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Cuadernos del Centro de Estudios en Diseño y Comunicación. Ensayos

versão On-line ISSN 1853-3523

Cuad. Cent. Estud. Diseñ. Comun., Ensayos  no.56 Ciudad Autónoma de Buenos Aires mar. 2016

 

Audiovisualidad y subjetividad. Del icono a la imagen fílmica

 

Julio César Goyes Narváez *

(*) Docente e investigador de Estética y Teoría de la imagen y el audiovisual en el Instituto de Estudios en Comunicación y Cultura –IECO– de la Universidad Nacional de Colombia.


Resumen: Revisa la pertinencia de ciertos conceptos del discurso semiótico a la luz de algunos postulados de la teoría del análisis textual que desarrolla su principal animador Jesús González Requena. Introduce algunas categorías y procedimientos de investigación de la semiótica del cine, sacando a relucir aquellos problemas que van más allá de que éste signifque o comunique. Al esbozar una perspectiva constructiva del sujeto de la experiencia en el texto audiovisual, en particular el fílmico, como ámbito para la pedagogía y poética de la imagen, se intenta reflexionar sobre la “lingüísticidad” del film, en el entendido de que es un hecho de lenguaje que otorga significación a los textos, permitiendo expresión, sentimientos y pensamientos, como lo había sospechado Jean Mitry que advertía que aun cuando la imagen fílmica no es un signo “en sí”, ni posee equivalencia fonética como la palabra –pues la imagen muestra pero no nombra–, el cine es lenguaje fílmico distinto del verbal, convencional y abstracto.

Palabras clave: signo visual - discurso fílmico - análisis textual - punto de ignición - sujeto de la experiencia - enunciación fílmica.

Summary: The article reviews the relevance of certain concepts of semiotic discourse in the light of some assumptions of the theory of textual analysis developed by Jesús González Requena. He introduces some categories and procedures for the investigation of cinema´s semiotics, bringing up problems that go beyond meaning and communication. In outlining a constructive outlook of the subject of experience in the audiovisual text, particularly the film as an area for pedagogy and poetic image, it try to refect on the “linguistic character” of the film, with the understanding that it is a fact language that gives meaning to the texts, allowing expression, feelings and thoughts, as Jean Mitry had suspected when he warned that even if the film image is not a sign “itself” and has no phonetic equivalent as word image neither –for image shows but not appoints– cinema film language is different from verbal, conventional and abstract language.

Key words: visual sign filmic discourse - textual analysis - fash point - the subject of experience - filmic enunciation.

Resumo: O escrito revisa a pertinência de alguns conceitos do discurso semiótico à luz de alguns postulados da teoria da análise textual que desenvolve seu principal animador Jesús González Requena. Introduz também algumas categorias e procedimentos de pesquisa da semiótica no cinema, mostrando os problemas que vão mais lá do que signifque ou comunique. Ao mostrar uma perspectiva construtiva do sujeito da experiência no texto audiovisual, em particular o cinematográfico, como âmbito para a pedagogia e poética da imagem, se intenta refetir sobre a “lingüisticidade” do filme, entendendo que é um fato de linguagem que dá significação aos textos, permitindo expressão, sentimentos e pensamen-tos, como o havia suspeitado Jean Mitry, que advertia que ainda a imagem filmica não é um signo em se mesmo, nem possui equivalência fonética como a palavra –devido a que a imagem mostra mas não nomeia–, o cinema é linguagem cinematográfico diferente do verbal, convencional e abstrato.

Palavras chave: signo visual - discurso cinematográfico - análise textual - ponto de igni-ção - sujeito da experiência - enunciação fílmica.


 

Signo lingüístico / Signo visual

Para la semiótica todo texto se estructura con signos lingüísticos o de otro tipo. Para poder analizar los textos audiovisuales se traslada el concepto de signo, que es lingüístico, al visual, que no lo es. La imagen ha sido reducida a los dominios de la lingüística (la lengua) y de la semiótica (el signo). Se ha estudiado la imagen como signo icónico porque está en vez de la cosa, como signo indicial porque señala el referente e, incluso, como símbolo cuando transporta un sentido oculto, una ley que marca la diferencia. Tal vez parte del equivoco está en la forma como se ha estudiado la imagen.

La imagen no es signo, si acaso es prelenguaje constituyente de lo imaginario, un ámbito configurador del estadio del espejo. La imagen muestra, no nombra; dice lo que se le quiere hacer decir, por eso la codificación en el film no es posible, pues ¿cómo hacer un signo abstracto y único, de algo que remite a lo concreto de la realidad y que se mueve todo el

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Fecha de recepción: marzo 2015 Fecha de aceptación: junio 2015 Versión final: marzo 2016

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tiempo? Esto no quiere decir de que la imagen no sea parte del lenguaje, sino que es una parte que necesita de la mediación sígnica y simbólica para ser significación y discurso, por ejemplo, fílmico.

El lenguaje no únicamente es un sistema de signos (verbales, icónicos, de otro tipo) codi-ficados y convencionales mediante el cual el ser humano se comunica, obteniendo resultados constatables y eficaces; no sólo es lengua instrumental y utilitaria del pensamiento. El lenguaje es más que lengua, más que facultad de comunicación resultado de cambios operados en las capacidades sensitivas, perceptivas y cognitivas. En su flogénesis y ontogénesis el hombre evoluciona simultáneamente con el lenguaje, éste lo define en los múltiples avatares de la existencia. Lenguaje y pensamiento se necesitan mutuamente aunque no se identifican, y es en esta diferencia que la dimensión simbólica se manifesta como silencio o palabra sentida e indecidible. El lenguaje construye un orden simbólico capaz de articular como experiencia el desgarro que el sujeto padece en su combate con lo real. La dimensión fundadora poético-artística del lenguaje resiste el registro meramente sig-nificante de éste, por eso las palabras sino se vuelven a enunciar, “si no reencarnan, si no se resubjetivizan, se ahuecan, se vuelven signos tan objetivos –codificados– como vacíos” (Martín Arias, 2011, p. 20). Lenguaje y palabra, entonces, escapan al control consciente y cognitivo del analista. Esta zona de escape permite que la imagen pueda ser abordada desde el lenguaje en tanto inscribe en su orden el deseo. Como ya se dijo, en estricto sentido la imagen no es lenguaje, pues éste está estructurado y articula la experiencia, y la imagen, en cambio, está en estructuración constante.

¿Si no es lenguaje, entonces qué es la imagen? Es un constituyente del imaginario, convocadora de un referente, sensación –por demás fascinante– de que el sujeto se encuentra en contacto estrecho con el objeto; es decir, es huella de lo real. Y con esto se figuran dos operaciones matrices: por un lado, la imagen es analógica por defecto y por exceso, produce un plus ambiguo, dota al sujeto de sensaciones y emociones que en cualquiera de los extremos lo haría soñar, fantasear y hasta delirar; y por el otro, la imagen se codifica, transportando lo concreto a lo abstracto y reflexivo, predominando el significado. En el primer caso, la imagen se aproxima como huella a su modelo, pero éste de algún modo se camufa; en el segundo, al ser configurada por un encuadre, la exposición de la luz, el punto de vista, el tiempo y cualquier otro recurso fotográfico o cinematográfico, incluyendo el tiempo concreto de la toma, la imagen actúa como lenguaje, constituyendo un discurso sobre lo real cuyo estatuto de verdad dependerá del punto de vista del enunciador y del lector-espectador. Lo real, por otra parte, es interpelado por la imagen de dos maneras: o bien lo tapa como imaginario que en su despliegue espejeante disuelve el cuerpo y su materialidad en la imagen fantasmática y aséptica de un cuerpo “perfecto” (por ejemplo la publicidad) o bien lo muestra desde lo brutal y singular, desde su rastro violento donde la huella, sin palabra que la ciña, alcanza lo real del caos y la angustia.

