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Cuadernos del Centro de Estudios en Diseño y Comunicación. Ensayos

versão On-line ISSN 1853-3523

Cuad. Cent. Estud. Diseñ. Comun., Ensayos  no.92 Ciudad Autónoma de Buenos Aires mar. 2021  Epub 15-Ago-2021

http://dx.doi.org/10.18682/cdc.vi92.3873 

Artículo

Esa extraña cosa llamada tiempo

Cintia Rogovsky* 

* Profesora en Historia de las Artes Visuales, Facultad de Bellas Artes (FBA), Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Doctoranda en Comunicación. Secretaria Académica y docente, en la Especialización en Edición. Prof. Titular, Cátedra Comunicación y Educación, Facultad de Periodismo y Comunicación Social, UNLP. Profesora Adjunta, Cátedra de Historia Social General B (FBA-UNLP).

Resumen

¿Qué significa ser contemporáneos de algo? ¿Por qué las gramáticas, discursos artísticos, escolares y literarios organizan y se organizan de determinada manera frente al problema del tiempo y la memoria: su concepción, su impacto en las subjetividades? ¿Es el tiempo un bien escaso, lineal, efímero, como una mercancía? Este texto no propone respuestas cerradas a ninguna de estas preguntas, por el contrario, ensaya algunos recorridos reflexivos y rescata fragmentos para viajar por el territorio del tiempo en el que la modernidad derrotó al tiempo arquetípico sagrado, e impuso una forma de concebir y de enseñar el valor del tiempo lineal e histórico como único relato posible y sus actuales transformaciones. A su vez, propone algunas conceptualizaciones desde la ciencia histórica y desde la literatura y otras disciplinas artísticas para pensar el tema del tiempo en la contemporaneidad, en un mundo habitado por dispositivos de comunicación en constante transformación.

Palabras clave: Tiempo; Memoria; Subjetividades; Comunicación; Arte.

Abstract

What does it mean to be contemporaries of something? Why do grammars, artistic, school and literary discourses organize and organize in a certain way in front of the problem of time and memory: their conception, their impact on subjectivities? Is time a scarce, linear, ephemeral good, like a commodity? This text does not propose closed answers to any of these questions, on the contrary, it rehearses some reflective journeys and rescues fragments to travel through the territory of time in which modernity defeated sacred archetypal time, and imposed a way of conceiving and teaching the value of linear and historical time as the only possible story and its current transformations. At the same time, he proposes some conceptualizations from historical science and from literature and other artistic disciplines to think about the theme of time in contemporaneity, in a world inhabited by communication devices in constant transformation.

Keyword: Time; Memory; Subjectivities; Communication; Art.

Resumo

O que significa ser contemporâneos de alguma coisa? Por que gramáticas, discursos artísticos, escolares e literários se organizam e se organizam de certa forma diante do problema do tempo e da memória: sua concepção, seu impacto nas subjetividades? O tempo é um bem escasso, linear e efêmero, como uma mercadoria? Este texto não propõe respostas fechadas para nenhuma dessas questões, ao contrário, ensaia algumas jornadas reflexivas e resgata fragmentos para percorrer o território do tempo em que a modernida-de derrotou o tempo arquetípico sagrado e impôs um modo de conceber e ensinar o valor do tempo linear e histórico como a única história possível e suas transformações atuais. Ao mesmo tempo, ele propõe algumas conceituações da ciência histórica e da literatura e outras disciplinas artísticas para pensar sobre o tema do tempo na contemporaneidade, em um mundo habitado por dispositivos de comunicação em constante transformação.

Palavras chave: Memória de Tempo; Subjetividades; Comunicação; Arte.

El tiempo es la sustancia de la que estoy hecho. El tiempo es un río que me lleva, pero yo soy el río; es un tigre que me devora, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. (JLB, Nueva refutación del tiempo)

“Had we but world enough, and time...” (Andrew Marvell, A su esquiva amada, alrededor de 1650: “si tuviéramos tiempo y mundo suficientes”)

1. Maitines 1. Mitos, gramáticas y subjetividades escolares

En el primer párrafo de su Gramáticas de la creación, afirma George Steiner: “no nos quedan más comienzos” (Steiner, 2001, p. 11), y luego desarrolla en unos pocos párrafos el rol de la Incipit o mayúscula inicial -cuyos ecos aún resuenan en nuestra palabra incipiente-, que daba inicio a la escritura iluminada por lo dorados y carmesí, los dragones y otras figuras y bestias de la heráldica con la que los copistas medievales adornaban sus comienzos. Como si todo comienzo de una escritura fuera una promesa de futuro, es decir, una promesa formulada en el orden del tiempo. Y ya se sabe que el orden del tiempo es una de las coordenadas imprescindibles sobre las que reposan diversos imaginarios y teorías acerca de la historia y de la memoria.

