en bibliotecas y la falta de un lugar especial de la historia en los catálogos (Silva, 2008, p. 239, p. 244, p. 250), con menos cantidad y calidad en la producción y un barroco criollo con una concepción más estática, más ahistórica, perceptible entre otras cosas en la pintura bíblica, bastante anacrónica en relación con los ropajes y el paisaje material retratado, y perceptible hasta en las visiones místicas13. Persistían relatos fantásticos, en torno a las guerras civiles de Granada, Carlomagno, los Doce Pares de Francia, los romances de Henrique Esteban, el rey Sebastián y su regreso. También se ha notado entre los indios mesoamericanos, tan conscientes de la historia en época precolombina, dificultad para imaginar un tiempo en que no habían sido cristianos (Lockhart, 1999, p. 373).
Este entorno congeniaba con la ausencia de la historia en los planes de estudio: un decreto de la Congregación jesuita de 1730 sobre los cursos filosóficos aconsejaba que en física se conservase la forma silogística “y no se perdiese demasiado tiempo en cuestiones históricas” (Astrain, 1925, p. 26). Se nos repite que eran escasos en las bibliotecas conventuales o universitarias los libros de historia. Por lo menos los que hoy reconocemos como tales.
Ese descuido y alienación de las ideas de cambio y movimiento temporal es fácilmente atribuible a la sensación general de inmutabilidad vital que dio en la idea decimonónica de la “siesta colonial” o a la poca variación de las estaciones, como enseguida veremos que creía Humboldt. Más convincente es explicar el hecho por la asociación que el poder temía (con razón) entre la historia y la política. También intervenía la influencia del cartesianismo y de escuelas pirronistas, que habían dudado de la posibilidad de la historia, de la que se desconfiaba: “Não há pois certeza alguma em nada. A história profana (porque esta é somente a de que falamos) parece que não foi feita para instruir, senão para enganar”, repetía en este sentido el brasileño Mathias Aires (1921, p. 176). Influyó por fin la pérdida de actualidad de las polémicas sobre el indio y su lugar social y simbólico.
En semejante contexto, el “régimen de historicidad” barroco había llegado a calzar, más que en las realizaciones de impronta humanista que habían presidido la conquista, en el molde de la poesía épica, la hagiografía (Borja Gómez, 2007), la chismografía local, la profecía o como mucho las “antigüedades” eruditas, descripciones estáticas del pasado14. La historia sagrada suministraba la armazón general y para muchos autores, no solo eclesiásticos, era el único punto de referencia, como lo era entre las clases populares -expuestas continuamente a la prédica y al mensaje iconográfico de la Iglesia y a los ritmos del calendario litúrgico y agrícola- y también entre la élite15.
Tales descuido e ignorancia fueron notados por Alexander von Humboldt (1826), que lo consideraba un achaque propio de todas las colonias europeas del Nuevo Mundo: “(…) las memorias nacionales se borran insensiblemente, y los que se conservan, semejantes a los fantasmas de la imaginación, no se aplican ni a un pueblo ni a un lugar determinado (…) apenas se encuentran, en una provincia entera, algunas familias que tengan nociones precisas sobre la historia de Incas y Mexicanos”, desmemoria que atribuye al clima: “la igualdad de las estaciones hace casi insensible la sucesión de los años”, por lo que el colono “sólo se entrega a los placeres del presente, y rara vez echa sus miradas en los tiempos pasados” (libro 2, cap. 5, pp. 364-367).
La causalidad propuesta es una prueba más de que, más allá de minas, plantas y rocas, el barón no entendía mucho en esa América que tanto recorrió y sobre la que tanto publicó, pero la borrosidad y la miopía histórica también fueron notadas por los mismos letrados locales, que las criticaron, y más tarde, ya en tiempos republicanos, por otros observadores extranjeros que entre la burla, las anécdotas jocosas y la denuncia exhibieron el escaso conocimiento histórico, y geográfico, entre todos los grupos sociales, acompañado de la popularidad de profecías y de doctrinas milenaristas, apocalípticas y mesiánicas.
