Introducción
.Una disciplina confinada al teatro de sus propias operaciones no tiene adonde ir (Ingold, 2017, p. 144)
Lo simbólico ha sido destruido y habría que reconstruirlo en lugar de ceder a las ilusiones vertiginosas y enloquecedoras de una comunicación sin fin, sin término y sin objeto (Augé, 2014, p. 43).
Cacique. Denominación por medio de la cual la escritura etnológica de la Compañía de Jesús acuñada para América, desde finales del siglo XVI, hace referencia a un sujeto que coordina las voluntades de un grupo de personas que deciden, previo acuerdo entre aquel que se presenta como fideicomisario de los indígenas y un sacerdote, asentarse en un lugar determinado. Espacio que se conformará, con el paso del tiempo y de la resignificación de ciertas pautas sociales, en una misión. Esta es la forma de identificación de un rol social que tuvo como objetivo -al menos desde el lugar asignado por la práctica y el discurso jesuítico así como lo hicieron otros agentes coloniales-, ordenar formas y criterios de organización política de un grupo nativo que apareció individualizado con límites pretendidamente claros, por medio de un etnónimo; es decir, el modo de nominación de “una” autoridad nativa que se hizo extensiva a todos los grupos amerindios y es fácilmente identificable en la totalidad de Crónicas, Cartas Annuas o Historias Oficiales redactadas por aquellos ignacianos que, con distintas posiciones dentro de la Orden, cumplieron la función de amanuenses del pasado nativo.
En todos aquellos documentos, así como en los que permanecen inéditos en los distintos acervos documentales, se hace mención a uno o varios caciques cumpliendo funciones de contralor de distintas pautas sociales comunales, ya sean éstas aquellas que podríamos denominar como políticas o bien pertenecientes al ámbito de lo mágico-religioso o sagrado1. Un modo de organización de las relaciones sociales que, como propuso tempranamente Joseph de Acosta, s. j. y funciona aquí como título primero del presente artículo (Acosta, 1979, p. 293), era la suerte por la que se gobernaba así mismo la mayor parte de los indígenas. Una expresión de la política nativa, con sus gradientes, que luego sería ampliamente replicada por los modelos antropológicos, de matriz neo-evolucionista, encargados de brindar explicaciones sobre la conformación de posiciones de prestigio, poder y riqueza entre los nativos (Boccara, 2010). Figuración del poder político que incluso replica la propuesta de Acosta s. j. sobre cómo las diferentes maneras de organización coinciden con determinados espacios geográficos.
Los caciques que fueron identificados por la antropología política como chief así también como leaders -dependiendo el grado de agregación de voluntades políticas que representaban y movilizaban en la narrativa histórica ignaciana-, cumplieron la función argumental de ejemplificar los avances y retrocesos de la política de conquista y colonización en América. La mayor presencia de caciques -o capitanejos como además suelen aparecer nominados aquellos que poseen cuotas menores de prestigio y riqueza frente a hombres encumbrados en la escala social-, indica un proceso de negociación colonial que debía de reconocer variadas expresiones de voluntades políticas. Al momento en que la documentación colonial expresa la concurrencia de caciques mayores, que controlaban unidades parentales extensas, con sus correspondientes territorialidades, el proceso histórico en el que se encontraban inmersos los nativos parece señalar la presencia de una posición de poder, prestigio y riqueza que se sobrepone por sobre las demás voluntades políticas; incluso por sobre líderes de menor convocatoria y legitimidad en el liderazgo. De este modo aquello que las narrativas coloniales manifiestan son los resultados múltiples de una política ensayada por los dispositivos de poder coloniales en su expansión sobre los territorios y espacios que se encontraban bajo el control indígena que apuntaban a la eliminación o control de variadas figuras de prestigio y autoridad con las cuáles pactar.