La gramática ordena la percepción y la experiencia, sigue más adelante Steiner, y si no tuviéramos una idea esperanzada del devenir en el tiempo, no necesitaríamos pensar ni escribir con tiempos verbales futuros. La construcción de un tiempo histórico en un mundo en el que predominaba la idea del tiempo circular, propia de un antiguo pueblo de pastores del desierto, la idea que hoy tenemos naturalizada -y es hegemónica en nuestra cultura-, con relación a un tiempo que tiene un principio y un devenir lineal, sin repeticiones, fue una idea completamente original, incluso extravagante, si se la piensa desde la perspectiva de las culturas orientales de aquella época en que se empieza a construir el relato bíblico. Sin embargo, encontramos la idea del tiempo histórico también en otros mitos, la idea de un fin de los tiempos -apocalíptico-, la idea de eternidad, o de vida después de la muerte, que es una especie de fin o de pasaje a otra dimensión del tiempo no humana.

Eliade (1985) entiende el tiempo circular como un tiempo concebido desde el arquetipo, en el que cada ser humano participa de la idea de que todo lo vivido ya fue vivido antes, se trata de un tiempo real que se proyecta en el tiempo sacralizado y ritualizado, y cuyo sentido, justamente, es que las personas y las comunidades participen de la dimensión sagrada y modélica del tiempo.

Posiblemente nada tan lejano de nuestra idea contemporánea del tiempo, en la cual el discurso del capitalismo ha impuesto la concepción del tiempo igual dinero, el tiempo como un bien que escasea en los procesos de producción de mercancías y riquezas: time is money. El tiempo, ya desde Marx -es decir, hace 200 años-, es concebido como un bien del que carecen los y las trabajadores y trabajadoras explotados2, y una riqueza de la pueden hacer uso los ricos, que son los dueños de su propio tiempo y del tiempo de las masas trabajadoras. Ya al decir en la frase anterior hace 200 años estamos enunciando desde otra de las cualidades del tiempo: es para nosotros mensurable, organizable. El tiempo en la era capitalista, ya sea en sus comienzos, o bien en su desarrollo, está atravesado por la idea de optimización, como si se tratara de un recurso no renovable. Entonces se organiza la vida y el trabajo, se van construyendo subjetividades que se expresan en prácticas, fundadas por el apuro, por ganar tiempo, se condena la idea de perder tiempo que es todo tiempo no destinado a producir según el modelo capitalista. La modernidad construye sobre uno de sus pilares fundantes, la escolarización como “máquina de educar” (Pineau, 2016, P. 56), un tiempo ritualizado en la escuela, como un fuera del tiempo real, del tiempo social -de la vida, del trabajo, de la sexualidad, de la política, del espacio público, de los conflictos-, pero absolutamente normado, estructurado, disciplinado y disciplinador (Huergo, 2017), que proviene quizá de la organización monástica y su regulación de las horas, aunque esa regulación se fundaba el orden feudal y en un mundo regido por el día y la noche del sol, la luna y las estrellas, ajeno al de la electricidad, la pantallización y el déficit de sueño y de descanso que caracterizan la vida actual, tanto adentro como afuera de las escuelas.

En las escuelas argentinas, todavía hoy, cada día millones de niños, niñas, adolescentes, adultos, docentes, estudiantes, auxiliares, directivos, familias, empiezan su jornada cuando todavía es de noche, y la finalizan del mismo modo. Y la construcción del conocimiento, la producción social de sentido, los vínculos pedagógicos, los procesos de enseñanza y aprendizaje, están estructurados en diagramas de horarios que parecen, desde sus orígenes, dotar al dispositivo escolar del poder de disciplinar u ordenar el caos, el azar, que es el mundo, la vida, el tiempo fuera del dispositivo de poder que instaura el proyecto de escolarización moderna y el reloj, el timbre, el calendario escolar, como significantes de ese orden en el que se expresa el poder. Habrá que preguntarse también qué nos dicen, en este sentido, las efemérides escolares: esa forma de organizar la memoria y la identidad, los contenidos y los discursos en las escuelas. Esa forma en la que los discursos escolares -del saber y del poder- interpelan, o al menos lo pretenden, al sujeto pedagógico que se está constituyendo en las instituciones del sistema educativo.