Contra tal inercia surgieron en el siglo XVIII propuestas historiográficas americanistas con agendas políticas variadas, que respondían a la reivindicación criolla, la apologética de los jesuitas, la polémica de estos con los franciscanos, el rechazo de lo que después se llamaría Leyenda Negra, etc.16. Se esbozaron las primeras críticas a la ignorancia historiográfica ambiente que el párrafo anterior señaló. En el prospecto de las más antiguas publicaciones periódicas hispanoamericanas (Lima, México, Guatemala) la historia figura entre los objetivos, o en todo caso ocupa un lugar prominente entre sus páginas17, y en dos de ellas, el Mercurio Peruano y el Telégrafo de Buenos Aires, la intención se revela hasta en la cabecera18.
La orden jesuita ejemplificó el nuevo espíritu en Nueva España desde mediados del XVIII. Si antes había aconsejado no perder tiempo en cuestiones históricas, ahora muchos de sus miembros procuraron su estudio, se ensalzó la categoría de historiador y se propuso un estilo “historial, corriente y llano”19. Fueron así compuestas abundantes obras: de los escritos de la orden jesuita en territorio novohispano, que en total suman unos 500, hay unos 140 que se dedican a temas histórico-religiosos (Posada Mejía, 1957). La orden fue la que más hagiografías y biografías produjo (Bravo Arriaga, 2011). La generación siguiente, la del exilio, llevó a conclusión el programa con la escritura de obras de historia más conocidas, entre las que sobresale la de Francisco Javier Clavijero. Desde otras esquinas se iniciaron en Nueva España relevamientos arqueológicos: el que siguió al casual hallazgo de la Coatlicue y la Piedra del Sol en la ciudad de México (1790), y los más intencionales de Juan Antonio de Alzate en Xochicalco o las que resultaron de una serie de expediciones con claros propósitos en Palenque (Díaz Perera, 2009).
En el otro gran centro virreinal, Lima, José Rossi Rubí, autor del prospecto del Mercurio Peruano, junto al título revelador que se ha visto, transmitía que “la historia será la primera que suministre materiales a mi papel periódico”. Y en efecto aparecía en sus páginas, y la trató extensamente un oidor y miembro de la Real Academia de Historia, que en un largo artículo a través de varios números estableció ciertas bases teóricas y metodológicas para la escritura de la historia peruana, indicando las fuentes disponibles y alertando contra los errores y contradicciones de las crónicas (Cerdán de Landa y Simón Pontero, 1794). Se iniciaron también aquí prospecciones arqueológicas, una de ellas con un corte estratigráfico, y ya no en busca de riquezas enterradas sino de conocimiento de las antiguas culturas (Rivasplata Varillas, 2015-2016).
Además de las dos principales ciudades virreinales, otras regiones encauzaron en la tendencia. La segunda parte del siglo XVIII está marcada por la producción jesuita de historias regionales, los periódicos americanos insertaban noticias históricas, deploraban la ignorancia reinante sobre ellas, solicitaban materiales nuevos. En Quito, desde la segunda mitad del siglo creció el interés por las ciencias de la naturaleza y la narración histórica (Paladines, 1991, p. 21). En Nueva Granada, la obra periodística y cultural de Manuel del Socorro Rodríguez tuvo la historia como uno de sus puntos focales: proponía crear una cátedra de Historia Americana, una Biblioteca Americana, un “Diccionario histórico de América” y un Museo Americano (Castro Henao, 2012). Dedicó al tema un extenso artículo en tres números del Papel Periódico de Santa Fe de Bogotá con el título “Reflexiones de un historiador” (Papel periódico de la ciudad de Santafé de Bogotá, 1795).