En buena medida la política reduccional jesuítica alentó la concentración de poder por parte de aquellos sujetos que se presentaban a sí mismos como capaces de controlar ánimos ajenos. Un proceso de concentración de poder que, claro está, no siempre alcanzó los resultados esperados dando lugar a cuestionamientos múltiples así como a escaladas de conflictos armados complejos de ser controlados por la lógica colonial que los alentó; sobre todo por los sentidos que dichos conflictos movilizaban2. De este modo, la reducción puede ser concebida, además de como ya ha sido formulada en variadas ocasiones, como un tiempo que daba forma y justificaba una forma de ordenamiento novedoso de relaciones sociales y perspectivas de relación política en donde el conflicto no se encontraba ausente. Esto, sin olvidar que al mismo tiempo que estas crisis se incrementaban, la reducción se presentaba como la estrategia normativa capaz de transformar aquel tiempo3. Por lo tanto cuando en la documentación con que trabaja el historiador se hace presente una referencia a un determinado cacique, o la presencia de varios de ellos, la reflexión primera que debe de movilizar el análisis es la intencionalidad del documento; es decir, la clarificación sobre por quién y para qué fue escrito, el planteamiento sobre qué proceso ocluyó aquella figura de autoridad, o poder según el caso, y la delimitación de esferas de acción de este personaje pero siempre en relación con una estructura de poder colonial. En buena medida, el cacique del siglo XVIII, es una expresión de una relación social construida bajo el amparo de la lógica colonial.
Como ya señalamos de modo sumario en párrafos precedentes, fue la Compañía de Jesús la que en su documentación señaló la presencia de un determinado sujeto que exhibía condiciones que lo sindicaban como cabeza de un proceso de negociación en dónde ya se encuentra presente una primera reducción que se expresa mediante la conformidad de algunos grupos familiares para, por medio de alianzas extendidas, aceptar un personaje que se ubique por encima de las cabezas de linaje y que dirija, o movilice, las operaciones que tienden al asentamiento en lugares escogidos y aceptados para establecer la nueva reducción.
La documentación al respecto es clara al indicar cómo tuvo lugar aquel proceso. Uno de los más respetados misioneros de aquel entonces afirmaba: “Va el Misionero cargado de Abalorios. Regala a los Caciques y algo âlos Vasallos, con q les gana la voluntad. Conquista esta les persuade q se junten mhos Pueblecitos en uno grande pa enseñarles la Ley de Dios” (Cardiel, 1747, s/p). Por ello, ante la pregunta sobre qué es un cacique en el siglo XVIII entre y para los chaquenses se debe de anteponer la siguiente formulación. ¿Cómo aquella persona es ubicada en el rol social por medio del cual se lo describe? ¿Quién lo colocó allí y para qué? Así como, ¿su presencia en aquel espacio no generó dentro de su comunidad algún tipo de cuestionamiento sobre el protagonismo que habría de asumir? Este último aspecto es quizás el que mayor atención requiere dado que esclarecer ese punto implica reposicionar a la política comunal nativa en un lugar central para su análisis.
Las descripciones que hacen referencia a la gestación de las misiones ponen énfasis en cómo para los distintos grupos indígenas, la reducción se presentaba como una alternativa a un proceso de conflictividad social que afectaba la reproducción material e inmaterial de aquella sociedad. Los relatos de aquellas instancias de negociación dan cuenta en qué medida el corrimiento de las fronteras, por medio del crecimiento y expansión del complejo ingenio/hacienda -y en menor volumen de las ciudades que circundaban el espacio chaqueño-, habían comenzado a restringir lenta, progresiva y gradualmente los espacios aprovechables por los nativos para la consecución de sus actividades económicas (Santamaría, 2007 y Vitar, 1997). Junto con eso se hace referencia a la presencia de acciones armadas entre nativos, definidos genéricamente como guerras, que coadyuvaban a que la Compañía de Jesús se expusiera como un dispositivo de poder capaz de pacificar, de modo no violento, las fronteras hispano-criollas con el Chaco. Acontecimientos que aparecen narrados por medio de una escritura institucionalizada que se construía obedeciendo a reglas precisas sobre qué y cómo escribir4.
La escritura institucionalizada de los ignacianos, caracterizada como una escritura para mostrar (Morales, 2005), y por lo tanto también pensada para encubrir algunos aspectos de la conversión, es un tipo particular de relato que no sólo expone aquellos rasgos de las poblaciones nativas que sirven para justificar la acción misional reduccional sino que además, dicha selección de diacríticos, tenía como finalidad la construcción de un tipo ideal de indígena. Una tipología que no sólo brindaba un marco de referencia que hiciera inteligibles a los indígenas, y a la realidad americana, desde los Colegios, Universidades y centros intelectuales europeos sino que a la vez configurara un tipo de misionero que podía lanzarse a las inmensidades del Chaco -o de la latitud que pidiera en su Indipetae (Maldavsky, 2012)-, munido de un conocer ex ante que justificaba e impulsaba sus acciones. Un jesuita que fuera capaz de identificar síntomas y problemas para el ejercicio del gobierno de la misión, sobre todo en el trato con los caciques (Acosta, 1999). Labor de reproducción de taxonomías sobre los otros que al mismo tiempo que proponía controlar las formas de reacción particulares de cada grupo humano, pretendía dotar a la Compañía de Jesús de una unidad conceptual que expuso, por medio de sus escritos laudatorios como las Historias Generales, más de sí misma que de los nativos de modo particular.