De suerte que leer y escribir en imágenes es procesar conocimiento y emoción al interior mismo de la escala de iconicidad (oscilación entre lo concreto por semejanza y lo abstracto por convención). Sin embargo, hay algo que incomoda este acto de comprensión y lo pone en evidencia el uso de las tecnologías al acentuar el carácter indicial de la imagen, recortando la semejanza e introduciendo la huella, la conexión física con el referente. Se puede decir de otra manera: la imagen está custodiada por discursos que oscilan entre

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la concepción de que ésta es una reproducción mimética de lo real –y en ese sentido espejo del mundo (semejanza)–, y la consideración de que es una operación codificada de las apariencias (convención por interpretación-transformación de la realidad, creación arbitraria, cultural, ideológica y perceptualmente codificada). El flósofo y semiótico estadounidense Charles S. Peirce, que tanta atención puso a la iconicidad y analogicidad, propuso una clasificación del signo que ayuda a comprender la manera como se produce y se recibe la imagen. En primer lugar está el icono o representación por semejanza; luego está el símbolo que relaciona al objeto con el cognoscente por medio de un interpretante o representación por convención general; finalmente propone el índex o representación por contigüidad física, relación dinámica del signo con su correlato (Marafoti, 2005, p. 88). Ahora bien, si las dos primeras tienen valor absoluto y general, ésta última está dotada de valor singular o particular, puesto que está determinada únicamente por su referente y, en esa medida, es huella de lo real, constatación de la existencia, del acto que la funda. Philippe Dubois, pensando en la fotografía y siguiendo a Peirce, sistematiza el índex y su relación con el objeto referencial al proponer un principio cuádruple: la conexión física, su singularidad, su designación y su atestiguamiento (Dubois, 1994, pp. 49-50). El obstáculo epistemológico de Peirce –que reproduce Dubois– es considerar la imagen como signo, signo indicial. Esto supone que las cosas que se ven representan otras cosas; es decir, son signos entre signos y representaciones entre representaciones, susceptibles de comunicarse con eficacia e interpretarse con dinámica y rigor lógico. Cosa que la imagen no hace, no puede hacer. Las imágenes fílmicas elaboradas por el cine vanguardista y posmoderno, por ejemplo, tan abocadas a lo real, a situarse fuera del simbolismo, son a veces cuadros, manchas, arañazos, retazos de memoria, pedazos de existencia. Éstas imágenes, por si solas, nublan el significado, no se enlazan buscando significación. El cine posclásico, para usar la acepción de González Requena con el que se denomina al cine posmoderno, es expresión de una experiencia difícil de vivir –traumática si se quiere– y por eso mismo difícil de comunicar. Las imágenes fragmentadas, reiterativas y troceadas son recuperables en el apalabramiento simbólico de su lectura donde el sujeto-lector es movilizado y en la escritura con la cual se da sentido a ese desgarro, puesto que esa experiencia vuelve a ser vivida. Sin embargo, no hay lectura que considere con fdelidad lo que el autor ha querido decir, es imposible; el lector-espectador más allá de la conciencia que el autor creer tener para decir y mostrar, lee y mira lo que escapa a su control.

De la transferencia de signos al lenguaje audiovisual

Esta transferencia del signo lingüístico al visual acarreó varios problemas –y esto es ilustrativo del trasplante de conceptos y metodologías entre disciplinas–; entre otros, el de querer ver una gramática audiovisual o hablar de “lenguaje” audiovisual. Varios analistas hablan de la sintáctica de los planos, las secuencias, los fundidos; asemejándolos a las unidades léxicas, al vocabulario y la semántica. Palabra igual imagen; secuencia igual frase, y demás. En todo caso, los analistas del cine se referen a éste como una forma o sistema de relaciones que la mente humana percibe entre los elementos que conforman una totalidad; en consecuencia si un elemento deja de funcionar o funciona defectuosamente afectará a toda la estructura del sistema. De manera que entre más el espectador conozca las funciones, diferencias y variaciones, similitudes y repeticiones del sistema, mayor será el placer formal; la actividad estética siempre será cognitiva, consciente, coherente. Dicen David Bordwell y Kristin Thomson en El arte cinematográfico:

Todas las relaciones entre elementos de una película crean el sistema fílmi-co total. Incluso si un elemento parece completamente fuera de lugar en relación con el resto de la película, no podemos decir realmente que “no es parte de la película”. A lo sumo, el elemento no relacionado es enigmático e incoherente. Puede ser un defecto en el sistema integrado de la película, pero afecta a todo el filme.

Cuando todas las relaciones que percibimos en una película son claras y están entretejidas de forma equitativa, decimos que esta película posee unidad. Denominamos a una película unificada homogénea porque no parece haber omisiones en las relaciones formales. Cada elemento presente tiene un grupo específico de funciones, se pueden determinar las similitudes y diferencias, la forma se desarrolla de forma lógica y no hay elementos su-perfuos. (Bordwell y Thomson, 1995, p. 59)

Para estos profesores e investigadores de la Universidad de Wisconsin, la unidad es a lo que tiende toda obra fílmica, pues es imposible que el ajuste y las relaciones formales sean tan precisas; por ello cualquier falla o inconsistencia en un film el neoformalismo lo tomará como un error, como una debilidad de la estética rodada-montada, como una falla de la percepción por parte del espectador. Recordemos que para esta posición que hace eco de la psicología cognitiva, la percepción está permanentemente activa, pues la mente no descansa porque constantemente está buscando orden y significación. Nada escapa y todo parece controlado en la coherencia fílmica de la mirada neoformalista. Para Bordwell y Thomson, la narración fílmica es un proceso que sugiere al espectador una serie de peripecias y pasos que éste debe completar dadas sus competencias.

El film, entonces, funciona de tres formas: 1) proporcionando unas instrucciones al interior de la trama y el estilo; es decir hay una expectativas formales que impregnan la experiencia que el espectador tiene del arte; 2) el espectador percibe y comprende dadas las condiciones esquemáticas de interpretaciones y experiencias previas, implicando formalmente la distinción entre las emociones representadas en la obra artística y su respuesta emocional; y 3), el espectador recrea en su cabeza la historia o fábula que el film cuenta. De manera que el espectador, pieza central de este modelo cognitivista, capta las indicaciones (sombras, cortes, luces, sonidos, etc.), apoyado en informaciones, inferencias, hipótesis sobre hechos pasados o futuros, experiencias previas. En síntesis: el espectador haciendo uso de sus competencias cognitivas y perceptivas, re-construye la peripecia narrada transformando el caos en orden. Nada mal si se piensa en el papel del analista, ¿pero lo será igualmente del espectador?

¿Lengua o lenguaje?