Tal evolución de la escritura erudita, que ha sido con cierta abundancia estudiada20, es sin embargo solo parte de un más general vigor de la reflexión americana sobre el cambio histórico, propio de las décadas previas a la Independencia.
3. La necesidad de la historia
Junto a la renovada escritura sobre el pasado y a la aparición de la historia en los proyectos culturales, se nota también una aumentada afición a su estudio entre el público, de lo que son muestra su exaltación como “arte celebérrimo”21, cuya Musa cantaba el brasileño Manoel da Silva Alvarenga, “que com grave eloquencia narra os fados / que o mundo vio desde a primeira idade: / ella nos mostra em quadros differentes / os tempos, as nações e a varia sorte / de impérios elevados e abatidos, / as allianças, a implacavel guerra, / o progresso das artes e a ruina”22.
Motivo de desdén pasó a ser la ignorancia de la historia23 y de elogio incluirla en la formación intelectual: la vida del sacerdote novohispano Miguel Hidalgo era “una continua diversión, o estudiando historia, a lo que se ha dedicado con empeño, o jugando o en músicas”. Otro sacerdote, el rioplatense Juan Baltasar Maciel, “supo purgarse de las antiguas preocupaciones por la crítica, por el estudio de los Padres, por el de la historia y por el de los libros amenos”24. “La historia fue mi entretenimiento desde mi más tierna juventud” decía el peruano Manuel Lorenzo de Vidaurre, que compartía la afición con personalidades tan dispares como el geólogo y polígrafo brasileño José Bonifacio, el virrey novohispano Félix Calleja, el prócer chileno Bernardo O’Higgins, el tribuno peruano Francisco Javier Mariátegui, el gobernador poblano José Mendoza y, of all people, Simón Bolívar25. El chileno Juan Egaña confiaba en un memorial administrativo cómo “en el descanso de las ocupaciones públicas me he dedicado al estudio de la historia, elocuencia, poesía, filología, algunos principios de matemáticas y mineralogía y al conocimiento de cuatro idiomas extraños” (Egaña, 1949a, p. 200).
Los universitarios de Charcas se volcaban sobre ella26 y la ausencia fue objeto de crítica: las universidades españolas se hallan “sin geografía, sin aritmética, sin matemática, sin química, sin física, sin lenguas madres, sin historia, sin política”, lamentaba Victorián de Villava en 1797 (Levene, 1946, p. XCVI). Ese mismo año se levantó en la academia de Potosí una queja contra la jerga escolástica y la falta de ciencias como la geografía, las lenguas modernas, la historia (Moreno, 2003, p. 26). En consonancia, hubieron llamados a incluir esta última en los programas de estudio, desde la enseñanza primaria hasta la universidad; el proyecto para una escuela primaria en Girón, en Nueva Granada la pedía: “(…) la historia del país donde se vive, debía hacérseles conocida a todos los muchachos de la escuela”27. El plan de la Universidad de Santo Tomás (1791), impulsado por el obispo José Pérez Calama, comprendía nuevas cátedras: Economía Pública, Política Gubernativa, Leyes Patrias o Historia (Ponce Leiva, 1994, p. 18).
Los contemporáneos citaban con frecuencia ejemplos del pasado: “Consultemos nuestros anales de tres siglos” (Viscardo y Guzmán); “(…) podría fácilmente probarlo con un millón de pasajes que me ministraría la historia” (Papel Periódico de la Ciudad de Santafé de Bogotá, núm. 28, 6 de enero de 1792, p. 304); “(…) apelemos para la historia antigua y moderna y nos darán ejemplares muchos que prueben mi aserción” (El Telégrafo Mercantil); “esa verdad está comprobada en los anales de todos los tiempos”, “que la historia nos sirva de guía” (Bolívar). Testigo tan privilegiado fue ocupando un papel en la argumentación económica, política y hasta religiosa, así como en la sátira de Nugasio Chacota: “(…) estando en mi estudio anoche / dando a la historia un repaso” -nos deja saber- vio fantasmalmente aparecer personajes históricos de toda época y lugar, que el neogranadino describe haciendo honor a su nombre (Papel periódico de la ciudad de Santafé de Bogotá, núm. 28, 19 de agosto de 1791, pp. 233-236).
