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Cuadernos del Centro de Estudios en Diseño y Comunicación. Ensayos

versão On-line ISSN 1853-3523

Cuad. Cent. Estud. Diseñ. Comun., Ensayos  no.56 Ciudad Autónoma de Buenos Aires mar. 2016

 

Dinámicas de pantalla, prácticas post-espectatoriales y pedagogías de lo audiovisual

 

Eduardo A. Russo *

(*) Doctor en Psicología Social. Crítico, docente e investigador de cine y artes audiovisuales. Director del Doctorado en Artes de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Nacional de La Plata. Docente en la Facultad de Diseño y Comunicación de la Universidad de Palermo.

 

Resumen: En el ámbito plural contemporáneo el cine se sitúa entre la contingencia y la expansión. El artículo da cuenta del derrotero de cine, las dinámicas de pantalla y de la figura del espectador.

Palabras clave: cine - contingencia - pantalla - espectador.

Summary: In the contemporary plural feld cinema is between contingency and expansion. The article reports the course of cinema, the dynamics of the screen and the figure of the viewer.

Key words: cinema - contingency - screen - viewer.

Resumo: No âmbito plural contemporâneo o cinema coloca-se entre a contingência e a expansão. O artigo da conta do caminho do cinema, as dinâmicas de tela e da figura do espectador.

Palavras chave: cinema - contingência - tela - espectador.

 

Estados y dinámicas de pantalla: el lugar cambiante del espectador

En la reinvención contemporánea de la experiencia audiovisual y la correlativa transformación de sus sujetos implicados no faltan fuerzas y elementos que operan en sentido diverso, contrario e incluso contradictorio. Entre las situaciones complejas que comporta el presente, no es menor aquella que deja advertir un cine que, en un entorno cada vez más pluralizado, avanza entre la contingencia y la expansión entre otras prácticas audiovisuales. Por una parte, cierto estado contingente del cine como medio reemplaza hace tiempo aquel lugar central que poseía en el siglo pasado, como experiencia estética de carácter unificador a escala masiva. Hoy el cine es un sector subordinado a un entorno audiovisual pluriforme, cuyo eje ha pasado hacia el dominio de otras modalidades, tales como el espectáculo televisivo y, en años recientes, los videojuegos y un conglomerado de ofertas audiovisuales provenientes de la comunicación multimedia en red. Por otro lado, y a pesar de esta escala minoritaria, el cine se encuentra ante una expansión de opciones que posee mucho de multiplicación de posibilidades, aunque acechada por un efecto de dispersión que lo pone en riesgo de diluirse en una diseminación difusa. El cine expandido que saludara hace mucho el artista y teórico Gene Youngblood en un texto clave que de alguna manera abría la situación de un arte cinematográfico transmediático hace ya casi cuatro décadas, es en el presente un hecho palpable pero entreverado en una red donde no suele ocupar un lugar de privilegio. Luego de basar sus condiciones de posibilidad en diferentes máquinas de imagen, el cine es identificado hoy más bien como un arte combinatorio de la imagen y el sonido, del tiempo y el espacio vividos, abierto a múltiples hibridaciones tecnológicas (Youngblood, 1970). Paralelamente, a modo de sostén de un cine que atraviesa la experiencia fílmica, la electrónica y la digital, se ha erigido un espectador particularmente problemático que ha sido pensado bajo el signo de lo audiovisual electrónico, primero bajo el paradigma de lo televisivo y videográfico y, a partir de la revolución digital, en términos que adoptan cada vez más el perfl de aquél que se prefere designar como usuario. Para sumar a las paradojas, para algunos analistas que atienden ciertos aspectos de connotación presuntamente negativa se trata de un espectador movedizo, difuso, inconstante, impaciente y distraído. Para otros observadores que resaltan nuevas competencias y habilidades, será un espectador ávido, experto, intertextual y refinado. Para mayor complicación, podrá acotarse que estos mismos sujetos, no pocas veces, demuestran simultáneamente rasgos de uno u otro orden. Lo que queda claro es que el espectador y su trabajo se enmarcan, más que nunca, en una zona de conficto (Mayne, 1993). A pesar de las discusiones y las perplejidades, el cine sigue manteniendo activa su productividad y revela que hay vida después del muchas veces declamado fin del cine. La cineflia crepuscular de los años setenta había preparado el terreno para un operaciones inquietantes que, no obstante, no incluyeron intentos de reanimación a un paciente exangüe sino la promoción de diversas metamorfosis de una criatura mucho más polimorfa de lo que se había pensado. Durante los años setenta, cierta percepción del estado del cine pareció asociada a la conciencia de su extinción: algunos lo consideraron con ánimo fúnebre, como Wim Wenders a lo largo de diversos films de ficción, documentales y escritos; otros se fascinaron por aquello que podría reemplazarlo. Podemos citar como caso paradigmático el de Jean Luc Godard y su temporaria incursión integral, que abarcó toda la década del setenta, en la producción video, que tuvo como corolario sus célebres elucubraciones sobre el ocaso del cine en la últimas décadas del siglo XX , que serían el punto de partida de sus Histoire(s) du cinéma (Godard, 1980). El certificado de defunción de cine, que consistió acaso no tanto la extinción de una forma predominante de la experiencia fílmica, sino más bien de cierto régimen de apego masivo propio del espectador, quedó formidablemente expuesto en el canto del cisne de la cineflia que escribió Susan Sontag hacia 1996, en torno al centenario del cine, despertando una fuerte polémica (Sontag, 2007). Mientras que, añorando la intensidad perdida en las salas de arte y ensayo contemporáneas al cine de los años sesenta, Sontag se dirigía a la comprobación crepuscular de la posible extinción de una experiencia que había modelado la sensibilidad de sus años jóvenes, ya que a la luz de las pantallas televisivas se habían cultivado ya un par de generaciones cuyo contacto con el cine había sido mediatizado de modo distinto. Thierry Jousse avizoró en este fenómeno un nuevo tipo de formación tribal que, con algunos atributos del viejo dandysmo, participa de lo que denominó “cineflia electrónica”: un tipo de cineflia cuyo desafío principal es el de no reducirse a una celebración doméstica –recluida hasta el aislamiento y sólo proclive al consumo–, sino el de desplegar formas de actividad creciente que pudieran renovar algunas prácticas de activismo cinéflo desde cierto estado de clandestinidad (De Baecque, 2003: 287-293). Ante la amenaza del confinamiento a una domesticidad pasiva, quedaba al menos la opción por las camarillas y su posible promoción en términos de contaminación viral a pequeña escala.

