SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
 número45  suppl.1Los cuidados en la agenda democrática: una mirada desde la Ley de Contrato de TrabajoDe la crítica al pasado a su uso en las disputas del presente: la discusión político-intelectual en la era de la democracia (1983-2023) índice de autoresíndice de assuntospesquisa de artigos
Home Pagelista alfabética de periódicos  

Serviços Personalizados

Journal

Artigo

Indicadores

  • Não possue artigos citadosCitado por SciELO

Links relacionados

  • Não possue artigos similaresSimilares em SciELO

Compartilhar


Temas y Debates

versão On-line ISSN 1853-984X

Temas debates (En línea)  no.45 supl.1 Rosario  2023

 

Artículos

Restos democráticos. Pensamiento y política en la postdictadura

Democratic Remains. Thought and Politics in the Post-Dictatorship

José G. Giavedoni1 

1Docente e investigador en la Escuela de Ciencia Política, Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales, Universidad Nacional de Rosario, Argentina.

Resumen

El tramo que pretende recorrer el presente trabajo remite a una lectura del pasado (una polémica ocurrida hace cuarenta años) y una actualización en nuestro presente. Se trata de rastrear aquella arena de contienda en los años ochenta y reconocer la estela que ha dejado en nuestro presente. En este presente, las debilidades de la democracia, las deudas que no ha saldado aún, se las enuncia como aquello que falta conseguir. Sin embargo, esas deudas parecen arrastrarse desde el mismo comienzo. La democracia en la Argentina de la postdictadura ha nacido con esas deudas a cuestas. Esto mismo se encuentra en el corazón de aquella polémica de los años ochenta que, con la hegemonía lograda por los llamados estudios de las transiciones a la democracia, quedó olvidada y se naturalizó tanto la transitología como el modo casi exclusivo de reflexionar sobre ella. La apuesta es indagar sobre la democracia como un resto, aquello que permite pensarla y que, al mismo tiempo y paradójicamente, la torna imposible.

Palabras clave: democracia; deudas; transiciones; restos

Abstract

The path that this paper intends to follow refers to a reading of the past (a controversy that occurred 40 years ago) and an update on our present. It is about tracing that arena of contention in the 1980s and recognizing the trail that it has left in our present. In this present, the weaknesses of democracy, the debts that have not yet been settled are enunciated as what remains to be achieved. However, these debts seem to drag on from the beginning, democracy in post-dictatorship Argentina was born with those debts on its back. This itself is at the heart of that controversy in the 1980s that, with the hegemony achieved by the so-called studies of transitions to democracy, was forgotten, with transitology becoming naturalized as the almost exclusive way of reflecting on it. The purpose is to reflect on democracy as a rest, that which allows us to think about it and that, at the same time and paradoxically, makes it impossible.

Keywords: democracy; debts; transitions; remains

Llamo a esta intervención restos democráticos. La alusión es obvia, insinúo a propósito de un pretexto y de un elogio. Un pretexto que se propone para reflexionar sobre la democracia como un conjunto de textos (no para restarles materialidad, sino para restituir la violencia en lo que se nombra y lo que se deja de enunciar); la democracia como discursos públicos. Uno de esos discursos se constituye en hegemónico y es el modo de hacer pensable la construcción de la democracia a partir de aquellos años ochenta. El otro discurso es el de los márgenes, que fue enunciado pero relegado. Supura en rincones de la Universidad y en el respirar del conflicto social. Por ello, no se trata solo de una polémica relativa a la academia, sino que involucra modos del hacer político y modos del hacer social que, en tanto hegemonías y residuos, dejan una estela cuya espuma encuentra presencia en nuestro presente. Se trata de pensar nuestra democracia de hoy a partir de su fragua, allá en los años ochenta.