Nugasio se reía, pero la ensalzada disciplina tenía valor formativo: “La historia, los libros de moral, de filosofía, de política y todos aquellos que son necesarios para formar el corazón del hombre, serán los únicos que compondrán nuestra biblioteca”, dictaminaba el neogranadino José María Cabal. Se preguntaba el quiteño Jerónimo Espejo si no sería oportuno “(…) hacer que la Historia sirva de vehículo a la renovación de las costumbres del hombre”28. En este papel, “(…) la política está íntimamente unida con la Historia, que puede titularse la jurisprudencia de las naciones”. “Consultemos estas verdades con la historia, que es el mejor libro de la política” (Telégrafo Mercantil, tomo 2, n. 6, 19-VIII-1801, p. 38; Irisarri, 1813, p. 58). Al abogado “(…) la historia debe darle la experiencia de los hechos una vejez anticipada”, y él debe sacar “de los historiadores la sencillez” (Egaña, 1949b, p. 23). El viajero François Depons (1960) notaba cómo en Venezuela los jóvenes “(…) no piensan, como sus padres, que la geografía es una ciencia superflua, y que la historia de los hombres, atrayendo al pasado la mirada, no arroja alguna luz sobre el porvenir” (vol. 1, pp. 84-85).
Nada nuevo aportarían tales expresiones, vehículo de la clásica definición de la historia como “maestra de vida”; hoy se nos repite que se abandonó desde el siglo XIX pero la encontramos muy viva en nuestros países, según concluyen quienes han analizado su evolución en Nueva España y el Río de la Plata (Zermeño, 2011; Wasserman, 2010), y en la primera esto ocurrió debido a procesos externos más que a desarrollos autónomos. La novedad, desde fines del XVIII, fue referir esta utilidad al buen gobierno29 y a materias de mejoramiento social30, lo cual explica el neologismo de “historia contemporánea”, que se fue abriendo camino (Zermeño, 2011, p. 1783) y nos aclara la directiva de Bolívar, cuya afición a la historia arriba señalé, para los estudios de su sobrino Fernando (1821 o 1822): “(…) la historia, a semejanza de los idiomas, debe principiarse a aprender por la contemporánea, para ir remontando por grados hasta llegar a los tiempos oscuros de la fábula” (Bolívar, 1993, pp. 157-158). Una relación anterior había expresado ideas parecidas: “Era dictamen de uno de los eruditos de este siglo que para estudiar con mayor fruto y gusto la historia se habían de contentar los jóvenes con solo una tintura de los tiempos más distantes, y que su estudio había de empezar por esta última edad del mundo que se nos ha hecho de más interés desde el siglo XV para acá” (Castro, 1795, p. 1).