El horror que todavía provoca en muchos educadores, en funcionarios del sistema, en las familias, la existencia de horas libres, de un tiempo no planificado, fuera de programa y de control, ofrece algunas pistas respecto de lo que pervive como percepción de lo que el uso del tiempo o debe ser. ¿Qué subyace detrás de esta intolerancia a un tiempo de uso no controlado? El investigador y docente Mariano Molina sospecha que se trata de un problema de poder y de libertad, y así lo señala diciendo que,

La idea de poder hacer con el tiempo lo que cada uno quiera es un anhelo desde tiempos inmemoriales y una lucha que ha tenido escenarios determinantes. Simplemente recordar -a modo de ejemplo- la matanza que da origen al día internacional de los trabajadores, precisamente por reclamar, en plena revolución industrial, ocho horas de trabajo para que también los trabajadores puedan obtener tiempo de ocio y descanso. Y así vemos que está problemática se hace presente sistemáticamente, fundamentalmente desde la existencia del capitalismo como sistema económico y social dominante (Molina, 2018, p. 3).

Habrá que preguntarse, más adelante, qué pasa ahora, cuando los relojes invaden las pantallas y no hay tren bala que pueda superar la velocidad comunicacional que proponen las redes, las subjetividades que estos dispositivos de comunicación/educación interpelan y modelan.

Aunque en el campo comunicación/educación se ha trabajado mucho acerca de algunas de estas cuestiones desde que Peter McLaren publicó Pedagogía, identidad y poder (1998), todavía tenemos mucho que pensar y que aprender en tonos a algunas de las cuestiones.

La teoría educacional radical no ha podido analizar las escuelas como sitios activos que producen y legitiman formas de subjetividad y modos de vida privilegiados. No hemos logrado analizar la manera en que las subjetividades son producto de la educación, la manera en que el poder organiza el espacio. El tiempo y el cuerpo, la manera en que el lenguaje se utiliza tanto para legitimar como para marginar diferentes posiciones subjetivas, o la manera en que el conocimiento no solo mistifica sino que funciona además para producir identidades, deseos y necesidades (McLaren, 1998, p. 54).

Y luego,

Esto significa que no hay ningún mundo ideal, monolítico, autónomo, prístino ni aborigen que pueda ser entendido fuera de la naturaleza social del lenguaje y al que nuestras construcciones sociales correspondan necesariamente. Siempre hay un campo referencial en el que se sitúan los símbolos, y este campo referencial particular (es decir, el lenguaje, la cultura, el lugar, el tiempo) ejercerá influencia sobre la manera en que los símbolos generan significado (McLaren, 1998, p. 59).

Por otra parte, en la dinámica de perpetua transformación de las subjetividades modernas, el tiempo se escurre, vuela, se acelera. La ansiedad parece ser el síntoma actual de esa concepción del tiempo. Para algunos psicoanalistas, como el italiano Massimo Recalcati (2016), este dispositivo que impone una velocidad alienante para el desarrollo de vínculos pedagógicos, y que supone que el tiempo en el aula es reemplazable por otros dispositivos que acá llamaremos de comunicación/educación, conspira contra la erótica de la enseñanza, justamente aquella que hace posible que la hora de clase se instale como un tiempo regido por regulaciones ajenas a las de la optimización capitalista que rige, por ejemplo, en algunas modalidades de educación a distancia que ofrecen empresas privadas de producción de contenidos educativos en plataformas virtuales. En estos dispositivos, el tiempo debe ser aprovechado al máximo -aprender sin perder tiempo-, como si el aprendizaje fuera un proceso equivalente a adquirir un producto para consumir. El aula, por el contrario, habilita un tiempo de encuentro entre educadores y educandos que no puede ser reemplazado por otro tipo de vínculos que se desarrollan en otros territorios. El compromiso del cuerpo en ese encuentro en ese espacio, es también un compromiso situado en un tiempo de clase que no es reemplazable ni intercambiable: allí profesores y estudiantes no solo comparten una dimensión especial -y espacial- del tiempo, también se equivocan, cometen errores, se distraen, se tropiezan, es decir, establecen relaciones humanizantes y humanas donde lo que está en juego es la posibilidad de que haya enseñanza y aprendizaje así mediados.