El elogio se vincula con pretender llamar a esta breve intervención “restos democráticos”. También podría ser “la democracia siempre es lo que queda”. El primero es más sugerente; el segundo tal vez lo es menos. Ambos refieren a Horacio González y al impulso que su presencia supone en la escritura de estas páginas. Es una escritura que se encuentra marcada por una preocupación sobre el presente, pero que obliga a rascar en el barro de la escritura de la historia esos restos democráticos, eso que en el discurso público argentino ha quedado como residuo y que, sin embargo, como tal no deja de ocasionar ruido. El resto es pensado como aquello que, desde el comienzo, conspira, asedia la plenitud de la democracia, la pretensión de democracia plena. Ese resto acecha desde el comienzo y constantemente.1

Provengo y trabajo en una Facultad de Ciencia Política con una fuertísima tradición que podríamos llamar o´donnelliana, es decir, una Facultad que no ha dejado de reflexionar sobre la democracia en clave de “transiciones”. Esto es admitir que se ha pensado la democracia mayormente en clave institucional, lo que se ha dado en llamar democracia política, a partir de una centralidad de los atributos que fueron sugeridos por Robert Dahl y que el propio O´Donnell no deja de referenciar a lo largo de toda su obra. Este carácter institucional del modo en que ha sido pensada la democracia gravita sobre las instituciones formales, elecciones limpias, libertades civiles y políticas, división de poderes. La reflexión en torno a la cuestión democrática se realizó bajo los parámetros, bajo los modos de la teoría de la transición. La “transitología” hegemonizó el modo de pensar la democracia. Reitero, su preocupación estuvo dirigida hacia las cuestiones procedimentales, de forma, institucionales y, con ello, hizo caso omiso, muchas veces de manera explícita, a las cuestiones sociales y económicas. Como dijera O’Donnell en 1997, no sería útil analíticamente y, además, sería peligroso en términos políticos asignar a la democracia que se haga cargo de los problemas económicos y sociales:

La literatura contemporánea ha generado múltiples definiciones de democracia. Si las opciones se limitaran a las dos que acabo de esbozar [la democracia como régimen político o la democracia con vocación social], yo optaría por la primera. La definición que equipara a la democracia con un grado sustantivo de justicia o de igualdad social no es útil analíticamente. Además, es peligrosa: tiende a despreciar a la democracia existente, y de ese modo le hace el juego al autoritarismo ([1997]2002: 307).

No cabría insistir en las buenas intenciones del autor, pero sí en los efectos teóricos y políticos de su posición. En principio, si el problema de la igualdad no es un asunto conveniente para la democracia, se haría muy cuesta arriba discutir públicamente la herencia económica del Proceso y producir un sentido colectivo sobre ello. Aún hoy, cuarenta años después, nos encontramos denunciando esa herencia, la Ley 21382 de inversiones extranjeras y la Ley 21526 de entidades financieras.

Desde hace bastante tiempo (permítanme momentáneamente esta indeterminación temporal), la cuestión democrática está acompañada por la cuestión de las “deudas de la democracia”. Las deudas de la democracia es el nombre que porta la reflexión sobre los inconvenientes, los déficits, las faltas, las promesas incumplidas de la democracia. Me tomé el atrevimiento de hacer un ejercicio que nunca hago y de dar lugar a un dato que, en verdad, no sé qué importancia tiene. El buscador de Google arroja unos 4 millones de resultados para el tópico “deudas de la democracia”. Reitero, no sé muy bien qué significa esto, pero al menos habría una dimensión cuantitativa que indica el modo de pensar los problemas de la democracia en términos de deudas, es decir, lo que le falta a partir de una promesa, lo que se dijo y no se cumplió, algo que estaría presente en una suerte de contrato original pero que no ha sido alcanzado.

Sin embargo, me pregunto si la idea de “deudas de la democracia” no adquiere sentido pleno cuando se la comprende desde una clave institucionalista. En otras palabras, parece ser tributaria de la de transiciones, una suerte de camino donde debemos pasar por determinadas postas en aras de lograr una meta. En esta idea teleológica, presente en la noción de transición, un fin, un camino a recorrer, una meta final, las deudas aparecen a medida que recorremos el camino y no logramos cumplir esas metas parciales que el recorrido exige.