Acaso sea herencia de tantas décadas de convivencia con las pantallas electrónicas y su elevada gama de alternativas respecto de sus usos cotidianos, pero entre los cambios que en el presente se producen en el espectador, son particularmente apreciables aquellos que hacen a la diversidad de prácticas que encara en su contacto y negociación con un film. Uno de los más destacados estudiosos de estos aspectos es Roger Odin, quien desde una perspectiva atenta a la dimensión pragmática de lo audiovisual ha distinguido diversos modos del espectador, que se ponen en acción como un determinado régimen de funcionamiento en relación a los films. Odin ha destacado que el surgimiento de lo que denomina modo energético en la economía espectatorial –una puesta en fase con el film orientada a hacer vibrar al espectador mediante la acción directa de la imagen y el sonido, con el correspondiente impacto sensoperceptivo– va en detrimento de lo que designa modo ficcionalizante –orientado al seguimiento de una historia con un espectador inmerso en la diégesis–. El modo energético, como también el que denomina modo documentalizante –orientado a contactarse sobre todo con los valores referenciales del film, con lo que ha sido registrado del mundo visible o audible– implica una forma de manipulación del film diversa de aquella posición espectatorial que jugaba a ser atrapada por la diégesis, a ser seducido por la semi-creencia en un universo ficcional que fundó tanto los poderes del cine clásico como las conmociones existenciales del cine moderno.

Además del crecimiento de la importancia de estos modos estudiados por Odin, que poseen componentes tanto psicológicos como enunciativos en la relación de cada espectador con el film, en la escala del uno por uno y en lo que hace al universo discursivo y de prácticas que rodean a la actividad de ver una película, también es posible observar ciertos fenómenos de incidencia creciente. A la simple evidencia de una sociabilidad en la recepción en salas que, si bien no puede ser reducida a un dato contemporáneo, no es menos ostentosa (la predisposición al bullicio y, como para remedar la algarabía de las funciones del cine de los primeros tiempos, la inclinación por el consumo de bebidas y alimentos como parte consustancial de la función en el modelo de recepción de las salas multiplex) hay que agregar otros datos de interés. No todo se concentra en una sociabilidad tendiente a lo bullicioso que abarca incluso el contacto con el film en pleno desarrollo (acaso para intensificar las posibilidades de puesta en fase de ese modo energético, o para compartir las impresiones del modo documentalizante, incluso como maniobra defensiva ante cualquier solicitud de captura masiva por la diégesis), sino que también se observan algunas formas de articulación de lo gregario que hacen a un espectador más afecto a configurar algunas formas identitarias. Si hemos ido derivando a un espectador más “cazador-recolector” cuyas prácticas ingresan, incluso contra toda pretensión intelectual, en un plano de sofsticación creciente, cabe también aclarar que ese espectador parece tendiente a agruparse en organizaciones de tipo tribal, apelando tanto al refuerzo del contacto horizontal como a cierta forma de organización reticular que habla de una nueva realidad de lo cinematográfico. Lo que se delinea no es otra cosa que un conjunto de rasgos de un espectador emergente. Algunas de las características de estas nuevas configuraciones espectatoriales implican un desafío al ordenamiento impuesto desde los poderes del mercado y las estrategias del mar-keting. Paralelamente a la creciente proliferación en el tráfico audiovisual en todo sentido, en el marco de una red que resulta irreductible a cualquier cálculo de las industrias audiovisuales, y de acuerdo a un modelo que amenaza con transformar las prácticas ligadas a la circulación y fruición de lo cinematográfico en un sentido tan dramático como el que ha afectado al mundo de la música grabada, se produce un creciente movimiento de cuestionamiento de los cánones (y la continua propuesta de otros). La disponibilidad lleva a la revisión permanente, a la discusión y a cierto estado de asamblea general de los films que recuerda las hipótesis libertarias de un Amos Vogel y sus prácticas de recreación de la experiencia cinematográfica: aquéllas que partían tanto del cotejo como de la convivencia de las piezas más disímiles y apelaban a una emancipación de la mirada, y de las que ha dejado constancia en su tan inclasificable como estimulante Film as a Subversive Art (Vogel, 2005). En sintonía con aquella propuesta del memorable Vogel, cuya figura parece crecer en significación dentro del actual estado del cine, un manifesto frmado hace pocos años por la programadora de la Cinemateca Francesa Nicole Brenez propone, a la par de la creciente disponibilidad de archivos y la necesidad de revisar todos los ordenamientos heredados por clasificaciones progresivamente inoperantes, una acción combinada entre mundialización y recreación de lo local, a partir de una propuesta inicial que se perf-la como fundacional: “No hemos visto todavía los films más importantes del siglo XX” (Brenez, 2004). No se trata sólo de filmar algo nuevo, sino de ver lo nuevo en aquello que aguarda hace tiempo, sin haber sido verdaderamente visto todavía.