No podía estar desligada esta conciencia de la percepción de grandes cambios en el mundo: “(…) valen más quince años del siglo pasado o del presente que todo el tiempo que corrió desde Pedro Lombardo hasta la restauración de las ciencias”, escribía en una carta de 1774 el peruano Toribio Rodríguez de Mendoza. Unos años después, ya las novedades eran de temer: “Parece que las revoluciones del Mundo tienen un tiempo preciso en que nacen muchas a un mismo tiempo” (Papel periódico de la ciudad de Santafé de Bogotá, n. 24, 22-VII-1791), evidentemente no para bien, como se recalcaba después (1793): “En seis mil años que existe el género humano no presenta su historia hechos tan escandalosos como los que ofrece en el día la Francia”. Un desorden que se extiende a la naturaleza:
Han sido generales las revoluciones de tiempo y según los papeles públicos no solamente la América ha experimentado fenómenos extraordinarios como el tronar en Lima, huracanes en la América septentrional, pero en la Europa entera ha habido también meteoros inauditos, así se pasa la consideración a estos sucesos que derribó uno de los más antiguos tronos de la Europa, los inmensos preparativos que amenazan la ruina de una de las dos más formidables naciones del mundo conocido. ¿No puede el cristiano creer que son el principio de las desdichas que anuncia el evangelista que deben preceder el día tremendo?31
Junto a esta percepción del cambio se amplió la idea de futuro, que se ha identificado en el Semanario del Nuevo Reino de Granada y en una carta del neogranadino Miguel Tadeo Gómez Durán (1802) cuando mencionaba “(…) el espacio inmenso que separa la actual generación de aquella que en el orden invariable de las cosas ha de tocar el punto de felicidad a donde naturalmente conduce el progreso de las luces”32. La utopía futurista (prohibida por la Inquisición) de Louis-Sébastien Mercier, L’an 2440 (1771) se hallaba en bibliotecas americanas. Desde el exilio jesuita, Francisco Javier Clavijero se atrevía a anticipar lo que las generaciones venideras pensarían de la expulsión. El chileno (conservador) Juan Egaña podía tener visiones de un futuro con máquinas, electricidad, mecanografía (Hanisch Espíndola, 1964, p. 68). Por supuesto, más que tales máquinas fueron las libertades y la prosperidad lo que pobló el futuro imaginado por el pensamiento insurgente posterior, deseoso de novedades33.
4. Herramienta de comprensión
En relación con este interés, la exposición de los más diversos asuntos se abordó en clave histórica: el derecho público, la agricultura, se trataban empezando por sus orígenes antiguos y detallando los cambios34. En la limeña Universidad de San Carlos se aconsejaba un estudio histórico del derecho para su mejor enfoque35 y en su afán por difundir los temas científicos, el neogranadino José Celestino Mutis contribuyó con la traducción y publicación de la Historia de las ciencias naturales, de Alexandre Savérien (Bogotá, 1791), un intento de explicar tales ciencias a partir de una historia de las sucesivas propuestas teóricas y descubrimientos. Esta traducción tuvo lectores en las décadas siguientes, uno de ellos fue Bernardo de Monteagudo.
Las ciencias religiosas mismas empezaban a requerir de la historia. Esta había sido reivindicada en la Europa católica por un movimiento que enfatizaba el estudio de las lenguas originales, las fuentes, la cronología y la geografía, útiles en la polémica con los protestantes, que habían iniciado esa tendencia. El movimiento tuvo sus cabezas en Alemania y Francia, y a su zaga se reivindicó en España el estudio de los Padres de la Iglesia y las actas de los primeros concilios (Herr, 1973, pp. 338-339), como hizo también el portugués Antonio Verney, cuyos escritos fueron leídos no solo en Brasil sino también en España y la América española.
Sobre esa base se formularon críticas al tomismo universitario, como las del novohispano fray Antonio Blanco Valdés, quien exponía sus dislates en materia histórica (1769)36, o la del jesuita Felipe Gómez de Vidaurre (1889), quien denunciaba cómo en su tiempos de estudiante se perdía el tiempo estudiando teología “(…) puramente escolástica, sin nada de historia”, cuando más útil sería si en vez de esos sofismas se vieran los concilios, la escritura y la historia eclesiástica (vol. 2, p. 294). En la búsqueda de fuentes se ponderaba como guía la obra del religioso francés Claude Fleury (Fleuri), autor de una Historia eclesiástica en veinte volúmenes (1691) cuya cita es omnipresente en recomendaciones, bibliotecas y planes de estudio.