Hoy celebramos los cuarenta años de recuperación de la democracia y no dejamos de señalar esas deudas, lo que aún nos falta por lograr. Sin embargo, según vemos en ciertos textos de aquellos albores democráticos, al parecer la democracia nació hace cuarenta años con sus deudas a cuestas. Retomo a Horacio González: la democracia es un texto, no por desconocer la materialidad de los procesos que la han constituido y atravesado, sino precisamente por reconocerlos, por hacerlos furiosamente evidentes, por advertir que adquieren relieve, adquieren sentido, producen dolor en los modos de su enunciación. Por ello, la idea de que la democracia nace con sus deudas a cuestas parece sugerirse en un texto, un artículo periodístico aparecido en mayo de 1984 en la revista El Porteño. Llego a la existencia de este texto a partir de la lectura del bellísimo libro de María Pía López, El don de la amistad. El artículo en cuestión se llama “La herencia cultural del proceso” y su autor es un siempre incómodo e irreverente Rodolfo Fogwill ([1984]2008).

Fogwillianas

Lo primero y llamativo es la fecha que indica lo incisivo de esa palabra, la de Fogwill, porque desobedece una máxima, la de realizar una crítica a la democracia pero que sea medida, mesurada, una crítica democrática a la democracia, como llamara a esa crítica cuidadosa el propio O’Donnell en un artículo de 1987 ([1987]1989: 19). Fogwill arremete con todo, sin concesiones. Lo hace sin dejar transcurrir el tiempo, lo hace de inmediato, a los pocos meses de inaugurada la democracia. Lo que demuestra su desmesura son las reacciones que causa su escrito en aquellos que se sienten interpelados. No es un balance negativo después de transcurrido un tiempo, un balance que le permitiría reconocer el déficit y el superávit (ello es lo que realiza O’Donnell en 1987). Por el contrario, es un conjunto de observaciones (en palabras del propio autor). Fogwill observa, no balancea, practica el don de la mirada sagaz, esa que requiere pausa y calma pero que se dinamita en la escritura. Se trata de una calma observación que encuentra en la escritura el momento de explosión, mientras que reconoce en sus lectores la actitud opuesta: enojos y reproches producto de las emociones. Es esta crítica desmesurada de Fogwill la que se presenta como el síntoma de una democracia que nace con sus propias deudas a cuestas, una democracia que no apila deudas a medida que tropieza en su recorrido, sino que se trata de deudas que son casi la condición misma de emergencia de esa democracia.

Podríamos decir que el artículo forma parte de esos restos de un discurso democrático que han sido puestos delicadamente al margen, tal vez por esa oleada transitológica que necesitaba hacer hincapié en las cuestiones formales e institucionales frente al peligro que se encontraba al acecho. Ante ello, esta transitología parece estar más interesada en pensar la democracia en su dimensión liberal, más que la democracia en clave popular. Este artículo de Fogwill marca ese distintivo de la democracia recién recuperada como aquella que se piensa gravitando alrededor del problema de las libertades y garantías (problema no menor, ciertamente), más que en términos de gobierno del pueblo. Es decir, la democracia se piensa como garantía de las libertades individuales y resguardo frente a los abusos del poder, más que como modo de construcción de subjetividades colectivas, decisiones colectivas y producción de una semántica colectiva que trae consigo la potencia del desborde como condición de la democracia misma. Para Fogwill, es el componente liberal el que tiene mayor peso, no así el democrático, y ello es lo que exacerba su pluma.