2. Laudes. Literatura, lenguaje, milonga y tragedia

Por otra parte, tanto en la novela, el ensayo y otros géneros literarios, en las artes visuales y en la música y la danza que surgen en la modernidad hay una perspectiva más o menos consciente del tema del tiempo como asunto, como eje que, junto con el eje espacial, organizan las obras y la percepción, interpelan las subjetividades y los modos en que el sujeto moderno concibe, padece, goza y percibe el mundo. Aparece y se instala como problema estético y como asunto, como estructurador de relatos y partituras, desde la aceptación en el discurso hegemónico de su cualidad de finitud, es decir, se trata del tiempo histórico. Un tiempo concebido como efímero, que abandona las tradiciones de las culturas circulares y, a partir de la revolución industrial y su expansión, con las primeras olas de desarrollo tecnológico -máquina de vapor, electricidad, telégrafo, teléfono, trenes-, se impone esta cualidad de velocidad que será vivida con nostalgia, incluso con melancolía y con una evocación de retorno a la naturaleza de tipo roussoniana, por ejemplo, en el Romanticismo con crítica al capitalismo y la Ilustración, o bien que será exaltada por otras vanguardias modernistas del siglo XIX y del XX, ya sea en versiones futuristas o revolucionarias cercanas al socialismo marxista.

Si aceptamos que el lenguaje nos constituye como sujetos, y nos alumbra en la cultura, debemos considerar que no lo hace de cualquier modo, sino según las reglas de cierta gramática, una gramática con tiempos verbales que dan cuenta de pasado, presente y futuro. Así que, si por un lado el uso de pretéritos supone memorias, invocaciones, interpretaciones del pasado, tradiciones y legados que son marcas y huellas, el uso de tiempos futuros implica una apasionada -y a veces obstinada-, esperanza y apuesta por lo porvenir.

Sin esta consideración de una gramática del tiempo, no existirían los relatos, las narraciones, la historia, las películas, las series, los cuentos populares, posiblemente no existiríamos como seres de y en la cultura, que es una cultura en el tiempo. Nietzsche, en su ya lejano Origen de la tragedia (1871-72) -lejano es un adjetivo que refiere al espacio, y a la vez, al tiempo, y considerando la imaginación al servicio de la ciencia ficción y de la escenificación de posibles futuros, lejano también es pensar en lo que todavía no existe, o lo que ya cesó de existir-, proponía que había un antes y un después del ingreso al tiempo apolíneo en la cultura griega, a un mundo ordenado y regido por ese nuevo panteón que derrocó el orden dionisíaco, o, al menos, le presenta batalla.

Por su parte, en la tradición judeo/cristiana, como ya se ha dicho, existe una disciplina que se denomina historia de la salvación y nos ofrece la posibilidad de concebir al mundo histórico a partir del judaísmo, que es a partir de la inscripción de la humanidad en un orden temporal lineal: con un principio -“en el principio Dios creó…-, y un devenir que tendrá un final: el Juicio final, y luego, la eternidad, lo absoluto. Lo absoluto, lo perfecto, es impensable, incluso dificultoso en el lenguaje -¿salvo en la poesía y el mito?-, la eternidad. El tiempo también es el territorio que puede dividir las aguas de los lenguajes artísticos y el tipo de percepción y experiencia que suponen: mientras tenemos por un lado las artes que se desarrollan en el tiempo -la música, el teatro, la danza-, y que hasta hace relativamente poco tiempo -expresión incomprensible sin un contexto histórico propio del pensamiento contemporáneo interpelado por las ciencias sociales-, no podían registrarse, eran experiencias únicas, irrepetibles, y que al instante de finalizar se convertían en pasado. Algo así como los recitales en vivo de hoy, pero sin celulares.

En la era de la hipercomunicación y de la imagen que vivimos, con subjetividades constantemente interpeladas por dispositivos tecnológicos que producen y reproducen eventos una y otra vez -escuchamos audios, vemos videos, tenemos experiencias descentradas donde los ejes espacio y tiempo parecen habitar a la vez en nuestros teléfonos-, el tiempo y su percepción posiblemente se estén transformando, así, en gerundio, en un estar siendo seres inscritos en un tiempo que se acelera constantemente, y que siempre nos falta.