Un libro que inaugura los estudios semióticos del cine, apartándose de lo ontológico y acogiendo lo metodológico, es Ensayos sobre la significación en el cine (1964-1968-1972) de Christian Metz. Para este investigador francés el “signo cinematográfico” no existe, porque hay múltiples signos que pertenecen a diferentes códigos, aunque de hecho, el signo visual sea el más importante puesto que está en la base de la imagen cinematográfica. De esto se deduce que el texto fílmico es un texto sincrético, puesto que en el concurren códigos de diversa naturaleza, tanto visuales como sonoros; a su vez, éstos actualizan otros subcó-digos tan o más complejos que los primeros: comportamentales, gestuales, urbanísticos, históricos, vestuario, colores, etcétera.

Ahora bien, si la imagen cinematográfica tan compleja intenta copiar los rasgos significan-tes del “mundo natural”, jamás lo lograría hacer tal y como sucede con la visión normal, pues la percepción construye esa realidad a partir de una actividad integradora, conduciendo a la noción de “signo” y de función semiótica. La conclusión obvia es que nunca vemos el mundo como es, pues el sentido depende de la posición que ocupa el sujeto que percibe en el contexto desde el cual observa. Metz se pregunta por las condiciones en las cuales el cine puede ser objeto de la semiología. No son las lenguas y sus sistemas rígidos los que dirigirán los estudios sobre los aspectos lingüísticos del cine, sino el lenguaje y sus sistemas fexibles. Del “montaje soberano” y su “cine-frase” o “cine-lengua” (Eisens-tein- Kulechov-Vértov) que consideraba se podía entender el film gracias a su sintaxis y su manipulación, se pasó al cine-lenguaje cuya sintaxis se puede entender una vez se haya comprendido el film (Rosellini-Antonioni-Godard-Truffaut). Los procedimientos sintácticos convencionales o demasiado elaborados producen dificultades para su comprensión, a no ser que el argumento de la película y la diégesis sean comprensibles, justamente en ausencia de tales procedimientos.

La inteligibilidad de un fundido encadenado o de una sobreimpresión nunca aclarará el argumento de un filme, si el espectador no ha visto antes otras películas en las que figurasen de modo inteligible un fundido encadenado o una sobreimpresión. Pero el dinamismo narrativo de un argumento que se entiende a la perfección, porque nos habla en imágenes del mundo y de nosotros mismos, forzosamente nos llevará a comprender el fundido encadenado o la sobreimpresión, si no en la primera película en que los veamos, como mínimo en la tercera o la cuarta. Como afrma G. Cohen-Séat, el lenguaje del filme se caracterizará siempre por estar totalmente inscrito de antemano en acciones y pasiones que nos importan. (Metz, 1964-1968, p. 67)

De suerte que el discurso fílmico es un sistema abierto, difícil de codificar como una lengua. Las imágenes fílmicas son unidades de base ostensibles y poco discretas, cuya inteligibilidad natural guarda distancia mínima entre el significante y el significado. La imagen, entonces, no es unidad de lengua, si acaso está en el orden del habla. El cine escapa a la segunda articulación y sólo de una forma metafórica se puede hablar de primera articu-

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lación. La confusión de la “sintaxis del cine”, para Christian Metz, es haber establecido analogía entre imagen y palabra, secuencia y frase. El cine no es lengua porque no es un repertorio codificado de signos, figuras o fórmulas a las que hacer constante referencia, sino que es un hecho de lenguaje, en tanto es discurso espontáneo y autorregulado. Este planteamiento de Metz incurre en una contradicción: la semiótica se estructura en el sistema de la lengua y no en el ámbito del lenguaje. No obstante, Metz le apuesta a una semiótica de “los sistemas fexibles”, recuperando incluso los aspectos más sencillos del lenguaje. Más que comunicación el cine es expresión; más que significar, el cine muestra. El film, arte y lenguaje, es un sistema abierto que ofrece bloques de sentido de forma directa. Estos bloques de sentido siempre aparecen mezclados con otros sistemas distintos de significa-ción culturales, sociales, estilísticos, perceptivos, etc.

Modalización secundaria

En paralela dirección se puede citar una vertiente que intentó modularse sobre la lengua natural; es la que viene de Jury Lotman, investigador de la escuela de Tartu en Rusia. Sus libros Estructura del texto artístico (1970) y Semiótica del cine y problemas de la estética del cine (1973), parten de la idea de que el lenguaje no sirve sólo para comunicar sino para crear modelos. De esto resulta que el arte (el cine), es un sistema de modelización secundaria creado sobre la lengua natural; de suerte que el cine (como otros sistemas de signos) actúa como superestructura de la lengua natural. La obra cinematográfica constituye un signo en el interior de otro sistema más amplio que es la cultura.

Junto al concepto de semiótica de la cultura otra noción importante es la de texto, cuyo sistema básico es la lengua natural; sin embargo, en el texto se movilizan varios componentes extra-sistémicos, tales como la ideología, las convenciones sociales e innumerables códigos culturales. Y aunque Lotman concibe el texto como entidad dinámica, muy cerca de lo que Saussure concebía como habla, no puede evitar relacionar la semiología con la comunicación y con la estructura de “un lenguaje propio”; una lengua otra que tiene un conjunto cerrado de unidades de significación y de reglas de combinación con las cuales se transmiten mensajes (Lotman, 2011, p. 32)1. Este lenguaje del arte tiene una jerarquía compleja de lenguajes relacionados entre sí, pues está ligado a la pluralidad de posibles lecturas del texto artístico. No en vano, para Yuri Lotman el arte es quizá uno de los procedimientos más económicos y compactos de almacenamiento y transmisión de información. Por lo que no sorprende que remate diciendo que también tiene otras propiedades que llaman la atención del especialista en cibernética, y hacia el futuro la del ingeniero constructor.

Esta “semioesfera” lotmaniana es el universo simbólico (sígnico) donde tiene vida una cultura y se conforma por los actos comunicativos de los individuos, por la información y la memoria; aspectos estos que vienen de la teoría de la información. Razón por la cual un texto jamás estará aislado sino siempre en contexto y en interacción con otros textos y con el medio semiótico (Lotman, 1996, p. 90). En resumen: el texto artístico es algo así como un dispositivo pensante, pues está dotado de una memoria que trabaja a partir de discursos que recupera o borra; y los sentidos que produce dependen de la variación de los contextos culturales en los que el texto se semantiza y de las conciencias históricas con las que dialoga.

Signo visual

El Grupo |i del Centro de Estudios poéticos de la Universidad de Lieja, Bélgica, en su Tratado del Signo Visual (1992), intentó formalizar una semiótica de la imagen visual que cuestionará la primacía de lo lingüístico en esa transposición. Los estudios del Grupo |i encuentran una gramática de este “lenguaje” y se empeñan en dar cuenta no únicamente del signo icónico y de su significado, si no también del signo plástico, textual2. Llama la atención sobre los peligros del imperialismo lingüístico y critica la posición de los analistas de la imagen que:

Pretenden reducir todo sistema de comunicación o de significación a lo que se puede decir (…) La crítica ha sido igualmente formulada por Gre-imas y Courtés, los cuales ligan explícitamente el imperialismo lingüístico con la noción de motivación: el ver en la semiología visual “un inmenso análisis del mundo natural” es negarla en tanto que semiología. (Groupe |i,1993, p. 130)

Loable esfuerzo, sin duda, pero incurren en una ambigüedad: si la semiótica visual no está bajo el modelo de la lengua (signo verbal), sino del signo visual, entonces, ¿por qué se empeñan en que todo texto visual (icónico y plástico o textual) no sea otra cosa que comunicable?, ¿es posible una comunicación por fuera de la lengua? Pues este propósito lo sostiene desde la introducción al tratado: “desbrozar el terreno sobre el que se asentará una teoría de la comunicación visual” (Groupe |i, óp.cit, p. 19)3. A lo largo de sus copiosas páginas, el Grupo |i no logra evitar una conclusión obvia: todo sistema de comunicación o de significación se puede decir, verbalizar, aunque no siempre iconizar. Lo contrario, en cambio es posible: todo icono visual es verbalizable. Esto contesta por qué la semiótica ha podido atender a su discursividad, sin que se haya preguntado si con ello entra en el sentido propiamente visual que padece la experiencia del sujeto. Se puede decir de otra manera: el texto audiovisual no se reduce al sistema de comunicación o significación, analizarlo implica ir más allá de la aprehensión de pertinencias y diferencias, pues el sujeto espera que su experiencia, su goce, tenga sentido como enunciado (lo dicho) y como enunciación (lo que está diciendo), productividad de un relato simbólico que lo soporte.