Dentro de este panorama que muestra tanto un largo recorrido como dimensiones que se hallan en cierto estado fundacional, cabe resaltar no sólo las paradojas, sino también algunas propuestas que, especialmente activas en plena crisis, hacen a la activación de los modos emergentes del arte cinematográfico: si hay un estado crítico, éste no tiene que ver con ningún estancamiento sino con la multiplicación de alternativas. Más allá de las cuestiones tendientes al incremento en la producción –que, de hecho, se ha ido configurando de acuerdo a la dinámica tecnológica, económica y de acceso a nuevas disponibilidades- es preciso fomentar nuevas prácticas en las actividades relativas a la circulación y visionado de las obras. Esta dimensión implica renovar el espacio tradicional de las salas desmarcándolo del modelo multiplex (tan acorde con los circuitos convencionales insertados en la oferta de consumo del shopping mall) para avanzar en la creación de salas de pequeño formato en cuanto a cantidad de público, pero capaces de aprovechar las ventajas de la proyección digital en alta definición y de contactar al espectador con una experiencia audiovisual acorde con el estado contemporáneo de la proyección cinematográfica. Por otra parte, en lo que a los espacios domésticos respecta, será preciso aprovechar todo recurso para contaminar la difusión de lo cinematográfico tanto mediante las posibilidades de edición relativas a los soportes digitales ya consagrados (DVD, Blu-ray) como del acceso vía descargas por internet en los más diversos formatos. Por cierto, para no permanecer en una lógica de consumo disperso, este acceso a los espacios domésticos deberá complementarse con actividades que refuercen aquel costado gregario indispensable para el espectador que mentamos al comienzo de este artículo. En el giro de un siglo a otro, cuando comenzaban a establecerse las comunidades virtuales de nuevas formas de cineflias emergentes en el ciberespacio, los entusiasmos sobre las nuevas tribus virtuales fueron dejando paso a signos de agotamiento en tanto y en cuanto los contactos perseveraban en ese único ámbito. A esta altura de nuestra convivencia con los nuevos medios, queda en evidencia que es preciso balancear las posibilidades de contacto virtual con el viejo, siempre eficaz y realmente necesario recurso del encuentro cara a cara. De ese modo se perspectiva de acciones comunes. El cine más importante del presente, como el de la segunda y tercera década del siglo XX o como el de la segunda posguerra o el de los años sesenta, es un cine de intervención, tanto en lo que hace a cómo realizar un film y a las maneras en que se lo puede ver, como a qué es lo nuevo que puede producir al respecto en el espacio público y en la redefinición de las expectativas y actividades de sus espectadores. De allí, por ejemplo, la importancia creciente de las muestras, los festivales temáticos, las salas especializadas y las posibilidades de integrar el cine a los espacios propios del museo y de otras instituciones culturales.

No solamente se trata, por otra parte, de generar nuevos espacios para el cine en la multiplicidad de la experiencia audiovisual contemporánea, sino también de hacer posible nuevos contextos temporales. Algo de eso puede detectarse, por ejemplo, en la creciente importancia de ese cúmulo de festivales y distintos encuentros cinematográficos que, a lo largo del planeta y en distintas escalas (desde los de alcance internacional hasta los más localizados), generan un ámbito temporal deslindado de la cotidianeidad y reivindicatorio de una temporalidad distinta, en la que el contacto con los films que interesan –a menudo en abierto desafío con las orientaciones propias del mercado audiovisual– se ve promovido en un marco privilegiado, subrayado en el calendario cinéflo.

