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Cuadernos del Centro de Estudios en Diseño y Comunicación. Ensayos

versão On-line ISSN 1853-3523

Cuad. Cent. Estud. Diseñ. Comun., Ensayos  no.56 Ciudad Autónoma de Buenos Aires mar. 2016

 

De los textos yoicos a los textos simbólicos

 

Jesús González Requena *

(*) Catedrático de Comunicación Audiovisual de la Universidad Complutense de Madrid, coordinador del programa de doctorado Teoría, análisis y documentación cinematográf-ca. Presidente de la asociación cultural Trama y Fondo.

Fecha de recepción: marzo 2015
Fecha de aceptación: junio 2015
Versión final: marzo 2016


Resumen: El presente artículo forma parte de las dos primeras sesiones del seminario Psicoanálisis y Análisis Textual impartido en la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense de Madrid (2011/2012)1. Analiza aquellos films que como Rear Window (1954),Vértigo (1958) y Psycho (1960) de Alfred Hitchcock movilizan el inconsciente y dejan honda huella en los espectadores; ocurre, sin embargo, que la memoria no puede acceder a esos trazos de la enunciación fílmica que son recordados de manera distorsionada y parcial, dado que las cargas emocionales han sido desplazadas. Más allá del orden semiótico y del proceso de comunicación que despliega lo cognitivo, el análisis textual da cuenta del sentido de la andadura del sujeto por el texto fílmico que es, ante todo, experiencia estética conformadora de un saber simbólico. El ámbito de la experiencia del sujeto y del trabajo de su deseo, comparece como un desafío teórico y metodológico ante la cultura de la imagen y sus articulaciones con la educación.

Palabras clave: análisis textual - psicoanálisis - experiencia emocional - lo real, lo imaginario y lo simbólico.

Summary: This article is part of the frst two sessions of the seminar Psychoanalysis and Textual Analysis taught at the School of Information Sciences at the Complutense University of Madrid (2011/2012). The paper analyze those films that as Rear Window (1954), Vertigo (1958) and Psycho (1960) Alfred Hitchcock mobilize the unconscious and left a deep impression on viewers; it happens, however, that memory can not access those strokes of filmic enunciation that are remembered and partially distorted because the emotional burdens have been displaced. Beyond the semiotic order and communication process that unfolds the cognitive, textual analysis realizes the meaning of the journey of the subject by the film text that is primarily an aesthetic experience of a symbolic knowledge. The scope of the subject’s experience and the work of his desire to appear as a theoretical and methodological challenge to the culture of the image or links to education.

Key words: textual analysis - psychoanalysis - emotional experience - real - imaginary -symbolic.

Resumo: Este artigo é produto das duas primeiras sessões do seminário Psicanálise e Aná-lise Textual oferecido na Faculdade de Ciências da Informação da Universidade Complutense de Madrid (2011/2012)1. Analisa aqueles filmes que como Janela Indiscreta (1954), O corpo que cai (1958) e Psicose (1960) de Alfred Hilchcock mobilizam o inconsciente e deixam uma marca profunda nos espectadores. No entanto acontece que a memória não pode aceder a esses traços da enunciação cinematográfica que são recordados de modo distorcido e parcial, dado que as cargas emocionais foram deslocadas. Além da ordem semiótica e do processo de comunicação que manifesta o cognitivo, a análise textual mos-tra o sentido do passo do sujeito pelo texto cinematográfico que é, ante tudo, experiência estética que conforma um saber simbólico. O âmbito da experiência do sujeito e do traba-lho de seu desejo, comparece como um desafo teórico e metodológico ante a cultura da imagem e suas articulações com a educação.

Palavras chave: análise textual - psicanálise - experiência emocional - o real, o imaginário e o simbólico.


 

El texto: semiótico, imaginario, real

Las películas se recuerdan mal (consciente, preconsciente, inconsciente)

Comencé a explicarles el otro día por qué era necesario ver aquí, al comienzo del seminario, el film completo, aun cuando ustedes ya lo hubieran visto antes. Retornaremos hoy a esos motivos que les aducía, pues están en relación directa con la metodología analítica que voy a proponerles. El primero es que las películas se recuerdan muy mal.

Y no me refero a las películas malas, esas que, por su falta de interés, dejan muy poca huella en la memoria. Me refero a las mejores películas. A esas que, por serlo, nos afectan profundamente.

Por supuesto, si nos afectan profundamente, dejan una profunda huella en nosotros. Entonces, ¿por qué digo que las recordamos mal? Sencillamente, porque esa huella, muchas veces, resulta inaccesible a nuestra memoria.

Y es que, contra lo que suele pensarse, la memoria no es un depósito, sino una función: la función de lo que, en un momento dado, recordamos o estamos en condiciones de recordar.

Digámoslo en términos freudianos: lo que recordamos, en un momento dado, es lo que ocupa nuestra consciencia.

Y lo que estamos en condiciones de recordar, aunque no ocupe nuestra consciencia en un momento dado, constituye lo pre-consciente: lo que está disponible, accesible a la cons-ciencia.

Y, finalmente, hay recuerdos, huellas mnésicas inaccesibles a nuestra consciencia, excluidas de nuestra memoria. Huellas que se encuentran, por tanto, en nuestro inconsciente.

Desplazamiento de las cargas emocionales

Así, como les decía, tendemos a recordar mal las películas que más intensamente nos han afectado.

No se trata de que nos olvidemos de ellas, pero sí de que olvidemos partes de ellas y, muchas veces, las partes que más intensamente nos han afectado.

Actúa entonces un mecanismo de represión parcial que Freud describió muy bien: se trata del desplazamiento de las cargas emocionales.

Así, muchas veces sucede que recordamos mejor y con mayor intensidad escenas que, en el momento del visionado, vivimos con menor intensidad y, en cambio, tendemos a olvidar las que en ese momento fueron las que más intensamente nos afectaron. O quizás las recordamos pero más vagamente, desconectadas de esa intensa emoción que en su momento –el del visionado– produjeron en nosotros.

Como ven, y tal es lo propio del desplazamiento, actúa la lógica de la metonimia: o bien olvidamos lo que nos afectó y sin embargo recordamos lo que, estando a su lado, nos afectó menos, o bien recordamos lo que nos afectó, pero descargado de ese afecto, que tendemos a localizar en lo que está a su lado y que, por tanto, nuestra consciencia recuerda con mayor intensidad.