Esta construcción argumental basada en una vigilancia y permanente revisión de la escritura producida por sus miembros como forma de contralor de la comunicación que se brindaba de la labor evangélica, política, científica y doctrinal para sí, fue la que redujo las particularidades de los sujetos que detentaban cuotas de prestigio y autoridad para convertirlos en caciques que, en algunas ocasiones, ejercían poder entre los suyos.
Claro que esta proposición no elude un proceso de complejización propio de las comunidades nativas en el ordenamiento de sus diferencias políticas, las cuales generaron la aparición de posiciones de rango en donde un individuo articulaba, de modo coordinado con otros, voluntades de terceros. Lo cual equivale a proponer que el cacique ocupaba su posición como tal, dado que contaba con la anuencia de aquellos a los que representaba, porque podía controlar disensos que se manifestaban en acciones colectivas contra él, o bien por adquirir relevancia por las disputas con otro nativo que pretendía arrogarse para sí, y su grupo parental, las posibilidades y beneficios que resultaban de la concentración de porciones de autoridad y prestigio sobre los demás.
Una de las crónicas sobre el Chaco, quizás la más conocida y referida en innúmeras investigaciones, da cuenta que,
Aman tanto la libertad como la vagancia; y no permiten someterse al cacique con ningún juramento de fidelidad. Algunos emigran con su familia a otras tierras sin pedir la venia del cacique ni sentirse obligados (…). Si alguna vez el cacique decide realizar una expedición guerrera a otras tribus, debe llamar a una asamblea pública (Dobrizhoffer, 1968, t. II, p. 109).
La concentración de cuotas de poder por parte de distintos sujetos se manifiesta en las descripciones etnográficas jesuíticas, en aquellas ocasiones que los enfrentamientos entre indígenas cobraban la forma de guerras que ponían en jaque no sólo la paz de las fronteras sino que hacían peligrar las labores reduccionales emprendidas en distintas latitudes. Conflictos armados que fueron justificados como el resultado tanto de una voluntad comunal de resistir la concentración de poder y autoridad por parte de un determinado sujeto que hiciera de sí mismo un primus inter pares (Clastres, 1977; 2008), así como por una natural indolencia e inconstancia de los salvajes (Dobrizhoffer, 1968; Viveiros de Castro, 2011). Si la reducción se presenta como el eje y escenario de aquella narración que justifica un rol social, la descripción de un conflicto en particular, cualquier haya sido su dimensión, exhibe al cacique con distintos grados de afinidad con un misionero particular al mismo tiempo que se define un grupo de enemigos tanto de un leader, así como del jesuita que narra las acciones. Por tanto, las crónicas jesuíticas son fuentes documentales capaces de brindar una profusa densidad de registro de información como una amplia gama de matices sobre lo que se informa haciendo posible la indagación y respuestas sobre la jefatura como una instancia de disputa política, religiosa y teológica en un momento particular de la dinámica social entre distintos grupos sociales.
Formas de liderazgo nativo y comunicación jesuítica de la estratificación política
La expansión de la Compañía de Jesús por el espacio chaqueño coincide con el crecimiento notable de los núcleos poblacionales así como de los establecimientos productivos coloniales a mediados del siglo XVII. Momento desde el cual comienza a intensificarse el cerco colonial restringiendo la movilidad estacional de los grupos nativos. Desde ese momento en adelante es cuando comienza a observarse, en la documentación jesuítica, una merma en los etnónimos con los cuáles se designaba a los nativos dando paso así a un conjunto más reducido de naciones indias que, por lo general, se hacen coincidir con un espacio más o menos acotado y que presentan al menos una cabeza visible posible de ser identificada como cacique de tal o cual grupo (Giudicelli, 2011; Lozano, 1733). Melià afirma que “la Colonia intenta traducirse en las palabras del otro a pesar que no siempre consiga hablar la lengua del otro (…). La resemantización es un juego peligroso que llega a imponer su nuevo sentido con el uso cotidiano y constante” (Melià, 2013, p. 89 -trad. propia-). De este modo, el esfuerzo taxonómico jesuítico no sólo construyó nuevas etnicidades si no que identificó y encaramó sujetos particulares por sobre el resto de su comunidad de iguales. La nueva pregunta entonces es ¿qué significó esto para los chaquenses?