Tal vez la principal característica del tiempo en el capitalismo en su estado actual sea la percepción generalizada, al menos en las culturas occidentales, de vivir alienados, sin tiempo. El hecho de que podamos enunciar una trama que conecta el surgimiento del capitalismo, en la relación Europa/América obrando la primera como centro de poder y de acumulación de la riqueza extraída de América, que luego se haya producido lo que los historiadores marxistas -o mejor dicho, el propio Marx, luego Lenin leyendo a Marx en su propio contexto ruso, más tarde Hobsbawm, entre otros-, denominan la etapa superior del capitalismo, es decir, el imperialismo y su modelo global colonial, abarcando y conquistado todo prácticamente todo el planeta y consolidando un modelo económico hegemónico, que reproduce hacia el interior de las sociedades las diferencias de clase que, haca el exterior, se entre las naciones, permite suponer que también se ha construido un tipo de subjetividad hegemónica y global que responde a esta lógica en cuanto a su percepción del tiempo. Desde ya, y a pesar de la globalización y la conectividad en el mundo contemporáneo de la hipercomunicación es probable que siga habiendo y conviviendo, menos visibles, mucho más débiles y minoritarias, otras subjetividades que se vinculan muy de otro modo con el tiempo.

Las utopías emancipadoras del marxismo, del socialismo, del anarquismo, de algunas corrientes indigenistas, del comunismo de los siglos XIX y XX, entre otras, prometían entre cosas la posibilidad de que los trabajadores se hicieron dueños de su tiempo, incluso, se elogia la pereza como un bien a conquistar, la revolución de las máquinas venía con la promesa de un futuro en el que las mujeres y los hombres podrían disponer libremente de su tiempo, y las máquinas harían el trabajo pesado. Ya sabemos cómo terminó esta promesa para los miles de millones de pobres que habitan el planeta.

En la trama original donde se parió eso que llamamos Occidente, cuando luego de la expansión oceánica del siglo XV y XVI se produce el doble descubrimiento -América descubre al conquistador europeo y Europa descubre América, fuente primaria de la riqueza que empezó acumular y que luego la llevaría también a la Conquista y Colonización de África y parte de Asia-, ya inscriptos en la historia crística, cuyo relato de la salvación parte del Antiguo Testamento, es decir, de una idea que se hará hegemónica respecto a la concepción del tiempo ligada a la idea de finitud propia del judaísmo. Entonces nacemos como cultura de aquella primera tensión entre la concepción del tiempo cíclico de muchos pueblos americanos, y la impuesta de un tiempo con principio, devenir y final.

¿Qué hay cuando termina la eternidad? Pues si solo Dios -ese Dios único y temible, amo que exige adoración absoluta-, es eterno, la humanidad está condenada a inscribirse en el tiempo, es decir, a la idea de morir. Esta idea es acompañada en el caso cristiano por la promesa de futuros paraísos -en los que, precisamente, el tiempo sucumbe a la eternidad- pero primero debe cesar la vida. Es un tiempo que termina.

Ese tiempo cíclico es un tiempo donde no hay escritura, ni relato, ni historia. Sin gramática no habría tampoco tiempo, y, vale la pena insistir con esta pregunta, ¿podrían existir las formas narrativas del arte? Desde las antiguas tragedias o comedias griegas, hasta los cuentos populares infantiles de la tradición oral que toda cultura tiene como parte de sus rituales de crianza y educación, hasta las prácticas de escritura hiper mediadas por tecnologías y redes en la aldea global digital contemporánea, las coordenadas de eso que llamamos tiempo, y eso que llamamos espacio son la condición para que existan relatos, historia, ciencia, memorias y ficciones.

Haga una pausa, lector, lectora. Ponga música, la que le guste. Escuche un instante. También la música, dicen los que saben, es una cuestión de tiempos, de sus combinaciones, de su aceleración o su alternancia entre tiempos lentos, largos, y tiempos veloces. Incluso hay quienes creen que toda la música que nos ha llegado a través de las partituras, pero de la que no existen registros sonoros, nos propone la pregunta: ¿las interpretaciones que hoy en día se hacen de esas grandes obras del siglo XVII o XVIII son fieles al tiempo en la que se las tocaba “en vivo” en los salones o en las iglesias para las que fueron escritas? Pensando el tiempo y el arte, por su parte, desde su extraordinaria erudición y capacidad para reflexionar acerca de la obra de Shakespeare y sus múltiples conexiones, el filósofo Eduardo Rinesi (2017) sostiene -en las clases que ha dictado en el marco de algunos seminarios de posgrado en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la UNLP en 2017-, que en la milonga no hay tiempo material, real, sino que, se trata de un tiempo mítico, es decir, arquetípico, de repetición, a diferencia del tango, donde al haber tragedia, hay paso del tiempo, decadencia, historia. Es por eso, afirma Rinesi (2017), que a Borges le gusta la milonga, porque la milonga es la eternidad, como lo es el pensamiento de Spinoza, a quien Borges tanto admiraba y es un pensador de la eternidad.