Psycho: la memoria y la angustia

Y por cierto que, a este propósito, Psycho es un buen ejemplo.

¿Qué es lo que ustedes recordaban mejor de la película antes de verla de nuevo el otro día? Seguramente la cadena que va del robo

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Jesús González Requena

De los textos yoicos a los textos simbólicos

al viaje,

a la llegada al motel

y a la escena de la muerte de Marion en la ducha.

Y desde luego, también, la escena del descubrimiento del cadáver de la madre.

 

Escenas excelentes, sin duda, todas ellas, pero escenas todas ellas, sin embargo, secundarias por lo que se refere a la huella imborrable que el film dejó en ustedes. Si esas fueran las escenas esenciales por lo que se refere al impacto de la película en ustedes, entonces la película habría sido, necesariamente, un fracaso. Porque fíjense:

Marion está ya muerta en el minuto 00:47:05 y la película sin embargo se prolonga hasta 01:43:55, es decir, dura todavía 56 largos minutos más, casi una hora. Y así, la siguiente escena intensa que recordaban, la del descubrimiento del cadáver de la madre, sólo se produce en 01:36:38.

De modo que entre una y otra escena median largos 49 minutos. Podemos atribuir al arte del suspense esos 49 minutos… pero eso es decir bien poco. Realmente fue una apuesta bien difícil la que se planteó Hitchcock en esta película. Pues mantener el interés del público después de haber matado en el minuto 47 a la protagonista con la que éste –es decir, ustedes y yo– estaba totalmente identificado era algo realmente difícil.

El caso es que lo logró: nos mantuvo intensamente interesados durante esos largos 49 minutos que se prolongaron entre esos dos momentos de impacto, la muerte de Marion y el descubrimiento del cadáver de la madre.

Pero olvídense por un momento del arte del cineasta y plantéense la cosa desde el punto de vista de su experiencia –la de ustedes mismos, quiero decir.

Y me refero no tanto, aunque también, a su experiencia de espectadores. Me refero principalmente a su experiencia como seres humanos: ¿qué fue de ustedes durante esos casi 50 minutos de sus vidas? ¿No se vieron obligados a soportar la más intensa angustia?

Tuvo que ser así, porque sólo la más intensa angustia podía mantenerles interesados en el film una vez que habían experimentado el impacto de la muerte de su protagonista. Quiero decir: esa angustia debía ser, al menos, tan intensa como ese impacto, pues, de lo contrario, habría decaído su interés por el film.

Les decía que hablar de suspense explica bien poco. Sólo pone un nombre –suspense– donde se requiere una explicación. De modo que la pregunta es: ¿cuál es la verdad de esa angustia que vivimos durante esos 49 minutos que hemos olvidado?

Y de hecho, ustedes no sólo habían olvidado esos 49 minutos, sino que también, en cierto modo, habían olvidado su angustia.

Lo que recordaban era dos grandes sustos: el de la inesperada muerte de Marion y el del descubrimiento de que la madre, aparente asesina, estaba muerta.

De modo que todo parecía reabsorberse en términos cognitivos: acceso sorpresivo a dos datos ignorados.

Y así el recuerdo de la intensidad de esos dos sustos/descubrimientos opaca el recuerdo de lo que, realmente, hizo inolvidable esta película para ustedes: ni más ni menos que la angustia que vivieron entre lo uno y lo otro.

De modo que repito la pregunta: ¿cuál es la verdad de esa angustia?

Y lo mismo podríamos decir del final. Pues sucede que aunque la memoria de la mayor parte de ustedes localizaba el final en el descubrimiento del cadáver de la madre, sucede que, sin embargo, después de este descubrimiento, que termina en 01:37:15, la película todavía se prolonga 6 largos minutos más, para sólo acabar en 01:43:51.

Y sin embargo, ello no sucede al modo de lo que se viene produciendo en la mayor parte de los psycothrillers actuales, en los que tras una escena de impacto aparentemente final, la película parece sugerirnos que todo ha acabado ya para, pocos minutos después, darnos un último susto: así el asesino que parecía muerto no había muerto y le agarra por el tobillo al protagonista, o bien descubrimos que detrás de ese asesino había otro desconocido y más asesino todavía…

Aquí no, nada de eso. Y sin embargo… la película sobrevive a la prolongada y un tanto tediosa explicación del psiquiatra narcisista –sus golpes de efecto a veces recuerdan a los de Lacan en l’Ecole Normal Superieur– para conducirnos a esa extraña e inquietante penúltima imagen del film.

 

Nada se añade aquí desde el punto de vista cognitivo, ningún susto ni sorpresa, ningún

conocimiento nuevo después de todo lo explicado por el psiquiatra.

Y, sin embargo… Sin embargo la angustia lo invade todo, de nuevo, en esta imagen final.

Más allá de los límites de la semiótica: experiencia emocional del film

De modo que las películas que nos afectan las recordamos mal. Y hay algo más. En la

misma medida en que el tiempo pasa y el recuerdo se distorsiona, los agujeros van siendo

suturados y finalmente tapados por construcciones ideológicas, tópicos discursivos que

parecen explicarlo todo.

De hecho, uno de ellos lo hemos introducido ya: Hitchcock el mago del suspense. Alguien

que sabe todos los trucos para hacernos pasar miedo.

Él sabe esos trucos, esos trucos existen. Todo es un artefacto para producir miedo.

Todo es un artificio, no hay ahí nada real. Y así terminamos de olvidar del todo lo que de

real ha habido allí.

¿Qué? Ya lo he dicho: esa angustia real, verdadera, porque era nuestra.

Nuestra propia angustia.

Y hay, todavía, otro motivo para comenzar el análisis viendo la película completa y no conformarnos con ver y analizar el comienzo y seguir así, trozo a trozo, hasta el final. Como les decía el otro día, ver la película completa, es decir, rehacer la experiencia de ver la película, es conectar de inmediato, en directo, con nuestra experiencia emocional del film para que sea esa experiencia la que guíe nuestro análisis.