Era conocido Fleury por el futuro insurgente Miguel Hidalgo, quien se extendía en una disertación de 1784 sobre la necesidad de la cronología en los estudios teológicos (2009; Torre Villar, 1953). Quizás el escrito influyó en las reformas implementadas en Quito por José Pérez Calama, que antes mencioné37. En el mismo sentido reformó Vicente Morales Duárez los estudios teológicos en el Colegio de San Carlos de Lima y Francisco Margallo lo hizo en Bogotá (Monguió, 1971, p. 232; Romero, 1957, p. 236). El manual de teología publicado en Lima en 1811 incluía una historia de la sagrada ciencia a partir de (Adán Rodríguez de Mendoza y Rivero, 1951, pp. 33-45).
Si así se trataban las ciencias religiosas, más todavía era la filosofía una materia historizable: en Europa había novedades en ello, con las historias de la filosofía de Johann Jakob Brucker y Wilhelm Gottlieb Tennemann. Tales obras influyeron sobre el portugués Luís Verney y este sobre filósofos americanos de lengua portuguesa y castellana (Carvalho, 1946). La História dos filósofos antigos e modernos (1788-1792) del brasileño Francisco Luís Leal dedica varios párrafos a convencernos de la importancia que tiene dicha historia de la filosofía. A la misma consagran veinte páginas los Elementa recentioris philosophiae del novohispano Benito Díaz de Gamarra (1774) 38 y también se hace presente en la Introducción a la metafísica (1798), obra rioplatense en latín de Joaquín Millás (Furlong, 1947, p. 553). Todas ellas comienzan con caldeos, egipcios, brahmanes y chinos y avanzan hacia los filósofos más recientes.
Necesario se revelaba este repaso para los seguidores del eclecticismo, quienes proclamaban la necesidad de escoger entre los sistemas que habían existido en el tiempo. La composición, traducción o adaptación respondía a las exigencias de nuevos planes de estudio: el del mismo Díaz de Gamarra en México (1774), de Agustín Caballero en Nueva Granada (1787), de Toribio Rodríguez de Mendoza en Perú (1787), de Luis Quijano en Quito (1803) hasta llegar al del deán Funes para la Universidad de Córdoba en la Argentina ya independiente (1813). El deán sugería que, siquiera una vez por semana, y aparte el dictado normal de clases, se destinara un tiempo para el estudio de la historia de la filosofía39 y es interesante que polemizara contra quienes dudaban de la utilidad de esta (Martínez Paz, 1915). Su posición triunfó, ya que posteriormente se ve la historia de la filosofía en los cursos dictados por Juan Crisóstomo Lafinur (desde los griegos hasta Newton) y por Diego Alcorta en Argentina (Torchia Estrada, 1961, p. 74 y p. 109).
Semejante historización general podía ser germen de muchos cambios cuyo peligro no pasó inadvertido. En Quito la Inquisición se dirigió a partir de 1780 contra los libros de historia, viajes y geografía, que habían tenido gran popularidad desde 1755, y entre 1792 y 1795 se suprimieron las materias de derecho público, historia y economía política establecidas por Pérez Calama (Keeding, 2015, p. 30 y p. 40). Algunos objetaron la ortodoxia de la historia eclesiástica de Fleury y también se denunció ante la Inquisición, sin éxito, el manual de Díaz de Gamarra (Mejía Valera, 1963, p. 95; Torre Villar, 1953; O’Gorman, 1941). Era esta considerada materia contraproducente por la Orden de Predicadores en Cuba (Santovenia et al., 1951, p. 81) y con gran agudeza entrevió el peligro el jesuita José Mariano de Vallarta y Palma (1779): la crítica histórica puede ayudar a afianzar verdades por el método y la erudición, y ello es positivo para la disciplina, pero es también nocivo para la fe. Sin embargo, él mismo, al enumerar las herejías en razón de su evolución, produjo una de las primeras historias de las ideas de su siglo (González Casanova, 1948, p. 162 y p. 165).