Las crónicas jesuíticas publicadas, y en su gran mayoría aquella documentación que aún permanece inédita, ponen el énfasis en los ánimos inestables de los nativos para así dar mayor crédito a las labores reduccionales. Las mismas se exponían como mecanismo de justificación de su accionar, a través de políticas tendientes a contener el conflicto intra e inter étnico del que participaban los indígenas; además de funcionar como un mecanismo para la captación de nuevas voluntades en los centros de formación que la Orden administraba. Para el caso del Chaco, así como para casi la totalidad de la realidad etnológica con la cual los ignacianos trabajaron, se exponen dos formas de liderazgo enfrentadas; un líder que se opone a las distintas tareas y acciones del misionero y un alter ego que brinda su apoyo al jesuita. A pesar que estos modos retóricos reflejan en buena medida, el proceso de complejización y centralización política del que dan cuenta, para mencionar un caso, la trama argumental jesuítica de los escritos producidos por las Comandancias de Frontera desdibuja un sinnúmero de prácticas que quedan fuera de la órbita de control de aquellos personajes a los que se refiere. Un claro ejemplo es aquello que sucedía en la porción de la sociedad que detentaba una posición de privilegio en función de su conocimiento de la comunicación espiritual. Los líderes y personajes religiosos, o bien aquellos que expresaban formas de religiosidad y que congregaban algunas voluntades, fueron escasamente representados y al momento de ser citados sólo se incluyeron como un factor retardatario de la conversión, dado que se aducía que los mismos empujaban a los conversos, y posibles nuevos cristianos, a sus viejas formas irracionales de proceder y contrarias a la civitas cristiana. De esta manera se observa cómo es que la construcción de un tipo de relato condiciona buena parte de los abordajes que se han realizado -y se llevan a cabo-, de aquellas sociedades excluyendo una arista de la política.
La política nativa que se exhibe, entonces, tal como se la estudia mayoritariamente, no es más que el “lugar (o lugares) de olvido, a pesar de los efectos múltiples que el olvido, a partir de un conjunto heterogéneo de narrativas e imágenes, viene a producir” (Pacheco de Oliveira, 2016, p. 77 -trad. propia-). Este olvido, selectivo por cierto, es el que generó aquellas jefaturas que hemos de llamar tipológicas, definiéndolas como formas de organización social del mundo nativo colonial que fueron el resultado de una descripción maniquea, realizada por un sacerdote empeñado en reproducir una forma mentis, que se materializó en la escritura para mostrar y que cercena de la realidad política que describe el rol, influencia e incidencia de un discurso religioso que por momentos disputaba porciones de legitimidad en el transcurso de toma de decisiones de quienes sí aparecían representados por el cuerpo documental.
Con lo dicho, no estamos proponiendo que el sector especializado en la comunicación cosmopolítica condicionara todas las acciones a emprender, por parte de una fracción que podría denominarse civil o laica -traducción de sentido, que por cierto atenta contra la vitalidad misma de la política nativa y su abordaje5-, sino que simplemente es necesario reflexionar sobre cómo los actos emprendidos por unos pudieron encontrarse sujetos a críticas por una porción de la sociedad que sí habría tenido incidencia sobre la población. Esta jefatura tipológica es entonces, el resultado de esa omisión deliberada y como tal, o bien observando a priori las limitaciones que presenta, un registro incompleto del proceso de administración de las voluntades de aquellos que residían en la reducción. Para ahondar en la propuesta analítica sobre el cacicazgo, y el lugar de sentido que dicha categorización proponía, así como para reforzar la crítica a los aspectos comunicativos del cuerpo documental redactado por la Compañía de Jesús, es necesario apelar a la etnografía para conocer sobre qué cosas hablaban los indígenas y cómo es que lo realizaban.