Crítica a la episteme cognitivo-comunicativa

Jesús González Requena observa que los esfuerzos de la escuela greimasiana identificados como Semiótica de las Pasiones (1991), que se ocupan de las manifestaciones emocionales del lenguaje no logran, sin embargo, apartarse de la episteme cognitivo-comunicativa.

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Cuando las categorías semánticas que nombran el deseo se articulan en el cuadrado semiótico se obtiene la red de significaciones que nombran el deseo. Nada más que eso. Pues el deseo, en cualquier caso, es otra cosa: es un vector que, por ese procedimiento, queda borrado en lo signos que lo nombran. (González Requena, 1996, pp. 3-32)

Y en otro apartado anota que en De la Imperfección (1987), Greimas haciendo eco de los planteamientos de Barthes, se aproxima a ese espacio de resistencia que habita en los límites de lo articulable, pero no alcanza a definirlo. No debe olvidarse, sin embargo, que todos esos procedimientos son de un gran aporte a la comprensión de cómo se estructura y cómo funciona la imagen; así, el término “lenguaje del audiovisual” quedó acuñado para designar el sistema de los medios de expresión específicos, así también “lenguaje” de la pintura, del cine, del teatro, de la arquitectura, la ciudad y demás. El problema de frontera del texto audiovisual es que no es únicamente “signo” visual, ícono, sino además imagen (y en movimiento); en su textualidad no así en su discurso escapa a la lengua y se reconcentra en la imaginación y el deseo. Cómo estudiar esto si a la semiótica no le interesa el inconsciente, lo indecidible, lo que no puede explicarse más que de forma consciente y lógica, pues “de lo que no se puede hablar hay que callar”, según observó Wittgenstein, y Greimas y Courtes en su tratado de Semiótica. Diccionario razonado de la teoría del lenguaje (1982) terminaban advirtiendo que:

El concepto del sentido es indefinible. Intuitiva o ingenuamente, son posibles dos accesos al sentido: puede ser considerado ya sea como lo que permite las operaciones de paráfrasis o de transcodificación, ya como lo fundamenta la actividad humana en cuanto intencionalidad. Antes de su manifestación, bajo la forma de significación articulada, nada podría decirse del sentido, a menos que se hicieran intervenir presupuestos metafísi-cos de graves consecuencias. (Citado por González Requena, 2006, p. 504)

El peligro metafísico que advierten los semiólogos apunta hacia el psicoanálisis y la hermenéutica; no obstante, el psicoanálisis había dado pistas de que el inconsciente estaba trabajando todo el tiempo en relación y tensión con los procesos de conciencia, pero la semiótica no pudo ver el relato en los entresijos de los sintagmas inferenciales, ni la dimensión simbólica en las cadenas de acciones propiamente narrativas.

La apertura del neuropsicoanálisis

Hoy las neurociencias hablan del cerebro inconsciente, del mundo interior, de la experiencia subjetiva y del futuro del neuropsicoanálisis; advierten sobre como la neuropsicología, por ejemplo, excluyó la psique. Todo ello para comprender mejor por qué pensamos así y no de otra manera, por qué vemos lo que esperamos ver, por qué nos comportamos de tal o cual modo, y nadie dice que hay peligro metafísico por pensar así. Claro que no son planteamientos que superen fácilmente las dicotomías, pues tradicionalmente los neurocientíficos consideraron al psicoanálisis y las disciplinas afines como “no científicas”; después de todo, ¿cómo puede una ciencia de la subjetividad ser objetiva? Los psicotera-peutas, por su lado, también han considerado que las neurociencias son simplistas justamente porque excluyen la psique. No es gratuito que neuropsicólogos como Mark Solms y Oliver Turnbull, expresen que:

Una ciencia que busca comprender al ser humano como parte de la naturaleza que es, estaría seriamente desorientada si no tuviera en cuenta los sentimientos (y las fantasías, los recuerdos y cosas parecidas) que forman nuestra vida interior: lo que escogemos, lo que hacemos, la manera como nos comportamos, quiénes somos. El mundo interior de la experiencia subjetiva, como nosotros la experimentamos, es tan real como lo son las manzanas y las mesas. (Solms y Turnbull, 2004, p. 299)

Que podrían pensar los semiólogos con respecto a que lo inmaterial afecta lo material, y que la realidad no necesariamente es sinónimo de visibilidad. No queda otra que reconciliar disciplinas, perspectivas y metodologías en pos de una teoría que re-construya el sujeto y su subjetividad.

La percepción visual es cognitiva, nada dice del sujeto

Desde otra vertiente, un pensador como Rudolf Arnheim en su clásico libro Pensamiento Visual (1989), ha podido observar con detenimiento y profundidad a lo largo de su carrera docente e investigadora en la Universidad de Harvard, cómo los conceptos a los que remite la palabra son imágenes perceptivas, operaciones de pensamiento que consisten en tratar estas imágenes. Considera que la palabra no puede sola provocar la reflexión y distingue dos tipos de pensamiento perceptivo: “cognición intuitiva y cognición intelectual”. La primera se organiza en redes interactivas; en cambio la segunda, forma una cadena verbal o matemática. De esto resulta que no se puede pensar sin imágenes porque estas ya son pensamiento intuitivo, innato, gestáltico. La imagen moviliza todas las partes del cerebro, desde la más arcaica hasta la más evolucionada, lo que significa que escapa, por lo menos en parte, al lenguaje verbal. Para Arnheim “la enfermedad empobrecedora” en el hombre moderno es, justamente, la escisión entre sensación y pensamiento (Arnheim,1998, p. 27). Y aunque incluye la actividad de los órganos de los sentidos, reubica la vista como percepción visual “cognitiva”. El sujeto no es otra cosa que percepción cognitiva: recepción, procesamiento de información, memoria, aprendizaje. Arnheim tiene el valor de proponer que lo visual es otra forma de pensamiento; no obstante abre la sospecha porque intenta racionalizar toda sensación y toda experiencia subjetiva.