5. Historia, revolución y cambio
Hasta aquí se ha tratado de mostrar cómo el siglo XVIII americano tuvo, a la par que Europa, una valoración cada vez más positiva de la historia, como disciplina académica, como fuente de conocimientos prácticos, como base de la educación moral y aun como adorno en sociedad, lo que resultó en un aumento de la afición, libros e indagación. Como apunté más arriba, quizás fue un movimiento de alcance ecuménico, resultado de procesos de acercamiento entre los pueblos y de aceleración de los cambios, pero no en todas partes asumió las mismas formas ni sirvió a los mismos fines.
Los cultivadores de la historia podían aspirar a la refutación de ideas consagradas mediante la revelación de su origen, pero también a su legitimación al hacerlas parte de una herencia cultural que debía preservarse. En Alemania y Europa oriental prevaleció este segundo propósito: los letrados al servicio del clero y la nobleza quisieron contrarrestar el retaceo de privilegios por parte de los soberanos ilustrados o las ideas democráticas con el recurso a argumentos religiosos y al valor de la tradición. Antes se mencionó a Herder y al pensamiento historiocéntrico de Rusia, o la utilización de la historia por obra de Giambattista Vico, que también tuvo una intención conservadora, mientras en España y Portugal fue uno de los instrumentos de dominio imperial. Una semejante intención (¿conservadora, antiilustrada, antimoderna?) veo en la obra americanista más representativa, la de los jesuitas exiliados.
Posiblemente por ello el republicanismo patriota prestó inicialmente escasa atención a la historia y a las costumbres40, pero la historia hacía parte del espíritu de los tiempos y pronto los nuevos gobiernos se apresuraron a incorporarlas en sus planes de enseñanza: sucedió en Chile, “país de historiadores” ya en ciernes, en Buenos Aires, donde la Primera junta comisionó la escritura de una “historia filosófica” de su revolución y más tarde el Primer Triunvirato una historia oficial de la misma41. En Paraguay, la Junta Gubernativa de 1812 incluyó en sus disposiciones sobre enseñanza la historia sagrada, la geografía, la historia de América y la paleografía (Centurión, 1961, p. 185). El Plan del Perú de Manuel Lorenzo de Vidaurre, escrito en 1823, aconsejó implantar su enseñanza (1971, p. 93 y p. 98). Los nuevos países quisieron ponerse a escribir su propia historia, aunque las condiciones no estaban dadas para ir más allá de programas, crónicas, artículos, resúmenes o recopilaciones de documentos.
Más notable es que, junto a estas manifestaciones conocidas, la historia fue atrayendo la atención de otros sectores situados hacia abajo en la escala social. En la segunda mitad del siglo XVIII se difundieron en Nueva Granada almanaques o kalendarios manuales, que señalaban los años desde la creación, las fechas del Diluvio, del Descubrimiento, de la fundación de Roma, de Madrid y de Santa Fe. En Nueva España se vio el mercado que podía significar la edición de obras de historia (Ibarra, 2013, p. 648) y la poesía popular satírica hacía correr de mano en mano “las crónicas históricas, los cuentos, las disertaciones morales”42. En la zona andina se ha señalado la presencia del loco Bernardino Tapia, el cual en los años previos a la Independencia recorría los pueblos difundiendo sus ideas heterodoxas, derivadas de algunos libros que atesoraba, entre las cuales figuraban prominentemente libros históricos (Glave, 2005).
Los indios participaron en el movimiento general. En una carta pastoral de 1769 el obispo Lorenzana consideraba peligrosa “la misma diversidad de costumbres con la memoria de sus antiguos señores y excelencia mal concebida de su lengua, trajes, libertad, gentilismo y otros vicios a que es propensa la naturaleza” (Lorenzana y Buitrón, 1770, p. 92). Acertaba porque dicha memoria se estaba reconstituyendo en los Andes, donde se ha visto una resurrección y revalorización de ciertos motivos, que dio en la primitiva versión del mito del Inkarri, de gran potencial movilizador43. Las grandes revueltas indígenas estarán basadas en la recuperación de temas históricos. Consciente de ello, la administración colonial prohibió la obra de Garcilaso de la Vega tras la rebelión de Túpac Amaru.