No hay manera, si queremos ejemplificar desde una de las novelas más extraordinarias de la literatura argentina, de eludir las imágenes de esos rituales que repiten, fundados en la idea del arquetipo sagrado y del tiempo cíclico, los personajes de El entenado, de Saer. Tragedia es la irrupción del conquistador blanco, en esa novela, tragedia, historia, muerte y final. La derrota del tiempo en el que habitan los indios, el tiempo de un estar siendo en lo común, de percibir el tiempo de un modo colectivo que se expresa en el lenguaje, desde ya, si pensamos que el lenguaje es el lugar donde nos constituimos como sujetos el triunfo del tiempo Conjurados por el ritual orgiástico y caníbal que permite a ese pueblo retornar al orden del tiempo sagrado.

Toda la tragedia shakesperiana puede ser entendida sobre la base de la idea de un tiempo de dislocamientos del orden y los discursos, de las formas de leer el mundo, de concebir el tiempo, es por eso que parece recurrente -sobre todo en Hamlet, pero también en otras obras-, la idea de un tiempo fuera de quicio o desquiciado -“the time is out of joint-.

3. Vísperas. Historia, contemporaneidad y tiempos recobrados

Pensar en términos de memoria y tiempo parece ser parte de un pensar contemporáneo, de una pregunta y una interpelación que nace en la modernidad. Una modernidad que funda su propio relato mediante una proeza creativa que saltea varios siglos y propone su origen en la Antigüedad clásica, de donde se va a nutrir el Renacimiento -el arte, la ciencia, la literatura-, en un como si la Edad Media pudiera saltarse. Como si aquellos banqueros florentinos del siglo XV, o aquellos pensadores ilustrados del XVII, como si aquellos aventureros de los mares que se lanzaron a la conquista de mundos nuevos, o aquellos industriales textiles de Inglaterra que empezaban a protagonizar la primera de las dos grandes revoluciones burguesas fueran hijos de Grecia y de Roma, en lugar de serlo de los diversos pueblos bárbaros y cristianos que habitaron y estuvieron siendo la Europa medieval en sus múltiples versiones.

Incluso, en esa concepción de tiempo cíclico americana, esa que recupera Kusch cuando nos habla del a cosmovisión del Altiplano acá en el Sur, en esa gramática en gerundio tan contradictoria con la gramática del ser del discurso occidental propio del conquistador español, percibimos los ecos de aquellos tiempos sin tiempo, de aquellos tiempos que son arquetipo y están siendo en formas de producción, de explotación de la tierra, de comunicación y educación en tantas naciones latinoamericanas que no corren la carrera del tiempo lineal capitalista.

Y todo eso nos es contemporáneo, el tiempo de la mujer con pollera boliviana que cultiva la papa como sus ancestros, que sigue el ritmo de una tierra a la que se le pide y se le agradece, pero no se la saquea hasta matarla, a la que se le respeta su tiempo, como los dioses modélicos están proponiendo. Y nos es también contemporáneo el tiempo de las ciudades cosmopolitas, sobre pobladas de personas y vehículos, contaminación, violencia, desigualdad.

A países como el nuestro lo llamamos, desde el sentido común joven, porque eso implica compararlo con países originados en culturas milenarias, en Oriente, África y en el Occidente Europeo. Habría que revisar esa denominación, puesto que nuestro país se empezó a constituir como nación en la misma etapa en que lo hicieron esas otras naciones, porque el estado nacional es una configuración que, precisamente, surge en la época de las revoluciones burguesas. El estudio de la historia nos muestra que las naciones actuales son apenas fotos de una película en movimiento, con tiempo largos y tiempos más cortos, que se aceleran indudablemente con las guerras del siglo XX que modifican una y otra vez el mapa mundial y las fronteras políticas, pero también que sigue cambiando en nuestro siglo.