Y es que, aunque vamos a utilizar herramientas semióticas, entre otras, el nuestro no puede ser un análisis semiótico.

Y ello porque el análisis semiótico quiere ser un análisis objetivo, es decir, desubjetivizado, sólo interesado por levantar acta de las estructuras de significación presentes en el texto. De modo que concibe la metodología como un instrumento de exclusión de la subjetividad del analista.

El procedimiento no es malo, pero no es malo cuando se trata de analizar otras cosas. Es, en cambio, extraordinariamente malo cuando pretende ocuparse de obras de arte, pues éstas están, en sí mismas, abocadas al campo de la subjetividad. Cuando esto se olvida, cuando se concibe el texto artístico como no otra cosa que un campo de significación, resulta inevitable terminar concluyendo que todo en él es un artificio.

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De los textos yoicos a los textos simbólicos

Y este es, por cierto, el punto de vista de los enfoques deconstructivos. Olvidan lo fundamental: esa verdadera experiencia emocional, subjetiva, que el espectador hace cuando ve la película.

Insisto: esa experiencia es el punto de referencia que debe guiar nuestro análisis, pues esa experiencia es la que da su sentido –o su sinsentido– a las significaciones que el texto contiene.

Tal es nuestra diferencia con el análisis semiótico, a pesar de que, como les digo, no dejaremos de utilizar muchas de sus herramientas: las utilizaremos, como los semióticos hacen, para levantar acta de las constelaciones de significantes y de significaciones que el texto contiene, pero nosotros lo haremos desde otra perspectiva, porque nuestro objetivo será tomar consciencia de la experiencia subjetiva, y por eso mismo inconsciente, del lector del texto –en este caso el espectador del film–: una experiencia, sin duda, ligada a la travesía tejida por esos significantes y esas significaciones, pero una experiencia, en cualquier caso: la de un sujeto.

Para decirlo de manera rápida: nuestro objetivo no es establecer cuál es la significación de Psycho, sino tomar consciencia de la experiencia subjetiva del espectador que la ve.

Lo semiótico: la significación

El error de la semiótica consiste en no ver en un texto otra cosa que un espacio de signi-ficación.

No porque no lo sea, sino porque no es sólo eso.

En un texto hay, desde luego, significación, es decir, significantes articulados de modo que devuelven determinada significación.

Y por cierto que Psycho, en un momento dado, nos ofrece la más precisa síntesis de esa significación: me refero a esa larga escena en la que el psiquiatra lo explica todo de la manera más minuciosa.

Esta escena discursiviza verbalmente toda la significación psicológica que la película ha ido introduciendo. Y lo más notable es que, de hecho, no añade información alguna: toda la información que nos ofrece la poseíamos ya una vez que había concluido la secuencia del descubrimiento por Laila del cadáver de la madre.

Con lo cual, hace inútil el esfuerzo de un análisis del film destinado a establecer su signif-cación: el propio Hitchcock se anticipa a ello haciéndolo él mismo.

Y haciéndolo de manera burlona: poniendo un exceso de teatralidad en ese psicólogo que se empeña en protagonizar la escena –aunque no es él quien constituye el centro de gravedad de la escena.

Pero no hay, desde luego, en Psycho, tan sólo eso.

La mejor prueba de ello es que, en la escena que sigue, y aunque ésta no añade significa-ción alguna, aunque no nos da sorpresa alguna, posee la mayor capacidad de impacto en el espectador: relanza su angustia.

Inquietante y paradójico final, dicho sea de paso. Pues aunque todavía se introduce la palabra fin –aunque Hitchcock ya está empezando a prescindir de ella en este periodo– el movimiento de emergencia del coche desde el interior de la ciénaga parece contradecirlo. Por lo demás, la prueba de que el texto no se agota en la significación que contiene es el interés con el que volvemos a ver la película, a pesar de que ya poseíamos, desde el primer visionado, esa significación. Veamos un ejemplo extremo de discurso totalmente dominado por el orden semiótico:

<Global.Microsoft.VisualBasic.CompilerServices.DesignerGenerated()>

Partial Class fPresentación

Inherits System.Windows.Forms.Form

<System.Diagnostics.DebuggerNonUserCode()> _

Protected Overrides Sub Dispose(ByVal disposing As Boolean)

Try

If disposing AndAlso components IsNot Nothing Then

components.Dispose()

End If

Finally

MyBase.Dispose(disposing)

End Try

End Sub

Private components As System.ComponentModel.IContainer

<System.Diagnostics.DebuggerStepThrough()> _

Private Sub InitializeComponent()

Me.SuspendLayout()

Me.AutoScaleDimensions = New System.Drawing.SizeF(6.0!, 13.0!)

Me.AutoScaleMode = System.Windows.Forms.AutoScaleMode.Font

Me.BackColor = System.Drawing.Color.Red

Me.ClientSize = New System.Drawing.Size(800, 600)

Me.FormBorderStyle = System.Windows.Forms.FormBorderStyle.None

Me.Location = New System.Drawing.Point(5, 5)

Me.Name = “fPresentación”

Me.StartPosition = System.Windows.Forms.FormStartPosition.Manual

Me.Text = “presenación”

Me.ResumeLayout(False)

End Sub

EndClass

El discurso cibernético: en él la materia del texto se desvanece para quedar todo él reducido a un preciso encadenamiento de significantes netamente eficaces, incluso performativos.

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Jesús González Requena

De los textos yoicos a los textos simbólicos

Pues no hay en él, tampoco, constelación de imagos alguna independientemente de que está aparezca más tarde, en forma de eso que se da en llamar interfaz amigable. Ustedes saben que son esos discursos los que hacen funcionar, por su propia cuenta, buena parte de nuestras modernas ciudades.

Lo imaginario: imagos, identificación

Pues hay, también, imagos.

Y cuando digo imagos no quiero decir, sin más, imágenes, pues las imágenes pueden funcionar –y a veces reducirse– a espacios de significación. Así, por ejemplo, ésta:

Podemos traducirla en significación: decir: es una mujer, rubia, atractiva, que viste una

camisa blanca, etc.

Pero esa traducción deja siempre fuera algo, aun cuando ese algo la acompañe latente, del

lado del poder de lo que las palabras, sin decir, sugieren.