De ello se desprende otra de las ideas presentes en el artículo: la democracia en términos de “mercado de poder”, donde no dejan de respirar los espectros de un Schumpeter o un Hayek, mercado con oferentes y demandantes de mercancías políticas. Es taxativo Fogwill cuando dice: “todos los teóricos y los místicos de la democracia radical son liberales” ([1984]2008: 68). En un mercado, los actores relevantes son vendedores y consumidores en tanto individuos que, en su traducción política, devienen ciudadanos, por lo tanto, la atomización como condición de la representación política. Porque el punto de partida de la transitología es el de gobiernos surgidos de dictaduras, débiles y que requerían instalar cimientos institucionales sólidos antes de cualquier apuesta fuerte. La sensatez de esta posición no deja de evidenciar, al mismo tiempo, una suerte de etapismo democrático. En ese marco, ese pensamiento que hegemoniza la discusión instala salvedades, frena cualquier desmesura, disciplina posibles atrevimientos. Cualquier crítica debía pasar por el tamiz de "crítica democrática a la democracia". Así se consolidó paulatinamente un modo de pensar la democracia en clave de transiciones y con un componente importante vinculado con la fortaleza institucional. Se trata de una democracia más preocupada por el límite que por el desborde, más atenta al individuo como sujeto que al pueblo como colectivo, una democracia que piensa la política pero que abandonó lo político o, en palabras de Rinesi (1993), se despeja el camino del hacer política al tiempo, paradójicamente, de escurrirse la práctica del pensar la política. Por ello, “la pregunta por la política, en fin, no es hoy la pregunta por los lugares donde ella transcurre, sino por los sitios desde donde volver a pensarla” (1993: 30, cursivas en el original). Implica un pasaje del lugar delimitado por las instituciones, reglado por sus normas formales y analizado a partir de los interrogantes ya establecidos, a los sitios desde donde volver a pensar la política y la democracia, desde donde imaginar interrogantes que pongan en jaque los sentidos instalados, los lugares y las nominaciones del orden de la dominación.

Reitero el título del artículo: La herencia cultural del proceso. Reitero también su fecha de publicación: mayo de 1984. Comienza con el interrogante acerca de cuándo se da inicio al Proceso y responde que es falso que comience un 24 de marzo de 1976, ya que tanto en términos represivos como en términos económicos el comienzo puede reconocerse unos años antes. Pese a ello, lo que resulta difícil, dice, es determinar cuándo termina: ¿con el fin del interregno de Viola, con la movilización del 30 de marzo de 1982, con Malvinas, para luego imaginar fechas del futuro? La pregunta es necesaria, no por la imperiosa necesidad de determinar el fin de una etapa, sino por cómo pone en evidencia la dificultad en esa determinación. Eso es lo que se respira en el artículo de Fogwill. Mientras la transitología se ha preguntado cuándo se da término a la transición, Fogwill arremete con la incómoda sugerencia de que lo que aún no ha terminado es el Proceso, el cual puede llegar a tener larga duración.

¿Qué pone en evidencia Fogwill con este arrebato? Señala la dificultad en la marca de la temporalidad en política, de los comienzos y de los finales, de las dificultades en lograr marcar el tiempo, distinguir, la obsesión por establecer límites entre lo otro y lo mismo, y la afirmación de que al instalar esos mojones no hacemos otra cosa que afirmar una decisión política. La idea misma de herencia en el título ya es una provocación para un gobierno alfonsinista que pretende construirse a partir del quiebre, de esa radicalidad en la ruptura que funda el hiato entre la vida y la muerte, los años de plomo y la primavera. Como muy bien lo plantea Lesgart, “la democracia política y la transición a la democracia obraron aquí como términos que permitieron deslindar la vida de la muerte” (2002: 164). Frente a estas ideas-límite que se enunciaron en esos primeros años y que traccionaron ese efecto de corte, el término herencia sacude la amabilidad que instala esa diferencia con lo otro, la tranquilidad de que ese corte entre lo propio y lo ajeno produce, para sugerir continuidad, contagio, un miasma que se extiende desde ese más allá hasta este más acá.

Así concluye el artículo:

Creo que el mejor camino es pensar lo que ella [la herencia cultural] y sus administradores decretaron como impensable, y pensarlo con los modelos intelectuales que exorcizaron como intolerables. Algo que tal vez los radicales no puedan pensar, ni tolerar pero que deberán pensar y tolerar si quieren tener una política propia y dejar de administrar las políticas del régimen anterior ([1984]2008: 72).

Pensar lo impensable a través de lo intolerable.