En síntesis, mediante la reinvención del cine y su espectador, y merced a las alternativas abiertas en la actualidad, en estos inicios del siglo veintiuno se trata de replantear la continuación de las experiencias ya conocidas pero también la generación y afrmación de las emergentes. La cuestión es revitalizar el lugar del cine en el marco de lo que Christine Buci-Glucksmann ha caracterizado como una estética de lo efímero que, aunque no atañe sólo al cine, lo incumbe muy particularmente por la singularidad de su materia prima. El cine está hecho con tiempo, es tiempo hecho visible y audible. El desafío, entonces, será explorar cómo pueden instalarse en el presente los tiempos propicios que otorguen el marco para el despliegue renovado de este arte del tiempo. En el contexto general de una tendencia a la configuración de un puro presente –por demás, crecientemente signado por una aceleración incesante, construido, entre otros factores, por un conglomerado audiovisual que se orienta hacia un espectáculo totalizador–, el cine requiere de la posibilidad de instalación y apertura de otras temporalidades. No se trata simplemente de la capacidad de resistir la velocidad vertiginosa, sino de modular distintas posibilidades del tiempo, de abrir nuevas posibilidades a la mirada y la escucha que, a la vez, puedan enfrentarse tanto a los misterios de lo visible o audible, como a los de lo invisible o el silencio. Para eso es preciso contar con los espacios necesarios pero también con las imprescindibles virtualidades de generación de otros tiempos. Es atendiendo a ambas dimensiones, posibilitando los ámbitos y los acontecimientos en los que puedan afrmarse y multiplicarse sus espectadores, que el cine podrá justificarse como forma artística válida para los años que siguen. Así podrá cumplir con aquella aspiración creadora de mundos intermedios que ensanchan y modifican al mundo real; aspiración que inmejorablemente formulara Paul Klee como posibilidad propia del arte: “Pienso por ejemplo en el reino de aquellos que no han nacido o de los que ya han muerto, en el reino de lo que puede venir, de lo que aspira a venir, pero que no necesariamente vendrá, un mundo mediador, un entre-mundo” (Klee, en Buci- Glucksmann, 2006: 11).

Multiplicación y metamorfosis de las prácticas: ¿más allá del espectador?

Hasta aquí, aunque atendiendo a la diversidad del entramado audiovisual contemporáneo, seguir el hilo de más de un siglo de cine nos ha permitido organizar un recorrido. No solo por la identidad de una experiencia, la cinematográfica, que ha accedido a su legitimación artística y cultural, sino también por estar acompañada por un inmenso volumen de abordajes teóricos y analíticos que acompaña todo su decurso histórico. Durante los años ochenta, ese excepcional sensor de las tendencias de su tiempo que fue el crítico francés Serge Daney, frente a las cada vez más frecuentes alusiones a una cultura de la imagen como signo fundamental del mundo contemporáneo, acostumbraba replicar que lo que realmente habitábamos ya entonces era un mundo de pantallas. Emitía esa afrma-ción no tanto como una visión del futuro sino como un certero diagnóstico del presente. Aunque entonces el mediascape parecía multiplicarse sobre todo en las pantallas televisivas de diverso formato, que desde la central presencia de la sala de estar comenzaban a hacerse presentes en habitaciones, cocinas y otros espacios entre privados y públicos, la avanzada era percibida como evidencia. Varias décadas después nos encontramos con una presencia mucho más diversa, que en tiempos recientes ya ha recibido algunas denominaciones que intentan dar cuenta, desde su misma formulación, de algún dato decisivo de su estructura. Como interesante rasgo de la intelección de este entramado de pantallas que configura nuestro entorno mediático, cabe observar que en lugar de la tradicional percepción de las presuntas fronteras entre distintos medios audiovisuales (Cine/televisión/video, en su formulación ochentista, o más compleja y reciente: cine/televisión/video/multimedia) esta forma de entender la multiplicación de pantallas se orienta a las superficies e interfaces en juego. Esto implica ya no pensar delimitaciones duras o rígidas, difícilmente sustentables, entre medios, sino apuntar a formas de experiencias de lo audiovisual por donde pueden pasar medios y contenidos. De ese modo, por ejemplo, observamos la propuesta de una “sociedad de las cuatro pantallas” formulada desde la sociología de los medios. Esta intelección consiste en la contaminación e integración creciente de la gran pantalla de la sala de cine, reforzada por la oferta digital y eventualmente el 3-D, la pantalla televisiva hogareña, las computadoras personales y la telefonía celular (Artopoulos, 2009). Esta mirada abarcativa, que es trazada a lo largo de una línea de tiempo de más de un siglo entre la invención de la era de los Lumière y el ascenso de una telefonía móvil reconvertida en informática multimedia en la palma de la mano, conlleva una posición acaso demasiado prudente. Un signo de esa prudencia se hace evidente en su punto de partida desde la clásica experiencia de la sala cinematográfica. Modelo de intensidad y excelencia a lo largo del siglo veinte, pero crecientemente desplazada en la segunda mitad de la centuria, a pesar de las ofertas de multisala (que no dejan de crecer en número pero con pocos centenares de butacas cada una, y a precios de mercado que desplazan la posibilidad de ver cine hacia una oferta para sectores minoritarios y cada vez más despegada del espectáculo popular que alguna vez fuera). El envión de las proyecciones digitales y en 3-D del último lustro no hace más que confrmar esa tendencia de un ascenso en el número de salas pero restringido a una audiencia comparativamente sectorializada, como una modalidad de consumo audiovisual suntuario. La sala, a pesar de sus nuevos brillos particulares, no deja de plantearse en estado de crisis permanente en una perspectiva global y masiva ante la preponderancia de las nuevas experiencias de pantalla, como lo advierte agudamente un continuo observador de este proceso como lo es Jean-Michel Frodon (Frodon, 2011). La sala de cine es, a la vez de un espacio de referencia, un lugar bajo creciente asedio, no sólo por la asistencia del público sino por la disolución de su lugar central en la cabeza de los mismos realizadores ante el crecimiento de la recepción en los antes llamados “mercados secundarios”. La rotación e hibridación entre pantallas, conservando ese costado tan cuidado como en cierto modo reservado (casi a la manera de quien piensa en una reserva natural, donde intentan preservarse especies en riesgo de desaparición) que es el de la sala cinematográ-fica con taquilla, ha determinado otras formas acaso más imperiosas y avasallantes de pensar el presente mundo de pantallas. A veces presentadas mediante imágenes altamente sugestivas, como partícipes de un torbellino audiovisual, se ha pensado un universo electrónico-digital de tres pantallas en relación sinérgica o, más recientemente, de cuatro pantallas. De hecho, es la misma expresión que utilizan los observadores mediáticos atendiendo a la coexistencia de experiencias audiovisuales abarcativas desde el cine de estrenos hasta las más livianas y diminutas pantallas móviles, pero aquí se alude a otros componentes, potenciados desde el desarrollo tecnológico y el marketing. Este fue durante una década el caso de Microsoft y su estrategia de tres pantallas. La mención a una “Three Screen Strategy” se reforzó hacia el 2009 con la incorporación de la “nube” como recurso ciberespacial e integrador de dichas superficies de experiencia. Microsoft se empeñó en pensar a la vinculación y fuidificación de las tres pantallas (TV-computadora personal-telefonía móvil) no considerando a la primera como medida del discurso televisivo, sino como plataforma privilegiada de su consola de juegos Xbox. En un balance mesurado realizado por la infuyente revista Wired, un par de años más tarde la estrategia se advertía un tanto limitativa (Carmody, 2011). Allí podrían avizorarse los problemas que al inicio de la temporada siguiente ya estallarían haciendo ingresar a dicha estrategia en un marco de crisis y áspera polémica. Ni las tres pantallas se asomaban a una convergencia equilibrada, ni la famosa “Nube” adquiría una fabilidad y consistencia homogénea, fragmentada en sectores inestables y en competencia (Wilcox, 2012).