Quiero decir: esa mujer es, para mi mirada, una figura que puedo desear y, a la vez, una en

la que puedo reconocerme.

Y porque ambas cosas quedan suscitadas de inmediato con su mera presencia, el orden de lo imaginario se activa en nuestra relación con el film, desencadenándose de inmediato intensos mecanismos de identificación.

Y ustedes saben de la intensidad de esa identificación, pues ha sido tal que han hecho suyo su viaje.

Y la angustia que después ha llegado, una vez que ella ha muerto, está necesariamente en relación, como en su momento veremos, con ello.

De modo que en un texto hay, además de signos, de significantes y significados, imagos que suscitan nuestro deseo y nuestra identificación.

Lo real: huella, acontecimiento

Pero no es eso todo.

En un texto está también la materia real que lo constituye.

La reconocerán con sólo prestar atención a la singularidad real del ser irrepetible que, en un instante igualmente irrepetible del tiempo, ha estado ahí, delante de la cámara, y que por eso ha dejado su huella en el celuloide.

Dejen que ella se vuelva, se desplace en el espacio para que esa huella se haga más patente:

la de ella como la de ese edificio que se encuentra al fondo o la de cada uno de los pliegues

de su camisa.

Pero lo real del film no se agota ahí; tiene que ver, también, con el hecho mismo del rodaje:

un suceso que ocurrió un día y cuyas huellas quedaron, igualmente, ahí.

De modo que está también presente, ahí, en contracampo, ese ser real que en un momento

irrepetible del tiempo, sentado en su silla de director, dirigía el proceso de captura de esas

huellas que ahora nos es dado ver.

Y no sólo las disponía para nuestra mirada sino que, en primer lugar, las miraba él mismo, siendo, por ello mismo, el primero que realizaba esa experiencia de la visión que más tarde hemos hecho nosotros.

Y estamos también, del lado de lo real, nosotros, en la medida en que en otro momento –uno no menos real, no menos irrepetible– nos situamos frente a esas huellas y padecemos su impacto.

Es decir: hacemos la experiencia de su impacto.

Como ven, porque un texto es algo real, era necesario que eso, ser real, aconteciera aquí.

Y cuando digo aquí me refero a este aula, constituida en el laboratorio de la investigación de análisis textual que vamos a emprender.

Lo imaginario: RearWindow, la imago originaria

O piensen en un discurso esencialmente dominado por el orden de las imagos: piensen, por ejemplo, en esos espots publicitarios que se limitan a ofrecernos imágenes fascinantes que capturan de un sólo golpe nuestra mirada a la vez que la funden con el objeto publi-citado constituido, él mismo, en objeto de deseo.

Podría ponerles, para ilustrarlo, muchos espots, pero ganamos tiempo si les pongo una imágenes hitchcockianas que han inspirado infinidad de esos espots seductores:

se eclipsa, en la misma medida en que ella aparece.

Es difícil encontrar una mejor visualización de la idea freudiana de la constitución del yo por identificación con la figura materna.

Ella llena todo el campo visual, su fascinante armonía expulsa todo rastro de angustia tanto más cuando invisibiliza el fondo mismo de la angustia.

 

Ella es la imagen en la que él se ve –y así el rostro de él se disipa en la sombra tanto más cuando el de ella es perflado por el brillo de la luz

Y el espacio entero es iluminado por los destellos de su figura.

Un espot impecable, ¿no les parece?

Pero si han visto la película recordarán que no es allí donde se localiza la verdad del deseo

del protagonista de RearWindow.

Lo imaginario: Vértigo: espejismos del enamoramiento

Veamos otro no menos célebre ejemplo.

Y por cierto que pueden situarlo en continuidad psicogenética con el anterior. Pues si el anterior visualizaba admirablemente la identificación primaria, esa primera captura en la que el yo se conforma, éste visualiza con no menor brillantez el eterno poder de esa primera captura, tal y como se produce en los procesos de enamoramiento. La cámara despliega la mirada del hombre, una mirada que busca el retorno de esa imago primordial que constituye el presupuesto de todo otro objeto de deseo.

Y lo encuentra porque lo busca. Y lo encuentra tanto mejor cuanto menos de lo real ve.

Y así, le –y nos– descubrimos ya del todo enamorados de una mujer que no hemos visto todavía.

Por cierto que esa psicogénesis de la que les hablo pueden incardinarla con precisión en el propio cineasta.

Hitchcock estuvo intensamente enamorado de Grace Kelly, la protagonista de RearWin-dow, y soñó hacer Vértigo con ella.

Pero para entonces Grace Kelly estaba en camino de convertirse en princesa de Mónaco, de modo que el cineasta hubo de contentarse con Kim Novak, quien nunca llegó a satisfacerle del todo en ese papel.

Ella imanta nuestra mirada, y su deseabilidad se descubre tanto mayor cuando ella es localizada como perteneciente a otro. ¿Se dan cuenta de la intensidad con la que, entonces, arde nuestro deseo? De hecho el rubio cabello de ella que destaca sobre el fondo rojo de la pared devuelve la constelación cromática de las llamas.

Una plena captura en lo imaginario.

El poder del encuadre fja y a la vez distancia el poder llameante de la Figura.

Y es tal el fulgor incandescente del objeto que obliga a retirar la mirada.

¿Ven como brilla? Brilla tanto más cuanto no es mirada, sino imaginada. Por lo demás, ¿no han pensado nunca en la función del vestido como facilitador del enamoramiento?

Insisto: es tanto más bella cuanto más él aparta la mirada.

Porque si no la apartara, podría llegar incluso a verla más bien fea:

Y así él vuelve a mirarla cuando ella escapa ya a su mirada, deslizándose en el interior de un espejo que termina por declararla espejismo.

Si me he detenido en ilustrarles –y así familiarizarles con– la función imaginaria a través de estas espléndidas escenas hitchcockianas de RearWindow y de Vértigo, ha sido también para llamarles la atención, si quiera por contraste, sobre el hecho notable de que Hitch-cock decidiera rodar en 1958 Psycho en blanco y negro, cuando estas dos películas anteriores, la una del 53 y la otra del 57, las había rodado en un espléndido color.