Hay otra forma de concebir el tiempo que quizá exprese parte de nuestra identidad nacional, si bien no es exclusiva nuestra, pero adquiere acá características particulares: la memoria que supone una reivindicación política y estética, memoria que suele articularse a un reclamo por verdad y justicia en el discurso de las Abuelas, Madres, y otros organismos de derechos humanos, como ocurre también en los países que han hecho de la reivindicación de la memoria histórica de sus tragedias sociales una política democrática y de derechos humanos, frente al horror de haber protagonizado sucesos como el Holocausto, el Genocidio Armenio, el Terrorismo de Estado, el Gulag, y otras formas de totalitarismos y genocidios. Como Agamben, en una conferencia publicada bajo el título de ¿Qué es lo contemporáneo? (2008), nos preguntamos entonces qué significa que somos contemporáneos de algo. Supone también que los somos de una manera de entender el tiempo, de ciertas ideas, de la configuración de un tipo de subjetividad que se organiza en un lenguaje que pretende hacerse cargo de un discurso de memorias y legados, de testimonios, de búsquedas de verdades históricas, no arquetípicas, de tramas historizables y particulares.

Se dice que es una estrategia contra el olvido, ¿pero qué olvido? El olvido del horror al que nuestras sociedades pueden llegar -y tristemente llegan-, si olvidan.

Nos tomamos unos segundos. Robamos a quienes leen un instante de su valioso tiempo.

Seguimos con otra pregunta.

¿Y cuánto dura el tiempo? Los historiadores del siglo XX se han formulado una y otra vez esa pregunta.

Hablaré, pues, largamente de la historia, del tiempo de la historia. Y menos para los historiadores que para nuestros vecinos, especialistas en las otras ciencias del hombre: economistas, etnógrafos, etnólogos (o antropólogos), sociólogos, psicólogos, lingüistas, demógrafos, geógrafos y hasta matemáticos sociales y estadísticos; vecinos todos ellos de cuyas experiencias e investigaciones nos hemos ido durante muchos años informando porque estábamos convencidos -y lo estamos aún- de que la historia, remolcada por ellos o por simple contacto, había de aclararse con nueva luz. Quizá haya llegado nuestro turno de tener algo que ofrecerles. Una noción cada vez más precisa de la multiplicidad del tiempo y del valor excepcional del tiempo largo se va abriendo paso -consciente o no consciente, aceptada o no aceptada-, a partir de las experiencias y de las tentativas recientes de la historia (Braudel, 1968, p. 69).

Por su parte, el historiador italiano Carlo Ginzburg sugiere a lo largo de su obra El hilo y las huellas. Lo verdadero, lo falso, lo ficticio (2010), que si bien la ciencia histórica se apoya, en busca de la verdad, en fuentes cuya autenticidad sea científicamente comprobable, se vale también de la ficción, que es algo muy diferente a la falsificación. No se trata de hacer pasar un objeto por otro -un objeto de arte, un documento, un testimonio construido artificialmente para engañar, por ejemplo, hacer pasar por una reliquia de la antigüedad un objeto nuevo, falsificar la datación del documento-, sino de hacer hablar a un objeto de la mentalidad de la época que lo engendró, es decir, de la época a la que ese objeto le es contemporánea: por ejemplo, una obra de teatro Shakespeare, donde no buscamos la verdad en el sentido del discurso científico: Hamlet como personaje real de la historia danesa, por ejemplo, aunque varios especialistas dicen que hay un mito danés que sirvió a Shakespeare de inspiración así como también que su relato alude a conflictos de su Inglaterra isabelina del modo en que puede hacerlo sin correr tantos riesgos. De lo que se trata acá, en tal caso, es pensar cómo el arte propone una idea acerca del tiempo y de la memoria, qué nos dice de cómo esa época se ve o se piensa o se proyecta a sí misma en la temporalidad. Justamente una temporalidad que se inserta en una suerte de umbral entre un modo de entender el mundo del pasado que todavía no es pasado -sino que es contemporáneo a Shakespeare y a la Reina Isabel Tudor-, y un porvenir que todavía no llega, pero que el arte anticipa, en este caso, la tragedia. Porque justamente allí radica la potencia del arte, no necesita, como la ciencia, herramientas de verdad para sostener y hacer creíble su discurso, no necesita reflexionar acerca de lo -ya- acontecido, como si lo hace el pensamiento científico, cuya metodología requiere cierta distancia -temporal también-, respecto de su objeto de estudio, para no perder toda posibilidad de cierta objetividad, que se sabe siempre limitada por la posición del sujeto.