En un artículo por demás sugerente Hélène Clastres (2016) reflexiona sobre qué hablaban los indígenas y es en este aspecto donde recala en la figura del cacique para cuestionar cómo fue que surgió su palabra, así como los efectos que tuvo la misma sobre sus seguidores. Como antesala del examen de las aseveraciones de Clastres se impone recordar que la narrativa jesuítica justificaba el rol del cacique no sólo por los méritos logrados durante las guerras sino que además, dicha distinción social era el resultado del manejo de la oratoria; incluso haciendo referencia a una forma diferenciada en el habla que indicaba el rango social de quién hablaba en las ‘asambleas’ de guerreros que se describieron para el Chaco. Dobrizhoffer (1968) coincidía con Acosta (1979) sobre los modos de ponderar las prácticas de integración política que condujeron a la conformación de una distinción social. Ambos sostenían que “apenas conocen cabeza, sino todos de común mandan, y gobiernan, donde todo es antojo, y violencia y sinrazón y desorden, y el que más puede, ese prevalece y manda” (Acosta 1979, p. 294) y, “entre los abipones el honor de ser cacique es un derecho hereditario de la sangre, pero que se obtiene por la propia virtud y por el sufragio del pueblo” (Dobrizhoffer, 1968, t, II, p. 112). Incluso cuando alguien era adscrito al denominado cuerpo de guerreros, Dobrizhoffer sostiene que aquella distinción poseía correlato en un habla diferenciada de aquella del común (1968, t. 2, p. 455).
Retomando a Hélène Clastres, ésta afirma que el jefe indígena en su discurso hacia los suyos y en un grado ordinario de problemas, no decía nada que aquellos no conozcan (Clastres, 2016, p. 367). Lo cual tiene un profundo sentido si es que se analiza la lógica de los lenguas, aquellos traductores nativos, que exponían en lengua vernácula los dichos y pareceres que los líderes verbalizaban en las reuniones que se tenían con distintas autoridades coloniales, si es que las cabezas de linaje estaban familiarizados con la lengua castellana. Aspecto que sí puede constatarse incluso en el manejo de la escritura como dimensión de comunicación formal con las autoridades coloniales (Paz, 2007). Un segundo aspecto notable que marca Clastres es que el jefe brindaba
Un discurso solitario que quizás, no tiene nada que comunicar, que no es un discurso de poder (y, en ese sentido, es vacío) pero sí es un habla plena, en la medida en que se dedica a afirmar aquello mismo que constituye el ser mismo de la sociedad (Clastres, 2016, p. 368 -trad. propia, énfasis en el original-).
Aquí sí cabe una pregunta que necesita al menos colocarse para intentar describir más plenamente aquellas jefaturas del Chaco del siglo XVIII y las formas y medios por los cuáles el poder se comunicaba. El interrogante conlleva a responder, ¿qué define las sociedades nativas, sean abipones o del grupo étnico que fueran, en el siglo XVIII?
Es bien conocido que la guerra ocupó un lugar preponderante durante buena parte del siglo XVIII y que la misma fue ampliamente registrada por los jesuitas incluso hasta el momento de su expulsión (1767). Luego que los ignacianos abandonaron el espacio americano los conflictos de los indígenas, tanto con otros grupos nativos o con tropas coloniales, continuaron pero no con el tono que la guerra originalmente descripta supone. Si bien se registran acciones violentas, de orígenes diversos entre los que se cuentan mayoritariamente a los robos de ganados así como a la consumación de venganzas personales, la guerra como tal disminuyó su intensidad sobre fines del siglo XVIII. Un momento histórico en dónde la Colonia incorporaba algunos grupos nativos como mano de obra para ingenios y obrajes que eran conchabados gracias al rol de articulador comercial de algunos líderes (Santamaría, 2007) así como, en el seno de las unidades nativas, algunas posiciones de prestigio se habían transformado en hereditarias y, dónde los disidentes a aquella concentración de poder podían ocupar algunos espacios trascendiendo el límite medioambiental con el que Carneiro (1981) justifica parte del surgimiento de una autoridad centralizada. Algunos grupos reacios a esta acumulación de poder continuaron con sus formas de organización social basadas en una red de parentesco extenso que si bien los estructuraba, no los condicionaba a sujetarse a posiciones de poder sustentadas en la heredabilidad del cargo. Algunos de estos contingentes de hombres armados fueron requeridos, a comienzos del siglo XIX, como tropas auxiliares de las incipientes disputas provinciales. Entonces, ¿cuál fue la novedad del cacicazgo? Para ahondar en esta cuestión, nuevamente, hemos de recurrir a afirmaciones que permiten realizar una mejor crítica documental.