De los textos yoicos a los textos simbólicos Teoría del Texto: semiótico, imaginario, real

Porque el texto posee tres tipos de componentes –los signos, las imagos, las huellas–, porque participa de tres ámbitos –el de lo semiótico, el de lo imaginario, el de lo real–, necesariamente, ustedes lo afrontan en esos tres ámbitos, y se ven obligados a entrar en contacto con sus tres tipos de componentes.

Así, el aparato cognitivo, semiótico, de ustedes, procesa, descodifica la significación que el film contiene.

El aparato perceptivo-gestáltico reconoce las imagos que le son ofrecidas, se identifica con ellas y se deja atrapar en las redes de deseo que enhebran.

Y el cuerpo de ustedes, empezando por sus propios ojos, padece el bombardeo de las huellas lumínicas que emanan de la pantalla.

Y como les sugería el otro día, la teoría del texto que les propongo permite clasificar los textos por el grado de presencia y de dominancia o de sometimiento de unos u otros ámbitos.

El texto cibernético

Así, el otro día les ponía este ejemplo de un texto en el que domina netamente el ámbito semiótico:

<Global.Microsoft.VisualBasic.CompilerServices.DesignerGenerated()>

Partial Class fPresentación

Inherits System.Windows.Forms.Form

<System.Diagnostics.DebuggerNonUserCode()> _

Protected Overrides Sub Dispose(ByVal disposing As Boolean)

Try

If disposing AndAlso components IsNot Nothing Then

components.Dispose()

End If

Finally

MyBase.Dispose(disposing)

End Try

End Sub

Private components As System.ComponentModel.IContainer

<System.Diagnostics.DebuggerStepThrough()> _

Private Sub InitializeComponent()

Me.SuspendLayout()

Me.AutoScaleDimensions = New System.Drawing.SizeF(6.0!, 13.0!)

Me.AutoScaleMode = System.Windows.Forms.AutoScaleMode.Font

Me.BackColor = System.Drawing.Color.Red

Me.ClientSize = New System.Drawing.Size(800, 600)

Me.FormBorderStyle = System.Windows.Forms.FormBorderStyle.None

Me.Location = New System.Drawing.Point(5, 5)

Me.Name = “fPresentación”

Me.StartPosition = System.Windows.Forms.FormStartPosition.Manual

Me.Text = “presenación”

Me.ResumeLayout(False)

End Sub

EndClass

El que ustedes no entiendan nada, es lo de menos.

Este es un texto semiótico impecable, como lo demuestra el hecho de que hay una máquina capaz de procesarlo, es decir, de descodificarlo y, por eso, de interactuar con ello. Y ahora vean un ejemplo menos radical:

Sigue siendo un discurso intensamente semiótico, pero en el que algunos de sus signos son

ya icónicos y, por tanto, tienen ya una cierta configuración.

Por cierto, espero que no hayan empleado GoogleMaps para llegar hasta aquí, porque les

habrá costado mucho trabajo. Y es que el mapa ubica mal esta Facultad.

Lo que nos pone en contacto con este rasgo tan propio de lo semiótico: su posibilidad de

generar equívocos.

Signo: equívoco / mentira

A ello se refería Umberto Eco en su célebre definición de signo: signo es todo aquello que sirve para mentir.

Pero ésta es, a mi modo de ver, una mala definición. Pues es demasiado amplia por una parte y demasiado estrecha por otra.

Demasiado amplia porque hay cosas que sirven para mentir mucho mejor que los signos: ya lo habrán adivinado ustedes: las imagos –en seguida nos ocuparemos de ellas. Y como les digo es, a la vez, una definición demasiado estrecha, pues esa posibilidad de los signos para confundir, para generar equívocos, no es más que la otra cara del poder del orden semiótico para generar eso que llamamos la realidad –y que es algo muy diferente de lo real.

Por otra parte, esa definición de Eco puede producir la confusión de pensar que se miente con signos, y eso, sencillamente, no es cierto.

Los signos sirven para mentir, pero sólo en la medida en que se materializan en palabras que alguien pronuncia.

De modo que son las palabras –y dense cuenta que en esto se diferencian las palabras de los signos–, las palabras de los sujetos –pues no hay otras–, las que mienten o dicen la verdad. Los signos, por sí solos, solo pueden producir equívocos, como sucede con el ejemplo que ustedes tienen en pantalla.

El texto publicitario

Vean ahora un ejemplo de texto con neto dominio del ámbito de lo imaginario:

El País Semanal - Dior

Hay significantes, desde luego, pero la imagen se vuelca no del lado del signo icónico, sino del lado de la imago, de ese que les señalaba el otro día como su poder de identificación-seducción.

Atiendan, de nuevo, a esa doble cara: no sólo la ven a ella como un esplendoroso objeto de deseo, sino que se identifican a través de la mirada de ella, como alguien por ella deseado. Como les anunciaba, las imagos sirven para mentir mucho mejor que los signos. Y no piensen que esto funciona sólo con las mujeres o con los hombres guapos. Puede suceder con cualquier objeto.

 

Como ven, no le falta potencia alguna al reloj cuando es promovido en el campo de lo

imaginario: también él tiene una buena gestalt capaz de capturar con su brillo nuestra

mirada deseante.

Por lo demás, no sólo había un rostro bello en el ejemplo anterior.

También está junto a él, el objeto publicitado mismo.

Y no pueden negarme que comparece como en sí mismo deseable, pues está cargado por el halo que la imago de ella desprende.

Y eso sin entrar hoy a llamarles la atención sobre la relación metonímica, netamente fálica, que carga a ese objeto en relación con esa bella mujer.

Nicole Kidman. El País Semanal – Rolex

Quizás piensen que es incuestionable que estas chicas son muy guapas. Pero,¿y un reloj?

Fotografía: campo de batalla entre la imago y la huella

Piénsenlo bien, incluso hay una industria fotográfica dedicada a demostrar lo contrario.

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Cuaderno 56 | Centro de Estudios en Diseño y Comunicación (2016). pp 53-84 ISSN 1668-5229

Jesús González Requena

De los textos yoicos a los textos simbólicos

Semana: dos actrices fotografadas mal

Piensen en la relación de las fotografías que se rompen con lo real.