El arte crea y elabora sus mundos con libertad, y es justamente allí donde radica su potencia. Le basta con ser verosímil, lo cual, por otro lado, no es poco. Muy por el contrario, es toda una tarea, y bien compleja. Es por eso que Shakespeare puede, como explica Rinesi (2017), escribir acerca de, a la vez que viviendo -otra vez en gerundio-, entre dos mundos de valores en transición: el mundo medieval que irá quedando atrás -otra vez el espacio nos sirve como metáfora del tiempo lineal: atrás igual pasado-, en el pasado, y el mundo imaginario que construye el genio del dramaturgo. Y mientras a la vez está soñando un posible futuro -que anticipa a varios de los filósofos de la Ilustración-, con los valores que representa Fortimbrás para la modernidad que está naciendo: porque lo tiempos de la historia, de las transformaciones sociales, culturales, económicas, a su vez, son los que Braudel (1968) llama tiempos largos. Es decir, no encerrados en los términos de un acontecimiento breve (una revolución con toma de poder, por ejemplo) en los largos tiempos que transforman los sistemas de vida y los mundos.

Si recurrimos a Aristóteles, podríamos decir que así como los historiadores hablan de lo que ha sido, los poetas hablan de aquello que podría haber sido (Ginzburg, 2010, p. 17). Así que acá estamos, a mitad de camino cabalgando entre el discurso de la ciencia y el del arte, la poesía. En la literatura moderna, Borges y Proust son quienes probablemente más se han ocupado del asunto del tiempo. Proust, sin duda un hombre sensible y muy buen observador que participa del zeitgeist moderno como francés y judío en tiempos de guerra y del caso Dreyfus, lo hace en una de las novelas más extraordinarias que se conozcan, donde también reflexiona largamente acerca del sentido del arte en tanto discurso inscrito en un devenir:

Pero las excusas no figuran en el arte, pues en el arte no cuentan las intenciones:

el artista tiene que escuchar en todo momento a su instinto, por lo que el arte es lo más real que existe, la escuela más austera de la vida y el verdadero juicio Final. (Proust, 2010, P. 78).

Menos considerada en ese sentido pero no por ello menos perspicaz a la cuestión, es Silvina Ocampo, a quien al parecer no le gustaban los finales en la literatura. Seguiremos su deseo, dejando este artículo incompleto, sin final, de modo que no solo haya un tiempo de lectura que al llegar a estas líneas ya es pasado, sino en la esperanza de que también encuentren aquí alteridad, diálogo, un otro, una otra que nos convoque a quedarnos como memoria y escritura cuando ya no estemos:

Quiero quedarme, aún, cuando me vaya, en la memoria de quienes me han querido, en los versos triviales que repita con su cantar algún desconocido; o regresar en el perfil de un hijo como ese amanecer que ha renacido. (“Tiempo de partir” Letra: Albérico Mansilla Música: Eduardo Falú)

Bibliografía consultada y /o referenciada

Agamben, G. (2008). “¿Qué es lo contemporáneo?”. Disponible en: https://app.luminpdf. com/viewer/o7CSZTR244fimphqCLinks ]

Borges, J. L. (1974). “Nueva refutación del tiempo” en Otras inquisiciones, Obras completas. Buenos Aires, Argentina. Ed. Emecé. [ Links ]

Braudel, F. (1968). La Historia y las ciencias sociales. Madrid, España. Ed. Alianza. [ Links ]

Eliade, M. (1985). Lo sagrado y lo profano. Barcelona, España. Edición Labor. [ Links ]

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1 La estructura de este artículo parte de la liturgia de las horas medieval, presente tanto en la tradición de la Iglesia católica como en la ortodoxa, y se usa acá como un recurso para mostrar otras matrices y concepciones del tiempo que han dejado huellas en la memoria de nuestras culturas. Las llamadas Horas mayores son Maitines -primera hora del amanecer-, Laudes, que corresponden a las alabanzas que se deben realizar en las primeras de la mañana -entre las 3:00 a.m. y las 9:00 a.m.-, y por último, están las Vísperas de la tarde -del latín, vesper: tarde-, y las llamadas Horas Menores.

2Por razones de espacio no se utiliza en el desarrollo del artículo el lenguaje inclusivo, cuya gramática forma parte de un interesante debate político actual del que esta autora participa.

Recibido: 01 de Diciembre de 2017; Aprobado: 01 de Marzo de 2018; : 01 de Julio de 2019

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