Bartomeu Melià, distinguido antropólogo y jesuita de formación, sostiene que para el caso de los guaraní no hay mitos y si, primeras palabras que enuncian la humanidad de aquellos que la portan y las reproducen (Melià, 2013). Esta mención es relevante en cuanto hace referencia a la importancia de la palabra en las sociedades amerindias. Es menester entonces recordar lo siguiente:
Es verdad, que tienen todos sus casiques, y ordinariamente es el mas valiente, ó el mayor hablador de cada Nacion; pero sacando el caso de hacer guerra á sus vecinos ó á los Españoles, es un titulo disminuido de toda autoridad para mandar, y mucho mas disminuido de renta (Reseña del Chaco y de sus Misiones, 1768, s/p).
Entre los abipones no había un jefe que gobernara a todo el pueblo, con poder absoluto [ya que ellos] se dividían en tribus, cada una presidida por un jefe que los españoles llamaban capitán...” [o cacique y ] “…los abipones Nclareyrat o cabeza […] Con este vocablo querían expresar no sólo una cierta potestad y dignidad eminentísima, sino también una suerte de nobleza (Dobrizhoffer 1968: II, pp. 105, 109-110).
Si se acepta como válida la propuesta sobre que “el nombre de cacique tiene gran resonancia entre los abipones, pero a menudo significa más que honores y ganancias” (Dobrizhoffer 1968: II, p. 112), y que el vocabulario nominativo mudaba a modo de indicador de un nuevo status social; entonces sí, la palabra cacique señala un nuevo entorno para quién la detenta, transformándose en una primera palabra.
No es importante aquí discutir el innegable valor de los mitos nativos para explicar algunas de las ideas que regían su existencia y que justifican no sólo el lugar que ocupaban en la sociedad envolvente actual (Kopenawa y Albert 2015), sino que aquí lo que se presenta de modo relevante es el valor social de aquellas primeras palabras. Desde su conformación performativa por parte de los jesuitas, en tanto construcción escritural de un drama social y estético (Schechner 2000), el cacicazgo y el cacique pueden comenzar a considerarse como una de aquellas primeras palabras que hicieron mención a una forma de ser o un tiempo de gestación de cambios tal como aquella forma “noble” del habla que portaban los abipones reconocidos por el valor de sus actos. En este rumbo tanto las afirmaciones de Hélène Clastres (2016) como las de Melià (2013) cobran mayor importancia y tendrían relevancia para explicar la transformación social reciente en el espacio del Chaco; espacio en el que es necesario incluir a lo guarani dado que los procesos sociales en dónde la Compañía de Jesús tuvo incidencia resonaron en el Chaco con especial énfasis luego del Tratado de Límites (1750), siendo los caciques de los pueblos quienes tuvieron un lugar central en todo lo acontecido.
Llegado este punto es necesario recapitular algunas cuestiones. La crónica jesuítica pone énfasis en los signos relevantes de las relaciones que se construyeron con los caciques para alcanzar el éxito reduccional. Para lograr esa eficacia, la misión dependía, según el modo en que las obras jesuíticas expusieron, de uno o varios personajes de la política nativa que por medio de su rol de fideicomisarios, pudieran garantizar una paz social interna que era incluso más importante que el número de bautismos que se pudieran conseguir. Dobrizhoffer afirma no conocer el número de bautismos realizados en las reducciones de abipones, lo cual hace posible relativizar aquella propuesta que sostiene que la conquista reduccional podría medirse por el número de almas ganadas para la cristiandad (1968, t. III, p. 380).
Las relaciones económicas, sociales, políticas y cosmopolíticas que determinado cacique pudiera componer con un sacerdote le brindaban, sin lugar a dudas, ganancias materiales e inmateriales que se traducían en prestigio y riqueza, posible de ser redistribuida, además de poder acceder a los mercados coloniales por interpósita persona del jesuita. Aunque claro, esta posición social diferenciada del resto de aquellos considerados como iguales -es decir, de quienes disponían de la capacidad de movilizar bajo su mando grupos familiares extensos y de allegados-, generaba disputas por el control no sólo de las personas sino también de los espacios desde dónde era posible acumular capital social y económico. Estos embates de unos contra otros, de larga data por cierto y que antecedían al tiempo de la reducción, desencadenaron un círculo de venganzas personales que se dirimían por medio de concentración y movilización de fuerzas -parientes desde la lógica indígena-, los cuales fueron calificados como guerras por los jesuitas.