Seguramente Nicole Kidman hubiera querido destruir esta foto. Y también su compañera –su compañera en el, al parecer, más intenso odio. ¿No les dan miedo esas dentaduras acechantes?

Y por cierto que esa compañera es, aunque les sorprenda, Catherine Zeta-Jones. Sorprendentes los poderes imaginarios de las imágenes, ¿no les parece?

Como ven, toda fotografía puede ser concebida como un campo de batalla entre la imago y la huella, entre lo imaginario y lo real.

Se dan cuenta entonces de que acabamos de aislar otro tipo textual, el de los textos, digámoslo así, amarillos, que van desde la prensa del corazón a la televisión más encanallada, y en los que, aun cuando la función imago aparece, aparece sólo para ser aniquilada de inmediato por la emergencia de la huella más brutal y erosionadora.

Semiótico, imaginario, real

¿Cuál es el funcionamiento del orden semiótico en estos discursos que estamos explorando? Pues bien, es la suya una posición secundaria, puesta al servicio del registro dominante. Lo que es evidente en este caso, donde el nombre mismo del producto, Dior, vale por su sugerencia: Dior, d’or, de oro, dorado. Y la segunda palabra en importancia, forever, señala el poder absoluto y la presencia eterna de la imago primordial.

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Jesús González Requena

De los textos yoicos a los textos simbólicos

Y vemos la misma posición secundaria y complementaria en este segundo caso, sólo que ahora señalando en diferente dirección que no puede ser otra, esta vez, que la de la huella: La gran festa de los Óscar. Es decir: lo real que hay bajo el satinado con el que se encubren las estrellas de los Óscar.

Como ven, es un discurso vindicativo: estas revistas apelan al odio de clase de los feos contra los bellos.

Textos yoicos

Si me detengo en todo esto es para que mejor puedan comprender la diferencia esencial de los textos artísticos, es decir, lo que constituye la dimensión estética en sí misma. Ahora bien, dado que los textos artísticos vienen a ocupar hoy un lugar semejante al que, en el pasado, ocuparan los textos míticos y sagrados, deberán hacerse a la idea de que esa dimensión estética es una de las formas de la dimensión simbólica.

Fíjense que ante los diversos tipos de textos que hasta aquí les he presentado hoy, el sujeto, en su densidad esencial, inconsciente, no es para nada suscitado.

Así, frente al texto cibernético, el sujeto se ve reducido al estatuto de mero operador cog-nitivo de un orden de significantes que se cierra sobre sí mismo.

Y nada esencial del ser inconsciente del sujeto se suscita en el texto publicitario de índole seductora, por más que sea un tópico muy extendido pensar lo contrario –por aquello, ya saben ustedes, de la sexualidad encubierta de la publicidad, como si a estas alturas existiera algo de eso, cuando la erotización de la publicidad contemporánea se exhibe con la más absoluta explicitud.

Por eso, ante él, el sujeto se ve reducido al estatuto de un yo fascinado, capturado por el objeto en el que se identifica, pero sin que nada de índole propiamente inconsciente actúe en esa captura: de hecho, ante la seducción publicitaria, ustedes se saben capturados y disfrutan con ello.

Y el que ahí, en ello, se movilice cierta imago primordial, no es un dato específicamente inconsciente.

Como la etología ha demostrado –y Lacan ha insistido en ello oportunamente– todos los animales de un cierto grado de complejidad, aun cuando no tienen inconsciente, participan de esos procesos gestálticos.

Y por lo que se refere al espectáculo televisivo o fotográfico de lo real, aun cuando en él tiene lugar un obvio consumo pulsional, este convoca a un yo maníaco, casi psicopático, que realiza un goce de la miseria –de la basura– del otro que excluye la menor empatía. De modo que tampoco en él nada se sitúa en el campo del sujeto del inconsciente.

Esto es entonces lo que, a pesar de –o precisamente por– sus extremas diferencias, tienen en común estos tres tipos de textos: que nada en ellos convoca la dimensión en la que el sujeto realmente es.

Y ello porque ninguno de esos textos invita al sujeto a desplazarse del lugar de su yo. Por el contrario: le convocan a una extrema afrmación yoica: sea la del yo descodifico, la del yo seduzco/soy seducido, o la del yo gozo de la miseria del otro.

Discursos, todos ellos, pues, afrmativos, que no dejan espacio alguno para la interrogación. Y sin embargo, la de la interrogación es precisamente la dimensión del sujeto.

El texto artístico: co-presencia e interacción de las tres dimensiones

El texto artístico, en cambio, participa de una economía opuesta: no la del yo, sino precisamente, la de la interrogación: la interrogación por el ser en ese plano constitutivo que no es el del yo.

Ese es, por cierto, el motivo de que proliferen los bares en torno a los cines. La gente necesita hablar esa interrogación que la película le ha suscitado, por más que, en ese habla que comienza cuando la película ha acabado, el yo cognitivo quiera recuperar el mando y pretenda cerrar la interrogación lo antes posible.

Eso es, por cierto, lo que hacen la mayor parte de los analistas: y así, cuando dicen que analizan una película, lo que realmente hacen es deshacerse de ella. Lo que se manifesta claramente en el hecho de que la película ya no está presente cuando ellos hablan. Nosotros haremos todo lo contrario: tendremos la película aquí, constantemente presente, para mantener vivo su poder de interrogación. De esto empezaba a hablarles el otro día.

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Y tiene que ver con el modo de presencia de esas tres dimensiones que configuran el texto,

la de lo semiótico, la de lo imaginario y la de lo real.

Pues si en los textos que hemos considerado hasta ahora se daba un claro predominio de

una dimensión, a costa del sometimiento o incluso del desvanecimiento de las otras, en el

texto artístico se da, en cambio, la copresencia y el entrecruzamiento de las tres dimensiones.

De modo que los signos y las imagos se encarnan y exhiben la tensión, inevitablemente

encarnizada, de esa encarnación.

Quizás nadie haya llegado tan lejos a la hora de hacer patente ese foco de tensión esencial,

al menos en la historia de la escultura, como Miguel Ángel:

David, Esclavo Atlas y Piedad Palestrina

Y visto desde este punto de vista, ¿no les parece semejante esa posición interrogativa a la

que estructura la sesión clínica en la práctica psicoanalítica?