El exceso de racionalismo limitó las fronteras de las disciplinas interpretativas y analíticas, y ejerció hegemonía sobre la verdad que el saber lingüístico podría proporcionar, ubicado como ha estado desde el modelo científico lógico-formal. De suerte que para la semiótica, la significación audiovisual es cognitiva, conduce al intercambio de información en tanto que trasmite procesos de significación que puedan ser reconocidos y traducidos. El propio Umberto Eco, en su tratado El Signo (1988), definió la semiótica como una técnica de investigación que logra describir el funcionamiento de la comunicación y de la significa-ción. Desde luego que este metalenguaje se define más por su gestión que por su objeto, por el interés en la relación significante/significado y en el funcionamiento estructural y contextual del signo. Del lado de la imagen fja se puede citar a D. A. Dondis con su famoso tratado La sintaxis de la imagen (1998), donde habla del alfabeto visual y propone para la comprensión de la cultura de nuestros días el aprendizaje de una gramática de las imágenes. Desde el punto de vista de las aplicaciones de la retórica en los textos publicitarios hay numerosos estudios, sobre todo pedagógicos, en donde su éxito va unido a la teoría de la creatividad y a los mecanismos de persuasión que se describen; es el caso de Lorenzo Vilches en La lectura de la imagen (1984) o Joan Ferrés en Video y Televisión (1994). Ferrés derivará a un análisis menos racional y más emotivo e inconsciente en Televisión sublimi-nal (1996).

Y del sujeto nada se dice, no se habla, pues sus huellas tan concretas como perturbadoras no son detectadas, apenas presentidas y mal señaladas en la relación Yo-Tú; pronombres abstractos que intercambian información y procesos narrativos entre dos entidades igualmente abstractas, puramente discusivas como son enunciador y enunciatario o narrador y narratario. La teoría literaria vía estructuralismo, en su pretensión científica desarrolló la narratología como compendio de estrategias semióticas de gran aplicación en el cuento y la novela, posteriormente se desplazó al teatro y alcanzó finalmente al cine (S. Shatman, G. Genette, C. Bremont, Mieke Ball, C. Bobes Naves, C. Segre; otros). Para los semiólogos (y semióticos) el texto audiovisual no es tomado como estético e intransitivo y por consiguiente como experiencia para el sujeto; olvidan que en el texto audiovisual trabaja el deseo del sujeto. Si el discurso audiovisual es funcional por estar pragmáticamente orientado, el texto artístico en su vinculación a la dimensión estética carece de pragmática o de “estratégica”, pues suspende la situación contextual para entregarse al goce.

Del análisis y el punto de ignición

Lo que está en juego en el análisis del los textos, en nuestro caso, los fílmicos, es el acceso semiótico y/o hermenéutico en la medida que ha sido definido y practicado: descomposición en niveles y unidades, clasificación y descripción de su estructura. También se conoce esta práctica de lectura como segmentación, taxonomía y combinación. Con los desafíos de la lingüística textual y del discurso, la semiótica narrativa y los estudios cine-matográficos, estos planteamientos típicos del estructuralismo entraron en crisis y fueron replanteados. La idea de sistema es sustituida por la de proceso: interacción de elementos, juego entre componentes y prácticas significantes. Desde este punto de vista el análisis se plantea como recorrido que parte de un objeto concreto que se fragmenta y se vuelve a componer, “volviendo al objeto del principio, pero ya explícito en su configuración y su mecánica” (Casetti, y di Chio, 1998, p. 17). De hecho, en este recorrido lo que se busca es un objeto (el film) esclarecido por la inteligibilidad de la arquitectura, de la dinámica y de los movimientos. El fin es encontrar la funcionalidad del discurso que el texto comporta:

qué comunica, cómo lo hace y cuales son sus relaciones, qué tipo de preguntas pueden formularse. Al respecto Jesús González Requena dice:

Cuando sabemos en qué consiste algo, sabemos cómo orientar su abordaje. Así, cuando de un objeto funcional se trata, sabemos que podemos examinarlo a la luz de su funcionalidad; si sabemos para qué sirve, sabemos cómo analizarlo: buscamos los mecanismos de su eficacia. (González Requena, 1995, p. 13)

En el análisis cognitivo e informativo el investigador sabe qué busca, pues la significación pertenece a su disciplina que bien puede ser sociológica, histórica, lingüística, ideológica, y demás. No obstante, ¿qué ocurre cuándo se trata de un discurso cuya interrogación es artística? Y porque es estética la experiencia que desata el texto ésta no es funcional, carece de pragmática y de relaciones de significación contextuales que expliquen los movimientos lógicos de su estructura. De tal forma el análisis textual no puede ser objetivo, sino subjetivo; mas no por ser subjetivo deja de ser riguroso y configurar una verdad simbólica fruto de la correlación entre los actos y las palabras que los nombran. Esta verdad difere de la cognitiva donde los datos de la realidad empírica son –al menos así se piensa–, felmente traducidos a los signos que los reemplazan e intercambian.

De calculable, la mirada cambia a emotiva, y la información se vuelve opaca o falla en la comunicación. Del experimento se pasa a la experiencia del sujeto y a la producción del deseo; de la voluntad consciente a la expresión inconsciente. En el texto artístico el lector es interpelado y convocado insistentemente porque hay algo que resiste a toda explicación consciente. Esta es la razón por la cual el analista debe desconfar cuando cree que ha entendido de inmediato, cuando cree que las declaraciones del autor y los estudios que se han hecho sobre la obra, esclarecen su comprensión del texto artístico de manera definiti-va. Sin duda, hay que tener en cuenta la información del autor como otro texto que hace parte de la lectura; pero nada más verdadero –dice González Requena– que lo que la obra misma despliega en la experiencia analítica:

(…) nada como eso se aparta tanto de la experiencia estética misma, que, si es realmente tal, nos obliga siempre a desplazarnos de los lugares comunes que amueblan nuestra seguridades cotidianas para hacernos chocar con algo que nos interesa porque nos escuece en la misma medida en que se resiste a nuestro entendimiento. No otra cosa es lo que nos hace retornar al texto artístico, en busca de esa verdad hiriente que lo habita y que por ser tal hiende las seguridades del fácil entendimiento. (Citado por Casanova Varela, 2007, p. 12)

La experiencia estética desplaza el entendimiento hacia una zona de suspenso cuyo eje es el Punto de ignición: aquello que no puede entenderse a simple vista, y aun cuando se sabe que está en el texto de manera reticente, no puede evitarse porque justamente en ese lugar hay goce, retorno a lo que quema (González Requena, 1995, pp.37-38)4. En la enunciación el sujeto deja sus huellas, pero sobre todo, en su punto de reiteración y tensión más alto.

Es aquí donde comienza la experiencia estética. Es preciso, entonces, apuntalar en el texto artístico el sentido como trayecto de la experiencia del sujeto que lee y, ese sentido, esa emoción, esa singularidad que tiene lugar allí y conmueve debe ser analizada comenzando por “el punto de ignición” (González Requena), “ombligo del sueño” (S. Freud), “inconsciente óptico” (W. Benjamín), “punctum” (R. Barthes). Es decir el lugar donde el lector es convocado, inerpelado, atraído, seducido, absorbido, una y otra vez, sin comprender cómo ni por qué, y es en esa fascinación del objeto y su deseo donde el sujeto de carne y hueso inicia la promesa de un relato.