Llamativa es alguna presencia de la reflexión entre los afroamericanos, esclavos o no. Pudo ser una simple derivación de la difusión entre las elites, como en el caso del liberto uruguayo Jacinto V. de Molina, autor de algunos escritos, que vivió en torno a la Independencia y que bendecía a su patrono, maestro y beneficiario (y quizás también padre) por haberle descubierto “el origen del hombre, la causa y remedio de su corrupción y miseria, el fin para que está destinado”44. En la revolución haitiana se nota un esfuerzo por elaborar una historia alternativa a la forjada por los europeos: años después darían en teorizaciones que anteceden las del afrocentrismo del siglo XX, en torno al papel destacado de los negros en la historia, como en los textos del mulato haitiano Jean-Louis Vastey. Relacionada con esta elaboración se halla la acción educadora del liberto cubano Antonio Aponte, el cual reunía en su casa a un público de esclavos y libres y les exponía, con ayuda de dibujos, la historia gloriosa de sus antepasados en diversos periodos, tal como revelan las actas del proceso que se le siguió por rebelión en 1811 (Thornton, 1993; Pavez Ojeda, 2011; Vastey, 2018).
Estas fechas ya nos remiten al movimiento que llevó a la Independencia, durante el cual el pasado y el futuro ocuparon las mentes. Podemos entenderlo por los mismos mecanismos con que Georg Lukács explicaba la generalización del sentido histórico en Europa durante la época revolucionaria: los grandes hechos convirtieron las revoluciones y guerras en una vivencia de masas, con transformaciones frecuentes que cada pueblo experimentó en mucha mayor medida que en los siglos anteriores, con esperanzas en un renacimiento nacional que en Alemania apelaban a las pasadas grandezas. Por otro lado, la velocidad de los cambios les hacía perder el carácter de fenómeno natural que podían antes tener y se iba sabiendo que otros cambios similares ocurrían por doquier en el mundo. La guerra dejó de ser asunto de ejércitos profesionales y mercenarios para hacerse guerra de masas; la propaganda política destinada a los soldados “tiene que poner de manifiesto el contenido social, los presupuestos históricos y las circunstancias de la lucha”; los desplazamientos, hasta Egipto y Rusia, llevaron a los campesinos a conocer amplias regiones. Con ello se daban “las posibilidades concretas de que los hombres entiendan su propia existencia como algo históricamente condicionado, la posibilidad concreta de que vean en la historia algo que penetra profundamente en su existencia cotidiana, algo que los afecta inmediatamente” (Lukács, 1976, pp. 19-21).
Es fácil extrapolar tales consideraciones a la realidad de la guerra revolucionaria en América y aun ampliarlas con alusión a las muchas dimensiones que tuvo esta: guerra protonacional, regional, étnica y social, que implicó desplazamientos de población, presencia de los ejércitos en regiones alejadas y compañerismo en las luchas de militares de origen geográfico y social diferente, nuevos encuentros humanos, invasión de modas, objetos, ideas y lenguajes extranjeros. La prensa criolla, se nos ha repetido, retrataba distintas situaciones de crisis que los lectores de cada región percibían como similares a la propia.
Cambio, futuro, historia. En las décadas siguientes los nuevos Estados reforzarían su relación con esta última, que bajo la forma de relatos patrióticos se convertiría en fundamento de las mitologías nacionales. Junto a tal fenómeno, relativamente estudiado, necesario es fijarnos en aquel otro por el cual empezaba a ocupar la historia un lugar prominente en nuestra cultura, lugar que se ampliaría en el curso de nuestros dos siglos de vida para dar en el historiocentrismo que caracteriza el pensamiento latinoamericano de los siglos XIX y XX.