O dicho para simplificar: ¿no es esa la posición característica del diván?

Ahora bien, ¿cómo se conforma en el texto esa interrogación?

Interrogación, subjetividad, simbólico

 

Jesús González Requena

De los textos yoicos a los textos simbólicos

Y ello es lo que genera esa interrogación de la que les hablo y que constituye la auténtica experiencia de subjetividad.

Y digo, por cierto, experiencia de subjetividad y no, simplemente, experiencia. Pues, para que hubiera experiencia hubiera bastado, sin más, el choque con lo real. Pero en tanto ese trozo de lo real está organizado como texto, articulado por una serie de significantes y configurado por una serie de imagos –como ven, escojo mis palabras: lo propio de los significantes es articular, como lo propio de las imagos es configurar, o si prefere, confor-mar– esa experiencia real deviene subjetiva.

Pues si lo real coexiste con los signos y con las imagos, si estos no pueden reducirlo y hacerlo desvanecerse, la interrogación dramática sobre el ser del sujeto frente a lo real emerge de manera inevitable.

Esa es, precisamente, la dimensión de lo simbólico –vale decir, la dimensión misma de la subjetividad: una suerte de cuarta dimensión que cristaliza por un determinado modo de atravesamiento de las otras tres.

Y esa es por cierto la dimensión del sujeto en el sentido más concreto y material.

Pues un sujeto es un cuerpo real conformado por ciertas identificaciones y articulado por ciertos conjuntos de signos –desde el vestido a la gestualidad.

Y para que nuestro cuadro resulte completo, deberemos poner una palabra en la casilla que falta. Creo que es el lugar idóneo para la palabra lectura, inspirándonos en el uso que Roland Barthes le daba.

Lo simbólico lacaniano: una concepción reductora del lenguaje

Les llamo la atención sobre la diferencia de lo simbólico tal y como lo propongo frente a la articulación lacaniana.

Para Lacan, como para la psicología cognitiva y la semiótica en su conjunto, pues todos ellos comparten el mismo postulado wittgesteiniano, el orden simbólico es el orden constituido por el conjunto de los códigos de los que disponen los seres humanos. Y, así definido, lo simbólico es, por definición, opuesto a lo real: absolutamente a ello refractario, pues siendo el orden de las categorías abstractas que fundan la inteligibilidad, es siempre inaccesible al ser y al acontecimiento singular.

El problema es que esta definición de lo simbólico supone, al menos en mi opinión, una concepción reductora del lenguaje.

Una en exceso estructural, para la que los actos de habla no son otra cosa que efectos pre-figurados e inexorables de esas estructuras que son las de los códigos.

El acto simbólico y lo real: la dimensión del habla

Por mi parte, pienso, en cambio, que la dimensión del habla, la del acto del lenguaje, es una dimensión esencial que no puede para nada ser reducida a un epifenómeno de la otra.

Y es de hecho, al menos desde que existen los ordenadores, la dimensión humana esencial.

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Pues los ordenadores no hacen actos de habla; son ellos los que no saben hacer otra cosa que ejecuciones del código.

En mi opinión, la dimensión simbólica no es la del código -la de la lengua-, sino el de la enunciación -el habla. Es, en suma, la dimensión del acto de lenguaje.

Y el acto de lenguaje es siempre un acto real: no sólo involucra ciertos signos, sino que esos signos deben materializarse en palabras reales, realmente pronunciadas por cuerpos reales en momentos igualmente reales -es decir: irrepetibles- del tiempo.

Y por eso un símbolo -concepto, en todo caso, secundario desde mi punto de vista- no es otra cosa que la cristalización de uno de esos actos en los que todo lo humano se haya involucrado.

Les daré un ejemplo.

Lo que hace de la cruz un símbolo no es que sea un signo icónico, o más o menos analógico, como dicen unos -los semiólogos tradicionales-, ni que nombre la nebulosa de significación asociada a las cosas del cristianismo, como dirían otros -en este caso Eco y sus discípulos. Tampoco que remita a una entidad enigmática o mistérica, como dirán, finalmente, los junguianos.

P

Velázquez - Cristo

Lo que hace de la cruz un símbolo es que en ella cristalizó la agonía sacrificial de un hombre que dijo ser hijo de un dios que, a partir de entonces, sería el único Dios. Si quitan ustedes lo real de esa agonía, el símbolo se queda en nada. En un mero icono de los que se venden en las esquinas.

Ven en este sentido cómo la posición de los símbolos frente a lo real es diferente a la de los signos. Los signos son refractarios a lo real: son categorías que nada saben de su singularidad.

Los símbolos, en cambio, en tanto signos encarnados, participan de lo real y permiten localizarlo. Símbolos son, por ejemplo, esas palabras recibidas que dejan en nosotros una huella indeleble, propiamente configuradora.

Y si lo piensan bien, ¿qué es el sujeto sino los símbolos que lo constituyen?

Si les digo que la noción de símbolo es secundaria a la noción de acto simbólico y no al revés es porque trato de hacerles ver que algo no es un acto simbólico porque contenga un símbolo, sino que, por el contrario, algo sólo es un símbolo en tanto que participa de un acto simbólico.

Sigamos con nuestro ejemplo. La cruz sólo es un símbolo para el cristiano al que otro cristiano se la ha dado –y ese es el acto simbólico: esa donación. Para los demás, como les decía, no es más que un icono más o menos decorativo.

Así, el símbolo nunca podrá ser separable del acto de donación que lo ha constituido en tal.

Dimensión semiótica y la dimensión simbólica: paranoia

Por lo demás, a poco que lo piensen, creo que me darán la razón si les digo que la mejor prueba de la operatividad de la diferencia teórica, en el interior del lenguaje, de esas dos dimensiones que les propongo, la dimensión semiótica y la dimensión simbólica, nos la ofrece la paranoia, por más que Lacan no lograra darse cuenta de ello. No sé a qué ritmo van sus lecturas del Seminario III de Lacan, pero creo que, atendiendo a ella, pronto se darán cuenta de la contradicción en la que incurre Lacan. Pues, ¿cómo es posible que la paranoia tenga que ver con una falla esencial en el orden simbólico si el paranoico no cesa de demostrar un perfecto dominio de los procesos cog-nitivos del lenguaje?