Estas guerras, causa primera del proceso de reducción según la lógica jesuítica, fueron los que llevaron a que algunos indígenas, cansados del daño causado por las mismas, pidieran misión y en aquella instancia comenzaron a ser nombrados como caciques. Lo que sucedió luego de la concreción de algunos de estos pedidos fue que dichos conflictos se incrementaron, ya fuera por la codicia por sobre los bienes acumulados o porque algunos de los que se perfilaron como caciques fueron acusados por un determinado sector de la política nativa como usurpadores de una diferenciación social que no les correspondía -allí la vía del humor (Clastres, 2008) o de los insultos (Paz, 2012) es una forma necesaria de ser retomada para ponderar con mayor intensidad aquellos reclamos y conocer más la lógica de concentración de poder entre los nativos y las formas comunicacionales de disputarlo. Por lo tanto, lo que se encontraba bajo querella era el cacicazgo como tal y aquí es desde donde se puede reflexionar con mayor intensidad cómo las primeras palabras fueron a dar sentido a determinados discursos colocando al cacique en un sitial diferenciado del resto de la sociedad y siendo obligado, por la fuerza misma de aquellas palabras, a cumplir un rol novedoso para sí y para su comunidad.
Una sociedad sin caciques, la propuesta de la sociedad contra el Estado: Conclusiones
La propuesta que realizó Clastres (2001) de una sociedad de iguales que resiste la concentración de poder anulando la figura del cacique mediante la muerte del mismo por medio de la guerra, y como mecanismo de regulación social, posee una cuota de romanticismo que ha sido ampliamente criticada en su tiempo (Amselle, 1979). A pesar de la potencialidad heurística de la misma -con todos los aspectos criticables que la misma presenta y han sido ya expuestos (Santos, 1999)- y de los avances que ha alcanzado la antropología política con el giro ontológico, así como con estudios pormenorizados de la transformaciones a nivel político e ideológico-simbólico (Felippe, 2016; Paz, 2016) de distintos grupos en particular, dicha proposición de una sociedad contra el estado no ha sido retomada en lo que se constituyó como uno de sus puntos centrales que refiere a la importancia prescindible del cacique.
El cacique, dentro de la propuesta de Clastres (2001), es relevante en tanto factor que permite cohesionar los intereses de la mayoría. Se lo necesita como muestra tangible del designio social mayoritario de resistir a la individualización del poder que debe de residir en la mayoría del grupo. La reducción se presenta entonces como la antítesis de este dictamen social. De aquí en más, el cacique posee una excusa externa a la comunidad para garantizar su lugar social por medio del ejercicio del poder sobre los cuerpos ajenos. La nominalidad que inaugura el proceso reduccional es un indicador de aquella diferenciación/distinción social y, como se conoce el caso guaraní, el poder de la escritura -y la materialidad que la misma introduce así como los cambios que genera dentro de las lenguas nativas-, genera transformaciones sociales y “reacciones escriturarias” (Neumann, 2015), que indican cómo la sociedad fue cambiando a un ritmo novedoso. Algunos caciques del Chaco dejaron constancia escrita de su lugar social indicando que son el resultado de una decisión comunal, incluso admitiendo que dicho lugar se había conquistado mediante la eliminación física de aquellos que se presentaron como contrarios a su designio de concentrar poder (Paz, 2016b), lo cual relativiza bastante aquello de la “decisión comunal” obligando a repensar el devenir de la comunidad, a partir de la imposibilidad normativa de verbalizar los nombres de los muertos pero sí de recordarlos por medio de la narración de las hazañas de quiénes los llevaron a la muerte (Taylor, 1997).
El acecho y acorralamiento en el espacio de los distintos grupos nativos exigía la figura del cacique como representante de voluntades que parecían indicar la búsqueda, si bien no de aquella “tierra sin mal” conocida como kandire para los guaraní, de condiciones sociales que permitieran no sólo la reproducción material e inmaterial de la sociedad sino que apuntaran a situar a la comunidad en un momento en dónde el conflicto armado colonial contra los nativos no poseyera entidad o al menos no los alcanzara. Las condiciones de paz primigenias que movilizaron la gestación de diferenciaciones sociales (Carneiro, 1998) parecen indicar la necesidad de los caciques para que auguren que los ciclos de venganza colonial no afectarían a las poblaciones indígenas, por más que hacia el interior de los grupos sociales, las muertes ocasionadas por esta práctica continuaran. Incluso la intromisión del Estado para resolver asesinatos dentro de las unidades nativas es algo que ha llamado la atención de algunos investigadores y de lo que hay muestras, en el registro documental, que aseveran cómo los indígenas debían de resolver la disyuntiva de a qué esfera judicial someterse (Argeri, 2005).