Esta reiteración a lo que hiende y quema es la garantía más acuciante de este tipo de análisis, pues requiere como condición previa la relectura del texto y el deletreado lento del mismo, como un escáner demorado que hace aforar las resonancias que constituyen la verdad subjetiva que carga la obra. Es una lectura irrespetuosa –diría Roland Barthes– puesto que interrumpe el texto al leer levantando la cabeza. En consecuencia, el texto fílmico es más artístico que informativo; no sólo trasporta significación sino que la excede dado que la producción de su discurso audiovisual es estética y comporta múltiples relaciones del sentido. Considerar el film, por ejemplo, como una obra-frankenstein cuyas partes pueden ser analizadas en virtud de comprender únicamente cómo está hecha y cómo funciona, no tiene fortuna estética. Analizar un film desde la omnipotencia del investigador cuya lectura enciclopédica y lógica cree re-hacer el texto a su imagen, evitando que algo se le escape, seguro de dominar por completo la fabricación del mismo es olvidar que el texto-Frankenstein –simbólicamente hablando–, es un ser que como moderno Prometeo adquiere vida propia y hace saber la nueva condición humana al sujeto, la de ser fabricado por obra de la técnica y luego abandonado sin antes haber sido educado; es olvidar el poder que anima a ese texto y la monstruosidad que lo hace fascinante, por cuanto no es sólo un conjunto de órganos o un ensamblaje de sensaciones y conocimien-tos5. Sin duda es una máquina imaginaria construida como un acto de rebeldía que intenta perpetuar la fuerza humana sobre la divina, lo siniestro sobre lo bello, lo real sobre lo simbólico. La técnica que la racionalidad moderna conquistó reduciendo lo real a lo que es científicamente detectable y mesurable, hizo posible la quiebra del relato fundador de la civilización, poniendo en su lugar, más allá de la racionalidad misma la experiencia extrema de lo sublime que hay en el horror, no únicamente de ser abandonado por el padre, sino el horror de que éste sea asesinado por su hijo creado.

Y con el horror de crear algo para luego sucumbir en lo creado, el realismo vacuo prolongó el positivismo lógico y su funcionalidad del mundo como una estructura de signos que se corresponden entre sí en el mismo sistema. Lo humano se desplazó desde el sujeto al objeto científico. La obra de arte fue descubierta una vez más, pero en esta ocasión como estructurada y consolidada al igual que una máquina. La metáfora de la máquina que re-produce la “realidad” surcó la historia contemporánea con tanta fuerza que desplazó la imaginación simbólica ocultándola como no digna de interés y, por consiguiente, especuladora y desvirtuadora de la condición humana. En pleno auge de las vanguardias, el formalista ruso Viktor Shklovski le escribía al famoso lingüísta Román Jakobson en 1922: “sabemos ahora cómo está hecha la vida y también cómo están hechos Don Quijote y el automóvil” (Citado por Volek, 1992, p. 21)6. Para el formalismo, los textos artísticos como los técnicos resultan iguales. El texto no sería otra cosa que la exacta disposi-

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ción de las partes y la suma de procedimientos estilísticos. Lo que se entendía, entonces, era que las leyes lógicas arman las formas lingüísticas, su funcionalidad, su gramática; de suerte que para el caso del film, por ejemplo: planos yuxtapuestos o colocados de forma simultánea pero continuos, producen percepciones y singicados distintos. Es de esto de lo que trata el efecto de Lev Kuleschov y su laboratorio experimental de “montaje de planos americanos” o “desglose” que, más tarde, produciría el montaje constructivo de Vsévolod Pudovkin, donde una figura retórica como la metáfora, por ejemplo, substituye un elemento significante por otro. Una fotografía innanimada, con la creatividad del montaje, logra tomar vida en una forma cinematográfica.

Texto artístico, onírico, sagrado

Ahora bien, ni todos los textos-frankeinsten cobran vida propia, ni todos los experimentos crean monstruos tan fascinantes. De hecho la obra artística no es una simple suma de partes, pues en ella acontece, más allá de su expresión comunicativa, la energía orgánica de algo que late como fruto de la grandeza y fatalidad humana. William Shakespeare – por boca de Próspero en la Tempestad– escribió que los hombres estaban “hechos de la misma materia que los sueños”; en sentido estricto, jamás sabremos de qué está hecha la imaginación y los sueños, pero la inerrogación por el cómo se elaboran y por qué son tan importantes para la vida equilibrada, no ha podido ser desechada. Sigmund Freud en su visión psicoanalítica dio luz a este respecto; sugirió que el arte es una sublimación por el desvío de los impulsos sexuales y los instintos; una dolorosa transición que va del principio del placer al de la realidad. Lo que hacen lo sueños cuando dormimos, lo hace el arte cuando estamos despiertos.

El artista se habría refugiado, como el neurótico, en este mundo fantástico, huyendo de la realidad poco satisfactoria, pero a diferencia del neurótico, supo hallar el camino de retorno desde dicho mundo de la fantasía hasta la realidad. (Freud, 1924, p. 363)

Más que segmentar, clasificar y combinar, práctica de desubjetivación donde el sujeto queda atrapado en las relaciones comunicativas del espectáculo del texto-Frankenstein, de su atracción/repulsión como suma monstruosa de las partes –por ejemplo fragmentos cinematográficos–, es preciso reconstruir una experiencia en el texto fílmico con la que afrontar la angustia que lo invade y la sed de eternidad que lo aniquila. Más allá de saber cómo funciona, se requiere saber para qué fue hecho, por qué se retorna tantas veces a su experiencia y cual el sentido de su conmovedora eficacia en los espectadores. ¿No es acaso esa la eficacia simbólica y condición del texto onírico, del mito, del artístico? Georges Ba-taille apunta a lo sagrado que estos textos contienen como otra realidad a través de la cual se vive una experiencia de transgresión bajo la prohibición, pues la transgresión no es la negación del interdicto que “siempre estará allí para ser violado”, sino que el interdicto es superado y completado. (Bataille, 1992, pp. 90-92)7

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De suerte que el mito tiene como condición primera el que se viva “como verdadero y como perteneciente a un tiempo otro: un tiempo fundador y, en esa misma medida, sagrado” (Eliade a través de González Requena, 2002, p. 17). En su artículo El arte y lo sagrado. El origen del aparato psíquico (2005), González Requena sostiene que si la historia moderna del arte hace suya la época en la que lo sagrado era eficazmente representado, no existiendo todavía la noción de arte, quiere decir que éste pasó a ocupar el lugar de lo sagrado, justo en una sociedad ya de por sí desacralizada. De suerte que la crisis de lo sagrado termina promoviendo la autonomía del arte que paradojicamente lo conserva; prueba de ello es la significativa proliferación de objetos entológicos y etnográficos en los museos, las colecciónes privadas de arte y la fuente de inspiración de gran parte del arte contemporáneo. De igual forma plantea que con el arte comienza la construcción topológica del aparato psíquico, en términos textuales quiere decir que el inconsciente no es algo dado sino construido como espacio interior y sagrado que contiene y modula la experiencia de lo real. (González Requena, 2005, pp. 65-86)

Es por esto que en el análisis textual (del film, por ejemplo), el analista (lector/espectador) se ve confrontado y removido por la extrañeza, lo poético y el misterio que de ese texto emana. La lectura deviene escritura, apalabramiento en el interior del sujeto que interroga los avatares del deseo; esta experiencia confronta las costuras que unen las partes del organismo (cuerpo-Frankenstein) y que son sentidas y narradas como huellas del interdicto transgredido, surcos de lo real que dan sentido a la pasión que inunda al sujeto desde su mismo origen.

Teoría del texto: de la deconstrucción a la reconstrucción.

La Teoría General del Texto se puede formular, en primer estancia, como un lugar desde donde se puede dar cuenta de la experiencia humana del lenguaje, de la función simbólica de la palabra. Con el intercambio simbólico que se materializa en la enunciación se inscribe el sujeto, pero no el nombrado en el enunciado, ni tampoco el empírico que toma la palabra, sino el sujeto aquel que toma posición de la lengua y se la apropia, como observa Emile Benveniste; un sujeto, por otra parte, que padece la enunciación en tanto escritura.