Gonzalianas

Hoy, al parecer, este resto está desperdigado, ese escenario de la democracia y su transición aparece resguardado de aristas, de astillas, de discusiones. Las transiciones aparecen como el exclusivo modo que asumió la reflexión en torno a la construcción en la postdictadura. Sin embargo, la década de 1980 no dejó de supurar incomodidades que, tal vez, con el paso del tiempo fueron sutilmente apiladas en los estantes de las bibliotecas de la memoria poco frecuentada. Allí, además del artículo de Fogwill, tenemos otros restos que han intervenido en la arena pública y en el debate de su tiempo. Entre ellos, encontramos un texto de Horacio González, aparecido en el número 3 de la revista Fin de siglo, en septiembre de 1987, que supura lo que Fogwill exhibe como ese pensar lo impensable por esos intelectuales que exorcizaron como intolerables. El artículo se titula “La mitad de un echarpe o un canto inconcluso” y relata el encuentro entre la militante de la Comuna de París Luisa Michel, que se encuentra encarcelada en la remota isla de Nueva Caledonia, en la Polinesia francesa, con Taiau, un nativo canaco que se suma a la sublevación contra sus colonos galos. Horacio González, en ese año, 1987, en Argentina, donde la transición a la democracia vuelve obsoleta viejas discusiones políticas e instala nuevos modos de pensar la política y el cambio social, afirma ni bien comienza el artículo: “No es necesario preguntarse qué es lo que queda de la revolución (…) la revolución, siempre, es lo que queda. Resto, excedente, sobra” ([1987]2021: 337). Comienza un artículo con un impensable, la revolución.

La revolución se configura como ese pensar lo impensable. Norbert Lechner, en un trabajo de 1984, señalaba: “Si la revolución es el eje articulador de la discusión latinoamericana en la década del ’60, en los ’80 el tema central es la democracia” ([1984]1995: 18). El eje articulador, la categoría gravitante alrededor de la cual se organiza el campo intelectual de sentido y discusión a partir de los años ochenta será la de “democracia política”, categoría que organizará el conjunto de las discusiones y sentidos de lo político. El cambio político ya no será pensado en clave de revolución, que, como la rueca, pasará a formar parte del museo de antigüedades. La transformación política viene de la mano de una transición que implica una idea de moderación, de cambio paulatino, de proceso de maduración.

Estas nuevas nociones reorganizan el campo semántico de la política, la producción de un léxico compartido que, en palabras de Cecilia Lesgart, “delimitaron tiempos objetivos y subjetivos, políticos y académicos: pasado y futuro, experiencias y expectativas” (2002: 166). Se trata de un campo semántico que configura una nueva manera de pensar la política, que construye nuevos marcos espacio-temporales donde se despliegan certidumbre y expectativas. En términos de Koselleck, podríamos decir que asistimos a la emergencia de un concepto fundamental que permite la articulación de cierto lenguaje. Este es el rango que adquiere el concepto “democracia” en los años ochenta y cuya fuerza gravitatoria hace que giren a su alrededor conceptos como el de sistema de partidos, sistemas electorales, transición, consolidación, libertades, entre otros.

Sin embargo, Horacio González repone la palabra prohibida y la discusión clausurada: revolución. A lo impensable vuelve a ponerle ese nombre incómodo y hace de lo intolerable algo del orden de lo inexorable. La revolución es lo que queda, es el excedente, el resto. No se trata de nostálgicas viejas épocas de militancia, como la que personifica Mañungo Vero, el personaje de Donoso en su novela La desesperanza, sino de reconocer su reactualización y sus ecos en las disidencias, en las puebladas, en las cátedras libres, en las tomas, en las huelgas, en las experiencias populares, en las desobediencias, en el territorio, en espacios donde se produce sentido y, sobretodo, donde hacen entrar en crisis los sentidos hegemónicos.