En términos de márketing, aprovechando el ascendente fenómeno de consumo de las ta-blets, más audaz (y desplazando también del panorama a la clásica situación de la sala oscura de los cines tradicionales) aparece un segundo sentido de la alusión a las cuatro pantallas, ligada al integrar una dinámica compuesta por la TV hogareña de gran formato, computadora personal, tableta y teléfono celular. Esta ha sido la estrategia adoptada, por ejemplo, por la BBC (Rivera, 2011) o Sony (Lawler, 2011). De esa manera, el márketing de las “cuatro pantallas” de los conglomerados resulta el ejemplo emblemático de la industria electrónica y su 4-Screen Strategy. Cabe señalar que las fronteras entre las cuatro pantallas, lejos de ser claramente definidas, se caracterizan por su permeabilidad. Incluso en sus mismos bordes: la creciente pantalla hogareña, con su promesa en convertir a la sala de estar en exitoso simulacro de un microcine apropiado para el ámbito privado, y la más pequeña pantalla de la telefonía celular, ofreciendo una resolución y tamaño acorde al visionado en alta definición. El entorno se hace evidente, conduciendo a una integración fuida de distintas interfaces del universo de la consumer electronics. Con sucesivos grados de espectacularidad en cuanto a imagen y sonido y movilidad creciente en relación a la condición portátil de los dispositivos, todos ellos interconectados entre sí y con acceso a contenidos online o compartidos de uno a otro aparato, estas cuatro pantallas presentan una modalidad que, aunque altamente dinámica en tanto no es posible elaborar una prospectiva fable siquiera a corto plazo, revela hasta qué punto no es posible pensarlos como unidades claramente diferenciadas. El paradigma de medio situado queda ligado a la esfera hogareña, mientras la computadora personal ya se visualiza separada de su antiguo entorno de escritorio para acompañar las más variadas posiciones de reposo o trabajo en un ámbito cambiante, entre la productividad y el ocio. Las cuatro pantallas simplemente se ofrecen como plataformas potenciales y alternativas fexibles de producción, manipulación y consumo en situaciones específicas. En la década anterior, la clara decadencia de la pionera computadora de escritorio, con sus resabios de puesto de trabajo, es reemplazada por la combinación dúctil de funciones operadas en una mixtura, cada vez más sofsti-cada y a cargo de un usuario de conocimientos medios, de terminales emplazadas en el lugar óptimo de los espacios hogareños, y aparatos que deambulan junto a sus usuarios, lo acompañan en sus lugares de diversión, trabajo, entretenimiento, o aguardan incluso en sus carteras o bolsillos. Por cierto, este proceso abarca mucho más que el campo de lo audiovisual, pero en dicho entorno cabe destacar que este tipo de experiencias han sido tan rotundamente alteradas como la lectoescritura o las telecomunicaciones.