Sabemos, por otra parte, que entre el sujeto y la ley se extiende, incluyendo ambos elementos, el universo del lenguaje: No hay ley sin lenguaje que la enuncie (que enuncie, a la vez, lo permitido y lo prohibido); por otra parte, no hay identidad posible del sujeto al margen del lenguaje, pues sólo en el lenguaje ésta puede producirse a partir de la afrmación del individuo como sujeto de la enunciación. (González Requena, 1999, p. 20)

De manera que la Teoría General del Texto sabe de la interlocución y de lo que en ese acto de habla se conforma: el sujeto y la subjetividad. El problema del sujeto es someterse al orden del lenguaje y de la ley, escribir vinculando simbólicamente ese cronotopo llamado deseo. La teoría del deseo que la semiótica solapó es ahora parte de la teoría textual junto al sujeto. Es verdad que autores como Greimas y Barthes, una vez revisaron sus discursos,

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formularon el uno desde las pasiones y el otro desde el deseo avances significativos al respecto. Sin embargo, para el primero, el sujeto no es sino “un operador del discernimiento”, no otra cosa que “un conjunto de relaciones en el seno de una categoría –el cuadrado semiótico como objeto congnoscitivo formal” (Greimas, 2002, p. 41). Por su parte, Barthes identificado el sujeto, la enunciación y el deseo, observa que el lector tiene una relación fetichista con el texto, que entra en el orden del suspenso estableciendo una “relación con el acto de escuchar la escena originaria” (Barthes, 2009, p. 54). El lector, entonces, se sorprende y desfallece en la imagen del puro goce. Pero Barthes no puede desprenderse de la polisemia del sentido, fragmentando el sujeto, de-construyendo más que re-construyendo el texto. No obstante, nadie como él para liberar la lectura al tiempo que la escritura en una sociedad del consumo y no de la producción; una sociedad donde se oye, lee y se ve, pero no donde se escribe, se mira y escucha. El análisis textual que aquí se defende no busca la pluralidad de los sentidos, ni su juego y combinatoria, sino su centramiento, su reconstrucción enunciativa que le da sentido con la palabra a lo indecible. Si bien la pulsión que es tensión liberada no logra articularse al texto; el deseo, en cambio, lo hace bajo la tensión de lo interminable, no para nunca. Se trata, entonces, de articular la experiencia del sujeto en la enunciación o escritura-lectura audiovisual; es decir, en el ámbito material donde se conforma.

Leer es escribir, no comunicar

Es comprensible que la semiótica haya dado muestras de querer formularse como Teoría General de Lenguaje, y que a partir de ahí intente conformar semióticas especializadas, como la semiótica del audiovisual. A cualquier ciencia, que se precie de serlo, le está permitido tener pretensiones de universalidad y ofrecer sus teorías y metodologías a cualquier campo de estudio. Otra cosa es su validación. Lo que se pretende aquí es deslindar confusiones que limitan los campos del análisis del Texto Audiovisual propiamente artístico o, de aquel que pareciendo serlo, no es otra cosa que funcional e informativo. Así por ejemplo, en “Cómo analizar un film”(1991), Francesco Casetti y Federico de Chio no pueden comprender el análisis del texto fílmico lejos del objeto y terreno de la comunicación. Poner en común, inercambiar información, transferir e interactuar, son los verbos que dirigen su análisis. Su aporte está –según lo manifestan– en que van más allá de los roles, la modalidad y la actitud de los que forman parte. Abogan por la amplitud que “está dada por la finalidad práctica” y por los modos que pueden convertir la comunicación en un intercambio; es decir, que el objeto fílmico no sólo comunica, sino que es el terreno dónde esa comunicación tiene lugar. De esta manera el texto fílmico no hace sino simular, cuando no inscribir y preescribir el universo comunicativo en el cual se encuentra encerrado, revelando según estos analistas, el lugar de dónde viene y el lugar dónde quiere ir. Fuera de esta situación comunicativa donde ésta es “objeto” y “terreno” al tiempo, la estética fílmica no encontrará ningún otro terreno por donde cruzar.

La comunicación tiene que ser entendida como un campo importante pero restringido, pues no cubre toda la significación que circula en el texto; ese sobrante, por así decirlo, Barthes le denomina “significancia” (Barthes, 1996, p. 145). Así la significación es toda

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relación enunciada por alguien que se dirige a otro alguien, como ocurre con la función fática que acentúa la relación entre el narrador y el lector. Intercambio y comunicación, por tanto, deben entenderse en un sentido económico como circulación de mercancías. Para Barthes la “significancia”, distinta de la significación, es el campo simbólico; toma la palabra símbolo en sentido general, próximo al del psicoanálisis: “ese rasgo de lenguaje que desplaza el cuerpo y deja “entrever” otra escena distinta de la enunciación, tal como creemos leerla”. (Barthes, Ibid, p. 146)

Esta confusión entre significación y “significancia”, entre significado y sentido, implicó la reducción que se hace del texto al discurso. Pues si el discurso es el resultado de la producción de significación al transitar información, al comunicar algo a alguien, el texto es ese espacio de experiencia del lenguaje donde el sujeto se escribe y, porque es experiencia no puede articularse como significación, no puede entenderse lógicamente, no puede repetirse; sin embargo es objeto de emoción y sentimiento, y espacio de un saber otro. De suerte que el texto, más allá de configurarse como discurso, que es una de sus dimensiones, es ese espacio donde las imágenes y su silencio se manifestan confrontando nuestro deseo y resistiéndose a la significación discursiva.

Se sabe que la infancia y el lenguaje coexisten en devenir, y si el sujeto iluminado por el pensamiento lógico-conceptual adopta el discurso por ser comunicativo, funcional y racional, el artista (el cineasta) acoge el texto porque en él habita la imaginación y se impone la experiencia. Es preciso insisitr en que este sujeto es, ante todo, la figura de la creación discontinua. No se niega la importancia de la construcción cognoscitiva del sujeto, pero no es el único jardín que se cultiva o debería cultivar. Hay que atender la alerta cultural en el sentido de que la lectura y la escritura son mucho más que didáctica y redacción, comunicación y mensaje. El sujeto también es afecto, cuerpo, dimensión visceral, mundo imaginario, visión simbólica. Bien lo escribe Jorge Larrosa:

Lo importante al leer no es lo que nosotros pensemos del texto, sino lo que desde el texto o contra el texto o a partir del texto podamos pensar de nosotros mismos. Si no es así no hay lectura. Si lo importante fuera lo que nosotros pensamos del texto, habría erudición, flología, historicismo. Tendríamos, al final, un texto esclarecido. Pero a nosotros no nos habría pasado nada. Y de lo que se trata, al leer, es de que a uno le pase algo. (La-rrosa, 1998, p. 63)

Pues si el discurso es el resultado de la producción de significación al transitar información, al comunicar algo a alguien, el texto como experiencia del lenguaje es trabajo: lectura que se consume y escritura que se produce. El sujeto, entonces, entra en los avatares del deseo configurándose y desatándose hasta que ancla en el sentido. Roland Barthes, con otros matices, reafrma este aspecto que pone en problemas clasificatorios al Texto porque lo pone frente a la lógica de la no comprensión, al descentramiento, al juego infinito de la repetición, de la experiencia del límite de las reglas de enunciación: racionalidad, legibilidad, etc. De suerte que el texto es energía no de reproducción, sino de productividad en “cuyo seno el sujeto de desplaza y se deshace, como una araña que se disolvería ella misma en su tela” (Citado por Vidarte, 2006, 158)8. Este último Barthes (S/Z, 1970, El placer del texto,1972, Roland Barthes por Roland Barthes, 1975 y “El susurro de la lengua”, 1984) decididamente iba dinamitando el estructuralismo y la semiótica –enfoques que había liderado con entusiasmo–, y abrazaba, cada vez más, una teoría del Texto y con ello de la Lectura y la Escritura; pues no hay goce de escribir sin goce de leer.