Al reponer esta palabra prohibida a mediados de 1987, González no hace otra cosa que tensar el campo de discusión que había abierto Fogwill en 1984. Lo que resulta impensable, lo que resulta imposible, intolerable es vincular lo impensable (lo impensable de Fogwill y de González) con lo pensable de esos años ochenta (esa democracia política mesurada). Lo intolerable y, por eso, el residuo, es el vínculo entre revolución y democracia: “lo que queda, sin tener por detrás un arquetipo, es siempre múltiple, abierto, inesperado, ilegal, irregular, implanificado, imprevisible, irresuelto. Impensable” ([1987]2021: 338). La línea invisible de Fogwill a González sugiere que, si lo impensable en el primero es la democracia (entendida como democracia sustantiva, diría Castoriadis), en el segundo es la revolución. A partir de la reconstrucción de esa línea no puede evitar pensarse que, cuando González habla de la revolución como lo impensable, habla sobre la democracia, una suerte de guiño a Fogwill; la democracia imprevisible, irresuelta, nunca acabada.

Detrás de toda hegemonía hay una disputa, siempre hay una disputa que aparece por momentos más solapada, por momentos más frontal. Aquellas polémicas de los años ochenta en torno a la democracia, en torno al conflicto, a la revolución, a las desigualdades, quedaron marginadas con el triunfo de la perspectiva transitológica, pero se reactualizan en modos de pensar la democracia de manera más atrevida y que están presentes en la trama de un conflicto social a lo largo de estos cuarenta años.

De este modo, ante esta democracia que hace cuatro décadas fue pensada como nacida junto a sus propias deudas, que le ha costado sacudirse el ropaje cultural del Proceso, el de su política económica, el de sus efectos de subjetividad individualizante, que fundan la desigualdad y la atomización como modo de representación política, se requiere de una democracia desprolija, llena de barro, atrevida, desmesurada, cuyo motor sea un desbordarse de modo permanente, conducida por la justicia social, por la igualdad. Que la puesta en juego hoy de las deudas de la democracia no tenga como efecto reponer aquella hegemonía transitológica y que sí logre restituir la disputa de aquellos años ochenta con el objetivo de avanzar en el intento de construcción de una democracia irreverente, imprevisible, inesperada, ese imposible.

Referencias

Fogwill, R. ([1984]2008). La herencia cultural del Proceso. En R. Fogwill, Los libros de la guerra (pp. 66-72). Buenos Aires, Argentina: Mansalva. [ Links ]

González, H. ([1987]2021). La mitad de un echarpe o un canto inconcluso. En H. González, La palabra encarnada. Ensayo, política y nación (pp. 337-340). Buenos Aires, Argentina: CLACSO. [ Links ]

Lechner, N. ([1984]1995). Los patios interiores de la democracia. Subjetividad y política. Santiago de Chile, Chile: Fondo de Cultura Económica. [ Links ]

Lesgart, C. (2002). Usos de la transición a la democracia. Ensayo, ciencia y política en la década del ochenta. Estudios Sociales, 22-23, 163-185. [ Links ]

O’Donnell, G. ([1987]1989). Transiciones, continuidades y algunas paradojas. Cuadernos Políticos, 56, 19-36. [ Links ]

O’Donnell, G. ([1997]2002). Las poliarquías y la (in)efectividad de la ley en América Latina. En J. Méndez, G. O’Donnell y P. S. Pinheiro (Comps.), La (in)efectividad de la ley y la exclusión en América Latina. Buenos Aires, Argentina: Paidós. [ Links ]

Rinesi, E. (1993). Seducidos y abandonados. Carisma y traición en la “transición democrática” argentina. Buenos Aires, Argentina: Manuel Suárez Editor. [ Links ]

1Hay un café ubicado a media cuadra del Centro Cultural La Toma, un café que tiene en sus paredes una preciosa foto de Ricardo Falcón caminando en la dirección contraria a la indicada, como también el retrato de Agustín Tosco que supo hacer Juan Carlos Castagnino en 1972, exigía la libertad del Gringo y de los presos políticos, entre ellos un tal Manuel Navarro. En ese café nos encontramos una mañana de otoño con el querido Manuel, con el que discutimos muchas de las ideas expresadas en este escrito. Por ello, no querría dejar de reconocer la generosidad del diálogo al que recurrentemente invita, al compartir la palabra.

Creative Commons License Este es un artículo publicado en acceso abierto bajo una licencia Creative Commons