Multipantallas, transpantallas: post-espectadores y navegantes al acecho

La fuidez del contacto y el tráfico, las posibilidades de intervención y metamorfosis que esta situación multipantallas plantea no se agota, por cierto, en el diagnóstico de una multiplicación de opciones a la hora de bajar, subir, transferir o modificar contenidos. Se trata de una nueva lógica de conectividad, circulación y transformación permanente que no solo licuefacciona las imágenes, sino que las eleva a un estado gaseoso, especialmente acorde a su ingreso por los resquicios más imprevisto. Acaso algo de esto infuya en la impregnación que el arte contemporáneo está teniendo de pantallas de todo tipo (incluso radicalmente recreadas, sobre cuerpos tridimensionales escultóricos o superficies arquitectónicas a distinta escala) e imágenes proyectadas, como lo demuestran las cada vez más audaces experiencias del digital mapping que están impactando el arte público y las muestras en galerías y museos. Pero atendiendo a esta situación resulta particularmente productiva la propuesta de referir, como lo ha hecho una reciente actividad del Museo del Cine de Viena y que ha inspirado el título de nuestro texto, a verdaderas dinámicas de pantalla. (Koch, Pantenburg & Rohtohler, 2012)

Mencionar a una dinámica no solo implica atender a un movimiento, sino que de acuerdo a su etimología original proveniente de dynamis (fuerza, energía) obliga a inteligir sus razones y la energía que lo impulsan. De ese modo, pensar en dinámicas de la pantalla desplaza el centro de atención desde lo que ocurre en cada una de ellas en cuanto a entidad diferenciada, dotada de una presunta identidad o estabilidad, hacia las formas de relación y el tránsito propuesto entre estas distintas puestas en acto de una imagen a partir de un modo de existencia virtual, esto es, en potencia. Una vez más, el factor crucial a recordar, como insistía el flósofo Gilles Deleuze, es que virtualización no implica reemplazo de algo real por un simulacro desleído, sino potenciación, elevación a otro grado de existencia.

El coloquio de Viena, como corresponde al museo en que se congregó, pudo interrogarse por el lugar del cine en esas dinámicas de pantalla, partiendo de la premisa, ya largamente consensuada, de que hace mucho tiempo eso que referimos cuando hablamos de cine no posee su centro definitorio en la clásica situación de la “primera pantalla” de la perspectiva mediológica, la de la gran superficie plateada de la sala tradicional relacionada con la herencia del espectáculo teatral, los movie theaters, sino que circula. Desde hace más de medio siglo circula con altísimo grado de impacto en las pantallas electrónicas de todo el planeta, a pesar de que desde la teoría y la estética cinematográfica, tanto como los estudios televisivos, se ha preferido orientar la reflexión hacia la existencia de medios y discursos diferenciados. Un par de décadas atrás, sin ir más lejos, los film studies y los television studies mantenían no solamente territorios identitarios diferenciados, sino con pretensiones de autonomía. Para uno, los estudios de artes y humanidades, para otros, los estudios sobre medios. En las últimas dos décadas crece la certeza de que una vinculación se hace no sólo viable, sino dramáticamente necesaria.

La crónica de signos de la actual mutación espectatorial es forida, abunda en ejemplos sintomáticos y que llegan hasta lo bizarro si la juzgamos bajo los horizontes de la recepción tradicional en salas o incluso del espectador doméstico tradicional. Incluso en casos que presuntamente intentan recuperar la intensidad y la legitimación cultural de las glorias cinematográficas del pasado. Por ejemplo, puede citarse el episodio de la rebelión de espectadores británicos, pidiendo el reintegro de su entrada al cine, al considerarse como estafados al enterarse de que The Artist (Michel Hazanavicius, 2011) era un film mudo (Childs, 2012) Bien podrían haber exigido, en todo caso, el precio de media entrada. También puede citarse el caso de la espectadora que enjuició a la productora de Drive (Nicolas Winding Refin, 2011) porque el film no contaba con suficientes carreras y persecuciones automovilísticas, tal como prometían sus avances comerciales. Como atenuante de la confusión, hay que admitir que el trailer del film incorporaba fundamentalmente sus escasos momentos de persecución, de manera tal que inclinaba a los espectadores a imaginar que se encontrarían con una película de intensa acción física y no con un thriller psicológico tan enrarecido como marcado por la postergación de todo ajetreo y el centramiento en los confictos internos de sus personajes.

El mundo de pantallas está resultando hiperactivo hasta la convulsión. El teléfono celular y sus usos en la sala puede ir desde la inteligente consideración de las manipulaciones es-pectatoriales ensayadas desde la ficción breve por Atom Egoyan, en un sofsticado ejercicio de intertextualidad abierto a la reiterada lectura en su cortometraje Artaud Double Bill (perteneciente al film colectivo realizado para el 60° aniversario del Festival de Cannes, Chacun son Cinéma, 2008) hasta el caso de la vida real, de ribetes tan agresivos como desopilantes, acerca de la disposición de una sala estadounidense del circuito de “arte y ensayo” de retirar a cualquier miembro del público que utilizase su celular en el recinto (Hornaday, 2012).

La perplejidad de Ann Hornaday, crítica de cine del Washington Post, cuando titula su artículo “Sobre modales, películas y el lamentable estado de la condición del espectador” se centra en las agrias respuestas del relativamente sofsticado público de las art houses de la capital estadounidense, no solamente por la renuencia a apagar los teléfonos celulares durante la función, sino cuando el film no coincide exactamente con el producto que imagi-Cuaderno 56 | Centro de Estudios en Diseño y Comunicación (2016). pp 199-213 ISSN 1668-5229                                  207

Eduardo A. Russo

Dinámicas de pantalla, prácticas post-espectatoriales y pedagogías de lo audiovisual

naron a partir del márketing y la publicidad. Esta actitud espectatorial habla a las claras de la circunscripción de cierto perfl del espectador contemporáneo claramente compatible con el de un consumidor insatisfecho, dispuesto automáticamente a la condición de sujeto ofuscado y querellante. De todos modos, el ticket permite al portador ver una película, no garantiza que le guste, acotaba un cronista del Hollywood Reporter cuando el caso de Drive. Polémicas de ese estilo, por otra parte, parecen reducir el trabajo de la crítica de cine al rango de consumer reports. Es preciso resguardar un campo de contacto con la experiencia audiovisual abierto al peso estético y a la relevancia cultural que ha tenido a lo largo del siglo pasado y en los primero tramos del que estamos viviendo.