Por el contrario, si aceptan la diferencia que les propongo, verán qué fácil es abordar la cuestión: el paranoico, ciertamente, domina el orden semiótico del lenguaje, pero algo ha fallado en su acceso al orden simbólico.

Por eso, aunque entiende y usa perfectamente los signos, fracasa en el ámbito de las palabras, quiero decir: en ese ámbito del sentido que sólo las palabras trazan.

Y es que las palabras densas de sus delirios no son realmente palabras, sino autoparodias desesperadas de las palabras que le faltan.

El sujeto, el fondo de lo real, el punto de ignición

Y bien, porque en el texto artístico se suscita esa dimensión simbólica, en él el sujeto se siente sujeto: se sabe sujeto. Hace la experiencia de su drama de sujeto.

Por cierto que eso, en Psycho, ustedes tuvieron ocasión de hacerlo incluso en exceso: así sufrieron, en ese ámbito, el de lo real, la caída de esa imago principal que, durante los primeros 47 minutos había conducido y complacido su mirada.

 

Y, con ello, la emergencia de un fondo insoportable, el fondo mismo de lo real, una vez que el objeto de deseo que lo velaba hubo desaparecido definitivamente.

Y bien, esa presencia de lo real, en el texto artístico, cobra la forma de un punto de ignición: de una quemadura que focaliza nuestra mirada y carga de intensidad eléctrica los significantes que la rodean.

Esa quemadura es nuestra guía en el análisis -y en ello, les repito, se distingue del análisis semiótico.

Pues aunque recorreremos los signos y sus significaciones, lo que nos importará realmente será constatar como esos signos se manifestan polarizados y, en ese mismo sentido, ciñen, acotan, rodean y localizan ese punto de ignición que da su intensidad real a nuestra experiencia del texto.

Pienso que, desde este punto de vista, las piezas de mi exposición que han tenido ocasión de contemplar -el próximo día verán el resto-, tienen la utilidad inmediata de focalizar los puntos de ignición que recorren la filmografía de esos dos cineastas.

RearWindow: la Imago Primordial

Les dije que nos ocuparíamos hoy del devenir de RearWindow, más allá de ese arranque

tan intensamente volcado al ámbito de lo imaginario.

Pero para que puedan comprender lo que ahí sucede, conviene que tomen consciencia

del poder extraordinario de esta imago inicial capaz de investirlo todo con su pregnante

presencia.

Se dan cuenta, por cierto, de cómo la noción freudiana de investimiento alcanza aquí una

manifestación extraordinariamente concreta?

Y supongo se dieron cuenta también del ralentí que introduce aquí el cineasta para mejor producir el efecto de ese poder mágico que parece acompañar a la caricia de su figura.

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Lisa: ¿How’s your leg?

Jeff: It hurts a little.

Lisa: And your stomach?

Jeff: Empty as a football.

Lisa: And your love life?

Jeff: Not too active.

Lisa: Anything else bothering you?

Jeff: Mm-hm. Who are you?

No hay duda de que ella se ocupa totalmente de él. Pero la otra cara de ese ocuparse total

es la proclamación de un dominio absoluto sobre él, sobre ese ser que todavía carece de la

menor autonomía motora.

Como les decía, la investidura visual se ve acompañada, tras la caricia, de las demandas

reales que proceden del interior del cuerpo.

De modo que la vida amorosa lo es todo en el origen.

En este plano, el de la identificación primordial, no existe cuestión de identidad. El yo está,

totalmente, en el otro.

RearWindow: el tejido semiótico de la realidad / lo real

Lisa: Reading from top bottom:

Y es ese otro que se halla investido por la imago primordial quien introduce al individuo en el orden semiótico, que es en primer lugar un orden discursivo -toptobottom- donde todo comienza a fjarse para la percepción en la medida en que aparecen los significantes que lo permiten.

Lisa: Lisa…

 

 

Nace así la realidad, como un universo configurado por objetos que encuentran su constancia en el hecho de que hay significantes que los fjan, y que encuentran su luz en la que la imago ha depositado sobre ellos: una realidad, en suma, de objetos parciales que retienen parte del brillo de la imago primordial.

Lisa: Carol…

Lisa: Fremont.

Jeff: Is this the Lisa Fremont who never wears the same dress twice?

Lisa: Only because ut’s expected for her.It’s right off the Paris plane.Do you think it’ll sell? Jeff: That depends on the quote.

 

La escena nos devuelve con extraordinaria capacidad de síntesis ese doble aspecto de los objetos que pueblan la realidad: siendo bellos, son también significantes y su significación puede medirse con los significantes mismos del mercado –ese es el lugar del precio. Y si eso es la realidad, seguramente se preguntarán ustedes: ¿dónde está lo real? Pues miren, justo ahí detrás, no lo ven, pues el brillo de la figura lo tapa. Pero recuérdenlo: estaba ahí antes. ¿No recuerdan la oscuridad que vino a desaparecer con la llegada de esa Imago Primordial?

Notas

1. El seminario completo se encuentra disponible en: www.gonzalezrequena.com

Bibliografía

Barthes, R. (2009). El susurro del lenguaje. Barcelona: Paidós.         [ Links ]         [ Links ]

Freud, S. (2000). La interpretación de los sueños. Edición centenario [1900-2000]. Traducción

José Luis López Ballesteros y de Torres. Madrid: Editorial Biblioteca Nueva. González Requena, J. (2006). Clásico, manierista, posclásico. Los modos del relato en el cine        [ Links ]

de Hollywood. Valladolid: Castilla Ediciones. González Requena, J. (1996). El texto: Los tres registros y una dimensión. En: revista Trama

& Fondo, No.1. Valladolid: Asociación Trama y Fondo. Versión digital: http://dl.dropbox.

com/u/60156832/numeros_revista/Trama_y_Fondo_1.pdf González Requena, J. (1999). El discurso televisivo: espectáculo de la posmodernidad, Madrid:

Cátedra. González Requena, J. (Comp.). (1995). El análisis cinematográfico (Modelos teóricos, metodologías, ejercicios de análisis). Madrid: Universidad Complutense, editorial Complutense. Lacan, J.(1971). Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis (1966), en Escritos. México: Siglo XXI.

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