Resumiendo: si la estructura se transforma no es posible pensar el texto sino como movimiento, no como enunciado que cristaliza en signos (lo que dice), sino en tanto escritura (lo que está diciendo), ese esfuerzo por apalabrar lo indecible (el espacio sagrado del texto artístico), esa búsqueda simbolizada que construye el sujeto para dar testimonio del desmantelamiento espiritual o desastre totalitario, enfrentando como poderoso chivo expiatorio la presencia de lo real.

Notas

1. Para el ruso el texto está constituido por definiciones tales como: Expresión, dado que se halla fjado en uno signos determinados, oponiéndose a las estructuras extratextuales; Delimitación, puesto que se opone, en primer lugar, a los signos que no entran en su constitución según el principio de inclusión –no inclusión; y, en segundo lugar, a la estructura de las lenguas naturales y al carácter abierto e infinito de sus textos verbales. Y, finalmente, el texto posee un carácter Estructural, pues posee una organización interna (Lotman, óp. cit., pp. 70-73).

2. En el signo visual se puede distinguir dos planos: el signo icónico y el signo plástico, con sus respectivos significante y significado. El signo icónico no es una copia del mundo natural sino una reconstrucción, de allí que sea el producto de una triple relación entre tres elementos: El significante icónico, el tipo y el referente del “mundo natural” que se debe entender como otro signo. Por su parte el signo plástico es analizado desde el punto de vista de los sintagmas de formas (Gestalt), sintagmas de los colores y sintagmas de texturas, y los significados reposan en sus relaciones. El significado plástico es relacional y topológico y sus unidades son estructuradas por el sistema textual más que por el código. Cualquier análisis plástico esta bajo el dominio de las oposiciones estructurales ya establecidas por A.J. Greimas en su texto fundador Semiótica Figurativa y Semiótica Plástica (1984): Alto/bajo, abierto/cerrado, simple/compuesto, claro/oscuro, liso/rugoso, etc. (Cf. Blanco, Desiderio, Semiótica del texto fílmico, Universidad de Lima, Fondo de Desarrollo Editorial, 2003, pp. 27-36).

3. Roland Barthes invirtiendo la formulación de Saussure, afrmó que la lingüística no es una parte, aunque sea privilegiada de la ciencia general de los signos, no sólo es el patrón general de toda semiología –como quizá previó Saussure–, sino que la lengua como me-talenguaje era el modelo para los otros sistemas de signos. Obviamente que aclaró que ese lenguaje no es el que manejan los lingüistas, de allí que la semiología está “destinada a ser absorbida por una translingüística. Cuya materia consistirá a veces en el mito, en el cuento o en el artículo periodístico, y otros objetos de nuestra civilización, en la medida en que éstos sean hablados (a través de la prensa, los carteles, las entrevistas, la conversación y quizá también el lenguaje interior, de orden fantasmático)” (Barthes, 1971, p. 14 y ss.).

4. El Punto de Ignición es una noción propuesta por Jesús González Requena para afrontar la lectura del texto en general y el fílmico en particular como “saber de procedimiento” y no como “mera garantía de objetividad”. Cf. Gonzalez Requena, Jesús, Frente al texto fílmico: el análisis, la lectura a propósito de El manantial de King Vidor, óp. cit., pp. 37-38.

5. La referencia es a Mary Shelley y su Frankenstein o el moderno Prometeo, novela gótica publicada en 1818, en el contexto romántico de fantasmas y terror. El doctor Frankens-tein, haciendo uso de su saber científico y de la más elevada tecnología crea con restos de cuerpos humanos, una criatura que no podría llamarse de otra manera que Frankenstein, pues ha sido fabricado a imagen y semejanza y, por consiguiente, es su hijo. Sin embargo, el monstruo termina abandonado a su suerte. “Quien no haya oído la llamada irresistible de la ciencia, no puede hacerse idea de su tiranía” (Cf. Shelley, Mary, Frankenstein, Laertes, Barcelona, 1994, p. 6). El cine ha hecho buen uso de esta historia desde sus mismos inicios cinematográficos. Desde la película de J. Searle Dawley en 1910, hasta los más recientes directores como Brian O´har en 1999, se han rodado más de 103 versiones, casi una por año. Se pueden citar a directores como: Jame Whale (1931, 1935), Terence Fischer (1957, 1967, 1969, 1974), Mel Brooks (1975), Tim Burton (1985), Kenneth Brannagh (1994), quizá una de las más feles al relato de Mary Shelley, y un sin número de intertextos fílmicos. Una cita inolvidable al film de Whale está en el Espíritu de la Colmena (1973) de Víctor Erice. Sin contar, desde luego, las infinitas versiones que se han realizado para la televisión en todo el mundo.

6. Victor Shklovski hizo parte de la Opoïaz (Sociedad para los estudios de la lengua poética), que junto a Borís Tomaschevski, Wladimir Propp, Luri Tiniánov, Borís Eichenbaum, Román Jacobson, entre otros, comenzaron a publicar sus trabajos a partir de 1916. La Opoïaz, orientada por la lingüística y la lectura de la obra de arte que busca lo específico artístico o la “artisticidad” (“literaturiedad”), propuso términos operativos como “litera-riedad”, “extrañamiento”, “desautomatización”, encaminados a comprender los fenómeno del arte (la literatura) como homogéneos, en tanto producen iguales resultados: ruptura e innovación. El formalismo intentó ser una teoría autónoma y concreta que diera cuenta de los textos artísticos no en su particularidad, sino como propiedad esencial para toda obra de arte: lo específico de la literatura, del cine, de la plástica, etc. La diferencia espe-cífica del arte, sin embargo, no se expresa en los elementos que lo constituyen, sino en la utilización particular que se hace de ellos. Qué cerca está ya el estructuralismo, pues la intercomunicación de esas partes y esos niveles de la obra y, de ésta, con el exterior, pronto se denominó significación. (Cf. Tynianov, Eikhenbaum, Shklovski, Formalismo y vanguardia, Vol. 1, Comunicación, serie B, Madrid. 1973).

7. El mundo profano, el tiempo del trabajo y lo cotidiano (el de los interdictos) y el mundo sagrado (el de las transgresiones: la festa, el dispendio, los ritos, los mitos, el arte) son formas complementarias (óp. cit., p. 95).

8. “El amante de neologismo podría definir –escribe Barthes– la teoría del texto como una “hifología” (hifos, es tejido, el velo y la tela de la araña) (óp. cit., p. 158). No obstante, precisa el Barthes, la teoría actual del texto se desvia del texto-velo, texto-finito, trás del cual se pensaba estaba oculta la verdad y el mensaje real. La teoría textual “busca percibir el tejido en su textura, en el entrelazamiento de los códigos, de las fórmulas, de los signi-ficantes” (óp. cit., p. 158).

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