Las pedagogías de lo audiovisual en entornos fuidos: turbulencias y lógicas del cambio

Cabe lamentar, muy particularmente, la triste desaparición hace un par de años de Miriam Hansen, investigadora que reunía lo más erudito y refinado del acercamiento a las artes y los medios de la teoría crítica europea, con su aguda apreciación de los cambios perceptivos, estéticos e intelectuales que aquí estamos reseñando. El citado volumen editado por el Museo de Cine austríaco, dedicado a su memoria, recoge uno de sus textos publicado en forma póstuma, tal como lo fue su esencial Cinema and Experience (Hansen, 2011). La autora, aunque gravemente enferma, prolongó todo lo que pudo su contacto cotidiano con estudiantes en sus cursos, que solían abarcar tanto cuestiones del audiovisual contemporáneo como distintos aspectos, a veces distantes en tiempo y espacio, de la historia del cine. En el artículo compilado para Screen Dynamics tomó algunas breves notas sobre una curiosa transformación que había detectado en años recientes, grosso modo entre el 2000 y 2010, en los hábitos espectatoriales de sus estudiantes. El caso testigo fue un curso sobre el cine de Max Ophuls, virtuoso realizador cuya obra se extendió en Europa y América atravesando el cine mudo y el sonoro durante la era de los Estudios. A primera vista, uno podría considerar que un curso sobre Ophuls consistiría en la frecuentación de un monumento del cine en la Era de Oro, aunque en manos de Hansen, resurgía como quien realmente fue: un moderno desafante e innovador, atento a las transformaciones técnicas y a las más sutiles variaciones en la cultura de masas, no sólo en lo que respecta al mundo cinematográfico, sino a la prensa, la radio, las modas y tendencias de su tiempo. En la primera oportunidad, cuando lo dictó por el año 2000, se visionaron los films de Ophuls en formato fílmico. La mitad al menos de los films abordados se proyectaron en buenas copias de 35 mm. Con sólo el video VHS como alternativa, en tiempos de un todavía emergente DVD y sin mucho Ophuls en catálogo, los estudiantes habían desarrollado una aproximación entusiasta en las proyecciones, admiradora de la excelencia de sus logros artísticos y técnicos, que abarcaban tanto el dominio del tiempo y espacio del plano como el uso espectacular de los formatos de pantalla superancha. En la segunda oportunidad y con la misma propuesta pedagógica, desarrollada hacia el 2009 y con similar serie de films y contextos para su proyección, la investigadora observó que el grueso de los estudiantes optaba por el visionado privado bajo los más diversos formatos digitales, para verlos, revisarlos y analizarlos en sus computadoras personales y hasta en sus diminutos dispositivos móviles. No faltaban quienes le expresaran con entusiasmo que Ophuls les había interesado tanto que habían obtenido un archivo digital para tenerlo grabado en su celular. Por ejemplo, ocurría con Lola Montes (1955), con su utilización del Cinemascope y el Technicolor que habían sido la maravilla de toda una generación durante los años cincuenta: no era extraño que alguien prefriera verla y almacenarla en su iPhone. Hansen se preguntaba si lo que habría que plantearse no era sino una doble pregunta: lo que el cine es y puede llegar a ser hoy, en relación a lo que fue el cine de otros tiempos. Sin melancolía, pero con lucidez como para advertir la dificultad de ciertos retornos junto a las exigencias del presente (Koch, Gertrude, Volker Pantenbug & Simon Rothöhler, 2012: 24-25). En el actual estado de cosas dentro de los ámbitos académicos cunden diagnósticos diversos. Desde los lúcidos intentos de enfrentar, asentados fexiblemente en el presente, la dramática mutación (Frodon, 2006 o Quintana, 2012) hasta los ambivalentes prospectos que oscilan entre cierta incomodidad ante los territorios otrora frmes y ahora en fuga, y la necesidad de replantear un contacto conceptualmente reforzado con un arte del presente, tan vital como conciente de cierta condición de supervivencia riesgosa en un entorno altamente entrópico donde, si “todo es cine”, lo mismo da que nada sea cine (Aumont, 2012). No tiene demasiado sentido perseverar en el lamento quejoso a la medida de aquella famosa chanson de Charles Trenet, preguntándonos qué ha quedado de nuestros amores, en añoranza de las viejas y queridas formas y ritos de algunas cineflias fundantes, o buscando recuperar intensidades perdidas cuando las condiciones materiales y culturales que las permitían se han reemplazado drásticamente por otras. Sí se destaca, en el actual contexto, lo imperioso de algunas exigencias básicas. Comencemos por aceptar y potenciar al máximo la dimensión relacional entre espectador e imagen en entornos audiovisuales. En su clásico y breve escrito “Salir del cine,” Roland Barthes ya había deslizado, en su pasaje final, una sugestiva propuesta para pensar las complejidades de lo que entonces se prefería designar como posición espectatorial:

Para distanciarme, para «despegar», complico una «situación» usando una «relación». A fin de cuentas eso es lo que me fascina: lo que utilizo para guardar la distancia en relación con la imagen: estoy hipnotizado por una distancia, y esta distancia no es crítica (intelectual); es, por así decirlo, una distancia amorosa: ¿Habría quizás, incluso en el cine (tomo la palabra en su aspecto etimológico), la posibilidad de gozar de la discreción. (Barthes, 1986: 354-355)

Complicar la situación haciendo uso de una relación. Ingresar la actividad del espectador en el campo de reflexiones por los que podemos pensar el estatuto y el trato con la experiencia audiovisual. Por cierto, ya no podremos enfocar una situación modelo como la de aquel sujeto inmerso o saliendo de la sala de cine, sino un sujeto múltiple y diversificado, tan dispuesto a la pluralización como al tránsito y a la intervención simultánea de su acción entre pantallas. Por otra parte no se comportan como superficies de proyección, ventanas o lienzos móviles a los que asomarse, sino superficies a visualizar tanto como alterar, componer, incluso reinventar.

Nunca antes en la historia de los medios audiovisuales hemos tenido tan a mano, abru-madoramente, una constelación de archivos semi-organizados, con sectores semejantes a un conglomerado de bibliotecas funcionales, operativas y bien administradas, y otros que (dejando de lado la imagen que puede connotar un sentido dramático) remedan edif-cios o barrios enteros devastados, con lo valioso enredado bajo toneladas de escombros, o amontonamiento de trastos inservibles. Hace unos años, hemos propuesto algunos linea-mientos para la enseñanza de las artes audiovisuales en un campo académico ya lanzado a su mutación digital (Russo, 2007 y Russo, 2011). Allí delineábamos una estrategia pedagógica fundada en tres ejes, propuestos como restricciones:

a. No reducir la enseñanza a la instrucción.

b. No confinarse en la especialización.

c. Rechazar toda tendencia a la fragmentación.

El primer punto remarcaba la necesidad de incorporar la reflexión sobre la tecnología y sus usos, tanto programados como de desvío y reinvención, para superar el mero objetivo de transmisión de fórmulas “correctas”. El segundo ítem consistía en atender un estado de cosas fuido y dinámico, donde las fronteras y definiciones mediales, tanto como los perfles profesionales, requieren una continua actividad de rediseño atento a lógicas de cambio intramedios e intermedios que obligan a poner en foco tanto las condiciones de esos cambios (McLuhan & McLuhan, 1990) como las turbulencias de la remediación, las contaminaciones y metamorfosis que afectan lo mediático. (Bolter & Grusin, 2000). Atender, en una pedagogía de lo audiovisual verdaderamente contemporánea, a las dinámicas de pantalla que operan en nuestro entorno no solamente atañe a renovar los perfles y expectativas respecto de la actividad espectatorial, sino también considerar bajo nuevos aspectos formas de producción que toman como punto de partida esa galaxia de imágenes. No de otra forma puede entenderse, en la actual producción audiovisual a escala global, el auge creciente de obras que provienen de la apropiación, que pasan tanto por el tradicional found footage (que desde su mismo nombre remite al fílmico, en términos de metraje encontrado y reutilizado) hasta las experiencias de mash-up que, iniciadas en el campo de los archivos sonoros, ingresaron de pleno a la creación audiovisual digital. Los procesos hablan de una conmutación de los polos: realizadores y espectadores ya no considerados como entidades opuestas y homogéneas, sino signados por un potencial de diversidad, una capacidad de transformación, tanto de las imágenes que nos rodean como de ellos mismos en tanto sujetos. Resulta sintomático que un reciente libro de quien es acaso el más conspicuo indagador de estas transformaciones en el campo de los medios y artes audiovisuales, el brasileño Arlindo Machado, y que aborda algunas de las transformaciones que aquí hemos reseñado, haya sido publicado en una colección de educación (Machado, 2009). La integración de lo virtual y el trabajo con computadoras a las aulas y a las tareas escolares en los ámbito educativos inicial y medio abren, durante los últimos años, un entorno inédito para una formación audiovisual en expansión y previa a su de-finición en términos de oficio o profesión, atenta a su bagaje histórico y su trascendencia cultural como a las innúmeras posibilidades de inserción en la vida cotidiana del presente. Hemos elegido aquí el ángulo de las prácticas de pantalla, aunque de modo similar podríamos haber desarrollado las dinámicas de las cámaras (sin duda, prospecto para otro artículo) omnipresentes en todos los tiempos y espacios de lo cotidiano. Ya no es cuestión de un futuro en ciernes, sino más bien de urgencias de un presente imperioso, los “nuevos medios” nos acompañan hace más de una generación entera, acaso convendría buscarles otra denominación que esa de new media, consagrada a inicios de los noventa a escala global. Son el entorno que habitamos, dentro y fuera de la academia. El desafío está abierto y convoca tanto a repensar las viejas categorías como a fundar otras nuevas, que instalen a la formación audiovisual universitaria en una tarea acorde a los tiempos y experiencias vividas por sus sujetos como parte definitoria de su cotidianeidad y plataforma para su actividad creativa.

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