La sociedad contra el estado, luego de la irrupción y aceptación acrítica de la lógica jesuítica de análisis, ha entrado en crisis por la potencialidad de enunciación de una forma de discurso que, como se mostró, oculta más que lo que muestra. Sin embargo, el giro ontológico (Medrano y Tola, 2016) permite indagar en cómo es que algunos de aquellos líderes nativos, en momentos traumáticos de su existencia, revivieron el diálogo con las potencias y seres no/humanos que los rodeaban -aquella parte escindida del relato jesuítico en la descripción de la jefatura pero perceptible desde una lectura más atenta y pormenorizada del registro documental legado-. Las manifestaciones del profetismo y el mesianismo indígena, por ejemplo, durante los trágicos sucesos de 1904 y 1911 (Andino, 1998; Rostagno, 1911), muestran la pervivencia de ideas ontológicas que pueden ser por demás fructíferas para conocer sobre el cacicazgo, a través de continuar con la propuesta de la histoire regressive (Whachtel, 1990).
Consideramos oportuno retomar la propuesta de una sociedad contra el estado, a pesar de haber formulado algunas críticas imprecisas a la misma (Paz, 2009). La presencia de variados nombres de representantes de la política indígena, de la cual también las mujeres formaron parte, a pesar de ser disimuladas por los sacerdotes indican una sociedad en donde la palabra cacique es disonante para algunos, si no muchos, de los miembros de aquella comunidad. Vale reconocer que lentamente el fonema se encargó, por medio de aquellos que encontraban réditos en su sonoridad, de acallar las voces en contrario. Cacique, terminología que no se traduce a las lenguas nativas en su dimensión aglutinante del poder -así como desde las lenguas nativas las traducciones que se hacen de las posiciones sociales no encajan en un solo vocablo-, es una categoría más de aquellas a las que puede echar mano la ontohistoria. Los caciques de fines del siglo XVIII, a pesar de las omisiones argumentales que sustentan esta enunciación sobre la ejecución del poder, portaban una glosolalia que tornaba ininteligible la comunicación con aquellos líderes del pasado, si es que fuera posible que se comunicaran con aquellos caciques/cabezas de linaje de comienzos del mismo siglo XVIII. La intangibilidad de la comunicación reside en que la misma sociedad no estaba preparada o bien dispuesta para aquella escisión, poniendo fin así, a quién osara acumular poder en un verdadero ejercicio centrífugo de arquitectura social. Sin lugar a dudas analizar la comunicación impulsada por la Compañía de Jesús, y su capacidad performativa, requiere detenerse sobre categorías que indican mucho para el investigador, pero que son vacías de sentido para las poblaciones nativas. Por ello, en aras de optimizar la comunicación de los resultados de estudios, tanto como remozar la agenda de problemas, se debe de no sólo incorporar al debate temporalidades propias del mundo nativo si no que es necesario apelar a las propias categorías nativas sobre las formas de administración de las voluntades para rescatar aquellos sentidos de la política vivenciados por los misioneros del siglo XVIII. No nos atrevemos a afirmar que sacerdotes del talante de Dobrizhoffer, Paucke, Jolís, Cardiel o sus compañeros de Orden, contemporáneos y previos, no comprendieron las expresiones nativas sobre las formas de autoridad pero, el cacique era “la suerte que gobernaba la mayor parte” y así lo había señalado uno de los prohombres de la escritura para encubrirlo.
Discutir aquella cuestión, para los jesuitas del siglo XVIII, era desobedecer no sólo el conocimiento pergeñado sobre las poblaciones indígenas americanas sino que implicaba ir más allá de la escritura para mostrar y eso sí era una desobediencia mayúscula. Ya De Certeau (2007) lo afirmaba de modo claro, la escritura se mueve por el ausente, y lo que aquí falta es todo aquello que brinda referencia a lo que cacique ocluye. Pero claro, para gobernar tamaña divergencia de formas políticas lo mejor era reducir las formas de autoridad a una sola expresión y apartarse de un ejercicio que hoy podríamos denominar como semántica histórica. Luego, en su reducción, cada jesuita se depararía con una realidad que excedía la norma pero, para controlar aquello, estaban los caciques y la escritura que como indicó Polanco s. j. (1547) era el mudo y fiel testigo de lo que sucedía en las inmensidades del Chaco.